Capítulo
41

El día antes de Halloween, una sensación de agitación se apoderó de mi estómago. Todavía en la cama, busqué a Matthew con la mano.

—Estoy nerviosa.

Cerró el libro que estaba leyendo y me atrajo hacia él.

—Lo sé. Estabas nerviosa antes de abrir los ojos.

La casa estaba ya en plena actividad. La impresora de Sarah estaba sacando un montón de páginas en el despacho. La televisión estaba encendida, y la secadora de ropa gemía débilmente en la distancia mientras protestaba por otra carga. Mi olfato me dijo que Sarah y Em ya llevaban consumidas unas cuantas tazas, y por el pasillo se escuchaba el zumbido de un secador de pelo.

—¿Somos los últimos en levantarnos? —Hice un esfuerzo para tranquilizar a mi estómago.

—Creo que sí —dijo con una sonrisa, aunque había una sombra de preocupación en sus ojos.

Abajo, Sarah estaba haciendo huevos para todos, mientras Em extraía bandejas de panecillos del horno que Nathaniel sacaba metódicamente, uno tras otro, de la fuente y se metía enteros en la boca.

—¿Dónde está Hamish? —quiso saber Matthew.

—En mi despacho, usando la impresora. —Sarah lo miró durante un buen rato y luego regresó a sus sartenes.

Marcus dejó su partida de Scrabble y se dirigió a la cocina para dar un paseo con su padre. Cogió un puñado de frutos secos al salir y olfateó los panecillos con un gruñido de deseo frustrado.

—¿Qué está ocurriendo? —pregunté en voz baja.

—Hamish está actuando como un abogado —respondió Sophie, untando una gruesa capa de mantequilla encima de un panecillo—. Dice que hay que firmar unos papeles.

Hamish nos llamó para reunirnos en el comedor a última hora de la mañana. Fuimos entrando desordenadamente, cada uno con su vaso o su taza. Nos miró como si no hubiera dormido. Había montones de papeles ordenados que cubrían toda la superficie de la mesa, unas barras de cera negra y dos sellos que pertenecían a los caballeros de Lázaro, uno pequeño y otro grande. Noté cómo se me aceleraba el corazón y un extraño hormigueo en el estómago.

—¿Nos sentamos? —preguntó Em. Traía consigo una cafetera con café recién hecho y llenó la taza de Hamish.

—Eres muy amable, Em —dijo Hamish. Dos sillas vacías esperaban en la cabecera de la mesa. Nos hizo un gesto a Matthew y a mí para que las ocupáramos y cogió la primera pila de papeles—. Ayer por la tarde repasamos varios asuntos prácticos relacionados con la situación en la que nos encontramos ahora.

De nuevo noté mi corazón latiendo a toda velocidad y dirigí mi mirada hacia los sellos.

—Menos formalidades de abogado, Hamish, por favor —pidió Matthew a la vez que su mano se tensaba sobre mi espalda.

Hamish lo miró con desagrado y continuó:

—Diana y Matthew van a viajar en el tiempo, como estaba planeado, en la noche de Halloween. Ignorad todo lo demás que Matthew os dijo que hicierais. —Hamish manifestaba un obvio placer al pronunciar esta parte de su discurso—. Nos hemos puesto de acuerdo en que sería mejor si todos… desaparecemos por un tiempo. A partir de este momento, sus antiguas vidas quedan en suspenso. —Hamish puso un documento delante de mí—. Éste es un poder, Diana. Me autoriza a mí, o a quienquiera que ocupe el cargo de senescal, a actuar legalmente en tu nombre.

Ese poder le daba a la idea abstracta de viajar en el tiempo un nuevo sentido de finalidad. Matthew sacó una pluma de su bolsillo.

—Aquí —dijo, colocando la pluma delante de mí.

La punta de la pluma no estaba acostumbrada al ángulo y la presión de mi mano e hizo un ruido áspero al arañar el papel cuando estampé mi firma en el lugar indicado. Al finalizar, Matthew lo cogió y dejó caer una caliente gota negra en la parte inferior; luego cogió su sello personal y lo apoyó con fuerza en la cera.

Hamish cogió el siguiente grupo de papeles.

—También tienes que firmar estas cartas. Una informa a los organizadores de tu conferencia de que no puedes asistir a ella en noviembre. La otra pide una baja por enfermedad para el próximo año. Tu médico, un tal doctor Marcus Whitmore, ha escrito un informe. En caso de que no hayas regresado antes de abril, enviaré tu solicitud a Yale.

Leí las cartas cuidadosamente y firmé con mano temblorosa, renunciando a mi vida en el siglo XXI.

Hamish apretó las manos en el borde de la mesa. Evidentemente se estaba preparando para algo.

—Es imposible decir cuándo Matthew y Diana estarán de vuelta con nosotros. —No usó el condicional «si», pero esa palabra flotó en el ambiente de todas maneras—. Cada vez que algún miembro de la firma o de la familia De Clermont se prepara para hacer un largo viaje o para desaparecer por un tiempo, es mi obligación asegurarme de que sus asuntos estén en orden. Diana, tú no tienes testamento hecho.

—No. —Mi mente estaba completamente en blanco—. Pero no tengo bienes…, ni siquiera un coche.

Hamish se irguió.

—Eso no es del todo cierto, ¿verdad, Matthew?

—Dámelo —dijo Matthew de mala gana. Hamish le entregó un grueso documento—. Éste fue redactado la última vez que estuve en Oxford.

—Antes de La Pierre —dije, sin tocar las páginas.

Matthew asintió con la cabeza.

—En esencia, se trata de nuestro acuerdo matrimonial. Te otorga de manera irrevocable un tercio de mis posesiones personales. Aunque me dejaras, estos bienes seguirían siendo tuyos.

Estaba fechado antes de que él volviera a casa, antes de que nos uniéramos de por vida según la costumbre de los vampiros.

—Nunca te dejaré, y no quiero esto.

—Ni siquiera sabes de qué se trata —dijo Matthew, colocando las páginas delante de mí.

Era demasiado lo que había que asimilar. Impresionantes sumas de dinero, una casa en una exclusiva manzana en Londres, un apartamento en París, una villa en las afuera de Roma, el Viejo Pabellón, una casa en Jerusalén, más casas en ciudades como Venecia y Sevilla, jets, automóviles… Mi mente era un torbellino.

—Tengo un trabajo seguro. —Aparté los papeles—. Esto es totalmente innecesario.

—Es tuyo de todas formas —dijo Matthew ásperamente.

Hamish esperó un momento hasta que me recompuse para dejar caer su próxima bomba:

—Si Sarah muriese, tú heredarías esta casa también, con la condición de que siga siendo el hogar de Emily mientras ella así lo desee. Además, eres la única heredera de Matthew. De modo que posees bienes, y tengo que saber cuáles son tus deseos.

—No voy a hablar de esto. —El recuerdo de Satu y Juliette todavía estaba fresco, y la muerte se sentía demasiado cerca. Me puse de pie, dispuesta a irme, pero Matthew me cogió la mano y la retuvo con fuerza.

—Tienes que hacerlo, mon coeur. No podemos dejar que Marcus y Sarah lo resuelvan.

Volví a sentarme y pensé en silencio qué hacer con la incalculable fortuna y la destartalada granja que iban a ser mías algún día.

—Mis bienes deben ser divididos en partes iguales entre nuestros hijos —dije finalmente—. Y eso incluye a todos los hijos, vampiros y biológicos, de Matthew, los que él hizo y los que podamos tener juntos. Para ellos será también la casa Bishop, cuando Em deje de utilizarla.

—Me ocuparé de que así sea —me aseguró Hamish.

Los únicos documentos que quedaban sobre la mesa estaban metidos dentro de tres sobres. Dos llevaban el sello de Matthew. El otro estaba envuelto en una cinta negra y plateada, sellada con un poco de cera cubriendo el nudo. Colgado de la cinta se veía un disco negro y grueso grande como un plato de postre, con el gran sello de los caballeros de Lázaro.

—Por último, tenemos que ocuparnos de la hermandad. Cuando el padre de Matthew fundó los caballeros de Lázaro, éstos se hicieron famosos por velar por aquellos que no podían protegerse a sí mismos. Aunque la mayoría de las criaturas se han olvidado de nosotros, todavía existimos. Y debemos continuar existiendo aún después de que Matthew haya desaparecido. Mañana, antes de que Marcus salga de la casa, Matthew abandonará oficialmente su cargo en la orden y nombrará gran maestre a su hijo.

Hamish le entregó a Matthew los dos sobres con su sello personal. Luego le dio el otro sobre con el sello más grande a Nathaniel. Miriam abrió mucho los ojos.

—Tan pronto como Marcus acepte su nuevo cargo, cosa que hará de inmediato —dijo Hamish mirando con severidad a Marcus—, llamará por teléfono a Nathaniel, que ha aceptado entrar en la empresa como uno de los ocho maestres provinciales. Una vez que Nathaniel rompa el sello de este cargo, será caballero de Lázaro.

—¡No puedes seguir haciendo que daimones como Hamish y Nathaniel se conviertan en miembros de la hermandad! ¿Cómo va a combatir Nathaniel? —Miriam no salía de su asombro.

—Con éstos —replicó Nathaniel, moviendo sus dedos en el aire—. Conozco los ordenadores, y puedo cumplir con mi parte. —Su voz adquirió un tono de ferocidad y lanzó una mirada igualmente feroz a Sophie—: Nadie le va a hacer a mi esposa o a mi hija lo que le hicieron a Diana.

Hubo un silencio de estupefacción.

—Eso no es todo. —Hamish acercó una silla y se sentó, entrelazando los dedos por delante—. Miriam cree que habrá una guerra. No estoy de acuerdo. Esta guerra ya ha comenzado.

Todas las miradas en la habitación estaban dirigidas a Hamish. Estaba claro por qué la gente quería que él formara parte del gobierno y por qué Matthew lo había convertido en su segundo en la línea de mando: era un líder nato.

—En esta habitación comprendemos las causas de semejante guerra. Se trata de Diana y de los increíbles esfuerzos de los que es capaz la Congregación en su afán por comprender el poder que ella ha heredado. Se trata del descubrimiento del Ashmole 782 y de nuestro miedo a que los secretos del libro pudieran perderse para siempre si cae en manos de las brujas. Y es por nuestra creencia común de que nadie tiene derecho a decirles a dos criaturas que no pueden amarse, sean de la especie que sean.

Hamish recorrió con la mirada los rostros que le rodeaban para asegurarse de que todos tuvieran su atención fija en él antes de continuar:

—No pasará mucho tiempo antes de que los humanos se den cuenta de la existencia de este conflicto. Se verán obligados a reconocer que los daimones, los vampiros y las brujas están entre ellos. Cuando eso ocurra, tendremos que convertirnos realmente en la asamblea secreta de la que habla Sophie, no sólo de nombre. Habrá bajas, histeria y confusión. Y dependerá de nosotros, la asamblea secreta y los caballeros de Lázaro, ayudarles a que entiendan y hacer que las pérdidas de vidas y la destrucción sean mínimas.

—Ysabeau os espera en Sept-Tours. —La voz de Matthew era tranquila y firme—. Los terrenos del castillo podrían ser el único límite territorial que los otros vampiros no se atrevan a cruzar. Sarah y Emily tratarán de mantener a las brujas bajo control. El apellido Bishop es una ayuda. Y los caballeros de Lázaro protegerán a Sophie y a su bebé.

—Por eso nos vamos a dispersar —continuó Sarah, inclinando la cabeza hacia Matthew—. Luego nos reuniremos de nuevo en la casa de los De Clermont. Y cuando eso ocurra, decidiremos cómo continuar. Juntos.

—Bajo el liderazgo de Marcus. —Matthew levantó su copa medio llena de vino—. Por Marcus, por Nathaniel y por Hamish. ¡Honor y larga vida!

—Hacía mucho tiempo que no escuchaba esas palabras —dijo Miriam en voz baja.

Tanto Marcus como Nathaniel rehuían tanta atención y parecían incómodos con sus nuevas responsabilidades. Hamish simplemente parecía cansado de todo aquello.

Después de brindar por los tres hombres —que parecían demasiado jóvenes como para preocuparse por una larga vida—, Em nos condujo a la cocina para comer. Había preparado un banquete sobre la encimera y todos nos reunimos en la sala, tratando de no pensar en el momento en que tendríamos que empezar a despedirnos.

Finalmente, Sophie y Nathaniel tuvieron que marcharse. Marcus puso las pocas pertenencias de la pareja en el maletero de su pequeño coche deportivo azul. Marcus y Nathaniel esperaban conversando animadamente mientras Sophie se despedía de Sarah y Em. Cuando terminó con ellas, se volvió hacia mí. Yo había sido desterrada del salón principal para que nadie me tocara sin darse cuenta.

—Esto no es realmente un adiós —me dijo desde el otro lado del salón.

Mi tercer ojo se abrió y en el reflejo de la luz del sol sobre la barandilla me vi envuelta en uno de los tremendos abrazos de Sophie.

—No —coincidí, sorprendida y consolada por aquella visión.

Sophie asintió con la cabeza como si ella también hubiera visto aquella imagen del futuro.

—Tal vez el bebé haya nacido cuando regreses. Recuerda, tú serás su madrina.

Mientras esperaban a que Sophie y Nathaniel terminaran de despedirse, Matthew y Miriam habían colocado todas las calabazas a lo largo del sendero de la entrada. Con un golpecito de su muñeca y algunas palabras en voz baja, Sarah las encendió. Todavía faltaban varias horas para el anochecer, pero Sophie por lo menos podía tener una idea de cómo sería aquello en Halloween. Aplaudió y bajó corriendo los escalones para lanzarse a los brazos de Matthew y luego a los de Miriam. Su último abrazo estaba reservado para Marcus, con quien intercambió algunas palabras en voz baja antes de acomodarse en el asiento delantero del automóvil.

—Gracias por el coche —dijo Sophie, admirando las vetas de la brillante madera del salpicadero—. Nathaniel solía conducir rápido, pero ahora lo hace como una anciana a causa del niño.

—Nada de excederse en la velocidad —recomendó con firmeza Matthew, en un tono paternal—. Llamadnos cuando lleguéis.

Los despedimos saludando con la mano. Cuando se perdieron de vista, Sarah apagó las calabazas. Matthew me envolvió en sus brazos mientras el resto de la familia se retiraba al interior.

—Ya está todo dispuesto, Diana —dijo Hamish al salir al porche. Ya se había puesto la chaqueta, preparado para ir a Nueva York antes de regresar a Londres.

Firmé las dos copias del testamento y Em y Sarah firmaron como testigos. Hamish enrolló una copia y la metió en un cilindro de metal. Cerró los extremos del tubo con cintas de color negro y plata entrelazadas y puso el sello de Matthew en la cera.

Matthew esperó junto al coche negro alquilado mientras Hamish se despedía cortésmente de Miriam; después besó a Em y a Sarah, y las invitó a pasar una temporada con él cuando viajaran a Sept-Tours.

—Llámame si necesitas algo —le dijo a Sarah, con un apretón de manos—. Tienes mis números. —Se volvió hacia mí.

—Adiós, Hamish. —Le devolví sus besos, primero en una mejilla, luego en la otra—. Gracias por todo lo que has hecho para tranquilizar la mente de Matthew.

—Sólo hacía mi trabajo —dijo Hamish con alegría forzada. Bajó la voz—: Recuerda lo que te dije, no podrás pedir ayuda si la necesitas.

—No la necesitaré —dije.

Unos minutos después, el motor del coche se encendió y Hamish se fue. Las luces traseras rojas se encendieron y se apagaron antes de perderse en la creciente oscuridad.

A la casa no le gustó su nuevo vacío y reaccionó moviendo algunos muebles y gimiendo un poco cada vez que alguien salía o entraba en alguna habitación.

—Los voy a echar de menos —confesó Em mientras preparaba la cena. La casa suspiró comprensiva.

—Vete —me dijo Sarah, mientras le quitaba a Em el cuchillo de la mano—. Lleva a Matthew a Sept-Tours y regresa a tiempo para hacer la ensalada.

Después de discutirlo mucho, habíamos decidido finalmente viajar en el tiempo hasta la noche en que yo había encontrado su ejemplar de El origen.

Pero trasladar a Matthew a Sept-Tours fue un desafío mayor de lo que yo esperaba. Llevaba demasiadas cosas en mis brazos para ayudarme a no perder el rumbo —una de sus plumas y dos libros de su estudio—, y Matthew tuvo que sujetarlas a mi cintura. Luego nos quedamos atascados.

Unas manos invisibles parecían mantener mi pie en alto, impidiéndome bajarlo en Sept-Tours. Cuanto más retrocedíamos en el tiempo, más gruesos eran los lazos que envolvían mis pies. Y el tiempo se aferraba a Matthew con ramas robustas que se entrelazaban como enredaderas.

Por fin llegamos al estudio de Matthew. La habitación estaba tal y como la habíamos dejado, con el fuego encendido y una botella de vino sin etiqueta esperando sobre la mesa.

Dejé caer los libros y la pluma sobre el sofá, temblando por la fatiga.

—¿Qué pasa? —preguntó Matthew.

—Ha sido como si demasiados pasados estuvieran unidos y resultaba imposible atravesarlos. He tenido miedo de que pudieras soltarte.

—Yo no sentí nada diferente —comentó él—. Tardamos algo más que antes, pero yo ya me lo imaginaba, si tenemos en cuenta el tiempo y la distancia.

Sirvió un poco de vino para ambos y consideramos los pros y los contras de ir al piso de abajo. Al final, nuestro deseo de ver a Ysabeau y a Marthe se impuso. Matthew recordó que aquella noche yo llevaba mi jersey azul. Su alto escote taparía mis vendajes, de modo que subí a cambiarme.

Cuando regresé abajo, su rostro se relajó con una lenta sonrisa de aprobación.

—Tan hermosa ahora como entonces —dijo antes de besarme profundamente—. Y tal vez más.

—Ten cuidado —le advertí riéndome—. Tú no habías decidido amarme todavía.

—Oh, sí, ya lo había decidido —replicó, besándome otra vez—. Sólo que no te lo había dicho.

Las mujeres estaban sentadas precisamente donde esperábamos encontrarlas, Marthe con su novela de misterio e Ysabeau con sus periódicos. La conversación pudo no haber sido exactamente la misma, pero eso no importaba. La parte más difícil de la noche fue observar a Matthew bailando con su madre. La expresión agridulce en la cara de él mientras la hacía girar era nueva, y decididamente él no había logrado corresponder adecuadamente a su feroz abrazo de oso al terminar de bailar. Cuando me invitó a mí a bailar, le di un cómplice apretón en la mano.

—Gracias por esto —susurró a mi oído mientras me hacía girar. Me dio un delicado beso en el cuello. Ciertamente eso no había ocurrido la primera vez.

Matthew dio por terminada la velada igual que lo había hecho aquel día y anunció que me iba a llevar a la cama. Esta vez dimos las buenas noches sabiendo que era un adiós. Nuestro viaje de regreso fue muy parecido al anterior, pero menos intimidante, porque ya me resultó conocido. No sentí pánico ni perdí la concentración cuando el tiempo se resistió a que pasáramos, ya que puse toda mi atención en los rituales familiares de la cena en casa de las Bishop. Regresamos con tiempo más que suficiente para hacer la ensalada.

Durante la cena, Sarah y Em entretuvieron al vampiro con relatos de mis aventuras de cuando era adolescente. Cuando mis tías se quedaron sin historias, Matthew le tomó el pelo a Marcus por sus desastrosos negocios con bienes raíces en el siglo XIX, las enormes inversiones que en el siglo XX había hecho en nuevas tecnologías que nunca habían salido bien y su constante debilidad por las mujeres pelirrojas.

—Ya sabía yo que me gustabas. —Sarah se arregló la roja y rebelde melena y le sirvió más whisky.

El día de Halloween amaneció claro y brillante. La nieve era siempre una posibilidad en aquella zona de bosques, pero ese año el tiempo se mostraba alentador. Matthew y Marcus dieron un paseo más largo de lo habitual, y yo me quedé tomando té y café con Sarah y Em.

Cuando sonó el teléfono, todos dimos un salto. Sarah respondió y por su conversación resultó evidente que la llamada era inesperada.

Colgó y vino a reunirse con nosotros en la mesa de la sala, que otra vez era suficiente para que nos sentáramos los habitantes de la casa.

—Era Faye. Están con Janet en el Refugio de los Cazadores. Están con su autocaravana. Quieren saber si las acompañaremos en su viaje de otoño. Van a Arizona y siguen hasta Seattle.

—La diosa ha estado haciendo su trabajo —dijo Em con una sonrisa. Ambas habían tratado durante varios días de encontrar la mejor forma de salir de Madison sin desatar una tormenta de chismorreos—. Supongo que esto lo resuelve. Nos pondremos en marcha y luego iremos a encontrarnos con Ysabeau.

Llevamos bolsas de comida y otras provisiones al viejo y destartalado coche de Sarah. Cuando estuvo tan sumamente cargado que casi no se podía ver nada por el espejo retrovisor, empezaron a dar órdenes.

—Las golosinas están en la encimera —repitió Em—. Y mi disfraz está colgado detrás de la puerta de la despensa. Te quedará bien. No olvides las medias. A los niños les encantan las medias.

—No las olvidaré —le aseguré—, y tampoco el sombrero, aunque es absolutamente ridículo.

—¡Por supuesto que te pondrás el sombrero! —exclamó Sarah indignada—. Es la tradición. No te olvides de apagar el fuego antes de irte. Tabitha come exactamente a las cuatro. Si no encuentra comida, empieza a vomitar.

—Tenemos todo organizado. Ya nos has hecho una lista —la tranquilicé, dándole una palmadita en el hombro.

—¿Puedes llamarnos al Refugio de los Cazadores para confirmarnos que Miriam y Marcus ya se han ido? —preguntó Em.

—Toma esto —dijo Matthew, entregándole su teléfono con una gran sonrisa—. Llama tú misma a Marcus. No vamos a tener cobertura en el sitio adonde vamos.

—¿Estás seguro? —preguntó Em con expresión de duda. Todos considerábamos que el teléfono de Matthew era una parte de su brazo, y resultaba extraño verlo separado de su mano.

—Completamente. He borrado la mayor parte de los datos, pero he dejado algunos teléfonos de contacto para ti. Si necesitas algo, cualquier cosa, llama a alguien. Si te preocupa algo o si ocurre algo extraño, ponte en contacto con Ysabeau o con Hamish. Ellos se ocuparán de recogeros estéis donde estéis.

—Tienen helicópteros —le susurré a Em, cogiéndole el brazo.

Sonó el teléfono de Marcus.

—Nathaniel —identificó al mirar la pantalla. Luego se alejó para hablar en privado con un gesto idéntico al que su padre hacía siempre.

Con una sonrisa triste, Matthew miró a su hijo.

—Estos dos se van a meter en toda clase de líos, pero al menos Marcus no se sentirá tan solo.

—Están bien —informó Marcus cuando volvió después de desconectar el teléfono. Sonrió y se pasó los dedos por el pelo, con otro gesto que recordaba a Matthew—. Tengo que decírselo a Hamish, así que me despediré y después llamaré.

Em abrazó largamente a Marcus. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—Llámanos tú también —le pidió con gran intensidad—. Nos gustará saber que estáis bien.

—Ten cuidado. —Sarah apretó los ojos con fuerza mientras lo abrazaba—. Ten confianza en ti mismo.

La despedida de Miriam y mis tías fue más serena; la mía mucho menos.

—Estamos muy orgullosas de ti —dijo Em, tomándome la cara con las manos mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas—. Tus padres también lo estarían. Cuidaos.

—Por supuesto —le aseguré secándome las lágrimas.

Sarah cogió mis manos entre las suyas.

—Escucha a tus maestros…, sean quienes sean. No digas que no sin escucharlos primero. —Asentí con la cabeza—. Tú tienes más talento natural que cualquier bruja que haya conocido…, tal vez más que cualquier bruja que haya vivido en muchos, muchos años —continuó Sarah—. Me alegro de que no vayas a desperdiciarlo. La magia es un don, Diana, igual que el amor. —Se volvió hacia Matthew—. Estoy poniendo en tus manos algo muy valioso. No me decepciones.

—No lo haré, Sarah —prometió Matthew.

Recibió nuestros besos y escapó corriendo escaleras abajo, hacia el coche que la esperaba.

—Las despedidas son difíciles para Sarah —explicó Em—. Te llamaremos mañana, Marcus. —Subió al asiento delantero saludando con la mano. El coche cobró vida ruidosamente, avanzó a trompicones por el irregular sendero de la entrada y dobló rumbo al pueblo.

Cuando volvimos a entrar en la casa, Miriam y Marcus estaban esperando en el salón, junto al vestíbulo, con su equipaje preparado a su lado.

—Pensamos que querríais pasar algún tiempo a solas —explicó Miriam, entregándole su bolsa a Marcus—. Además, odio las despedidas largas. —Miró a su alrededor—. Bien —dijo en tono alegre mientras se dirigía hacia los escalones del porche—, nos vemos cuando volváis.

Después de sacudir la cabeza mirando cómo Miriam se alejaba, Matthew entró en el comedor y regresó con un sobre.

—Toma —le dijo a Marcus con su voz ronca.

—Nunca quise ser gran maestre —dijo Marcus.

—¿Y crees que yo sí? Ése era el sueño de mi padre. Philippe me hizo prometer que la hermandad no caería en las manos de Baldwin. Te pido a ti lo mismo.

—Te lo prometo. —Marcus cogió el sobre—. Ojalá no tuvieras que irte.

—Lo siento, Marcus. —Me tragué el nudo que se había formado en mi garganta y apoyé suavemente mis dedos cálidos sobre su fría piel.

—¿Por qué? —Su sonrisa era brillante y sincera—. ¿Por hacer feliz a mi padre?

—Por haberte puesto en esta situación y provocar todo este caos.

—No me asusta la guerra, si te refieres a eso. Lo que me preocupa es seguir los pasos de Matthew. —Marcus rompió el sello. Con aquel aparentemente insignificante ruido de la cera que se rompe, se convirtió en gran maestre de los caballeros de Lázaro.

—Je suis à votre commande, seigneur —murmuró Matthew con la cabeza inclinada. Baldwin había pronunciado las mismas palabras en La Guardia. Sonaban de manera muy diferente cuando eran sinceras.

—Entonces te ordeno que regreses y vuelvas a tomar el mando de los caballeros de Lázaro —dijo Marcus bruscamente— antes de que yo genere un desastre total con todo esto. No soy francés, e indudablemente no soy un caballero.

—Tienes más de una gota de sangre francesa en ti, y tú eres la única persona en la que confío para hacer este trabajo. Además, puedes utilizar tu famoso encanto estadounidense. Y es posible que, al final, te llegue a gustar ser gran maestre.

Marcus resopló y marcó el número ocho en su teléfono.

—Ya está hecho —dijo brevemente a la persona que se puso el otro lado. Hubo un breve intercambio de palabras—. Gracias.

—Nathaniel ha aceptado su cargo —murmuró Matthew con un temblor en las comisuras de sus labios—. Su francés es sorprendentemente bueno.

Marcus miró con el ceño fruncido a su padre, se alejó para decir algunas palabras más al daimón y volvió.

Entre padre e hijo hubo una larga mirada, el apretón de manos hasta el codo, la presión de una mano en la espalda, una despedida como cientos de despedidas similares. Para mí hubo un beso amable, un «que todo vaya bien» apenas murmurado y luego Marcus también, desapareció.

Busqué la mano de Matthew.

Estábamos solos.