Capítulo
43

La casa estaba anormalmente silenciosa.

Para Sarah no era sólo la ausencia de conversaciones o la partida de siete mentes activas lo que la hacía parecer tan vacía.

Era el hecho de no saber.

Habían vuelto a casa de la reunión de las brujas antes de lo habitual con el pretexto de que tenían que hacer las maletas para el viaje con Faye y Janet. Em encontró el maletín vacío junto al sofá en la sala de estar, y Sarah descubrió la ropa amontonada encima de la lavadora.

—Ya se han ido —había dicho Em.

Sarah se arrojó a sus brazos, con los hombros temblando.

—¿Están bien? —había susurrado.

—Están juntos —había respondido Em. No era la respuesta que Sarah quería, pero era sincera, igual que Em.

Habían puesto su ropa en unas bolsas, sin prestar demasiada atención a lo que estaban haciendo. Tabitha y Em ya estaban en la caravana y Faye y Janet esperaban pacientemente a que Sarah cerrara la casa.

Sarah y el vampiro habían conversado horas y horas en la despensa durante su última noche en la casa, compartiendo una botella de vino tinto. Matthew le había contado algo de su pasado y había compartido sus miedos por el futuro. Sarah había escuchado, haciendo un esfuerzo para no mostrar su propia conmoción y sorpresa ante algunas de las cosas que había oído. Aunque era pagana, Sarah comprendió que él quería confesarse y la había escogido para el papel de sacerdote. Ella le había dado la absolución como buenamente pudo, sabiendo todo el tiempo que algunos hechos jamás podrían ser perdonados ni olvidados.

Pero había un secreto que él se había negado a compartir, y Sarah seguía sin saber nada sobre el lugar y el tiempo al que había ido su sobrina.

Las tablas del suelo de la casa de las Bishop chirriaron en un coro de quejidos y suspiros mientras Sarah vagaba por las habitaciones familiares y oscuras. Cerró las puertas del salón principal y se volvió para despedirse del único hogar que había conocido.

Las puertas del salón principal se abrieron con un fuerte estruendo. Una de las tablas del suelo cerca de la chimenea se levantó de un salto para dejar ver un pequeño libro de encuadernación negra y un sobre color crema. Era la cosa más brillante en la habitación y reflejaba la luz de la luna.

Sarah ahogó un grito y estiró la mano. El cuadrado color crema voló fácilmente hacia ella, se apoyó con un leve golpecito y se dio la vuelta. Había una sola palabra escrita en él: «Sarah».

Tocó las letras ligeramente y vio los dedos blancos y largos de Matthew. Rompió el papel con el corazón latiéndole rápidamente.

«Sarah —decía—, no te preocupes: lo conseguimos».

Los latidos de su corazón se serenaron.

Sarah puso la hoja de papel sobre la mecedora de su madre e hizo un gesto hacia el libro. Una vez que la casa lo entregó, la tabla del suelo volvió a su lugar habitual con un crujido de madera vieja y el chirrido de clavos viejos.

Fue a la primera página. La sombra de la noche. Contiene dos himnos poéticos creados por el caballero G. C. 1594. El libro olía a viejo, pero no de manera desagradable; como incienso en una polvorienta catedral.

«Muy propio de Matthew», pensó Sarah con una sonrisa.

Un papelito sobresalía por arriba. Eso la condujo a la página de la dedicatoria. «A mi querido y más respetable amigo Matthew Roydon». Sarah miró con más atención y vio un pequeño y descolorido dibujo de una mano con la muñeca tensa apuntando imperiosamente al nombre, con el número veintinueve escrito abajo con antigua tinta marrón.

Abrió obedientemente la página veintinueve, y tuvo que luchar contra las lágrimas al leer el pasaje subrayado:

Ella hace cazadores: y con esa sustancia los sabuesos,
cuyas bocas ensordecen el cielo y abren la tierra con heridas,
asustan no sólo a una ninfa tan rica en gracia,
a los sabuesos feroces persigue y da caza.
Porque ella puede adoptar cualquier forma
de dulces bestias y escapar cuando quiere.

Las palabras conjuraron la imagen de Diana —clara, brillante, espontánea—, con su cara enmarcada en alas diáfanas y el cuello pesadamente envuelto con plata y diamantes. Un único rubí en forma de lágrima se estremecía sobre su piel como una gota de sangre, anidado en el hueco entre las clavículas.

En la despensa, cuando el sol estaba saliendo, él le había prometido encontrar alguna manera de hacerle saber que Diana estaba a salvo.

—Gracias, Matthew. —Sarah besó el libro y la nota y los lanzó a la cavernosa chimenea. Pronunció las palabras para hacer aparecer un fuego candente. El papel se encendió rápidamente y los bordes del libro empezaron a rizarse.

Sarah miró el fuego que ardía durante unos momentos. Luego salió por la puerta principal, dejándola sin cerrojo, y no miró hacia atrás.

En cuanto se cerró la puerta, un desgastado ataúd de plata bajó por la chimenea para detenerse sobre el papel en llamas. Dos porciones de sangre y de mercurio, liberados de las cámaras huecas del interior de la ampulla por el calor del fuego, corrieron una detrás de la otra por la superficie del libro antes de caer en la rejilla. Allí se filtraron por entre la blanda y vieja argamasa de la chimenea para viajar hacia el corazón de la casa. Cuando llegaron a él, la casa suspiró aliviada y dejó escapar un olor olvidado y prohibido.

Sarah lo aspiró en el aire fresco de la noche al subir a la caravana. Sus sentidos no fueron lo suficientemente agudos como para percibir los olores de la canela, el espino, la madreselva y la manzanilla que danzaban en el aire.

—¿Todo bien? —preguntó Em con voz serena.

Sarah se apoyó sobre la jaula de transporte para gatos que albergaba a Tabitha y puso su mano sobre la rodilla de Em.

—Todo bien.

Faye giró la llave de contacto y partió por el sendero de la entrada hacia el camino que las llevaría hasta la carretera interestatal mientras se preguntaba por el mejor sitio para detenerse a desayunar.

Las cuatro brujas estaban demasiado lejos como para percibir el cambio en la atmósfera en torno a la casa cuando cientos de criaturas de la noche detectaron el poco habitual aroma mezclado de vampiros y brujas, y tampoco podían ver las pálidas fosforescencias verdes de los dos fantasmas en la ventana del salón principal.

Bridget Bishop y la abuela de Diana observaban cómo se alejaba el vehículo.

«¿Qué haremos ahora?», preguntó la abuela de Diana.

«Lo que siempre hemos hecho, Joanna —respondió Bridget—. Recordar el pasado… y aguardar el futuro».