I
Unos días después —por la tarde—, un lancha pesquera cruzaba a remo el fiordo rumbo a Skibberup. Manuel venía sentado a popa, con la cabeza completamente tapada; la ansiada lluvia había llegado. El cielo se cernía negro y pesado sobre el agua; gruesas gotas restallaban contra los bancos. Manuel venía de Sandinge, adonde había ido, al día siguiente de la visita del obispo, con el carpintero Nielsen, el cual le había acompañado como si fuese su ayudante. Él había querido librarse de las muchísimas preguntas relativas al obispo que inmediatamente le habían hecho en Skibberup, a las cuales de momento no podía contestar. Había necesitado también alejarse un poco para pensar en calma la proposición del obispo, y, por otra parte, el encuentro con el viejo director de la escuela superior había aumentado su impaciencia por conocer la célebre escuela que era la madre espiritual de Hansine y de toda la juventud de Skibberup. No había sufrido ninguna desilusión. Ahora comprendía por qué los ojos de la joven brillaban cada vez que se nombraba la escuela de Sandinge. El grandioso conjunto de edificaciones, cuyos muros rojos, cubiertos de hiedra y enredaderas, le habían recordado una vieja casa señorial; la magnífica sala de conferencias, construida al estilo nórdico antiguo, con techo de madera ajedrezado y saledizos labrados; pero, sobre todo, las ochenta muchachas campesinas, jóvenes y lozanas que aquel verano eran alumnas de la escuela, y la instrucción particular que recibían en forma de cantos, conferencias, lectura y reuniones bíblicas diarias, a las que asistía todas las tardes la población de la comarca, después de terminado el trabajo; todo esto le había llenado y entusiasmado desde el primer día. Comprendía también el afecto del pueblo hacia el director de la escuela después de haberle visto en su verdadero elemento, en su escuela, donde con su bastón se movía entre alumnos y profesores como padre de todos ellos. Especialmente comprendió el gran poder de este hombre sobre el espíritu de los jóvenes cuando por vez primera le vio en una cátedra, tan lleno de entusiasmo juvenil, tan ferviente en su fe, tan embargado por sus sentimientos, que las lágrimas asomaban a sus ojos castaños brillantes, mientras hablaba, con los brazos extendidos, como si en su caridad quisiera estrechar a toda la Humanidad contra su corazón.
Al día siguiente de la llegada de Manuel se había celebrado una gran reunión popular en la escuela, en la que él, como orador principal, pronunció una conferencia sobre los hijos de Dios y los seguidores de Cristo, en la que dijo que, en verdad, sólo podía uno llamarse lo primero cuando con todas sus facultades trataba de ser lo último. Los días siguientes los había pasado con el director entre los amigos del pueblo, siendo recibido en todas partes con emoción y ganándose nuevos amigos, de tal modo, que su viaje había adquirido el carácter de una verdadera entrada triunfal.
Especialmente, su visita había tenido gran importancia para su futuro. Él veía ahora que el obispo tenía razón, y que la casita que pensaba comprar sólo valía para hacer algo como se había hecho en Sandinge. Se necesitaban mayores locales, más espacio, sitio para los caballos y los coches de los viajeros, etc.; en otras palabras: la casa parroquial de Vejlby estaba hecha como para centro de reunión de los fieles, que él deseaba establecer.
Estaba decidido a seguir el consejo del obispo y quedarse al cargo de la parroquia una vez que se hubiese ido el párroco, y ahora estaba deseando hablar con Hansine sobre este asunto. Con ella tenía derecho a romper la promesa de silencio que había dado al obispo. Y su corazón se hallaba tan lleno de dicha, su cabeza tan llena de planes, que tenía que desahogarse.
Había oscurecido completamente antes de llegar a tierra. Con gran dificultad él y Nielsen encontraron las rodadas que desde la pequeña rada de Skibberup conducían a la aldea por medio de las colinas. Manuel se despidió de su acompañante, dirigiéndose a casa de sus suegros. En la ventana de la sala brillaba una luz y un momento después estaba él en el vestíbulo con Hansine.
Un par de días después la Hoja Popular de la comarca traía la siguiente noticia: «Según rumores fidedignos, el párroco Tonnesen, cura de Vejlby y Skibberup, ha sido nombrado director del nuevo Seminario Nacional de Soborg, Copenhague. El nombramiento oficial se espera que tenga lugar uno de estos días».
II
Aunque el traslado del párroco Tonnesen debía considerarse en realidad como un ascenso, y aunque él venía tratando desde hacía tiempo de dar a entender otra cosa, los de Skibberup inmediatamente lo miraron como una victoria de su partido. El tejedor Hansen había cumplido su palabra; dentro de unas semanas el párroco abandonaría la casa rectoral de Vejlby. Pero la verdad era que el obispo había tenido que emplear toda su habilidad diplomática para, sin mayores dificultades, hacer prevalecer su voluntad frente al testarudo párroco, que en el acaloramiento del primer momento había rechazado la farisaica oferta. Poco a poco, sin embargo, vio Tonnesen que tanto por él como por su hija debía aprovechar esta ocasión para liberarse de una manera aparentemente honrosa de una situación que se había convertido en un tormento diario para los dos, y, además, le había halagado un poco el observar que se tenía en cuenta su pasado pedagógico y se reconocían sus facultades administrativas.
En Skibberup procuraron trabajar el hierro mientras estuviese caliente. Inmediatamente enviaron una delegación al obispo pidiendo que «al cubrir el puesto vacante, tuviese en cuenta los deseos de la mayoría del pueblo». En la petición no se mencionaba el nombre de Manuel; pero la alusión a él no podía ser más clara. El obispo recibió a la delegación, especialmente a su jefe, el tejedor Hansen, con las mejores disposiciones. Él abordó la próxima reforma del puesto, que de momento era necesario tenerlo cierto tiempo vacante, manifestando, por lo demás, que trataría con mucho gusto de satisfacer los justos deseos de los fieles. Luego los invitó a almorzar y a tomar café con él en su jardín.
Pocos días después pudo comunicar el periódico de la aldea que el obispo había decidido, por fin, presentarse como candidato demócrata a las elecciones para diputado por la circunscripción a la que pertenecía Vejlby y Skibberup.
Mientras tanto, Rangilda andaba por la casa parroquial esperando con impaciencia el día en que la abandonaría para siempre. Aunque ella se sentía demasiado vieja para esperar nada del futuro, sentía un deseo ardiente por salir de aquel rincón donde había quemado su juventud y donde no había un sitio ni una persona cuya separación le diese tristeza. Especialmente el trato obligado con el capellán había sido últimamente para ella un tormento. Lo encontraba ridículo en sus intentos de asimilarse al «pueblo». Veía que él era un tipo descuidado en su aspecto, que sus ropas y su pelo olían a establo y a sudor, y estaba de acuerdo con su padre en admitir que en el espíritu del capellán se había operado un cambio análogo.
—Es propio de esta gente que quiere convertirse en profeta… Nuestros seminaristas siempre se inspiran en ellos —había dicho Tonnesen—. Mientras en otras partes se busca la sabiduría mística en viejos escritos, aquí se inspiran en vaqueros y mozos de cuadra. Antes que pase un año veremos al señor Hansted con zuecos de madera y con la mente embotada como la de un campesino.
III
Finalmente, a mediados de julio pudo Tonnesen hacer sus maletas y marcharse. Algunos campesinos de Vejlby y tres propietarios de la feligresía tenían la intención de honrarle en su despedida con un banquete; pero él, agradeciéndoselo mucho, les rogó que no lo hiciesen. Y sin más requisitos que las formalidades de rigor, pero tampoco sin amargura alguna, se despidió de los fieles.
Sólo ante Manuel descubrió su verdadero estado de ánimo cuando, al estrecharle fríamente la mano, le dijo que no había necesidad de dar la enhorabuena a las personas que tenían la suerte de contar con «el viento del tiempo» en su vela.
Tan pronto como se fue el párroco, se trasladó Manuel de la buhardilla con sus pocos muebles y se instaló en el despacho de Tonnesen y en uno de los dormitorios. El resto de la casa estaba vacío, excepto el cuarto de la criada, donde, de momento, siguió viviendo la vieja y coja Lona como ama de gobierno de Manuel. No había nadie tampoco que le hubiese pedido ese puesto; pero ella hacía como si formase parte del inventario de la casa, y Manuel aceptó tranquilamente esta actitud de ella. Maren, en cambio, había seguido al párroco junto con los caballos y la calesa. No había tampoco motivo para tomar los servicios de ningún criado nuevo, ya que las tierras de la casa parroquial habían sido arrendadas a un campesino de Vejlby y no quedaban libres hasta dentro de un año.
Así que ahora, igual que antes, pasaba en Skibberup todo el tiempo que le dejaba libre su labor sacerdotal, participando en toda clase de trabajos en casa de sus suegros. Por las tardes se sentaba con Hansine en el jardín viendo la puesta del sol y hablando de su futuro. Hansine apoyaba confiadamente su cabeza en el hombro de Manuel, y mientras el crepúsculo extendía su luz azulada por los campos y praderas, él, rebosante de dicha, la apretaba contra su palpitante corazón.
Cuando llegó el otoño con su vida abigarrada en los campos amarilleantes, se despojó de su levita y, al frente de la gente de Anders Jorgen, se iba al campo con su guadaña al hombro. Y cuando hubo hecho su primer bancal a satisfacción de su suegro, se sintió más orgulloso que cuando en su tiempo regresaba a su casa con su matrícula de honor.
Así pasó el tiempo hasta que se anunció la fase final del otoño con sus días cortos y tormentosos y noches largas y oscuras.
Entonces cada tarde se le hacía más difícil a Manuel decir adiós a Hansine y salir del abrigado y agradable cuarto de los suegros para recorrer el largo y húmedo sendero hasta llegar a la vacía casa parroquial, donde frecuentemente permanecía despierto a causa de los muchos ruidos misteriosos que hay de noche en una casa deshabitada. Una noche, poco después de haberse quedado dormido, fue despertado por un lamento prolongado que no supo a qué atribuir. De pronto le pareció que era un aviso de fuego. Saltó de la cama, y apenas se hubo echado algo de ropa encima, oyó ruido en la casa; se abrió la puerta y apareció Lona con una luz en sus manos.
—¡Señor pastor…! ¡Hay fuego! —gritó.
Su cara estaba completamente lívida. Igual que todos los demás que habían presenciado el incendio de Vejlby, no podía oír el cuerno anunciando fuego sin estremecerse de espanto.
Todos los vecinos de la aldea saltaron de sus lechos y corrían por la calle de un lado a otro llevando faroles. Se supo en seguida que sólo se quemaba una casa pequeña en la parroquia vecina, y como la manga de riego y sus servidores nada tenían que hacer, volvió la tranquilidad a la aldea.
Pero la intranquilidad causada y la vista del miedo de los demás habían aumentado la melancolía de Manuel en la soledad, hasta tal punto que aquella misma noche había tomado en serio el casarse lo antes posible. Al día siguiente lo primero que hizo fue hablar de este asunto con Hansine. Ella de momento se asustó un poco. Había abrigado la esperanza de que Manuel no hablaría de boda, por lo menos, en el primer año. Cuanto más ahondaba en su nueva situación, sobre todo después de abrírsele la perspectiva de vivir en la gran casa parroquial de Vejlby, más miedo tenía de no poder estar a la altura del puesto en que iba a colocarla su matrimonio. Pero al ver la alegría y la esperanza de Manuel y los grandes deseos que éste tenía de apresurar la boda, no tuvo corazón para oponerse a sus intenciones, ni siquiera para intranquilizarlo con sus preocupaciones; y después de consultar a los padres, se decidió en un consejo de familia celebrar la boda el 6 de octubre; cumpleaños del difunto rey.
Pero entonces surgió una pequeña divergencia cuya solución esperaba la aldea con gran interés. Mientras Hansine deseaba que la boda se celebrase en el mayor secreto, su madre opinaba que debían casarse con la mayor solemnidad y pompa que sus medios permitiesen, y ella obtuvo la adhesión de quien menos la esperaba.
Un domingo por la tarde Villing y su mujer vinieron a hacerle una visita para darle la enhorabuena con motivo del compromiso matrimonial. Coincidió con la primera proclama de la iglesia, siendo, por tanto, una cosa oficial. Ella llevaba un vestido de seda y un chal de crespón y una sonrisa en su dulce cara de monja; Villing llevaba sombrero hongo, levita con hombreras y chaleco blanco con botones de cristal redondos. Villing no había puesto los pies en Skibberup desde el establecimiento de la cooperativa; pero los acontecimientos de los últimos tiempos le habían suavizado sorprendentemente el ánimo. Ellos habían llegado a reconocer que habían juzgado injustamente a los de Skibberup, y como no tenían corazón, según ellos, para vivir en enemistad con nadie, se habían permitido aprovechar esta ocasión para zanjar todos los errores.
Sólo Elsa y Anders Jorgen estuvieron presentes en la visita. La conversación giró al principio alrededor de distintos temas indiferentes. Pero de pronto el comerciante le lanzó una pregunta respecto a la próxima boda, y como Elsa con su acostumbrada claridad tocase también la pequeña divergencia relativa a su celebración, se levantó él como asustado y comenzó a mostrarse elocuente.
Tenía que reconocer, dijo, que no entendía el punto de vista de Hansine en esta cuestión. Le parecía que un acontecimiento tan importante debía celebrarse con arreglo a la condición social. Es más: que para la casa de Anders Jorgen era un deber honroso convertir ese día en una fiesta de todos los amigos de la causa del pueblo. Añadió que sabía que toda la gente de la comarca tenía un gran deseo de manifestar en esta ocasión sus buenos sentimientos hacia la pareja, y que estaba convencido de que la participación del pueblo daría a la ceremonia el carácter de una verdadera fiesta popular.
Al notar Villing que sus palabras habían impresionado, continuó hablando. Y se vio que tenía en su cabeza todo un programa para celebrar el acontecimiento.
Recomendó que se levantase una gran tienda en el campo de detrás del caserío, donde se podría celebrar la comida; luego les propuso que solicitasen permiso para utilizar el centro, que debía adornarse igual que en una fiesta, en el cual tendría lugar el baile. De los gastos no debían preocuparse; si ellos querían hacerle el honor de dejar la dirección en sus manos y confiarle las compras a que hubiese lugar, les prometía que los gastos no pasarían de unos pocos cientos de coronas. Él sabía que en los últimos años los de Skibberup le habían retirado su confianza; pero deseaba aprovechar esta ocasión para demostrarles que estaban equivocados respecto a él, y que tanto él como su mujer eran sus amigos verdaderos y desinteresados, afirmación que corroboró la señora Villing poniendo suavemente su mano sobre el brazo de Elsa, mirándola con unos ojos llenos del más rendido afecto.
Al día siguiente volvió Elsa a hablar del asunto con su hija; ésta aceptó el punto de vista de su madre.
Realmente Villing había tenido razón. En toda la parroquia crecía el deseo de honrar en esta ocasión a Manuel, quien por su dulzura, su sencillez y por mostrarse en todo momento dispuesto a satisfacer los deseos de todos, se había conquistado poco a poco a los de Vejlby, hasta tal punto, que éstos le llenaban totalmente la iglesia los domingos. Incluso el alcalde Jensen comenzó a buscar su amistad, y el veterinario Aggerbolle hacía tiempo que había dicho de él que era un gran muchacho.
Pero todavía quedaba una persona que no se había dejado amansar. Era Maren Smeds, la fea mujeruca que intervino en el primer acto del centro en que tomó parte Manuel, contra el cual descargó toda la rabia que los desaires de la sociedad habían hecho brotar en su corazón. Pero Hansine, que en aquellos días tenía un gran deseo de reconciliarse y de alejar de su cielo futuro toda nube sombría, fue una tarde a ver a Maren para rogarle que viniese a preparar la comida de su boda. La pobre mujer se emocionó profundamente, y llorando a lágrima viva se arrodilló y, con gran susto de Hansine, besó a ésta la mano.
IV
El día de la boda el aire estaba dormido y la temperatura era casi estival. Durante ocho días y hasta muy entrada la última noche todo fue asar y guisar en la casa de la novia. Fuera, en el pequeño campo que había detrás del caserío, el carpintero Nielsen y un par de ayudantes estaban terminando la gran tienda donde se celebraría el banquete de bodas, mientras en el centro diez jóvenes doncellas adornaban las paredes con guirnaldas de abeto y pintaban escudos. Por toda la aldea ondeaban banderas y ante el portal de entrada de la casa de la novia se habían colocado dos postes cubiertos de ramas, unidos entre sí por la parte superior con una faja de tela extendida en la que se había escrito la palabra «Bienvenida».
La boda se celebraba a las doce, pero a las diez ya comenzaron a llegar los invitados. Poco después llegó Manuel, el cual, después de pensarlo, había decidido casarse vestido de pastor. Las mesas estaban preparadas en la «sala» encalada de azul, donde nada menos que el comerciante Villing actuaba de despensero, recibiendo a todos los hombres con copitas de aguardiente y cerveza.
Por deseo expreso de Manuel se observó la antigua costumbre de boda de la comarca. Sin embargo, rehusó la copa de aguardiente, contentándose con beber de la cerveza de la novia.
En una hora se llenaron de gente los dos cuartos y el huerto, y seguían entrando más invitados. En todas partes se hablaba de quien iba a casarles. Pocos días antes había ido Manuel a ver al obispo para hablarle de esto, y el obispo no descartó la posibilidad de venir él en persona, dada la amistad que le había unido a la señora Hansted. Y ahora todo el mundo estaba deseando saber si se le haría este honor a la aldea.
A las once y media llegaron los coches de los campos, en total treinta y tantos, y la gente comenzó a subir a ellos. El coche de los novios y de la familia estaba en el caserío; los demás se alineaban fuera, a lo largo del camino, formando una fila que iba desde la casa de la novia hasta el otro extremo de la aldea. Hansine, entretanto, estaba en su habitación, pues ningún invitado tenía que ver a la novia hasta que todos estuviesen en los coches. Cuando se habían acomodado ya, apareció la novia en las escaleras de piedra al lado de Manuel. Llevaba Hansine un vestido negro de lana con tiras de encaje alrededor del cuello y de las muñecas. Debajo del velo y de la corona de mirto se veía un sombrero bordado en oro y adornado con cuentas que había pertenecido al traje de novia de su bisabuela y que ella llevaba por deseo de Manuel.
La alegría de las conversaciones de todos los coches acompañó el camino hacia la iglesia, ya despertada en muchos viejos a la hora del desayuno. Sólo cuando se oyeron las campanas cesaron las voces, y Elsa se echó a llorar. Hansine, en cambio, conservó todo el tiempo la cerrada, casi sombría expresión que su cara adoptaba cuando estaba muy emocionada.
El sol bañaba en luz la iglesia, el cabo, la lisa superficie del fiordo y las riberas de las tierras de la otra orilla. Por el espacio pasaban bandadas de estorninos, y a lo lejos, sobre el mar, gritaban las gaviotas. Al lado de la iglesia se veía la calesa del obispo, y cuando el cortejo de la novia llegó al cabo vio al obispo a la puerta de la iglesia revestido con ornamentos de seda y luciendo condecoraciones. Fue un momento solemne e inolvidable para todos cuando aquel hombre, descubriendo su blanca cabeza, se adelantó al encuentro de los novios y luego se puso al frente del cortejo y entraron todos en la iglesia.
La ceremonia de la boda fue breve y las palabras que la sellaron se parecieron más que nada a un brindis. El obispo pertenecía a los predicadores modernos, que empleaban un ligero tono de conversación y pronunciaban la palabra Cristo o Espíritu Santo como si estuviesen hablando con sus amigos. Primero comparó a Manuel con una planta que se había buscado una tierra nueva y fértil; después se refirió a la feligresía, comparándola con un árbol grande a cuya sombra y abrigo crecería la planta, y terminó implorando la bendición del Señor sobre el nuevo pacto que tenía lugar en aquel momento. Cuando terminó la ceremonia, se reunieron todos en el atrio, donde el obispo saludó a la comitiva, observando con especial atención al tejedor Hansen. Toda emocionada, dio Elsa las gracias al obispo por el honor que les había hecho a su hija y a su yerno, invitándole al banquete de boda; pero el obispo se excusó diciendo que tenía que estar en casa antes del atardecer, y una vez que se quitó los ornamentos y volvió a estrechar la mano de los novios y de algunos de los presentes, subió a su calesa y se fue.
Inmediatamente subieron todos a los coches, restallaron las fustas, y todo el cortejo regresó a la aldea. Al entrar en ella, sonaron disparos de escopeta en todos los caseríos y campos. Los caballos se encabritaron, y las mujeres de los coches lanzaron pequeños gritos de miedo y alegría. Delante de la casa de la novia había cuatro músicos que hacían sonar sus violines y trompetas cada vez que se detenía un coche a la puerta. Habían sido invitados todos los amigos de Skibberup y de la comarca; sin embargo, la mayor parte de juventud sólo vino al baile. También andaba por allí el tío Erik, saltando con su muleta del domingo y olfateando con gesto feliz el rico olor a asado que llenaba toda la casa. También se encontraba el director de la escuela superior y su esposa, una mujer alta y membruda, de cara colorada, que usaba gafas. Con ayuda de su bastón se movía él entre los invitados, dando palmaditas en los hombros a los hombres, estrechando entusiasmado la mano a las mujeres y pellizcando pícaramente a las jóvenes en las mejillas. El tejedor Hansen, en cambio, andaba silencioso por allí, con las manos a la espalda y pasando su dudosa sonrisa de un lado de la cara al otro.
Cuando estuvieron reunidos todos los invitados, apareció el comerciante Villing en la escalera del vestíbulo e invitó a todos a sentarse a la mesa. Con los cuatro músicos y los novios al frente, entró solemnemente el cortejo en la tienda, reluciente de banderas, donde se había preparado la gran mesa de boda, con suculentos manjares, cerveza y vino tinto. En el centro se elevaba un gran pastel, y en la cabecera, donde habían tomado asiento los novios había una torta de Viena grande como una piedra de molino en la que estaban escritos los nombres de los recién casados.
Después que Villing dio la bienvenida y rezó una plegaria, dio comienzo la comida. Todos convinieron en seguida que esta vez Maren Smeds había hecho las cosas maravillosamente. Diez mujeres se movían sin descanso atendiendo a los comensales.
Cuando llegó el asado a la mesa, comenzaron los discursos. Primero habló el director de la escuela superior, que pronunció el discurso de boda propiamente dicho, que arrancó lágrimas a los asistentes. Luego habló Manuel, dando las gracias a los amigos por la confianza con que le habían recibido —a él, que era un forastero— en su compañía, mostrándose especialmente reconocido a sus suegros, en cuya casa había encontrado un nuevo hogar. Luego, con gesto de atolondrado, se levantó Anders Jorgen y dijo unas palabras, que apenas se oyeron, brindando por la patria. Después el tejedor Hansen pronunció sin gracia alguna un par de palabras sobre «el nuevo espíritu», y el comerciante Villing pidió con voz llorosa «un recuerdo para los muertos», aludiendo a la madre de Manuel. Entre plato y plato se cantaron canciones bajo la dirección de la resonante voz de bajo del carpintero Nielsen.
Entretanto, casi había oscurecido y en el centro empezaba a impacientarse la juventud, que estaba deseando bailar. Pero todavía se levantó Villing para dar un viva por «la causa del pueblo», expresando la esperanza de que pronto triunfaría en todo el mundo. Finalmente, después que Manuel rezó una plegaria y confesó la fe, se levantó la mesa y se dirigieron al centro.
Y aquí, entre baile y música, llegó la mañana.
Sin embargo, a medianoche, Manuel y Hansine abandonaron el centro y se fueron a su nueva casa en un coche adornado con flores y ramas. En el momento de partir los rodearon todos los invitados y los despidieron con un hurra atronador. Pero poco antes habían enviado un mensajero a Vejlby, cuya juventud, secretamente, habían acordado preparar a la joven pareja un gran recibimiento. Tan pronto como Manuel había salido por la mañana de la casa parroquial, todos se pusieron a levantar un arco de honor a la entrada para iluminarlo, cuando regresase, con faroles y lámparas de colores. Además, a lo largo del camino habían encendido una serie de teas que, ahora en la calma de la noche oscura, ofrecían un aspecto fantástico.
Cuando Manuel vio el resplandor rojo y se le pasó el susto del primer momento, cogió con fuerza la mano de Hansine. Le pareció como si la oscura mole de la colina del Cura se hubiese levantado sobre columnas de fuego, y entonces dio en recordar cómo una vez había soñado con encontrar la palabra mágica que le abriese las alturas…
Ahora entraba con su novia campesina en la montaña.