I
Cuando el comerciante Villing abrió por la mañana su tienda el domingo después de la reunión en el centro de Skibberup, estaba ante la escalera de piedra el acostumbrado grupito de andrajosos, hombres y mujeres, que, ocultando bajo sus levitas y faldas las botellas vacías, esperaban que se abriese la puerta. Con un silencioso y tímido saludo se fueron deslizando en la tienda uno tras otro, depositando con mano temblorosa en el mostrador sus oxidadas monedas de cobre mientras el dependiente llenaba las botellas en el barril de aguardiente. Luego, con el mismo silencio que cuando entraron, salieron de la tienda y desaparecieron rápidamente en diversas direcciones.
Villing, entretanto, se había quedado en el umbral. Calzaba zapatillas bordadas y cubría su cabeza grande y maciza con un gorro de tela. Su pulgar colgaba de la bocamanga mientras los otros dedos tamborileaban en el pecho. Su mirada escudriñadora emprendía su acostumbrado paseo por la aldea, olfateando por los caseríos y metiéndose en los rincones como una raposa tras la presa. Desde su puerta podía ver casi toda la aldea; podía oler todo lo que se cocía y asaba en todas las cocinas y fallar al instante si el café o las especias habían sido comprados en su tienda. Vejlby no tenía más que siete u ocho caseríos y unas cuantas casas pequeñas. Los caseríos eran todos nuevos y presentaban la misma construcción. Delante o al lado de cada uno había un trozo de huerto con árboles recién plantados, que no daban abrigo ni sombra. Unos años antes un fuego devastador había devorado en una noche toda la aldea. Nada se salvó del fuego, excepto la iglesia, la casa parroquial y un par de chozas, situadas un poco más altas que el resto de la aldea.
Aunque no eran más que las siete, ya quemaba el sol. El cielo no tenía una nube, y al menor soplo del viento se levantaba una tolvanera que cubría toda la aldea y las tierras contiguas. La hierba de los huertos y de los setos espinosos de la casa parroquial estaba tan llena de polvo, que parecía que había blanqueado; la charca presentaba en su superficie una capa aceitosa que, a la luz del sol, reflejaba los colores del arco iris. En uno de los portales estaba un hombre limpiando un arnés; en otro había un joven que se disponía a llamar mientras se arreglaba su ropa de fiesta. Por todas partes se advertía la actividad de la mañana de domingo.
El comerciante Villing, con la mayor preocupación, miraba constantemente a la casa parroquial, cuyo rojo tejado brillaba majestuosamente entre las altas copas de los árboles. ¡Si supiera lo que iba a suceder este día! Con gusto hubiese dado cientos de coronas a los pobres por poder mirar sólo medio segundo en el «oscuro caos del futuro», como él decía. Nadie dudaba de que el párroco Tonnesen pensaba utilizar todo su poder para acabar con el espíritu de la rebelión que había en la parroquia, pues él hacía días que había dado a conocer mediante un cartel colgado en la puerta de la herrería que en lo sucesivo se proponía hablar en las dos iglesias, empezando primero por Skibberup. Pero ¿lo lograría? ¿No habría ido la ceguera tan lejos, que ya era vana toda oposición?
Hacía siete años que el comerciante Villing había establecido en la parroquia su tienda de ultramarinos, especias, bombones y caramelos, etc., con la sana intención de no mezclarse, como comerciante, en los líos del pueblo. Con una modestia que satisfacía a la gente de ambos bandos, decía a todo el que se acercaba a él tratando de ganárselo para su causa que él «no era más que un simple comerciante» que en la parroquia tenía la misión de vender al pueblo lo más barato posible, procurando contentar en todo a los clientes que quisiesen honrarlo con su confianza. Pero después que el tejedor Hansen había creado, hacía dos años, en Skibberup la llamada cooperativa, quitándole más de la mitad de la clientela, había comprendido de pronto a qué ruina conducían las enseñanzas que últimamente se venían dando al pueblo, y que para todos los ciudadanos honrados había llegado la hora de formar un bloque cerrado e inquebrantable para defender el país contra la necia soberbia de la plebe. En sus momentos de abatimiento veía cómo aquella condición criminal de los de Skibberup iba a extenderse por toda la comarca e incluso por todo el país; cómo los miembros y empresarios de cooperativas iban a surgir como hongos en todas partes, aniquilando implacablemente los viejos negocios fundados en la formación profesional y en la capacidad. ¿Qué no ocurría ya en la vida pública? ¿No se abrían paso por la fuerza los campesinos a las funciones de Gobierno? ¿No habían echado recientemente en Kyndby a dos propietarios e incluso a un montero mayor del consejo de la parroquia, poniendo en su lugar a tres hombres que apenas sabían escribir su nombre? ¿Y en las Cortes? ¡Qué Dios ponga remedio! ¡Campesinos, campesinos y nada más que campesinos!
Cuando en la tienda de Villing caía la conversación sobre los de Skibberup y su conducta, y especialmente cuando entre los presentes había algunos de los de la pradera, sospechosos de empezar a inclinarse hacia el tejedor Hansen, inmediatamente se levantaba él como un agitador de masas.
—Yo no soy de ninguna manera enemigo de la libertad —exclamaba, mientras su pálida cara se tornaba sonrosada en el calor del amor propio—. Yo sólo quiero decir que en todas partes hay que respetar el conocimiento de la profesión. A él tenemos que someternos siempre. ¿No es cierto, señores? Esto lo tiene que admitir todo hombre inteligente. Cuando un individuo quiere comprarse unas gafas, no va al sastre, y si quiere extraerse un diente, se va al dentista, no al procurador ni al deshollinador. ¿No tengo razón en mis argumentos? —decía, al tiempo que se cogía la barba, que enrollaba inmediatamente en un dedo, mientras su mirada se paseaba por los oyentes; luego continuaba—: Y cuando hoy día cada trabajador dice que sabe llevar un comercio, que sabe ejercer la cura de almas del prójimo… ¿no es esto tan absurdo como si un mayorista se metiese a tejedor o un cura se pusiese a corta piedra en los caminos?
Y después de una pausa y una mirada de triunfo que hacía bajar la vista a los de la pradera, continuaba:
—¿Cuál es la consecuencia de esto? ¿Qué artículos, por ejemplo, pueden ofrecer a sus clientes las llamadas cooperativas? Desperdicios, naturalmente…, cosas medio aprovechables que ningún mayorista se atrevería a ofrecer a un comerciante consciente. ¿Quieren ustedes tomarse la molestia de mirar este arroz, del que acabo de recibir una gran partida? Me gustaría reconocer una cooperativa capaz de servir una mercancía así. Miren los granos. Una calidad única. ¡Vaya mercancía! No tiene desperdicio… ¿Quiere quizás alguno de ustedes llevarse un par de libras para probar?
Así, pues, el comerciante Villing había sido estos dos últimos años partidario jurado del párroco. Había visto que su existencia en la parroquia dependía de la fuerza y autoridad de aquel hombre. Por esta razón la noticia del compromiso matrimonial del capellán había sido para él un puñetazo en el pecho. Vio al instante con toda claridad que los de Skibberup habían conseguido un triunfo con ello. Corrió el rumor de que el párroco había denunciado al capellán ante el obispo, suponiéndose que el señor Hansted sería trasladado inmediatamente; pero no cabía duda de que los de Skibberup no dejarían sin respuesta este desafío. Según afirmaban algunos, el tejedor Hansen, con su acostumbrada sonrisa maligna, había dicho que no habría paz en la parroquia hasta arrojar al párroco de Vejlby.
Con un gesto de desaliento entró Villing en su tienda, descargando, como de costumbre, su mal humor en el dependiente…
—¡Límpiate las narices, muchacho! —le gritaba al infeliz, que, como asustado, se había escondido en el lugar más oscuro de la tienda con un tazón de café en la mano y una rebanada de pan con mantequilla en la otra—. ¡No te sientes ahí con esa vela colgando de la nariz…! ¡Siempre sentado y llenando la tripa!
Un cliente que acababa de entrar cortó sus palabras.
Poco después llegó otro, y durante las horas siguientes, hasta la de misa, entró tanta gente, que casi no cabían en la tienda. La mayoría, sin embargo, venían para charlar más que para comprar. La tienda era el lugar de reunión, donde, por lo menos, una vez al día venía la gente a saber noticias, traer encargos y enterarse de los precios.
Entre los visitantes reinaba aquella mañana un estado de abatimiento, debido, no precisamente a las nuevas perturbaciones de la paz por parte de los de Skibberup, sino a la pertinaz sequía que agotaba los campos aquella primavera. Hacía semanas que no caía ni una gota de agua. La sementera de lo alto de las colinas estaba completamente amarilla y la hierba se marchitaba. En cambio, en los profundos valles de Skibberup y en las hondonadas que daban a la playa todo estaba verde y fuerte. Parecía como si el Señor hubiese ajustado el tiempo a las necesidades de los levantiscos habitantes de Skibberup.
Si duraba unos días más la sequía, podía temerse por una mala cosecha en Vejlby. Pues no todos los vecinos de Vejlby estaban tan tranquilos como hacían suponer sus casas nuevas y sus altos graneros. Aquel terrible fuego nocturno había hecho bambolearse el bienestar de algunos, creando en parte el abatimiento y la falta de ánimo que hasta entonces los había convertido en instrumentos sin voluntad en manos del párroco. Era como si ellos tuviesen permanentemente en su memoria el mar de fuego que en un par de horas había convertido la aldea en una hoguera; era como si todavía estuviesen viendo el ganado muerto, los montones de muebles y maderos quemados; cadáveres, ruinas, cenizas, iluminados a la mañana siguiente por los rayos del sol.
Villing se movía tras el mostrador con el oído atento a las distintas conversaciones que en la tienda mantenían a media voz los campesinos. Sus rodillas se le doblaban cada vez que oía nombrar al tejedor Hansen. Sin embargo, no desatendía el negocio, ni tampoco su mujer, que, entretanto había hecho su aparición en la tienda. Entre el ruido de las pesadas botas, zuecos y voces se oía continuamente la voz de Villing ordenando al dependiente: «¡Luis! Tabaco para Hans Olsen; ¡de la mejor calidad! ¡Y una libra de azúcar cande! Pero bien pesada, ¿eh? ¡Con Hans Olsen, nada de mezquindad!». O sonaba la voz suave y convincente de la mujer: «¿No quiere usted ver una tela de algodón, Maren Hansen? Puedo garantizarle que no encontrará usted en ninguna parte cosa igual a ella ni pagando el doble. Pero es un principio comercial nuestro que cuando uno mismo ha hecho un buen negocio debe hacerlo extensivo a sus clientes».
De pronto exclamó un hombre que estaba junto a la puerta:
—¡Ahí viene el párroco!
Todos se volvieron hacia las ventanas, y un momento después pasaba Tonnesen en una calesa descubierta. Iba a Skibberup a celebrar el servicio divino. Sólo él ocupaba el ancho asiento. Su cuerpo se inclinaba ligeramente hacia atrás y su mano se apoyaba confiadamente en el borde de la puerta del coche. Villing, que se había subido a un cajón para ver, lanzó involuntariamente un pequeño grito. La vista de la figura gigante del párroco, tal como pasó ante él con las ropas sacerdotales, envuelto por los rayos del sol, produjo a Villing una arrolladora impresión de fuerza incontenible y de majestad grata a Dios, hasta el punto de que su corazón se ensanchó y comenzó de nuevo a abrigar la esperanza en la victoria de la pericia y de la profesión.
II
Mientras tanto, en torno de la solitaria iglesia de Skibberup se habían reunido varios centenares de personas. Jamás las campanas de la vieja iglesia habían extendido su tañido sobre tanta gente. En el desolado atrio bullía la vida igual que en un mercado. Por todas partes alrededor, grupos de hombres y mujeres en cuyas caras y voces se reflejaba una expectación tensa. Estaban acampados sobre un suelo formado por losas sepulcrales y lanzaban sus voces por encima de los sepulcros en una charla incesante que apenas dejaba oír las campanas.
En medio de aquel clamor bélico se movía, callado y sonriente, el tejedor Hansen como un gato en una lechería. Volvía a sentirse dueño de la situación. Ordinariamente podían los de Skibberup gruñir y quejarse de él y criticar su especial manera de ser y su táctica, a veces completamente incomprensibles; pero en los tiempos difíciles cerraban filas a su alrededor con confianza inquebrantable.
En los primeros momentos que siguieron el anuncio fijado en la herrería dando claramente a entender que el párroco iba a luchar con todas sus fuerzas, surgió en Skibberup cierto desacuerdo respecto al modo de hacerle frente de la manera más eficaz. Algunos campesinos viejos habían empezado a temer, e incluso el carpintero Nielsen había tomado la palabra en una reunión de un «consejo del pueblo», constituido apresuradamente, abogando por una actitud «prudente, pero firme». En cambio, entre los jóvenes imperaba el criterio de no entrar en la iglesia y dejar que el párroco desahogase su furia contra los bancos vacíos, pero que debían apostarse en el camino para cuando el párroco, terminado el servicio divino, pasase ante ellos recibirlo con silbidos. Pero a propuesta del tejedor Hansen se cambió el plan de combate, decidiéndose la asistencia al servicio divino para tener el mayor número posible de testigos contra el párroco, caso de que éste se sobrepasase en su predicación. Se le escucharía con todo silencio. Pero si su sermón pasaba los límites del decoro, a una señal del tejedor Hansen abandonarían la iglesia todos y después mandarían al obispo una denuncia firmada por todos los asistentes.
Al asomar la calesa del párroco entre las colinas del Norte, comenzaron las mujeres a entrar en la iglesia. Los hombres, en cambio, se apiñaron a la entrada para recibirle en masa y sin saludarle. Pues había dicho el tejedor:
—En ninguna parte está escrito que el pueblo tiene que descubrirse ante su párroco.
Sin embargo, esta pequeña escaramuza salió mal en parte, ya que hubo algunos que en el momento decisivo flaquearon, mientras otros, por un instinto irrefrenable, llevaron la mano derecha al sombrero cuando el párroco pasó ante ellos.
Un par de minutos después, cuando aún no habían entrado todos los hombres, comenzó el canto de los salmos bajo la dirección del maestro auxiliar Johansen.
El canto sonaba bien, aunque todos los fieles, hombres y mujeres, inmediatamente lo entonaron con una fuerza provocativa. Por mucho mal que pudiera decirse de aquella vieja y oscura iglesia monacal, tenía, por lo menos, la buena propiedad de romper y suavizar la fuerza salvaje de sus voces. Los altos arcos del techo convertían el tumulto de voces en pacíficas armonías que devolvían como una melodía. Incluso las toses de los fieles y el fuerte ruido que al sonarse hacía el párroco quedaban ahogados por las bóvedas.
Después de cantados dos salmos, el maestro auxiliar Johansen se sentó. Con paso sonoro avanzó Tonnesen por la iglesia y subió las escaleras del púlpito.
En este momento se oyó el ruido de un coche, que se detuvo allí fuera; y cuando el párroco comenzaba la plegaria que precedía al sermón, se abrió la puerta de la iglesia y apareció la figura de un anciano vestido de negro, con un guardapolvo de viaje blanco colgado negligentemente de un brazo.
La vista de esta figura despertó en toda la iglesia una conmoción enorme. Hasta el tejedor Hansen, que se había colocado junto a la columna central para que todos pudiesen verle, pareció perder el dominio durante un momento.
Los hombres que ocupaban la última fila de bancos se levantaron inmediatamente al ver que el forastero miraba hacia allí. Pero éste, con un movimiento de mano, les dijo que no se movieran y se sentó tranquilamente junto a un campesino gordo.
El único que en la iglesia no prestó atención al forastero ni al asombro que su llegada produjo, fue el párroco Tonnesen. Al terminar la plegaria, cogió el libro y se puso a leer en voz alta el texto del día. En cambio, el maestro auxiliar Johansen en seguida advirtió la inquietud de los fieles; y cuando, sacando la cabeza, vio al forastero, todos sus rizos quedaron convertidos en un puñado de agujas. Con ojos asustados miró al párroco como si éste tuviese que hacerle una señal. Pero Tonnesen seguía impertérrito su lectura, y, al terminarla, se sonó estrepitosamente y comenzó a hablar.
III
En aquel mismo momento iba Manuel canturreando alegremente por el sendero que de Vejlby conducía a Skibberup. Había cambiado por una vara de encina su antes insustituible paraguas de seda, y en vez de su cubrecabezas de felpa oscura llevaba un sencillo sombrero de paja de ala ancha. El incesante ir y venir de los últimos ocho días bajo los rayos del sol le había quemado la cara, llenándola de pequeñas manchas amarillentas en la nariz y debajo de los ojos, mientras su rubia barba había adquirido un color pálido hasta el punto de parecer blanca en contraste con la piel.
Todavía tenía una imagen confusa acerca de la agitación y efervescencia que en la última semana había causado en la parroquia. Como él era entonces objeto de la lucha, los de Skibberup, siempre a propuesta del tejedor Hansen, no le habían confiado sus planes; y como sus suegros, por el mismo motivo, habían evitado el mezclarse en la contienda, sólo sabía que de un modo u otro se levantarían protestas con motivo de habérsele prohibido toda actividad pastoral. Al principio su intención había sido cortar el último y tenue hilo que todavía le unía a la casa parroquial, abandonándola inmediatamente y alojándose en casa de una familia de Skibberup que le había ofrecido un par de habitaciones. Pero cuando se enteró de que el párroco le había denunciado al obispo decidió permanecer allí para que no pareciese que temía responder de sus acciones en el lugar debido.
Por lo demás, se pasaba el día en casa de sus suegros, evitando así cualquier encuentro con Tonnesen o con Rangilda; y por otra parte, estaba tan absorbido por su felicidad amorosa y por todo el nuevo mundo que Anders Jorgen y su casa habían desplegado ante sus ojos, que sólo a medias se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor.
Finalmente, también él tenía que ocuparse de sus planes futuros, lo que era un motivo más para olvidarse frecuentemente de la lucha del momento. Estaba resuelto a casarse tan pronto lo permitiesen las circunstancias. Con lo que heredase de su madre, que ascendía a varios miles de coronas, se compraría una pequeña propiedad campesina en cualquier lugar de la parroquia, viviendo en el futuro exclusivamente como un labrador. Él no quería remuneración alguna por la labor que posiblemente ejercería en la aldea como pastor y maestro. Quería vivir libre e independiente en su caserío y compartir en todo su vida y situación con sus amigos. Pensaba que en seis meses podía ponerse al corriente en las cosas del campo, de modo que él, con Hansine a su lado y la ayuda de buenos amigos, pudiese, sin gran riesgo, tomar en sus manos la dirección de una pequeña hacienda de diez fanegas de tierra, con un caballo, un par de vacas y un par de ovejas; sus medios no llegarían a más. Él ya había comenzado a aprender en casa de su suegro, y, en su opinión, ya había hecho buenos progresos. Ya sabía cultivar la tierra, llevar un par de caballos, engancharlos al carro y al arado y dar pienso al ganado.
Había en Skibberup una pequeña propiedad que hacía tiempo estaba en venta, y en la que ya había él pensado. Era una finca con unos alrededores idílicos, situada en el fondo de un valle verde, al pie del fiordo. Las construcciones eran un poco pequeñas y viejas; pero, en cambio, había un huerto grande y hermoso alrededor de la casa, y en los muros, a ambos lados del vestíbulo, crecían rosas y enredaderas. Una tarde había mencionado aquel lugar delante de Hansine, quien de momento era la única a quien él había confiado sus intenciones; y como también a ella le pareciese bien y se adhiriese completamente a sus planes, él decidió casi en firme que allí tendrían su futura casa.
Sabía ya exactamente cómo arreglar la casa, cómo debía llevarse la labor doméstica y el trabajo del día. En primer lugar, en su casa se proscribía todo lujo, toda suntuosidad y toda ociosidad. Los muebles serían sencillos, de madera de pino y pintados de rojo, y su manera de vivir sería tal, que ni siquiera el más pobre se sintiese humillado al tomar asiento a su mesa. Por la mañana se levantaría con el sol y la alondra, y por las tardes, terminado el trabajo del día, reunirían en su casa a los amigos para cantar, charlar, leer y rezar. Ya se veía en espíritu arando los campos; se veía remando por el fiordo en las tranquilas tardes de verano para echar las redes y las nasas, mientras Hansine se ocupaba de los quehaceres de casa, asomándose de cuando en cuando a la puerta exterior para mirar si venía. Él veía su pequeña y esbelta figura debajo del dintel, con una mano caída a lo largo del costado, y la otra, sobre la frente, protegiendo los ojos, sonriéndole con aquélla su sonrisita dulce e infantil, que ella había heredado de su madre, y que de pronto podía brillar entre las serias líneas de su cara, como un rayo de sol entre un grupo de troncos de árboles. Sus felices pensamientos siguieron penetrando aún más en el futuro. Veía a sus hijos correr y jugar en la playa, como una bandada de pájaros alegres…; nada de niños escrofulosos y con blusas de terciopelo y rasgos precoces, como los niños nacidos en un ambiente de cultura, sino niños sanos y alegres, de mejillas sonrosadas y ojos claros y azules.
A todo esto, había llegado a la cumbre de la colina que rodeaba a Skibberup, y sus ojos miraban ahora hacia la casi desierta aldea, cuyos frutales tenían todavía una flora semimarchita. Después de haber bajado un pequeño trecho por la pendiente, se paró de pronto; había visto a Hansine, sentada en cuclillas en una pequeña campa que había detrás de la casa de sus padres, dándole el biberón a un corderito. Entusiasmado ante esta visión, se quedó largo rato contemplando la escena, con una sonrisa de felicidad en los labios. Llevaba aquel mismo vestido color cereza que le había visto la primera vez que se fijó en ella, por cuyo motivo le parecía el más bonito de todos. Llevaba, además, un delantal blanco y un gran sombrero de sol, blanco, que le cubría toda la cabeza.
En un súbito arrebato de travesura jocosa, que le hizo olvidar que era la hora del servicio divino, se llevó las manos a la boca y gritó: «¡Cu, cú!». Ella levantó la vista, y tan pronto le vio le dirigió un saludo, pero no abandonó el cordero. Sólo cuando llegó hasta ella se levantó y le dio la mano. Con un «¿qué hay, querida?», le ciñó él la cintura y la besó en la fresca mejilla. Ella se iba haciendo poco a poco a su nueva situación; pero todavía se ponía colorada cada vez que él la besaba; y para ocultar su vergüenza se puso inmediatamente a contarle todo lo que había pasado en casa desde que se habían separado la tarde anterior.
Entretanto, él había metido su mano debajo de su brazo, y los dos, con paso lento y confidencial, bajaron al caserío. Allí estaba Elsa, a medio vestir, detrás de la abierta ventana del dormitorio, arreglando su crespo y blanco pelo. Lejos de asustarse de la llegada de Manuel, le dirigió un saludo, mientras se cubría el pecho con una toalla que tenía echada sobre los hombros.
—¡Buenos días, suegra! —saludó alegremente Manuel—. ¿Qué tal estamos hoy?
—¡Oh!, muy bien. Gracias. Anoche parió la cerda grande.
—Sí, ya sé. ¿Cuántas crías trajo?
—Creo que doce.
—Vaya, merece un premio. —Miró a su alrededor y añadió—: ¿Dónde está el suegro? ¿Está en la iglesia?
Elsa le dirigió una mirada inquisitiva, después miró a Hansine. «¿Has dicho tú algo?», preguntaron sus ojos.
Tanto Elsa como Hansine sabían desde el día anterior lo que en estos momentos estaría ocurriendo en la iglesia; pero habían decidido no contarle nada a Manuel, pues ellas tenían el presentimiento de que él no estaba de acuerdo con el tejedor Hansen y, sin embargo, no querían que él se metiese por medio para impedirlo.
—Anders se ha ido al campo a ver el ganado nuevo —dijo ella, tranquilizada por la expresión de la cara de Manuel.
—Ya. Tendríamos que dar el pienso ahora.
—Él vendrá en seguida. Pero, si quieres, puedes dar tú solo el pienso. Saber, ya sabes.
Manuel se sonrió.
—Puedo probar —dijo, y se fue al cuarto de Ole a cambiarse de ropa.
Hansine subió lentamente las escaleras de piedra de la cervecería. Tenía que preparar la comida de mediodía. Al llegar al último escalón se detuvo un momento, y mientras soltaba la cinta del sombrero, dirigió una mirada inquieta y escudriñadora hacia el camino de la iglesia.
—¡Todavía no se ve a nadie! —dijo a su madre, mientras de sus ojos azul oscuro desaparecía el único sentimiento amargo que se había quedado en su corazón: el odio ortodoxo de los de Skibberup al párroco Tonnesen.
Manuel entró en la cuadra con una larga blusa de arpillera con cinturón y un par de zuecos de madera con lengüeta de cuero. Era la primera vez que daba el pienso sin la ayuda del suegro, y con tal motivo se sentía un poco inquieto. La torpeza de sus movimientos y la excesiva escrupulosidad con que pesaba y medía las raciones, según las normas aprendidas, indicaban la poca pericia que tenía todavía en el trabajo. Con una exactitud que hacía pensar en un medicamento importante disolvió en un balde de agua varios paquetes de colza, revolviéndolo todo. Luego dividió en partes iguales la masa formada y la distribuyó entre las vacas de leche.
En seguida entró en calor con la faena y, felizmente terminada ésta, se sintió satisfecho de sí mismo y gozó del bienestar que el trabajo corporal produce al que no está acostumbrado. Después de aquellos dos días, ya le pareció que se le habían desarrollado los músculos y que la sangre circulaba mejor por su cuerpo. «¡Oh! —se decía entonces frecuentemente—. ¡Qué pena que no hubiese conocido desde hacía mucho tiempo el profundo significado de la vieja palabra sobre la bendición del trabajo!». Constantemente estaba en su pensamiento la gente de su clase que vivía en la ciudad, la cual, en verano, utilizaba el campo para «tumbarse», y que en su ceguera creía que poder hallar el remedio para sus almas enfermas y sus cuerpos sin fuerzas es pasar los días jugando en el césped o leyendo novelas tumbados en hamacas. Esta gente le recordaba a los hombres que andan dando vueltas buscando aquello que tienen en la mano. Entre quejas y lamentos, estos hombres iban de balneario en balneario, se medicinaban, iban ansiosos tras nuevos medicamentos, nuevas curas, nuevos tratamientos…, ¡cuando todos tenían a mano en la tierra el único remedio que podía curarlos! ¡Oh, cuánto tiempo seguiría el hombre alejado de la verdadera felicidad de la vida! ¡Qué alegría reinaría en la tierra cuando la Humanidad volviese al trabajo corporal! ¡Qué paraíso surgiría cuando todas las manos trabajasen la tierra!
Había cogido la pala y la horquilla y se había puesto a quitar el estiércol. Mientras el sudor le caía sobre los ojos, cargaba el abono en una carretilla y lo llevaba al estercolero; luego limpiaba el piso de la cuadra, dejándolo como el oro, echando a continuación un mullido fresco. Y no contento con esto, cogió una almohaza y comenzó a limpiar las vacas, quitándoles las costras de estiércol adheridas al cuerpo. Sentía la necesidad de convencerse de que ahora se había liberado de todo su pasado y dominado el falso orgullo que había establecido una nefasta separación entre los hombres.
Estando así ocupado, dio en pensar en su padre y en el resto de la familia, y de pronto cayó sobre su cara una sombra densa. ¡Pobre y ciega familia la suya! ¡Ojalá alcanzase él la gracia de librarla de Sodoma…! Precisamente, el día anterior había recibido carta de su padre y de sus hermanos con motivo del compromiso matrimonial; es decir, había tenido un breve acuse de recibo de su «sorprendente noticia». Nada más. Ni siquiera mencionaban a Hansine ni hacían ninguna pregunta respecto a ella.
Aunque él no se esperaba que por ese lado manifestasen una alegría especial ni comprendiesen bien su acción, le había sorprendido y entristecido profundamente la actitud de su padre. ¡Conque tan separados estaban ya el uno del otro! Él sabía muy bien que ellos, con su silencio, habían querido darle a entender que de ahora en adelante le consideraban irremisiblemente perdido, y que ellos no querían de ninguna manera mezclarse en sus nuevas relaciones familiares. Él sabía que ellos conceptuaban su compromiso matrimonial como una especie de suicidio, no menos vergonzoso para la distinguida familia Hansted que lo de la madre en su tiempo, y no dudaba tampoco de que su nombre desde ahora sería borrado del recuerdo de los suyos.
IV
Cuando Manuel, poco después, salió del establo para lavarse las manos en la fuente, vio a un hombre corpulento, de aspecto sacerdotal, que con ayuda de un bastón subía las escaleras que conducían al vestíbulo. Cuando este hombre oyó el ruido que los zuecos de Manuel hacían en el empedrado, se volvió y tendió sus manos hacia él, lanzando una exclamación.
Vestía una levita negra y pantalones negros, que le hacían pliegues sobre las anchas botas. Bajo el ala amplia de un sucio sombrero de paja le caían sobre el cuello de la levita largos rizos oscuros y brillantes, a la vez que de su cara gorda colgaba una espesa barba medio canosa, que cubría en parte un chaleco con dos filas de botones de asta.
Mientras Manuel, que ni siquiera conocía a este hombre, se quedó, extrañado, en pie junto a la puerta del establo, el desconocido bajó fatigosamente los escalones; y aunque parecía que cada escalón le producía dolor, avanzó renqueando, con cara radiante de alegría, por el empedrado irregular del caserío y, a distancia, prorrumpió con voz chillona, aflautada:
—Si Mahoma no va a la montaña, vendrá la montaña a Mahoma, como está escrito. Porque tú eres Manuel; no hace falta que lo pregunte. ¡Enhorabuena, amigo!
Manuel estaba completamente extrañado. ¿Quién era aquel hombre?
—Es cierto, querido amigo —siguió el otro en voz alta—. Hace tiempo que te estamos esperando con verdadera ansia venir a nosotros. Últimamente, casi no ha pasado una semana sin que Jette me haya dicho: «Dios sabe si vendrá hoy Manuel.» ¡Oh! ¡Jette siente un afecto hondo por ti! Cuando nos enteramos de la reunión y de tu discurso, querido…, ¡yo no puedo describirte nuestra alegría! ¡Y ahora te has liberado totalmente y has tomado una novia del pueblo! ¡Al principio, Jette ni siquiera quería creerlo; pero luego se emocionó tanto, que lloró! Y yo, al instante, conté en la escuela a las muchachas la noticia. ¡Oh, si las vieras! ¡Se pusieron locas de alegría! Ya todas se estaban viendo con un pastor para cada una… Entonces cantamos Amor de Dios y otras bellas canciones nuestras, pues una vez que comenzaron no había manera de hacerlas parar. Aquel día nos acostamos ya pasadas las once. La luna iluminaba ya la escuela.
En este momento empezó a comprender Manuel. Ya no le cabía duda de que aquel hombre era el director de la escuela superior de Sandinge. Ahora reconoció la cara, por una litografía que tenía mucha gente de la aldea, y que Hansine había colgado sobre su cómoda.
Trató de hacerse entender; pero el forastero siguió hablando, estrechándole las manos con entusiasmo.
—Sí; así es. Nosotros necesitamos en nuestro campo fuerzas jóvenes y frescas. Nosotros, los viejos, pronto nos iremos. Mírame…, ¡ya no soy más que un barco viejo! El tiempo ha acabado conmigo, amigo. Ahora tenemos que consolarnos pensando que no dejamos de luchar mientras tuvimos fuerzas. Y (Dios sea loado) tenemos la satisfacción de ver que nuestra labor no ha sido vana. Puedes creerme que para nosotros, los viejos, es una bendición ver como la causa del pueblo progresa en todas partes y penetra en todas las clases sociales del país. ¡Y también aquí! Eso es, también aquí —repitió, haciendo sonar su voz como una trompeta—. Yo no podía ya estarme quieto allá en casa y dije a Jette esta mañana: «Me voy a Skibberup, a ver qué tal va aquello». A la vuelta iré a Kyndby, donde también tenemos un círculo de amigos que hace tiempo me pidieron que fuera por allí. Gente estupenda aquélla, puedes creerme. Estuve allí el otoño pasado y celebramos una reunión en el bosque con Povl y Ernest, de Vallekilde. Estos dos pronunciaron discursos históricos. Yo conté un par de cuentos. Fue una reunión agradabilísima.
—Pero ¿no pasamos dentro? —logró decir Manuel, que estaba completamente confundido ante la desbordante locuacidad del otro y se sentía, además, un poco molesto de verse por vez primera en aquella traza ante un extraño.
—No, amigo…; ahora, no. ¡Déjalo! Ya vendré otro día. Sólo quería anunciarte de paso mi llegada. Pues me encontré en la playa a Jens Iver, como vosotros le llamáis. Cruzó a vela el mar. Su vieja madre está muy enferma la pobre… Yo le prometí ir a charlar un poco con ella. Somos viejos amigos. Bueno: di a Elsa que puede esperarme a comer. Quizá traiga un par de amigos conmigo. Hasta luego, pues, amigo. Celebro mucho haberte visto. Saludaré de tu parte a Jette. ¡Qué alegría le voy a dar! De buena gana la hubiese traído aquí hoy; pero tuvo que quedarse al frente de la escuela. Por lo demás, estuvimos hace poco en la ciudad del rey…, con motivo de la reunión de primavera de la Nueva Sociedad Danesa. Nos alojamos en casa de Adolf Evaldsen, pasándolo muy bien. Una tarde fuimos a visitar a Lene Gylling, cuya casa, como puedes comprender, estaba llena de gente, casi toda asistentes a la reunión. Fue una tarde maravillosa. También estaba allí Tyge Jakobsen, que pronunció una interesante conferencia sobre el bautismo. Fue un día magno, puedes creerlo.
—Pero entremos —repitió Manuel, y esta vez su voz denotaba más energía.
—No, no…, me voy, querido amigo; pues si no, continuaría aquí charlando hasta quedarme sin aliento. Conque hasta la vista, amigo. Adiós. ¡Adiós…! Y saluda de mi parte a esta familia.
Apenas había salido del caserío, cuando apareció Hansine en la puerta de la cervecería, con los brazos remangados y una escudilla llena de desperdicios de cocina entre las manos. Llegó a tiempo para ver la ancha espalda del forastero en el momento de cruzar la puerta.
—Pero —exclamó ella, dejando la escudilla en la baldosa y corriendo hacia Manuel—, me parece… que era nuestro director. ¿Qué ha pasado? ¿Habéis estado los dos mucho tiempo aquí? Mi madre y yo estábamos abajo, en la bodega, y no os hemos oído… Porque era él, ¿verdad?
—Sí, el mismo.
Esta respuesta le hizo levantar al punto los ojos; en el tono había algo de frialdad.
—¿No te gusta? —preguntó ella.
En este momento parecía Hansine tan amable con su gesto asustado y sus brazos remangados, que Manuel, que sabía del gran afecto de ella por el anciano, no tuvo corazón para contradecirle y, por esta razón, respondió con una pequeña sonrisa y pasándole la mano por la mejilla. También él estaba en realidad más extrañado que decepcionado; estaba aturdido, ensordecido por aquella incesante riada de palabras, de las que no había entendido la mitad. Tampoco hubo entonces ocasión para una larga explicación.
Por la puerta del cercado entró Ole precipitadamente, colorado y cubierto de sudor. A pesar de la prohibición de la madre, no había podido dejar de ir a la iglesia, y de allí venía ahora, corriendo sin parar.
—¡Ha venido el obispo! —gritó tan pronto llegó al caserío.
—¿Qué dices…? ¡El obispo! —exclamaron Manuel y Hansine a un tiempo.
—Sí…; yo mismo le he visto. Entró en la iglesia cuando el párroco subía al púlpito…, y ahora se fue con él a la casa parroquial.
El rostro de Manuel se puso rojo como el fuego.
—Entonces, tengo que irme —dijo.
Y se fue en seguida a la habitación de Ole a cambiarse de ropa. Al volver estaba Elsa también en el caserío, escuchando el relato de Ole.
—¿Qué querrá el obispo? —preguntó ella, mirando, preocupada, a Manuel.
—No es fácil saberlo…; veremos —respondió él, que se despidió aprisa y las dejó.
Hansine le siguió; pero ninguno de los dos hablaba. Ella estaba un poco pálida y muy agitada. Por otra parte, desde su compromiso matrimonial estaba ligeramente asustada. Parecía que este acontecimiento había desequilibrado algo en la base de su ser, antes tan sólida. A cada incidente, por pequeño e inesperado que fuese, cambiaba de color, como si constantemente sintiese la tierra insegura bajo sus pies. Cuando llegaron a la cima de la colina, se despidió, diciéndole:
—¿Vendrás esta tarde a contarnos lo que haya pasado?
Conmovido al ver cómo luchaba por ocultar su angustia, él la besó en la frente y le dijo:
—¡No temas, amiga mía! ¿Qué mal nos podrían hacer a nosotros dos?
V
En el portal de la casa parroquial había un coche pequeño, muy sencillo, idéntico al del veterinario Aggerbolle. En él viajaba el obispo por su diócesis, vistiendo en verano un guardapolvo de tela blanca, y en invierno una pelliza negra de piel de cordero, acompañado solamente por un caballerizo con un botón reluciente en la gorra. Sin cuidarse de sí mismo ni preocuparse de las úlceras de los cascos de su caballo, viajaba con sol y con lluvia, recorriendo millas y más millas y sorprendiendo a sus pastores cuando menos lo esperaban, al contrario de sus colegas, que siempre anunciaban su visita ceremoniosamente, con quince días de anticipación, para que todo el mundo estuviese preparado para hacerle el debido recibimiento.
Cuando Manuel llegó a la casa parroquial, ya habían tomado asiento alrededor de la mesa, la cual, cosa inusitada, estaba en el huerto, debajo de un par de castaños en flor. Se había colocado allí la mesa por indicación del obispo, quien había dicho que, para él, una comida al aire libre, entre árboles, era un placer real. Y Rangilda, no muy dispuesta a ello, accedió a sus deseos.
Durante la mañana se había dejado sentir un calor pesado, cuyos efectos parecían reflejarse en alto grado en la mesa. Aunque el obispo se mostraba muy amable y procuraba calmar la desconfianza que había despertado su inesperada venida, el párroco y Rangilda mantenían una reserva callada y fría. Entre el obispo y Tonnesen sólo se habían cambiado unas palabras corrientes. Al regreso de la iglesia, el obispo había alabado los cantos de los fieles y hablado del tiempo y de las perspectivas de cosecha; luego, mientras se preparaba la mesa, había visto el huerto con gran interés, hablando con conocimiento de flores y de cultivo de frutales, sobre un nuevo tipo de césped inglés que, mejor que todos los tipos hasta entonces conocidos, podía soportar el invierno. Realmente parecía como si sólo hubiese venido a hacerles una visita privada.
El párroco siguió, no obstante, en su puesto y preparado para la lucha. En el mismo instante en que, acabado el servicio divino, se encontró con el obispo en la iglesia, se convenció de que este hombre había venido a hacer causa común con sus enemigos. Incluso aquella llegada sin anunciar y en aquel momento no era, en su opinión, más que un intento de humillarle delante del pueblo; y él estaba firmemente decidido a rechazar enérgicamente esta afrenta.
No sabía él que se había creado un concepto altamente desfavorable ante su superior dejándose llevar en su último sermón de tal violencia contra sus oyentes, que sólo la presencia del obispo había impedido la salida en masa de la iglesia, como había preparado el tejedor Hansen. No le cabía en la cabeza que él, en ningún aspecto, y por tanto con respecto al cargo que le habían confiado Dios y el rey, no podía salir airoso de un juicio riguroso.
El obispo era un hombre pequeño, de espaldas anchas, con cejas inclinadas y pelo fuerte, medio canoso. Antes había sido un ministro liberal nacional y uno de los más distinguidos consejeros del difunto rey. Su figura no carecía de dignidad; su ancha cara, lampiña, tomaba a veces un sello de gravedad de personaje del Viejo Testamento. Pero esta dignidad se mezclaba de modo especial con un desaliño caprichoso en su presentación.
Tan jovial desenvoltura contribuyó a ganarle la más profunda antipatía de Rangilda. Ella sentía una aversión invencible a toda clase de familiaridad popular, sin importarle nada que en esta ocasión se tratase de un obispo y antiguo ministro, quien se reclinaba en la silla como si estuviese en su propia habitación, se metía las manos en los bolsillos para hacer ruido con las llaves, balanceaba el cuchillo entre los dedos y decía «estilar» y «pequeña señorita». Por otra parte, ella compartía totalmente el punto de vista de su padre respecto a su desempeño de la función episcopal.
Rangilda encontraba completamente indigno de un hombre en tal cargo recorrer los caminos como un carnicero y consideraba sus continuas y no anunciadas visitas a iglesias y escuelas como un espionaje indigno, que necesariamente tenía que producir mal efecto en los pastores y maestros.
Lo que especialmente despertó la animosidad de Tonnesen contra el obispo fue su postura en la vida pública, concretamente en política, en la que su actividad demostraba innegablemente que, a pesar de su edad, todavía se dejaba dominar por su ambición. Después de haber estado durante varios años balanceándose entre los dos partidos políticos más fuertes para en el momento decisivo estar en condiciones de coger el Poder como el mediador y reconciliador, se había ido deslizando cada vez más hacia el campo democrático, donde tampoco se habían omitido adulaciones para atraerle, y así adornar con su histórico nombre las pujantes filas del pueblo. Sin embargo, aún no se había decidido a proclamar abiertamente su adhesión al partido; pero era un secreto a voces, que él ni siquiera se preocupó de ocultar, que no tenía inconveniente en salir diputado con la ayuda de los votos democráticos para volver a poner pie en el Gobierno.
Con toda claridad hablaba él de su debilidad por la política y el Poder. Así, pues, apenas se habían sentado a la mesa cuando comenzó a hablar de los rumores acerca de su candidatura como diputado, que los últimos días habían llenado todos los periódicos del país.
—¿Qué va a hacer uno? —decía, sonriendo—. Yo creo que con los políticos ocurre lo que con los cocheros particulares. Cuando uno se sienta una vez al pescante y coge las riendas en sus manos y quizá maneja la fusta, ya no se encuentra uno en la cuadra cortando paja. Recuerdo que, siendo yo niño, había un cochero de postas que durante más de treinta años llevó la diligencia desde mi pueblo hasta un pueblo vecino; y se contaba de él que, al hacerse viejo y decrépito, se vio que siempre que estaba para morir bastaba con ponerle entre las manos el cordón de la cama para que, creyendo que todavía seguía de cochero, recobrase inmediatamente las fuerzas. Yo también le tengo dicho a mi mujer que, si algún día me pongo enfermo, que no se olvide de traerme un sombrero de tres picos y decirme que he sido nombrado presidente del Consejo: al instante me pondré bueno.
Mientras el obispo se reía, Tonnesen seguía en silencio, e incluso avanzó el labio inferior para dar a entender que él no tenía el menor motivo para participar en aquella alegría.
En este momento apareció Manuel en el balcón. Se dirigió al grupo y saludó.
El obispo le recibió como un obispo tiene que recibir necesariamente a un joven pastor cuya conducta había dado motivo a su superior para cursar una queja detalladamente explicada. Sin embargo, su saludo medido pareció algo estudiado, y tampoco pudo suavizar a Tonnesen. Al contrario, cuando el obispo, una vez que Manuel se sentó a la mesa, continuó hablando, extendiéndose con cierto gusto parlamentario sobre la situación política; y cuando con este motivo manifestó sin reservas su adhesión a algunos puntos del programa del partido popular, que tenían por objeto reformar la vida pública y su administración, ya no pudo Tonnesen mantener su actitud pasiva; ni quería que el capellán interpretase su silencio como miedo de contradecir al obispo.
—Me parece —dijo, limpiándose la boca con la servilleta y adoptando un aire de superioridad, como si fuese más que el obispo—, me parece que nosotros, actualmente, sentimos menos la falta de movimientos y corrientes nuevas, tal como parece opinar su ilustrísima, que la tranquilidad y la claridad para que las distintas instituciones del país, que desde el establecimiento de la Constitución han tenido que soportar tan graves sacudidas, recuperen la estabilidad que tanto necesitan.
—¡Oh, yo no temo un poco de ventilación! —exclamó el obispo con juvenil alborozo—. De cuando en cuando le viene muy bien a cada casa una limpieza a fondo: y por esa razón no hará daño jamás que venga también el pueblo con la escoba a hacer una limpieza. ¿No le parece, señorita? —dijo, volviéndose a Rangilda.
Quien, secamente, contestó:
—Puede.
—Yo no me he hecho de ninguna manera portavoz de ninguna suciedad —dijo Tonnesen con imperturbable seriedad y con un tono negativo—; por lo demás, existe un viejo proverbio que dice que uno se guardará de tirar al niño con el agua del baño…, y quizá no estuviera mal grabárselo bien en nuestros días. Yo reconozco honradamente que soy y fui toda mi vida conservador, y que de ninguna manera puedo admitir los modernos principios de purificación. Cuando la educación y la preparación ya no se consideran necesarios para la vida pública, sino casi como un mal; cuando cualquier trabajador manual, o cualquier criado, tienen que influir en el gobierno del país tanto como un hombre que dedicó toda su vida al desarrollo de sus facultades intelectuales y al enriquecimiento de su experiencia, el país retrocederá tanto espiritual como materialmente. La Historia nos ofrece muchos ejemplos.
El obispo, que había terminado de comer, se había recostado sobre la silla, con las puntas de los dedos metidas en los bolsillos del chaleco. En esta postura había contemplado con meditabunda atención a Tonnesen, mientras éste hablaba. Y ahora cruzó los brazos sobre el pecho y dijo, con una sonrisita irónica:
—Lo que usted dice, párroco Tonnesen, me hace imaginar a un hombre que sólo quiere utilizar el brazo derecho para trabajar, porque éste es más fuerte que el izquierdo, que siempre lleva vendado para que le estorbe lo menos posible sus movimientos, con lo cual el brazo se va encogiendo cada vez más, hasta que, por último, se paraliza totalmente. Tal modo de proceder debemos considerarlo todos como injustificable. Pero entonces, ¿por qué el hombre de Estado no va a utilizar su lado derecho y su lado izquierdo, si el primero, por el momento, está más desarrollado? ¿No es razonable que nosotros también nos comportemos en la vida pública como un hombre inteligente que tiene que llevar una carga pesada un buen trecho de camino y de cuando en cuando se la pasa de una mano a la otra? De este modo evita el agotamiento y logra un desarrollo igual de las distintas partes del organismo. Yo no niego que admito también en política la buena y vieja sentencia: Uno, dos; derecha, izquierda; derecha, izquierda; alemanes y suecos —y se echó a reír.
—¡Oh! No creo que por el momento haya ningún motivo para temer una parálisis en el miembro izquierdo del cuerpo estatal —observó Tonnesen—. Al contrario, me parece que actualmente hay demasiada izquierda en toda nuestra vida pública.
Le pareció una buena réplica y le echó una mirada a Manuel.
—¡Oh, sí, claro! Yo concedo que en el horizonte político han aparecido fenómenos que sólo pueden ser motivo de lamentación; pero son inevitables en época tormentosa, como la actual. Lo que importa es tener habilidad para desviar los rayos…, que es la tarea más importante de un dirigente político de hoy. Pero tampoco hay que olvidar que nosotros tenemos que rectificar muchos viejos errores frente a la clase campesina; y si ahora hay quizás una inclinación a conceder al campesino principalmente un influjo decisivo en nuestra vida social, esto no es sino un simple acto de justicia, al que nosotros hace tiempo que estamos obligados no sólo con respecto a él, sino con respecto al bien de todo el país. Difícilmente podrá negarse que ha habido cierto estancamiento en nuestra vida pública en estos últimos tiempos, que faltó fuerza nueva. Nosotros necesitamos preparar una nueva clase de gente para nuestro alimento espiritual, para (permítame la frase) descubrir una nueva tierra fértil que pueda producir un futuro esplendoroso. Como sabemos, todo hortelano inteligente deja, cada cierto número de años, de cavar su huerto…, y lo hace sin temor a la mala hierba, que siempre brota al principio de una tierra nueva y sin cultivar, porque sabe que sus plantas, aumentando su energía, vencerán la mala hierba y terminarán por estrangularla. Por eso yo no tengo miedo alguno a que se cave nuestro suelo espiritual, que actualmente está a punto de realizarse. Ya veremos cómo trae frutos buenos y sanos cuando interiormente se mezclen en la debida proporción las capas nuevas y las viejas. Por ende, todo el que contribuya a ello me parece que hace una buena acción, tanto con respecto a nuestro país como con relación a su propio desarrollo espiritual.
La cara de Tonnesen adquirió súbitamente el color gris de barro que indicaba que la sangre le estaba hirviendo. Estas palabras del obispo, dichas en presencia del capellán, sólo podían considerarse como una aprobación plena, como una alabanza de las acciones de éste y de sus conjurados.
—¡Oh! Por mi parte, yo no tengo la menor confianza en esa nueva tierra —dijo con una voz que temblaba de cólera reprimida—. Me parece, al contrario, que sólo son arena estéril, o peores elementos aún, los que hace aflorar la alabanza que hoy se prodiga a la clase popular con ayuda del tan encomiado derecho general de voto. Si surge la locura, como ya ha empezado, llegará un buen día en que vea a nuestro país gobernado por un conjunto de seminaristas imbéciles y vaqueros.
—¡Bueno! ¡Ésta es una manera de hablar! Si, en efecto, se viese que el pueblo no realizaba nuestras esperanzas, o, mejor dicho, que nosotros no hubiésemos encontrado el verdadero medio de despertar las dormidas facultades del pueblo, no por ello el daño sería irreparable. En todo caso, habremos hecho un intento que nos exigen la justicia y la prudencia.
—Pues yo creo que hemos hecho experiencias suficientes bajo nuestra nueva Constitución. Todavía estamos pagando cara nuestra desgraciada experiencia de mil ochocientos sesenta y cuatro.
Ante esta cruda alusión a la última y desgraciada guerra, cuya responsabilidad se le atribuía generalmente al Gobierno que presidía el obispo, una ráfaga de aire helado se abatió sobre la mesa. El obispo, que se había puesto pálido, dirigió al párroco un par de miradas rápidas e inseguras, como si meditase de qué manera iba a contestar a aquella insolencia. Su cara tomó de pronto aquella máscara de gravedad del personaje del Viejo Testamento y dijo con voz completamente dominada:
—Parece que usted, párroco Tonnesen, en su extraña desconfianza del pueblo de nuestro tiempo, olvida aquello de que muchas cosas están ocultas para los sabios e inteligentes, pero claras para los sencillos.
El párroco quiso objetar; pero el obispo no se dejó interrumpir y continuó, con creciente energía:
—Conviene recordar también a este respecto que Nuestro Señor Jesucristo, cuando anduvo por el mundo, no buscó entre los escribas a sus colaboradores en la obra de la Redención, sino entre la clase humilde, despreciada en su tiempo; es decir, eligió campesinos, pescadores y pequeños trabajadores manuales, cuya vida y condición compartió totalmente durante su vida terrena. ¿No sería éste un ejemplo que debieran seguir los cristianos de nuestros días? Y ya es hora de que comprendamos que nuestro Salvador no sólo era el divino preparador del camino que lleva a las moradas celestiales, sino que, además, rompiendo la arrogancia intelectual, puso la base para crear en la tierra un reino de justicia, una santa democracia, cuya realización tiene reservada aún el futuro siguiendo su gran mandamiento: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». La divisa «libertad, igualdad, fraternidad», que cierto partido de reciente formación ha hecho suya, con miras interesadas, desgraciadamente, es, resumida, la doctrina social de Cristo, que todos nosotros debiéramos llevar profundamente grabada en nuestros corazones.
En el otro extremo de la mesa, inclinado sobre su plato, había seguido Manuel esta diatriba con creciente atención. Su corazón se dilataba escuchando las últimas palabras del obispo, que tan clara y acertadamente expresaban sus propios pensamientos íntimos y le confirmaban una vez más en la gozosa creencia de que él seguía también las huellas de Jesús y tomaba parte en la construcción de la tierra de bienaventuranza que los cristianos extenderían un día por todo el orbe.
Tonnesen guardó un silencio absoluto después de las últimas palabras del obispo. Con la alusión al funesto pasado político del mismo había respirado su corazón; y ya no quiso dignarse discutir con un hombre, obispo además, que no se avergonzaba de apelar al Salvador del mundo para hacer su política de partido, llegando incluso a convertirle en socialista.
En aquel momento, el viento trajo al huerto las campanadas de la iglesia de Vejlby anunciando el último servicio divino.
Tonnesen se levantó y dijo, no sin sarcasmo:
—Tiene que disculparme su ilustrísima; mis deberes parroquiales me llaman. Espero tener la satisfacción de ver de nuevo a su ilustrísima cuando termine mis deberes.
Y, sin esperar respuesta, colocó la silla debajo de la mesa y se alejó con paso majestuoso.
Un momento después se levantaron también los otros. Con un gesto serio dio el obispo la mano a Rangilda y a Manuel, diciéndole a éste con un tono que no parecía ni mucho menos influenciado por ningún recuerdo de una queja:
—Me gustaría dar un paseo por estos sitios. ¿Tiene usted inconveniente, señor capellán, en acompañarme hasta que regrese el párroco?
Rangilda, que estaba en pie junto a la mesa, dirigió a los dos hombres una mirada llena de desprecio. Cuando, poco después, el obispo se volvió para saludarla, la cara de ella adquirió su acostumbrada expresión de indiferencia; y cuando los dos hombres levantaron sus sombreros, ella inclinó su cabeza tanto como exigía la cortesía más rigurosa.
VI
El obispo y Manuel atravesaron el huerto y salieron por la puerta del fondo. El obispo, que había encendido un puro y abotonado el chaleco, lanzaba al aire bocanadas de humo, como un hombre absorto en sus pensamientos. De cuando en cuando hacía una observación sobre este o aquel objeto que caía bajo su mirada.
Manuel caminaba en silencio a su lado. Al pronto había comprendido que el obispo le había propuesto intencionadamente aquel paseo, y estaba decidido a aprovechar la ocasión para explicarle detalladamente su actitud respecto a los fieles.
Al llegar a la cima de la colina del Cura se detuvo el obispo y se puso a contemplar con gesto ausente el panorama, preguntando los nombres de cada una de las iglesias, cuyas blancas torres brillaban como fuego a la luz del sol, diciendo unas palabras acerca del poder que la belleza de la Naturaleza tiene sobre el espíritu humano, para terminar hablando de la sequía y de las malas perspectivas de cosecha.
—Tengo noticias por varios conductos —dijo, distraídamente— de que la gente empieza a preocuparse seriamente. En realidad, sería para preocuparse si hubiese motivos que temer.
—No hay tal…, por lo menos, de momento —observó Manuel, a quien el tema dio facilidad de palabra—. Cierto que la sementera de primavera ha sufrido un poco, especialmente la cebada de seis filas de grano, y que los pastos de las tierras altas están perdidos en parte; pero todavía presenta muy buen aspecto el centeno en los sitios donde no le perjudicaron demasiado las heladas de primavera.
Como si despertase de sus pensamientos, volvió el obispo su cara a Manuel.
—¡Vaya, vaya! —dijo, sonriendo—. Está usted hecho todo un hombre de campo, señor capellán.
Manuel volvió a ponerse colorado, y su corazón comenzó a latir con fuerza. «Ahora viene», pensó.
Pero el obispo siguió andando por la pendiente opuesta y volvió a hablar del paisaje y del influjo de la belleza de la Naturaleza sobre el espíritu humano.
De pronto interrumpió el hilo de sus palabras y dijo, como si por casualidad se le hubiese ocurrido:
—Dígame…: usted es hijo del antiguo jefe de departamento y consejero de Estado Hansted, ¿verdad?
—Sí.
—Ya me lo parecía —añadió, sin más comentario.
Varios minutos después siguieron los dos hombres caminando en silencio por el pequeño sendero que, a través de los campos, conducía a la playa. Una bandada de cuervos que ante su paso habían levantado el vuelo de los surcos de un barbecho pasó sobre sus cabezas; y delante de ellos, a menos de trescientas varas, se alejó lentamente una raposa, deteniéndose de cuando en cuando tranquilamente para mirar atrás.
—¿Se ha sentido usted, señor Hansted —comenzó de nuevo el obispo—, en su vida de estudiante, o quizá ya antes, atraído por determinadas corrientes espirituales dentro del mundo académico…, o quizá fuera de él?
—¿Yo…? No —contestó Manuel, levantando, sorprendido, la vista—. Durante toda mi infancia y juventud, especialmente en mi época de estudiante, he vivido muy solitario y retirado. No he participado, por decirlo así, en la vida estudiantil.
—Pero entre sus compañeros habrá tenido amigos que hayan influido en usted… Habrá pertenecido a algún club religioso, literario o político, ¿verdad?
—No…; en realidad, jamás tuve un amigo. Desde que me hice mayor, me dediqué casi exclusivamente a los libros. En particular, la vida política me fue siempre completamente extraña.
—¡Ah, vamos! —dijo el obispo, y tosió ligeramente. En su tono había algo de desilusión.
—Pero ¿cómo ha sido entonces? —añadió poco después, deteniéndose y mirando a Manuel con una sonrisa afectadamente divertida—. ¿Cómo, entonces, ha adquirido usted sus, llamémoslas así, ideas bastante avanzadas en varios sentidos? Un concepto de la vida no se adquiere solamente leyendo libros, aunque éstos, estoy de acuerdo, pueden contribuir a preparar el espíritu para el influjo personal o ayudar a confirmar sus resultados… Naturalmente —se interrumpió de nuevo y siguió andando—, yo entiendo… Su casa, su difunta madre, no han dejado de influir en su espíritu. Yo recuerdo también ahora que usted dijo algo parecido cuando en su día, estuvimos charlando con motivo de su ordenación. Sí, su madre fue una mujer notable, llena de entusiasmo y de fe. Como le dije entonces a usted, la conocí muy bien en mi juventud. Nosotros pertenecíamos, si puedo decirlo así, al mismo círculo. Por ello sentí mucho su muerte. Era una persona demasiado delicada para este mundo. Lo que acabó con ella fue el carecer, en el momento decisivo de su vida, de la fuerza de resistencia, de esa tenacidad espiritual que tan frecuentemente deploran las naturalezas nobles y sacrificadas. Le hablo a usted sin rodeos acerca de esto, porque sé que nada le es desconocido. Recuerdo cómo usted mismo indicó la desigual actitud que había en su casa como una de las causas de que usted se decidiese a trabajar de pastor en una comarca lejana y solitaria. Tampoco le descubro seguramente ningún misterio si le digo que su madre, sólo a instancias de su familia (e incluso también bajo el influjo de un momentáneo abatimiento femenino) aceptó un matrimonio que en muchos puntos tenía que chocar con su naturaleza; y seguramente fue, sobre todo, un sentimiento de haberse dejado llevar, arrastrar, a la pérdida de fe en sus ideales lo que arrojó sobre su vida sombras cada vez más oscuras, que terminaron por apagar la luz de su espíritu. Por eso ya comprenderá, querido amigo, qué extraña impresión la mía cuando supe que usted, su hijo, había cogido el hilo que ella había tenido que soltar, y que había comenzado usted a hacer realidad los pensamientos que para ella eran lo más grande de la época.
Manuel permaneció callado, mirando al suelo. Últimamente, cuando se le hablaba de su madre, se emocionaba tanto, que tenía que hacer un esfuerzo para no romper a llorar.
El obispo siguió:
—Como viejo amigo de su madre (que bien me lo puedo llamar), déjeme darle un buen consejo, señor Hansted. O… dígame antes qué piensa usted y cómo va a afrontar su futuro en este lugar. Me he enterado de una manera particular que se ha comprometido usted en matrimonio con una joven de aquí; también sé que sus opiniones y toda su actitud frente a cierto sector de fieles ha despertado en alto grado la desaprobación del párroco Tonnesen. Estamos, pues, ante un conflicto muy serio. ¿Qué solución ha pensado usted darle?
Manuel le contó al obispo sus intenciones; le habló del pequeño lugar de junto a la playa, cuya compra tenía pensada; le dijo cómo quería vivir, como un campesino libre e independiente, trabajando, además, como pastor y maestro entre sus amigos. El obispo le escuchó atentamente, dirigiéndole un par de miradas rápidas y sorprendidas, mientras él hablaba. Y cuando Manuel terminó de hablar siguió todavía en silencio un momento, absorto al parecer, en profunda meditación. De pronto levantó la cabeza y dijo:
—Lo que usted acaba de contarme puede estar muy bien pensado, y en cierto modo considerado muy acertado…; pero, a pesar de todo esto, quiero disuadirle terminantemente de dar semejante paso. He de confesarle con sinceridad que lo considero un destino, del que usted, tarde o temprano, se arrepentirá. Si escucha mi consejo, no abandone el camino recto. La Iglesia necesita hoy fuerzas jóvenes y frescas; y en este aspecto se trata (en defensa contra el enemigo común) de reunir, no de dispersar. Prométame, pues, que echará de su cabeza esos pensamientos.
—Eso no puedo hacerlo, ilustrísima. Yo veo que aquí tengo mi campo de actividad, y estoy ligado a este lugar y a la población con un lazo tan fuerte, que ya no puedo arrancarme.
—Bueno; nadie le dice que tiene que arrancarse.
Manuel levantó, extrañado, los ojos.
—Pero yo creía…, yo creía que el obispo sabía que el párroco Tonnesen quiere que me trasladen. En este caso, no me queda otra salida.
—Precisamente quería yo hablar con usted unas palabras sobre…; pero demos la vuelta. Calienta demasiado el sol a estas horas… ¿De qué estábamos hablando? ¡Ah, sí…!, quería decirle, o, mejor dicho, confiarle (porque lo que aquí le digo a usted es en el fondo un secreto profesional que usted no debe dejar ir adelante). En dos palabras: el párroco, según todos los indicios, dejará muy pronto este cargo.
—¡El párroco Tonnesen! —exclamó Manuel, parándose, estupefacto, en medio del sendero, con la boca abierta.
—Sí; lo que oye…, según todas las probabilidades —continuó el obispo, haciendo como si no notase su sorpresa—. Se le ofrece… probablemente se le ofrecerá a Tonnesen un puesto fuera de la actividad sacerdotal propiamente dicha, un puesto más en consonancia con sus facultades. Yo no dudo de que él lo aceptará, sobre todo teniendo en cuenta que su postura en la parroquia no le satisface; es más, quizá se le ha hecho insostenible. Por este motivo deseo muchísimo que de momento siga usted en su puesto. Naturalmente, habrá una vacante, y usted quedará de encargado; y esto, por las trazas, durará bastante tiempo, mientras haya la perspectiva de aprovechar la ocasión para emprender una bien pensada reforma del cargo. Como usted sabe muy bien, los vecinos de la parte norte de la parroquia se han quejado muchos años del largo camino que los separa de la iglesia y de la escuela, y ahora existen todos los requisitos para acceder a sus deseos trasladándolo a la parroquia vecina, tanto más cuanto que es su vieja parroquia madre. La ejecución de tal reforma exige siempre diversos preparativos. Quizá pasará un par de años, y yo no puedo decirle qué perspectivas tendrá usted aquí entonces bajo las nuevas circunstancias; pero se lo dejo a su consideración. Yo no me meteré más en el asunto; no encuentro ningún motivo para ello; sí, quizá lo tuve una vez. Unicamente le he confiado todo esto porque he querido impedir que dé usted un paso precipitado. Sólo añadiré que, en mi opinión, es aquí, aquí mismo, donde usted (por lo menos de momento) debe tener y tendrá su campo de actividad; pero espero que haya visto ahora que, precisamente en su cargo actual, se le abre una grande e importante actividad…, en todo caso, para una serie de años. Como le dije antes, necesitamos hoy todas las fuerzas nuevas y frescas de la Iglesia…; y ello tiene especial aplicación en esta parroquia, que desde hace tiempo ha tenido fama de estar un poco baja en el aspecto espiritual… Sí, hasta los políticos la han calificado como uno de sus «puntos muertos» —añadió, sonriendo, como si en aquel momento le viniese algo a la memoria.
Entretanto, ya habían llegado a la puerta del fondo del huerto parroquial. El obispo se paró y dio la mano a Manuel.
—Piense ahora en lo que le he dicho, y en todo caso, no tome usted ninguna decisión antes de una semana o así. Si para entonces quiere hablar conmigo, ya sabe dónde puede encontrarme.
Y, estrechándole a escape la mano, se alejó huerto adelante.
Abrumado por las palabras del obispo, Manuel se quedó quieto, mirándole fijamente, con la expresión perpleja de las personas que de pronto ven todos sus planes futuros por el suelo ante una felicidad inesperada, no sabiendo si reír o llorar.