I
Durante varios días se había cebado sobre la comarca la furia de un tiempo del Señor. La tormenta había venido del Este, a caballo en desgarradas nubes plomizas, azotando a su paso a la tierra. Grandes copos de espuma eran lanzados a lo alto; en muchos sitios, los campesinos habían perdido la sementera de invierno; las praderas yacían quemadas, y los hoyos, llenos de tierra y arena. El agua que no pudo encontrar salida se desbordó por tierras y caminos. Por todas partes, árboles derribados, postes de telégrafo rotos, graneros destruidos y pájaros muertos, que el huracán había abatido contra el suelo, matándolos en el acto.
En la pequeña aldea de Vejlby, situada, sin amparo, en la cima de una colina alta, una noche, el viento derribó con tal fuerza una vieja hilera de casas, que los vecinos de la aldea saltaron de sus lechos y se lanzaron a la calle en paños menores. Esa misma noche fueron derribados de los tejados los tubos de las chimeneas, y en el huerto del párroco no había quedado en los árboles ni un nido de estornino. Ni siquiera al párroco habían perdonado los poderes celestiales. Cuando por la mañana, en toda la furia del temporal, se asomó al balcón para ver la desolación, la tormenta le arrancó de su blanca cabeza el sombrero, lo lanzó contra la tierra como un balón, haciéndolo rodar por el camino como una rueda y, pese a todos los esfuerzos para cogerlo, se lo llevó consigo, en medio de un torbellino de polvo.
No había memoria de días como aquéllos.
—¡Que el Señor guarde a los que están en el mar! —decía la gente a través de rugido del temporal al encontrarse en la calle, mientras se abría camino paso a paso, doblando el cuerpo hacia delante y andando sobre los talones de sus zuecos, con la tormenta a la espalda.
«¡Felices los que tienen techo y buena salud!», pensaban los que estaban en sus camas, en las habitaciones semioscuras, en las que, incluso a mediodía, apenas podía verse para leer su periódico, mientras a su alrededor se cantaba y ululaba, como si todos los malos espíritus anduviesen sueltos por la aldea.
En las cuadras, los caballos, con las orejas levantadas, temblaban de angustia; las vacas mugían a porfía, como si estuviesen bajo un incendio; los gatos maullaban, quejumbrosos, y los perros daban vueltas, olfateando intranquilos.
Cuando, por fin, amainó algo el viento, vino la nieve, en blancos remolinos, y, aunque el invierno no había hecho más que empezar —era a principios de diciembre—, cubrió toda la tierra acumulándose en los hoyos, cubriendo los árboles derribados junto a los caminos, amontonándose sobre las vallas rotas y techos de cabañas destrozados. Durante dos días, con sus noches, el cielo y la tierra fueron una sola cosa.
Aquellos días, algunos campesinos sencillos de Vejlby comenzaron en secreto a purificar su alma y a arreglar sus cuentas con Dios, en la creencia de que el día del Juicio era inminente. Incluso cuando, por fin, la tarde del segundo día, se pudo quitar la nieve de las puertas y dejar los cristales limpios de pellas de nieve de varias pulgadas de espesor, más de uno, que desde la puerta de su casa contemplaba, bajo la penetrante luz lunar, la desierta y blanquiazul soledad nevada, pensaba en qué se había transformado la tierra y el fiordo; si no sería aquello un presagio, un anuncio celestial de algún acontecimiento importante que pronto iba a tener lugar en la aldea o en la parroquia, o quizás en toda la tierra.
II
En el gabinete de trabajo del párroco estaba sentado aquella tarde un forastero que había llegado allí el día anterior, cuando la tormenta de nieve estaba en todo su apogeo. Era un tipo alto, joven y esbelto. Vestía levita negra y llevaba una corbata blanca, que formaba un pequeño nudo delante de la saliente nuez. De su cara, pálida y delgada, salía la mirada fija de un par de ojos infantiles, de color azul claro. Sobre la frente, alta y fuertemente abovedada, el cabello rubio estaba ligeramente rizado en la punta. En el extremo del mentón y a lo largo del borde inferior de las mejillas crecía una barba fina y rubia.
Frente a él estaba sentado el párroco Tonnesen en una vieja butaca de orejas. Era una gigantesca figura de prelado, con cabellera blanca como la nieve, ligeramente despuntada, bajo la cual se distinguía el color rosa de la raíz del pelo. Debajo de las caídas cejas, completamente negras aún, brillaban dos ojos de fuego gris oscuro, los cuales, junto con las llenas formas de la nariz y de los labios, daban a su cara lampiña un aspecto semimeridional. Tampoco en su vestimenta semejaba un corriente sacerdote rural danés. Desde la bufanda blanca y brillante de batista, extendida sobre su rojo cuello de toro, hasta su chaleco de seda y las relucientes botas, revelaba un cuidado atento de su persona, no corriente en gente de su clase, una vigilancia de su porte exterior. Su compostura y la manera como de cuando en cuando, en el curso de la conversación, daba una chupada a su larga pipa negra con boquilla de ámbar descubrían al hombre de mundo consciente.
A su lado, abierta, había una puerta de dos hojas que comunicaba con el salón, habitación espaciosa y magníficamente amueblada y adornada, donde la hija de la casa, una dama pelirroja, cosía junto a una lámpara en alto, con pantalla de seda verdemar. Todo era allí silencioso. Era como si todo sonido se hubiese ahogado fuera, en el mar de nieve. Aparte de la voz de bajo del párroco, no se oía más que el chisporroteo del fuego de la chimenea, y la monotonía de las palabras imitadas de un loro que había en una jaula dentro del salón.
El joven forastero era el nuevo capellán del párroco. Su llegada había sido esperada con la mayor expectación, no sólo en la casa rectoral, sino en toda la parroquia. Desde hacía varias horas —después de terminada la comida— estaban allí los dos eclesiásticos, estudiando todas las cosas relacionadas con su labor común, llena de responsabilidad. No hablaba más que el párroco. El capellán era todavía un joven de veintiséis años, y tan sólo hacía unos días que el obispo le había encomendado, mediante la ordenación, la cura de almas. Todavía era evidente la impresión que le había producido su nueva dignidad. Cada vez que el párroco le decía «señor pastor» enrojecían sus mejillas y bajaba la vista hasta sus botas.
El párroco Tonnesen había comenzado su conferencia de cuatro horas en un tono que era a la vez una meditación y una lección, deteniéndose mucho en las palabras, como gozando en silencio del profundo sonido broncíneo de su hermosa voz y de la atención de su oyente. No era frecuente tener un auditorio tan inteligente, y por eso no se opuso a la tentación de hacer gala de su elocuencia ante él; pero a medida que fue tocando más de cerca el tema de la situación actual de la Iglesia, y especialmente cuando abordó las distintas tendencias contradictorias, que por aquel entonces hicieron su aparición dentro de la Iglesia, su tono fue perdiendo la calma, sus palabras acusaban mucho menos dominio. De pronto, inclinando mucho la cabeza y el tronco hacia su capellán, dijo, recalcando las palabras:
—Es decir, señor pastor Hansted, lo que yo en esta cuestión he querido decirle es, en resumen, esto: No es sólo derecho del sacerdote, sino deber santo e inviolable para con el Señor, a quien sirve, y cuyo reino administra bajo responsabilidad aquí, en la tierra…; digo que es deber inalienable del sacerdote hacer respetar la incondicionada autoridad de la Iglesia. Aquella hermosa y antigua armonía patriarcal que antes reinaba entre los fieles y los sacerdotes, pronto, ¡ay!, quedará reducida a una leyenda. Y ¿de quién es la culpa? ¿Quién es el que estos años ha venido minando sistemáticamente la autoridad de la Iglesia y acabó con el tradicional respeto del pueblo hacia sus sacerdotes? ¿Son los llamados librepensadores? ¿Los descarados y cínicos negado-res de Dios? Eso se dice. ¡Pero yo no lo creo! ¡No! ¡Es dentro de la misma Iglesia dónde la corrupción ha encontrado su alimento! Son esas infaustas corrientes que, bajo el nombre de aspiraciones de libertad e igualdad, han subido de lo profundo del pueblo, abriéndose camino hacia el sagrado recinto de la Iglesia, y no sólo en algunas ligeras cabezas sacerdotales, sino que, ¡ay!, en los últimos tiempos, llegó hasta las más altas jerarquías de la Iglesia. No necesito, claro es, explicarme más. Usted sabe por qué digo yo esto. Pero ¿cómo acabara? ¿No es tomar a sueldo al mismo Anticristo, el viejo espíritu perturbador del mundo? ¿Qué son los llamados grundtvigianos, con sus reuniones amistosas, sus escuelas superiores, que últimamente incluso fueron apoyados por el Estado? Y ¿qué es esa monstruosidad de predicadores esos zapateros y sastres, tipos totalmente ignorantes, que, fíjese bien en esto, los sacerdotes envían por el país con autoridad para dar testimonio en el nombre santo de la Iglesia? ¡A esto hemos llegado! ¡Labradores en el púlpito! ¡Miembros de casas pobres para el altar! ¡Amigos de zapateros y aprendices de sastre como autoridad espiritual del pueblo…! ¿Cómo terminará esto? Yo le pregunto a usted, señor pastor Hansted, ¿cómo terminará esto?
El párroco Tonnesen había hablado con un apasionamiento creciente. Su cara se había puesto de color ceniza. En las últimas palabras se irguió en toda su altura, como si en aquel momento retase a combate.
Desde su silla le miraba, asombrado, el capellán. Dentro del salón comenzó el loro a gritar y a batir las alas.
Para calmar su excitación se puso el párroco a pasear por el gabinete. Cuando, al cabo de un par de minutos, se volvió, plantóse delante del capellán y le miró con unos ojos llameantes, igual que un relámpago en un cielo de tormenta.
—Espero, señor pastor Hansted, que comprenda usted perfectamente mis preocupaciones respecto al asunto que he tratado aquí… Yo no quiero ocultarle que también en la parroquia he comenzado a notar un anhelo, una tendencia desordenada, que hay que ahogar implacablemente en su origen. Un tal Hansen, tejedor, un tipo tan ignorante como fresco, producto funesto de ese llamado movimiento de la escuela superior, ha intentado estos últimos años crear aquí, en la parroquia, una especie de partido revolucionario, un rebaño de charlatanes ignorantes que se atreven a enfrentarse abiertamente conmigo, tratando de perturbar la paz de la parroquia con toda clase de tumultos. ¡Pero yo no tolero esto! Considero que mi deber es reprimir implacablemente este espíritu de agitación y espero, señor Hansted, que en el futuro podré contar con su apoyo. Abrigo la más completa esperanza de que nosotros dos nos entenderemos en lo esencial, de modo que nuestra común actividad redunde en mayor gloria de Dios y en provecho de nuestra parroquia.
—Ése es mi mayor deseo —contestó, emocionado y mirando al suelo, el joven.
—De eso ya estaba yo convencido —prosiguió el párroco, visiblemente satisfecho con la respuesta del capellán—; pero me place oírlo de sus propios labios… No tengo la más ligera duda de que nos entenderemos perfectamente.
Tras este diálogo, recobró el párroco su equilibrio con relativa rapidez. Fue a llenar su pipa en un rincón del gabinete, la encendió en un fidibus y volvió a ocupar su asiento para continuar su interrumpida conferencia.
Pasando a lo que él, medio en broma, denominó «un pequeño curso de Teología práctica», se puso a hablar de las tareas más especiales de la actividad espiritual. Habló del modo de proceder en la ceremonia del bautismo de los niños, en la comunión, tanto en la iglesia como a la cabecera de los enfermos; luego dio a su joven alumno instrucciones relativas a la conveniente duración de los sermones, misas, servicios del altar, etc., y le dio unos cuantos avisos relativos a la pulcra dignidad exterior, «que jamás debía descuidar».
—Ahí tenemos, por ejemplo, lo de las manos, que tan frecuentemente, al principio, les causa molestia a los predicadores jóvenes. Como usted sabe, hay algunos pastores a quienes gusta gesticular demasiado, mientras que otros prefieren no mover los brazos. Lo último da, innegablemente, más intimidad, por cuyo motivo está muy indicado, por ejemplo, en las bodas, en las cuales se trata generalmente de hablar a los sentimientos dulces más que de despertar la conciencia de culpa de los oyentes. En otras ocasiones, yo opino, por el contrario, que está muy bien una moderada gesticulación. En palabras como, por ejemplo «maldición del Señor», «ira del cielo», «penas eternas del infierno», etc., está, naturalmente, bien acompañarlas con una elevación de brazos, con las manos juntas, o algo así, para darles más fuerza… Una cosa tengo que grabar finalmente en su espíritu, querido amigo…
En este momento dieron las ocho en un fino reloj de mesa que había en el salón, en cuya puerta apareció al mismo tiempo la hija del párroco para decirles que pasasen a tomar el té.
—Sí, hay que obedecer —cortó vivamente el párroco, levantándose. Y poniendo su mano en el hombro del capellán, añadió, sonriendo—: Como habrá observado quizá, señor Hansted, es mi hija la que manda en la casa, y debo decirle a usted que ella es una comandante exigente… Bueno, seguiremos cuando se presente la ocasión. Entremos y conformémonos con una cena de aldea.
III
El comedor, como la mayoría de las habitaciones de la casa parroquial, era una pieza amplia, señorial, con techo de estuco y decoraciones de paisajes sobre las puertas. Aunque las aldeas de Vejlby y Skibberup pertenecían desde hacía mucho tiempo a la clase de buena parroquia, toda la casa parroquial, incluidas todas sus edificaciones contiguas, estaba construida en un estilo que recordaba más el castillo de un gran propietario que la vivienda de un eclesiástico.
El antecesor del párroco Tonnesen había sido un hombre riquísimo. Su primer acto en la parroquia fue demoler completamente la vieja casa parroquial, levantando por cuenta propia en su lugar el actual palacio, cuyo elevado coste dio motivo entonces a verdaderas peregrinaciones de toda la comarca. Todavía palpitaban las historias fabulosas sobre la facilidad con que aquel hombre gastaba sus dineros. Si acudía a él un campesino quejándosele de una desgracia en el ganado, o de un incendio en el granero, le eximía al instante del diezmo, e incluso a veces le metía en la mano un billete de cincuenta táleros al despedirse. A cambio de ello, les pedía que le dejasen en paz entre sus libros y objetos artísticos; y como la población de la comarca siempre había tenido más apego a los bienes terrenos que al tesoro de la religión, durante los cinco años que el «pastor millonario» residió allí existió entre la parroquia y él la más excelente comprensión.
Sin embargo, el párroco Tonnesen tenía sus buenas razones para quejarse amargamente de su antecesor, quien con su conducta hacía sembrado la confusión más completa en la mente de la parroquia. Todos los feligreses se habían acostumbrado a considerar el diezmo como algo que podían dar o dejar de dar, según les pareciera; y como Tonnesen pidiese el cumplimiento de las normas establecidas, e incluso exigiese severamente el pago puntual de los distintos tributos, se consideró esta actitud como una avidez de dinero que decía mal de un pastor, dando origen a una sedición, que fue el comienzo de una tirantez, que jamás cedió desde entonces, entre el párroco y parte de los feligreses.
Pero si en este aspecto tenía el párroco motivos fundados para estar quejoso de su antecesor, le estaba, en cambio, doblemente agradecido por la principesca mansión que le había dejado. Ésta respondía precisamente a lo que, según su modo de ver, era una residencia propia para el representante de Cristo en la parroquia de Vejlby y Skibberup. Y eso era, en parte, la causa de que él siguiese en aquel cargo bastante modesto, habida cuenta de su edad y antigüedad, ya que, por otra parte, el mantenerle allí era una ofensa que le habían hecho desde arriba, y que él atribuía a malevolencia personal de un inmediato superior, el obispo, hombre de espíritu liberal tanto en lo religioso como en lo político, a cuyo nombramiento había aludido momentos antes en su conversación con el capellán. No era, en efecto, porque el párroco Tonnesen se estimase a sí mismo en poco; y como en dos ocasiones fuese pasado por alto en la provisión de algunos puestos más elevados, Tonnesen vio en ello una injusticia a sabiendas y decidió ir con menos frecuencia a pedir traslado a su obispo actual, decisión que le habían permitido tomar lo reducido de su familia y las rentas de una pequeña fortuna privada.
Sin embargo, recibió algo de bálsamo para su herida cuando, un par de años antes, se dejó nombrar párroco, o «párroco decano», como obstinadamente se hacía llamar por sus feligreses. En esta situación, su acumulada fuerza comercial adquirió un campo adecuado, y el sentimiento de su propia valía se indemnizó allí de todas las ofensas sufridas. Desde ese día, él vivía, y respiraba en viejos rescriptos y párrafos de la ley, redactaba con apasionada solicitud escritos de varias horas, dirigidos a las autoridades de la diócesis y el consejo provincial, exponiendo sus puntos de vista; enviaba en toda ocasión a los pastores que de él dependían informes detallados, y era, sobre todo, el terror de los maestros de escuela de su jurisdicción, a los cuales perseguía con interminables listas de informes y esquemas, cuyo cumplimiento les imponía con la exigencia de la más estricta exactitud.
Con todas estas disposiciones de organización entretuvo también durante el té a su capellán, dándole a entender que, si él había pedido ayuda para su actividad ministerial en la parroquia, era para poder dedicarse a estas tareas más enojosas.
El capellán Hansted seguía sin despegar los labios. Permanecía sentado escuchando a su superior, mientras desmigaba el pan en la servilleta, sin saborear nada. Sin embargo, ni siquiera hizo el menor gesto que demostrase que se hallaba a disgusto allí. Al contrario, había una expresión de alegría y agradecimiento en sus brillantes ojos de dulzura infantil cuando, de vez en vez, levantaba la vista y la dejaba resbalar por la estancia para, al final, pasarla ligeramente por la hija de la casa, que estaba detrás de la tetera, de cuyo interior salía vapor, indicando que el té estaba a punto de hacerse.
La señorita Rangilda Tonnesen era, lo mismo que su padre, un tipo elegante y, en general, el fiel reflejo de su progenitor. Tenía como él, ojos grandes y expresivos, un poco más brillantes; la misma nariz meridional, y la misma boca sensual. Pero su figura era esbelta hasta casi llegar a la delgadez, y ni siquiera había heredado el sano y moreno color de cara del pastor Tonnesen. Su piel tenía la palidez de una señorita provinciana. En la mejilla izquierda tenía dos lunares pequeños.
Rangilda tenía veintiún años. Era el único vástago de Tonnesen. Si, a primera vista, daba la impresión de ser algo mayor, se debía, en parte, a su carácter altivo y seco, que indicaba que ella había tenido siempre el gobierno de la casa de su padre. Todavía era una niña cuando Tonnesen perdió a su mujer, siendo esta pérdida la que le movió a dejar el cargo de profesor adjunto en un centro de enseñanza y buscar en el silencio de una casa eclesiástica rural consuelo y tranquilidad para sí y para su hija.
IV
Estaban a punto de levantarse de la mesa, cuando la vieja y coja criada de la casa, asomando la cabeza, anunció que fuera a la puerta, había un trineo con una persona que tenía necesidad absoluta de hablar con el párroco.
—¡A estas horas! —exclamó éste, frunciendo el entrecejo en señal de mal augurio—. ¿Qué desea, Lona?
—¡Ah, eso no lo sé! —contestó acremente la vieja criada—. Sí; dijo que había una persona muy grave y que tenía que llevar al párroco.
—¡A un enfermo! ¡Con este tiempo! ¡Y de noche! ¿Quién puede ser esa persona, Lona?
—¡Y yo qué sé…! Dice que es hijo de Anders Jorgen, de Skibberup.
—¡Ah, vamos…! ¡Santo Dios! ¿Conque el viejo Anders Jorgen está para morir? ¿Dónde está el mensajero?
—Yo lo pasé al despacho.
El párroco apuró su copa, se limpió la barbilla con la servilleta y se levantó.
En el camino a través del salón sacó del bolsillo de atrás un casquete de seda negra, con el que solía cubrirse la cabeza antes de presentarse ante un feligrés. Después de haber anunciado su aparición con una fuerte tos, entró en el despacho, u «oficina de estudio», como se complacían en llamarle los feligreses.
—Buenas tardes —saludó el pastor, estrechándole la mano—. ¿Eres tú quién quiere hablar conmigo?
Como respuesta recibió un signo, y después, un tímido sí, apenas perceptible.
—¿Cómo te llamas, amigo mío? —prosiguió, animándole, el párroco.
Se oyó un momento rechinar los dientes; luego, con calor y rapidez:
—Ole Cristian Julius Andersen.
—¿Eres hijo del viejo Anders Jorgen, de Skibberup?
—Sí.
—Entonces, tú eres aquel a quien el año pasado estuve preparando para la confirmación, ¿no?
—Sí; es verdad.
—Y vienes a pedirme que vaya a preparar a tu anciano padre… Me parece haber oído que desde hace algún tiempo no está bien.
Al oír estas palabras, un estremecimiento recorrió el cuerpo del joven, que empezó a andar intranquilo, mientras su gorro de piel corría como una rueda entre sus manos.
—Es un poco tarde, y las circunstancias no son favorables —continuó, impertérrito, el párroco—; pero, en vista de lo grave del caso, habrá que… ¿qué ocurre? ¿Quieres decirme algo? ¿Se puede pasar? ¿Está quitada la nieve del camino de la parroquia?
—Sí…; pero…
—¿Tampoco hay obstáculos allá abajo, en la cuesta?
—Están trabajando los quitanieves…
—Bien. Vete junto a los caballos y está preparado. Yo en seguida estaré listo.
Dicho esto, el párroco le volvió a estrechar la mano y volvió al gabinete, sin fijarse en el par de ojos salvajemente abiertos con que el joven le miraba desde la puerta.
Al entrar Tonnesen en el gabinete y ver allí al capellán, que en aquel instante acababa de venir, junto con Rangilda, procedentes del comedor, pasó por su cara un resplandor.
—¡Oiga, tengo una idea! —exclamó con viveza—. Ya ha oído usted, señor Hansted, que acaba de llegar un mensajero de parte de un anciano enfermo de nuestro anejo, que desea prepararse a bien morir. En verdad, no puedo imaginarme mejor ocasión que ésta para que usted comience su labor. Yo conozco bien al viejo…; siempre ha sido un hombre muy honrado y trabajador, y seguramente le bastarán dos palabras de consuelo corrientes. Estoy convencido de que esto no tendrá para usted la menor dificultad.
La petición del párroco puso al joven pastor en visible situación embarazosa. Dos veces se le cambió el color de la cara y comenzó a balbucir disculpas. El párroco le había prometido ayudar al principio, hasta que se fuese acostumbrando, le recordó el joven, añadiendo que, además, no estaba preparado…
Pero el párroco le cortó, rápido:
—¡Oh!, esto no tiene importancia ninguna. Por el camino puede ir pensando las palabras que va a decir. Yo siempre lo hago así; y, como le digo, en este caso lo que se necesita son unas cuantas palabras de consuelo corrientes. Animo, querido amigo; con esto es suficiente. Basta con meter el ritual en la cabeza y no confundirse. ¡Vaya con Dios, querido amigo! Y cuente siempre con su bendición.
Después de estas palabras, el capellán no puso objeción ninguna y subió a su aposento a revestirse.
V
Un cuarto de hora después partió el capellán. La casa parroquial volvió a sus acostumbrados silencio y paz. Rangilda andaba por el salón poniendo en orden las cosas para la noche. Cerró el gran piano de cola, que estaba en un rincón, debajo de un busto de Beethoven coronado de laurel; guardó el cuaderno de música en el armario, y le rascó el cuello al loro, medio dormido ya; luego se sentó a la mesa, ocupando su sitio de costumbre, debajo de la pantalla de seda verdemar de la lámpara y volvió a su labor de bordado.
Mientras tanto, el párroco había cebado su pipa y comenzó a ir y venir por ambos cuartos. De cuando en cuando miraba de reojo a su hija, al tiempo que lanzaba por un extremo de la boca espesas nubes de humo. Finalmente se paró delante de ella, con una alegría un tanto artificial.
—Que, Rangilda; ¿qué te parece a ti nuestro nuevo huésped?
La cara de Rangilda adquirió una expresión más hermética aún. Era evidente que le molestaba la pregunta.
—¡Oh! Desde luego, da la impresión de ser muy inteligente —dijo, indiferente.
—¿Verdad que sí? Me parece también que en él hay una sencillez bienhechora…, algo de candor infantil, que en nuestro tiempo es realmente una cosa rara. Hoy día hay jóvenes de veinte años, que ya son tipos viejos, cansados de la vida… Me alegro, Rangilda, de que pienses lo mismo acerca de él. De ahora en adelante es nuestro cotidiano compañero de casa.
La joven frunció el entrecejo.
—Lo más importante —dijo ella brevemente— es que tenga las debidas cualidades para su labor. Eso ya se verá.
—¡Claro, claro! —exclamó el párroco, continuando su paseo—. En esto estoy de acuerdo contigo; completamente de acuerdo… ¡Eh! ¿Qué es esto? —cortó, mirando su reloj—. Ya es hora; tengo que ir a mi tarea.
Besó a su hija en la frente y se fue a su cuarto.
Apenas había cerrado la puerta tras sí, cuando rechinó la que comunicaba con el comedor, y apareció en el umbral la cara oscura de la vieja y coja criada. Al ver que la joven estaba sola se deslizó en el cuarto y se puso a hacer algo junto a la chimenea, volviendo continuamente la cabeza atrás y mirando a Rangilda con ojos curiosos. Finalmente se acercó a la mesa.
—¿Qué? —susurró, entornando los ojos—. ¿Qué le parece él?
—¿Quién? —preguntó Rangilda, levantando la cabeza y mirando con ojos duros a la vieja criada.
—¿Quién va a ser? ¡El capellán!
Los ojos gris azulado de Rangilda lanzaron un rayo, que presagiaba un trueno suave. Pero en el mismo instante recapacitó; apagó su ira, forzó una sonrisa y contestó aprisa, como si su corazón estuviese rebosante de alegría:
—¡Oh, sí, Lonita! Estoy encantada. Ya estoy enamoradísima de él. Mañana nos prometemos, y el jueves pensamos celebrar la boda. Y si el domingo en ocho quieres darnos, Lonita, el placer de venir a nuestra casa, que ya habré dado a luz, para llevar a bautizar a nuestro primogénito, mi marido y yo te lo agradeceremos… ¿Estás satisfecha?
La vieja criada avanzó al maxilar inferior y se volvió, gruñendo, hacia la puerta.
VI
Mientras tanto, el joven capellán ya había recorrido un buen trecho del camino de Skibberup. El apuro que le había entrado en los primeros momentos ante la inesperada petición del párroco fue desapareciendo poco a poco. Estaba muy animado. Se había reclinado hacia atrás en la gran silla, desde la cual contemplaba, sorprendido, el dilatado paisaje invernal. El aire estaba en calma desde la puesta del sol; el cielo tenía un color azul oscuro y estaba sembrado de estrellas. Unicamente a Poniente quedaba todavía un recuerdo de la tempestad, en forma de un largo banco de nubes, sobre el cual se curvaba el cuerno dorado de la luna.
Toda esta visión provocaba en el capellán casi como una revelación en sueños. Él era hijo de Copenhague, y sólo conocía el invierno por el denso humo de carbón, por la bruma y el fango de la ciudad. Todavía hacía día y medio que había recorrido las calles de Copenhague, cubiertas con una gruesa capa de lodo, ensordecido por el ruido de los coches de punto, por el chirrido de los tranvías y por los gritos estridentes de los vendedores de mejillones y demás moluscos…; y ahora estaba sentado, cubierto con la gran pelliza de piel de oso del párroco, y corría por una tierra de aventura, un aéreo país de hadas, donde los árboles y los arbustos se elevaban sobre el terreno como corales blancos azulados, mientras el trineo seguía avanzando, meciéndose en silencio, como si planease sobre alas largas y suaves.
De pronto se sintió conmovido. La imagen de su madre, muerta, subió a su alma y le llenó los ojos de lágrimas. Él sabía que el mayor deseo de ella era vivir este día y sintió en este momento con más fuerza que nunca que, después de Dios, había sido ella quien le había animado a seguir la llamada como predicador de la santa palabra…: ya de nada servía que su querido padre, consejero de Estado, moviese la cabeza ante su «extraña idea». ¡La suerte estaba echada! Su alegre hermano, teniente de la Guardia, podía ir ahora por la calle sin temor a encontrarle con un sombrero que no era precisamente de última moda, o con un conocido que «no pertenecía a la sociedad». Y su buena hermanita, señora del cónsul general, tampoco necesitaba ya derramar lágrimas por su falta de tono social… Manuel se había marchado: el «seminarista» estaba fuera y seguramente tardaría en volver.
No; él no quería volver. Se sentía muy feliz atravesando los extensos campos nevados, de un brillo azulado, y tenía la sensación de haber subido de un pozo oscuro y profundo a una tierra muy próxima al cielo. Sobre el campo, a la redonda, se veían pequeños resplandores rojizos, procedentes de las iluminadas ventanas de las chozas, que brillaban en la nieve como estrellas caídas. Sobre la Naturaleza descansaba una paz sobrenatural. Bajo el arco del cielo no se oía más ruido que el producido por los oxidados cascabeles de los caballos; pero en el silencio infinito resonaba este tintineo como un clamor de mil voces, como si el aire estuviese lleno de campanas invisibles.
Cruzó las manos sobre el pecho y quedó sumido en meditaciones… ¡Allí estaba, pues, su casa! ¡Por estos campos tendría que andar; entraría en aquellas chozas como siervo elegido del Señor…! ¡Oh, que fuese digno de la gran misión que se le había confiado! ¡Que tuviese la gracia para impartir bendiciones y llevar la paz de Dios, aunque no fuese más que a un solo cuarto de un pobre!
Tan lleno estaba de estos pensamientos, que ni siquiera se fijó en que el joven cochero volvía repetidas veces la cabeza hacia él, como si quisiera hablarle, y luego se hundía de nuevo, a toda prisa, en su gran chaquetón, como si no se atreviese. Pero de pronto fue arrancado a sus pensamientos por un grito fuerte, emitido a un tiempo por muchas voces. El trineo se había metido en un camino hondo, donde la nieve se había amontonado en tal cantidad con la ventisca, que los caballos tenían que moverse paso a paso a través de un muro de nieve de un codo de altura, apartada a ambos lados. El cochero detuvo momentáneamente los caballos, y a la luz del último resplandor de la luna, que todavía miraba por encima del banco de nubes, vio el capellán a un grupo de quitanieves que, a cincuenta varas delante de él, trabajaban con afán. Un poco más cerca, a unos veinte pasos, había otro grupo de hombres que empuñaban palas. Éstos eran los que habían parado el trineo, gritando unos a otros.
—Hay que esperar un poco… Hay mucha nieve aquí… Dentro de un momento estará todo libre… ¿Quiénes son ustedes?
—Yo soy el sacerdote —contestó, un poco cortado, el capellán, pues era la primera vez que se daba este título en voz alta—. Vamos a ver aun enfermo.
El sonido de sus palabras hizo levantar la vista a los quitanieves, que, estirando el cuello y finalmente la cabeza, se pusieron a hablar en voz baja. Finalmente, uno de ellos se puso delante de los caballos y entabló en voz baja conversación con el cochero. Pronto se puso en movimiento todo el grupo. Por ambos lados se acercaron indecisos al trineo. La mayoría de los hombres eran tipos pequeños y fornidos, cuyos ojos brillaban como escamas de arenque en sus caras rojas. Algunos avanzaban contoneándose en grandes botas marinas; otros calzaban zuecos de madera y largas medias de lana, que sobresalían por encima de los pantalones, cubriéndoles las rodillas. Casi todos llevaban grandes capuchas de cuero, con aletas que les tapaban las orejas.
El capellán Hansted se sintió un poco incómodo al verse de pronto rodeado por aquella multitud de extraños que le miraban ávidos, curiosamente. Pensó si debía hablarles, pues, sin duda, eran sus feligreses.
En esto se destacó del grupo un individuo alto, de barba negra; un gigante entre los demás, y, evidentemente, el que solía tomar la palabra entre ellos. Con sus poderosos dientes blancos quitó de su mano derecha un guante de una pulgada de grueso y dijo con voz fuerte:
—Perdone… Somos de Skibberup y hemos oído que usted es nuestro nuevo capellán… Y por este motivo nos permitimos darle la bienvenida. ¡Bienvenido, señor pastor Hansted!
En esto se adelantaron aprisa los demás, y antes que el capellán se diese cuenta, se vio rodeado por completo de una docena de grandes puños rojos, tendidos hacia él en señal de sincera y cordial bienvenida.
Se quedó perplejo un momento. De buena gana hubiese dicho algo, sobre todo al notar que ellos así lo esperaban. Pero no pudo encontrar más palabras que «gracias, gracias…», según les iba estrechando las manos tendidas.
En aquel momento gritaron los quitanieves que el camino estaba libre. El cochero soltó los frenos, y el trineo se puso en movimiento.
En el último instante le vinieron a la mente estas palabras.
—¡Adiós, amigos…, y gracias por vuestra bienvenida! Celebro haber encontrado hombres que me hayan quitado la nieve del camino. Espero que todo irá bien entre nosotros.
—¡Eso queremos! —contestaron muchas bocas.
—¡Y eso necesitamos! —respondió en el fondo del grupo una voz profunda, amenazadora, que fue seguida de un murmullo de aprobación.
Estas palabras y el tono especial con que fueron pronunciadas sorprendieron al capellán. «¿Qué querrán decir con eso?», pensó, mientras el trineo volaba de nuevo, meciéndose sobre la nieve. Entonces le vinieron a la mente las palabras del párroco sobre las perturbaciones de la parroquia, y se sintió presa de ligera melancolía. Conque ¡aquí también había lucha y discordia!
Poco después llego el trineo a Skibberup. Al ver las primeras casas se asustó…; por el camino se había olvidado completamente del enfermo, y todavía no había pensado lo que iba a decirle. Pero se tranquilizó muy pronto. El encuentro con los quitanieves le había infundido confianza, y no dudó de que el Señor le inspiraría en el momento decisivo las palabras precisas.
VII
Skibberup estaba situado en una hondonada, rodeado de una corona de recias colinas, que sólo se abría hacia el Este, en dirección al próximo fiordo. Lo primero que llamó la atención del capellán fue el gran número de casuchas insignificantes que formaban la mayor parte de la aldea. Apenas se veía allí un auténtico caserío campesino; pero alrededor de un gran charco, que, en medio de la blanca nieve, reflejaba el cielo estrellado en su agua oscura, había cincuenta chozas agrupadas pintorescamente bajo las colinas, algunas metidas en la misma pendiente. Parecía una aldea de pastores en torno de un lago de montaña. Por lo demás la aldea sólo se veía a medias, a causa de las enormes masas de nieve que el temporal había traído del fiordo. De muchas casas no se veía más que un par de maderos de la cubierta y un tubo de chimenea lleno de hollín. Puntos aislados emitían todavía luz a través de las ventanas. En el umbral de una puerta había un anciano con una muleta; que agitó, gozoso, su capucha en el momento en que el capellán pasó ante él.
El trineo se detuvo ante una casita un poco aislada en la parte sur de la aldea. Las puertas de entrada, alquitranadas, estaban abiertas; del dintel colgaba una linterna soñolienta, que giraba lentamente alrededor de un cordel. A la luz de esta linterna se apeó el capellán, pues el patio estaba tan lleno de nieve, que el trineo no pudo avanzar por un pequeño sendero, y se dirigió a la casa. Por todas partes reinaba un silencio de muerte. Solamente de la cuadra llegó el ruido de un roce suave de unas trabas de hierro, y de detrás de un muro subió el maullido de un gato. Pero en el momento de entrar en el cuarto inmediato al del enfermo oyó que se abría una puerta allí dentro y que una voz de mujer decía apresuradamente:
—Me parece haber oído las campanillas… Ya está aquí el párroco.
Llamó a la puerta, y un momento después se encontró dentro de una habitación baja y lóbrega, amueblada a la antigua, con ventanas pequeñas, techo de vigas y piso de barro oscuro. En la esquina de una mesa de madera de encina ardía una vela con el pabilo curvado. Al entrar se puso en pie un hombre bajito, algo anciano, de melenas erizadas y canosas, y sobre su chata nariz, unos anteojos de latón verdegrís. Estaba sentado, leyendo un periódico, que ahora, visiblemente apurado, se apresuró a meter debajo de la mesa; y cuando se dio cuenta de que llevaba puestos los anteojos se los quitó de los ojos con un gesto de contrariedad, como si fuese cogido en una extravagancia. Pero luego, al acercarse al párroco, se echó de pronto hacia atrás, asustado, y miró con la boca abierta al hombre desconocido que estaba junto a la puerta y le daba las buenas tardes con voz amistosa.
—No se asuste —dijo el capellán, acercándose—. Soy el representante del párroco, su capellán, y vengo a verle a usted con motivo de su aviso…
En aquel instante se abrió la puerta que comunicaba con el cuarto de al lado, y entró una mujer robusta, de mediana edad, pelo gris acero y rubio, ojos saltones. También ella se detuvo, sorprendida y midió un momento al desconocido sacerdote con una mirada no amiga precisamente. Pero de pronto recorrió su cara una sonrisa abierta y acercándose resueltamente al capellán y tendiéndole su gorda mano, le dijo con voz sincera y dulce:
—¿Es posible que sea usted nuestro nuevo capellán…? ¡Oh, entonces le damos nuestra más cordial bienvenida…! ¡Jamás me había imaginado tanto bien…! Conque ¿es usted de veras él…? ¡Oh, sería lo más dichoso…! ¡Nuestro nuevo sacerdote…! Desde luego, lo parece usted… Así, precisamente, me lo había figurado… ¡Oh, sería una dicha muy grande…!
Se había ido acercando a él, con ambas manos descansando sobre el abultado vientre, repitiendo sus exclamaciones mientras, entusiasmada, le contemplaba de pies a cabeza.
El capellán, que terminó por sentirse un poco molesto por este examen de su persona, preguntó dónde estaba el enfermo.
Pero ella no sabía dar fin a su alegre sorpresa ni apartarse de su contemplación. Sólo cuando el marido le tiró por detrás un par de veces de la falda contestó a la pregunta del capellán.
—¡Ah!, sí; muchas gracias —dijo, cambiando de tono y mirando hacia la puerta, que había dejado entreabierta tras sí—. Bueno; la cosa va mejor, gracias a Dios. Pero a mediodía estaba sencillamente muy mal, y como el tiempo mejoró, nos pareció que lo mejor era dar aviso al párroco… Pero quizá seria mejor dejar así las cosas, ya que no hay peligro…, y es mucha molestia para el sacerdote salir de noche y con estos caminos.
—¡Oh, no se preocupe! —le interrumpió el capellán—. Por mí, nada. Ustedes me llaman cuando sea, que siempre me tendrán a su disposición. Y si a ustedes les parece y el enfermo está visible, entonces…
La mujer abrió con cuidado la puerta que comunicaba con el cuarto de al lado, y los tres entraron en silencio en una habitación oblonga, débilmente iluminada, un escalón más baja que el cuarto de estar. A la cabecera de un lecho ancho que ocupaba el largo de la pared había una mesita con una lámpara de noche, un frasco de medicina y un salterio. En el lecho yacía una joven de pelo castaño oscuro, con los párpados completamente cerrados y un oscuro color rojo de fiebre en las mejillas.
El joven sacerdote se volvió, extrañado, y exclamó:
—Pero… ¿qué es esto?
—Es nuestra hija —contestó la mujer, mirándole sorprendida.
—¿Cómo…? Pero si el párroco dijo… —el capellán comenzó a balbucir. Por vergüenza, daba constantemente la espalda al lecho, pues la joven, como campesina que era, sólo cubría su cuerpo con una camisa, y en el rigor de la fiebre, había echado sobre el edredón sus brazos desnudos—. ¡Pero si era un anciano el que estaba enfermo…! El párroco dijo que… ¿No se llama Anders Jorgen?
—¿Yooo? —contestó el marido al oír su nombre, y mirando perplejo con sus ojillos medio ciegos—. Gracias por la pregunta… pero, por lo demás, me encuentro muy bien.
—¡Oh! Entonces, aquí tiene que haber un error…
—Sí; es nuestra hija Hansine —continuó la mujer.
Y se puso a contar que la enfermedad había comenzado hacía tres días, con dolores de espalda y de riñones. Al principio creyeron que no tenía importancia; pero luego, los dolores pasaron a la nuca, y la noche anterior se había puesto de pronto tan mal, que habían tenido que traer al médico. Este se había encogido de hombros, y todavía a mediodía había dicho que el mal podía seguir aumentando… Pero ahora creían que lo peor había pasado.
Durante esta explicación, el capellán había tenido tiempo de recobrarse. Sin embargo, sentía cierta vergüenza de su comportamiento y, concentrando su pensamiento en el sagrado acto que iba a realizar, se acercó de nuevo al lecho de la enferma.
En aquel instante se despertó ésta, abriendo un par de ojos de color azul oscuro, que en el delirio de la fiebre se fijaron en el capellán con una mirada vaga, ininteligente. La madre se inclinó hacia ella y le dijo quién era. Entonces, la joven lanzó un suspiro largo, como de alivio, y volvió a cerrar los ojos, con una expresión que parecía decir que había estado deseando este momento y que se hallaba preparada.
La madre arregló cuidadosamente el edredón en torno de ella, tomó de la mesita el salterio y se sentó en la silla a la cabecera, para ayudarle cuando bebiese del cáliz. El anciano padre se había colocado piadosamente, erguido, a los pies del lecho, y en el último momento entró también el joven, que se quedó quieto, junto a la puerta, con los labios trémulos de comprimida emoción, mientras sus ojos, muy abiertos, miraban fijos el sagrado pan y el pequeño cáliz de plata, que el capellán había sacado del estuche, colocándolos en la mesita, debajo de la lámpara.
Todo estaba en silencio. Solamente se oía el pesado tictac de un reloj de pared que colgaba de un gancho y la respiración fatigosa de la enferma.
El joven sacerdote se había acercado al lecho y rezaba con las manos juntas.
Pero bien fuese por ver a la joven, o por la emoción que le producía la sagrada ceremonia, o bien por la transición brusca del aire fresco y helado al sofocante cuarto de la enferma…, el caso fue que no pudo coordinar una frase en su cerebro. Un extraño vértigo se apoderaba de él con fuerza creciente; la lengua no acertaba a hablar, y sintió que en su frente comenzaban a aparecer gotas de un sudor frío. Una angustia de muerte hizo presa en él…
Entonces le vino a la mente un pequeño poema, una plegaria de la tarde, que su madre le había enseñado cuando era muy niño.
Durante muchos años, este poema había dormido en el olvido; pero en aquel momento bajó a él, como un ángel libertador que descendiese del Cielo. Tuvo la sensación de que alguien se había colocado en silencio a su lado y que le cogía la mano. Como si otro las dijera, escuchaba sus propias y cálidas palabras sobre la gracia del Señor, sobre la bondad de Dios, sobre la muerte de Jesús por los pecados de los hombres. Sin embargo, las conocidas frases del ritual parecían nuevas y vivas en su boca, y, finalmente, al poner su mano sobre la frente de la enferma para absolverla de sus pecados, sintió con toda el alma estremecida que en aquel momento, a través de él, se comunicaba el omnipotente espíritu de Dios.
VIII
Aquella misma noche, en el lujoso cuarto azul celeste del alcalde de la parroquia, Jensen, estaban sentados cuatro hombres, jugando a las cartas. Eran, además del anfitrión, el veterinario de la parroquia, Aggerbolle; el viejo maestro de escuela Mortensen, y el comerciante Villing. Los cuatro, de Vejlby.
Estaban sentados a aquella misma mesa desde las diez de la mañana, sin más interrupciones que las que impusieron las horas de las comidas. En aquel momento eran las tres. Dos veces se habían consumido completamente las luces, y cuatro veces, en el curso de la tarde, se había traído de la cocina grog nuevo y caliente. Sin embargo, parecía que nadie pensaba aún abandonar el juego, aunque el alcohólico coñac, el humo de la estufa, al rojo, y las espesas y azules nubes de humo del tabaco, que los hacía semiinvisibles los unos para los otros, había aflojado evidentemente sus ímpetus.
No se hablaba una palabra de más. Se jugaba medio mecánicamente, y medio mecánicamente se recogían las bazas. Hasta los ojos de tinta del pequeño Villing, que siempre andaban tratando de ver las cartas de los compañeros, sobresalían, fijos y colorados, de la gorda cabeza, como en una platija muerta; y de hecho, el juego continuaba sólo porque se carecía de la necesaria fuerza de voluntad para ponerle punto final.
El único que todavía se mostraba valiente era el viejo maestro de escuela, Mortensen. Pero era que este hombre había nacido «jugando a cartas», como se decía de él. Desde el momento en que extendía los amplios faldones de su levita para tomar asiento hasta que se le decía con toda claridad que el juego tenía ya que terminar, estaba el venerable viejo rígidamente sentado, con su cabeza, blanca como la plata, ocultando la fiebre que le producía la vista de las cartas y del dinero, bajo una imperturbable seriedad. De cuando en cuando se pasaba un pañuelo de seda rojo por la frente, que en los momentos críticos se cubría de sudor; y si alguna vez, después de una madura reflexión, se arriesgaba a un «preguntado», cerraba al mismo tiempo los ojos, como si en silencio añadiese: «En el nombre de Jesús».
A su derecha estaba sentado el anfitrión, Jensen, que luchaba desesperadamente con el sueño. Era un campesino fuerte, gordo con una cara muy colorada, de la que colgaba sobre la boca una nariz rojiazul como pico de pavo. Era el «rico» de la comarca, y tanto su actitud como su vestimenta denotaban que él se consideraba algo más que un campesino corriente. Sus compañeros de juego le solían llamar también «propietario Jensen», o señor Jensen; y en su alegría por este motivo y por haber aprendido este juego del lummer, propio de su condición, les permitía desplumarle tranquilamente: es más, se sentía francamente halagado por la sucia solicitud con que iban por sus monedas, y les echaba las coronas con un gesto alegre, como si echase pienso a una piara de cerdos.
Frente al maestro estaba sentado el veterinario, Aggerbolle, un tipo fuerte, ancho de hombros, con pelo y barba largos de color rojo oscuro salpicados aquí y allá de pequeños mechones grises. Estaba sentado, con la mano debajo de la barbilla, sumido en oscura y apática meditación. De cuando en cuando se pasaba la mano por sus espesas melenas y se golpeaba la frente, lanzando amargas maldiciones. Las copas de grog se le habían subido a la cabeza, y esta tarde no había tenido suerte. De los chelines de plata del alcalde sólo había ido al bolsillo de su chaleco una parte, que estaba desapareciendo a toda prisa; y para el veterinario Aggerbolle, el juego de cartas no era un alegre pasatiempo, como para los otros, sino una lucha a muerte por la existencia.
Cada mañana, con una solemne promesa que se hacía a sí mismo y a su mujer todos los días, salía de su casa, en su cabriolé sucio de barro de los caminos, este hombre abrumado por las condiciones económicas. Salía con la firme decisión de ir a visitar a todos sus clientes; pero rara vez pasaba del primer caserío donde había posibilidad de echar una partida y ganar dinero. Su vida era una caza constante tras uno o dos billetes de diez coronas, que necesariamente tenía que pagar antes de veinticuatro horas al carnicero, panadero o zapatero; y como los clientes visitados no le pagaban al contado, jamás resistía a la tentación de intentar echar mano a la bolsa de la fortuna para salir de su apuro.
De pronto comenzaron a crujir debajo de la mesa las botas del maestro de escuela Mortensen. Detrás de las cejas plateadas, su seria mirada bizcó, intranquila, un platillo con veinticinco ores[1], llamado «platillo solo».
Continuamente se pasaba el pañuelo por su cara pálida; finalmente, cerrando los ojos, dijo en voz baja:
—¡Sólo al platillo!
Se agitaron los soñolientos cuerpos. El veterinario levantó su pesada cabeza y le miró con reprimida exasperación.
—¿Cómo se llama? —gruñó.
—Trébol —cantó con voz de sacerdote celebrante el maestro de escuela, que había dejado sus cartas boca abajo encima de la mesa, con las manos puestas sobre ellas, con el mismo gesto como cuando los domingos leía en la puerta del coro.
Se miraron en silencio. El veterinario se dispuso a luchar al aire libre; echó un trago y pasó su mano, velluda, por la barba. Sus ojos estaban rojos como los de un toro. Quería intentar, una vez más, un combate con la suerte. Porque si ganaba aquél sólo se terminaba el juego, y con él se le iba toda esperanza por aquella noche.
Mortensen tenía de triunfo «tres matadores, pequeños espadas»; tenía, además, el rey, la dama y el tres de copas y dos pequeñas espadas. Era mano, además. Como un prudente general, retuvo el rey de copas; después de haber arrastrado con un matador, mandó primero la dama al combate. El veterinario, que era renuncio, no se dejó engañar, sin embargo.
—¡Es un fariseo! —gruñó, e hizo una baza con triunfo.
En la frente de Mortensen ya comenzaban a asomar las primeras y brillantes perlas de sudor.
El veterinario jugó una pequeña espada; el comerciante mató con el rey; Mortensen tuvo que asistir.
Pero entonces Villing volvió a jugar copas. Mortensen asistió con su rey; el veterinario mató sin triunfo, levantó la baza y jugó el caballo de espadas.
Mortensen, que había visto que Aggerbolle tenía todavía el rey, tercero en triunfo, comprendió entonces que estaba perdido. Sus botas dejaron de hacer ruido, y su cara se puso blanca, como una máscara de yeso.
Entonces, sin ser notado, dejó caer en su pecho la pequeña espada con que tenía que asistir, y de allí la dejó resbalar entre las rodillas, cayendo al suelo; luego le puso el pie encima. Al mismo tiempo mató el caballo con un triunfo pequeño e hizo baza. Luego echó sobre la mesa sus dos matadores y sus tres de copas, con tal rapidez, que tuvo ocasión de sustituir, sin ser visto, la carta que le faltaba por otra de las bazas que había ganado. En medio de la confusión general, nadie reparó que el seis de triunfo de otra baza suya volvía a la última.
Con sorpresa de todos, Mortensen ganó su solo. El juego terminó definitivamente.
En aquel mismo instante, el dorado reloj del escritorio dio las cuatro. Con una suave sonrisa, juntó Mortensen sus monedas, cuidadosamente apiladas, y las metió en una vieja bolsa de cuero, que luego guardó en el fondo del bolsillo del pantalón, abotonándolo con mucho cuidado.
En aquel momento apareció en la puerta que daba al cuarto de al lado la pequeña mujer del anfitrión, que había estado sentada y durmiendo junto a la chimenea, envuelta en un gran chal de lana. Con una voz apenas perceptible, que debió de parecer distinguida, y un torpe movimiento de su mano marchita rogó a los señores que pasasen a tomar «un pequeño refrigerio». Al mismo tiempo se levantó también el alcalde y repitió la invitación:
—Tengan la bondad, señores. Un pequeño refrigerio, señores… Al cuerpo le sentará bien, después de tanta fatiga.
El pequeño refrigerio, que fue servido en el cuarto de al lado, consistió, nada menos, que en tocino en escabeche, jamón al horno, salchichón, huevos al plato, pastel de hígado, diversos manjares ahumados, además de carne de vaca con cebolla. Todo ello acompañado de copiosas libaciones de aguardiente y cerveza de Baviera. Aunque los huéspedes habían tomado cuatro sólidas comidas en el curso del día y de la noche en la misma mesa, se sentaron muy complacidos en torno a los manjares y aligeraron, sucesivamente y muy bien, tanto la garrafa de aguardiente como los colmados barriles. Al final se sirvió café con coñac.
En medio de la comida lanzó Aggerbolle un terrible juramento y golpeó contra la mesa su copa de aguardiente, que acababa de vaciar, rompiéndole el pie. De pronto se había acordado de una vaca enferma que había prometido ir a ver. Allí se dirigía precisamente por la mañana cuando, por desgracia, había caído en casa del alcalde. Éste le había propuesto inmediatamente ir a buscar al maestro y al comerciante para echar una partida, y como Aggerbolle tenía mucha necesidad de algunas coronas para pagar una cuenta pendiente, se dejó convencer en seguida, con la esperanza de poder ganar en un par de horas lo que necesitaba. Y durante el juego se había olvidado de la vaca enferma y del resto del mundo.
Se encerró en una apatía completa. Sin darse cuenta, vaciaba vaso tras vaso y, finalmente, cayó sobre el respaldo de la silla, con la boca abierta despertándose cuando Villing, poniéndole la mano en el hombro, le dijo:
—Vamos, Aggerbolle… ¡Son las cinco!
IX
Cuando Mortensen se acostó en su casa, en su blando lecho de pluma, juntó las manos sobre el edredón y rezó un padrenuestro. A su lado yacía su mujer, que, medio dormida, volvió su grande y pesado cuerpo, de tal modo, que la cama crujió debajo de ella. Finalmente se despertó, de tal manera, que con voz gangosa pudo decir:
—¿Ganaste algo, Mortensen?
Mortensen terminó tranquilamente su padrenuestro y contestó:
—Doce coronas, querida.
Y se quedó suave y pacíficamente dormido.
Entretanto, también Villing había llegado a su tienda, que estaba casi en el centro de la aldea, cerca del charco. Había recorrido el camino medio dormido; pero al entrar en la tienda y percibir el acostumbrado olor del jabón, pasas, café y tabaco de mascar, en seguida se despabiló. Se quedó un momento en pie a oscuras, aguzando el oído para recibir el seguro ronquido que sonaba en el interior de un pequeño cuarto detrás de la tienda, donde dormía el dependiente. Luego encendió un cabo de vela que le esperaba en el mostrador, contó en silencio los chelines del cajón, recaudados durante el día, examinó las marcas de papel colocadas furtivamente delante de los cajones de pasas, miró los tragaluces del techo y metió la luz en la cueva. Sólo cuando de este modo se convenció de que nada anormal había ocurrido se fue a acostar.
Su joven mujer se incorporó en la cama, se frotó los ojos y comenzó inmediatamente a hacerle un relato circunstanciado de todo lo que durante el día había ocurrido en la tienda: le contó que el molinero había venido con sémola, que Hans Jensen le había comprado un barril de aguardiente; del viejo Soren Skredder, a quien ella había escrito pidiéndole una libra de azúcar cande, etc. Ella era un tipo rollizo, con una cara infantil, redonda y sonrosada, enmarcada por un gran gorro de dormir de mujer vieja.
Mientras, Villing se despojó aprisa de sus ropas, murmurando de cuando en cuando en alta voz:
—Bien…, muy bien, mujercita…, muy bien hecho, amiguita —y, dando vueltas por el piso en escarpines y calzoncillos como si anduviese a la caza de su propia sombra, la cual ora se agazapaba como un sapo en un rincón, ora trepaba como un espectro por las bajas paredes de la pequeña alcoba.
Y así se acostó. Pero todavía mucho después de haber apagado la luz marido y mujer estuvieron hablando, bajo las mantas, sobre los precios del café y de la harina, sobre el crédito, etcétera. Incluso en sus momentos más libres no podían estos dos juiciosos seres quitar de sus cabezas el pensar en su tienda y en su negocio. Se abrazaron con esperanzados cálculos sobre ingresos y ganancias; sus besos fueron el sello de negocios logrados. Y cuando, por fin, se quedaron dormidos y sus cabezas descansaban la una al lado de la otra sobre la almohada, su sueño se llenó de bellas imágenes de largas hileras de táleros, grandes almacenes y pesados libros de caja…
La casa del veterinario Aggerbolle era la más alejada de las tres.
Era una casa descuidada, separada de la aldea algo más de un kilómetro, en el camino que conducía a la costa. En época ya desaparecida —quince años antes, cuando, recién casados, vinieron a la comarca— había elegido él con toda intención este lugar apartado, con el fin de gozar en romántica soledad de la dulzura de su amor. Desde las ventanas se divisaba un extenso panorama sobre el fiordo y la orilla del mar, y muchas calladas tardes de primavera y muchas noches de luna estivales él y su joven esposa habían deambulado entre las silenciosas colinas muy cogidos del brazo y con las mejillas juntas, mientras sus corazones palpitaban de dicha y de esperanza luminosa como el verano.
Pero ahora, cuando, aturdido por la bebida y el juego, regresaba con paso inseguro a su casa a través de lodo y nieve, maldecía muchas veces este largo camino. Su caballo pernoctaba muy contento en el sitio donde él se había detenido durante el día, ya que él, por lo general, se encontraba en tal situación en el momento de volver a casa, que nadie podía confiarle las riendas de un caballo. Y esta noche tampoco el alcalde quiso cederle su coche, aunque el cielo estaba claro a causa de la nieve y el camino estaba casi completamente libre hasta su casa. Pero Aggerbolle tampoco siguió el camino. Describiendo grandes arcos cruzó los campos llenos de nieve, hundiendo en ella sus botas de caña hasta desaparecer completamente; se detenía a cada instante quejándose en voz alta; se golpeaba la frente y profería maldiciones. Jamás, creía, había querido tan intensamente a su mujer y a sus hijos como en este momento en que se le cerraban todos los caminos. Jamás, opinaba, le había sido tan cruel el destino como este día. Por la mañana vendría por tercera vez el panadero con su cuenta. Ya la última vez le había amenazado con llevar el asunto al Juzgado. ¿Cómo encontraría una salida? ¡Ni siquiera tenía una cuerda para colgarse! ¡Oh Sofía, Sofía…! Se metió de nuevo en un montón de nieve; abotonó su levita, metió sus dedos yertos en el bolsillo del chaleco y sacó de él las pequeñas monedas que constituían su ganancia de la tarde de juego; las puso en el hueco de su mano; parado, sobre sus pies vacilantes, se puso a contarlas con mucho cuidado; profirió una serie de terribles juramentos, y, levantando los brazos al cielo, continuó haciendo eses hacia su casa.
Cuando, por fin, llegó a su morada y encontró la puerta en la medio derrumbada verja del jardín, el miedo y la vergüenza le devolvieron al instante el pleno dominio de sus facultades. Dentro de la antesala, se quitó con cuidado las pesadas botas, deslizándose en calcetines por el dormitorio. En éste, que era pequeño y estaba lleno de camas de niños, ardía, sobre una silla que había a la cabecera de la cama de su mujer, una lámpara de noche.
Se le escapó un suspiro de alivio a Aggerbolle. Los ojos de su mujer estaban cerrados; su delgada mano, ligeramente encogida, yacía debajo de la pálida mejilla. Parecía dormir profundamente. Pero apenas él comenzó a desnudarse oyó que su mujer movía la cabeza sobre la almohada, y, al mirar hacia allí, se encontró con sus grandes ojos oscuros, cuyo fulgor le decía con más elocuencia que las palabras que tampoco ella había dormido aquella noche.
—Buenas…, buenas noches, Sofía —hipó cariñosamente, apoyándose en la columna del lecho.
—Buenos días —contestó ella con tranquilidad.
—¡Eh! Bueno, sí —dijo, intentando una risa libertadora—. Se ha hecho algo tarde… o de madrugada, ¡eh! Pero todo ha sido por ese Mortensen… Tú ya sabes… es un verdadero perro en una mesa de juego… un verdadero perro.
Ella no le contestó. Se limitó a cerrar fuertemente los ojos para abrirlos después y decir.
—Ha venido a caballo un mensajero de parte de Ander Jensen, de Egedet. Le habías prometido ir a ver una vaca enferma.
—¿Yo? —exclamó enrojeciendo e intentando mirarla abiertamente a los ojos—. No tengo la menor idea de eso…; tiene que ser un error.
Ella continuó, arrolladora:
—El mensajero vino a decir que ya lo mismo daba que fueras o no, pues la vaca se había muerto. Pero añadió que en lo sucesivo no te tomaras la molestia de ir por allí.
Aggerbolle se quedó callado. Con los labios temblorosos y las venas de la frente hinchadas permaneció apoyado en la columna de lecho, mirando, anonadado, al suelo. De pronto se reanimó con un estremecimiento, pasó las manos, por su espesa cabellera, avanzó con paso firme hacia su mujer y le tendió la mano derecha.
—Aquí tienes mi mano. Sofía: esta noche es la última vez que he tocado cartas… Puedes fiarte de mi palabra esta vez… Te juro que a partir de hoy seré otro hombre, ¿oyes, Sofía…? Puedes fiarte de mí… Esta vez tendrás que fiarte de mí —siguió repitiendo, mientras el llanto comenzaba a brotar—. Te juro que… todo saldrá bien. ¡Oh, yo te recompensaré, Sofía! Yo te recompensaré por todos los malos días…, por todo lo que has sufrido por mi culpa…, por los niños…, por… ¡Oh Dios, Dios!
La embriaguez le había dominado de nuevo. Cayó de rodillas junto al lecho de su mujer y hundió las manos y la cabeza en el edredón como un niño, mientras un sollozo continuo hacía estremecer su pesado cuerpo.
Ella permaneció un momento en completo silencio, con los ojos completamente cerrados. Luego levantó su fláccida mano del edredón y la pasó por los cabellos de su marido. No pudo por menos de hacerlo, aunque más de cien veces le había oído el mismo llanto de arrepentimiento y se había dejado engañar por las mismas preciosas promesas. Y finalmente se le llenaron también a ella los ojos de lágrimas, y poniendo las dos manos sobre la cabeza de su marido, la atrajo hacia su hundido pecho, diciéndole en un susurro de voz:
—¡Mi pobre…, pobre Bernardo!