I
La iglesia de Skibberup, casi a media milla de la aldea de este nombre, estaba sola en la cima de una colina desnuda que se erguía avanzando un poco dentro del fiordo. Sólo una baja y estrecha faja de tierra unía «el cabo de la iglesia» con las tierras próximas. Entre sus guijarros y arenas crecían tan sólo algunas hierbas pálidas, algo de brezo y algunas plantas espinosas rastreras. La iglesia misma era un viejo edificio de piedra, ruinoso, con una torre de ladrillo construida más tarde. Todo el sitio, en su desierto abandono, producía una impresión siniestra. A su alrededor, entre las tumbas batidas por el tiempo, yacían, derribados, trozos de cal, fragmentos de cristales, tejas; y si se entraba en el semioscuro interior de la iglesia, le salía a uno al encuentro una heladora humedad procedente de los desnudos muros de cal, los cuáles, incluso en pleno verano, presentaban una húmeda capa verde, y en invierno despedían un frío tan intenso, que a veces se helaba el agua de la pila bautismal, mientras el sacerdote tenía que estar en el púlpito con botas de caña y grandes guantes de piel.
Una paz imperturbada reinaba durante seis días en la iglesia, sólo visitada por el alto y delgado sacristán —la Muerte, como se le llamaba—, quien con sus largos brazos huesudos cruzados a la espalda iba mañana y tarde a tocar la oxidada campana de la torre, extendiendo algunos sonidos de bajo profundo sobre los zorros que se engolfaban entre los espinos y sobre las ovejas del sacristán que iban a pastar melancólicamente frente a los muros de la iglesia, y de cuando en cuando también sobre un pescador que estaba en su bote pescando al abrigo de los acantilados.
En cambio, los domingos, especialmente en las grandes festividades, reinaba allí la vida y la alegría. El camino de Skibberup era entonces un hormiguero de gente en traje de gala que venía a pie y en relucientes coches. Doblando el cabo venían por mar en sus lanchas los pescadores con sus familias, atracando junto a una gran piedra de la orilla y trayendo en brazos a sus mujeres a tierra. Éstas se cubrían la cabeza con negros sombreros de iglesia y llevaban en sus brazos coronas de musgo o cruces de flores que depositaban sobre las tumbas barridas por el viento, antes de entrar en la iglesia. Allí, desde un rincón del muro del cementerio, oteaba la Muerte. Inmóvil, miraba hacia el camino de Vejlby, por donde había de venir el coche del párroco. Y tan pronto divisaba el techo de la calesa allá lejos, entre las colinas, cruzaba, rápido, las tumbas, dirigiéndose a su cuarto de la torre. Y mientras los hombres, que habían estado charlando en animados grupos frente a la puerta de la iglesia, entraban en el templo y, entre toses y estornudos, tomaban asiento bajo las resonantes bóvedas, empezaba a voltear la campana de la torre, haciendo estremecer los espesos muros de la iglesia.
Sin embargo, todo esto era en el fondo una leyenda semiolvidada. Desde que el párroco Tonnesen había venido a la parroquia, esta iglesia había estado desierta muchas veces los días festivos, mientras la oxidada campana lanzaba su voz de bronce sobre los caminos vacíos de gente. Dentro, en las sillas, tosían solamente un par de pobres deudores del diezmo que no se atrevían a exponerse a la ira del sacerdote. Y precisamente había sido el párroco Tonnesen quien, algunos años antes, había mandado colocar una estufa en la iglesia y cubrir con gruesas esteras de junco el sitio de las sillas.
Pero era principalmente en Skibberup donde se habían reunido las cabezas levantiscas de la parroquia; asimismo era en Skibberup donde el tejedor Hansen, hombre de mala fama, situaba su cuartel general. No tenía, por tanto, nada de extraño que la vista de aquellos asientos vacíos llenase de santa indignación al párroco Tonnesen. Durante la predicación levantaba su voz apasionada y golpeaba el púlpito con tal fuerza, que una vez el mismo san Pedro, que, junto con los demás apóstoles, estaba labrado en madera a los lados de aquél, perdió del susto la nariz y la boca.
Desde la llegada del capellán Hansted a la parroquia se había modificado, sin embargo, esta actitud, y un domingo de fines de marzo —el primer día de primavera del año— el canto de los salmos, entonado por muchas voces, llenó la iglesia y llegó hasta el fiordo, mezclándose aquí con el grito de las gaviotas que cruzaban frente a la costa.
Fuera, en el camino, delante de los muros de la iglesia, se alineaba una larga fila de coches que esperaban la terminación del servicio divino. Algunos cocheros estaban sentados en los pescantes y dormitaban con la cabeza entre las manos. Otros estaban en las depresiones del camino y pasaban el tiempo fumando y charlando. A la cabeza de la fila, delante de la misma puerta del cementerio, estaba la calesa del párroco con un pescante muy alto en el cual se erguía un cochero viejo, vestido de casaca azul.
Entre los mozos campesinos que estaban esperando era costumbre hacer chistes a costa del cochero del párroco, —Maren, como les gustaba llamarle, dándole el nombre de su mujer, a la que, a cambio, y no sin motivo, le llamaban Rasmus, que era el nombre de pila del cochero—. Y este día le rodeaban cuatro o cinco mozos alegres.
—Oye, Maren —dijo uno de ellos—, ¿qué es lo que pasa entre tu señorita y el capellán? Me parece que se miran mucho. Estoy viendo que pronto tendremos boda.
—Pues yo voy a decirte una cosa —intervino otro que estaba negligentemente apoyado contra la puerta de la iglesia—. Entre gente fina no debe irse tan de prisa. Con estas señoritas pasa lo mismo que con las gallinas: tienen que torcer un poco la cola antes de entregarse. ¿Es mentira lo que digo, Maren?
El interpelado, inmóvil en su elevado silencio y con los ojos fijos, mirando por encima de las orejas del caballo, no contestó. Juzgaba completamente incompatible con su actitud espiritual el entrar en conversación con semejantes burladores de Dios, que se mofaban del cochero, del párroco, y tomaban a chacota el nombre de la señorita Rangilda.
En aquel mismo instante terminó el canto de los salmos en la iglesia; se abrió la puerta y la gente comenzó a salir.
Entre los hombres que sucesivamente se fueron reuniendo delante de la puerta esperando la cita de la iglesia, había uno que, de todas partes, era objeto de una atención especial. Era un hombre de mediana edad, vestido como un campesino; alto, delgado, un poco cargado de espaldas; brazos largos, colgados hacia delante, y una cabeza pequeñísima, algo achatada, en la cual se alojaba una curiosa cara de gato viva e inteligente, con dos ojos bordeados de rojo y una barba fina y rojiza. La mayoría de los hombres se acercaban a estrecharle la mano, mirándole al mismo tiempo con ojos preocupados e interrogantes, a los que, generalmente, contestaba torciendo la boca en una sonrisa falsa.
De pronto abrió paso la masa humana que estaba delante de la puerta de la iglesia, y apareció la figura del capellán Hansted.
Aunque ya había predicado varias veces tanto allí como en Vejlby, se mostraba, sin embargo, pálido y nervioso, saludando con evidente embarazo a la reunida muchedumbre, que, un tanto indolentemente, se descubrió a su paso. Sin embargo, el hombre de la cara de gato ni siquiera se tocó el sombrero, sino que siguió con su boca torcida, mientras sus ojos semicerrados miraban burlonamente al sacerdote hasta que éste llegó a la puerta del coche, donde, profundamente inclinado y sombrero en mano, le esperaba la Muerte.
Tan pronto como el viejo cochero puso en marcha los caballos, el capellán apoyó sus espaldas en el rincón del coche, llevándose la mano a lo más alto de la cabeza al tiempo que hacía un gesto de dolor. Se había quitado inmediatamente su suave y ancho sombrero de terciopelo, echándolo en el asiento de atrás, como si le quemase alrededor de la frente. Y mientras la calesa, rechinando y crujiendo, regresaba dando sacudidas por aquel camino lleno de baches, siguió sentado de aquella manera, con los ojos cerrados y la boca fuertemente apretada, como si sintiese dolor por no dar suelta al llanto.
II
Fue recibido en la casa parroquial por el párroco Tonnesen, que precisamente en aquel momento acababa de llegar de la iglesia de Vejlby, donde había celebrado el servicio divino. Los deberes eclesiásticos estaban de tal modo repartidos entre los dos sacerdotes, que ambos predicaban todos los domingos, uno en Vejlby y otro en Skibberup. Fue una ocurrencia del párroco, quien, no sin motivo, temía que los malintencionados feligreses de Skibberup, que tan tercamente dejaron de oír su predicación, siguieran mostrando su hostilidad acudiendo como un solo hombre a las iglesias tan pronto como predicase el capellán. Y por esta misma razón hasta el último momento no dio a conocer en qué iglesia deseaba celebrar el divino sacrificio, consecuencia de lo cual fue que ambas iglesias se vieron durante algún tiempo repletas de fieles que esperaban oír al nuevo pastor.
Animado por haber visto a sus fieles feligreses de Vejlby, regresó el párroco muy contento, poniéndose a comer con un apetito excelente. A ello contribuía también una fiesta que se celebraría por la tarde en la casa parroquial, para la cual desde hacía varios días venían haciéndose intensos preparativos. La vida cotidiana del párroco y de su hija transcurría silenciosamente, no tomando nunca parte en las reuniones de los campesinos y reuniéndose muy raras veces con las contadas y mediocres familias propietarias de la comarca. Pero dos veces al año celebraba el párroco una comida oficial a la que eran invitados representantes de las distintas clases sociales de la feligresía, casi como si se tratase de la mesa de un príncipe. El párroco en persona dirigía en estas ocasiones los preparativos de la fiesta. Su pasión era ahora dirigir, mandar, dar órdenes. Así, pues, tan pronto como se acomodó en la mesa y se puso debajo de la barbilla su gran servilleta, comenzó a dar a su hija instrucciones precisas acerca del vino, de la preparación de la ensalada, etcétera.
Mientras tanto, el capellán Hansted estaba sentado en silencio, con la mente ausente. Según su costumbre, desmigaba el pan en la servilleta sin probarlo. Su aspecto había cambiado visiblemente durante el invierno; había adelgazado aún más, y sobre sus ojos, bañados antes por una claridad infantil, había ahora como un velo que indicaba que un gusano le roía el corazón.
Del otro lado de la mesa le observaban los ojos grises de Rangilda con una mirada atenta. También terminó Tonnesen por notar su profunda ausencia, y como, al hacerle una pregunta recibiese una respuesta confusa, arrugó las cejas en un gesto de desaprobación. No le parecía correcto que su capellán no le prestase atención cuando él hablaba, aunque fuese de pasteles y ensaladas.
En general, Tonnesen no estaba tan contento de su capellán, como había esperado. Se sentía oprimido por este hombre cada día más raro y encerrado, que andaba por su casa como presa de alguna idea fija. No sabía qué era lo que podía atormentarle, aunque estaba seguro de que tanto él como su hija, cada uno a su modo, procuraban hacerle la estancia lo más familiar y agradable posible.
—¡Yo no entiendo a este hombre! —exclamó cuando terminado el desayuno, se retiró el capellán a su habitación—. ¡No sé qué enredos se trae este hombre! Todos los días se sienta aquí en silencio, sin tomar parte en la conversación, como si le hubiese ocurrido una gran desgracia… ¿Sabes tú qué podrá tener, Rangilda?
—¡Oh! —se limitó a decir la hija.
Ésta había seguido sentada, inclinada contra el respaldo de la silla y mirando, indiferente, por las ventanas.
—No tiene nada de particular que se sienta todavía un extraño en su ministerio. Es joven aún, y quizá ha observado también que sus predicaciones no se han ganado el aplauso de los feligreses.
—¡Oh, por eso no hay que ponerse así! —contestó el párroco, consciente de su propio valer—. Tampoco tiene obstáculos…, pues en tal caso hubiese venido indudablemente a confirmarme sus preocupaciones. No. Yo temo que ande sin saber qué resolución adoptar consigo mismo. Hay algo en él sin resolver. Yo creo que es un soñador. Es cosa de familia. Según me ha contado el pastor Petersen hace algún tiempo, su madre fue una señora muy exaltada, que terminó, desdichadamente, su vida en un ataque de locura.
Rangilda volvió la cara hacia su padre, mirándole asustada.
—¿Qué dices…? ¡Su madre!
El párroco interrumpió sus pasos y tosió. En su vehemencia había llegado a cometer una indiscreción en un asunto que, en atención al capellán y por consideración a la parroquia consideró que debía callarse.
—Bueno…, no quise decir eso precisamente —dijo continuando su paseo, con una sonrisa suave y un movimiento de manos—. La gente dice, además, tantas cosas… Quiero decir que nuestro querido señor Hansted quizá tiene demasiada inclinación a reconcentrarse en sí mismo, que carece de la facultad de ser sociable… Creo, sin embargo, haber hecho cuanto de mí dependía para que se sintiese a gusto con nosotros. Y sé que tú también lo has hecho. Con frecuencia os he visto pasear juntos por el jardín. Vosotros tenéis, a lo que pude ver, intereses comunes en cierto modo. Aprecia mucho tu música; me lo ha dicho él mismo. Por eso no puedo comprender lo que le hace tan retraído… Pues no puedo pensar, Rangilda, que tú de una u otra manera hayas…, que tú, por lo que fuese, le hayas contrariado…
El padre se detuvo de nuevo, esta vez en un rincón del cuarto, mirando desde allí a su hija con ojos escudriñadores.
Ella hizo como si no oyera sus palabras. Estaba sentada con los brazos cruzados bajo el pecho y miraba con aquella inabordable expresión con que ante su padre solía rechazar toda asociación de su nombre al nombre del capellán.
Tonnesen levantó sus espesas cejas ¡Qué! ¿Sería posible…? Se puso a hablar en seguida de otra cosa y poco después abandonó el cuarto.
III
El capellán Hansted había subido a su habitación, buhardilla espaciosa, silenciosa y solitaria, rodeada de un gran desván vacío; un pequeño mundo en sí mismo. A pesar del techo inclinado y de la escasa luz que penetraba por la única ventana, aquello tenía su encanto. Había una mesa escritorio, un sofá, un pupitre de caoba viejísimo, estantes llenos de libros, un sillón grande, pequeñas alfombras en el suelo y una cama detrás de un biombo.
El aire corría allí fresco y aromático. El capellán era, en efecto, un fenómeno entre teólogos: no fumaba. En cambio, era un enamorado de las flores. En la ventana había muchos tiestos, y por la chambrana serpenteaba una hiedra de color verde claro.
Sobre el sofá, entre dos grandes figuras de Lutero y Melanchton, colgaba una pequeña colección de retratos de familia. Allí era de ver el padre del capellán, un señor alto, delgado, de aspecto elegante, que, abotonado como un diplomático, se apoyaba en una consola. Tenía un sombrero de copa en la mano y llevaba prendida en el ojal una banda ancha. A su lado, una fotografía de la madre rodeada de una corona de siemprevivas amarillas. La fotografía era de los años juveniles de la señora Hansted. Estaba tan descolorida por el sol, que parecía como que a través de una neblina se distinguía una cabeza joven con un peinado alto y dos ojos grandes, brillantes, muy abiertos. Había, además, las fotografías del hermano del capellán, teniente de la Guardia —un tipo joven y bello, de cara valiente y alegre— y de la hermana, esposa del cónsul general, un tipo fino como un pájaro, una niña casi, con ojos nerviosos y una sonrisa enfermiza.
Y allí, sentado a la mesa escritorio, estaba Manuel, el hijo mayor del consejero de Estado Hansted. Con las manos en las mejillas, envuelto en una bata de casa de color oscuro y disponiéndose a leer una carta.
La carta era del padre. La había recibido el día anterior; pero, por preparar la predicación, había aplazado su lectura. Le contaba las acostumbradas y detalladas noticias sobre los acontecimientos familiares: que el hermano había asistido a un baile de la Corte, que el cónsul general había celebrado su cumpleaños, que al pequeñuelo de su hermana le habían salido los dientes, etcétera, etcétera.
La carta terminaba así:
«Como puedes figurarte, querido hijo, todos nos alegramos mucho de que sigas muy bien y te sientas contento en tu “desierto”, como tu hermano llama en broma a tu apartada residencia. Has elegido una bella y elevada vocación. Yo no niego nunca que hubiese preferido verte elegir un género de vida más acorde con nuestras tradiciones familiares y que no te alejases tanto de nosotros. De todo corazón yo y todos nosotros te deseamos éxito y bendiciones para tu importantísimo ministerio. Naturalmente, es algo difícil para nosotros, que siempre hemos tratado con gente de nuestra condición y cultura, acertar a comprender la posibilidad de una inteligencia fructífera entre gentes de distinta condición y educación de que repetidamente nos hablas en tus cartas y que tú, a juzgar por lo que dices, tratas de crear entre la gente y tú con quienes has elegido vivir. No niego que un trato espiritual satisfactorio bajo tales circunstancias —naturalmente, fuera de los deberes religiosos— siempre ha sido para mí un enigma sin aclarar. Pero quizá se deba esto a mi desconocimiento de las circunstancias, y sólo puedo repetirte que todos nuestros mejores deseos te acompañan en tu labor».
Manuel leyó dos veces, del principio al fin, el último párrafo. Lentamente. Y a medida que iba leyendo, una sombra más densa cada vez, iba cubriendo su cara. Luego, lentamente, puso la mano con la carta sobre las rodillas, y siguió sentado, inmóvil, con los ojos fijos en el suelo.
De pronto se levantó y comenzó a pasear por la habitación, agitando las manos. ¡No, no! ¡Él no podía…, no quería creer que el padre y los demás tuviesen razón; que todo lo que él tan felizmente había esperado y soñado fuese pura fantasía…! Y sin embargo, y sin embargo… ¿No era la misma duda la que ahora le roía y torturaba…? Él sabía que con toda su fuerza y voluntad había tratado de prepararse para su labor. Las numerosas cuartillas, densamente escritas, que había en el cajón de su escritorio, podían dar testimonio de la incansable actividad con que él, día tras día, semana tras semana, se había preparado para sus sermones con la esperanza de que, al fin, conseguiría tener pendientes de su palabra a los oyentes. Pero ¡en vano…! Tan pronto como subía al púlpito los domingos y miraba todos aquellos ojos extraños que subían fijos hasta él desde el pavimento de la iglesia, el calor y el convencimiento de todas sus palabras se le quedaban congelados en los labios. Oía, desesperado, cómo sus frases sonaban a hueco bajo las sonoras bóvedas, mientras advertía en los fieles un aburrimiento cada vez más fuerte. Era como si entre él y los fieles se abriese un abismo cada vez más ancho que su voz no podía salvar; un abismo congelador en el que, como aves muertas por congelación, iban cayendo una por una todas sus palabras que querían subir al cielo.
Había dejado de pasear y se había ido a la ventana, desde donde, con lágrimas en los ojos, tendió su vista por el paisaje. Los dorados rayos del sol bañaban su delgada figura, y según estaba allí, con bata oscura desceñida, apoyado el hombro en el borde de la pared y la cabeza enmarcada por la verde hiedra de la chambrana de la ventana, hacía pensar en un monje joven que desde su solitaria celda contemplase el mundo tras el que iban todos su anhelos.
Desde su ventana casi veía toda la parroquia. A sus pies tenía un rincón del jardín de la casa parroquial, y más allá veía un par de caseríos de Vejlby, grandes, revestidos de cemento, y la empedrada charca. Desde su atalaya podía seguir más de media milla con los ojos el camino de la parroquia, que se marcaba sobre las tierras elevadas hasta desaparecer al Sur entre grandes y peladas lomas, detrás de las cuales se ocultaba Skibberup tan recogido, que ni una sola chimenea sobresalía por encima de las cumbres. Más lejos se divisaba la torre de la iglesia solitaria, y a lo largo del horizonte, por el Este, se veía la azulada superficie del fiordo y las verdes y blancas alturas de las montañas de la orilla opuesta.
Todos los días contemplaba el paisaje, y ya conocía cada casa, cada árbol y cada altura. Su mirada había seguido, soñadora, ora la yunta tirando del arado, que un día bajo el aguanieve y otro día al sol, se movía pesadamente por las tierras húmedas, ora el bote del pescador, que con su vela blanca o castaña pasaba cruzando de costa a costa, ora los rápidos carruajes de los de Skibberup a su regreso de la ciudad por el sinuoso camino parroquial, donde a cada ondulación se iban empequeñeciendo más y más a sus ojos, hasta desaparecer como ratoncitos entre las tres toperas de la lejanía. Por las tardes, cuando en el Sudoeste se había apagado el último rayo del sol, veía encenderse una tras otra, como estrellas de un cielo, las luces de las viviendas, y en su soledad se imaginaba entrando en la sobria y penosa vida de sus pobres moradores, soñando con vivir fraternalmente con ellos como su amigo y auxiliador.
Ahora comprendía que se había equivocado. Sus ojos se habían abierto y visto el profundo e infranqueable abismo que le separaba de aquellos campesinos que vivían en chozas, verdaderas viviendas semisubterráneas, y trabajaban la oscura tierra; una especie de gente esclava, cuyo ser era un misterio, cuyo idioma apenas se entendía y cuyos pensamientos, sueños, preocupaciones y esperanzas nadie conocía. ¿No habría manera de cambiar esta situación? ¿No era como si la Humanidad hubiese olvidado completamente la palabra mágica que podía hacer levantar las colinas sobre columnas de fuego y traer la gente de la gleba a la luz y al aire del día?
Un sonido aflautado le arrancó de sus reflexiones. El sonido venía del espacio. Levantó la vista. Era un estornino.
Se quedó sorprendido. Había estado todo el día tan ensimismado y absorto en sus pensamientos, que no se había dado cuenta de que el sol había roto las frías brumas que durante semanas enteras habían envuelto la tierra. Miró a su alrededor… y de nuevo cantó un estornino cerca de él, y otro, y otro… ¡Todo el jardín estaba lleno de primavera!
Sonrióse melancólicamente. Dio en pensar en las muchas veces que en el curso del invierno había suspirado por la venida de la primavera. Pues había tenido una fe especial en que con ella todo, al fin, se pondría bien; en que la primavera traería al fiordo y a la tierra, paralizados por el invierno, la fuente del amor que él sentía bullir en su corazón. ¡Y había llegado la hora!
Volvió su cara hacia la habitación; se fue hacia la mesa escritorio donde con todo cuidado guardó la carta del padre en uno de los cajones; pasóse luego las dos manos por la frente y por la cabeza para apartar de sí todo pensamiento penoso; cogió el sombrero y un paraguas de seda que había junto a la puerta y salió del aposento.
IV
Bajó por la crujiente escalera del desván; atravesó la antesala, y por una portezuela que había al lado del edificio principal salió al jardín con el fin de atravesarlo para llegar a campo libre. Según iba caminando junto a la primera y grande alfombra de césped oyó que alguien le llamaba. Era Rangilda. La llamada le contrarió un poco, pues en aquel momento hubiese preferido estar solo. Pero tuvo que volverse y saludar.
Rangilda vino a su encuentro desde el balcón. Llevaba un vestido de mañana de colores vivos, de tela suave y caliente, con grandes borlas en los hombros y un jubón largo y en punta. Al bajar las escaleras se veía por debajo de la parte inferior del vestido un par de zapatos de charol terminados en punta y desprovistos de cordones. Un chal de color gris pálido le cubría la espalda y la parte superior de los brazos. Un enorme sombrero de paja desplegado sobre la nuca y sujeto con un broche cubría su pelo rizado, de color rojo ardilla.
—¿Puedo hablar dos palabras con usted, señor Hansted, de paso que se va? —preguntó ella con toda naturalidad—. ¿Tiene usted inconveniente en seguirme un momento a la avenida de los castaños…? Voy a ver si encuentro un par de violetas.
Atravesaron juntos el jardín.
Éste, lo mismo que la casa parroquial, era una de las cosas que había dejado el «cura de los millones». Por sus extensas alfombras de césped, sus matorrales, sus grandes tazas de piedra, sus largas avenidas y alheñas artificiales recortadas, parecía el parque de un noble. Tonnesen había hecho cuestión de honor el mantenerlo en su antiguo esplendor en la medida de sus fuerzas. Sobre una profunda zanja que atravesaba el jardín se había construido un puente de madera a estilo chino, con grandes cabezas de dragones y techo de bambú. Sobre este puente pasaban ahora Rangilda y Manuel.
—Bueno —dijo éste después de un momento de silencio—, ¿puedo preguntarle qué quiere usted decirme?
Ella se rió alegremente.
—¿Tantas ganas tiene usted de saberlo?
—No, precisamente; pero, a decir verdad, tengo que hacer. Como ve, llevo ropa de viaje, ropa de peregrino…, voy a mi tierra prometida.
—¿Su tierra prometida? ¿Qué quiere decir con eso?
—¡Oh…! En realidad no quiero decir nada —dijo, poniéndose serio y bajando la vista.
Volvieron a caminar un par de minutos en silencio.
—¡Qué hombre más desagradecido es usted! —dijo ella, intentando adoptar un tono alegre—. Realmente yo podía tener deseos de echarle una reprimenda. ¿Es que ya no hay en el mundo nada que pueda hacer brotar una sonrisa de su cara…? Quiero decirle que yo estoy sintiéndome algo ofendida con usted. Yo, por ejemplo, estoy convencida de que usted ni siquiera se fijó en lo adornada que puse hoy la mesa del desayuno…, sólo porque usted dijo hace poco que le gustaba más ver en una mesa un ramo de flores que un asado de ternera.
Él sonrió distraídamente.
—Ya lo sé, señorita. Soy un hombre indigno. Ríñame…, lo merezco. Es probablemente una enfermedad de la infancia que estoy a punto de echar del cuerpo. Usted sabe lo que los últimos profetas predican. Todos nosotros llevamos una herencia de romanticismo roído por los gusanos, dicen, y seguramente o mi padre o mi madre tuvieron un día más capital de romanticismo que la mayoría.
—¿Su madre…?
—Sí. Pero hablemos de otra cosa, señorita. No olvide usted lo que tenía que decirme.
Habían llegado a una ancha avenida de castaños que por aquella parte formaba el límite del jardín con las demás tierras. Una bandada jubilosa de estorninos de plumaje metálico revoloteaba a la luz del sol entre las copas de los árboles, y del espacio libre venía un olor a tierra y a gérmenes recientes.
Había entre dos troncos un «banco natural». Ante él se detuvo Rangilda, diciendo:
—¿Nos sentamos un poquito…? ¡Da aquí tan bien el sol!
Ella barrió con las borlas del chal algunas hojas marchitas que cubrían el asiento del banco y se sentó en un extremo. Manuel permaneció en pie ante ella, apoyado en su paraguas y sin hacer señal de sentarse.
Ella estuvo un momento sentada con el cuerpo inclinado hacia delante y las manos juntas sobre las rodillas, contemplando en silencio la punta de sus zapatos. Luego, sin levantar la cabeza, dijo:
—Me habló usted de su madre… Me viene al pensamiento… ¿Es algo que yo he soñado, o me ha contado usted alguna vez que usted no era muy mayor cuando murió su madre?
—¿Yo? —dijo lanzándole una mirada desconfiada—. ¡Oh!, yo tenía quince o dieciséis años… Pero ¿por qué me lo pregunta?
—No sé…
—¿Ha hablado usted hace poco con alguien sobre mi madre?
—Sí, mi padre y yo hemos estado hablando hoy… Mi padre estuvo con uno que conoció a su madre.
La mirada del capellán se oscureció.
—Entonces es de suponer que su padre haya hablado también del…, del fin de mi madre.
—Sí.
Las mejillas del capellán se ruborizaron intensamente. Al cabo de un momento de silencio dijo con voz apagada, pero llena de apasionada emoción:
—Mi pobre madre fue una víctima expiatoria de su tiempo, de su familia, de la sociedad a la que usted y yo pertenecemos, la cual, desde que nacemos, nos pone una camisa de fuerza para quitar lentamente la vida a los que carecen de valor o de fuerza para hacerla jirones.
Ella le miró un poco sorprendida y dijo:
—¿Qué me quiere usted decir…?
—¡Oh! Quiero decirle que, cuando nosotros queremos ser sinceros, nos vemos obligados a reconocer que todos nosotros vamos arrastrando una carga más o menos pesada de cansancio de la vida, de tedio de vivir, de sentimiento de soledad o de lo que ahora llamamos enfermedad de nuestro tiempo, que es el fruto amargo de nuestro exceso de cultura. Hay quienes tienen fuerza moral para llevar esta carga sin desfallecer; pero por esta misma razón entre ellos no figuran nunca los más débiles, cuyos corazones se rompen bajo su peso. Ya verá usted cómo quizás al fin todos caeremos en la lucha…, especialmente nosotros, pobres criaturas humanas nacidas en las grandes ciudades, entre chimeneas de vapor, hilos de telégrafo, ferrocarriles y tranvías. ¿Cuántas generaciones cree usted que aguantaremos todavía…? ¿O no es cierto que todos nosotros debemos envidiar sinceramente al pobre padre de familia que, alegre y sin queja, trabaja como un esclavo toda la semana, come su pan seco y duerme dulcemente en paja vieja…? Pero entonces, ¡qué estúpido es el que yo, pobre monstruo perdido de la cultura, quiera ser guía de los sanos, ejemplo para los impolutos! Yo le aseguro, Rangilda…, yo jamás atravieso el umbral de la choza más miserable sin que me palpite el corazón de santo respeto. Tengo el pensamiento de que debo quitarme los zapatos…, de que piso un santuario donde en todo caso algunos sentimientos humanos conservan todavía la hermosura y nobleza que el Señor, en la mañana de los tiempos, depositó en el pecho del hombre.
Había llegado a su acostumbrada loa de la vida campesina, sobre la cual él y Rangilda habían sostenido durante el invierno acaloradas discusiones. Rangilda declaraba sin rodeos que ella aborrecía la vida del campo, y tampoco ocultaba que para ella los campesinos eran una casta inferior, una especie de semihombres, que unas veces se arrastraban por el suelo y otras se mostraban arrogantes, oliendo siempre mal, y con los cuales no quería más trato que el absolutamente obligado. También ahora impugnó el apasionado punto de vista de Manuel. Si muchos de estos campesinos, decía ella, se encuentran tan a gusto en la suciedad y en su paja y apenas aspiran a una suerte mejor, esto sólo demuestra que en realidad se distinguen muy poco todavía de los animales; por ejemplo, de los cerdos que mantienen en toda su pureza los sentimientos del corazón.
—Pero de nada sirve que hablemos de esto —terminó ella vivamente—. Usted no está dispuesto a dar su brazo a torcer, y es tonto que yo me empeñe en convencerle. Esta tarea la hará la querida realidad. Esperemos.
Ella se rió; y al verla así sentada, con su brillante vestido a la última moda, tan dueña de todas las líneas de su esbelto cuerpo desde la punta del zapatito de charol, que sobresalía debajo del vestido, hasta el enorme sombrero florentino que arrojaba una sombra picoteada como un velo de encaje sobre la mitad de su pálida cara, se podía llegar a dudar un momento si ella pertenecía también a la misma raza humana a que pertenecía aquella gente torpe, pesada y rústica con quien vivía.
Manuel, que se sintió ofendido por las palabras de ella, hizo un gesto de marcharse. Antes, sin embargo, se volvió a ella una vez más y le dijo:
—Me gustaría saber qué quería usted decirme… Seguramente se ha olvidado de que no me lo ha dicho.
Rangilda se ruborizó un tanto. En realidad no había tenido más motivo para llamarle que el deseo de charlar un poco y distraerse.
Pero buscó una salida:
—¡Ah, sí! Como sabrá usted, señor Hansted, hoy tenemos invitados en casa.
—Sí, precisamente se lo oí a un pájaro.
—¡Bueno…! No se burle usted. Estas cosas son siempre un acontecimiento aquí en la aldea, donde a lo largo del año no sucede nada más interesante…, lo cual prueba precisamente lo que le he dicho antes sobre la cuestión. Pero dejemos eso. Como usted se habrá figurado, yo seré la amabilísima anfitriona de nuestros invitados. Según mis noticias estos señores son Peter Nielsen y Niels Petersen y Peter Nielsen Petersen y Niels Petersen Nielsen… Sí, ahora no fruncirá usted tanto el entrecejo. En verdad que no tengo lo más mínimo contra los queridos seres humanos; pero no puedo estar conforme con que me escupan en las alfombras, como hicieron la última vez. Es posible que esto sea una manifestación de la noble espontaneidad de sus sentimientos, de los que acaba de hablar usted tan bellamente; pero, a pesar de ello, yo soy completamente… Y ahora quiero rogarle que se muestre usted amable con nuestros invitados. Y si, por la causa que fuere, tuviese yo dolor de cabeza o sintiese cualquier otra molestia parecida, tenga la amabilidad de ser mi galante representante ante las señoras.
—Ya sabe la señorita que puede disponer de mí a su gusto —contestó Manuel descubriéndose e inclinándose con irónica cortesía—. ¿En qué más puedo servirle?
—Pues… que se muestre usted cortés una vez y sea puntual esta tarde. Creo que mi padre, en un ocasión como ésta, se molestaría muchísimo si tuviésemos que estar esperándole a usted. Así, pues, venga media hora antes; de este modo podrá ayudarme un poco.
—¡Haré lo posible…! Pero entonces tiene usted que permitirme que la deje ahora… Además, veo que su padre se acerca a buen paso. ¡Algo serio les habrá ocurrido a las ensaladas! Muy buenas tardes, señorita.
En efecto, al final de la avenida apareció Tonnesen. Caminaba con las manos sobre la espalda…, evidentemente pensando en un discurso con motivo de la reunión. Pero tan pronto vio a la joven pareja, dio rápidamente la vuelta y siguió el otro sendero a través del jardín.
V
Rangilda siguió sentada un rato, mirando, pensativa, hacia el lago. Luego se levantó y, lentamente, se dirigió a la casa parroquial, donde fue recibida por la vieja criada, que, con motivo de la reunión, estaba toda nerviosa. Durante la ausencia de Rangilda se había sentido muy desgraciada, y ahora no cesaba de hacerle preguntas relativas a los preparativos de la comida y a poner la mesa. Rangilda le dio instrucciones con pocas palabras, dichas en tono mordaz, y se dirigió al salón. Se sentó al lado de la ventana con un libro, una novela inglesa, que había tomado al azar de la estantería. Estaba deprimida.
Cuando llevaba allí un cuarto de hora sin saber qué leer, miró al reloj que había sobre el pedestal del rincón. Eran las tres. Entonces dejó el libro y se levantó; dio unas vueltas por el cuarto, se detuvo un momento para contemplar el loro, que se había dormido, y, finalmente, se sentó al piano y se puso a tocar uno de los preludios de Chopin.
Volvió a mirar el reloj: eran las tres y diez.
Hizo sonar de nuevo el piano con un par de acordes, pero cortó de repente; se levantó, cogió un periódico que había en la redonda y pesada mesa de caoba y volvió a sentarse junto a la ventana. Con el periódico abierto sobre las rodillas y la barbilla apoyada en su pequeña y blanca mano, se hundió más y más en meditación mientras su mirada seguía resbalando por el gran jardín vacío y los desiertos techos de paja de los establos. Por fin dieron las tres y media. Entonces se levantó y se fue a su habitación para cambiarse de ropa.
Los invitados eran esperados a las seis; y como la comida de mediodía se omitió a causa de la reunión, había tiempo suficiente para un arreglo minucioso. Pero, incluso en circunstancias normales, el cambio diario de ropa era para Rangilda uno de los principales acontecimientos del día. Desde que vivía en la aldea tenía la costumbre de pasar todas las mañanas unas dos horas en su habitación, lujosamente amueblada y en cuya atmósfera se percibía siempre el olor de una fina esencia de violetas. Era para ella un entretenimiento estar ante su espejo de tamaño natural contemplando su persona según se desnudaba y vestía, gozar de la vista de su cuello, de sus hombros desnudos y de su pelo suelto; probar un nuevo peinado o hacer una comparación de colores en su vestido…, no porque esto satisficiese su vanidad ni tampoco por un brillo sin objeto —¿a quién había de preocuparse por deslumbrar en aquel desierto?—, sino porque estas horas la consolaban de la falta de vida y de mundo, de los cuales estaba excluida.
¿Por qué más debía ella preocuparse? Todas las mañanas cultivaba su música, y éste era su momento más feliz. Pero el médico le había prohibido rigurosamente estar más de tres horas al piano. Diariamente leía dos horas —un idioma completamente extraño— y pasaba otras dos tomando parte en la dirección de la casa, aunque su ayuda personal era completamente innecesaria. Pero al día le quedaban aún ocho horas largas: ¿qué hacer con ellas? ¡Ay!, durante ocho largos meses de invierno tierras y caminos eran lodazales intransitables. Incluso en verano la vista de las grandes y mudas tierras de labor, de los desnudos y monótonos diques de piedra y del fiordo, siempre azul o gris, le producía una depresión espiritual. Sin embargo, lo peor para ella era pasear por la aldea, donde de antemano sabía con qué personas se iba a encontrar, donde se veía obligada a corresponder a los saludos familiares de los campesinos y contestar a las acostumbradas y simples frases sobre el tiempo, las perspectivas de cosecha y la helada nocturna que le dirigían las medio vestidas campesinas. Por este motivo solía limitar sus paseos a un solo sendero que, desde el jardín de la casa parroquial, conducía a las colinas de la orilla del mar. Allí, hacia la puesta del sol, hacía un breve ejercicio… hasta que las voces de un grupo de campesinos que regresaban a sus hogares o el aire caliente de una tierra abonada le hacían volver a casa. Propiamente hablando, sólo tenía un compañero: Matusalén, el loro, sin cuya compañía su vida hubiera sido más triste. Jamás había podido comprender que la imitación de la voz humana por un animalejo como aquél no fuese tan divertida como el murmullo y gruñido bestiales en que, a sus oídos, consistía el lenguaje de un campesino. Y, además, el loro tenía cierto temperamento; se mostraba desvergonzado, triste, alegre, enfadado, galante.
Cinco años llevaba viviendo en la misma soledad. Había nacido en la ciudad provinciana de Jutlandia, donde su padre en otro tiempo era profesor del instituto. Desde los trece años, edad en que perdió a su madre, y hasta su confirmación, había vivido con dos tías en Copenhague. Al cumplir los dieciséis años vino a la casa parroquial.
Salió con su joven corazón rebosante de feliz espera. Sabía por las novelas y por el teatro que la mujer danesa había puesto sus flores más encantadoras en las jóvenes hijas de las casas sacerdotales campesinas, y que los anhelos más delicados de todos los jóvenes nobles eran para ellas. Todavía recordaba ella cómo aquel verano pasaba todo el día en el jardín, donde, adornado su pecho con una fresca rosa de musgo, ora se ponía a soñar a la sombra de un árbol, ora subía a una altura, desde donde, defendiendo los ojos con los brazos, clavaba la vista en el paisaje iluminado por el sol…, como si cada día pudiese esperar en serio que en el horizonte surgiesen dos estudiantes viajando a pie. Se los imaginaba llenos de polvo y tostados por el sol, con los ojos puestos en la puerta del jardín… Y que su padre pasaba en aquel momento por el balcón y los invitaba a entrar… Que ellos al principio se ponían colorados y se sentían acobardados, pero que luego se volvían animosos y comunicativos, y finalmente cantaban bellas canciones en el jardín, a la luz de la luna… Que uno de ellos —el de mirada profunda y pensativa—, al despedirse, le estrechaba la mano balbuciendo frases atropelladas diciéndole que no le olvidase, y que un año después volvía para pedirla a su padre con palabras llenas de emoción.
Pero jamás vinieron turistas a aquel abandonado rincón de la tierra, y pasaron los veranos, uno tras otro, sin que se viese perspectiva alguna de aventura.
Rangilda sonreía compasiva al recordar estos sueños de los dieciséis años. Desde entonces ella había sido importunada frecuentemente por pretendientes, hijos de los propietarios de la parroquia, que ni siquiera entendían que ella no se sentía halagada por sus proposiciones. Por lo demás, los años habían transcurrido tranquilos y monótonos al lado de su padre, sin acontecimientos exteriores de ninguna importancia. Cuando ella volvía la vista atrás a su vida, casi no comprendía que no tuviese más de veintiún años, que se encontrase precisamente en el cenit de su «florecimiento». Dicho sin rodeos, nada había en el mundo que le interesara…, excepto su música. Incluso la visita anual a Copenhague con motivo de las vacaciones ya no era para ella un acontecimiento. Poco a poco se había convertido en una extraña al ambiente de la capital: sus viejas amigas y conocidos se habían dispersado, sus tías habían fallecido… Todo estaba ahora como si la vida fuese doblemente vacía y la Naturaleza que la rodeaba hubiese duplicado su siniestra, muda y petrificada falta de vida.
Por eso ni siquiera le había agradado que su padre se hubiese decidido a tomar un capellán. Ella deseaba que no la perturbasen en la existencia de sonámbula en que poco a poco había encontrado descanso. Cuando observó, además, ya antes de la venida del capellán que la gente le unía con ella, sin más, sus sentimientos hacia él no se suavizaron de antemano. Pero a medida que fue viendo que el nuevo compañero de morada sólo deseaba vivir en el mismo aislamiento que ella, comenzó a interesarle. Le gustaba hablar con él, y como Manuel tenía una creciente necesidad de alguien con quien hablar y a quien confiarse, se desarrolló poco a poco, y casi sin que ellos mismos lo notasen, una comunicación natural, de camaradas casi, que despertó la atención y la meditación de Tonnesen.
Sin embargo, cuando el párroco, a la vista de aquella actitud, hacía planes futuros para la joven pareja, edificaba sobre una base falsa. Ciertamente estaba Rangilda muy lejos de ser una naturaleza fría, como podían hacer pensar su aspecto y su actitud; por el contrario, había heredado el carácter apasionado y despierto y la sangre caliente de su padre. Pero precisamente por esto era para ella el capellán demasiado etéreo. Además ella se sentía superior a él, y se irritaba siempre cuando, como esta mañana, a causa del aburrimiento se había despojado demasiado de su dignidad ante él. Respecto a Manuel, sus sueños futuros estaban tan por encima de la cabeza de la consciente joven, que ni por un momento estuvo jamás ella en ellos.
VI
Manuel había salido por un portillo que había en la parte más lejana del jardín parroquial. Se encontraba en la parte más alta de la parroquia, en el lugar denominado Colina del Cura, desde cuya cima se veían muchas millas de tierra. Por doquiera, verdes campos de centeno que brillaba al sol entre la oscura tierra de labor; sobre musgos y charcas ondulaban ligeras brumas; humeaban zanjas y marjales. Por toda la tierra había un aire húmedo de vegetación, impregnado de primavera, lleno de sol y de prometedores trinos de pájaros, como si el verano pudiese celebrar su entrada solemne cualquier día.
Manuel siguió un sendero que desde la casa parroquial llegaba hasta el fiordo a través de una serie de campos yermos. Era el mismo sendero por el que Rangilda solía dar su pequeño paseo de la puesta de sol. Sin embargo, no pensaba en ello, ni siquiera era eso el motivo de que este sendero se hubiese convertido poco a poco en su paseo favorito. Si los dos le habían cobrado afecto era porque en él no los molestaba nadie. En su soledad buscaban involuntariamente lugares más apartados aún; y en ellos sólo se veía alguna que otra pequeña choza o un campesino solitario cultivando sus tierras.
Durante el invierno Manuel recorría estos lugares vestido con su larga levita, y acompañado de su inseparable paraguas de seda, que poco a poco se le había hecho indispensable, casi como un amigo fidelísimo. Frecuentemente se había pasado medio día deambulando sin ton ni son entre las colinas, encontrando en esta vida con la Naturaleza una compensación cada vez más plena de su falta de trato con los hombres. Jamás se había imaginado antes que pudiese haber algo tan cautivador en una excursión por el campo bajo un cielo invernal gris y nublado, nada tan sorprendente escuchando el grito salvaje de las cornejas cuando, a la caída de la tarde, regresaban en bandadas a su albergue nocturno. ¡Y la primera alondra…! Jamás olvidaría el momento en que él, en medio de la poderosa soledad de las tierras vacías, oyó de pronto sobre su cabeza el tañido de la campanita del cielo, mientras la Naturaleza continuaba aún envuelta en la rigidez invernal.
Todos los días bajaba a la orilla del mar, donde solía detenerse algún tiempo aspirando la brisa marina y viendo las gaviotas que, mudas e inquietas, volaban en círculo alrededor de un punto del espacio como si guardasen un importante secreto. Pero este día estaba vacía la orilla del mar: el calor había echado a las bandadas de aves hacia la boca del fiordo. Entonces continuó andando a lo largo de la costa, deleitando su vista con la contemplación de la extensa superficie del fiordo, en el que se reflejaban pomposamente los puertecitos pesqueros de la región de Genbo con sus acantilados cubiertos de vegetación. Finalmente, subió a una eminencia desde la cual contempló un amplio panorama de la comarca. A sus pies, entre sus tres desnudos montículos, estaba Skibberup.
Se sentía en todo momento especialmente atraído por esta pequeña aldea, que con sus grupos de casitas, su ramificada charca y sus numerosos prados y curiosas callejuelas y rincones le parecía mucho más acogedora que Vejlby con sus caseríos nuevos y regulares, que veía todos los días. Se había enamorado de este rinconcito romántico, que era como un exuberante oasis entre las colinas doradas. Por este motivo era para él objeto de doble preocupación el que fuese precisamente en Skibberup donde tenía su sede el movimiento anticlerical de la parroquia. Sentía como un clavo en el corazón cada vez que su vista se posaba en cierta casita ruinosa, situada en el centro de la aldea, sobre cuya cubierta de paja ondeaba frecuentemente una gran bandera abigarrada. Sabía que aquella casa era «el centro» desde el cual el tejedor Hansen, hombre de mala fama, dirigía su porfiada lucha contra Tonnesen y, últimamente, contra su capellán.
Prefería dejar caer su mirada sobre la parte occidental de la aldea, sobre un pequeño sitio con una serie de casas encaladas de amarillo y un huerto con cerca de ramas. Era el caserío a donde había ido en trineo en el invierno para prestar los auxilios espirituales a la hija del dueño, que se había puesto enferma. Desde entonces había pensado muchas veces en aquella tarde y en los desconocidos entre los cuales, en circunstancias tan especiales había ido a ejercer su actividad sacerdotal. Muchas veces había deseado renovar su visita a aquella casa y preguntar qué tal iba la joven; pero aún no había podido vencer su timidez e intentar un acercamiento personal a esta parte de la población después que ésta, casi a raíz de su primer sermón, había adoptado respecto a él una clara actitud hostil.
Pero este día parecía que el sol y el aire de la primavera le habían infundido nuevo valor. Se dijo a sí mismo que no podía seguir viviendo de aquella manera; que había de llegar necesariamente a una decisión. Tenía que definirse. Y se decidió por un último intento serio de romper la oposición que se había levantado contra él y ganarse con el amor la comprensión de estos hombres y a través de ella llegar a sus corazones.
VII
Era la primera vez que Manuel se presentaba en Skibberup sin traje sacerdotal. Esta circunstancia llamó poderosamente la atención en la aldea, cuyos habitantes, por ser domingo y por haber llegado la primavera, estaban todos fuera de sus casas. Incluso los viejos decrépitos habían abandonado su rincón al lado de la chimenea para calentarse al sol a la puerta de casa. Los adultos y sus mujeres estaban de faena en sus huertos.
Pero no fueron muchos los hombres y mujeres que saludaron al joven pastor, aunque todos le miraron y le siguieron con los ojos según iba por las calles. A la puerta de una casa baja había un hombre en mangas de camisa con un niño en brazos. Era el gigante quitanieves, de barba espesa, que aquel invierno le había dirigido unas sinceras palabras de bienvenida cuando se dirigía a la casa de la enferma. Pero ahora se limitó a tocarse ligeramente el sombrero, y como de pronto el niño se echase a llorar, le dijo, riendo y en voz alta, de modo que Manuel no pudo por menos de oírle:
—¡No te asustes, cielo…! ¡Si es nuestro reverendo!
Manuel, que había apretado el paso al cruzar la aldea, no respiró tranquilo hasta llegar a la casa de Anders Jorgen y trasponer la puerta, bajo cuyo dintel seguía todavía, dando vueltas alrededor de la cuerda, el farol que había visto la primera vez.
Se detuvo y miró a su alrededor. No vio a nadie. Dirigióse entonces a la baja vivienda, penetró en la antesala y llamó a la puerta a derecha e izquierda. Nadie le respondió. Tras un momento de reflexión, abrió y entró en el cuarto de estar, cuyos curiosos y seculares muebles ya habían llamado su atención aquella tarde de invierno. No había un alma en la estancia. Tampoco de las habitaciones inmediatas llegaba el menor ruido, excepto el pesado tictac del reloj del cuarto contiguo al que había ocupado la enferma. Empezó a sentirse indeciso. Se puso a llamar a varias puertas que conducían al interior de la morada; pero en ninguna obtuvo contestación. La casa parecía abandonada.
Permaneció un momento en el centro del cuarto, dejando vagar su mirada por él. Reconoció la sólida mesa de roble, los bancos de debajo de las ventanitas, los lienzos de pared pintados de verde, el cuadrado bileggerovn de patas delgadas y retorcidas, el oscuro piso de barro, cubierto de arena, la rueca y la cortina de alcoba a listas azules, que estaba en un rincón. En un vasar junto al techo había una fila de platos de estaño, mientras, colgadas de la pared, sobre un viejo sillón que estaba junto a la estufa, aparecían una cruz de paja y dos telas encuadradas que llevaban la fecha de 1798. Todo indicaba un escrupuloso sentido del orden y de la limpieza. En aquella pequeña habitación campesina, llena de sol, había una comodidad sencilla y dominguera que le dejó completamente fascinado. Involuntariamente comparó esta dulce simplicidad con el bullente lujo de su propia casa, con el exceso de muebles y adornos de las modernas casas de la ciudad —alfombras, tapices y cortinones orientales, muebles y figuritas de París—, y pensó: «¡Cuán insensatamente juegan los hombres con su propia dicha! ¡Cómo se apegan a lo malo! ¡Qué difícilmente conservan lo noble y lo bello!».
En la columna que había entre las ventanas vio un grupo de figuras labradas en madera que representaban a personajes conocidos, como Tscherning, Grundtvig y Monrad, además de otros dos, desconocidos para Manuel; en el centro había un grupo mayor en el que estaban Federico VII rodeado de sus ministros en el momento de firmar la ley agraria. Manuel recordó haber visto ese mismo grupo en la habitación de su difunta madre, sintiéndose profundamente impresionado al encontrarse al cabo de tantos años con él en aquellas circunstancias.
De pronto oyó pasos fuera. De un postigo de los establos salió una joven con un cántaro de leche encima del hombro, seguida del mozo de pelo blanco que aquella tarde de invierno había sido su cochero. La joven, con ropa de domingo, llevaba un vestido color cereza, guarnecido en pecho y brazos con cordoncillo negro formando volutas. Llevaba la falda recogida por delante en la cintura y ceñía su cabeza con un brillante pañuelo anudado bajo la barbilla, lo cual daba a sus redondas mejillas un aspecto más fresco y lleno. Alrededor de uno de los cántaros de leche hacía la joroba un gato de patas blancas, cuya inquieta atención estaba repartida entre la joven y dos gatitos que el mozo llevaba en sus brazos. Al llegar a la mitad del patio saltó de repente a una piedra hueca que había delante de una perrera vacía, donde evidentemente se le echaba su ración de leche. Pero como la joven continuase, pensativa, su camino sin acordarse de ello, saltó de nuevo el animal hacia ella y se puso a rozarle con la pata el borde del vestido. Entonces ella volvió atrás y le echó una abundante ración de humeante leche en el hueco de la piedra. Pero ahora comenzó en serio el martirio del gato. En lugar de soltar a los gatitos, los cogió el mozo en sus manos y, riéndose, los levantó sobre la furia de la madre, la cual ora trataba de subir por sus piernas, ora se volvía con cara inocente hacia la joven como si estuviese acostumbrada a buscar su protección. La joven intercedió por la pobre bestia; pero el mozo no quiso soltar su presa y siguió dando vueltas por el patio con la gata mayando tras él.
Manuel había estado contemplando en silencio la escena desde el cuarto de estar. Su mirada descansaba especialmente en la pensativa joven, en la que reconoció al instante a la hija de la casa. Se la había imaginado algo más alta y de aspecto más bello; y, en cambio, quedó sorprendido de la profunda seriedad que envolvía su pequeña y recia figura. «Es como la Naturaleza», se dijo, y sintió tener que arrancarse de su contemplación.
Sin embargo, como el mozo siguiese jugando, juzgó que no debía tardar en mostrar su presencia. Volvió a la puerta por la que había entrado y salió al empedrado que había a la entrada de la antesala.
Al verlo, los dos hermanos no pudieron evitar un pequeño grito de terror. Profundamente ruborizada, soltó la joven a toda prisa la punta de la falda que llevaba recogida en la cintura y se arrancó de la cabeza el pañuelo, mientras su hermano dejó apresuradamente los dos gatitos y se metió por la puerta más próxima.
Manuel bajó los dos escalones y fue a dar los buenos días.
—¡No se moleste usted! —dijo, disculpando—. Pasaba casualmente por aquí y me vino el deseo de entrar para saber cómo se encontraba usted. Ya veo que se encuentra muy bien, ¿verdad?
—Sí…, gracias —murmuró ella, y volvió, intranquila, la vista hacia atrás como si buscase ayuda.
En aquel momento se abrió la puerta del establo y salió el viejo Anders Jorgen haciendo sonar el suelo con sus pesados zuecos de madera calzados con hierro. Llevaba en la mano unas trabas de vaca. Vestía una camisa de lana a rayas blancas y negras y cubría sus hirsutas melenas con un sombrero de pelo con alas de cuero.
Manuel le tendió la mano.
—Pasé casualmente por delante de su casa y sentí deseos de entrar para saber qué tal les iba —repitió—. Ya veo que su hija… ¿No se llama Hansine?
—Sí, reverendo.
—Tiene un aspecto excelente… Espero que haya vencido totalmente su enfermedad.
—Muchas gracias… Gracias a Dios, creo que ha vuelto a su ser… Pero, por favor, pase y siéntese. Mi mujer vendrá en seguida…
Atravesaron juntos el patio y entraron en el cuarto en cuyas ventanas calentaba todavía el sol, lanzando sobre la mesa y el suelo enarenado dorados cuadritos de luz. Anders Jorgen, que se había quitado los zuecos de madera en la antesala, ofreció asiento a Manuel en el viejo sillón que había junto a la chimenea, mientras él se acomodaba en el borde de una maciza silla de madera. Involuntariamente juntó las manos sobre las rodillas, con la palma vuelta hacia arriba, como solía hacer los domingos durante la predicación, y en esta postura, reflejando en su cara nerviosismo y tensión, tenía el oído atento a todo ruido procedente del patio con la esperanza, claramente expresada, de que llegase su mujer.
Manuel se sentía cada vez más a gusto en aquella pequeña y acogedora morada campesina. En seguida había encontrado tema de conversación en el tiempo de primavera, y con una facilidad que a él mismo le sorprendió habló de la alegría y del agradecimiento que el campesino, sobre todo, tenía que sentir al ver cómo el Señor bendecía su trabajo. No se había fijado siquiera en la intranquila distracción de Anders Jorgen. Pero, en cambio a lo largo de la conversación miraba frecuentemente a Hansine, que, entretanto había entrado en el cuarto con labor de mano y se había sentado en el banco, debajo de la ventana más alejada de Manuel. El sol iluminaba su pequeña y fuerte figura, poniendo un brillo cálido sobre sus trenzas oscuras. Había completado su vestido con un pañuelo ancho, hecho a ganchillo, que le caía en puntas sobre los hombros. Se había alisado el pelo con agua, recogiéndolo en la nuca con un rodete.
Callada como un ratón y medio vuelta hacia fuera, allí estaba ella sentada con su labor como si por todos los medios posibles tratase de pasar inadvertida, mientras la expresión de su cara y el color de sus mejillas indicaban que era toda oídos y que no se le escapaba ninguna de las palabras de Manuel.
Manuel no pensó que su mirada se posaba a veces en ella sin embarazo alguno, por otra parte, estaba completamente lleno de alegría por tener al fin un pequeño círculo de oyentes amigos, y poco a poco olvidó todo apuro.
En medio de su charla se oyó un ruido en el patio. Anders Jorgen respiró tranquilo en su asiento; la joven echó una rápida mirada a través de la ventana para preparar al que llegaba. Pero de pronto desapareció el color de su cara Con un gesto inseguro, casi de terror, miró a su padre.
Un momento después sonaron en la puerta tres golpes discretos.
VIII
El recién llegado era aquel tipo alto, delgado, algo cargado de espaldas y con cara de gato, que por la mañana, después del servicio divino, había sido objeto de tanta atención entre los oyentes de Manuel. Se quedó un momento de pie junto a la puerta mirando como sorprendido en torno suyo y con la boca torcida. Luego, arrastrando la voz, dio los buenos días y fue estrechándoles lentamente la mano.
El viejo Anders Jorgen, que se había levantado de la silla todo asustado, miró al extraño con una mirada azorada y suplicante, que éste, sin embargo, trataba evidentemente de evitar.
Manuel, que fugazmente se acordaba de haber visto aquella cara un par de veces en la iglesia, recibió una impresión muy desagradable de la persona y de su aspecto. Y este sentimiento de disgusto no fue menor cuando el desconocido, al darle la mano, le clavó una mirada que medio ocultaban sus rojos párpados hinchados al tiempo que con un tono inocente se presentó diciéndole:
—Soy el tejedor Hansen.
Manuel sintió que la sangre afloraba a su rostro; conservó, no obstante, la presencia de ánimo para contestar al saludo de aquel hombre con el debido dominio. Imperturbable, al parecer, continuó luego la conversación con Anders Jorgen, adoptando, empero, influido voluntariamente por la presencia del tejedor, un tono y una actitud más sacerdotal, que hacía pensar en el párroco Tonnesen.
Sin embargo, parecía que el tejedor no abrigaba malas intenciones. Se había sentado en el banco al extremo de la mesa, inclinado hacia delante, con los codos sobre las rodillas y sus grandes manos rojas delante de la boca, como si hubiese venido allí para ser un respetuoso oyente igual que los demás.
Pero no pasó mucho tiempo sin que su cara comenzase a contraerse en pequeños gestos, tosiendo y gargajeando y mirando al mismo tiempo a su alrededor desde la alcoba hasta la ventana donde Hansine, roja como una amapola y con una violenta palpitación en su pecho, estaba sumergida en su labor como si no se atreviese a levantar los ojos.
La cara de Manuel había ido perdiendo poco a poco su color; estaba pálido como un cadáver. Aun así, todavía dominaba su cólera. Pero cuando ya el tejedor comenzó, detrás de sus manos, a murmurar algunas observaciones a media voz a sus palabras, perdió finalmente el dominio. Y con una mezcla de ardor juvenil y de celo sacerdotal se volvió a él y exclamó:
—Yo no sé si el tejedor Hansen tiene la intención de echarme de aquí. En ese caso, quiero decirle que no lo conseguirá…, y que de ninguna manera quiero que me moleste.
Todo consternado, se levantó Anders Jorgen queriendo poner paz. Pero la sangre de Manuel estaba en ebullición y no era fácil calmarle.
—Le conozco muy bien de oídas —continuó Manuel con un temblor de labios—. El párroco Tonnesen me habló de usted con todo detalle, y quiero decirle que ni él ni yo pensamos seguir aguantando sus intentos de dividir y traer la intranquilidad a la parroquia. Respecto a mí, le encarezco que no se meta en mi labor. Yo sé que en la medida de mis fuerzas he tratado de establecer una corriente de confianza entre la parroquia y yo… Pero si se quiere la guerra, ¡muy bien! La acepto. Veremos quién puede más.
Tras estas palabras se hizo en la habitación un silencio de muerte. Incluso el tejedor permaneció un momento sentado con la cabeza agachada, como si hubiese recibido un inesperado golpe en la nuca. Pero pronto volvió a aparecer en su cara contraída la mueca de su irritante sonrisa. Parecía que la efervescencia del joven sacerdote le divertía.
Después de un momento de silencio dijo con su manera lenta e imperturbable:
—El señor pastor es injusto conmigo. Dice usted que me conoce y sabe lo malo e impío que soy…, y que se lo ha oído usted al mismo párroco; por consiguiente, esto tiene que tener su verdad. Pues el señor párroco me ha mandado tantas veces asar y ahumar en el infierno, que creo que lo dice sinceramente. Pero mire: usted, señor pastor, sabe, sin embargo, que no siempre pasa tal como dicen los párrocos… Y puede que yo no esté tan manchado como de buena gana quisiera el párroco que estuviera. Pero por lo demás no quiero ocultar que vine aquí a verle para charlar un rato con usted entre muro y puerta, como dicen… Porque hace tiempo que tenía pensado hacerle una visita, pues me parecía que quizá teníamos algo de que hablar Por eso, al oír que había entrado usted en casa de Anders Jorgen, juzgué oportuno que no debía perder la ocasión.
—Desde luego, no tenemos nada que hablar —exclamó Manuel con una voz que todavía traicionaba la efervescencia de su espíritu.
—Sí…, puede ser —continuó el tejedor sin perder su aplomo, pero cambiando de tono, mientras la sonrisa desapareció un momento de su cara y sus ojos semicerrados miraron al capellán como probándole—. Yo creo que el señor pastor no nos entiende a los de Skibberup. Porque nosotros tenemos nuestra propia manera de decir las cosas. Nosotros hablamos de la misma manera de todos los asuntos…, y ésa es la razón por la que el señor pastor se enfadó hoy conmigo. Y, sin embargo, le digo que no he tenido la menor intención de ofenderle.
—Entonces le confesaré que no acierto a comprender su conducta —contestó Manuel sincerándose, aunque ya había comenzado a sentirse más tranquilo y un poco avergonzado de su vehemencia juvenil.
—No; ésa es la cosa, señor pastor… Eso es: no nos comprende usted. Eso es precisamente lo que continuamente hemos podido observar, y puedo asegurarle que todos lo hemos sentido de veras. Por este motivo hace tiempo que hemos pensado que quizá no estaría mal que hablásemos con usted acerca de esto.
La repentina seriedad con que pronunció estas palabras y la seguridad con que habló en nombre de los demás no dejó de producir su efecto en Manuel. Éste le dirigió una mirada llena de duda y dijo:
—Si de verdad tiene usted algo de que hablar conmigo, naturalmente, estoy a su disposición… Unicamente creo que pudo haber elegido mejor ocasión.
—No quiero decir eso precisamente. Nosotros los de Skibberup somos siempre tan inoportunos como un gato por una chimenea… Pero permítame, señor pastor, que le diga que no puede extrañarle nuestra gran alegría por tenerle a usted entre nosotros. No pudimos por menos de pensar continuamente en la mujer que fue como una santa para todos nosotros, amigos de la causa del pueblo, aquí en la comarca, y cuyo recuerdo sigue viviendo entre nosotros como uno de los más hermosos y más santos.
Manuel le miró sin comprenderle.
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Qué quiero decir? —repitió el tejedor, que se quedó mirando al capellán como si su mirada de serpiente quisiera inmovilizarlo en el sillón—. ¿A quién voy a referirme sino a aquella que fue la persona más querida para usted, señor pastor, y que hace tiempo abandonó este mundo de penas y preocupaciones…? A su madre.
Manuel dio un salto en su asiento. ¿Había oído bien?
—¿Mi… madre? —dijo, a media voz apenas…, y sus ojos buscaron involuntariamente el grupo de retratos de la pared, entre las ventanas.
—Sí. Antes de ser la madre del capellán, fue una madre para nosotros los amigos del pueblo. Jamás la olvidaremos…, aunque supimos que ella tampoco nos retiró la mano por haberse casado con su padre de usted. Ahora podrá usted comprender, señor pastor, qué orgullo y alegría los nuestros cuando supimos que íbamos a tener por capellán al propio hijo de la señora Hansted. Nosotros pensamos que sería un sacerdote a la medida de nuestros deseos. Precisamente un hombre así es lo que necesitamos en la parroquia… ¡Sí, le necesitamos a usted, señor Hansted!
Manuel estaba fuera de sí. No podía volver de su asombro al oír por segunda vez aquel día el nombre de su madre, aunque esta vez como una inolvidable protectora…, la madre cuyo recuerdo estaba como borrado en su propia casa…, cuyo nombre se susurraba «allí» con temor en los rincones para no despertar el recuerdo de la vergüenza que su fin había arrojado sobre la conocida familia Hansted.
—Pero permítame que le diga —continuó el tejedor, mientras sus ojos no perdían de vista al joven sacerdote—, que le diga sinceramente, señor pastor, que nosotros no hemos encontrado en usted lo que tanto esperábamos…, y creo que usted mismo quizá lo ha podido notar. Por ejemplo, sus predicaciones… Sí, sí; no se enfade usted —cortó el tejedor con fingido temor al advertir que las últimas palabras habían hecho contraer el rostro del sacerdote—. Déjeme que le diga que, aunque nosotros estamos contentos de que usted no nos habla, como hacen otros, como si fuésemos ganado, y aunque nosotros podemos observar que sus sermones están muy bien pensados y son muy bellos y poéticos y están lo que se dice, muy bien expresados son, sin embargo, como tantos otros que ya hemos oído antes. Y ¿qué es lo que nuestros buenos sacerdotes nos dicen siempre? Que obedezcamos y seamos virtuosos; que no robemos ni juremos, sino que nos volvamos a Dios en nuestros apuros, y que confiemos en la misericordia del Señor, etcétera. Pero esto ya nos lo sabemos de memoria, y en verdad que no nos hacemos mejores aprendiendo cada domingo el catecismo en los más bellos versos… Ahora bien: si un hombre como usted, señor pastor, quisiera contarnos algo acerca de usted mismo y no sobre nosotros…, ya que sobre esto último jamás puede contarnos algo distinto de lo que sabemos muy bien…, sobre usted mismo y cómo usted con sus estudios y formación ha llegado a ver el cristianismo y la vida del pueblo…, entonces sí que los campesinos podríamos aprender algo… Eso es lo que necesitamos para poder ver cómo viven y piensan los demás hombres respecto a ello. Y para esto hemos deseado muchísimo la ayuda de nuestro sacerdote. No sé si el señor pastor me comprende. Yo no soy más que un inculto y no he estudiado para cura ni para sacristán. Por eso quizá mis palabras no expresan mi pensamiento.
Manuel le había dejado hablar, aunque sabía muy bien cuán humillante era para él tener que oír este discurso, y en presencia de otros, además. Pero no había podido traer a sus labios una palabra interruptora porque en su interior tuvo que reconocer que el tejedor tenía razón; que este hombre había dado expresión a los mismos pensamientos que últimamente afloraban de una manera oscura en su cerebro.
Sólo cuando el tejedor guardó silencio y advirtió que todas las miradas se fijaban, expectantes, en él, se recobró. Haciendo un duro esfuerzo para mantener el último resto de dignidad sacerdotal ante aquella gente, contestó con palabras entrecortadas:
—Yo, naturalmente, aprecio la franqueza con que usted me ha hablado. Una confianza recíproca… es, desde luego, la primera condición para un entendimiento verdadero…, que nadie desea y espera más que yo.
—Ésa es precisamente nuestra intención también —dijo el tejedor con súbita vehemencia—. Precisamente por esto pensamos que quizá convendría que tuviésemos una pequeña charla con usted… de una manera llana. Nosotros no le conocemos a usted fuera de nuestra iglesia todavía, y quiero decirle que también nosotros nos hemos alegrado varias veces de lo que hemos oído a usted; pero seguimos creyendo que quisiéramos estar un poco más compenetrados con usted. Nosotros, campesinos, tenemos siempre un deseo especial de conocer a nuestro sacerdote, de modo que podamos acudir a él libremente con nuestras preguntas en todas las cuestiones. Nosotros la gente del campo, que un día sí y otro también tenemos las mismas preocupaciones, sentimos muchísima necesidad de contar entre nosotros con un hombre que nos explique y enseñe también aquellas cosas de las que no puede hablarse desde un púlpito. Pero nuestros sacerdotes no comprenderán jamás esto; por eso muchas veces hay entre nosotros un hondo malestar. Mire, tenemos aquí en Skibberup un centro que hemos denominado… Bueno, yo creo que usted también ha oído hablar de él y sabe qué cueva de ladrones tenemos allí… Así lo ha llamado más de dos veces el párroco. Pero la verdad es que nos reunimos allí en buena armonía y charlamos de lo que nos parece, o leemos a media voz nuestros libros, que unas veces son un libro sagrado, y otras, uno de estos libros populares, como nosotros los llamamos. Porque, a nuestro modo de ver, oír una palabra buena tiene que ser un pasatiempo tan bueno como estar roncando tumbado en los bancos las largas tardes de invierno o pasarlas jugando a las cartas o en otra orgía, tal como solía ocurrir en los buenos días idos en que el párroco habla tanto. Pero de suyo se comprende que lo que nosotros los campesinos podemos contarnos no puede tener gran importancia; en cambio, si tuviésemos un hombre como usted, señor pastor, que nos visitase y hablase llanamente con nosotros de lo que a usted le gustase, entonces sería otra cosa; sería algo que nos alegraría y agradeceríamos. Porque nos parece usted un hombre llano y franco con el que podíamos compenetrarnos. Y, por otra parte, se parece usted muchísimo a su madre, a lo que yo puedo apreciar, aunque sólo la vi una vez hace muchos años en una de nuestras reuniones en Sandinge. Por eso respondo de que habrá alegría el día que se sepa que el capellán vendrá a visitarnos a nuestro centro, pues por fin sabremos que hemos encontrado lo que tanto tiempo hemos deseado. Estas palabras eran las que yo quería decirle a usted; y no tiene el señor pastor por qué molestarse por haberle hablado con esta franqueza. Puedo asegurarle que lo he hecho con la mejor intención.
Manuel siguió callado todavía. Tan anonadado se había quedado por las palabras del tejedor, que ya no sabía qué creer. ¿Sería de verdad un amigo este hombre del que había oído hablar tan mal? ¿Y Anders Jorgen y sus hijos…? ¿No estarían éstos de acuerdo con él…? Casi estaba seguro de ello. Por casualidad sorprendió la tensa y expectante expresión con que en aquel momento le estaba mirando la joven, como si con su mirada quisiera arrancarle de los labios la respuesta.
Temiendo perder por completo el dominio ante aquellos extraños que, evidentemente, estaban esperando una manifestación decisiva, se levantó para despedirse. Disculpándose torpemente de que no tenía tiempo para seguir la conversación, tomó el sombrero y el paraguas.
Les fue dando la mano en medio del profundo silencio de los campesinos. Cuando abandonó el cuarto, ninguno le siguió.
IX
Desde que Manuel se había hecho mayor había oído hablar muy poco de su madre. En general, acerca de ella sabía muy poco más que lo que había visto por sí mismo. Pero mientras la tuvo en este mundo había experimentado la sensación de que en la juventud de su madre había habido algo que la familia trataba de ocultar cuidadosamente. Para él ese pasado estaba envuelto en una nebulosa. Sus amigos y compañeros de la juventud, después de la desgraciada muerte de la madre, ni siquiera se atrevían a aludir a ella estando el presente. Incluso él mismo había sentido un temor natural de hablar de ella, sobre todo al ver que su padre y los demás parientes mantenían un silencio inquietante en todo lo que se refería a la muerta. Unicamente una vez una tía muy anciana que vivía en un convento le dijo en un momento de excitación que Manuel jamás olvidaría que «su madre había faltado gravemente a su condición social».
Pero ahora las palabras del tejedor y los retratos que colgaban de la pared de la habitación campesina le hicieron ver con más claridad la extraña y monótona vida de su madre en la casa del padre. Volvió a verla con el pelo levantado, con un modesto vestido negro que, a veces, siendo él un jovencito, le había hecho avergonzarse un poco porque apenas se parecía en algo al vestido de las demás señoras, las cuales siempre se sentían un poco deprimidas por la presencia de ella. Recordaba el cuarto privado de su madre, que ni siquiera se parecía a las demás habitaciones, en el que ella se encerraba días enteros sin querer recibir a nadie. Muchas veces, de niño, había estado junto a la puerta al anochecer, sin atreverse a llamar; y cuando, por fin, se decidía y entraba, la encontraba sentada, muy recogida, en un rincón del largo sofá de caoba, con la vista inmóvil y perdida como si no le hubiese oído llegar. Solamente al cabo de un rato, cuando él la llamaba «mamá», le ponía ella la mano sobre la cabeza, le daba en silencio palmaditas en el pelo, o de repente le estrechaba con tal ternura, que casi le asustaba. O le sentaba sobre sus rodillas, y se ponía a contarle leyendas y aventuras de guerreros e hijos de reyes que, bajo la bandera de Cristo, se iban mundo adelante a luchar por la verdad y el derecho; relatos estremecedores que largo tiempo después aún le mantenían encendidas las mejillas y no le dejaban dormir de noche, mientras ante él desfilaban guerreros de cascos dorados y frailes descalzos. Recordaba también que sus dos hermanos visitaban menos a su madre en esta habitación, quedándose dormidos con las cuentas. Eran más pequeños y se encontraban más a gusto en el bonito cuarto de lectura de su padre, donde había libros ilustrados y un gran globo terráqueo. Por esta razón, los criados les llamaban «los señoritos», mientras que a él le aplicaban el nombre peyorativo de «el chico de la señora». ¡Cuántas veces, después de la muerte de su madre, sintió la intensa amargura de verse sólo e incomprendido en la casa de su padre!
Tan absorto iba en sus recuerdos de la infancia durante su camino de regreso a la orilla del mar, que perdió por completo la noción del tiempo y del espacio. Cuando, por fin, llegó a la casa parroquial, vio, asustado, que ya habían empezado a venir los invitados y que tenía que darse prisa en cambiarse de ropa para no llegar tarde a la mesa.
Cuando, un cuarto de hora después, entró en el salón, fue recibido por la malhumorada mirada del párroco, que, vestido de sotana y solideo, gesticulaba en el centro del cuarto conversando con un par de señores con sendos fraques iguales. Se habían reunido allí más de veinte personas: tres propietarios de la parroquia, el viejo maestro Mortensen, el veterinario Aggerbolle y el comerciante Villing, todos con sus esposas, que llevaban vestidos de seda; seis campesinos de Vejlby con sus mujeres, y el joven maestro auxiliar Johansen. De Skibberup no había nadie, faltando también representantes de los pequeños propietarios de Vejlby, los cuales, siempre muy adictos, habían sido cogidos repetidas veces, con gran perjuicio para Tonnesen, como oyentes del tejedor Hansen.
Dos de los propietarios eran tipos altos y fuertes, parecidos entre sí como dos hermanos, sin serlo. El tercero era gordo y bajito con cara de pocos amigos, colorada, que servía de asiento a dos ojos pálidos y saltones que parecían un par de huevos estrellados nadando en una especie de grasa. En su mandíbula inferior, que sobresalía media pulgada de la parte anterior de la cara, crecía una mancha de barba gris que le bajaba por el enorme costal del mentón, que colgaba sobre el cuello como una barriga llena de pliegues. Con sus cortos brazos a la espalda andaba dando vueltas junto a la puerta del comedor, gruñendo en voz baja y mirando su reloj a cada momento.
Las seis campesinas, vestidas las seis uniformemente —vestido de lana negra y sombrero de anchos galones dorados—, formaban una fila silenciosa, sentada debajo de las ventanas. Sus manos, morenas, inmóviles, sobre las rodillas, sujetaban, rodeándolo, un pañuelo de bolsillo, doblado. Cerca de ellas, en pie, estaban sus maridos. Éstos vestían trajes de paño basto y estaban no menos serios. De cuando en cuando se acercaba a ellos el párroco, con una frase chistosa, y entonces se retiraban las comisuras de sus labios en un intento de sonreír.
Solamente Jensen, el alcalde, se movía con soltura, con su violácea nariz de pavo, hablando con desenfado, como hombre acostumbrado a moverse en un ambiente social más elevado.
En las butacas, que formaban un círculo en torno de la mesa redonda, estaban sentadas las señoras, con sus largas colas de seda extendidas sobre el piso alfombrado. Mantenían una charla inagotable, en la que todas hablaban, de tal modo, que nadie sabía ni lo que decían ni lo que se les contestaba. Entre todas se distinguía de una manera especial, por su charla, una de las propietarias, alta como un guardia, con vestido de satén verde con encajes blancos, la cual había regresado recientemente de un viaje a Copenhague, y no se cansaba de contar lo que había visto y hecho.
La única que no hablaba era la señora de Aggerbolle, que miraba con ojos perdidos y gesto distraído, como si sus pensamientos no hubiesen podido aún apartarse de la casa y de los hijos. Tenía las manos juntas sobre las rodillas y parecía pronta a sucumbir de cansancio y de vigilia nocturna. Daba la sensación de haber elegido a sabiendas sitio detrás de la voluminosa señora Mortensen para que la luz de la tarde no sacase, burlona, a relucir sus rasgos prematuramente marchitos y su viejo vestido de seda cuyo corte antiguo y corpiño demasiado amplio hablaban melancólicamente de una lozanía desaparecida. De cuando en cuando dirigía una mirada preocupada a su marido, que se había acomodado delante de la estufa, mirando desde allí a su alrededor con aire de desafío, como si quisiera negar que el olor a gasolina que en torno de él esparciera procedía de su levita reluciente. Había llegado a su casa ya muy entrada la mañana. Desde la noche anterior había estado en un bautizo, en casa de un campesino de una de las parroquias vecinas, y por las manchas rojas oscuras que presentaba su cara en las zonas desprovistas de barba se veía claramente que el niño no había sido bautizado solamente con agua.
Aislado, junto al piano de cola, el joven maestro auxiliar, Johansen, estaba sentado en una postura estudiada, pierna sobre pierna, de modo que la primera sólo tocaba ligeramente el suelo con la punta del zapato. En una mano tenía un guante blanco, y entre el chaleco y la pechera de la camisa, un pañuelo. Johansen, que había llegado a la parroquia casi al mismo tiempo que Manuel, se había convertido inmediatamente, al contrario de éste, en el león de Vejlby. Su pelo, largo y oscuro, que en las ocasiones solemnes llevaba completamente rizado; su cara, de actor, gorda, pálida y lampiña; sus trajes de ciudad, y su finura, le habían facilitado durante el invierno el acceso incluso a las casas de los propietarios, y no se veía nada improbable que una de las señoritas de a comarca le regalase algún día algo más que su admiración.
Poco después de la llegada de Manuel se abrió la puerta del comedor, y Rangilda rogó a los invitados que pasasen.
Llevaba un vestido de seda negra con grandes hojas de palmera color aurora y una blusa de encaje, transparente en la parte superior del pecho y en los antebrazos.
Ceñía su alto y esbelto cuello una cuádruple y fina cadena de oro, que terminaba por delante en un cierre de ópalo. Sobre su moño, rojo oscuro, lucía una peineta de concha de tortuga.
—Por favor, conduzcan a las señoras —exclamó el párroco, ofreciendo su brazo a la propietaria estirada como un guardia.
Todos los caballeros de más edad se dirigieron a Rangilda; pero el afortunado que le ofreció el brazo fue el alcalde Jensen, que era el más próximo a ella. Nariz en alto, la llevó al comedor. Manuel se inclinó ante la señora Aggerbolle, que seguía sentada después que los demás caballeros habían ofrecido su brazo a las señoras. Los campesinos cogieron de la mano a sus mujeres, formando la parte final y silenciosa de la solemne procesión.
X
En medio de la mesa, bajo la lámpara, había un centro de flores. En cada extremo de aquélla brillaba la luz de un candelabro de siete velas. De cada cubierto se elevaba en forma de mitra la servilleta, bajo la cual se ocultaba un panecillo. La minuta se componía de platos escogidos. Había pescado en salsa de varios colores, aves rellenas, ensalada de varias clases, servida en grandes fuentes de cristal azul; langostas y sardinas en lata, y muchas cosas más. Aunque los manjares no ofrecieron ninguna sorpresa a los presentes, por ser, más o menos, los mismos de otras ocasiones como ésta, sin embargo, los invitados se quedaron impresionados del solemne adorno de la mesa y de la preciosa vajilla presentada, y la comida transcurrió al principio en medio de un silencio recogido. Solamente el pequeño y rollizo propietario comenzó inmediatamente a hacer gala de glotonería, separando los codos y vaciando en la boca, con cuchillo y tenedor, todo lo que estaba a su alcance. En cambio, el veterinario Aggerbolle luchaba valientemente contra su mala inclinación. Durante largo tiempo estuvo sentado con el mismo vaso de vino tinto, llenando siempre su plato hasta la mitad, por cuyo motivo miraba repetidas veces a su mujer con unos ojos llenos de satisfacción, pues, según venían a la casa parroquial, le había jurado solemnemente, levantando los dedos, mostrar moderación y dominio, de modo que aquella tarde no se avergonzaría de él. Tonnesen era al principio el único, por decirlo así, que hablaba y se conducía como un anfitrión amable y simpático. Se preocupaba de que circulasen las fuentes, rogaba a los invitados que llenasen las copas, narraba pequeñas historias y se mostraba en todo su ser el hombre de mundo de otros tiempos, a quien la vista de aquella iluminación de fiesta, la contemplación de las flores y la presencia de señoras vestidas de seda, involuntariamente le encantaba y le ponía de buen humor.
Al cabo de un cuarto de hora hizo sonar su vaso y pronunció unas palabras. Partiendo de un proverbio de Salomón, habló en un lenguaje atildado acerca de la fuerza que se siente en las horas difíciles sabiéndose rodeado de un grupo de amigos fidelísimos. Expresó la esperanza de que, «también por la paz de la parroquia», no se escindiría jamás aquel grupo de partidarios que en aquel momento veía en torno suyo y terminó agradeciendo con cordiales palabras a los invitados su asistencia a aquel acto.
A continuación se levantó uno de los dos propietarios altos y fuertes y, en nombre de todos, pronunció unas palabras de agradecimiento al párroco por su benemérita labor en la parroquia. Durante un momento amenazó con entrar más a fondo en las serias cuestiones que Tonnesen había rozado, haciendo una observación sobre las «demoledoras tendencias de esta época», contra las cuales, felizmente, se alzaba el párroco como un campeón invencible. Pero cuando más lanzado iba en su censura, bruscamente, como si se le hubiese agotado su caudal de palabras, terminó proponiendo un brindis por el párroco Tonnesen y por Rangilda.
Después que todos se levantaron y brindaron, se fue generalizando la animación entre los invitados, llegando a su punto culminante cuando apareció en la mesa, envuelto en llamas, un budín de grandes dimensiones.
Pero entonces llegó también la hora mala para el veterinario Aggerbolle. El budín era uno de sus platos favoritos y, además, comenzaban a circular las garrafas de los vinos calientes. Por si esto no bastase, sentía la tortura de haberse sentado frente por frente del propietario pequeño, gordo como un cerdo, que durante todo el festín no había abandonado ni un solo instante aquel gesto de voracidad animal, engullendo como una solitaria de todos los manjares más exquisitos, hasta el punto de que Aggerbolle no tuvo más remedio que apartar la vista de él para no verse en tentación. Pero ahora le fue sencillamente imposible aguantar más. Dirigiendo una mirada desesperadamente suplicante a su mujer, se cortó un trozo de media libra de budín, e inmediatamente después bebió dos copas colmadas de vino de Jerez para acallar en seguida la voz de la conciencia.
Alrededor de la mesa, todo eran ahora risas alegres y conversaciones en voz alta. Los únicos que seguían callados eran los campesinos. Uno de ellos, un viejecito mofletudo como un niño, que durante todo el tiempo había estado pinchando con recelo los enigmáticos manjares, como si fuesen ratas muertas; bebiendo el vino a pequeños sorbos, como si tomase una medicina, le susurró a su vecino de mesa, mientras contemplaba desalentado, un trozo de budín que seguía ardiendo en su plato:
—Quien tuviera uno de los pasteles de manzana de nuestras madres. Esta cosa humeante no es buena para un estómago campesino.
Manuel se había sentado casi en el centro de uno de los costados de la mesa. Tampoco había hablado mucho durante toda la comida, y la señora que tenía a su lado, pendiente de vigilar a su marido, no le estimulaba a ello. Le escandalizaba aquella fiesta vacía y afectada. Zumbaba todavía en sus oídos la conversación con el tejedor y, a través de la amarilla niebla luminosa del comedor, seguía viendo ante sí la imagen de la pequeña habitación campesina, llena de sol y con sus sencillas comodidades domingueras.
Desde el extremo inferior de la mesa le estuvo mirando repetidas veces Rangilda, con el fin de atraer su atención para beber una copa con él. Pero Manuel, con toda intención evitó su mirada, pues aquella tarde casi era ella la persona que más le desagradaba entre todas las que allí se encontraban. El vestido le pareció indecoroso; con profunda vergüenza observó cómo el joven Johansen, sentado cerca de ella, se comía con los ojos su níveo cuello y sus blancos brazos, que se transparentaban a través de la blusa, al tiempo que se inclinaba sobre la mesa y le decía elogios y cumplidos. Y, al parecer, tampoco ella escuchaba indiferente a aquella ridicula caricatura de hombre de la capital. Se había recostado en el sillón y daba la sensación de estar muy animada. El calor, el vino y el ruido de las numerosas voces habían encendido sus mejillas con dos rojas manchitas héticas; y cuando se sonreía bajaba gustosamente los párpados un poquito, casi como si estuviese ligeramente embriagada.
Involuntariamente se puso Manuel a comparar en su pensamiento a Rangilda con la seria y rubicunda moza campesina en cuya compañía acababa de estar: con su sencillo vestido rojo oscuro le pareció ésta centenares de veces más bella que todas aquellas damas ataviadas como loros con seda y tul. Dejando resbalar lentamente su mirada por toda la reunión, desde las satisfechas figuras del párroco y de los propietarios hasta la silenciosa fila de los campesinos, pensó cuán espantosamente se había dejado atraer por la luz. Él, que había creído haber huido para siempre de la abominación de la sociedad civilizada…, él había caído sencillamente en los brazos de aquella caricatura de sociedad. Pues ¿no había allí la misma frivolidad, el mismo orgullo, la misma hipocresía?
Se levantó la mesa…, y los invitados se dispersaron por las habitaciones: las señoras y señoritas se fueron al salón de estar; los caballeros se reunieron en el gabinete de estudio para fumar.
En la puerta del comedor se encontraron Rangilda y Manuel.
—¡Bienvenido! —exclamó con viveza Rangilda, dándole la mano—. Ya podía haberme dado las gracias por la comida, me parece. ¿O es que quizá ve que mi mesa no merece un elogio…? Y ¿por qué no ha tenido usted siquiera la atención de mirarme durante la comida? Yo quería tomar una copa con usted.
—¡Oh…! Sí que la he mirado. Pero el señor Johansen estaba tan sumamente contento contemplándola y hablándole, que no me atreví a quitársela.
—¡El pobre Johansen! —rió Rangilda—. Siempre está usted metiéndose con él. Concedo que es ridículo…; pero ¡santo Dios!, siquiera tiene algo de hombre. No siempre está hablando de vacas y de precios de semillas. Y hasta es hombre de gusto; lo he notado hoy. Usa un perfume que no es malo, ni mucho menos…, y me estuvo hablando de Wagner y de Beethoven. ¿Qué más se puede pedir?
—Sí, tiene usted razón. Yo también pienso que usted y el señor Johansen se adaptan perfectamente el uno al otro.
El tono con que respondió Manuel hizo arrugar el entrecejo a Rangilda. Ella le miró y, desplegando toda su dignidad, le dijo:
—Usted se está olvidando de sí mismo, señor Hansted… En general, me parece que de algún tiempo acá ha comenzado usted a perder en un grado lamentable su antigua dignidad.
—También tiene usted razón en este punto, señorita. Me doy cuenta de que no me va esta reunión, y por tal razón, iba a abandonarla precisamente cuando me encontré con usted. Si su padre pregunta por mí, tenga la bondad de disculparme.
Saludó con una inclinación rígida y abandonó la estancia.
Rangilda, en pie en el umbral de la puerta, se quedó mirándole en el colmo del asombro.