Matthew cruzó el río Avon sobre los altos arcos del puente. El familiar paisaje de Lanarkshire de colinas escarpadas, cielo oscuro y fuertes contrastes era tranquilizador para él. En esa parte de Escocia poco le resultaba suave o acogedor y su imponente belleza se adecuaba a su estado de ánimo en ese momento. Recorrió a escasa velocidad la avenida de tilos que en otros tiempos había dado acceso a un palacio y ahora ya no conducía a ningún sitio, único vestigio de una vida de grandeza que ya nadie deseaba llevar. Se detuvo en lo que había sido la entrada trasera de un antiguo pabellón de caza, donde la áspera piedra marrón contrastaba fuertemente con la fachada de estuco color crema. Bajó del Jaguar y sacó su equipaje del maletero.
La acogedora puerta blanca del pabellón se abrió.
—Tienes un aspecto horrible. —Un daimón enjuto pero fibroso de pelo oscuro, chispeantes ojos castaños y nariz aguileña apareció con la mano sobre el picaporte e inspeccionó a su mejor amigo de pies a cabeza.
Hamish Osborne había conocido a Matthew Clairmont en Oxford hacía casi veinte años. Como la mayoría de las criaturas, habían aprendido a temerse mutuamente y no estaba seguro de cómo actuar. Ambos se hicieron inseparables cuando se dieron cuenta de que compartían un sentido del humor similar y la misma pasión por las ideas.
En el rostro de Matthew apareció primero una chispa de ira y luego resignación.
—Yo también estoy encantado de verte —saludó con rudeza, mientras dejaba caer sus maletas junto a la puerta. Respiró el olor fresco y puro de la casa, con sus matices de estuco y madera antiguos, así como el aroma único a lavanda y menta de Hamish. El vampiro estaba desesperado por hacer que el olor a bruja desapareciera de su nariz.
Jordan, el mayordomo humano de Hamish, apareció silenciosamente, trayendo consigo el perfume a limón de la cera de los muebles y el olor a almidón. No consiguió que el olor a madreselva y malva de Diana desapareciera completamente de la nariz de Matthew, pero ayudó.
—Encantado de verlo, señor —saludó, antes de dirigirse hacia las escaleras con las maletas de Matthew. Jordan era un mayordomo de la vieja escuela. Aunque no hubiera recibido un generoso salario por mantener los secretos de su empleador, nunca le habría revelado a nadie que Osborne era un daimón y que a veces recibía a vampiros en su casa. Eso sería tan inimaginable como dejar traslucir que ocasionalmente se le pedía que sirviera mantequilla de cacahuete y sándwiches de plátano en el desayuno.
—Gracias, Jordan. —Matthew inspeccionó el salón de la planta baja para no tener que mirar a Hamish a los ojos—. Veo que has conseguido un nuevo Hamilton. —Observó embelesado el paisaje poco familiar sobre la pared más lejana.
—Por lo general no te das cuenta de mis nuevas adquisiciones. —Al igual que el de Matthew, el acento de Hamish era principalmente el de Oxford y Cambridge, con un toque diferente. En su caso eran las erres propias de las calles de Glasgow.
—Ya que hablamos de nuevas adquisiciones, ¿cómo está William, tu hermosa clavelina? —William era el nuevo amante de Hamish, un humano tan adorable y sereno que Matthew lo había apodado con el nombre de esa flor de primavera. Y se le había quedado. Hamish lo usaba como una expresión de cariño, y William había empezado a atosigar a los floristas de la ciudad pidiendo macetas de aquellas flores para regalar a los amigos.
—Malhumorado —respondió Hamish con una risa ahogada—. Le había prometido un fin de semana tranquilo en casa.
—Sabes muy bien que no tenías por qué venir. Yo no esperaba que cambiaras tus planes. —Matthew parecía malhumorado también.
—Sí, lo sé. Pero hace mucho que no nos vemos, y Cadzow está precioso en esta época del año.
Matthew le dirigió una dura mirada a Hamish, con evidente incredulidad en su rostro.
—Santo cielo, te mueres por ir de caza, ¿verdad? —fue todo lo que Hamish pudo decir.
—Más de lo que imaginas —respondió el vampiro, con voz entrecortada.
—¿Tenemos tiempo para una copa primero o quieres salir directamente?
—Creo que puedo esperar un poco con una copa —aceptó Matthew, en un tono hiriente.
—Excelente. Tengo una botella de vino para ti y un poco de whisky para mí. —Hamish le había pedido a Jordan que sacara unas botellas de buen vino del sótano poco después de recibir la llamada de Matthew al amanecer. Odiaba beber en soledad, y Matthew se negaba a tocar el whisky—. Entonces puedes decirme por qué tienes tan urgente necesidad de ir de caza este espléndido fin de semana de septiembre.
Hamish lo condujo a través de los suelos brillantes y escaleras arriba hacia su biblioteca. Los cálidos paneles de madera oscura habían sido añadidos en el siglo XIX, arruinando la intención original del arquitecto de proporcionar un lugar aireado y espacioso para que las damas del siglo XVIII esperaran mientras sus maridos se dedicaban al deporte. El techo blanco original todavía se conservaba, adornado con guirnaldas de yeso y ángeles en movimiento, un reproche constante a la modernidad.
Los dos hombres se acomodaron en los sillones de cuero junto a la chimenea, donde un alegre fuego ya estaba alejando el frío del otoño. Hamish le mostró la botella de vino a Matthew, y el vampiro emitió un sonido de agradecimiento.
—Eso me vendrá muy bien.
—Estoy seguro. Los caballeros de Berry Bros. & Rudd me aseguraron que era excelente. —Hamish le sirvió el vino y luego sacó el tapón de su licorera. Con los vasos en la mano, los dos hombres permanecieron sentados en un amistoso silencio.
—Lamento haberte arrastrado a esto —empezó Matthew—. Estoy en una situación difícil. Es… complicado.
Hamish se rió entre dientes.
—Contigo siempre lo es.
A Matthew le gustaba Hamish Osborne, en parte debido a su franqueza y en parte porque, a diferencia de la mayoría de los daimones, era sensato y no se alteraba fácilmente. A lo largo de los años, el vampiro había tenido muchos amigos daimones, prodigiosos y malditos en igual medida. Pasar el tiempo con Hamish era mucho más cómodo. No había ardientes discusiones, ni estallidos de actividad desenfrenada, ni peligrosas depresiones. Compartir el tiempo con Hamish consistía en largos ratos de silencio, seguidos por conversaciones intensamente agudas, todo ello aderezado por su serena manera de enfocar la vida.
Hamish también era diferente en cuanto a su trabajo, que no estaba dentro de las habituales ocupaciones de los daimones, como el arte o la música. Él tenía un don para el dinero…, para hacerlo y para descubrir errores fatales en los mercados financieros internacionales. Usaba la creatividad característica de un daimón aplicándola a las hojas de cálculo en vez de a las sonatas, comprendiendo a la perfección las complejidades del cambio de divisas y con una precisión tan extraordinaria que era consultado por presidentes, monarcas y primeros ministros.
Su predilección por la economía, poco común para un daimón, fascinaba a Matthew tanto como su facilidad para moverse entre humanos. A Hamish le encantaba estar con ellos y sus defectos le resultaban estimulantes más que exasperantes. Era un legado de su infancia pasada en un hogar con un padre corredor de seguros y una madre ama de casa. Después de haber conocido a los imperturbables Osborne, Matthew podía comprender el cariño de Hamish.
El crepitar del fuego y el olor suave del whisky en el aire comenzaron a surtir efecto y el vampiro pudo relajarse. Matthew se inclinó hacia delante, sosteniendo levemente su copa de vino entre los dedos, mientras el líquido rojo destellaba al ser iluminado por el fuego.
—No sé por dónde comenzar —empezó en tono vacilante.
—Por el final, por supuesto. ¿Por qué cogiste el teléfono y me llamaste?
—Tenía que alejarme de alguien con poderes mágicos.
Hamish miró a su amigo durante un instante y advirtió su evidente agitación. Hamish estaba seguro que ese alguien mágico no era un hombre.
—¿Qué es lo que hace que este ser mágico sea tan especial? —preguntó en voz baja.
Matthew lo miró intensamente.
—Todo.
—¡Ah! Tienes un problema, ¿verdad? —El acento escocés de Hamish daba mayor profundidad a su tono entre compasivo y divertido.
Matthew se rió de manera desagradable.
—Se podría decir que sí.
—¿Ese ser mágico tiene nombre?
—Diana. Es historiadora. Y estadounidense.
—La diosa de la caza —comentó Hamish lentamente—. ¿Aparte de su nombre antiguo, es una bruja normal?
—No —respondió Matthew bruscamente—. Todo lo contrario.
—¡Ah, las complicaciones! —Hamish estudió la cara de su amigo en busca de señales de que se estaba calmando, pero vio que Matthew estaba buscando pelea.
—Es una Bishop. —Matthew esperó. Había aprendido que nunca era una buena idea imaginar que el daimón no iba a comprender el significado de una referencia, por muy oscura que ésta fuera.
Hamish se quedó pensativo, rebuscando en el fondo de su mente hasta que encontró lo que estaba buscando.
—¿Como las de Salem, Massachusetts?
Matthew asintió con la cabeza sombríamente.
—Es la última de las brujas Bishop. Su padre es un Proctor.
El daimón soltó un silbido.
—Una bruja por ambos lados, con un distinguido linaje mágico. Tú nunca haces las cosas a medias, ¿verdad? Debe de ser poderosa.
—Su madre lo es. No sé mucho de su padre. Rebecca Bishop, sin embargo…, pero ésa es una historia diferente. A los trece años ya hacía hechizos que la mayoría de las brujas no pueden controlar ni siquiera después de una vida de estudio y experiencia. Y sus habilidades como vidente en la infancia eran asombrosas.
—¿La conoces, Matt? —Hamish tenía que preguntar. Matthew había vivido muchas vidas y en su camino se había cruzado con demasiadas personas como para que su amigo pudiera seguir la pista de todas.
Matthew sacudió la cabeza.
—No. Pero siempre se habla de ella… y a menudo con mucha envidia. Ya sabes cómo son las brujas —explicó, y en su voz apareció el tono ligeramente desagradable que adquiría siempre que se refería a esa especie.
Hamish ignoró el comentario sobre las brujas y miró a Matthew por encima del borde de su vaso.
—¿Y Diana?
—Afirma que no usa la magia.
Había dos cuestiones en esa breve frase que necesitaban aclaración. Hamish comenzó por la más fácil.
—¿Cómo es eso? ¿No la usa para nada? ¿Ni para encontrar un pendiente perdido? ¿O para teñirse el pelo? —Hamish parecía tener dudas.
—No es del tipo de las que usan pendientes o se tiñen el pelo. Es más bien de las que corren cinco kilómetros antes de pasar una hora en el río en una especie de bote peligrosamente diminuto.
—Con esos antepasados me resulta difícil creer que nunca use su poder. —Hamish era un pragmático y también un soñador. Ésa era la razón por la que era tan bueno con el dinero de otras personas—. Y tú tampoco lo crees, de otra forma no sugerirías que está mintiendo. —Y ahí estaba la segunda cuestión.
—Dice que sólo usa la magia de manera ocasional… para cosas pequeñas. —Matthew vaciló, se paso la mano por el cabello, de forma que la mitad quedó erizado, y bebió un sorbo de vino—. Pero la he estado observando y la usa para algo más que eso. Puedo olerlo —dijo, con tono franco y sincero por primera vez desde su llegada—. El olor es como de una tormenta eléctrica a punto de estallar, o como un relámpago de verano. En algunas ocasiones, hasta puedo verlo también. Diana lanza destellos cuando está enfadada o absorta en su trabajo. —«Y cuando está dormida», pensó, frunciendo el ceño—. Santo cielo, hay momentos en que me parece que hasta puedo sentir el gusto que tiene.
—¿Lanza destellos?
—No es algo que se pueda ver exactamente, aunque se puede percibir la energía de alguna otra manera. El chatoiement, su resplandor de bruja, es muy leve. Incluso cuando yo era un vampiro joven, sólo las brujas más poderosas emitían esas diminutas pulsaciones de luz. Es poco habitual verlas hoy en día. Diana no tiene conciencia de emitirlas, e ignora su importancia. —Matthew se estremeció y cerró el puño.
El daimón miró su reloj. El día acababa de empezar, pero ya sabía por qué su amigo estaba en Escocia.
Matthew Clairmont se estaba enamorando.
Jordan entró en el tiempo exactamente cronometrado.
—El ayudante ha traído el Jeep, señor. Le dije que usted no necesitaría hoy sus servicios. —El mayordomo sabía que no era necesario un guía para seguir el rastro de los ciervos cuando había un vampiro en la casa.
—Excelente —dijo Hamish, poniéndose en pie y vaciando su vaso. Quería desesperadamente otro whisky, pero era mejor mantenerse sobrio.
Matthew levantó la vista.
—Saldré solo, Hamish. Prefiero cazar sin compañía. —Al vampiro no le gustaba cazar con seres de sangre caliente, una categoría que incluía a humanos, daimones y brujas. Por lo general, hacía una excepción con Hamish, pero ese día quería estar a solas mientras ponía bajo control su pasión por Diana Bishop.
—Oh, no vamos a ir de caza —lo corrigió Hamish con un brillo pícaro en los ojos—. Sólo vamos a acechar a las presas. —El daimón tenía un plan. Éste implicaba mantener ocupada la mente de su amigo hasta que bajara la guardia y decidiera hacerle saber voluntariamente lo que estaba ocurriendo en Oxford, para no tener que realizar el trabajo de arrancárselo—. Vamos, hace un día estupendo. Te vas a divertir.
Una vez en el exterior, Matthew subió con gesto sombrío al Jeep maltrecho de Hamish. Aquél era el transporte que ambos preferían para vagar por ahí cuando estaban en Cadzow, aunque el Land Rover era el vehículo elegido en los grandes pabellones de caza escoceses. A Matthew no le molestaba congelarse de frío viajando en él y a Hamish le divertía esa manifestación extrema de masculinidad.
En las colinas, Hamish hacía crujir las marchas del Jeep —el vampiro se estremecía con ese ruido cada vez que lo oía— mientras subía hasta los pastos donde se encontraban los ciervos. Matthew descubrió un par de ejemplares sobre un peñasco y le dijo a Hamish que se detuviera. Bajó del Jeep en silencio y se agachó junto a la rueda delantera, ya fascinado.
Hamish sonrió y se unió a él.
El daimón había acechado ciervos con Matthew antes y comprendía lo que éste necesitaba. El vampiro no siempre se alimentaba, aunque ese día Hamish estaba seguro de que, si lo dejaba solo, Matthew habría vuelto a casa satisfecho al anochecer… y habría dos ciervos menos en la propiedad. Su amigo era tanto depredador como carnívoro. Era la búsqueda lo que definía la identidad de los vampiros, no su modo de alimentarse ni aquello de lo que se alimentaban. A veces, cuando Matthew estaba inquieto, simplemente salía y rastreaba cualquier presa que se pudiera perseguir sin llegar a matar.
Mientras el vampiro observaba a los venados, el daimón observaba a Matthew. Había problemas en Oxford. Podía sentirlo.
Matthew estuvo sentado pacientemente durante varias horas, considerando si valía la pena perseguir a los ciervos. Gracias a sus extraordinarios sentidos del olfato, la vista y el oído, podía precisar sus movimientos, calcular sus hábitos y medir cada una de sus reacciones ante una ramita rota o un pájaro que alzaba el vuelo. Su expresión era voraz, pero nunca mostraba impaciencia. Para Matthew el momento crucial llegaba cuando su presa reconocía que había sido derrotada y se rendía.
Estaba a punto de oscurecer cuando finalmente se puso de pie y le hizo una inclinación de cabeza a Hamish. Ya era suficiente para el primer día, y aunque él no necesitaba la luz para ver a los ciervos, sabía que Hamish la necesitaba para descender de la montaña.
Cuando llegaron al pabellón de caza, la oscuridad era completa y Jordan había encendido todas las luces, lo cual hacía que el edificio pareciera todavía más ridículo, levantado sobre una altura en medio de la nada.
—Este pabellón nunca tuvo demasiado sentido —comentó Matthew en un tono coloquial que sin embargo tenía una intención hiriente—. Fue una locura que Robert Adam aceptara este encargo.
—Ya me has repetido muchas veces tus opiniones acerca de mi pequeña extravagancia, Matthew —replicó Hamish serenamente—, y me da igual que tú entiendas los principios del diseño arquitectónico mejor que yo, o que creas que fue una locura que Adam construyera…, ¿cómo la llamas siempre?, una «locura mal concebida» en las inhóspitas tierras de Lanarkshire. Adoro este lugar, y nada de lo que digas me va a hacer cambiar de opinión. —Habían mantenido distintas versiones de esta conversación con regularidad desde que Hamish anunciara que le había comprado el pabellón de caza, con todo el mobiliario, incluidos Jordan y el joven ayudante, a un aristócrata que no le daba ningún uso al edificio y tampoco tenía dinero para restaurarlo. Matthew se había mostrado horrorizado. Para Hamish, sin embargo, Cadzow Lodge era una señal de que había ascendido muy por encima de sus raíces en Glasgow al poder gastar dinero en algo poco práctico que podía amar por sí mismo.
—Uf… —dijo Matthew, frunciendo el ceño.
El mal humor era preferible a la agitación, pensó Hamish. Siguió adelante con el siguiente paso de su plan.
—La cena es a las ocho —informó—. En el comedor.
Matthew odiaba el comedor, que era imponente, con altos techos y corrientes de aire. Y lo que era peor, le irritaba porque era chillón y femenino. Era la habitación favorita de Hamish.
—No tengo hambre —gruñó Matthew.
—Estás muerto de hambre —lo contradijo Hamish bruscamente, observando el color y la textura de la piel de Matthew—. ¿Cuándo fue la última vez que comiste bien?
—Hace varias semanas. —Matthew se encogió de hombros con su acostumbrada indiferencia hacia el paso del tiempo—. No me acuerdo.
—Esta noche tomarás vino y sopa. Mañana… ya decidirás lo que vas a comer. ¿Quieres estar un rato a solas antes de cenar, o te arriesgarías a jugar al billar conmigo?
Hamish era un extraordinario jugador de billar americano y todavía mejor del ruso, que había aprendido cuando era adolescente. Había ganado su primer dinero en los salones de billar de Glasgow y podía derrotar prácticamente a cualquiera. Matthew se negaba a jugar al billar ruso con él porque no le resultaba divertido perder siempre, incluso con un amigo. El vampiro había tratado de enseñarle a jugar al billar de carambola, el antiguo juego francés en el que cada jugador tenía una bola y luego había otra más de diferente color, pero Matthew ganaba siempre en este juego. El billar americano era la opción más sensata.
Incapaz de resistirse a un combate de cualquier tipo, Matthew aceptó.
—Voy a cambiarme de ropa y me reúno contigo.
La mesa de billar recubierta de fieltro estaba en una sala frente a la biblioteca. Allí le esperaba Hamish ataviado con un jersey y pantalones cuando Matthew llegó vestido con una camisa blanca y vaqueros. El vampiro evitaba vestirse de blanco, pues le daba un aspecto alarmante y fantasmal, pero era la única camisa decente que tenía. Había hecho las maletas para un viaje de caza, no para una cena.
Cogió su taco y se colocó en un extremo de la mesa.
—¿Listo?
Hamish asintió con la cabeza.
—Jugaremos una hora, ¿te parece? Luego vamos a por una copa.
Ambos hombres se inclinaron sobre sus tacos.
—Sé bueno conmigo, Matthew —murmuró Hamish justo antes de que ambos golpearan las bolas. El vampiro resopló mientras éstas iban al otro extremo, golpeaban sobre la banda y rebotaban.
—Me quedaré con la blanca —eligió Matthew cuando las bolas se detuvieron y la suya quedó más cerca. Cogió la otra y se la arrojó a Hamish. El daimón puso una bola roja en su marca y retrocedió.
Como en la caza, Matthew no tenía ninguna prisa por anotar puntos. Hizo quince jugadas con éxito, poniendo la bola roja en una tronera diferente cada vez.
—Si no te molesta —dijo, arrastrando las palabras y señalando la mesa. El daimón puso su bola amarilla en la mesa sin comentarios.
Matthew mezclaba tiros simples que enviaban a la bola roja a las troneras con tiros más difíciles conocidos como «carambolas», que no eran su fuerte. Estas carambolas consistían en golpear tanto la bola amarilla de Hamish como la roja con un solo golpe de taco, lo cual requería no sólo fuerza, sino también precisión.
—¿Dónde encontraste a la bruja? —preguntó Hamish con toda tranquilidad cuando Matthew hubo metido la bola amarilla y la roja en las troneras.
Matthew recuperó la bola y se preparó para su próximo tiro.
—En la Bodleiana.
El daimón enarcó las cejas en un gesto de sorpresa.
—¿En la Bodleiana? ¿Desde cuándo eres un asiduo visitante de la biblioteca?
Matthew falló y su bola blanca saltó por encima de la banda y cayó al suelo.
—Desde que en un concierto escuché por casualidad a dos brujas que hablaban de una norteamericana que había puesto sus manos en un manuscrito perdido hacía mucho tiempo —explicó—. No podía entender por qué eso les resultaba tan interesante a las brujas. —Retrocedió apartándose de la mesa, molesto por haber fallado.
Hamish hizo rápidamente sus quince jugadas acertadas. Matthew dejó su bola sobre la mesa y cogió la tiza para marcar los puntos de su amigo.
—Así que entraste en ese sitio y empezaste a conversar con ella para saberlo. —El daimón metió las tres bolas en una tronera de un solo golpe.
—Fui a buscarla, sí. —Matthew observaba mientras Hamish se movía alrededor de la mesa—. Sentía curiosidad.
—¿Ella se alegró de verte? —preguntó Hamish en tono suave, al tiempo que hacía otra jugada difícil. Sabía que vampiros, brujas y daimones rara vez se reunían. Preferían pasar el tiempo dentro de selectos círculos de criaturas similares. Su amistad con Matthew era una relativa rareza, y los amigos daimones de Hamish opinaban que era una locura permitir que un vampiro estuviera tan cerca. En una noche como ésa, pensaba que tal vez tenían razón.
—No exactamente. Diana estaba asustada al principio, aunque me miró a los ojos sin pestañear. Sus ojos son extraordinarios…: azules, dorados, verdes, grises… —Matthew se detuvo a pensar—. Después quiso golpearme. Por su olor se deducía que estaba enfadada.
Hamish amagó una risa.
—Parece una reacción razonable si tenemos en cuenta que estaba siendo acechada por un vampiro en la Bodleiana. —Decidió ser amable con Matthew y evitarle una respuesta. El daimón lanzó su bola amarilla por encima de la roja, tocándola deliberadamente para que la bola roja se moviera hacia delante y chocara con ella—. ¡Maldición! —gruñó—. Una falta.
Matthew regresó a la mesa, dio varios golpes e intentó una o dos carambolas.
—¿Os habéis visto fuera de la biblioteca? —preguntó Hamish una vez que el vampiro recuperó en parte su serenidad.
—No la veo mucho, en realidad, ni siquiera en la biblioteca. Yo me siento en una parte y ella se sienta en otra. De todos modos, la he invitado a desayunar. Y también la llevé al Viejo Pabellón, a conocer a Amira.
A Hamish le resultó difícil mantener la mandíbula cerrada. Matthew había conocido a muchas mujeres durante años y nunca había llevado a ninguna al Viejo Pabellón. Además, ¿qué era eso de sentarse en extremos opuestos de la biblioteca?
—¿No sería más fácil sentarse a su lado en la biblioteca, ya que estás interesado en ella?
—¡No estoy interesado en ella! —El taco de Matthew se estrelló sobre la bola blanca—. Quiero el manuscrito. He estado tratando de conseguirlo desde hace más de cien años. Ella se limitó a presentar la solicitud de préstamo y allí estaba, con todos los demás. —El tono de su voz era de envidia.
—¿Qué manuscrito, Matt? —Hamish estaba haciendo todo lo posible para ser paciente, pero aquella conversación empezaba a parecerle insoportable. Matthew daba la información como un avaro que tiene que deshacerse de algunos peniques. Resultaba muy exasperante para los daimones de mente rápida tratar con criaturas que no consideraban de particular importancia ninguna fracción de tiempo más pequeña que una década.
—Un libro de alquimia que pertenecía a Elias Ashmole. Diana Bishop es una muy respetada historiadora de la alquimia.
Matthew cometió una nueva falta al golpear la bola con demasiada fuerza. Hamish volvió a colocar las bolas y continuó acumulando puntos mientras su amigo se calmaba. Finalmente, Jordan apareció para decirles que las bebidas estaban listas abajo.
—¿Cuál es el resultado? —Hamish dirigió la mirada hacia las marcas de tiza. Sabía que había ganado, pero lo caballeresco era preguntar…, por lo menos, eso era lo que Matthew le había dicho.
—Has ganado, por supuesto.
Matthew salió de la habitación con andar majestuoso y bajó con pasos enérgicos las escaleras a un ritmo considerablemente superior al humano. Jordan miró los brillantes peldaños con preocupación.
—El profesor Clairmont tiene un día difícil, Jordan.
—Eso parece —murmuró el mayordomo.
—Mejor sube otra botella del tinto. Va a ser una noche larga.
Bebieron sus copas en lo que en otro tiempo había sido la zona de recepción del pabellón. Las ventanas daban a los jardines, que todavía estaban dispuestos en ordenados parterres clásicos, a pesar de que sus proporciones no eran las adecuadas para un pabellón de caza. Resultaban demasiado grandiosas, dignas de un palacio, no de un capricho arquitectónico.
Delante de la chimenea, con las bebidas en la mano, Hamish podía por fin abrirse paso hacia el corazón del misterio.
—Háblame de ese manuscrito de Diana, Matthew. ¿Qué es lo que contiene exactamente? ¿El descubrimiento de la piedra filosofal que convierte el plomo en oro? —La voz de Hamish sonaba ligeramente burlona—. ¿Instrucciones sobre cómo inventar el elixir de la vida para poder hacer que la carne mortal se vuelva inmortal?
El daimón detuvo sus bromas en el momento en que Matthew levantó la vista para mirarlo a los ojos.
—No hablas en serio —continuó Hamish en un susurro, con un tono asombrado en su voz. La piedra filosofal era sólo una leyenda, como el Santo Grial y la Atlántida. No podía ser una realidad. Un poco tarde, se dio cuenta de que vampiros, daimones y brujas también se suponía que no eran reales.
—¿Tengo aspecto de estar bromeando? —preguntó Matthew.
—No. —El daimón se estremeció. Matthew siempre había estado convencido de que podía usar sus habilidades científicas para descubrir qué era lo que hacía que los vampiros fueran resistentes a la muerte y a la putrefacción. La piedra filosofal encajaba perfectamente en esos sueños.
—Ése es el libro perdido —aseguró Matthew sombríamente—. Lo sé.
Al igual que la mayoría de las criaturas, Hamish había escuchado lo que se decía. Una leyenda sugería que las brujas habían robado un valioso libro de los vampiros, un libro que contenía el secreto de la inmortalidad. Otra afirmaba que los vampiros habían arrebatado un antiguo libro de hechizos a las brujas y luego lo habían perdido. Algunos susurraban que en realidad no se trataba de un libro de hechizos, sino de un libro introductorio que se ocupaba de los rasgos básicos de las cuatro especies humanoides que existían en la tierra.
Matthew tenía su propia teoría acerca del contenido del libro. La explicación de por qué era tan difícil matar a los vampiros y los relatos de historia antigua de los humanos y de las criaturas eran sólo una pequeña parte del libro.
—¿Realmente crees que este manuscrito de alquimia es el libro que tú dices? —preguntó. Cuando Matthew asintió con la cabeza, Hamish dejó escapar un suspiro al respirar—. Entonces es comprensible por qué las brujas estaban chismorreando. ¿Cómo descubrieron que Diana lo había encontrado?
Matthew se volvió, furioso.
—¿Quién lo sabe y a quién le importa? Los problemas comenzaron cuando no fueron capaces de mantener la boca cerrada.
Hamish recordó una vez más que a Matthew y a su verdadera familia no les gustaban las brujas.
—No fui yo el único que pudo oírlas el domingo. Otros vampiros también lo hicieron. Y luego los daimones intuyeron que algo interesante está ocurriendo y…
—Y ahora Oxford está plagado de criaturas —completó el daimón—. ¡Qué lío! Además están a punto de empezar las clases, ¿no? Los humanos serán los siguientes. Están a punto de regresar en oleadas.
—Y las cosas aún empeoran. —La expresión de Matthew se volvió sombría—. El manuscrito no sólo estaba perdido. Estaba envuelto en un hechizo y Diana lo rompió. Luego lo envió de vuelta a su estantería y no muestra ningún interés por volver a pedirlo. Y no soy el único que espera que lo haga.
—Matthew —intervino Hamish con voz tensa—, ¿estás protegiéndola de otras brujas?
—Ella no parece darse cuenta de su propio poder. Eso la pone en peligro. No puedo permitir que ellas se acerquen a Diana primero. —De pronto, de manera inquietante, Matthew parecía vulnerable.
—Oh, Matt —reaccionó Hamish, sacudiendo la cabeza—. No deberías interferir entre Diana y su propia gente. Eso sólo servirá para causar más problemas. Además —continuó—, ninguna bruja se mostrará abiertamente hostil hacia una Bishop. Su familia es demasiado antigua y distinguida.
En estos tiempos, las criaturas ya no se mataban entre sí, salvo que fuera en defensa propia. En su mundo, la agresión era mal vista. Matthew le había contado a Hamish cómo eran las cosas en otros tiempos, cuando reinaban los odios ancestrales y las vendettas, y las criaturas estaban constantemente atrayendo la atención de los humanos.
—Los daimones no están organizados, y los vampiros no se atreverían a contrariarme. Pero en las brujas no se puede confiar. —Matthew se puso de pie y llevó su vino a la chimenea.
—Deja tranquila a Diana Bishop —le aconsejó Hamish—. Además, si ese manuscrito está hechizado, no vas a poder examinarlo.
—Lo haré si ella me ayuda —replicó Matthew en un tono engañosamente tranquilo, con la mirada fija en el fuego.
—Matthew —insistió el daimón, con el mismo tono de voz que usaba para hacerles saber a sus colegas menores que estaban pisando terreno resbaladizo—, deja tranquila a la bruja y al manuscrito.
El vampiro puso su copa de vino cuidadosamente sobre la repisa de la chimenea y se dio la vuelta.
—No creo que pueda hacerlo, Hamish. Estoy… sediento de ella. —El simple hecho de pronunciar esa palabra hizo que su sed aumentara. Cuando su sed tenía un objetivo concreto y se volvía insistente, como en este caso, no podía saciarse con cualquier sangre. Su cuerpo exigía algo más específico. Si pudiera probarla, sentir el sabor de Diana, se sentiría satisfecho y esas penosas ansias se calmarían.
Hamish examinó los hombros tensos de Matthew. No le sorprendía que su amigo deseara a Diana Bishop. Un vampiro tenía que anhelar a otra criatura más que a nadie o a nada para poder aparearse, y esos impulsos echaban sus raíces en el deseo. Hamish tuvo la fuerte sospecha de que Matthew —a pesar de sus vehementes manifestaciones de que era incapaz de encontrar a alguien que le provocara esa clase de sentimiento— estaba deseando aparearse.
—Entonces el verdadero problema al que te enfrentas en este momento no son las brujas, ni es Diana. Y tampoco ningún manuscrito antiguo que podría o no contener las respuestas a tus interrogantes. —Hamish dejó que sus palabras hicieran mella en él antes de continuar—. Te das cuenta de que la estás acechando a ella, ¿verdad?
El vampiro suspiró, aliviado de que aquello hubiera sido dicho en voz alta.
—Lo sé. Me colé por su ventana mientras ella estaba durmiendo. La sigo cuando corre. Resiste mis intentos de ayudarla, y cuanto más se resiste, más sediento me siento. —Tenía una expresión tan perpleja que Hamish tuvo que morderse el interior del labio para evitar sonreír. Las mujeres de Matthew por lo general no se le resistían. Hacían lo que él les ordenaba, deslumbradas por su belleza física y su encanto. No era sorprendente que estuviera fascinado.
—Pero no necesito la sangre de Diana…, no físicamente. No voy a ceder a ese impulso. Estar cerca de ella no tiene por qué ser un problema. —Matthew frunció el ceño inesperadamente—. ¿Qué estoy diciendo? No podemos estar cerca el uno del otro. Llamaríamos la atención.
—No necesariamente. Tú y yo pasamos bastante tiempo juntos y a nadie le ha llamado la atención —observó Hamish. Durante los primeros años de su amistad, ambos se habían esforzado por ocultar sus diferencias a las miradas curiosas. Ya atraían bastante la atención de los humanos por separado al ser tan brillantes de forma individual. Cuando estaban juntos, con las cabezas oscuras inclinadas para compartir una broma a la hora de la cena o sentados en el patio interior durante las primeras horas de la mañana con botellas de champán vacías a sus pies, era imposible ignorarlos.
—No es lo mismo. Tú lo sabes muy bien —replicó Matthew, perdiendo la paciencia.
—Ah, sí, me olvidaba. —La cólera de Hamish explotó—. A nadie le importa lo que hacen los daimones. Pero ¿un vampiro y una bruja? Eso sí que es importante. Vosotros sois las criaturas que realmente importáis en este mundo.
—¡Hamish! —protestó Matthew—. Ya sabes que ésos no son mis sentimientos.
—Sientes el típico desprecio de los vampiros por los daimones, Matthew. Y también por las brujas, podría añadir. Piensa bien y muy detenidamente en lo que sientes por otras criaturas antes de llevarte a esa bruja a la cama.
—No tengo ninguna intención de llevar a Diana a la cama —afirmó Matthew con acritud.
—La cena está servida, señor. —Jordan llevaba algún tiempo en la entrada, tratando de pasar inadvertido.
—Gracias a Dios —exclamó Hamish, aliviado, abandonando su sillón. El vampiro era más fácil de manejar cuando su atención estaba dividida entre la conversación y otra cosa, fuese cual fuese.
Sentado en el comedor, en un extremo de la enorme mesa diseñada para acoger a un buen número de invitados, Hamish devoró el primero de varios platos mientras Matthew jugueteaba con la cuchara de sopa hasta que su comida se enfrió. El vampiro se inclinó sobre el tazón y olfateó.
—¿Champiñones y jerez? —preguntó.
—Sí. Jordan quería probar algo nuevo, y como tú no podías objetar nada, no me opuse.
Matthew normalmente no necesitaba mucha comida suplementaria en Cadzow Lodge, pero Jordan hacía prodigios con la sopa, y a Hamish no le gustaba comer solo de la misma forma que tampoco le gustaba beber solo.
—Lo siento, Hamish —se disculpó Matthew, contemplando cómo comía su amigo.
—Acepto tus disculpas, Matt —dijo Hamish, deteniendo la cuchara en el aire cerca de su boca—. Pero tú no puedes imaginar lo difícil que es aceptar ser un daimón o una bruja. Con los vampiros el asunto es claro e indiscutible. Uno es un vampiro, y ahí termina todo. Ninguna pregunta, ninguna posibilidad de duda. El resto de nosotros tiene que pararse, observar y preguntarse. Y eso hace que tu superioridad de vampiro sea doblemente difícil de aceptar.
Matthew hacía girar el mango de la cuchara entre sus dedos, como una batuta.
—Las brujas saben que son brujas. No son en absoluto como los daimones —comentó con el ceño fruncido.
Hamish dejó la cuchara ruidosamente y llenó su copa de vino.
—Sabes perfectamente que tener una bruja como progenitora no es ninguna garantía. Uno puede salir perfectamente normal. O puede incendiar su propia cuna. No hay manera de saber si tus poderes van a manifestarse o no, ni cuándo ni cómo va a ocurrir. —A diferencia de Matthew, Hamish tenía una amiga que era bruja. Janine se ocupaba de su pelo, que ahora tenía mejor aspecto, y hacía su propia crema para la piel, que era algo que se acercaba a lo milagroso. Él sospechaba que la brujería tenía algo que ver en ello.
—Pero no es una sorpresa total —insistió Matthew, hundiendo la cuchara en la sopa y moviéndola un poco para enfriarla todavía más—. Diana tiene siglos de historia familiar en los que apoyarse. No se parece en nada a lo que tuviste que pasar como adolescente.
—Lo mío fue sumamente agradable —comentó Hamish, recordando algunas de las historias de adolescencias daimónicas de las que se había ido enterando con el paso de los años.
Cuando Hamish tenía doce años, su vida se puso patas arriba en una sola una tarde. Había empezado a comprender, durante el largo otoño escocés, que era mucho más listo que sus profesores. La mayoría de los niños que llegan a los doce años lo sospechan, pero Hamish lo sabía con una seguridad profundamente inquietante. Reaccionó fingiéndose enfermo para poder faltar a la escuela, y cuando eso ya no le valió como excusa, comenzó a hacer sus trabajos escolares lo más rápidamente que podía y abandonó toda apariencia de normalidad. Desesperado, el director de su escuela mandó llamar a alguien del departamento de Matemáticas de la universidad para que evaluara la inconveniente habilidad de Hamish para solucionar en minutos problemas que sus compañeros de colegio tardaban aproximadamente una semana.
Jack Watson, un daimón joven de la Universidad de Glasgow con el pelo rojo y unos brillantes ojos azules, echó un vistazo al menudo y delicado Hamish Osborne y sospechó que también era un daimón. Después de satisfacer las formalidades de una evaluación común, que dieron como resultado la prueba documental esperada de que Hamish era un prodigio matemático cuya mente no encajaba bien dentro de los parámetros normales, Watson lo invitó a asistir a las clases de la universidad. También le explicó al director que el muchacho no podía ser incluido en una clase normal sin convertirlo en un pirómano o algo igualmente destructivo.
Después de eso, Watson hizo una visita al modesto hogar de los Osborne y explicó a la asombrada familia cómo funcionaba el mundo y exactamente qué clases de criaturas había en él. Percy Osborne, que provenía de una sólida tradición presbiteriana, se resistió a aceptar la idea de que había muchas criaturas sobrenaturales y extraordinarias hasta que su esposa le hizo ver que a él lo habían criado creyendo en brujas… Entonces, ¿por qué rechazaba la existencia de daimones y vampiros? Hamish lloró aliviado, pues ya no se sentía tan tremendamente solo. Su madre lo abrazó con fuerza y le dijo que ella siempre había sabido que él era especial.
Mientras Watson estaba todavía sentado delante de la estufa tomando té y pastel de chocolate con su marido y su hijo, Jessica Osborne pensó que no estaría mal aprovechar la oportunidad para abordar otros aspectos de la vida de Hamish que podrían hacerle sentirse diferente. Sabía que era muy difícil que su hijo se casara con la vecina de al lado, que estaba loca por él. Hamish, por el contrario, se sentía atraído por el hermano mayor de la niña, un muchacho robusto de quince años que podía mandar una pelota de fútbol más lejos que cualquier otro en el vecindario. Ni Percy ni Jack parecieron sentirse ni remotamente sorprendidos o preocupados por esa revelación.
—De todas formas —dijo Matthew finalmente, después de su primer sorbo de sopa templada—, toda la familia de Diana esperaría que ella fuera una bruja…, y lo es, use o no su magia.
—Se me ocurre que eso debe de ser tan desagradable como estar en medio de un grupo de humanos que lo ignoran todo. ¿Puedes imaginar la presión? Por no mencionar la horrible sensación de que tu vida no te pertenece. —Hamish se estremeció—. Preferiría la simple ignorancia.
—¿Cómo te sentiste —preguntó Matthew en tono vacilante— el primer día que te despertaste sabiendo que eras un daimón? —Normalmente el vampiro no hacía preguntas tan personales.
—Como si hubiera nacido de nuevo —respondió Hamish—. Fue algo tan intenso y confuso como cuando tú te despiertas hambriento de sangre y puedes escuchar cómo crece la hierba, milímetro a milímetro. Todo parecía diferente. Sentía todo diferente. La mayor parte del tiempo sonreía como un tonto al que le ha tocado la lotería, y el resto lo pasaba llorando en mi habitación. Pero pienso que no lo creí…, quiero decir que realmente no lo creí… hasta que me hiciste entrar a escondidas en el hospital.
El primer regalo de cumpleaños de Matthew a Hamish tras hacerse amigos fue una botella de champán Krug y un paseo por el John Radcliffe. Allí Matthew le hizo a Hamish una resonancia magnética acompañada de una serie de preguntas. Después compararon los resultados de Hamish con los de un eminente neurocirujano del hospital, mientras bebían champán y el daimón todavía estaba ataviado con el camisón usado para la exploración. Hamish le pidió a Matthew que le dejara ver aquellas imágenes una y otra vez, fascinado por la forma en que su cerebro se iluminaba como una máquina de pinball incluso respondiendo a preguntas elementales. Fue el mejor regalo de cumpleaños de toda su vida.
—Por lo que me has dicho, Diana está como estaba yo antes de que me enseñaras los resultados de la resonancia —dijo Hamish—. Sabe que es una bruja, pero todavía siente que está viviendo una mentira.
—De hecho está viviendo una mentira —gruñó Matthew, tomando otro sorbo de sopa—. Diana está fingiendo que es humana.
—¿No sería interesante saber por qué es así? Y lo que es más importante, ¿puedes estar cerca de alguien así? A ti no te gustan las mentiras.
Matthew se mostró pensativo, pero no respondió.
—Hay otra cosa —continuó Hamish—. Para ser alguien que detesta las mentiras tanto como tú, guardas demasiados secretos. Si necesitas a esta bruja, no importa cuál sea la razón, vas a tener que ganarte su confianza. Y la única manera de conseguirlo es contarle cosas que no quieres que ella sepa. Ella ha despertado tus instintos protectores, y vas a tener que luchar contra ellos.
Mientras Matthew consideraba la situación, Hamish llevó la conversación a los recientes desastres ocurridos en la ciudad y en el gobierno. El vampiro se tranquilizó un poco más, envuelto en las complejidades de las finanzas y la política.
—Te has enterado de los homicidios en Westminster, supongo —dijo Hamish cuando Matthew estaba ya totalmente relajado.
—Me he enterado. Alguien tiene que poner fin a eso.
—¿Tú? —preguntó Hamish.
—No es asunto mío… todavía.
Hamish sabía que Matthew tenía una teoría sobre los homicidios, una que se relacionaba con su investigación científica.
—¿Todavía piensas que los homicidios son una señal de que los vampiros están desapareciendo?
—Sí —confirmó Matthew.
Matthew estaba convencido de que las criaturas se estaban extinguiendo lentamente. Al principio Hamish había rechazado las hipótesis de su amigo, pero estaba empezando a pensar que Matthew podría tener razón.
Volvieron a temas de conversación menos preocupantes y, después de la cena, se retiraron al piso superior. El daimón había dividido una de las antiguas salas de visita del pabellón en un saloncito y un dormitorio. El saloncito estaba presidido por un enorme y antiguo ajedrez con piezas de marfil y de ébano talladas que en realidad debería estar en un museo bajo una vitrina protectora más que en un pabellón de caza lleno de corrientes de aire. Al igual que la resonancia, el ajedrez había sido un regalo de Matthew.
Su amistad se había hecho más profunda a lo largo de veladas como ésa, jugando al ajedrez y hablando de sus trabajos. Una noche, Matthew empezó a contarle a Hamish las historias de sus hazañas de otros tiempos. En ese momento había pocas cosas sobre Matthew Clairmont que el daimón no conociera, y el vampiro era la única criatura a la que Hamish no asustaba con su poderoso intelecto.
Hamish, como de costumbre, se sentó detrás de las piezas negras.
—¿Ya terminamos nuestra última partida? —preguntó Matthew, fingiendo sorpresa ante el tablero cuidadosamente ordenado.
—Sí. Ganaste tú —dijo Hamish secamente, provocando una de las raras y grandes sonrisas de su amigo.
Ambos empezaron a mover sus piezas, Matthew se tomaba su tiempo y Hamish movía con rapidez y decisión cuando era su turno. No se oía más ruido que el crepitar del fuego y el tictac del reloj.
Tras una hora de juego, Hamish pasó a la etapa final de su plan.
—Quiero hacerte una pregunta. —Utilizó un tono cauteloso, esperando que su amigo hiciera la siguiente jugada—. ¿Quieres a la bruja por ella misma… o por su poder sobre ese manuscrito?
—¡No quiero su poder! —estalló Matthew, y realizó una mala jugada con su torre, que Hamish rápidamente eliminó. Inclinó la cabeza, pareciéndose más que nunca a un ángel del Renacimiento concentrado en algún misterio celestial—. Santo cielo, no sé lo que quiero.
Hamish permaneció sentado casi sin moverse.
—Creo que sí lo sabes, Matt.
Matthew movió un peón sin dar ninguna respuesta.
—Las otras criaturas de Oxford —continuó Hamish— pronto sabrán, si no lo saben ya, que estás interesado en algo más que en ese libro antiguo. ¿Cuál será tu última jugada?
—No lo sé —susurró el vampiro.
—¿El amor? ¿Sentir el sabor de ella? ¿Hacer que ella sea como tú? —Matthew gruñó—. Impresionante —comentó Hamish en tono de aburrimiento.
—Hay algunas cuestiones que no comprendo de todo esto, Hamish, pero hay tres cosas que sí sé —dijo Matthew de manera enfática, cogiendo su copa de vino del suelo, junto a sus pies—. No voy a ceder a este deseo de su sangre. No quiero controlar su poder. Y ciertamente no tengo ningún deseo de convertirla en vampiro. —Se estremeció sólo de pensarlo.
—Lo cual deja libre la opción del amor. Entonces ya tienes tu respuesta. Tú sí sabes lo que quieres.
Matthew tomó un sorbo de vino.
—Quiero lo que no debo querer, y ansío tener a alguien a quien jamás puedo tener.
—¿No tienes miedo a hacerle daño? —preguntó Hamish suavemente—. Has tenido relaciones con mujeres de sangre caliente antes, y nunca le has hecho daño a ninguna de ellas.
La pesada copa de vino de cristal de Matthew se partió en dos y cayó al suelo. El vino tinto se extendió sobre la alfombra. Hamish vio el destello de polvo de vidrio entre los dedos índice y pulgar del vampiro.
—Oh, Matt. ¿Por qué no me lo dijiste? —Hamish controló sus facciones para asegurarse de que su conmoción no se notara.
—¿Cómo podría? —Matthew se quedó mirando las manos y apretó las esquirlas entre las puntas de los dedos hasta que lanzaron destellos negro rojizo por la mezcla del cristal y la sangre—. Siempre has tenido demasiada fe en mí, ¿sabes?
—¿Quién era ella?
—Se llamaba Eleanor. —Matthew tartamudeó al pronunciar ese nombre. Se pasó el dorso de la mano por los ojos, en un intento infructuoso de borrar la imagen del rostro de ella de su mente—. Mi hermano y yo nos estábamos peleando. Ahora ni siquiera puedo recordar cuál era el motivo de la pelea. Pero en aquel momento sentí deseos de matarlo con mis propias manos. Eleanor trató de hacerme entrar en razón. Se metió entre nosotros y… —El vampiro no pudo continuar. Puso la cabeza entre sus manos sin molestarse en limpiar los restos de sangre de sus dedos ya curados—. La quería tanto…, y la maté.
—¿Cuándo sucedió eso? —susurró Hamish.
Matthew bajó las manos, moviéndolas para examinar sus largos y fuertes dedos.
—Hace años. Ayer. ¿Qué importa? —preguntó con la indiferencia por el tiempo propia de un vampiro.
—Importa mucho si cometiste ese error cuando eras un vampiro recién creado sin control de sus instintos y de su sed.
—¡Ah! Entonces también importará que haya matado a otra mujer, Cecilia Martin, hace poco más de un siglo. No era «un vampiro recién creado» entonces. —Matthew se levantó de su silla y se dirigió hacia las ventanas. Quería correr hacia la oscuridad de la noche y desaparecer para no tener que ver el horror en los ojos de Hamish.
—¿Hay más? —preguntó Hamish con brusquedad.
Matthew sacudió la cabeza.
—Dos es suficiente. No puede haber una tercera. Jamás.
—Háblame de Cecilia —pidió Hamish, inclinándose hacia delante en su silla.
—Era la esposa de un banquero —respondió Matthew de mala gana—. La vi en la ópera y me enamoré locamente. Todos en París estaban enamorados locamente de la mujer de otro en esa época. —Con el dedo trazó el perfil de un rostro de mujer sobre el cristal delante de él—. No lo sentí como un desafío. Simplemente quería probar su sabor; esa noche fui a su casa. Pero cuando empecé, no pude detenerme. Y de todas formas, tampoco podía dejarla morir…, era mía y no iba a entregarla. Casi no pude terminar de alimentarme a tiempo. Dieu, cómo odiaba ella ser vampiro. Cecilia se metió en una casa en llamas antes de que yo pudiera detenerla.
Hamish frunció el ceño.
—Entonces no la mataste, Matt. Se mató ella.
—Bebí de ella hasta que estuvo al borde de la muerte, la obligué a beber mi sangre, y la convertí en una criatura sin su permiso, porque yo era egoísta y estaba asustado —dijo furiosamente—. ¿En qué sentido no la maté? Me apoderé de su vida, de su identidad, de su vitalidad…, eso es la muerte, Hamish.
—¿Por qué me ocultaste esto a mí? —Hamish trató de que no le importara que su mejor amigo hubiera hecho eso, pero era difícil.
—Incluso los vampiros sienten vergüenza. —Matthew se mostró tenso—. Me odio…, y así debe ser…, por lo que le hice a aquellas mujeres.
—Ésa es la razón por la que tienes que dejar de guardar secretos, Matt. Te destruirán desde el interior. —Hamish pensó en lo que quería decir antes de continuar—. Tú no te propusiste matar a Eleanor y a Cecilia. No eres un asesino.
Matthew apoyó las puntas de los dedos en el marco blanco de la ventana y posó la frente contra los fríos cristales. Cuando volvió a hablar, su voz era inexpresiva y baja:
—No, soy un monstruo. Eleanor me perdonó por ello, pero Cecilia nunca lo hizo.
—No eres un monstruo —insistió Hamish, preocupado por el tono de Matthew.
—Tal vez no, pero soy peligroso. —Se giró para mirar a Hamish—. Sobre todo si estoy cerca de Diana. Ni siquiera Eleanor me hizo sentir de esta manera. —El simple hecho de pensar en Diana aumentaba su sed de ella con una tensión que iba desde el corazón hasta el abdomen. Su rostro se oscureció con el esfuerzo de controlar esa sed.
—Vuelve aquí y termina esta partida —sugirió Hamish con voz áspera.
—Puedo irme, Hamish —dijo Matthew con aire vacilante—. No tienes por qué compartir tu techo conmigo.
—No seas idiota —respondió Hamish con la rapidez de un látigo—. Tú no vas a ninguna parte.
Matthew se sentó.
—No entiendo cómo puedes saber lo de Eleanor y Cecilia y no odiarme al mismo tiempo —dijo, tras algunos minutos.
—No puedo imaginar qué tendrías que hacer para que yo te odiara, Matthew. Te quiero como a un hermano, y así será hasta que exhale mi último suspiro.
—Gracias —susurró Matthew sombríamente—. Trataré de merecer tu aprecio.
—No trates, hazlo —replicó Hamish con aspereza—. A propósito, estás a punto de perder tu alfil.
Las dos criaturas volvieron con dificultad a prestar atención al juego, y todavía seguían jugando poco antes del amanecer cuando Jordan llevó café para Hamish y una botella de oporto para Matthew. El mayordomo recogió la copa de vino rota sin comentario alguno, y Hamish lo envió a la cama.
Cuando Jordan se hubo retirado, Hamish observó el tablero e hizo su última jugada.
—Jaque mate.
Matthew dejó escapar un suspiro y se echó hacia atrás en su asiento, con la mirada fija en el tablero de ajedrez. Su reina estaba rodeada por sus propias piezas: peones, un caballo y una torre. En el otro lado del tablero, un humilde peón negro había dado jaque mate a su rey. La partida había finalizado, y él había perdido.
—El juego es algo más que proteger a la reina —comentó Hamish—. ¿Por qué te resulta tan difícil recordar que el rey es la pieza no sacrificable?
—El rey se limita a estar ahí, moviéndose un escaque cada vez. La reina puede moverse con toda libertad. Supongo que prefiero perder la partida antes que sacrificar su libertad.
Hamish se preguntó si estaba hablando del ajedrez o de Diana.
—¿Vale la pena ese coste por ella, Matt? —preguntó en voz baja.
—Sí —respondió Matthew sin un momento de titubeo, levantando a la reina blanca del tablero para sostenerla entre los dedos.
—Eso me ha parecido —confirmó Hamish—. No te das cuenta ahora, pero tienes suerte de haberla encontrado por fin.
Al vampiro le brillaron los ojos y en su boca apareció una sonrisa torcida.
—Pero ¿es una suerte para ella, Hamish? ¿Tiene suerte de tener una criatura como yo tras ella?
—Eso depende de ti. Pero recuerda…: nada de secretos. No, si la amas.
Matthew observó el rostro sereno de su reina, con sus dedos envolviendo protectores la pequeña figura tallada.
Todavía seguía sosteniéndola cuando salió el sol, mucho después de que Hamish se hubiera ido a dormir.