Capítulo
37

Después, durante varios días, el diminuto ejército de Matthew aprendió el primer requisito de la guerra: los aliados no deben matarse entre sí.

A pesar de que a mis tías les resultaba difícil aceptar vampiros en su casa, fueron los vampiros los que tuvieron más problemas para adaptarse. No sólo eran los fantasmas y la gata. Había que tener algo más que nueces en la casa si vampiros y seres de sangre caliente iban a estar tan cerca unos de otros. Ya al día siguiente, Marcus y Miriam tuvieron una conversación con Matthew en el camino de entrada para luego partir en el Range Rover. Varias horas más tarde regresaron con un pequeño frigorífico marcado con una cruz roja y suficiente sangre y material sanitario como para equipar un hospital militar de campaña. A petición de Matthew, Sarah eligió un rincón de la despensa para que sirviera de banco de sangre.

—Es sólo por precaución —le aseguró Matthew.

—¿Para el caso de que Miriam tenga un ataque de hambre? —Sarah cogió una bolsa de sangre 0 negativo.

—Ya he comido antes de salir de Inglaterra —dijo Miriam remilgadamente, moviendo sin hacer ruido sus pequeños pies descalzos sobre el suelo de piedras mientras ordenaba las cosas.

La entrega también incluía un envase burbuja de píldoras anticonceptivas dentro de una horrible caja de plástico amarilla con una flor moldeada en la tapa. Matthew me las entregó a la hora de acostarnos.

—Puedes comenzar ahora o esperar unos días hasta que empiece tu periodo.

—¿Cómo sabes cuándo va a empezar mi periodo? —Había terminado mi último ciclo el día antes de Mabon, el día antes de conocer a Matthew.

—Sé cuándo estás pensando en saltar una cerca del picadero. Puedes imaginar lo fácil que resulta saber cuándo vas a sangrar.

—¿Puedes estar cerca de mí mientras estoy menstruando? —Cogí la caja con mucha cautela, como si pudiera estallar.

Matthew se mostró sorprendido y luego se rió entre dientes.

—Dieu, Diana. No habría ni una mujer con vida si no pudiera. —Sacudió la cabeza—. No es lo mismo.

Empecé a tomar la píldora esa noche.

Mientras nos adaptábamos a vivir amontonados, nuevos esquemas de actividad se desarrollaron en la casa, muchos de ellos relacionados conmigo. Nunca estaba sola y nunca a más de tres metros de distancia del vampiro más cercano. Era un perfecto comportamiento de manada. Los vampiros cerraban filas a mi alrededor.

Mi día estaba dividido en periodos de actividad interrumpidos por las comidas, que Matthew insistió en que necesitaba a intervalos regulares para terminar de recuperarme de lo ocurrido en La Pierre. Se reunía conmigo para el yoga entre el desayuno y la comida, y después Sarah y Em trataban de enseñarme a usar mi magia y hacer los hechizos. Cuando comenzaba a arrancarme el pelo por la frustración, Matthew me arrastraba a una larga caminata antes de cenar. Nos quedábamos alrededor de la mesa en la sala después de que los seres de sangre caliente hubiéramos comido, hablando de los acontecimientos del día y de películas antiguas. Marcus desempolvó un tablero de ajedrez y él y su padre jugaban a menudo mientras Em y yo lavábamos los platos.

Sarah, Marcus y Miriam compartían su atracción por el cine negro, que entonces pasó a dominar la programación de la televisión de la casa. Sarah había descubierto esta feliz coincidencia cuando, durante uno de sus habituales ataques de insomnio, bajó en mitad de la noche y encontró a Miriam y a Marcus viendo Retorno al pasado. Los tres también compartían su afición por el Scrabble y las palomitas de maíz. Cuando el resto de la casa se despertaba, habían transformado la sala de estar en un cine y todo había sido barrido de la mesa de centro salvo el tablero del juego, un viejo tazón lleno de fichas con letras y dos maltrechos diccionarios.

Miriam resultó ser un genio para recordar palabras antiguas de muchas letras.

—¡Escoldo! —estaba exclamando Sarah una mañana cuando bajé—. ¿Qué clase de palabra es «escoldo»? Si te refieres a los antiguos poetas escandinavos, deberías escribir «escaldo».

—«Escoldo» significa «brasa resguardada por la ceniza» —explicó Miriam—. Es lo que hacíamos con el fuego para conservarlo toda la noche. Puedes buscarlo en el diccionario si no me crees.

Sarah se quejó con un gruñido y se retiró a la cocina a buscar café.

—¿Quién está ganando? —pregunté.

—¿Necesitas preguntarlo? —La vampira sonrió con satisfacción.

Cuando no jugaban al Scrabble ni miraban películas antiguas, Miriam daba clases sobre vampiros. En el espacio de unas pocas tardes, logró enseñarle a Em la importancia de los nombres, el comportamiento de manada, rituales de posesión, sentidos sobrenaturales y hábitos de alimentación. Últimamente, la charla había derivado hacia temas más avanzados, como, por ejemplo, las maneras de matar a un vampiro.

—No, ni siquiera el degüello es un método seguro, Em —le dijo Miriam pacientemente. Ambas estaban sentadas en la sala mientras yo hacía té en la cocina—. Hay que provocar la mayor pérdida de sangre posible. Es necesario un corte en la ingle también.

Matthew sacudió la cabeza al escuchar esa conversación y aprovechó la oportunidad (ya que todos los demás estaban ocupados en distintas tareas) para abrazarme detrás de la puerta del frigorífico. Tenía yo la camisa desarreglada y el pelo desordenado por detrás de las orejas cuando nuestro hijo entró con un montón de leña en los brazos.

—¿Has perdido algo detrás de la nevera, Matthew? —La cara de Marcus era la imagen de la inocencia.

—No —susurró Matthew. Sepultó su cara en mi pelo para poder aspirar el olor de mi excitación sexual. Traté de aplastarme en vano sobre sus hombros, y él simplemente me apretó con más fuerza.

—Gracias por traer más leña, Marcus —dije casi sin aliento.

—¿Quieres que traiga más? —Enarcó una ceja rubia en perfecta imitación de su padre.

—Buena idea. Hará frío esta noche. —Giré la cabeza para consultar con Matthew, pero él lo interpretó como una invitación a besarme otra vez. Marcus y el suministro de madera se desvanecieron como tema importante.

Cuando no estaba tendido a la espera en rincones oscuros, Matthew acompañaba a Sarah y a Marcus conformando el trío más profano de fabricantes de pociones desde que Shakespeare pusiera a tres brujas alrededor de un caldero. El vapor que Sarah y Matthew prepararon para la imagen de la boda química no había revelado nada, pero eso no los disuadió. Ocupaban la despensa a todas horas, consultando el grimorio de las Bishop y haciendo mezcolanzas extrañas que olían mal o explotaban, o ambas cosas. En una ocasión, Em y yo investigamos un fuerte estruendo seguido por un largo trueno.

—¿Qué estáis haciendo vosotros tres? —preguntó Em con las manos en las caderas. La cara de Sarah estaba cubierta de hollín gris y por la chimenea caían escombros.

—Nada —masculló Sarah—. Estaba tratando de partir el aire y el hechizo se ha salido de madre, eso es todo.

—¿Partir el aire? —Miré el desorden sin salir de mi asombro.

Matthew y Marcus asintieron solemnemente con la cabeza.

—Será mejor que limpies esta habitación antes de cenar, Sarah Bishop, o yo te enseñaré a partir el aire —espetó Em.

Por supuesto, no todos los encuentros entre los residentes eran felices. Marcus y Matthew caminaban juntos al amanecer, dejándome al cuidado de Miriam, Sarah y la tetera. Nunca iban lejos. Eran siempre visibles desde la ventana de la cocina, con las cabezas inclinadas, absortos en su conversación. Una mañana, Marcus giró sobre sus talones y regresó hecho una furia a la casa, dejando solo a su padre en el viejo huerto de manzanos.

—Diana —gruñó a modo de saludo antes de pasar como un rayo por la sala, derecho hacia la puerta principal—. ¡Soy demasiado joven para esto! —gritó mientras se marchaba.

Aceleró el motor —Marcus prefería los coches deportivos a los todoterrenos—, y los neumáticos chirriaron en la grava cuando dio marcha atrás y salió del sendero de la entrada.

—¿Por qué está tan disgustado Marcus? —pregunté cuando Matthew regresó, besándole la fría mejilla al tiempo que él cogía el periódico.

—Negocios —respondió brevemente mientras me besaba a su vez.

—¿No lo has nombrado senescal? —preguntó Miriam sin poder creérselo.

Matthew abrió el periódico con un solo movimiento.

—Debes de tener una opinión muy alta de mí, Miriam, si crees que la hermandad ha funcionado durante todos estos años sin un senescal. Ese cargo ya está ocupado.

—¿Qué es un senescal? —Puse dos rebanadas de pan en la maltrecha tostadora. Tenía seis compartimentos, pero sólo dos eran medianamente fiables.

—El que me sigue en el orden de mando —explicó Matthew escuetamente.

—Si no es el senescal, ¿por qué Marcus ha salido de aquí a toda velocidad? —insistió Miriam.

—Lo he nombrado mariscal —informó Matthew mientras revisaba los titulares.

—Es la persona menos indicada para ser mariscal que jamás he visto —dijo ella con severidad—. ¡Es médico, por el amor de Dios! ¿Por qué no Baldwin?

Matthew levantó la vista del periódico e inclinó la ceja en dirección a ella.

—¿Baldwin?

—Está bien, Baldwin no —se apresuró a responder Miriam—. Tiene que haber otra persona.

—Si yo tuviera dos mil caballeros entre los cuales escoger como en otros tiempos, tal vez hubiera alguna otra persona. Pero hay solamente ocho caballeros bajo mi mando en este momento, y uno que es el noveno caballero pero no tiene obligación de pelear, un puñado de oficiales y algunos escuderos. Alguien tiene que ser mariscal. Yo fui el mariscal de Philippe. Ahora es el turno de Marcus. —La terminología era tan anticuada que invitaba a la risa, pero la mirada seria en el rostro de Miriam me hizo guardar silencio.

—¿Le has dicho que debe empezar a levantar estandartes? —Miriam y Matthew continuaron hablando en un lenguaje bélico que yo no comprendía.

—¿Qué es un mariscal? —Las tostadas saltaron y volaron hasta la mesa de la cocina cuando mi estómago protestó.

—El principal oficial del ejército de Matthew. —Miriam miró la puerta del frigorífico, que se estaba abriendo sin ayuda visible.

—Aquí tienes. —Matthew atrapó con precisión la mantequilla al pasar por encima de su hombro y luego me la entregó con una sonrisa. Su rostro permanecía sereno a pesar de que su colega no dejaba de hostigarlo. Estaba claro por su actitud que Matthew, a pesar de ser vampiro, disfrutaba de las mañanas.

—Los estandartes, Matthew. ¿Estás formando un ejército?

—Por supuesto que sí, Miriam. Tú eres quien insiste en hablar de guerra. Si ésta estalla, no imaginarás que Marcus, Baldwin y yo vamos a luchar personalmente contra la Congregación, ¿verdad? —Matthew sacudió la cabeza—. Ya sabes cómo funcionan estas cosas.

—¿Y Fernando? Seguramente todavía está vivo y en forma.

Matthew dejó su periódico.

—No voy a hablar de mi estrategia contigo. Deja de interferir y permite que yo me ocupe de Marcus.

En ese momento, fue el turno de Miriam de retirarse. Apretó los labios y salió con paso majestuoso por la puerta trasera, rumbo al bosque.

Comí mis tostadas en silencio, y Matthew volvió a su periódico. Al cabo de algunos minutos, lo dejó otra vez e hizo un ruido de exasperación.

—Dilo, Diana. Puedo oler qué estás pensado y me resulta imposible concentrarme.

—Oh, no es nada —repliqué, masticando una tostada—. Un amplio despliegue militar se está poniendo en marcha, cuya exacta naturaleza no comprendo. Y seguramente no me lo vas a explicar porque es una especie de secreto de la hermandad.

—Dieu. —Matthew se pasó los dedos por la cabeza para dejar su pelo de punta—. Miriam provoca más problemas que cualquier criatura que haya conocido jamás, salvo Domenico Michele y mi hermana Louisa. Si quieres que te hable de los caballeros, lo haré.

Dos horas después, mi cabeza estaba abrumada con información sobre la hermandad. Matthew había esbozado un diagrama de la organización en la parte de atrás de mis informes de ADN. Era de una complejidad impresionante, y eso que no incluía el aspecto militar. Esa parte de la operación fue expuesta en un viejo papel con membrete de la Universidad de Harvard dejado por mis padres que sacamos del aparador. Me di cuenta de las muchas responsabilidades que Marcus acababa de asumir.

—No me sorprende que se sienta abrumado —murmuré, siguiendo las líneas que conectaban a Marcus con Matthew en el escalafón superior a él y a siete caballeros hacia abajo, y luego a la tropa de vampiros que se esperaba que cada uno podía reunir.

—Se adaptará. —Matthew masajeaba con sus frías manos los músculos tensos de mi espalda y detuvo sus dedos sobre la estrella entre mis omóplatos—. Marcus tendrá a Baldwin y a otros caballeros para que lo ayuden. Él puede asumir la responsabilidad; de otro modo no se lo habría pedido.

Seguramente era así, pero él nunca volvería a ser el mismo después de realizar este trabajo para Matthew. Cada nuevo desafío le iba a ir quitando poco a poco su encanto y sencillez. Era doloroso imaginar al vampiro en el que Marcus se iba a convertir.

—¿Y ese Fernando? ¿Ayudará a Marcus?

El rostro de Matthew expresaba reserva.

—Fernando era mi primer candidato para ser mariscal, pero rechazó el ofrecimiento. Fue él quien recomendó a Marcus.

—¿Por qué? —Por la manera en que Miriam había hablado, ese vampiro era un guerrero respetado con siglos de experiencia.

—Fernando encuentra cierto parecido entre Marcus y Philippe. Si hay guerra, vamos a necesitar a alguien con el encanto de mi padre para convencer a los vampiros de que luchen no sólo contra las brujas, sino también contra otros vampiros. —Matthew movió la cabeza pensativo, con los ojos fijos en los esquemas rápidos que representaban su imperio—. Sí, Fernando le ayudará. Y evitará que cometa demasiados errores.

Cuando regresamos a la cocina —Matthew para recoger su periódico y yo en busca de algo para picar—, Sarah y Em acababan de regresar de la tienda de comestibles. Sacaron cajas de palomitas de maíz para el microondas y también latas de frutos secos mezclados y todas las frutas del bosque disponibles en octubre en esa parte del estado de Nueva York. Cogí una bolsa de arándanos.

—¡Estás aquí! —Los ojos de Sarah brillaban—. Es hora de tus clases.

—Primero necesito más té y algo de comer —protesté, pasando los arándanos de una mano a la otra en su bolsa de plástico—. No hay magia con el estómago vacío.

—Dame eso —dijo Em, quitándome la bolsa—. Los estás aplastando y son los favoritos de Marcus.

—Puedes comer después. —Sarah me empujó hacia la despensa—. Deja de comportarte como un bebé y vamos.

Resulté ser tan inútil con los hechizos en ese momento como cuando era adolescente. Incapaz de recordar cómo empezaban, y dada la tendencia de mi mente a divagar, mezclaba el orden de las palabras con resultados desastrosos.

Sarah puso una vela sobre la amplia mesa de la despensa.

—Enciéndela —ordenó, mientras se volvía hacia el grimorio increíblemente manchado.

Era un truco simple que incluso una bruja adolescente podía realizar. Pero cuando el hechizo salía de mi boca, la vela echaba humo sin que la mecha produjera luz, o se incendiaba alguna otra cosa. Esta vez prendí fuego a un ramillete de lavanda.

—No se trata sólo de decir las palabras, Diana —explicó Sarah una vez que hubo apagado las llamas—. Tienes que concentrarte. Hazlo otra vez.

Lo hice otra vez, y otra, y otra más. Sólo en una ocasión la mecha de la vela produjo una llama vacilante.

—Esto no funciona. —Me hormigueaban las manos y tenía las uñas de color azul, y estaba a punto de ponerme a gritar por la frustración.

—Puedes convocar un fuego de brujos y no puedes encender una vela.

—Muevo mis brazos de una manera que te hace recordar a alguien que sí puede controlar el fuego de brujos, que no es lo mismo. Además, aprender sobre la magia es más importante que esas cosas —dije, señalando el grimorio.

—La magia no es la única respuesta —replicó Sarah de manera cortante—. Es como usar una motosierra para cortar el pan. A veces, basta sólo con un cuchillo.

—Tú no tienes una muy buena opinión de la magia, pero tengo una gran cantidad de ella dentro de mí, y quiere salir. Alguien tiene que enseñarme a controlarla.

—Yo no puedo. —La voz de Sarah estaba teñida de pesar—. Yo no nací con la habilidad para convocar el fuego de brujos ni el manantial de brujos. Pero me voy a asegurar de que aprendas a encender una vela con uno de los hechizos más simples que se hayan inventado.

Sarah tenía razón. Pero se requería mucho tiempo para dominar ese arte, y los hechizos no serían de ninguna ayuda si yo empezaba a echar agua otra vez.

Mientras yo volvía a ocuparme de mi vela y mascullaba palabras, Sarah revisó el grimorio en busca de un nuevo desafío.

—Éste es uno bueno —exclamó, señalando una página con manchas de residuos marrones, verdes y rojos—. Es un hechizo de aparición modificada que crea lo que se llama un eco, un duplicado exacto de las palabras pronunciadas por alguien en otro lugar. Muy útil. Hagamos eso después.

—No, tomémonos un descanso. —Me volví y levanté el pie para dar un paso.

El huerto de manzanos estaba a mi alrededor cuando apoyé el pie en el suelo.

—¿Diana? ¿Dónde estás? —gritaba Sarah en la casa.

Matthew salió disparado por la puerta para bajar los escalones del porche. Con su vista aguda me encontró fácilmente, y estuvo a mi lado en unos pocos pasos rápidos.

—¿Qué es todo esto? —Me sujetaba el codo con la mano para que no pudiera desaparecer otra vez.

—Necesitaba alejarme de Sarah, y cuando bajé el pie, ya estaba aquí. Lo mismo ocurrió en el sendero de la entrada la otra noche.

—¿Necesitabas una manzana también? ¿Volver a la cocina no habría sido suficiente? —Las comisuras de sus labios temblaban. Matthew se estaba divirtiendo.

—No —dije escuetamente.

—¿Es todo demasiado concentrado, ma lionne?

—No soy buena para el arte de la brujería. Es demasiado…

—¿Preciso? —completó él.

—Se requiere demasiada paciencia —confesé.

—La brujería y los hechizos podrían no ser las armas que prefieras —señaló en voz baja, acariciándome la mandíbula tensa con el dorso de su mano—, pero vas a aprender a usarlos. —El tono de mando era leve, pero estaba ahí—. Busquemos algo de comer. Eso siempre te pone de mejor humor.

—¿Estás controlando mi vida? —pregunté con voz misteriosa.

—¿Te acabas de dar cuenta ahora? —Se rió entre dientes—. Ése ha sido mi trabajo a tiempo completo en las últimas semanas.

Matthew continuó haciéndolo durante un buen rato, repitiendo historias que había leído en el diario sobre gatos perdidos en los árboles, el concurso de comidas picantes del Departamento de Bomberos y las próximas celebraciones de Halloween. Cuando terminé de devorar un bol de sobras, la comida y su parloteo ligero cumplieron su cometido, y me fue posible volver a Sarah y al grimorio de las Bishop otra vez. De regreso en la despensa, las palabras de Matthew me volvían a la memoria cada vez que yo amenazaba con abandonar las instrucciones detalladas de Sarah, y me concentraba de nuevo en mis intentos de hacer aparecer fuego o cualquier otra cosa que ella pedía.

Después de algunas horas de hacer hechizos, sin que ninguno de ellos hubiese salido particularmente bien, él llamó a la puerta de la despensa y anunció que era la hora de nuestra caminata. En el vestíbulo me eché sobre los hombros un grueso jersey, me puse las zapatillas y cruzamos la puerta. Matthew me seguía con pasos más lentos, olfateando el aire con atención y observando el juego de luces sobre los campos alrededor de la casa.

La oscuridad llegaba pronto en octubre y el crepúsculo era en ese momento mi hora favorita del día. Matthew podía ser madrugador, pero su natural sentido de la autoprotección disminuía con la puesta del sol. Parecía relajarse a medida que las sombras se alargaban y la evanescente luz ablandaba las líneas de sus fuertes huesos haciendo que su pálida piel pareciera menos extraña.

Cogidos de la mano, caminamos en silencio disfrutando de la compañía, felices de estar el uno cerca del otro y lejos de nuestras familias. En el lindero del bosque, Matthew se apresuró y me quedé atrás, deseosa de permanecer al aire libre durante el tiempo que fuera posible.

—¡Vamos! —ordenó para no tener que adaptarse a la lentitud de mi forma de andar.

—¡No! —Mis pasos se hicieron más pequeños y más lentos—. Somos sólo una pareja normal que da un paseo antes de cenar.

—Somos la pareja menos normal de todo el estado de Nueva York —dijo Matthew lacónicamente—. Y este ritmo ni siquiera te va a hacer sudar.

—¿Qué tienes en mente? —Había quedado claro en nuestras caminatas anteriores que la parte de lobo que tenía Matthew disfrutaba retozando en el bosque como un cachorro de gran tamaño. Siempre proponía nuevas maneras de jugar con mis poderes para que el hecho de aprender a usarlos no lo sintiera como una obligación. Las cosas aburridas y precisas se las dejaba a Sarah.

—¡No me pillarás! ¡Corre! —Me lanzó una mirada traviesa imposible de resistir y se largó en una explosión de velocidad y fuerza—. Atrápame.

Me reí y me lancé a perseguirlo. Mis pies se separaron del suelo y mi mente trató de formar una imagen clara de sus hombros anchos al alcanzarlos y tocarlos. Mi velocidad aumentó a medida que la visión se hizo más precisa, pero mi agilidad dejaba mucho que desear. El hecho de usar simultáneamente los poderes de vuelo y clarividencia a gran velocidad me hizo tropezar con un arbusto. Antes de caer al suelo, Matthew ya me había recogido.

—¡Hueles como aire fresco y humo de chimenea! —exclamó con su cara entre mi pelo.

Había una anomalía en el bosque, algo percibido más que visto. Era una curva en la luz que se desvanecía, una sensación de impulso, un aura de oscuras intenciones. Giré la cabeza.

—Aquí hay alguien —dije.

El viento soplaba alejándose de nosotros. Matthew levantó la cabeza, tratando de captar el olor. Lo identificó con una profunda aspiración.

—Vampiro —dijo con tranquilidad. Me cogió de la mano y permaneció en su sitio. Me empujó contra el tronco de un roble blanco.

—¿Amigo o enemigo? —pregunté temblando.

—Vete. Ya. —Matthew sacó su teléfono, apretó un solo número en la marcación rápida que lo conectó con Marcus. Insultó a la grabación del buzón de voz—. Alguien nos está persiguiendo, Marcus. Ven aquí rápido. —Cortó y apretó otro botón que mostró una pantalla de mensaje de texto.

El viento cambió, y la piel alrededor de su boca se puso tensa.

—Cielos, no. —Sus dedos volaron sobre las teclas al escribir dos palabras antes de arrojar el teléfono hacia los arbustos cercanos: «SOS. Juliette».

Se volvió y me cogió por los hombros.

—Haz lo mismo que hiciste en la despensa. Levanta tus pies y vuelve a casa. De inmediato. No te lo estoy pidiendo, Diana, te digo que lo hagas.

Mis pies estaban congelados y se negaban a obedecer.

—No sé cómo hacerlo. No puedo.

—Lo harás. —Matthew me empujó contra el árbol, con sus brazos a cada uno de mis lados y la espalda hacia el bosque—. Gerberto me presentó a esta vampira hace mucho tiempo, y no se puede confiar en ella, ni subestimarla. Pasamos juntos un tiempo en Francia en el siglo XVIII, y en Nueva Orleans en el siglo XIX. Te lo explicaré todo después. Ahora, vete.

—No pienso irme sin ti. —El tono de mi voz era de terquedad—. ¿Quién es Juliette?

—Yo soy Juliette Durand. —La voz melodiosa, teñida con cierto acento francés y algo más, vino desde arriba. Ambos levantamos la mirada—. ¡Cuántos problemas habéis causado vosotros dos!

Una despampanante vampira estaba sentada sobre la gruesa rama de un arce cercano. Su piel era del color de la leche con una gota de café, y su pelo brillaba en una mezcla de marrón y cobre. Vestida con los colores del otoño —marrones, verdes y dorados—, parecía una extensión del árbol. Sus grandes ojos color avellana brillaban encima de sus pómulos inclinados, y sus huesos implicaban una delicadeza que yo sabía que no era representativa de su fuerza.

—Os he estado observando… y también oyendo. Todos vuestros olores están entremezclados. —Hizo un silencioso ruido de reproche.

No la vi abandonar la rama, pero Matthew sí. Él había colocado su cuerpo de tal manera que pudiera estar delante de mí cuando ella aterrizara. La miró cara a cara. Sus labios estaban tensos en un gesto de advertencia.

Juliette lo ignoró.

—Tengo que examinarla. —Inclinó su cabeza a la derecha y levantó un poco la barbilla para observarme atentamente.

Fruncí el ceño.

Ella me devolvió el gesto de la misma manera.

Matthew se estremeció.

Lo miré con preocupación y los ojos de Juliette siguieron mi mirada.

Estaba copiando cada uno de mis movimientos. Su barbilla estaba adelantada exactamente en el mismo ángulo que la mía, su cabeza se inclinaba igual que la mía. Era como mirarse en un espejo.

El pánico se apoderó de todos mis sistemas y me llenó la boca de amargura. Tragué con fuerza y lo mismo hizo ella. Sus fosas nasales se dilataron y se rió con una risa penetrante y dura como un diamante.

—¿Cómo la has soportado, Matthew? —Respiró hondo y muy lentamente—. Su olor debe de volverte loco de hambre. ¿Recuerdas a aquella mujer joven y asustada a la que acechamos en Roma? Tenía un olor parecido a éste, me parece.

Matthew permaneció en silencio, con los ojos fijos en la vampira.

Juliette dio unos pasos hacia la derecha, obligándolo a modificar su posición.

—Estás esperando a Marcus —observó tristemente—. Me temo que no va a venir. Tan apuesto… Me habría gustado verlo de nuevo. La última vez que coincidimos, era tan joven e impresionable… Nos llevó semanas arreglar el desastre que había causado en Nueva Orleans, ¿verdad?

Sentía que un abismo se abría ante mí. ¿Había matado a Marcus? ¿A Sarah y a Em?

—Está al teléfono —continuó—. Gerberto quería estar seguro de que tu hijo comprendía el riesgo que estaba corriendo. La cólera de la Congregación está dirigida solamente contra vosotros dos, de momento. Pero si insistís, los demás también pagarán el precio.

Marcus no estaba muerto. A pesar del alivio, se me heló la sangre al ver la expresión del rostro de ella.

Todavía no había respuesta de Matthew.

—¿Por qué estás tan silencioso, querido? —La voz cálida de Juliette desmentía la falta de vida de sus ojos—. Deberías alegrarte de verme. Soy todo lo que tú deseas. Gerberto se aseguró de eso.

Él siguió sin responder.

—¡Ah, guardas silencio porque te he sorprendido! —dijo Juliette, y su tono de voz fluctuó extrañamente entre la música y la malicia—. Tú también me has sorprendido. ¿Una bruja?

Hizo una finta hacia la izquierda, y Matthew giró para encararse a ella. Dio un salto por el aire por encima de su propia cabeza y aterrizó a mi lado para poner sus dedos alrededor de mi garganta. Me quedé paralizada.

—No comprendo por qué te quiere tanto. —La voz de Juliette era petulante—. ¿Qué es lo que haces? ¿Qué es lo que Gerberto no pudo enseñarme?

—Juliette, déjala tranquila. —Matthew no podía arriesgarse a avanzar hacia mí por temor a que ella me rompiera el cuello, pero sus piernas estaban tensas por el esfuerzo de permanecer inmóvil.

—Paciencia, Matthew —dijo, ladeando la cabeza.

Cerré los ojos, esperando sentir sus dientes en mi cuello.

En lugar de ello, unos labios fríos se apretaron sobre los míos. El beso de Juliette fue extrañamente impersonal mientras jugaba dentro de mi boca con su lengua, tratando de conseguir una respuesta mía. Como no la hubo, gimió mostrando su frustración.

—Eso tenía que haberme ayudado a comprender, pero no ha sido así. —Juliette me arrojó hacia Matthew, pero siguió agarrándome de la muñeca, con sus afiladísimas uñas apoyadas sobre mis venas—. Bésala. Tengo que saber cómo lo hace ella.

—¿Por qué no nos dejas en paz, Juliette? —Matthew me retuvo con su mano fría.

—Debo aprender de mis errores… Gerberto me lo ha estado diciendo desde que me abandonaste en Nueva York. —Juliette se concentró en Matthew con una avidez que hizo que se me erizara la piel.

—Eso fue hace más de cien años. Si todavía no has aprendido de tu error, no lo harás nunca. —Aunque la cólera de Matthew no estaba dirigida contra mí, su poder me hizo retroceder. Hervía con una rabia que salía de él en oleadas.

Las uñas de Juliette me lastimaban el brazo.

—Bésala, Matthew, o la haré sangrar.

Envolvió mi cara con una mano en un gesto cuidadoso y amable, a la vez que se esforzaba por levantar los extremos de su boca para formar una sonrisa.

—Todo saldrá bien, mon coeur. —Las pupilas de Matthew eran puntos en un mar gris verdoso. Con su pulgar me acarició la mandíbula cuando se inclinó para quedar más cerca, con sus labios casi tocando los míos. Su beso fue lento y tierno, un testimonio de sentimientos. Juliette fijó su mirada fría en nosotros, absorbiendo cada detalle. Se deslizó acercándose cuando Matthew se apartó de mí.

—¡Ah! —El tono de su voz fue inexpresivo y amargo a la vez—: Te gusta la manera en que reacciona cuando la tocas. Pero yo ya no puedo sentir más.

Había visto la cólera de Ysabeau y la crueldad de Baldwin. Había sentido la desesperación de Domenico y olido el inconfundible olor del mal que envolvía a Gerberto. Pero Juliette era diferente. Algo esencial se había roto dentro de ella.

Me soltó el brazo y saltó para quedarse fuera del alcance de Matthew. Éste me apretó los codos con sus manos, y sus dedos fríos me tocaron las caderas. Con un empujón imperceptible, Matthew me dio otra orden muda para que me fuera.

Pero yo no tenía ninguna intención de dejar a mi marido a solas con una psicótica vampira. Algo se removió en las profundidades de mi ser. Aunque ni el fuego de brujos ni el manantial de brujos serían suficientes para matar a Juliette, con ellos podría distraerla lo suficiente como para poder huir, pero ambos poderes se negaban a obedecer mis órdenes no pronunciadas, a pesar de que todos los hechizos que había aprendido durante los últimos días, por imperfectos que fueran, habían salido volando de mi mente.

—No te preocupes —le dijo Juliette en voz baja y con los ojos brillantes a Matthew—. Esto terminará muy rápidamente. Me gustaría quedarme, por supuesto, para que pudiéramos recordar lo que hubo alguna vez entre nosotros. Pero ninguno de mis intentos conseguirá sacártela de la cabeza. Por lo tanto, debo matarte y llevar a tu bruja ante Gerberto y la Congregación.

—Deja que Diana se vaya. —Matthew levantó sus manos buscando una tregua—. Esto es entre nosotros, Juliette.

Sacudió la cabeza, haciendo que su cabello espeso y brillante se balanceara.

—Soy el instrumento de Gerberto, Matthew. Cuando él me hizo, no dejó espacio para mis deseos. Yo no quería aprender filosofía ni matemáticas. Pero Gerberto insistió para que yo pudiera complacerte. Y vaya si te complací, ¿no es cierto? —La atención de Juliette estaba concentrada en Matthew, y su voz era tan áspera como las fisuras en su mente alterada.

—Sí, me complaciste.

—Eso me parecía. Pero Gerberto ya era mi dueño. —Los ojos de Juliette se volvieron a mí. Estaban brillantes, lo cual sugería que se había alimentado recientemente—. Él también te va a poseer, Diana, de maneras que ni siquiera puedes imaginar. De maneras que sólo yo conozco. Entonces serás suya, sólo suya y de nadie más para siempre.

—No. —Matthew arremetió contra Juliette, pero ella se apartó de su camino.

—Éste no es momento para juegos, Matthew —reaccionó Juliette.

Se movió rápidamente —demasiado rápidamente como para que mis ojos la vieran— y luego se alejó de él con una expresión de triunfo. Se oyó el ruido de algo que se rasgaba y la sangre brotó oscura del cuello de él.

—Esto servirá para empezar —dijo con satisfacción.

Se produjo un rugido en mi cabeza. Matthew se interpuso entre Juliette y yo. Incluso mi imperfecta nariz de criatura de sangre caliente podía percibir el fuerte olor metálico de la sangre de él. Estaba empapándole el jersey, y una mancha oscura se extendía sobre su pecho.

—No hagas esto, Juliette. Si alguna vez me amaste, déjala ir. Ella no se merece a Gerberto.

La respuesta de Juliette se expresó en una mancha de músculos y cuero marrón. Su pierna voló alto y se oyó un crujido cuando su pie se puso en contacto con el abdomen de Matthew. Éste se dobló como un árbol talado.

—Yo tampoco me merecía a Gerberto. —Había un tono de histeria en la voz de Juliette—. Yo te merecía a ti. Tú me perteneces, Matthew.

Sentí que mis manos se ponían pesadas y supe sin mirarlas que sostenían un arco y flechas. Me alejé de los dos vampiros mientras levantaba mis brazos.

—¡Corre! —gritó Matthew.

—No —repliqué con una voz que no era la mía, entrecerrando los ojos para seguir la línea de mi brazo izquierdo. Juliette estaba cerca de Matthew, pero podía soltar la flecha sin tocarlo a él. Cuando moviera mi mano derecha, Juliette estaría muerta. Sin embargo, vacilé, ya que nunca había matado a nadie antes.

Ese momento era todo lo que Juliette necesitaba. Sus dedos atravesaron el pecho de Matthew y sus uñas atravesaron tela y carne como si ambos fueran de papel. Él ahogó un grito de dolor y Juliette bramó saboreando ya la victoria.

Toda vacilación desapareció, mi mano derecha tensó y se abrió. Una bola de fuego salió de las puntas de los dedos de mi mano izquierda. Juliette escuchó la explosión con llamas y olió el azufre en el aire. Se volvió a la vez que retiraba las uñas del agujero en el pecho de Matthew. La incredulidad apareció en sus ojos antes de que la rápida bola de color negro, oro y rojo la envolviera. Su pelo se incendió primero y ella retrocedió aterrada. Pero yo me había anticipado y otra bola de fuego la estaba esperando. Impactó directamente sobre ella.

Matthew cayó de rodillas, con sus manos apretando el jersey empapado en sangre en el sitio donde ella había rasgado la piel sobre su corazón. Gritando, Juliette alargó sus brazos e intentó arrastrarlo al infierno.

Con un rápido movimiento de mi muñeca y una palabra lanzada al viento, ella fue levantada y alejada unos metros del lugar donde Matthew se estaba desplomando en el suelo. Ella cayó de espaldas, con su cuerpo envuelto en llamas.

Yo quería correr hacia él, pero continué mirando a Juliette, pues sus huesos y su carne de vampira resistían a las llamas. Su pelo había desaparecido y su piel aparecía ennegrecida y endurecida; aun así, no estaba muerta. Seguía moviendo la boca, gritando el nombre de Matthew.

Mantuve mis manos alzadas, listas por si acaso ella llegaba a recuperarse. Se movió pesadamente para ponerse de pie y lancé otra bola de fuego. La golpeó en medio del pecho y le atravesó la caja torácica hasta el otro lado, rompiendo la piel dura al pasar y convirtiendo sus costillas y pulmones en carbón. Su boca se torció en un rictus de horror. Ya estaba más allá de toda posible recuperación, más allá de toda la fuerza de su sangre de vampira.

Corrí al lado de Matthew y caí al suelo. Él ya no podía mantenerse de pie y estaba echado sobre su espalda, con las rodillas dobladas. Había sangre por todos lados, saliendo rítmicamente por el agujero de su pecho en oleadas de un negro profundo y fluyendo lentamente de su cuello, tan oscura como la brea.

—¿Qué debo hacer? —Presioné mis dedos desesperadamente sobre su cuello. Sus manos blancas todavía estaban entrelazadas sobre la herida del pecho, pero su resistencia se iba filtrando por entre sus dedos con cada momento que pasaba.

—¿Me puedes sostener? —susurró.

Con mi espalda apoyada en el roble, lo arrastré hasta tenerlo entre mis piernas.

—Tengo frío —dijo con cierta sorpresa—. ¡Qué extraño!

—¡No puedes dejarme! —exclamé ferozmente—. No lo permitiré.

—No hay nada que se pueda hacer ahora. La muerte me tiene en sus garras. —Matthew estaba hablando de una manera que no había sido escuchada en mil años. Su voz evanescente subía y bajaba en una cadencia antigua.

—No. —Luché contra mis lágrimas—. Tienes que luchar, Matthew.

—He luchado, Diana. Y estás a salvo. Marcus te sacará de aquí antes de que la Congregación sepa lo que ha ocurrido.

—No iré a ninguna parte sin ti.

—Debes hacerlo. —Se movió entre mis brazos, dándose la vuelta para poder mirarme a la cara.

—No puedo perderte, Matthew. Por favor, resiste hasta que llegue Marcus. —La cadena dentro de mí se movió y sus eslabones se fueron aflojando uno a uno. Traté de resistir apretándolo con fuerza contra mi corazón.

—Chsss… —susurró en voz baja, y levantó un dedo ensangrentado para tocarme los labios. Sentí un hormigueo y se me quedaron entumecidos cuando su sangre helada entró en contacto con mi piel—. Marcus y Baldwin saben qué hacer. Te pondrán a salvo con Ysabeau. Sin mí, a la Congregación le resultará más difícil actuar contra ti. A los vampiros y a las brujas no les va a gustar, pero tú ahora eres una De Clermont, con la protección de mi familia y la de los caballeros de Lázaro.

—Quédate conmigo, Matthew. —Incliné la cabeza y apreté mis labios contra los suyos, deseando que siguiera respirando. Respiraba… débilmente…, pero sus párpados estaban cerrados.

—Desde que nací te he buscado —murmuró Matthew con una sonrisa, con un fuerte acento francés—. Desde que te encontré he podido tenerte en mis brazos, he escuchado tu corazón latiendo contra el mío. Habría sido algo terrible morir sin saber lo que se siente cuando uno ama de verdad. —Breves escalofríos recorrieron su cuerpo de los pies a la cabeza y luego se desvanecieron.

—¡Matthew! —exclamé sollozando, pero él ya no podía responder—. ¡Marcus! —grité hacia los árboles, elevando mis ruegos a la diosa todo el tiempo. Cuando su hijo llegó hasta nosotros, yo ya había pensado varias veces que Matthew estaba muerto.

—¡Dios sagrado! —exclamó Marcus al ver el cuerpo carbonizado de Juliette y la ensangrentada silueta de Matthew.

—La hemorragia no se detiene —señalé—. ¿De dónde viene tanta sangre?

—Tengo que examinarlo para saberlo, Diana. —Marcus dio un paso vacilante hacia mí.

Abracé con fuerza a mi marido y sentí que mis ojos se ponían fríos. El viento empezó a soplar donde estaba sentada.

—No te pido que lo sueltes —dijo Marcus, con una comprensión instintiva del problema—, pero tengo que revisarle el pecho.

Se agachó junto a nosotros y desgarró con suavidad el jersey negro de su padre. Con un ruido horrible al rasgarse, la tela cedió. Un corte profundo y largo cruzaba desde la yugular de Matthew hasta su corazón. Junto al corazón había un boquete hondo por donde Juliette había tratado de atravesar la aorta.

—La yugular está casi seccionada y la aorta ha sido dañada. Ni siquiera la sangre de Matthew puede trabajar con la velocidad suficiente para curarlo en ambos sitios a la vez —dijo Marcus en voz baja, pero en realidad no era necesario que hablara. Juliette había asestado un golpe mortal a Matthew.

Mis tías ya habían llegado y Sarah jadeaba un poco. Detrás de ellas apareció Miriam, con su rostro blanco. Tras una breve ojeada, giró sobre sus talones y corrió de regreso a la casa.

—Es culpa mía. —Sollocé, meciendo a Matthew como a un niño—. Pude haber hecho un disparo certero, pero vacilé. Nunca había matado a nadie antes. Ella no habría alcanzado su corazón si yo hubiera actuado más rápido.

—Diana, mi niña —susurró Sarah—, no es culpa tuya. Has hecho lo que has podido. Vas a tener que dejarlo marchar.

Dejé escapar un hondo lamento y mi pelo se alzó alrededor de mi cara.

—¡No! —El miedo apareció en los ojos del vampiro y de la bruja mientras el bosque quedaba en silencio.

—¡Apártate de ella, Marcus! —gritó Em. Él saltó hacia atrás justo a tiempo.

Me había convertido en alguien…, en algo… a quien no le importaban esas criaturas, ni el hecho de que estuvieran tratando de ayudar. La vacilación anterior había sido un error. En ese momento, la parte de mí que había matado a Juliette se concentraba sólo en una cosa: un cuchillo. Mi brazo derecho se extendió hacia mi tía.

Sarah siempre llevaba dos cuchillos consigo, uno sin punta de mango negro, el otro de punta afilada con mango blanco. A una llamada mía, la hoja de mango blanco cortó su cinturón y voló hacia mí de punta. Sarah levantó una mano para hacerlo regresar, y yo imaginé una pared de oscuridad y fuego entre mi persona y las caras sorprendidas de mi familia. El cuchillo de mango blanco atravesó con facilidad la negrura y voló suavemente para aterrizar cerca de mi doblada rodilla derecha. La cabeza de Matthew quedó colgando cuando lo solté un poco para agarrar el mango.

Al girar su cara suavemente hacia la mía, le di un largo y fuerte beso en la boca. Abrió los ojos con un parpadeo. Parecía muy cansado y su piel era gris.

—No te preocupes, mi amor. Voy a arreglarlo. —Levanté el cuchillo.

Había dos mujeres dentro de la barrera de llamas. Una era joven y llevaba una túnica suelta, con sandalias sobre sus pies y una aljaba con flechas colgada entre los hombros. La correa estaba enredada en su pelo, que era oscuro y espeso. La otra era la anciana de la despensa, con una larga falda que se balanceaba.

—Ayúdame —imploré.

«Tendrás que pagar un precio», dijo la joven cazadora.

—Lo pagaré.

«No hagas una promesa a la diosa a la ligera, hija —murmuró la anciana con un movimiento de cabeza—. Tendrás que cumplirla».

—Llévate algo…, llévate a cualquiera. Pero déjamelo a él.

La cazadora consideró mi propuesta y asintió con la cabeza.

«Es tuyo».

Mis ojos estaban dirigidos a las dos mujeres cuando levanté el cuchillo. Moví a Matthew acercándolo más a mi cuerpo para que no pudiera ver, extendí la mano sobre él e hice un corte en la parte interior de mi codo izquierdo; la hoja afilada cortó con facilidad la tela y la carne. Mi sangre fluyó, un hilillo al principio, luego más rápido. Dejé caer el cuchillo y tensé mi brazo izquierdo hasta que quedó delante de su boca.

—Bebe —dije, enderezando su cabeza. Matthew parpadeó otra vez, y sus fosas nasales se dilataron. Reconoció el olor de mi sangre y se esforzó por apartarse. Sentía que mis brazos eran pesados y fuertes como las ramas de un roble, unidos al árbol detrás de mí. Acerqué un poco más a su boca mi brazo abierto y sangrante—. Bebe.

El poder del árbol y de la tierra circulaba por mis venas, un inesperado ofrecimiento de vida para un vampiro al borde de la muerte. Sonreí con agradecimiento a la cazadora y al fantasma de la anciana, mientras alimentaba a Matthew con mi cuerpo. Yo era la madre en ese momento, el tercer aspecto de la diosa junto con la doncella y la anciana. Con la ayuda de la diosa, mi sangre lo curaría.

Finalmente Matthew sucumbió al instinto de sobrevivir. Su boca se apretó sobre la piel blanda de la parte interior de mi brazo con sus dientes afilados. Su lengua sondeó ligeramente la incisión abierta, abriendo más el corte profundo en mi piel. Chupó largamente y con fuerza sobre mis venas. Sentí un estallido breve y agudo de terror.

Su piel empezó a perder un poco de su palidez, pero la sangre venosa no iba a ser suficiente para curarlo por completo. Yo esperaba que al probarme se lanzara a sobrepasar los límites de su habitual control y pudiera dar el paso siguiente, pero busqué a tientas el cuchillo de mango blanco por si acaso.

Les dirigí una última mirada a la cazadora y a la bruja, y volví la atención hacia mi marido. Otra oleada de poder invadió mi cuerpo cuando me apoyé con más fuerza contra el árbol.

Mientras él se alimentaba, empecé a besarlo. Mi pelo cayó alrededor de su cara, mezclando mi ya conocido olor con el de su sangre y el de la mía. Volvió sus distantes ojos color verde pálido hacia mí, como si no estuviera seguro de mi identidad. Lo besé otra vez y sentí el gusto de mi propia sangre en su lengua.

En dos movimientos rápidos y suaves que yo no podría haber impedido aunque hubiera querido hacerlo, Matthew me agarró el pelo de la nuca. Empujó mi cabeza hacia atrás y hacia abajo, luego bajó su boca hacia mi garganta. No hubo terror entonces, sólo entrega total.

—Diana —dijo con total satisfacción.

«De modo que así es como ocurre —pensé—. De aquí es de donde nace la leyenda».

Mi agotada y usada sangre le había dado la fuerza de desear algo nuevo y vital. Los afilados dientes superiores de Matthew cortaron su propio labio inferior y allí se formó una gota. Sus labios me rozaron el cuello, de manera sensual y rápida. Me estremecí, inesperadamente excitada por su contacto. Mi piel se entumeció cuando su sangre tocó mi carne. Sostuvo mi cabeza con firmeza, sus manos eran otra vez fuertes.

«Sin equivocaciones», rogué.

Hubo ligeros pinchazos a lo largo de mi carótida. Abrí los ojos desmesuradamente por la sorpresa cuando la primera presión de extracción me reveló que Matthew había encontrado la sangre que buscaba.

Sarah se dio la vuelta, incapaz de seguir mirando. Marcus estiró el brazo hacia Em, y ella fue hacia él sin titubeos para llorar en su hombro.

Apreté el cuerpo de Matthew contra el mío, animándolo a beber más profundamente. Su deleite al hacerlo fue evidente. Cuánta hambre de mí había tenido, y qué fuerte había sido al resistir.

Matthew continuó alimentándose rítmicamente, chupando mi sangre en oleadas.

«Matthew, escúchame». Gracias a Gerberto, supe que mi sangre le iba a llevar mensajes a él. Mi única preocupación era que iban a ser fugaces y mi poder de comunicación iba a ser devorado.

Se sobresaltó sin separarse de mi cuello y continuó alimentándose.

«Te amo».

Se estremeció otra vez ante la sorpresa.

«Éste era mi regalo. Estoy dentro de ti, dándote vida».

Matthew sacudió la cabeza como si quisiera apartar a un insecto molesto y siguió bebiendo.

«Estoy dentro de ti, dándote vida». Era más difícil pensar, más difícil ver a través del fuego. Me concentré en Em y Sarah, traté de decirles con mis ojos que no se preocuparan. Busqué a Marcus también, pero no podía mover mis ojos con suficiente velocidad como para encontrarlo.

«Estoy dentro de ti, dándote vida». Repetí el mantra hasta que ya no fue posible.

Hubo un pulso cada vez más lento, el ruido de mi corazón que empezaba a morir.

La muerte no era de ninguna manera como yo había esperado.

Hubo un momento de tranquilidad que llegaba de los huesos.

Una sensación de despedida y de pesar.

Luego, nada.