LIBRO TERCERO

I

Un domingo de mayo, por la tarde, rebosaba de gente el centro de Skibberup. En las caras expectantes se adivinaba que iba a celebrarse un acto extraordinario. Aquel día marcaba una fecha memorable en la historia de la aldea. El orador que aquella tarde les iba a dirigir la palabra era nada menos que el capellán del párroco Tonnesen, el pastor Hansted.

No había un asiento libre en la larga y semioscura sala, antiguo alfolí. En las ventanas, abiertas de par en par, se apiñaban mozos y jovenzuelos cerrando el paso a la luz. Por todas partes, un vivo murmullo de alegría mezclado con voces sonoras. Se notaba en seguida que aquélla no era una reunión de Vejlby, pues aunque la distancia entre esta aldea y Skibberup no pasaba de su buena media milla, eran tan distintos los habitantes de los dos pueblos gemelos, que no parecían de la misma comarca. Este hecho, sin embargo, no era obra de a casualidad, sino que se debía a la diferente situación de las aldeas y a las desiguales condiciones de vida que pesaban sobre sus habitantes. Mientras los apacibles campesinos de Vejlby se venían ocupando desde tiempo inmemorial de cultivar y recoger el fruto de sus grandes tierras, los de Skibberup seguían siendo, como al principio, un pueblo de pescadores. Todavía un par de generaciones antes consideraban la agricultura como una ocupación complementaria, que dejaban en manos de sus mujeres, mientras ellos se dedicaban a las faenas de la pesca por los fiordos, bordeando la costa en busca del sustento.

En un extremo de la sala había una tribuna sencilla. Detrás de ella, cubriendo la pared de barro de una de las alas, una bandera de Dinamarca, colocada de tal modo, que en la tela roja se marcaba muy derecha la cruz blanca. Las filas de bancos inmediatos a la tribuna estaban ocupados exclusivamente por mujeres; los hombres estaban sentados al fondo y a ambos lados de la sala.

Elsa Anders Jorgen y su hija Hansine, sentadas en una de las filas del centro, eran objeto de una atención especial. Cierto que en cualquier reunión hubiese atraído Elsa Anders Jorgen las miradas de todos con su abundante humanidad, sus ojos claros y saltones, su pelo gris de acero y la gran caperuza dorada, de la que colgaba a cada lado una cinta ancha de seda roja; pero la especial curiosidad con que se la miraba aquella tarde se debía al hecho de haber sido su casa el lugar donde el capellán Hansted y el tejedor Hansen habían celebrado las entrevistas que dieron motivo al gran acontecimiento del día.

Sin embargo, en cierto modo había sido Elsa la que había llevado a buen fin el asunto, pues, al regresar a su casa y enterarse de la primera entrevista que en ella había tenido el capellán y el tejedor, así como de su desgraciado resultado, se decidió a ir a buscar por su propia cuenta al señor Hansted, por quien, a pesar de todo, sentía un afecto vivo desde el día en que lo vio por vez primera, junto al lecho de su hija enferma. Y así, el domingo siguiente, después del servicio divino, se acercó a él a la puerta de la iglesia rogándole que, cuando tuviese ocasión, viniese a visitarlos de nuevo «para encontrarse con buenos amigos que estaban deseando hablar con él». El pastor Hansted aceptó inmediatamente y con alegría su invitación; y como ella se había asegurado de antemano la asistencia del tejedor Hansen y de otros dos hombres de relieve en la aldea, se llegó al fin a un intercambio de pareceres serios entre el capellán y los fieles.

Con motivo de las repetidas visitas del capellán a la casa de Anders Jorgen, las amigas solían tomarle el pelo a Hansine a cuenta de Manuel, por el cual sentía, según ellas, un amor secreto desde la primera vez que le vio. Hansine, por cierto, protestaba vivamente, enfadándose incluso, contra esta afirmación; y como queriendo presentar una prueba más de que no había tal amor, llevaba este día, a diferencia de la mayoría de las jóvenes allí presentes, un vestido de tiritaña verde oscuro de lo más sencillo, sin un adorno.

Sin embargo, estaba muy bien. Nada tenía de particular que se le contase entre las mozas bonitas de la aldea, a pesar de la ligera desproporción entre la parte superior de la cara con las cejas, oscuras y juntas, sobre los ojos, serios y hundidos, y la parte inferior, que se había quedado pequeña, infantil. Y allí estaba sentada ahora con su postura erguida, casi antinatural, que daba a su figura, pequeña y apretada, un sello de fuerza y de seguridad en sí misma, sin tomar parte ni prestar oído a la animada charla que se traían las mujeres próximas a ella. Ésta no intervención en lo que ocurría a su alrededor era en ella una cosa tan antigua, que ya no extrañaba a nadie. Siendo aún una niña, solía reírse la gente del gesto adusto y burlón con que contestaba a todo extraño que se acercaba a ella amistosa o inamistosamente. Pero su mutis había llegado a un grado extraordinario después de haber sido algunos años alumna de una escuela superior y de haber asistido como tal en Copenhague a una «reunión de amigos», en la que, entre otros, había hablado por última vez el viejo Grundtvig. Desde entonces se la veía poco fuera de la casa de su padre y en el campo, manteniéndose completamente apartada de las diversiones un tanto frívolas de entonces, en las que la juventud de la aldea pasaba las horas libres de los domingos y de las claras tardes de verano. Se la oía cantar constantemente, durante el trabajo en el establo o en la cocina, o cuando cruzaba los campos con el cántaro de leche.

La gente de la aldea se divertía con ella, pero no se fijaba mucho en sus particularidades. Era todavía un poco niña —sólo diecinueve años tenía— y, además, se distinguía muy bien a este ser extraño de las demás jóvenes de la aldea que habían asistido a la escuela superior. Todos sabían que siempre tenía que pasar algún tiempo antes que las jóvenes volviesen a hallarse en el monótono ambiente campesino.

Ya eran las cinco, y el capellán aún no se había dejado ver. En el grupo de hombres que, con el tejedor Hansen al frente estaban reunidos a la entrada de la sala para recibirle comenzó a asomar la inquietud. Se sabía que últimamente existía una gran tirantez entre el párroco Tonnesen y el capellán, debida a que el primero había tenido conocimientos del trato del segundo con el tejedor Hansen y otros prohombres de Skibberup; y ahora temían que Tonnesen, pese a todas las precauciones, se hubiese enterado intempestivamente de esta reunión y prohibiese en absoluto al pastor Hansted, en el último momento, asistir a ella.

II

Por fin, en lo alto de las colinas de la playa apareció una figura solitaria. Era Manuel. Llevaba una levita de verano en uno de los brazos y se dirigía a buen paso a la aldea. Al ver delante del centro a la multitud que le esperaba aceleró aún más la marcha, y un par de minutos después se hallaba ante la puerta. A pesar del calor y de la marcha apresurada, su cara estaba pálida; en sus rasgos se reflejaba el nerviosismo. Saludó con expresión ausente al tejedor Hansen, estrechándole la mano; hizo lo mismo con dos hombres más y, acto seguido, entró en la sala.

Cesó de pronto toda conversación. A lo largo de las paredes se estiraban los cuellos para verle. Con sus largos brazos de mono, el tejedor Hansen iba abriéndole camino a través de la muchedumbre, conduciéndole hasta el extremo superior de la sala, donde le ofreció asiento en el sitio de honor —una vieja silla de mimbre, toda agujereada—. Después de cambiar con él un par de palabras, subió el tejedor a la tribuna y sacó un libro de salmos del bolsillo de atrás. Con él en las manos, guardó silencio unos momentos, mientras su mirada iba por todo el auditorio y en su cara se extendía una tibia sonrisa triunfal, la sagrada sonrisa de Tonnesen que fue contestada con una alegría de inteligencia por los hombres agrupados junto a las ventanas y en el fondo de la sala.

Finalmente, dejando oír su voz de tono inocente, dijo:

—¿Qué os parece, amigos, si comenzamos con un canto? El señor pastor Hansted no tiene ningún deseo particular a este respecto; por tanto podemos elegir el que mejor nos parezca. ¿Qué vamos a cantar?

Se oyeron gritos pidiendo distintos cantos; pero, al fin, todos quedaron conformes en entonar «Adelante, campesino, adelante».

—Sí, cantémoslo —dijo el tejedor, volviendo a sonreír—. Es un canto que nos va muy bien.

Él mismo dio el tono con voz de falsete, e inmediatamente se elevaron de todas partes voces ensordecedoras. No era un canto; era un grito salvaje, una embriaguez en la propia fuerza pulmonar, que amenazaba con hacer saltar los tímpanos.

Manuel se había acomodado en la silla de mimbres. Tenía el cuerpo inclinado hacia delante y las piernas cruzadas y se pasaba frecuentemente la mano por el pelo. No tomó parte en el canto. Tampoco se sentía a gusto. La sala oscura, las interrogantes miradas que de todas partes convergían en él, las prosaicas palabras de introducción del tejedor Hansen y el ruido de aquel canto desafinado le habían quitado el humor.

Por otra parte, estaba disgustado, porque a causa de un suceso desafortunado, con el que no había contado, se le escapó la ocasión de comunicar su decisión a Tonnesen. Deliberadamente había dejado para el último momento hablar de ella con el párroco; asimismo había rogado al tejedor que no se diese publicidad a la reunión, con el fin de quitarle, en la medida de lo posible, el carácter de un desafío. Pero cuando, poco antes de abandonar la casa parroquial, fue a buscar al párroco para comunicarle su propósito, hacía media hora que se había ido a visitar a uno de los pastores vecinos. Entonces le pareció que, por lo menos, lo más acertado era decírselo a Rangilda. Ésta mostró menos extrañeza de la que él se había creído. Porque Rangilda había tenido noticia por la criada de lo que en la parroquia se decía acerca del capellán, y, por otra parte, algunas manifestaciones de Manuel en los últimos tiempos habían dejado sospechar lo que se proponía.

Pero si Rangilda no mostró asombro, sí se extrañó Manuel, sobre todo por el tono inusitadamente resuelto con que en esta ocasión le habló Rangilda:

—Pese a toda su circunspección, es usted un tipo ligero e insustancial —le dijo Rangilda—. Usted va a precipitarse ciegamente en algo que ni siquiera sabe lo que es…, solamente porque no se siente satisfecho con la situación en que ahora se encuentra. Es absurdo que intente traerle a la razón. Sin embargo, no quiero dejar de rogarle que piense seriamente, señor Hansted, en las consecuencias que para usted… y para nosotros puede traer este paso suyo. Si usted sabe (y lo sabe usted) la actitud que ese tejedor Hansen y sus estúpidos seguidores han adoptado con mi padre, creo que no debía hacer falta advertir lo inconveniente de un acercamiento a esa gente.

Y, sin darle tiempo a responder, le dio la espalda y abandonó la habitación.

Estas palabras y el tono especial con que fueron dichas habían quitado las últimas escamas de los ojos de Manuel. Sabía perfectamente lo que podía traer a la casa parroquial… y a otros sitios presentarse en el centro. Sabía muy bien que a partir de este instante estaban contados sus días como capellán del párroco Tonnesen. Pero, en todo caso, había creído que se respetaría su serio convencimiento de que él no había abandonado la pequeña esperanza de que la tormenta terminase en un arreglo amistoso. Ahora veía que todo intento era inútil; y precisamente por eso le era doblemente penoso haberle callado al párroco su resolución, ya que podía tomárselo como una cobardía. Pero por este motivo sentía ahora un fuerte deseo de romper con su pasado y liberarse. Incluso en aquellos momentos, en que la molestia de la sala oscura y la mediocre solemnidad de la reunión le habían puesto de mal humor, ardía en impaciencia por llegar a una decisión, a cortar tras sí el puente y dar el paso que pusiese su actitud por encima de toda duda.

III

Con toda intención no había preparado su discurso de antemano. Por una vez trataría de fiarse de las sugerencias del momento y dejar correr las palabras tal como le saliesen del corazón. Sin embargo, su discurso no iba a ser una improvisación. Al contrario, la materia de que iba a tratar había llenado su pensamiento los últimos tiempos de una manera especial. Aceptando las indicaciones que el tejedor Hansen le había hecho en la primera entrevista, iba a hablar de sí mismo. Intentaría describir a grandes rasgos la vida de un niño de la ciudad durante su crecimiento y contar las impresiones a que ese niño estuvo sometido, para de este modo, dejar adivinar las condiciones y circunstancias que habían ejercido una influencia decisiva en su vida, llevándole finalmente por el sendero en que ahora se encontraba.

Empezó contando una pequeña historia. Se refería a una joven princesa que un día recibió de un pretendiente una hermosa flor. Toda emocionada, se la prendió inmediatamente al pecho Pero al descubrir que la flor no era artificial, que no estaba hecha de seda o de plumas de colores, sino una flor natural, la tiró, disgustada, y mandó a su doncella que la barriera inmediatamente.

—Este relato —dijo— parece hecho para nuestros días por contener una profunda y triste verdad. Pues en nuestro tiempo no solamente son las jóvenes princesas las que desdeñaron las flores vivas de la vida…, no; fue también toda la llamada cultura moderna, especialmente tal como se desarrolló en las grandes ciudades, la que falseó los dones de Dios en un intento de transformar o (como se dice) «de desarrollar y mejorar» la obra de Dios en la tierra, creando un orden del mundo con arreglo a la mente humana. Basta pensar cómo se hacina la gente en las grandes ciudades del mundo, por centenares de miles, y cómo, con polvo de carbón, casas altas y chimeneas de vapor, echó fuera el sol y el aire del Señor…, para inmediatamente darse cuenta de lo antinatural que es la sociedad.

»Y, sin embargo —continuó—, no es esto lo más esencial; esto no es sino el lado exterior de la cosa. Si examinamos más a fondo el ambiente moderno, si estudiamos la vida que se oculta tras la máscara…, ¿qué vemos? Vemos a la Humanidad dividida al pie de un enorme abismo, que separa, no a los buenos de los malos, a los hijos de Dios de los esclavos del pecado, sino a los ricos de los pobres, a los que gozan de los que sufren y padecen. A un lado encontramos la gran multitud que trabaja y vive en la pobreza; al otro nos encontramos con un círculo selecto que anda en la molicie y abundancia. En un lado, frío, lobreguez y dificultades; en otro, luz, lujo y saciedad espiritual. ¡Así ha cumplido la cultura de nuestros días la ley de Cristo sobre la fraternidad entre los hombre! ¡Así ha realizado ella el gran mensaje del amor al prójimo! Y cuanto mayor es la cultura de la sociedad, más peligrosamente se ensancha el abismo, más pavorosamente se gime allí, más insolentemente se desborda la frivolidad…, hasta el punto de que en las grandes ciudades, sede de los llamados centros de cultura, vemos a toda la sociedad en un estado de disolución moral y oímos cómo las voces de uno y otro lado se funden en un grito monótono: el grito del moribundo pidiendo aire».

Se había encendido con el fuego de sus propias palabras. Se dio perfecta cuenta de que se había precipitado en un razonamiento que más bien debiera ser el resultado de sus recomendaciones. Pero se había sentido impulsado a exponer inmediatamente su punto de vista ante los oyentes; le acuciaba el anhelo irreprimible de dar a conocer la visión de la vida que, tras la soledad y ensimismamiento de los últimos meses, había arraigado en él. Y cuando tocó su antiguo punto de controversia le pareció como si una tempestad hiciese presa de sus pensamientos; las palabras brotaban de sus labios con tal fuerza y calor, que él mismo estaba sorprendido.

Sabía muy bien que era el aguijón de las palabras de Rangilda, que todavía le punzaba en el corazón y mantenía el espíritu de su pasión; que era el claro desafío de ella el que había forzado esta terminante respuesta. A esto venía a añadirse el solemne silencio que le rodeaba, aquellas largas filas de cabezas en tensa escucha que aparecían en la lejana oscuridad del fondo. No notó, como en la iglesia, ninguna frialdad entre sí y sus oyentes. Por vez primera sintió la embriaguez de ver prisionero de sus palabras el pensamiento de centenares de personas, cuyas miradas estaban pendientes de sus labios.

Luego adoptó un tono más suave, haciendo una descripción más detallada de la vida en una casa acomodada de la ciudad.

Primero intentó dar una imagen reflejando el horrible alboroto que estremece las calles; la vida de negocios envuelve la vida de café y de sociedad y penetra en los hogares. Habló de la inconstante vida de visitas, de la busca ansiosa de placeres y de la incansable vida de sociedad.

—En esta atmósfera febril —continuó— crece la juventud. En este ambiente de frivolidad y disparates reciben los niños las primeras impresiones profundas, tan decisivas para su futura vida de hombres. Ya desde niños son educados en la hipocresía de la sociedad y presentados en la mascarada de la vida social, con ricitos y faldas almidonadas. En necesario acostumbrarlos a tiempo al uniforme; hay que ejercitarlos en la disciplina. Hay muchísimo que refrenar, cortar, cercenar, pulir y afinar antes que un niño salido del taller de Dios pueda presentarse en los salones. Antes de enseñarles el padrenuestro se les enseñan las normas sociales, como si esto fuera su catecismo…, y la escuela va aquí de la mano con los hogares. La revista de moda es la Biblia de la sociedad; las normas sociales con su suprema ley moral. ¿Pueden extrañarle a nadie los resultados…? Mirad a esos adolescentes, a esos jóvenes, cuya aspiración es llegar a ser maestros, guías y jueces en las clases altas. Antes de haber llegado a los veinte años, la mayoría de ellos han renunciado a las más altas y nobles aspiraciones, tirando por tierra toda fe en las verdaderas y fructíferas fuerzas de la vida. Saben que la sociedad puede exigirles una apariencia irreprensible, una presentación correcta, una sonrisa obsequiosa; que una pechera almidonada es un escudo que los hace invulnerables en la lucha de la vida; que un pelo bien peinado, trajes elegantes y adornados y un bigote son los medios que se necesitan preferentemente para asegurar un porvenir bello y brillante. Un «joven que promete», he ahí el nombre que recibe el más adelantado en hipocresía social, mientras que el que se rebela contra este orden social y lucha con manos y pies contra el veneno que día a día le va agotando la vida en ojos y oídos, ése es la preocupación de la familia…

Se paró. Notó que los amargos recuerdos de su casa empezaban a imponerse a su pensamiento y se detuvo un momento para calmarse. Pero entonces sacó el reloj y vio, alarmado, que se le había pasado el tiempo. Ya llevaba hablando más de hora y cuarto.

—Bueno; tengo que terminar —dijo, indeciso.

Y aunque de todas partes de la sala le llegaban voces pidiéndole que continuase, dio por terminada la charla.

—Creo que es mejor dejarlo así. No puedo decir cuanto quisiera. Pero si estamos conformes en volver a reunimos aquí otro domingo, continuaré.

—¡Sí! —exclamó, unánime el auditorio.

—Entonces no tenéis más que avisarme. Yo siempre estaré dispuesto. Pero ahora, para terminar, quisiera añadir un par de observaciones personales. Cuando, como yo, se ha salido del ambiente que he tratado de describiros se siente un agradecimiento indecible hacia los que en los años juveniles han estado a nuestro lado abriéndonos los ojos a la luz que nos libra de las tinieblas y nos señala el camino que pasa por encima de todos los abismos. Yo he seguido este camino, y así he llegado a vosotros. Sólo Dios sabe qué labor puedo hacer aquí. Pero no puedo por menos de deciros que, cualquiera que sea mi futura actuación aquí, en la parroquia, y posiblemente a partir de mañana cambiará, estoy plenamente convencido de que, cuando hayamos aprendido a conocernos y comprendernos, nuestra vida común será una felicidad y una bendición. Si estos momentos contribuyen a ello, se habrán cumplido mis deseos.

Hizo una inclinación y bajó de la tribuna.

IV

Las últimas palabras de Manuel fueron seguidas, a lo largo y a lo ancho de la sala, de un roce de ropas y de un salto en la respiración. La sorpresa y la alegría se habían apoderado del auditorio. Los más optimistas no esperaban unas palabras tan francas. Sin embargo, la alusión que encerraban las últimas frases estremeció los espíritus con una inquietud indefinida. Sólo una minoría había pensado que este acto quizá trajese consecuencias de largo alcance.

Todas las miradas se volvieron al tejedor Hansen, quien, levantando del extremo de un banco de primera fila su figura larga e inarticulada, subió lentamente a la tribuna. Con pocas y secas palabras, que causaron extrañeza, dio las gracias en nombre de los oyentes por la «adoctrinadora conferencia»; luego, siguiendo la costumbre de estas reuniones, preguntó al auditorio si había alguien que desease hacer alguna observación al discurso que se acababa de pronunciar…, «si el señor pastor, claro está, no tiene inconveniente», añadió mirando a Manuel. Éste hizo con la cabeza un signo negativo.

—Bueno; puede hablar quien así lo desee —dijo, con un movimiento de mano. Y volvió a sentarse.

Apenas pronunció estas palabras cuando, de uno de los bancos del medio, se levantó una figurilla de mujer, fea, pobremente vestida, que sembró en la sala una inquietud general. Algunos comenzaron a silbar y gritar, diciéndole que se sentase. Pero, evidentemente, la mujer estaba acostumbrada a presentarse en público y a hacer frente a los que se oponían a ello. Sin cuidarse en absoluto de los gritos, mostró un par de encías huecas y horribles y, con voz casi imperceptible, que parecía el maullido de un gato en un saco, comenzó, gesticulando con su mano de garra, a hacer una larga serie de preguntas al capellán, a quien, insistentemente, llamaba «el honorable orador que acaba de hablar».

—Todo lo que el capellán ha dicho aquí hoy —comenzó— es seguramente muy bonito y cierto. Pero yo quisiera preguntarle al honorable orador que acaba de hablar qué opina acerca de la tributaria y de la nueva ordenación escolar. También quisiera preguntarle cuál es su postura ante la cuestión del derecho electoral de la mujer, y si le parece bien que un hombre que tiene catorce vacas no le conceda a un pequeño labrador un poco de pasto en una hondonada del camino. Y me gustaría saber también la opinión del honorable orador que acaba de hablar acerca de la doctrina de la condenación, del pacifismo internacional y de las pensiones de vejez.

Aumentó el malestar. Todas las miradas se volvieron al tejedor; pero éste parecía ensimismado contemplando algo interesante debajo de la suela de una de sus botas. Solamente cuando los silbidos arreciaron tanto que ahogaron la voz de la oradora, alzó, sorprendido, la vista, sonrióse y se levantó.

—Por favor, Maren Smeds, deja eso para otra ocasión. Creo que no debemos echar a perder la bella impresión del discurso del señor pastor con tanta charla.

—¡Muy bien, muy bien! —gritaron de todos lados.

El tejedor, que parecía querer añadir algo, se paró de pronto y se sentó. Al mismo tiempo, media docena de manos cogieron a Maren Smeds por la falda y la sentaron violentamente, produciendo un ruido que hizo pensar en un muñeco de madera.

Manuel se había levantado y contemplaba la escena sin comprenderla. Entonces uno de los silbadores más próximos le explicó lo que ocurría y volvió a sentarse.

Pero entonces se agitó el fondo de la sala. Del último banco se levantó un hombre pidiendo en voz alta la palabra.

Era el barbudo vikingo que Manuel había visto ya dos veces, la primera como portavoz de los quitanieves.

Con voz que resonó estruendosamente en toda la sala dijo:

—Permítame a mí también, señor pastor Hansted, darle las gracias por lo que hemos oído hoy…, especialmente por haber venido aquí. Creo que todos podemos decir ahora que hemos encontrado al hombre que deseábamos, y que tuvimos razón para alegrarnos cuando oímos quién era el que iba a ser nuestro capellán. Quizá no estábamos antes muy seguros de ello (y por esto le ruego que nos perdone); pero hoy se nos han abierto los ojos: sabemos quién es nuestro capellán y le damos muchísimas gracias.

—¡Muy bien, muy bien! —exclamaron los jóvenes que tapaban las ventanas, y los hombres que se alineaban a lo largo de las paredes, mientras las mujeres inclinaban la cabeza en señal de aprobación.

—Permitidme que os diga todavía que si, por causa de este día, el capellán tiene que sufrir molestias y vejaciones, encontrará en nosotros un asilo seguro. Si el señor Hansted se ve apurado, todos nosotros (¿verdad, amigos?), estamos dispuestos a recibirle con los brazos abiertos y un viva jubiloso. ¿Damos nuestra palabra?

Un sí clamoroso como un trueno, lanzado por todos los asistentes, siguió a estas palabras. El fuego había encendido las caras. Sobre el auditorio se levantó, como una ola, un alarido, y en una de las ventanas algunos jóvenes dieron vivas al capellán.

Manuel se había levantado. Reflejando en su semblante que la intervención del vikingo le había agitado el espíritu, se puso al lado de la tribuna. Al instante todo volvió al silencio. Permaneció un momento callado, como si estuviese luchando consigo mismo; después, con voz alta, pero firme y clara, dijo:

—Les agradezco esta adhesión, que me alegra y tranquiliza. Nadie sabe lo que el futuro nos deparará; pero yo no siento temor alguno… —entonces, levantando la voz, al tiempo que se le encendían las mejillas, añadió—: Ahora conozco mi vocación; y si encuentro oposición, o bien lucha, nada me apartará de seguirla. ¡Estad seguros de ello! Y, muy agradecido a todos por este día, quiero terminar rogándoos os unáis a mí en una plegaria, cantando nuestro viejo y bello salmo «Todo está en la paternal mano de Dios».

Se cantó el salmo. Al final se cantó otro, y todavía se oyeron voces pidiendo que se cantase uno más. Pero entonces se levantó el tejedor Hansen y dio por terminado el acto.

Ya pasaba mucho de las siete. En la sala casi reinaba la oscuridad más completa, y el aire era asfixiante. No obstante, las tinieblas se disiparon algo cuando los jóvenes abandonaron las ventanas, unos hacia dentro y otros hacia fuera. Al rojizo resplandor del sol poniente se levantó el auditorio y se dirigió hacia la salida.

Mientras abandonaba el local, Manuel se vio rodeado de gente que quería estrecharle la mano y darle las gracias. Se sentía como llevado por el agradecimiento y el respeto. A su alrededor resonaban en el aire exclamaciones de alegría y admiración. «¡Oh, qué joven más bello! Parece realmente un hijo de Dios. ¡Qué piadoso y bueno es! ¡Será como su bendita madre!».

Ya fuera, se le acercó también Elsa, estrechándole, emocionada, la mano, mientras sus ojos claros mostraban lágrimas de alegría. Manuel, sonriendo, le dijo:

—Gracias, Elsa —y al mismo tiempo buscó con la mirada a Hansine.

Ésta no estaba.

Sin embargo, no tenía la menor duda de que ella había asistido al acto, y por eso, en medio de su alegría, se sintió un poco decepcionado de no tener ocasión de estrechar la mano de Hansine en aquel momento tan interesante.

V

De pronto se le acercó el vikingo, que se le presentó como el carpintero Nielsen. Con un desenvuelto apretón de manos y una sonrisa franca que dejaba al descubierto la radiante blancura de sus dientes, le dijo, después que Manuel, con un par de palabras, le dio las gracias por su intervención:

—¿No le gustaría quizás al señor pastor bajar con nosotros a la playa? Solemos reunimos allí después de los actos del centro y cantamos y charlamos en amor y compañía, cuando el tiempo lo permite… Y esta tarde tenemos verdaderamente un tiempo espléndido. Será para nosotros un gran placer, si el señor pastor se digna honrarnos con su presencia.

Manuel aceptó, complacido, la invitación. No sentía el menor deseo de abandonar tan pronto a sus nuevos amigos y regresar a la casa parroquial.

Al instante voló de un grupo a otro la noticia de que el capellán iba también a la playa, poniendo en movimiento a todos los que tenían que hacer algo en casa —amamantar a los niños o dar de comer al ganado— antes de poder ponerse en marcha. Incluso el tío Erik iba dando saltos con su muleta dominguera camino de su casa, al otro lado de la gran charca, que reflejaba un cielo de fuego, para atender a su gato.

La juventud ya se había puesto en camino: las muchachas, cogidas del brazo y tarareando, delante; los mozos, en grupos y fumando, detrás. A continuación seguía también las personas mayores, casi todos de dos en dos, subiendo fatigosamente el pendiente sendero que conducía al otro lado de las colinas de la playa.

A Manuel se le agregaron un par de viejos, dos tipos pequeños de los de Skibberup, con brazos colgados hacia delante y piernas encorvadas, que levantaban mucho al andar. Eran de la gente principal de Skibberup y trataban, con muchos rodeos y tosecillas y evasivas, de conseguir que Manuel se aplicase más, exponiendo su opinión sobre la reacción del párroco ante el acto que se acababa de celebrar y sobre las perspectivas que le presentaría el futuro.

Pero Manuel se mantuvo siempre al margen del tema. Tenía necesidad de dar descanso a su espíritu y a sus pensamientos y de gozar plenamente de aquellos breves momentos de felicidad y libertad. Por otra parte, la tarde le parecía demasiado bella para dedicarla a forjar planes bélicos para el futuro. Era como si la misma Naturaleza exhortase a unos instantes de paz y reconciliación. Se paraba muchas veces y obligaba a callarse a sus acompañantes, lanzando una exclamación de entusiasmo al verse en medio del verdescente paisaje primaveral. En el cielo, una armonía perfecta de colores; en la tierra, la entrega soñadora y el profundo rubor de la concepción. Y ni un aura, ni un sonido… Bueno, sí. Allá arriba, muy arriba, bajo el cielo en llamas, una alondra invisible acompañaba con su canto la puesta del sol…, un punto sonoro en medio del silencio infinito, un tono único, vibrante, lejano y próximo a la vez, que hacía pensar en el parpadeo de una estrella solitaria.

Al llegar a la cima de la colina vieron, doscientos pasos más allá, la caravana juvenil, que había establecido su campamento en un sitio cubierto de flores de varias clases, al borde del camino. Pero en aquel momento reanudaron la marcha. Los de delante iban cantando.

Manuel sintió de pronto una pequeña sacudida. Entre los últimos había distinguido a la que había estado buscando todo el tiempo: a Hansine.

Iba cogida del brazo de una chica alta, fuerte y pelirroja, en la cual reconoció en seguida a Ana, la hija del cercador y la mejor amiga de Hansine, con quien siempre la había visto en la iglesia. Ana daba la mano también a una figura pequeña, delgada y embarrada, cuyo traje negro, demasiado largo, y andar de muchacho dejaban adivinar una confirmanda. Ana llevaba sobre su pelo rojo como la teja un sombrerito de paja con una cinta escocesa que parecía propia para una niña. Lucía un vestido de seda fina, parecido al de Hansine, y una pañoleta naranja que le colgaba por la espalda en triángulo. Hansine llevaba un sombrero de paja oscura, bajo, de ala ancha; por la espalda no le colgaba ninguna punta de pañoleta; en cambio, la cinta negra de su sombrero casi le llegaba a la cintura, ceñida con un cinturón de cuero brillante. Todo esto constituía los signos distintivos femeninos de alumna de escuela superior. Tal confirmanda tenía un chal negro con flecos y sombrero de invierno con uvas verdes.

Parecía como si la hija del cercador hubiese detenido a las otras dos para confiarles una novedad importante. La confirmanda inclinaba el cuerpo hacia delante hasta tal punto, que casi formaba un ángulo recto con las piernas, y le clavaba los ojos a la amiga en la cara, como si le estuviese sorbiendo las palabras con la mirada. Hansine, en cambio, sólo parecía escucharla con un oído. Caminaba con la vista baja, mirando un poco hacia el lado, como si quisiera ocultar a las otras que no prestaba atención. Al pasar junto a una flor que había al borde del camino y viendo que la podía coger sin soltarse del brazo de su amiga, se inclinó y la recogió.

Manuel no quería confesarse cuán atraído se sentía por esta joven, a pesar de lo poco que la conocía. Solamente había hablado con ella un par de veces, y las dos veces había mostrado ella una impenetrable parquedad de palabras en presencia de él. Apenas respondió a las preguntas que le hizo. Pero en su inaccesibilidad medio tímida, medio orgullosa, había algo que movía la fantasía de Manuel, haciéndole pensar en un alma noble, primitiva, de sentimientos profundos, que adquiría un gran valor ante los ojos del capellán cada vez que la veía. Para entonces ella ya había ejercido en él más influencia de la que ni él mismo ni nadie sabía. Una tarde que por casualidad la había encontrado con su madre en las calles de Skibberup y las acompañó un rato por el campo, dieron en hablar acerca de la estancia de Hansine en la escuela superior, y él había escuchado, lleno de admiración, lo que ellas decían sobre aquellos especiales centros de enseñanza, que en los últimos años se habían extendido tanto por el país y que había oído infamar tantas veces, lo mismo en Copenhague que en la casa parroquial. Especialmente, el calor casi provocativo, el entusiasmo que Hansine había puesto en sus parcas palabras, habían hecho en él una impresión profunda, contribuyendo en realidad tanto como las suaves persuasiones de la madre y las astutas maquinaciones del tejedor Hansen a la gran decisión que acababa de tener su expresión en su presencia en el centro.

Trató de acelerar el paso de sus acompañantes para ir a saludarla y leer en su cara, si era posible, la impresión que le había causado su charla. Pero los dos viejos campesinos, a los que se habían ido agregando interesadamente otros, apenas modificaron la marcha; y antes que las tres jóvenes fuesen alcanzadas, ya habían desaparecido cuesta abajo por la última y empinada pendiente que terminaba en la playa.

Momentos después llegaron al lugar de la reunión Manuel y sus acompañantes. Era aquél una playa en forma de semicírculo, abrigada por dos pendientes altas y pronunciadas. La gente de la comarca había bautizado este sitio con el nombre de la Iglesia, pues, según ellos, les recordaba un coro redondo. En la playa había una lancha vieja dada de alquitrán. En ella ya se habían acomodado todas las jóvenes, ocupando los bancos y la borda, mientras los jóvenes habían acampado alrededor, sobre la blanca arena. Hansine y sus amigas se habían sentado en la punta de la proa, que miraba hacia el fiordo, donde todavía se notaba en forma de marejadilla el temporal del día anterior. Sus figuras se perfilaban nítidamente contra el agua agitada, que mecía, al sol poniente, un resplandor cada vez más púrpura sobre sus olas oscuras, como si estuviesen impregnadas de sangre.

Poco a poco fueron llegando los que faltaban, que se sentaron en círculo en la pendiente. El último en llegar, que fue recibido jubilosamente, fue «el tío Erik». Bajaba la pendiente saltando, sonriente, con su muleta, a cuyo lado colgaba la pierna encorvada con su pie enfermo, tan arropado, que parecía un niño en mantillas.

Este viejo, que era el orgullo y el niño mimado de la aldea, tenía una historia que, a grandes rasgos, era la historia de toda la parroquia. Hasta los sesenta y cinco años, el viejo Erik había sido el juerguista y el pendenciero de más mala fama de la comarca. Con frecuencia se le encontraba borracho tumbado en las cunetas de la carretera; vivía principalmente de lo que robaba por las noches en los caseríos. Pero desde que el tejedor Hansen hizo surgir allí una nueva vida espiritual —quizá también debido a la mutilación, que a consecuencia de sus andanzas, le había convertido en un inválido— se transformó de pronto en un hombre completamente nuevo, que vivía pacíficamente con un gato rojo, siendo recibido y respetado como el testimonio del poder milagroso de la nueva palabra.

Manuel se había apartado de sus acompañantes, sentándose en un rellano de la pendiente, un poco más arriba. Necesitaba estar un momento a solas con sus pensamientos.

Y según estaba allí viendo cómo bajaban lentamente a la playa pareja tras pareja —siempre mujer con mujer y hombre con hombre— y notando cómo todos se paraban un momento al pie del sendero, como abrumados por el resplandor del cielo, y luego buscaban dónde sentarse en el ribazo, se sintió protegido por el nombre de la Iglesia, con que la gente había bautizado aquel lugar. En aquel momento, él mismo tuvo la sensación de ser testigo de un camino de iglesia más solemne que ninguno de los que hasta entonces había recorrido. Toda la asistencia se sentó por fin en el ribazo en forma de terraza, constituyendo largas filas alrededor de Manuel. Las mujeres ocupaban la parte inferior. Tenían las faldas recogidas y el pañuelo entre las manos; algunas llevaban grandes sombreros de iglesia, negros; otras cubrían su cabeza con bellos sombreros cónicos de brocado, que, a la luz del día, agonizante, brillaban como una aureola. Los hombres se sentaban en las filas superiores, con los brazos pesadamente apoyados sobre las dobladas rodillas Y en la fila más alta se veía un grupo de niños con las manos en las mejillas y mirando hacia abajo como los ángeles de los antiguos altares descansando entre las nubes.

Esta impresión de iglesia se acentuaba todavía por el silencio absoluto que se hizo en todo el ribazo. Las jóvenes de la lancha habían comenzado a cantar. Cogidas por el talle y con la cara vuelta hacia el mar, cantaban un antiguo y piadoso canto vespertino.

Ya lleva el campesino su caballo a la cuadra

y todo gusano busca su guarida;

el pajarito dejó de cantar en la sala del bosque

y la raposa comienza su merodeo.

A Occidente, detrás de las colinas doradas,

se eleva un castillo muy rojo:

allí van a descansar, en el regazo del cielo,

los pensamientos humanos, cansados de la jornada.

Tú, alma en duda, que huyes por el camino salvaje

ante la llegada de las tinieblas:

¿por qué pasas de largo ante la puerta del reino de Dios

y tiemblas cuando el día es ido?

El Dios que preparó a cada pajarito

un lecho de plumas para que durmiese abrigado,

no olvidó en su misericordia un refugio

para el alma sin hogar.

Llama, confiado, al castillo del cielo:

los ángeles abrirán las puertas

y, tomando tu carga, tu angustia y tu preocupación,

¡te llevarán a la presencia de Dios Padre!

VI

El canto sonaba lleno de belleza en la silenciosa y clara tarde de primavera. Las voces no tenían allí bajo la bóveda del cielo, el sonido discordante de la sala del centro. Era como si el dilatado espacio les diese plenitud, como si el cielo y la tierra les hubiesen prestado sus colores. Después, acompañados por todos los asistentes, cantaron un par de cantos patrióticos, y terminados éstos, se oyó una voz juvenil poderosa pidiendo que se cantase La muerte del señor Bure.

¡La muerte del señor Bure…! ¡La muerte del señor Bure!, repetían ansiosamente de todas partes, mientras los jóvenes se ponían en pie.

Ana, la pelirroja amiga de Hansine, fue elegida por las muchachas para dirigir el coro. Estaba sentada en la puerta de la proa de la lancha como una figura de galeón, e inmediatamente comenzó a cantar con voz clara y potente, cuyo sonido hacía pensar en el color de su pelo. El resto de los reunidos cantó el estribillo, en el cual las muchachas llevaban la segunda voz:

Era al amanecer

cuando salía el sol.

El señor Bure besó a la señora Inger en la boca

¡Oh! ¡Oh! ¡Qué fresca era la mañana!

El señor Bure montó en su caballo gris,

tordo.

La señora Inger desde el balcón

miraba sin apartar la vista.

¡Oh! ¡Oh! ¡Qué verde estaba el bosque!

Entonces él izó la vela,

vela de seda.

El señor Bure se meció sobre las olas azules.

¡Oh! ¡Oh! ¡Qué triste es separarse!

Eran algo más de veinte versos. Al terminar el último, saltaron las muchachas de la lancha mientras los hombres aplaudían.

Entretanto, las mujeres sacaron las cestas de comida. Algunas muchachas ofrecían pan con mantequilla, que llevaban en las tapas de los cestos, y grandes hojas de romaza, mientras otras iban por allí con botellas de leche. El carpintero Nielsen repartía cerveza de un garrafón, actuando como maestro de ceremonias, a la vez que el tejedor Hansen, sentado muy encogido en una pequeña eminencia, charlaba con un par de viejas.

Poco a poco se concentró la atención en unos jóvenes que, a la orilla del mar, se divertían mirando una nube grande, diciendo que era exactamente igual a una mujer gorda embriagada. La cabeza de la «mujer» estaba iluminada de rojo por los últimos y débiles resplandores del sol y tenía un ojo azul celeste en medio de la frente; la parte superior del cuerpo era gris como la lana y estaba hinchada, en tanto que la parte inferior tenía un color azul violeta y colgaba como un saco sobre el horizonte oriental, donde estaba Virslev, Gimminge, Brunkeby y otras dos parroquias más.

De pronto todos los asistentes lanzaron una estrepitosa carcajada. La cabeza de la mujer nube se había separado del tronco y seguía alegremente su curso por el cielo. Al mismo tiempo echó como una nariz larga y cerraba cada vez más su ojo azul, mientras el resto del cuerpo se iba quedando atrás lentamente.

Esto divertía a los jóvenes, quienes inmediatamente empezaron a buscar imágenes en las restantes nubes del sol poniente. Formaron pequeños grupos a lo largo de la playa, y al instante surgió una animada lucha a ver quién veía más. Algunos afirmaban ver en las nubes palacios e iglesias con cúpulas rojas como rubíes y agujas doradas; otros veían «perfectamente» figuras de animales, jinetes y caras humanas conocidas. Uno veía una calesa con cuatro caballos, dos lacayos y una novia dentro del coche. Pero esto colmó la medida y todos se dispersaron en medio de una ruidosa carcajada.

Pero la animación estaba en su apogeo ahora. Cuatro muchachas se cogieron de las manos y empezaron a dar vueltas con tal rapidez, que las faldas sonaban despidiendo un zumbido. Otras muchachas se fueron agregando a las primeras… y se formó una rueda gigantesca de la que salían canciones. Entonces se acercaron también los jóvenes queriendo jugar con ellas. Pero todas las muchachas se opusieron en bloque, luchando valientemente contra el joven que intentaba romper el anillo o meterse dentro, escabulléndose por debajo de sus brazos. Pero, al fin, uno de ellos, un gordinflón, logró astutamente tomar carrera desde la orilla del mar y, antes que nadie lo sospechase, se metió dentro del círculo saltando por encima de las manos de dos muchachas. Con esto se firmó la paz y se rindió la fortaleza.

Hubo más juegos que baile. Formaron dos grandes círculos —el de los jóvenes dentro del de las muchachas— con las caras vueltas unas hacia otras. Al compás de las canciones se movían las parejas todo el tiempo en el mismo sitio, acompañándose ora con palmas, ora golpeando el suelo con los pies, ora haciendo otros gestos, según las palabras de la canción.

Al decir las últimas palabras, joven y muchacha se cogían de la mano y giraban. Luego se repetía el mismo verso, pero modificándolo con las palabras «canción de las reinas», como si fuese una reina la que se trataba de imitar en el baile. Luego, sucesivamente, se pasaba al señor, al campesino, al herrero y a otros oficios manuales.

No pocos, especialmente entre los jóvenes, tenían habilidad para imitar a maravilla los modales y gestos de los distintos oficios. Los que contemplaban el juego desde el ribazo estallaron en una tempestad de risas y carcajadas cuando, el llegar a la «canción del sastre», todos los jóvenes se sentaron en la arena con las piernas cruzadas y se pusieron a coser dando puntadas al aire.

Manuel, sentado, con una mano en la mejilla, contemplaba la escena con una débil sonrisa, medio ausente. Las alegres voces de la juventud llevaban sus pensamientos más allá del agua…, muy lejos.

Dio en pensar en su casa, en su propia juventud sin alegría, en todo lo que, en su soledad, había forjado y soñado. Y sus ojos se velaron con lágrimas de agradecimiento. Ahora se daba cuenta de que su sueño se había hecho realidad en aquel momento. Ésta era la fiesta de la vida, alegre como la alegría de los niños, que él había presentido oscuramente. Aquí estaba la tierra prometida por cuya leche y miel había suspirado.

Su mirada buscó a Hansine; no había podido descubrirla entre los bailadores. Por fin la vio junto a la lancha, sola, con el codo apoyado en la borda, la cabeza medio vuelta hacia fuera y mirando fijamente hacia un punto lejano, más allá del mar, como si las notas de la canción llevasen también sus pensamientos a tierras lejanas. El crepúsculo estaba ya tan avanzado, que no podía distinguir los rasgos de su cara desde el lugar en que estaba sentado. Pero, en cambio, percibía con más nitidez el perfil de su cuerpo contra la superficie rosa del agua. Y de pronto sintió Manuel un sordo desasosiego. No entendía por qué ella le había huido todo el día, sin darle siquiera los buenos días o la bienvenida. ¿La habría acaso decepcionado con su charla…? Sin embargo, Manuel había estado hablando todo el tiempo con el pensamiento en ella; su principal deseo era que ella le entendiese.

Su repentino gesto de intranquilidad fue notado por dos de los que estaban sentados cerca de él, quienes inmediatamente se lo dijeron a los demás. Como esto les diese motivo para pensar que el capellán no aprobaba el baile de los jóvenes, se dio la orden de que debía cesar. Por otra parte, la noche se estaba echando encima y ya iba siendo hora de retirarse. De la tierra empezó a subir un vapor frío y a Occidente brillaban vivamente las estrellas.

Se levantaron un par de viejos, que empezaron a despedirse. Inmediatamente siguieron su ejemplo los demás.

Todos, sin embargo, se sintieron un poco desilusionados, pues esperaban que Manuel les hablaría una vez más. El tío Erik, que se había sentado en un sitio situado debajo del lugar donde se sentaba el capellán —como un discípulo a los pies de su maestro—, cada vez que se hacía silencio en la reunión, se levantaba sobre los brazos y le miraba con un vivo gesto de espera, como un niño que estuviese esperando que hiciesen desfilar ante sus ojos todo el mundo encantado.

Una vez más se acercaron a él y le estrecharon la mano diciéndole:

—Muchas gracias por este día.

VII

Unos minutos después llegaba Manuel a lo alto de una colina por la que pasaba un sendero en dirección Norte, que terminaba en Vejlby. Se había quitado de la cabeza su ancho sombrero de felpa y puesto la mano en la frente, escuchando las ya lejanas voces de la larga caravana que regresaba cantando a Skibberup.

Las últimas voces expiraron. Él estaba solo.

Alrededor de él se extendía la tierra solitaria. Sobre su cabeza se elevaba la fría cúpula del cielo blanquiazul con sus pálidas estrellas brillando en la lejanía… Tuvo la sensación de haber salido del paraíso. Lentamente volvió la mirada hacia Vejlby, donde, a lo lejos, distinguió el huerto parroquial, que se dibujaba como un oscuro y amenazador grupo de nubes contra los últimos y débiles resplandores del horizonte. Allí le esperaba ahora la cuenta, la lucha, ¡la excomunión!

Se sintió repentinamente fatigado y pesado. Con fuerza opresora se había apoderado de él en la soledad el abatimiento que, con un imperioso acto de su voluntad, había tenido dominado toda la tarde. Anduvo lentamente un pequeño trecho. Volvió a pararse y se sentó en una piedra grande que había a la orilla del sendero. Con la cabeza apoyada en las manos, respiró profundamente un par de veces y se quedó pensando. No era que estuviese arrepentido, ni mucho menos, el paso que había dado; era, sencillamente, que se sentía muy solo. Pensaba ahora que, si hubiese tenido casa propia donde poder encontrar paz y confianza bajo la lucha inminente, una piadosa y fiel mujer que compartiese con él su victoria y su derrota…, entonces sería para él un placer luchar y sufrir por la verdad. Pero esto era como luchar en el yermo y con las manos vacías. ¡Sin reposo ni refugio!

Estuvo sentado un rato, con la vista fija y perdida, mientras en sus labios temblaba un nombre…, el de Hansine. ¡Cosa extraña! La doncella permanecía constantemente en sus pensamientos, estuviese alegre o deprimido. Con el corazón palpitante se preguntó a sí mismo si encontraría en ella lo que le faltaba. Pero de pronto recordó su comportamiento de la tarde para con él y cortó violentamente sus pensamientos.

—¡Sueños! —dijo a media voz, levantándose—. ¡Yo soy y seguiré siendo un fugitivo sobre la tierra…, un extraño en mi propia familia, un huésped sospechoso entre extraños!

Y de pronto cruzó las manos sobre el pecho, levantó en éxtasis la mirada hacia el cielo estrellado y dijo:

—¡Oh, Padre celestial…! ¡Tú…, eres el único que no me rechazas! Tú eres mi refugio y mi consuelo…, mi esperanza y mi amor. Mira, ¡yo no temo! ¡Qué rujan las tormentas; a tus pies hay paz! ¡Oh, que mi lucha solitaria en la tierra sea un canto de alabanzas en tu honor! No pido otra cosa. Dame tu gracia ¡sacia mi alma hambrienta con tu bendición! Entonces estaré contento. ¡Amén!

Inclinó la cabeza, estuvo callado un momento y luego continuó lentamente su camino.

Pero aún palpitaba su corazón. No podía echar a Hansine de su pensamiento. Era como si todo su desasosiego se hubiese concentrado en esta pregunta: «¿Por qué me huye? ¿Con qué la alejo de mí…?». Cada vez era más fuerte la impresión de que la respuesta a estas preguntas encerraba un presagio para todo su futuro. Se dio cuenta de que realmente no podía emprender la lucha en nombre de la comunidad mientras no supiese si aquélla a quien él quería tener a su lado estaba con él o contra él.

Se paró.

Tenía que aclarar aquello esa misma tarde. Él había visto que Hansine, acompañada de su amiga, había abandonado el lugar de la reunión alejándose playa adelante, y supuso que ella tenía que volver por el mismo camino, ya que difícilmente se atrevería a aquella hora a cruzar el valle pantanoso y el arroyo.

Entonces se volvió y al cabo de unos minutos se encontró de nuevo en la Iglesia. Desde allí siguió andando por la orilla del mar, pero no había andado muchos pasos, cuando se paró en seco… Allí venía ella en dirección a él, a menos de cien metros, extrañamente alta en el crepúsculo, como una sombra que se dirigía hacia el fiordo envuelto en niebla.

Venía por la orilla del mar, andando lentamente —como el que ha estado suspirando por la soledad— y cantando a media voz.

Se paró súbitamente, llevándose ambas manos al corazón. Había visto a Manuel.

—No te asustes…, que soy yo, como ves —dijo Manuel, acercándose y quitándose el sombrero—. Espero no molestarte.

Las últimas palabras le salieron involuntariamente de la boca a la vista del susto de la muchacha. Ésta estaba como paralizada y no le contestó. En el apuro que le causó el miedo de la joven comenzó él a darle una explicación detallada de su venida, contándole que la había visto irse con su amiga y que, como no había podido hablar en toda la tarde con ella, había ido a su encuentro para saludarla.

Pero ella seguía muda y le miraba con ojos fijos, medio amenazadores, medio suplicantes, que recordaban los de un animal herido de muerte.

—¡Mi buena Hansine! —exclamó—. ¿Está usted enfadada conmigo por haberla parado? Le aseguro que nada tiene usted que temer de mí. No quería regresar a casa sin haberla saludado… Ha sido un día muy importante para mí, como usted puede muy bien comprender y…

Ella seguía sin despegar los labios.

La sangre subió a las mejillas de Manuel. ¿En serio podría sospechar de él? El pensamiento le pareció demasiado absurdo, y, sin embargo, comprendió entonces que había obrado impremeditadamente yendo a buscarla a aquellas horas y en aquella soledad. Y por eso se esforzaba ahora por tomar la cosa a broma.

No obstante, el tono de su voz reveló cierta amargura cuando dijo:

—Realmente me parece que he venido a molestar. Perdóneme… no era esa mi intención, a la verdad. Sinceramente hablando, no creo que el tiempo ni el lugar hayan sido quizá bien elegidos. Bueno… buenas noches. ¿Qué, no me da usted la mano para despedirse?

Aún siguió quieta un momento, luego le dio con desgana la mano y se volvió y susurró despacio «buenas noches». Luego regresó lentamente por el camino por donde había venido.

Manuel se quedó clavado en su sitio, completamente aturdido por la sorpresa. Había notado lo fría que estaba la mano de la joven y cómo temblaba ella.

—¡Hansine! —llamó él cuando ya la joven se había alejado un buen trecho.

Ella fingió no oírle y continuó andando.

—¡Hansine! —volvió a llamar, esta vez con toda la fuerza de su voz.

Ella se paró entonces. Él se acercó a ella y le dijo:

—¿Qué le pasa a usted, Hansine? Y ¿por qué se porta usted así conmigo?

El sonido de su voz pareció despertarla. Apartó su cara y quiso seguir su camino. Pero entonces, sujetándola por el brazo, exclamó todo consternado:

—No, no; ¡así no puede irse de aquí! ¿Qué le pasa, Hansine? ¿Le he hecho yo mal? ¿O es que otros…? ¿No me lo quiere usted decir? Yo le aseguro que soy su amigo.

Hansine intentó librarse de él; pero Manuel le sujetó con fuerza.

—No la soltaré hasta que me haya hablado. Por Dios, Hansine, ¿qué le hecho yo a usted?

—¡Déjeme! —dijo ella con voz ronca, en la que había terror y súplica.

Él se asustó y no se atrevió a seguir sujetándola. Y, entonces, ella no se fue. Dio un par de pasos y se paró, llevándose el brazo a los ojos como si sintiese vértigo.

Manuel se quedó sin saber qué hacer. ¿Estaba enferma…? Su espíritu se hallaba tan agitado, que apenas pudo dominarse. Pues en aquel preciso momento comprendió claramente sus sentimientos por aquella joven. Ahora lo sabía: la amaba. Por primera vez en su vida sintió arder el amor en su corazón, apoderándose del espíritu y de los sentidos. ¡La amaba! Sí, lo veía ahora; ¡era ella —los sueños de su juventud se le habían hecho claridad—, ella, por quién había estado suspirando toda su vida!

—¡Hansine! —dijo con voz que debía ser tranquilizadora, pero que en vano trataba de ocultar su propia emoción apasionada—. ¿No tiene usted siquiera confianza en mí? ¿Está usted enfadada conmigo…? Ha de decírmelo, porque todo el día he estado pensando en usted… Y he anhelado tanto hablar con usted —prosiguió, tornando, en su arrebato, a cogerla de la mano, aunque ella constantemente le volvía la espalda—. ¿No quiere siquiera responderme a esta sola pregunta? ¿Oye usted, Hansine? No puede irse antes de habérmelo dicho. ¿Está enfadada conmigo?

—No.

En esta corta respuesta y en el violento latir del corazón de la joven, que él notaba claramente en la mano de ella, hubo algo que encendió de pronto una luz para él. ¡Sería posible…! ¿Se atrevería a creerlo…? Por su cabeza pasaban los pensamientos como un viento de tormenta… ¡Oh, Dios! ¿Sería verdad…?

Por no asustarla, apeló a todas sus fuerzas para mantenerse tranquilo. Tembloroso, se inclinó sobre ella y balbució:

—Hansine, tiene que contestarme aún a una sola cosa. Dígame, ¿no le parece cierto este sentimiento mío de que es Dios mismo quien nos ha juntado aquí esta tarde…? ¡No, no! ¡No se vaya! No tiene que ocultarme nada. ¿Me ama usted un poquito? Dígamelo… ¿Me ama usted un poquito?

Ella hizo un esfuerzo desesperado para desprender su mano. Pero entonces él, ciñiéndola con los dos brazos, la atrajo hacia sí con pasión incontenible.

—¡Hansine…, querida, querida Hansine…!

Pero ella ya no le oía. Se había desplomado, sin fuerzas, en los brazos de él. Un llanto desesperado y convulsivo agitaba su cuerpo. Parecía como si la muchacha sólo deseara que se abriese la tierra y la tragase.

En aquel mismo momento se oyó el alegre sonido de una flauta allí cerca. Manuel se volvió y se quedó desagradablemente sorprendido al ver a un hombre que venía bordeando la playa, cimbreando una vara. Inmediatamente soltó a Hansine y se puso rojo como la grana. Había reconocido al joven maestro ayudante Johansen, quien, como de costumbre, andaba olfateando entre las colinas detrás de las muchachas que iban solas.

—¡Ven, vámonos! —dijo apresuradamente.

Pero, a pesar de la semioscuridad, el maestro auxiliar lo había visto y reconocido. Él se paró; luego, con afectado respeto se llevó la mano al sombrero, inclinándose como si quisiera decir: «¡Qué sorpresa…! Tengo el honor de felicitarle».

—¡Vámonos! —repitió Manuel.

Pero cuando se volvió, Hansine había desaparecido.

VIII

Al día siguiente por la mañana había sobre la casa parroquial de Vejlby como un aire de tormenta Cuando Manuel, un poco más tarde que de costumbre, bajó a tomar el té, no encontró ni al párroco ni a Rangilda. Salió de la cocina la vieja criada y le sirvió el té en silencio, poniendo un gesto en el que Manuel ya leyó su sentencia de muerte.

Fuera, en la gran avenida de los avellanos, paseaba sin parar el párroco. Las espesas nubes de humo blanco que como con prisa angustiosa se escondían en los setos de avellanos, indicaban a las claras el estado de ánimo en que se encontraba, pues Tonnesen fumaba así cuando su espíritu andaba agitado. Nada más se habían sentado a desayunar, Rangilda le había contado la asistencia del capellán a la reunión de Skibberup; pero ya antes había tenido noticias del hecho a través de una trapera que en las primeras horas de la mañana había estado hablando en la cocina con Lona, contándole a ésta lo que ella había oído en la aldea acerca de la charla del señor Hansted. El párroco, que entonces se encontraba aún en su alcoba, había captado desde allí palabras sueltas, por cuyo motivo la noticia de su hija no fue más que la confirmación de lo que él había sospechado.

Antes de llegar al final de la avenida se le acercó una persona vestida de frac de verano y sombrero de paja. Era el maestro ayudante Johansen.

Al verle, el párroco se detuvo, gritándole impaciente:

—¿Qué pasa?

El señor Johansen descubrió su rizada cabeza, se paró a cuatro pasos de distancia, inclinóse y dijo:

—Perdone su reverencia; tengo que inscribir en el registro parroquial una recién nacida.

—Y ¿por qué con este motivo viene usted a hurtadillas, como si hubiera ocurrido alguna desgracia…? ¿De quién es la criatura?

—De Mette Andersens.

—¡Vaya!¡Otra soltera…! ¡Sí, claro! ¡Liviandad y libertinaje por todas partes! ¡Fuera ligaduras; he aquí el tema de la época!

Johansen miró hacia el suelo y luego al lado con ojos inquietos. No estaba muy seguro de la dirección en que iban estas palabras, y por entonces él mismo tenía la conciencia un poco cargada respecto al punto tocado.

—Espero —prosiguió enérgico, el párroco— que usted, señor Johansen, eduque seriamente a los niños en el cumplimiento de sus deberes. En nuestros días, en que por todas partes se predica la doctrina del desenfreno, es más necesario que nunca. ¡No se descuide usted!

—Yo creo que puedo decirle a su reverencia que yo en este aspecto he hecho lo que he podido. Precisamente he puesto el mayor cuidado en inculcar a los niños el cumplimiento de los deberes morales. Pero ¡hum…!, aquí lo principal es el buen ejemplo. En este punto, desgraciadamente, el poder del mal ejemplo es grandísimo.

—Sí, naturalmente —contestó el párroco mirando a Johansen con cierta sorpresa—. Pero ¿qué quiere decir usted? ¿Alude usted a determinadas personas como malos ejemplos aquí, en la parroquia?

—¡Dios me libre, reverencia! No fue mi intención acusar a nadie. Tan sólo me refería a la parroquia…

—¡Guárdese los rodeos para usted y hable con claridad! ¿En quién está pensando usted? ¿A quiénes considera usted como elementos dañinos para la parroquia…? ¡Venga, hable!

—¡Hum! Su reverencia no me ha entendido bien. Yo tan sólo me refería…

—¡Que no me venga con rodeos, le repito! ¡Contésteme a lo que le pregunto!

—Le aseguro a su reverencia que yo pensaba que…, por ejemplo, un hombre como el señor capellán, quizás por amor a la parroquia, debiera ser un poco más prudente en su conducta… La gente del campo es muy mal pensada.

—¡El capellán! —exclamó el párroco frunciendo las cejas y midiendo al maestro ayudante tres veces de pies a cabeza—. ¿Cómo se le ocurre a usted nombrar al capellán señor Hansted en este aspecto…? ¡Venga! ¡Hable y explíquese, hombre! —rugió, golpeando el suelo con el pie.

Johansen se retorció como un gusano en un atasco. Hacía tiempo que le tenía ojeriza al capellán, quien constantemente le había mostrado a las claras su desprecio; y ahora traía el plan de vengarse de él y al mismo tiempo adular al párroco aprovechándose de la pequeña ojeada en la vida particular del capellán, que la casualidad le había deparado la tarde anterior. Sin embargo, de momento no había traído más intención que la de insinuar al párroco una ligera sospecha hacia el capellán, aunque de ninguna manera la de presentarse como delator. Pero había caído en su propio lazo y comprendió que, por la cuenta que le tenía hacía bien en entregar al señor Hansted incondicionalmente. Se irguió, alargó el cuello como si tragase el último reparo y dijo:

—Sí, yo reconozco…, quiero decir realmente que no es ningún buen ejemplo para la parroquia que el capellán Hansted se encuentre muy entrada la tarde en un lugar solitario en contacto muy cariñoso con una de las muchachas de la parroquia.

La cara del párroco Tonnesen se puso lívida como la ceniza. Volvió a medir lentamente de arriba abajo al maestro ayudante, diciendo finalmente:

—¿Quién le ha visto…? ¡Conteste!

—Yo mismo, reverencia.

—¡Usted…! ¿Y a última hora de la tarde, dice?

—Entre las diez y las once.

—Y ¿dónde?

—En ese sitio que la gente llama la Iglesia.

—¿Y está usted completamente seguro de que no se equivoca… en ningún aspecto?

Johansen bajó la cabeza y miró tembloroso hacia un lado.

—No era posible equivocarse, reverencia.

Hubo un momento de silencio. Luego dijo el párroco:

—¿Puede usted indicar aproximadamente en qué tiempo…, quiero decir qué tarde vio usted al señor Hansted en tal situación?

—Es muy fácil, pues fue ayer precisamente.

—¿Ayer? ¿Después de la reunión? ¡Ahí tenemos entonces la explicación! —exclamó, sin darse cuenta de que estaba pensando en voz alta.

Luego volvió a mirar enérgicamente al maestro ayudante y dijo:

—Lo que usted me ha contado queda de momento entre nosotros. ¿Entiende?

Johansen inclinó humildemente la cabeza.

—Ahora mandaré hacer una investigación, y he de decirle a usted que ¡le costará caro si se ha descuidado en un solo punto nada más…! Ya me acordaré de registrar el nacimiento de que me habló. ¿Trae usted los papeles encima? ¡Bien! Bueno, por hoy basta.

Cuando el párroco Tonnesen bajó poco después del balcón y entró en el desierto comedor, llamó a la puerta que comunicaba con la cocina, gritando de tal modo que su voz resonó en toda la casa:

—¿Está Lona ahí?

—Sí —contesta una voz desde la bodega.

—Suba a ver al capellán y dígale que deseo hablar con él. Yo estoy en mi habitación. Pero dígale que venga en seguida. ¡Que le estoy esperando!

IX

Tonnesen se paseaba por el cuarto con las manos cruzadas a la espalda, cuando Manuel llamó a la puerta y entró.

—¿Desea el párroco hablar conmigo?

Tonnesen ni le respondió ni interrumpió sus paseos, pero le indicó con un movimiento de mano que se sentase.

Manuel se sentó en una silla. Tenía la cabeza erguida y había cruzado las piernas; se metió la mano derecha por dentro de la solapa de su levita, totalmente abotonada. Su gesto dispuesto a la lucha y su actitud ocultaban, sin embargo, sólo a medias, una violenta agitación interior. Por sus mejillas iban y venían a rápida sucesión pequeñas manchas rojas. Sus ojos estaban lánguidos cual después de una noche de insomnio.

Como Tonnesen siguiese callado, con nerviosa impaciencia exclamó al fin Manuel:

—Supongo que quiere usted hablarme acerca de mi charla de ayer. Naturalmente, lamento no haber tenido ocasión para anunciárselo con antelación, como era intención mía; pero…

Le interrumpió una mirada centelleante de Tonnesen, que por fin se había parado en el extremo opuesto de la habitación.

—De eso hablaremos más tarde. Ya he tenido noticias de que a usted, a pesar de la posición que ocupa en mi casa, le parece bien actuar en el circo del tejedor Hansen, por lo que en otra ocasión tendrá que rendirme cuentas. Ahora se trata de otro asunto sobre el cual quiero que se explique usted. Por que me he enterado —continuó, mientras se acercaba con las manos a la espalda y los ojos clavados como dos chispas en Manuel—, me he enterado, señor Hansted, de que usted, en un sitio donde usted más que nadie debiera ser el ejemplo que ha de seguir la juventud de la parroquia, ha escandalizado con su conducta a todo el pueblo. En pocas palabras: ¿es cierto, señor Hansted, que usted tiene citas nocturnas con una de las muchachas de la parroquia?

Manuel se había puesto en pie. Las manchas coloradas de sus mejillas se extendieron en un instante por la frente y las sienes; toda su cara ardía.

—¿Quién lo ha dicho?

—Eso poco puede importar —le gritó el párroco casi en la misma cara—. ¿Qué ha sido? Quiero una explicación breve y clara, señor capellán. Por tanto, ¡sí o no!

Manuel se mordió los labios. Le costaba un trabajo inmenso retenerse de insultar al párroco en su misma cara. Finalmente dijo:

—Si con esa muchacha se refieren a la hija de Anders Jorgen (de otra no puede hablarse), entonces es verdad a medias.

—¡Qué es verdad! ¡Conque confiesa usted!

—Sí; es mi prometida. Pero creo imposible que este hecho haya despertado en la parroquia ese escándalo que dice, pues ayer por la tarde fue la primera vez que hablé con ella a solas. Y eso ocurrió —a lo que yo entiendo ahora— no sin testigos, pues el maestro ayudante Johansen vino por allí entonces.

Tonnesen había retrocedido un paso y luego otro. Las manos le cayeron de la espalda a los costados, y miraba al capellán con unos ojos que en medio minuto recorrieron una escala desde la expresión combativa hasta petrificarse en otra en la que se mezclaban el terror y la conmiseración.

Tras un momento de silencio se le acercó de nuevo el párroco y le puso con cuidado la mano sobre el hombro.

—Señor Hansted —le dijo, completamente agitado—. Tengo que hablar con usted…, no como su superior, sino como un amigo verdadero, sincero, paternal. Quizás usted, en el estado de ánimo en que momentáneamente se halla, difícilmente me considere como tal; y, sin embargo, le aseguro que lo soy y que sólo pienso en su bien. No, no; ¡no me interrumpa usted ahora! Ahora tengo que hablar yo. Tengo, ¿me oye? Ahora no sabe usted lo que hace. Usted está enfermo; ha sido engatusado, seducido…, yo no sé qué; pero le ruego con todo el poder que tengo sobre usted que vuelva atrás de su paso antes que suceda un mal mayor. ¿Me oye? Tiene usted que… ¡Lo hará! ¿Cómo ha ocurrido esto, Dios mío? ¿Dónde ha tenido usted su razón? ¿Qué piensa usted que dirán su familia, sus amigos, todas sus amistades? Recapacite, señor Hansted…, piense dónde se va a meter; vea lo que pone en juego…

Manuel retrocedió un paso para librar su hombro de la mano del párroco y exclamó:

—No puedo permitirle que me hable así. Carece usted de base y de perspectiva para comprender mi actitud…, mi alegría y mi dicha, y no ay que hablar más de ello.

El párroco se mordió el labio inferior y se le quedó mirando con una mirada apagada y dudosa. Su ancho pecho estaba dilatado. Parecía como si en la garganta le hirviese un chorro de palabras violentas.

Entonces se volvió de pronto y se dirigió lentamente a la ventana, donde permaneció silencioso y mirando fijamente.

Durante más de dos minutos reinó en la habitación un silencio de muerte.

Finalmente dijo Manuel:

—¿Tiene usted algo más que decirme?

Tonnesen se volvió.

—Sí, señor Hansted —contestó con una tranquilidad forzada—. Considero mi deber advertirle seriamente una vez más contra el paso funesto que va a dar. Le he recibido a usted en mi casa y no puedo ver con tranquilidad que se eche encima una desgracia, que también será de otros. No tengo la menor duda de que obra de la mejor buena fe —continuó, acercándose—. Naturalmente, usted cree que ello será su felicidad y la de la muchacha. Pero usted es un soñador, señor Hansted. Hace tiempo que lo vengo observando. Lleva las fantasías en la sangre como una desdichada herencia materna que le conduce como a un ciego por caminos salvajes. Entre en su verdadero ser. Rompa esa venda de sus sueños que cubre sus ojos, y usted mismo se asustará del abismo a donde le han atraído. ¿Cómo con sus conocimientos e inteligencia ha podido suceder que se haya cegado hasta ese punto? ¿Qué creerá, qué pensará la gente, señor Hansted?

—De eso no tengo nada que hablar. Yo sólo sé que no puedo prestarme a sus deseos arrepintiéndome de mis acciones. Ni lo uno, ni lo otro. Si hablé ayer en Skibberup, lo hice después de haberlo pensado mucho, y no tengo motivo alguno para desear no haberlo hecho. Ayer me di cuenta de que estuve por primera vez con los fieles; y si usted hubiese estado allí no cabe duda de que tendría que conceder que la alegría era bilateral.

—¡Ya lo creo que sí! —dijo Tonnesen—. Si se cuentan historias de niños y campesinos, y además se les adula un poco, claro que se ponen contentos. Si es ése el gran descubrimiento que usted ha hecho, ciertamente que ha tardado usted un poco. Eso podría habérselo enseñado yo hace tiempo.

—El párroco se equivoca de medio a medio —contestó Manuel con dominio y con un sello de dignidad—. No fueron ni aventuras ni adulaciones lo que ganó la atención del auditorio, sino únicamente la circunstancia de que yo me presenté con mi testimonio como un hombre entre hombres, no como un juez entre pecadores. Éste es mi gran descubrimiento, si el párroco se toma la molestia de reconocerlo: que uno como sacerdote puede tener una tarea distinta de la de ir siempre como recaudador celestial de tributos y cobrar las deudas de los pecados de los hombres. Ayer tuve yo la deseada confirmación de ello.

—¡Ah, vamos! ¡Hasta ese punto ha llegado usted! ¡Tan empedernido se ha vuelto ya, que de su boca tengo yo que oír las estupideces del tejedor Hansen! Por cierto, que es usted, señor Hansted, un alumno dócil. Si esto es así, veo que puedo ahorrarme la molestia de intentar traerle a la razón… Pero ¿está dispuesto —continuó, levantando la voz—, está preparado para el paso que yo pienso dar después de esto? En una palabra, señor Hansted: tiene usted que elegir ahora, o a mí, o al tejedor Hansen.

—En ese caso…, ya está hecha la elección.

—¡Vamos! ¡Muy bien! Habla usted con osadía… Pero ¿se da cuenta de que esto significa que su estancia en mi casa se ha acabado… irrevocablemente acabado? ¿Lo comprende usted?

—Con eso contaba yo precisamente. Pero desde ahora yo tengo mi propio quehacer en la parroquia, y esto nada tiene que ver con que yo sea o no capellán del párroco.

—¡Habrase visto! ¡Esto es un ataque premeditado! ¡Una verdadera declaración de guerra! ¡Usted quiere desatar una lucha abierta en mi parroquia!

—No; no es eso. Yo, por mi parte, sólo deseo tener derecho a hacer en paz el bien que pueda, para bien mío y de otros. Con esto me contento.

—Pero yo, no. Tan fácil no se juega aquí, ¡sépalo usted! ¡Lucharemos a ver quién gana! ¡No quedará satisfecho del resultado…! ¡Míreme! ¡Mídase conmigo, joven! Quizás esto le trajese un poco a razón. Los árboles viejos no caen al primer golpe, cosa que, en cambio, les ocurre a veces a los jóvenes. ¡Esto ya lo verá! ¡Ayer habló usted, señor Hansted! ¡Ahora tengo yo la palabra!

X

Cuando, un momento después, el párroco Tonnesen llamó alarmado a la puerta del salón, salía del comedor Rangilda con un tiesto de porcelana lleno de flores amarillas. Vestía una bata ligera, ceñida al talle por un cordón grueso con grandes puntas y flecos. Se tocaba la cabeza con un sombrero de fieltro gris claro, sin más adorno que un velo blanco que le caía por la espalda. Estaba pálida como siempre, pero las flores daban a su barbilla un bello color anaranjado.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella inmediatamente al ver el aspecto acalorado del padre y parándose, asustada, delante de la mesa de caoba.

—¡Todavía me lo preguntas! ¡Creo, en verdad, que el mundo ha perdido el rumbo de esta época! ¡La gente está como embrujada, completamente loca!

—¿Qué ha pasado, entonces?

—¡Oh…! Ni más ni menos que nuestro amigo señor Hansted va ¡y se nos enamora!

Rangilda dejó caer el tiesto en la mesa con tal rapidez, que salpicó un poco de agua. Sus mejillas se pusieron sonrosadas hasta las sienes.

—¿Qué dices…? ¡El señor Hansted!

—Sí, ¡de veras…! Pero difícilmente adivinarás a quién ha elegido.

—¿Es… una señorita de la parroquia?

—Sí, de la parroquia; pero señorita no podemos llamarla. Es la hija de Anders Jorgen, de Skibberup. ¿Qué te parece?

—¡Habladurías! ¡Eso no es posible!

—¡Sí, puedes decirlo! Al final ya no sabe uno qué pensar sobre esta época de locura en que vivimos. Por todas partes, esa desdichada reverencia por el vulgo, esa loca deificación del campesino, que como una nueva peste parece llenar el aire en nuestra época… Y ahora, ¡esto! Es el colmo de la locura. Y ya verás Rangilda, ¡la cosa no ha de parar aquí! El señor Hansted ha perdido ya en tal grado el sentido y la cabeza, que él, igual que todas las personas cortas que han sido presa de algo nuevo, se ha forjado la idea de que tiene aquí una misión que cumplir. Quiere ser entre nosotros el profeta del tiempo nuevo, fundar un partido, provocar disturbios; en una palabra: tal como es la moda en nuestros días.

Rangilda se había quitado el sombrero con un movimiento mecánico de sonámbula y se había acercado a la ventana. Como vencida por la fatiga, se había sentado en una silla y contemplaba las gallinas que correteaban por el huerto.

—Bueno —exclamó en un tono indiferente al notar que su padre había comenzado a observarla—. Hasta cierto punto esto era lo que cabía esperar, dada la marcha que últimamente había emprendido el señor Hansted. Hace tiempo que se le notaba que algo así tenía que ocurrir.

—Sí, esto es precisamente lo que no puedo por menos de reprocharme, Rangilda. Yo debí ya desde el principio sujetarle firmemente. ¡Quién sabe…!, quizá se le hubiera podido salvar. En seguida desconfié…; pero él era ya un hombre, y es realmente difícil tratar a un hombre como a un enfermo antes de estar completamente seguro de su enfermedad. Pero ahora no tengo la menor duda… ¡Está loco, completamente trastornado! Cuando pienso en el pasado, puedo seguir paso a paso la enfermedad desde el momento en que pisó esta casa. Es la demencia de la madre que sigue viviendo a través del hijo. Ella tuvo en su juventud sus ataques y raptos de igualdad, y dio una vez un escándalo semejante pronunciando en una reunión pública un discurso completamente revolucionario. Y (¿no es esto notable?), en casa del pastor Petersen, de quien tengo yo mi mejor conocimiento acerca de ella, me contaron que fue precisamente aquí, en estos alrededores, donde ella trató de practicar sus extrañas ideas. Ella es la creadora de la escuela superior de Sandinge, a la que yo achaco toda nuestra agitación de la parroquia. En este caso puede decirse con toda verdad que el señor Hansted es la víctima de las locuras juveniles de su madre.

Rangilda ya no escuchaba las palabras de su padre; apenas se dio cuenta cuando cerró el torrente de sus palabras y abandonó el cuarto. Ella no creyó que este noviazgo pudiese causarle tanta impresión, si bien no se daba cuenta de que se sentía un tanto burlada con este motivo. Su interés por el señor Hansted había disminuido mucho últimamente, y no le elevaba precisamente a los ojos de ella que él hubiese ido a enamorarse de una campesina. Sin embargo, en esta ocasión era como si todavía se apagase una luz en su existencia, como si hubiese en ella un hueco todavía. Ella perdía con el capellán, empero, un trato que hasta cierto punto era el único que tenía, un compañero inteligente en su soledad y melancolía de desierto… ¿Había más?

… Entretanto, Manuel se dirigía a Skibberup. Brillaba el sol, y él caminaba con paso rápido y resuelto. La acalorada conferencia con el párroco y la vista del paisaje de primavera iluminado por el sol habían cortado bruscamente las acusaciones con que él se había atormentado en la larga noche de insomnio. Volvió a sentirse orgulloso y feliz en la tranquila conciencia de haber vencido con su joven amor el último resto del viejo pasado. Entonces le parecía también que el sol y las flores silvestres del campo le sonreían, y que incluso las vacas que pacían en los campos le decían al pasar: ¡Enhorabuena!

XI

Tampoco Hansine había cerrado los ojos en toda la noche. En un estado semidelirante había llegado a última hora a casa, donde sus padres, por fortuna, ya estaban acostados. Entró calladamente en su cuarto y se desnudó sin que nadie la viera. Aunque el pensamiento de que un pastor joven o un orador de masas —como un príncipe de fábula— se cruzase en su camino, se enamorase de ella y la elevase como su esposa sobre la vida campesina para ir a las claras alturas del espíritu, no le era de ningún modo extraño, ya que ese pensamiento había pertenecido a sus sueños desde la primera vez que ella, siendo adolescente, había asistido a una de las grandes reuniones de Sandinge; y aunque era realmente cierto lo que sus amigas afirmaban, que todos estos sueños de ella habían tomado a lo largo del invierno la figura del capellán, ni un momento creyó, en el encuentro con Manuel, que las palabras de éste expresasen otra cosa que compasión, un intento de consolarla como sacerdote y ponerla en razón. Por eso estaba deseando morir. Toda la noche estuvo estremeciéndose de angustia ante la llegada del día, pues no sabía cómo tener ánimo para volver a mirar a los hombres después de haber descubierto tan vergonzosamente su querido misterio.

Sin embargo, al romper el día y oírse el canto de los pájaros frente a su ventana, empezó a sentirse más tranquila. Más dueña de sí misma, se puso a pensar en lo que le había dicho el capellán y cómo había sucedido todo aquello. Y cuando más vivamente recordaba el hecho de la tarde anterior, tanta más fuerza tenía que hacerse para apartar de sí el pensamiento de que el capellán realmente le había pedido que fuera su mujer. Ella recordaba el cariñoso tono con que él le había preguntado si le amaba y cómo le había cogido la mano y se la había apretado contra su pecho… Cada vez le era más imposible eludir con explicaciones su galantería.

Y apenas se había levantado, cuando supo la verdad. De la trapera de la comarca recibió una carta que le echó por la ventana en el momento en que estaba arreglándose el pelo. A la primera ojeada a la dirección, supo de quién era. «A la señorita Hansine Andersdatter». El contenido constaba de una sola línea:

«Mañana por la mañana voy a hablar con tus padres.

Manuel».

Esta carta le hizo perder de nuevo la calma. Se quedó sentada al borde de la cama con la cabeza entre las manos, sin saber, en su desesperación, a qué atenerse. «¡Si hubiera seguido a Ana por la playa —pensaba— quizá no le hubiera sucedido esta desgracia!».

Se decidió a confiarse a su madre.

Después de terminar de vestirse y procurar borrar las huellas de la lucha que durante la noche había sostenido consigo misma, se dirigió a la cocina.

Elsa, que estaba ocupada encendiendo el hornillo, exclamó inmediatamente al verla:

—¡Santo Dios, hija mía! ¿Qué pasa?

Hansine no quería decirle nada al principio y se puso a bajar del estante el cántaro de la leche. Pero como la madre siguió insistiendo, llegando casi a enfadarse y cogiéndola del brazo para hacerla hablar, Hansine comenzó a contarle con su acostumbrada taciturnidad que la tarde anterior había encontrado al capellán en la playa y que éste, que éste…

No pudo pasar de aquí.

—Bueno, ¿qué hizo o qué dijo él? ¡Habla, hija querida! —dijo la madre.

—¡Él me ha… pretendido! —dijo la muchacha al fin, echándose al mismo tiempo sobre el respaldo de la silla deshecha en llanto.

La madre, consternada, cruzó las manos y no pudo hablar durante un largo rato.

—¿Es verdad, Hansine? —preguntó por fin, casi susurrando, como si hablase de un delito confesado.

Como la hija no contestase, sino que seguía sollozando, siguió preguntando la madre, más pálida cada vez y casi a punto de llorar:

—¡Pero es incomprensible, Hansine…! ¡Yo no me explico cómo pudo haber sucedido eso! ¿Quién iba a pensar en semejante insensatez…? ¿Qué dirá la gente de ello? ¡Pero si es terrible!

En este momento se oyeron los pasos de Anders Jorgen, que venía con dos cubos de hojalata para traer leche a las becerras.

—¿Qué hay, buena gente? —exclamó, alegre, abriendo los brazos.

Cuando al fin, por el entrecortado relato de Elsa, comprendió lo que pasaba, puso también una cara muy pensativa. Pues él, de una vez para siempre, se había acostumbrado a hacer los gestos de su mujer; pero en el fondo no veía muy claro por qué llorar. Él, más bien, se inclinaba a considerar lo sucedido como un feliz destino del cielo; pero siempre se guardaba mucho de manifestar opiniones que Elsa no hubiese aprobado al principio, pues, en general, no tenía especial confianza en su propia fuerza de juicio.

Y allí estaba con sus pupilas blanquiazules, mirando fijamente, todo extrañado, ora a la madre, ora a la hija. Y como ni la una ni la otra dijesen nada, habló él:

—Bien… bien, Hansine; ¿cómo ha sido eso?

—Yo no sé —contestó por fin Hansine con voz que apenas se oyó.

Tenía todavía la cabeza reclinada sobre su brazo, pero ya no lloraba. Las lamentaciones unánimes de los padres comenzaron a ofenderla.

Pero entonces se le acercó la madre y le puso delicadamente la mano sobre el hombro.

—Bueno, Hansine, dime…, ¿le amas tú también?

Ella al principio no respondió; pero como la madre repitiese su pregunta, al tiempo que con la mano le acariciaba el pelo, murmuró:

—Sí.

—Sí, pues lo importante, hija mía, es que los dos creáis que eso puede ser vuestra felicidad. Porque, aunque a uno no le cabe en la cabeza, cuando así ha sucedido, no queda más remedio que pedirle al Señor que dé su bendición.

—… su bendición —repitió en seguida el padre, cuyo rostro empezó a iluminarse con una sonrisa.

—Lo que temo ahora es que la gente lo vea mal —siguió diciendo Elsa—. Muy seguro que se hablará mal de esto; y quizás incluso haya gente que opine que nosotros hemos preparado lo del capellán sólo por atraérnoslo.

—¡Oh!, la gente no puede hablar lo que quiera —aventuró, prudentemente, Anders Jorgen—. La gente ya conoce al capellán.

Elsa no solía prestar atención a las palabras de su marido, y tampoco ahora lo hizo. Permaneció silenciosa, mirando, preocupada, a la hija, que seguía quieta.

Un momento después, Elsa, medio ruborizada, le preguntó:

—Entonces quizá venga hoy aquí él…, tú…, es decir, el capellán.

—Vendrá esta mañana —murmuró Hansine.

—Bueno, entonces tenemos que trabajar. Tiene que haber un poco de orden cuando él venga. Tiene que notar que es bienvenido… y tú, Anders, tienes que arreglarte un poco después que le hayas dado la leche al ganado.

—¿Yo? —dijo el viejo, sorprendido, mirando su andrajoso traje gris de paño burdo.

Fue una mañana activa. Como era lunes, había bastante trabajo: batir la leche, hacer queso, salar medio cochinillo y atender a una vaca enferma.

Elsa, que comprendió que no podía contar con la ayuda de Hansine y como tampoco quería interrumpirle sus pensamientos, mandó a buscar a una mujer. Sin embargo, no se atrevió, después de pensarlo bien, a contarle la novedad, aunque la mujer mostró repetidas veces curiosidad y, finalmente, preguntó si esperaban en la casa a algún forastero.

—Sí, probablemente, vendrá un hombre —contestó Elsa esquivándose y bajando a la bodega de la sal.

Mientras tanto, Hansine había ido a buscar a la cuadra a su hermano Ole, encargándole que fuese corriendo donde Ana y le dijera que viniese inmediatamente, pues tenía que hablar con ella aquella misma mañana; y aunque Ole no comprendió nada de lo que pasaba, le prometió llevar el recado a su destinataria, y momentos después se le vio a todo correr campo adelante.

Mientras Hansine, nerviosa, esperaba a su amiga, se acercó a la ventana de su cuarto y estuvo mirando el pequeño jardín lleno de sombra, en el cual las manchas de sol avanzaban sobre el césped y los senderos en su lento caminar de Oeste a Este. Ella no comprendía que el mundo siguiese su curso como si nada hubiese ocurrido. Por allí andaban las gallinas escarbando la tierra; las charlatanas urracas volaban de un árbol a otro, igual que siempre. Detrás del estanque vio el iluminado lomo del viejo jamelgo castaño, que estaba quieto, con la cabeza baja, gozando del sol. No pudo por menos de pensar qué bien se encontraba de hecho aquel animal. No tenía preocupaciones ni angustias; no conocía aquel terrible abatimiento que le hacía palpitar el corazón, haciéndole doler todo el cuerpo.

Llegó por fin su amiga. Después de muchos rodeos y de lucha por contener las lágrimas, le contó todo lo que había pasado la tarde anterior y que su prometido podía llegar de un momento a otro.

Ana no mostró tanta sorpresa como Hansine había creído. La abrazó inmediatamente en medio de un arrebato de entusiasmo y de orgullo, confesándole que hacía tiempo que venía pensando esto, y añadiendo que era una de esas cosas que hoy ya no resultaban tan raras, pues la igualdad y el amor al pueblo se predicaban por todas partes, y que, por tanto, Hansine no debía preocuparse.

Pero Hansine, no era tan fácil de calmar. Seguía distraída, estremeciéndose a cada ruido que venía de la entrada.

—Yo creo, en verdad, que el capellán te ha quitado media vida —exclamó Ana, riéndose—. Ni siquiera puedo reconocerte. ¿Eres tú realmente la que jamás pestañeaba antes, aunque te clavasen una aguja de zurcir?

—¡Sí, fácil hablas tú! —dijo Hansine levantándose—. Tengo que entrar en la sala ahora… Tú tienes que venir conmigo —añadió, completamente deprimida, al llegar a la puerta.

Las dos amigas pasaron una hora en la sala, donde Hansine se había puesto a coser para dominar su inquietud, mientras Ana estaba sentada en el sillón, con las manos cruzadas sobre las rodillas, descubriendo con brillantes imágenes el futuro que le esperaba a Hansine.

—Ahora habrá que llamarte señorita —bromeó—. Señorita Hansine Andersen. ¡Qué bien suena!

—¡Oh! ¡Cállate!

—Sí, ahora tienes recursos para hablar, pues vas a ser la mujer de un sacerdote. En cambio, ¿qué va a ser de otro pobre ser humano? No vendrá ningún capellán que me quiera. Tengo que conformarme y darme por bien satisfecha si logro cazar a un viejo sacristán o a un zapatero jorobado…

Las dos fruncieron las cejas al mismo tiempo. Fuera, en las escaleras de piedra, sonaba un ruido de botas.

XII

Al entrar Manuel, su cara reflejó inmediatamente una seria desilusión por encontrar en aquel momento a la amiga junto a Hansine. Pero se dominó en seguida; y cuando Ana le salió al encuentro y le felicitó, le dio las gracias con una alegre sonrisa.

Luego se dirigió a Hansine, que se había puesto en pie, extendiendo ambas manos hacia ella. Hansine, aunque vacilante y con la cara medio vuelta, le dio también las suyas. Manuel las estrechó largo rato mientras la contemplaba en silencio. Ella comprendió que él quería que ella levantase la cabeza; pero no pudo apartar los ojos del suelo. Cuando, por fin, Manuel le soltó las manos, ella miró de soslayo a la amiga y respiró, aliviada, pues había estado temiendo que él la besase.

En el mismo momento se abrió la puerta de la cocina y entró la madre. Vestía un traje de algodón recién planchado y cubría su cabeza con un pequeño sombrero en punta. En el primer momento se quedó cortada, y como tratase de ocultarlo, el modo de saludar y todo su ser cobró ante Manuel un sello de reserva suspicaz.

Manuel tomó su mano y le dijo algunas palabras en las que manifestó que esperaba que ya conociese el motivo de su visita y que ni ella ni su marido tenían por qué temer confiándole el futuro de Hansine, añadiendo que él, por primera vez en su vida, se sentiría plenamente feliz.

Elsa contestó acariciando, como compasivamente, el pelo y las mejillas de Hansine; y como ella no podía callar lo que tenía dentro de su corazón, dijo:

—En verdad que nosotros jamás habríamos podido pensar que esto pudiese ocurrir… y nada más puedo decir sino que estamos maravillados. Ha sido para nosotros una sorpresa. Los niños de igual condición juegan mejor, se dice, y Hansine está educada como una sencilla muchacha campesina. Pero cuando las cosas han ocurrido así, no hay nada que decir, y, por tanto, sólo pedimos al Señor que dé su bendición.

Hubo un momento de silencio.

Éste fue interrumpido por Anders Jorgen, que se presentó con su traje de fiesta. Permaneció un momento vacilante junto a la puerta, mirando a Elsa como si esperase su señal. Luego avanzó y saludó diciendo:

—Enhorabuena y que todo sea para bien.

Manuel le estrechó la mano en silencio.

—¿No quiere el capellán sentarse? —preguntó Elsa.

Mientras los demás se sentaban, —Hansine y su amiga en el extremo del banco que había junto a la ventana—, Manuel tomó asiento en el sillón junto a la chimenea. Estaba de mal humor, casi enfadado. Le pareció que tenía derecho a esperar un recibimiento más cordial.

Elsa se puso a hablar del tiempo, de la falta de lluvia para la hierba y la siembra de primavera; de que había mucha gente enferma, y del nuevo médico del distrito, que no sabía nada. Manuel le contestaba con monosílabos. Al final, la conversación enmudeció.

—Oye, Anders —dijo entonces Elsa dirigiéndose a su marido—. Quizás al capellán le guste ver el ganado.

Anders Jorgen se movió ligeramente en su asiento, y en sus pupilas muertas hizo aparición la vida.

—¿Quiere el capellán ver el ganado?

Manuel dijo que sí y se levantó un tanto bruscamente, abotonándose la levita. Parecía que estaba pensando en abandonar la casa en aquel instante.

Pero entonces comenzó a asustarse Elsa. Se dirigió hacia él y le dijo, intentando sonreír con su vieja y conquistadora sonrisa:

—Hoy está usted tranquilo en nuestra casa, ¿verdad? Usted se contentará con lo que nosotros, en nuestra modestia, podemos ofrecerle. Si nosotros hubiésemos sabido esto un poco antes, tendríamos tiempo para preparar las cosas mejor. Y ahora no se moleste usted porque quizá nosotros, de momento, nos hemos puesto poco contentos al oírlo. Jamás nos podríamos haber figurado que nuestra Hansine se elevase tan alto y se casase con un hombre como usted. Pero todos nosotros estamos contentos y agradecidos por lo que ha sucedido. Bien lo puede creer. Hoy se quedará con nosotros, ¿verdad?

—Querida Elsa —dijo Manuel, que había recobrado inmediatamente la calma, tomando la mano de Elsa—, quisiera innegablemente tener derecho desde este momento a considerar este lugar como mi casa. Hace tanto tiempo que lo estoy deseando… porque en cierto modo ya no tengo ninguna otra.

—Sí, y será muy bien recibido en ella —dijo Elsa, recobrando su antigua confianza y tocándole en el brazo—. Le queremos a usted desde el primer momento que le vimos, ésa es la verdad… Pero vaya con Anders a ver lo que hay por allí. No hay mucho que enseñar, pues habitamos un caserío pobre, al que usted ha venido. Pero supongo que ya lo sabía.

—De todos modos, yo sabía que no buscaba esa clase de riqueza que ustedes describen bellamente: «La tiña la come; la vergüenza la llora» —contestó Manuel.

Luego, volviéndose a Hansine, añadió, sonriendo:

—¿No vienes tú también a ver la cuadra?

Ella no entendió la insinuación; se puso colorada y dijo, mirando a su madre, que la ayudaría en la cocina.

—Muy bien. Hasta luego, pues —dijo el capellán, e inclinó la cabeza.

XIII

Anders Jorgen y Manuel fueron primero a la cuadra de los caballos, que estaba en una ala recién construida, frente a la vivienda. En ella había dos grandes yeguas castañas y una velluda potranca de un año.

Con un brío que despertó en Manuel la máxima extrañeza, se puso Anders Jorgen a explicarle detalladamente la edad, carácter y genealogía de los animales. Con su orgullo especial le contó que «aquélla», refiriéndose a la potranca, era descendiente directa del famoso Sterkodder II, que ganó tres años consecutivos el primer premio de la exposición de caballos celebrada en Roskilde y podía cubrir su pecho con más condecoraciones y medallas que ningún príncipe.

Manuel le escuchaba atentamente y miró con interés las distintas instalaciones que había en la cuadra; vio también la era. Estuvo examinando la tajadera y la limpiadora; preguntó por el significado de cada tornillo y de la rueca dentada, haciéndose informar de todos los misterios de la agricultura, que él no había visto de cerca desde que, siendo niño, había visitado a un tío en una casa solariega de Jutlandia.

Cuando entraron en el establo de las vacas, toda la atención de Manuel quedó prendida de un nido de pájaros que colgaba de una de las vigas del techo cubierto de telarañas, del cual salió volando, al entrar en él, un par de golondrinas.

—¡Mire! —exclamó, entusiasmado.

Anders Jorgen, que creyó que la exclamación de entusiasmo sólo podía referirse a su ganado, dejó caer, con una sonrisa de placer, su mano sobre el lomo de una magnífica vaca, diciendo:

—Sí, aquí puede ver el capellán un buen trozo de carne.

Las vacas eran, en efecto, los niños mimados de Anders Jorgen, habiendo alcanzado en la comarca cierta fama como criador de esta clase de animales. Recordaba exactamente el peso y la leche que daba cada una de sus siete vacas durante el tiempo que las había tenido en su establo. Sabía al dedillo cuántas libras de salvado, harina, paja y colza habían comido, así como la proporción que en los últimos veinte años había habido entre los precios de la mantequilla, de la carne y de los piensos, extendiéndose en estas explicaciones con gran dificultad de palabra, al tiempo que daba explicación casi científica acerca del moderno pasto fortalecedor y para establos, del cual era un partidario apasionado.

Manuel le escuchaba con creciente admiración. Aquel hombrecillo medio ciego, a quien hasta entonces había considerado como un pobre infeliz, se erguía ahora ante él pleno de ardor, defendiendo ideas propias y mostrando unos conocimientos que le dejaron totalmente asombrado. Y en su interior entró con este motivo una nueva prueba de que la ingratitud y la injusticia de que fueron y son víctimas los campesinos se debía a que no se los conocía. Y en este momento se dio cuenta plena de lo necesario que era, incluso para los que trabajaban como sacerdotes entre esta gente, identificarse con ella para ganar su confianza.

Anders Jorgen, que se sentía halagado ante el interés de Manuel por sus cosas, hablaba cada vez más. Le llevó por todas las cuadras y cobertizos; le enseñó dónde tenía la avena, el malacate; le llevó a ver las ovejas; le bajó a la bodega donde guardaba la remolacha…, y Manuel le seguía dócilmente a todas partes. Finalmente, al llegar al cobertizo de los cerdos y querer Anders Jorgen, en su entusiasmo, hacerle saltar la valla para que palpase la gordura de los animales, Manuel rehusó. Puso la mano en el hombro de Anders Jorgen y le dijo:

—Gracias, querido Anders Jorgen; ya lo veremos en otra ocasión.

En aquel instante apareció el albino Ole diciendo que la comida estaba lista. Manuel saludó como un camarada a su futuro cuñado, a quien por primera vez veía un poco más de cerca. Era un muchacho de quince años, bello y de aspecto sano, un poco callado como Hansine y con una cara completamente infantil todavía.

—¡Seremos amigos! —dijo, pellizcándole la sonrosada mejilla.

El joven se le quedó mirando boquiabierto y luego miró al padre; y tan pronto como Manuel le soltó, echó a todo correr por detrás de las cuadras y se metió en la cervecería, donde, entre risas, le contó a la dueña lo que le había dicho el capellán; pero ésta, que poco a poco se dio cuenta de lo que ocurría, abrió la boca hasta las orejas y le contestó:

—¡Qué inocente eres, Ole! ¿Es que no te das cuenta de lo que pasa?

En aquel momento lo comprendió. Rojo como la sangre, fijó los ojos en la mujer, luego se volvió en silencio y siguió corriendo. Cuando, poco después, apareció la madre en el embaldosado y le llamó para que viniese a comer, el joven no le contestó. Ni se dejó ver en toda la comida.

Cubría la mesa un mantel blanco, limpio, sobre el que había platos de barro pintados de flores. El extremo de la mesa se reservó para Manuel. Éste trató inmediatamente de que Hansine se sentase a su lado; pero pronto advirtió que iba contra la costumbre campesina el que la hija de la casa se sentase a la mesa mientras comían los huéspedes, y tuvo que contentarse con mirarla cuando la joven salía de la cocina.

Los platos, para lo que Manuel estaba acostumbrado, fueron frugales. Ni siquiera sabía que el arroz con leche y el tocino curado con huevos revueltos se considerase en la casa del campesino como una comida de fiesta. Sin embargo, jamás una comida le había parecido tan suculenta como aquélla. El sol lanzaba su luz dorada al medio de la mesa, y entonces le pareció que por vez primera había llegado al campo. A través de las puertas abiertas de la antesala entraba un fresco olor a heno y a establo, mientras sobre la suave corriente de aire se deslizaba dentro ora un pájaro —que era como una nave a toda vela—, ora un moscardón, que avanzaba como una nave aérea, llenando un momento la habitación con su bordoneo antes de volver afuera.

Finalmente aparecieron también las gallinas, atraídas por la comida. Todas, una tras otra, comenzaron inmediatamente a picotear las migajas que había debajo de la mesa y de los bancos.

… Después de la noche en vela y de las muchas emociones del día, se sintió tan cansada Hansine, que, al terminar la comida, tuvo que ir a su habitación a descansar un poco.

Esto fue una dura desilusión para Manuel, que estaba deseando poder al fin hablar con ella a solas. Durante una hora tuvo que contentarse con la compañía de Elsa, ya que también Anders Jorgen aprovechó la ocasión para escurrirse.

Según la costumbre campesina, Elsa llevó a Manuel por toda la casa, enseñándole la cocina y la cervecería, donde la mujer del cervecero, sonriente, le dio la enhorabuena tendiéndole su mano mojada; le bajó a la bodega de la sal y de la leche. Finalmente entraron en la «sala», un cuarto grande, encalado en azul, situado al otro lado de la antecámara. No había más muebles que un armario ropero doble y tres grandes arcas pintadas de verde, donde se guardaba la ropa blanca de la casa, mantelería y viejos recuerdos familiares. Elsa abrió las arcas y Manuel vio muchas cosas que despertaron todo su interés. Había allí vestidos de novia antiquísimos, pecheras y «telas de colgar» artísticamente bordadas y con el nombre y el número de años que había costado hacerlas; había también tocados dorados, sombreros en pico, adornados con cuentas que habían pertenecido a los trajes de boda de los antepasados; devocionarios, hebillas de zapatos, cadenas y botones de plata.

Elsa estaba entusiasmada mostrando todo aquel tesoro reunido a lo largo de muchos años, que era, —Manuel jamás lo hubiese pensado ni comprendido— la dote principal de los hijos, ya que el caserío era una propiedad arrendada por tres generaciones, la última de las cuales estaba constituida por Anders Jorgen.

—Sí; esto es lo que hemos podido reunir —decía ella, exhibiendo su tesoro pieza por pieza y pasándole la mano con cariño—. No es gran cosa, pues Anders y yo nos casamos tarde y los primeros años fueron un poco duros, por lo que hubo poco beneficio. También hemos tenido muchas desgracias con el ganado y las cosechas; por eso podemos darnos por contentos de haber llegado adónde estamos. Cuando yo pensé en Anders, mi madre me vaticinó pobreza y miseria; pero el Señor lo quiso de otra manera, y tenemos que darle muchas gracias por ello.

Viejos recuerdos fueron aflorando a la mente de Elsa. Y comenzó a contarle cómo Anders y ella se habían encontrado en su juventud, estando los dos sirviendo juntos en una de las parroquias vecinas. Manuel, lleno de admiración, escuchaba cómo Elsa, medio en broma, le contaba que ellos tuvieron que servir quince años en casa ajena, aguantando toda clase de desventuras, hasta poder ahorrar los dos para fundar un hogar. Y ella sintió en aquel momento una nueva alegría pensando que él podía ser el consuelo y el apoyo de la vejez de esta vieja, esforzada y fidelísima pareja.

XIV

Mientras tanto, la noticia del compromiso matrimonial voló de caserío en caserío, llegando a mediodía a Skibberup. Al principio no se quería prestarle oído; pero cuando se dijo que el capellán había ido aquella mañana a casa de Anders Jorgen y no había regresado aún, la gente empezó a pensar si sería verdad. En las últimas horas, tanto grandes como pequeños, habían estado mirando por encima de la cerca o por la puerta exterior del caserío a ver si podían ver algo que les aclarase el asunto; y mientras Elsa y Manuel estaban en la «sala», dos mujeres de la aldea se atrevieron a entrar en la cervecería, donde se pusieron a cuchichear con la mujer que allí había.

Como en esta entrevista se puso en claro la verdad de la noticia, hubo sorpresa en toda la aldea. Nadie pudo ya aguantarse, sino que se acercaron al caserío para ver a los prometidos, si era posible, y cuando Manuel y Elsa regresaron al comedor, ya había allí un par de amigos íntimos de la casa que habían venido para dar la enhorabuena.

Pronto fueron llegando otros, viéndose, en general, que el temor de Elsa a los cuentos y envidias no tenía fundamento alguno. Todos opinaban que lo sucedido era como un especie de rehabilitación de la aldea, de toda la clase campesina…, el sello vivo de la unión que el día anterior se había concertado en el centro.

Hansine, que había venido de su habitación tan pronto como empezaron a llegar los primeros huéspedes, tampoco dio, con su modo de ser, motivo para críticas. Mientras su amiga, que no se apartaba de su lado, con gesto victorioso le ceñía, protectora, el talle con su brazo, ella estaba sentada con aire semiausente, recibiendo en silencio y completamente avergonzada las felicitaciones de las amigas.

Toda la tarde estuvo la habitación llena de alegres y orgullosos vecinos de Skibberup. Al final hubo que abrir las ventanas y las puertas para poder respirar en aquella atmósfera sofocante. La olla del café no dejó de hervir un momento. Vino también el tejedor Hansen, que saludó a la pareja con su torcida y ambigua sonrisa.

Manuel, poco a poco, se fue cansando de recibir tantas felicitaciones sin haber podido hablar aún en serio con Hansine; es más, sin haber oído el sí de sus labios. Comenzó a sentirse molesto de la grande y pelirroja Ana, que se había plantando al lado de Hansine, como una guardiana, acariciándole incesantemente la mano, casi como si ellas dos fuesen los prometidos.

Por fin tuvo oportunidad de preguntarle, sin que los demás oyesen, si no iban a pasear un poco por el huerto.

Ella se levantó en seguida. Pero Ana la siguió. Parecía que, en su calidad de mejor amiga de Hansine, se sentía con derecho a entrar en las confidencias de otros.

Manuel no pudo esta vez dominar su impaciencia, y, al cabo de un par de minutos de paseo, propuso volver a casa.

Pero en el momento de entrar puso su mano en el brazo de Hansine y dijo alto y claro:

—Tengo una cosa que quisiera hablar contigo, Hansine.

Él vio que ella se puso a temblar. Esta vez había entendido la indicación. Tras un instante de reflexión, retiró su mano del brazo de la amiga y le dijo:

—Entra y ayuda a mi madre a servir café. Vuelvo en seguida.

La cara de Ana dibujó una expresión de asombro y luego de humillación. Sin decir una palabra, se volvió y los dejó solos.

Hansine y Manuel regresaron lentamente por el mismo camino. Ninguno de los dos hablaba. Pero al llegar a un cenador que había en el extremo del huerto, donde nadie podía verlos más que un pájaro que estaba cantando en la enramada, cogió él las manos de ella y se quedó largo rato contemplándola. Ella estaba pálida. Por dos veces levantó hacia él, rápida y temerosa, la cara. Esperaba que él hablase. Pero como él seguía mirándola fijamente con su mirada tierna e interrogante, se acercó voluntariamente a él y cerró los ojos. Y él la besó por primera vez en la frente.