Capítulo
31

«Diana, es hora de despertarse». La voz de mi madre era baja pero insistente.

Demasiado exhausta como para responder, tiré de la colcha de retales de brillantes colores para cubrirme la cabeza, esperando que ella no pudiera encontrarme. Mi cuerpo se enroscó para formar una apretada pelota, y me pregunté por qué todo me dolía tanto.

«Arriba, dormilona». Los ásperos dedos de mi padre agarraron la tela. Un estremecimiento de alegría alejó momentáneamente el dolor. Fingió ser un oso y gruñó. Chillando de felicidad, cerré los puños y me reí tontamente, pero cuando quitó las mantas, me envolvió el aire frío.

Algo no iba bien. Abrí un ojo, esperando ver los brillantes carteles y los animales de peluche que llenaban mi habitación en Cambridge. Pero mi dormitorio no tenía paredes húmedas y grises.

Mi padre me sonreía abriendo y cerrando los ojos. Como de costumbre, su pelo estaba rizado en los extremos y necesitaba ser peinado, y tenía el cuello torcido. Me gustaba de todos modos y traté de echarle mis brazos al cuello, pero éstos se negaron a funcionar adecuadamente. En lugar de eso, me arrastró suavemente hacia él y su forma insustancial me cubrió como un escudo.

«¡Quién iba a imaginar que la vería aquí, señorita Bishop!». Eso era lo que él me decía siempre cuando entraba a hurtadillas en su despacho en casa o me deslizaba abajo, por la noche, buscando que me leyera un cuento más a la hora de dormir.

—Estoy tan cansada… —Aunque su camisa era transparente, de alguna manera conservaba el olor a humo de cigarrillo rancio y a los caramelos de chocolate que guardaba en sus bolsillos.

«Lo sé —dijo mi padre. Sus ojos ya no hacían guiños—. Pero ya no puedes dormir más».

«Tienes que despertarte». Las manos de mi madre estaban sobre mí en ese momento, tratando de sacarme del regazo de mi padre.

—Cuéntame el resto del cuento primero —le pedí—, y olvida las partes malas.

«Las cosas no funcionan así». Mi madre sacudió la cabeza, y mi padre me puso en manos de ella con tristeza.

—Pero no me encuentro bien. —Mi voz de niña imploraba un trato especial.

El suspiro de mi madre chocó contra las paredes de piedra.

«No puedo pasar por alto las partes malas. Tienes que enfrentarte a ellas. ¿Puedes hacerlo, brujita?».

Después de considerar qué era lo que se requería, asentí con la cabeza.

«¿Dónde estábamos?», preguntó mi madre, sentada junto al monje fantasmal en el centro de la mazmorra sin salida. Él se mostró horrorizado y se apartó unos centímetros. Mi padre ahogó una sonrisa con el dorso de su mano, mirando a mi madre de la misma manera que yo miraba a Matthew.

«Ya me acuerdo —dijo ella—. Diana estaba encerrada en una habitación oscura, completamente sola. Sentada allí hora tras hora, se preguntaba cómo podría salir de ese lugar. Entonces escuchó un golpeteo en la ventana. Era el príncipe. “¡Me han encerrado aquí dentro las brujas!”, gritó Diana. El príncipe trató de romper la ventana, pero estaba hecha de cristal mágico y no podía siquiera resquebrajarlo. Entonces el príncipe corrió hacia la puerta y trató de abrirla, pero estaba cerrada firmemente con un cerrojo encantado. Sacudió la puerta en el marco, pero la madera era demasiado gruesa y no se movió».

—¿El príncipe no era fuerte? —pregunté, ligeramente molesta porque él no estuviera a la altura de las circunstancias.

«Muy fuerte —dijo la madre con solemnidad—, pero no era un mago. Así que Diana buscó a su alrededor otra cosa para que el príncipe probara. Descubrió un agujero diminuto en el techo. Era del tamaño justo para que una bruja como ella pasara a través de él. Diana le dijo al príncipe que volara y la sacara de allí. Pero el príncipe no podía volar».

—Porque no era un brujo —repetí. El monje se persignaba cada vez que la magia o un brujo eran mencionados.

«Así es —dijo mi madre—. Pero Diana recordó que una vez había volado. Bajó la vista y encontró el borde de una cinta plateada. Estaba atada con fuerza alrededor de ella, pero cuando tiró de un extremo, la cinta se soltó. Diana la arrojó muy alto por encima de su cabeza. Entonces su cuerpo se limitó a seguirla hacia el cielo. Cuando llegó cerca del agujero en el techo, juntó los brazos, los estiró hacia delante y entró en el aire de la noche. “Sabía que podías hacerlo”, exclamó el príncipe».

—Y fueron felices para siempre —añadí con firmeza.

La sonrisa de mi madre era agridulce.

«Sí, Diana». Le dirigió a mi padre una larga mirada, ese tipo de mirada que los niños no comprenden hasta que no son mayores.

Suspiré con felicidad, y no importaba tanto que mi espalda estuviera abrasada o que ése fuera un lugar extraño con gente a través de la cual uno podía ver.

«Es la hora», le dijo mi madre a mi padre. Él asintió con la cabeza.

Por encima de mí, la pesada madera chocó contra la piedra antigua con un ruido ensordecedor.

—¿Diana? —Era Matthew. Parecía desesperado. Su ansiedad envió una oleada simultánea de alivio y de adrenalina por todo mi cuerpo.

—¡Matthew! —Mi llamada salió como un opaco graznido.

—Voy a bajar. —La respuesta de Matthew, resonando por entre la piedra, golpeó mi cabeza. Estaba latiendo y había algo pegajoso en mi mejilla. Froté un poco de aquella viscosidad con un dedo, pero estaba demasiado oscuro como para ver qué era.

—No —exclamó una voz más profunda y más áspera—. Puedes bajar ahí, pero yo no podré sacarte. Y tenemos que hacer esto rápido, Matthew. Volverá a por ella.

Miré hacia arriba para ver quién estaba hablando, pero lo único que se podía ver era un anillo blanco pálido.

—Diana, escúchame. —La voz de Matthew retumbó un poco menos esta vez—. Tienes que volar. ¿Puedes hacerlo?

Mi madre asintió con la cabeza de un modo alentador.

«Es hora de despertar y ser una bruja. Ya no hay necesidad de secretos».

—Creo que sí. —Traté de ponerme de pie. El tobillo derecho se torció debajo de mí, y caí pesadamente sobre mi rodilla—. ¿Estás seguro de que Satu se ha ido?

—No hay nadie aquí, salvo mi hermano Baldwin y yo. Vuela hacia arriba y te sacaremos. —El otro hombre farfulló algo, y Matthew respondió airadamente.

Yo no sabía quién era Baldwin, y me había encontrado con demasiados desconocidos ese día. Ni siquiera estaba del todo segura de Matthew, después de lo que Satu había dicho. Busqué algún sitio donde esconderme.

«No puedes esconderte de Matthew —me dijo mi madre, con una sonrisa compungida dirigida a mi padre—. Él siempre te encontrará, pase lo que pase. Puedes confiar en él. Él es a quien hemos estado esperando».

Mi padre deslizó sus brazos alrededor de ella, y recordé la sensación de los brazos de Matthew. Alguien que me abrazaba de ese modo no podía estar engañándome.

—Diana, por favor, inténtalo. —Matthew no podía evitar el tono de súplica en su voz.

Para volar, necesitaba una cinta plateada. Pero no había una envolviéndome. Sin saber bien cómo proseguir, busqué a mis padres en la oscuridad. Estaban más pálidos que antes.

«¿No quieres volar?», me preguntó mi madre.

«La magia está en el corazón, Diana —dijo mi padre—. No lo olvides».

Cerré los ojos e imaginé una cinta en el lugar correcto. Con un extremo asegurado entre mis dedos, la arrojé hacia el anillo blanco que parpadeaba en la oscuridad. La cinta se desplegó y voló alto a través del agujero, llevando mi cuerpo con ella.

Mi madre sonreía, y mi padre parecía tan orgulloso como cuando le quitó los ruedines a mi primera bicicleta. Matthew miraba hacia abajo, junto a otro rostro que debía de ser el de su hermano. Con ellos había un montón de fantasmas que parecían asombrados por que alguien, después de todos esos años, lograra escapar con vida.

—Gracias a Dios —susurró Matthew, estirando sus dedos largos y blancos hacia mí—. Coge mi mano.

En el momento en que me tuvo agarrada, mi cuerpo perdió su ingravidez.

—¡Mi brazo! —grité cuando los músculos se estiraron y el corte profundo en mi antebrazo se abrió.

Matthew me agarró por el hombro, ayudado por otra mano que yo no conocía. Me levantaron para sacarme de la mazmorra ciega, y quedé aplastada por un momento contra el pecho de Matthew. Agarrándome con los puños al jersey, me aferré a él.

—Sabía que podías hacerlo —murmuró, al igual que el príncipe en el cuento de mi madre, con su voz llena de alivio.

—No tenemos tiempo para esto. —El hermano de Matthew ya bajaba corriendo por el corredor hacia la puerta.

Matthew me agarró por los hombros y observo rápidamente mis heridas. Sus fosas nasales se dilataron ante el olor de sangre seca.

—¿Puedes caminar? —preguntó en voz baja.

—¡Cógela en brazos y sácala de aquí, o tendrás que preocuparte por algo más que por un poco de sangre! —gritó el otro vampiro.

Matthew me alzó como si fuera un saco de harina y empezó a correr, con su brazo apretado por debajo de mi espalda. Me mordí el labio y cerré los ojos para que el suelo que corría por debajo no me hiciera recordar el vuelo con Satu. Un cambio en el aire me indicó que éramos libres. Cuando mis pulmones se llenaron, empecé a temblar.

Matthew corrió todavía más rápido, llevándome hacia un helicóptero que estaba detenido fuera de las murallas del castillo sobre un camino de tierra. Agachó su cuerpo sobre el mío para protegerlo y saltó por la puerta abierta del helicóptero. Detrás siguió su hermano; las luces del panel de mando de la cabina del piloto lanzaba destellos verdes sobre su pelo de color cobre brillante.

Mi pie rozó el muslo de Baldwin cuando éste se sentó, y me dirigió una mirada de odio mezclado con curiosidad. Su rostro me resultaba conocido por las visiones que había tenido en el estudio de Matthew: primero en la luz reflejada en la armadura, luego otra vez al tocar los sellos de los caballeros de Lázaro.

—Creía que estabas muerto. —Me encogí hacia Matthew.

Baldwin abrió los ojos desmesuradamente

—¡Vamos! —le gritó al piloto, y subimos hacia el cielo.

El hecho de estar en el aire trajo nuevos recuerdos de Satu y mis temblores aumentaron.

—Está en estado de shock —dijo Matthew—. ¿Esta cosa no puede moverse más rápido, Baldwin?

—Duérmela —dijo Baldwin impaciente.

—No he traído ningún sedante.

—Sí que lo has traído. —Los ojos de su hermano lanzaban destellos—. ¿Quieres que lo haga yo?

Matthew me miró y trató de sonreír. Mi temblor disminuyó un poco, pero cada vez que el helicóptero bajaba y se movía en el viento, mis recuerdos de Satu se recrudecían.

—¡Por todos los dioses, Matthew, está aterrorizada! —exclamó Baldwin airadamente—. Hazlo.

Matthew se mordió el labio hasta que una gota de sangre salió como una cuenta en la piel suave. Bajó la cabeza para besarme.

—No. —Me retorcí para evitar su boca—. Sé lo que estás haciendo. Satu me lo dijo. Estás usando tu sangre para que guarde silencio.

—Estás en estado de shock, Diana. Es lo único que tengo. Déjame ayudarte. —La angustia se veía reflejada en su rostro. Estiré mi mano hacia arriba, recogí la gota de sangre en la punta de mi dedo.

—No. Lo haré yo. —No iba a haber más chismes entre brujas sobre la absurda idea de que yo estaba dominada por Matthew. Chupé el líquido salado de la punta de mi dedo entumecido. Sentí un hormigueo en los labios y la lengua antes de que los nervios en mi boca se durmieran.

Cuando quise recordar, ya había aire frío sobre mis mejillas, perfumado con las hierbas de Marthe. Estábamos en el jardín de Sept-Tours. Los brazos de Matthew eran firmes debajo de mi espalda dolorida, y había acomodado mi cabeza en su cuello. Me moví y miré a mi alrededor.

—Estamos en casa —susurró mientras caminaba hacia las luces del château.

—Ysabeau y Marthe —dije, esforzándome para levantar la cabeza— ¿están bien?

—Perfectamente bien —respondió Matthew, apretándome más contra su cuerpo.

Entramos en el corredor de la cocina, que estaba profusamente iluminado. Las luces me molestaban en los ojos y los aparté hasta que el dolor se calmó. Uno de mis ojos parecía más pequeño que el otro, y entrecerré el más grande para que estuvieran iguales. Un grupo de vampiros apareció ante mi vista, en el corredor por donde Matthew y yo entrábamos: Baldwin parecía extrañado, Ysabeau furiosa, Marthe horrorizada y preocupada. Ysabeau dio un paso y Matthew gruñó.

—Matthew —empezó ella pacientemente, con sus ojos fijos en mí con una expresión de preocupación maternal—, tienes que llamar a su familia. ¿Dónde está tu teléfono?

Apretó más sus brazos a mi alrededor. Sentía que mi cabeza era demasiado pesada para mi cuello. Era más fácil apoyarla contra el hombro de Matthew.

—Está en su bolsillo, supongo, pero no va a dejar caer a la bruja para sacarlo. Ni te va a dejar que te acerques lo suficiente como para que lo saques tú. —Baldwin le dio su teléfono a Ysabeau—. Usa éste.

Baldwin deslizó su mirada por encima de mi cuerpo maltrecho con una atención tan minuciosa que sentí como si me estuvieran aplicando y retirando bolsas de hielo una a una.

—Por cierto, parece como si acabara de salir de una batalla. —Su voz expresaba una reticente admiración.

Marthe dijo algo en occitano, y el hermano de Matthew asintió con la cabeza.

—Òc —dijo, mirándome para evaluarme.

—¡Esta vez no, Baldwin! —dijo Matthew con voz de trueno.

—El número, Matthew —dijo Ysabeau resueltamente, desviando la atención de su hijo. Él se lo dio rápidamente, y su madre apretó los botones correspondientes cuyos ligeros tonos resultaron audibles.

—Estoy bien —grazné cuando Sarah cogió el teléfono—. Déjame en el suelo, Matthew.

—No, soy Ysabeau de Clermont. Diana está con nosotros.

Hubo más silencio mientras los toques de hielo de Ysabeau me recorrían.

—Está herida, pero por sus lesiones no parece que su vida corra peligro. De todas formas, Matthew debe llevarla a su casa. Con ustedes.

—No. Ella me seguirá. Satu no debe hacer daño a Sarah y a Em —dije, luchando por escapar.

—Matthew —gruñó Baldwin—, deja que Marthe se encargue de ella o haz que guarde silencio.

—Mantente fuera de esto, Baldwin —espetó Matthew. Sus labios fríos tocaron mis mejillas, y mi pulso disminuyó la velocidad. Su voz bajó hasta ser un murmullo—: No haremos nada que no quieras hacer.

—Podemos protegerla de los vampiros —Ysabeau parecía estar cada vez más y más lejos—, pero no de otras brujas. Ella tiene que estar con quienes puedan hacerlo. —La conversación se desvaneció y una cortina de niebla gris descendió.

Esta vez recobré el conocimiento arriba, en la torre de Matthew. Todas las velas estaban encendidas, y el fuego crepitaba en la chimenea. La habitación estaba caldeada, pero la adrenalina y la conmoción me hacían temblar. Matthew estaba sentado sobre los talones, en el suelo, conmigo apoyada entre sus rodillas, revisando mi antebrazo derecho. Mi jersey empapado de sangre tenía una larga rasgadura donde Satu me había cortado. Una nueva mancha roja se estaba filtrando hacia los sitios más oscuros.

Marthe e Ysabeau estaban en la entrada como un atento par de halcones.

—Puedo cuidar a mi esposa, maman —dijo Matthew.

—Por supuesto, Matthew —murmuró Ysabeau, con ese tono servil que era tan característico de ella.

Matthew rompió los últimos centímetros de la manga para dejar completamente expuesta mi carne, y dejó escapar una maldición.

—Trae mi maletín, Marthe.

—No —respondió ella con firmeza—. Está sucia, Matthew.

—Que se dé un baño —intervino Ysabeau, apoyando a Marthe—. Diana está helada y tú apenas puedes ver sus heridas. Esto no le ayudará, hijo mío.

—Nada de baño —dijo él decididamente.

—¿Por qué no? —preguntó Ysabeau con impaciencia. Hizo un gesto señalando las escaleras y Marthe se fue.

—El agua se llenaría con su sangre —dijo tenso—. Baldwin la olería.

—Esto no es Jerusalén, Matthew —aseguró Ysabeau—. Nunca ha puesto un pie en esta torre, desde que fue construida.

—¿Qué ocurrió en Jerusalén? —Estiré la mano hacia el lugar donde habitualmente colgaba el ataúd de plata de Matthew.

—Amor mío, tengo que mirarte la espalda.

—Está bien —susurré en voz baja. Mi mente divagaba, buscando un manzano y la voz de mi madre.

—Por favor, ponte boca abajo.

Los fríos suelos de piedra del castillo donde Satu me había aplastado resultaban claramente palpables debajo de mi pecho y de mis piernas.

—No, Matthew. Tú crees que yo guardo secretos, pero no sé nada de mi magia. Satu dijo…

Matthew soltó una maldición.

—No hay ninguna bruja aquí, y tu magia no me importa. —Su fría mano agarró la mía, con la misma seguridad y firmeza de su mirada—. Apóyate sobre mi mano hacia delante. Yo te sostendré.

Sentada sobre su muslo, doblé la cintura, apoyando mi pecho en nuestras manos entrelazadas. Esa postura estiró dolorosamente la piel de mi espalda, pero era mejor que la alternativa. Debajo de mí, Matthew se puso tenso.

—La lana está metida en la piel, y eso no me permite ver nada. Vamos a tener que ponerte en el baño un momento para poder sacarla. ¿Puedes llenar la bañera, Ysabeau?

Su madre desapareció, y su ausencia fue seguida por el sonido de agua que corría.

—No demasiado caliente —le dijo sin gritar.

—¿Qué ocurrió en Jerusalén? —pregunté otra vez.

—Después —respondió, levantándome suavemente para enderezarme.

—El tiempo de los secretos ha pasado, Matthew. Díselo, y que sea rápido —dijo Ysabeau bruscamente desde la puerta del baño—. Es tu esposa y tiene derecho a saber.

—Debe de ser algo horrible, o no habrías llevado el ataúd de Lázaro. —Hice un poco de presión encima de su corazón.

Con expresión desesperada, Matthew empezó su relato. Salió de él en estallidos rápidos, separados.

—Maté a una mujer en Jerusalén. Se interpuso entre Baldwin y yo. Hubo mucha sangre. Yo la amaba y ella…

Había matado a otra persona, no a una bruja, sino a un humano. Apoyé un dedo sobre sus labios para calmarlos.

—Es suficiente por ahora. Eso fue hace mucho tiempo. —Me sentía tranquila, pero estaba temblando otra vez, incapaz de soportar más revelaciones.

Matthew llevó mi mano izquierda a sus labios y me besó con fuerza los nudillos. Sus ojos me dijeron lo que no podía decir en voz alta. Finalmente se apartó tanto de mi mano como de mis ojos.

—Si estás preocupada por Baldwin —dijo—, lo haremos de otra manera. Podemos remojar la lana con compresas, o puedes darte una ducha.

La simple idea del agua cayendo por mi espalda o la aplicación de presión me convencieron para arriesgarme a la posible sed de Baldwin.

—El baño sería mejor.

Matthew me metió en el agua tibia completamente vestida, incluidas mis zapatillas para correr. Apoyada en la bañera, con la espalda separada de la porcelana y el agua subiendo lentamente por mi jersey de lana, empecé el lento proceso de relajarme, con mis piernas temblando y estremeciéndose debajo del agua. Tuve que ordenar a cada músculo y cada nervio que se relajara, y algunos se negaban a obedecer.

Mientras yo estaba en remojo, Matthew se ocupaba de mi cara, apretándome los pómulos con sus dedos. Frunció el ceño preocupado y llamó en voz baja a Marthe. Ésta apareció con un enorme maletín negro de médico. Matthew sacó una pequeña linterna y me examinó los ojos, con sus labios muy apretados.

—Mi cara chocó contra el suelo. —Hice una mueca de dolor—. ¿Está rota?

—No lo creo, mon coeur, sólo gravemente golpeada.

Marthe rasgó un paquete para abrirlo, y el olor a alcohol desinfectante me llegó a la nariz. Cuando Matthew puso la compresa sobre la parte pegajosa de mi mejilla, me agarré a los lados de la bañera; mis ojos escocían hasta el punto de llenarse de lágrimas. La compresa salió color escarlata.

—Me corté con el borde de una piedra. —Mi voz era serena, en un intento de calmar los recuerdos de Satu que el dolor traía.

Los fríos dedos de Matthew siguieron la línea de la herida punzante hasta donde desaparecía debajo de la línea del cuero cabelludo.

—Es superficial. No necesitas sutura. —Buscó un bote con un ungüento y extendió un poco sobre mi piel. Olía a menta y hierbas aromáticas—. ¿Eres alérgica a algún medicamento? —preguntó cuando terminó.

Negué con la cabeza.

Llamó a Marthe otra vez y ella llegó de inmediato con los brazos llenos de toallas. Él recitó rápidamente una lista de medicamentos y Marthe asintió con la cabeza, moviendo ruidosamente un juego de llaves que sacó del bolsillo. Solamente uno de los medicamentos me resultó conocido.

—¿Morfina? —pregunté mientras sentía que se me aceleraba el pulso.

—Aliviará el dolor. El resto de los fármacos combatirán la inflamación y la infección.

El baño había calmado un poco mi ansiedad y disminuido la conmoción, pero el dolor era cada vez peor. La posibilidad de desterrarlo era tentadora, y de mala gana acepté el fármaco antes de salir del baño. Estar sentada en el agua rojiza me estaba mareando.

Pero antes de salir, Matthew insistió en mirar mi pie derecho. Lo levantó para sacarlo del agua y apoyó la planta del pie en su hombro. Incluso esa leve presión me hizo ahogar un quejido.

—Ysabeau, ¿puedes venir aquí, por favor?

Al igual que Marthe, Ysabeau estaba esperando pacientemente en el dormitorio para el caso de que su hijo necesitara ayuda. Cuando entró, Matthew la hizo ponerse detrás de mí mientras él desataba rápidamente los cordones empapados y empezó a quitarme la zapatilla. Ysabeau me sostenía por los hombros, impidiéndome salir de la bañera.

Grité durante el examen de Matthew, incluso después de que dejara de tratar de sacar la zapatilla y empezara a romperla cortando con la precisión que emplearía un modisto con una fina tela. También rompió el calcetín y la costura de mis leggings, para luego retirar la tela y dejar al descubierto el tobillo. Tenía un anillo alrededor de él como si hubiera sido aprisionado con una esposa que había quemado la piel, dejándola negra y llena de ampollas en algunas partes, con extrañas manchas blancas.

Matthew levantó la mirada con enfado en los ojos.

—¿Cómo te han hecho esto?

—Satu me colgó cabeza abajo. Quería ver si podía volar. —Me di la vuelta con aire vacilante, incapaz de comprender por qué tanta gente estaba furiosa conmigo por cosas de las que no era culpable.

Ysabeau cogió mi pie con delicadeza. Matthew se arrodilló junto a la bañera. Tenía el pelo negro peinado hacia atrás desde la frente y la ropa empapada de agua y sangre. Me hizo girar la cara hacia él para mirarme con una mezcla de feroz actitud de protección y orgullo.

—Naciste en agosto, ¿no? Bajo el signo de Leo. —Su acento era totalmente francés y casi todas las inflexiones propias de las universidades inglesas habían desaparecido.

Asentí con la cabeza.

—Entonces tendré que llamarte mi leona desde ahora, porque sólo una leona pudo haber luchado como tú lo hiciste. Pero hasta la lionne necesita tener protectores. —Dirigió su mirada hacia mi brazo derecho. Al agarrar con fuerza el borde de la bañera había hecho que la hemorragia empezara de nuevo—. Tienes un esguince de tobillo, pero no es nada serio. Lo vendaré después. Ahora veamos tu espalda y tu brazo.

Matthew me sacó de la bañera y me puso en el suelo, ordenándome que evitara cargar el peso sobre mi pie derecho. Marthe e Ysabeau me sostuvieron mientras él cortaba los leggings y la ropa interior. La actitud de los tres vampiros sobre la naturalidad del cuerpo hizo que me sintiera indiferente al hecho de estar allí medio desnuda delante de ellos. Matthew levantó el borde delantero de mi empapado jersey para dejar a la vista un hematoma oscuro que se extendía por todo mi abdomen.

—¡Santo cielo! —exclamó, apretando sus dedos sobre la carne amoratada por encima de mi hueso púbico—. ¿Cómo diablos te hizo eso?

—Satu perdió la paciencia. —Me castañetearon los dientes al recordar mi vuelo por el aire y el dolor intenso en mis tripas. Matthew me envolvió con una toalla alrededor de la cintura.

—Quitemos el jersey —dijo sombríamente. Se colocó detrás de mí y sentí una punzada de metal frío en la espalda.

—¿Qué estás haciendo? —Torcí la cabeza, desesperada por ver. Satu me había retenido boca abajo durante horas y me resultaba intolerable tener a alguien, aunque fuera Matthew, detrás de mí. El temblor de mi cuerpo se intensificó.

—¡Detente, Matthew! —pidió Ysabeau—. No puede soportarlo.

Un par de tijeras hicieron ruido al caer al suelo.

—Está bien. —Matthew acomodó su cuerpo al mío como un escudo protector. Cruzó sus brazos sobre mi pecho, abrazándome totalmente—. Lo haré desde delante.

Tan pronto como el temblor disminuyó, dio la vuelta y continuó cortando la tela para separarla de mi cuerpo. El aire frío en la espalda me indicaba que, de todas maneras, ya no quedaba mucha. Me cortó el sujetador y luego retiró la parte delantera del jersey.

Ysabeau ahogó una exclamación cuando los últimos trozos salieron de mi espalda.

—María, Deu maire. —Marthe estaba pasmada.

—¿Qué es? ¿Qué ha hecho? —La habitación se movía como una lámpara de araña durante un temblor de tierra. Matthew me giró para que quedara mirando a su madre. Pesar y compasión era lo que mostraba su cara.

—La sorcière est morte —dijo Matthew en voz baja.

Ya estaba planeando matar a otra bruja. El hielo inundó mis venas y había oscuridad en los bordes de mi campo de visión.

Matthew me sostenía erguida con sus manos.

—No te apartes de mí, Diana.

—¿Tuviste que matar a Gillian? —sollocé.

—Sí. —Su voz era inexpresiva y sin vida.

—¿Por qué permitiste que me enterara de eso por otra persona? Satu me dijo que habías estado en mis habitaciones, que estabas usando tu sangre para drogarme. ¿Por qué, Matthew? ¿Por qué no me lo dijiste?

—Porque tenía miedo de perderte. Sabes tan poco de mí, Diana… Los secretos, el instinto de protección…, de matar si es necesario. Eso es lo que soy.

Me volví para mirarlo a la cara, tapada sólo con una toalla alrededor de la cintura. Tenía los brazos cruzados sobre mi pecho desnudo y mis emociones pasaban veloces del miedo a la cólera y a algo más oscuro.

—¿Entonces también matarás a Satu?

—Sí. —No se disculpó de ninguna manera ni ofreció explicación alguna, pero sus ojos estaban llenos de rabia apenas controlada. Fríos y grises, recorrían mi rostro—. Eres mucho más valiente que yo, ya te lo he dicho antes. ¿Quieres ver lo que te hizo? —preguntó Matthew, cogiéndome por los codos.

Pensé un momento, luego asentí con la cabeza.

Ysabeau protestó en un rápido occitano y Matthew la interrumpió con un siseo.

—Sobrevivió a que se lo hicieran, maman. Verlo ya no puede ser peor.

Ysabeau y Marthe bajaron a buscar dos espejos mientras Matthew cubría mi torso con toques delicados como plumas hechos con una toalla hasta que todo quedó ligeramente húmedo.

—No te apartes de mí —repetía cada vez que trataba de alejarme de la áspera tela.

Las mujeres regresaron con un espejo de marco dorado muy ornamentado del salón y un espejo de pie, de cuerpo entero, que solamente un vampiro podía haber llevado hasta la torre. Matthew colocó el espejo más grande detrás de mí, e Ysabeau y Marthe sostuvieron el otro delante, en un ángulo para que pudiera ver mi espalda y a Matthew también.

Pero aquello no podía ser mi espalda. Era la de otra persona, la de alguien a quien habían azotado y quemado hasta dejar su piel roja, azul y negra. También había marcas extrañas, círculos y símbolos. El recuerdo del fuego estalló entre las lesiones.

—Satu dijo que me iba a abrir por completo —susurré, como hipnotizada—. Pero conservé mis secretos dentro, mamá, tal como tú querías.

El intento de Matthew de agarrarme fue lo último que vi reflejado en el espejo antes de que la oscuridad se apoderara de mí.

Me desperté junto al fuego del dormitorio otra vez. La mitad inferior de mi cuerpo todavía estaba envuelta en una toalla, y yo me encontraba sentada en el borde de una silla tapizada en damasco, doblada por la cintura, con el torso apoyado en una pila de almohadas sobre otra silla igual. Lo único que podía ver eran pies y alguien estaba aplicando ungüento en mi espalda. Era Marthe; su áspera fuerza era claramente distinguible de los toques fríos de Matthew.

—¿Matthew? —grazné, girando la cabeza a un lado, buscándolo.

Apareció su rostro.

—¿Sí, amor mío?

—¿Adónde fue a parar el dolor?

—Es magia —respondió, intentando mostrarme una gran sonrisa irónica.

—Morfina —dije lentamente, recordando la lista de fármacos que le había dado a Marthe.

—A eso me refería. Todo el que ha sufrido alguna vez grandes dolores sabe que la morfina y la magia son la misma cosa. Ahora que estás despierta, vamos a envolverte. —Le arrojó una venda a Marthe, explicándole que evitaría la inflamación y protegería más mi piel. También tenía el beneficio de sostener mis pechos, ya que no iba a poder usar un sujetador durante algún tiempo.

Entre ambos envolvieron kilómetros de venda quirúrgica blanca alrededor de mi torso. Gracias a los medicamentos, me sometí a ellos con una curiosa sensación de abandono. Algo que desapareció, sin embargo, cuando Matthew empezó a buscar algo en su maletín y a hablar de suturas. Cuando era niña me había caído y me había clavado en el muslo un tenedor largo, de los que se usan para mover la carne en la barbacoa. También entonces se necesitaron suturas, y mis pesadillas duraron meses. Le hablé a Matthew de mis miedos, pero él estaba decidido.

—El corte en tu brazo es profundo, Diana. No se curará bien a menos que lo cosamos.

Después, las mujeres me vistieron mientras Matthew bebía un poco de vino. Le temblaban los dedos. Yo no tenía nada para cerrar la parte de delante, de modo que Marthe desapareció otra vez para regresar con los brazos llenos de ropa de Matthew. Me metieron en una de sus finas camisas de algodón. Me quedaba enorme, pero la sentía suave sobre mi piel. Con sumo cuidado, Marthe me echó sobre los hombros una chaqueta de cachemira negra con botones forrados en cuero, también de Matthew, y entre ella e Ysabeau me pusieron un par de pantalones negros elásticos, míos, para cubrir las piernas y las caderas. Luego Matthew me depositó en un nido de almohadas sobre el sofá.

—Ve a cambiarte —ordenó Marthe, empujándolo a él en dirección al baño.

Matthew se duchó rápidamente y salió del baño con un nuevo par de pantalones. Se secó enérgicamente el pelo junto al fuego antes de ponerse el resto de su ropa.

—¿Estarás bien si bajo un momento? —me preguntó—. Marthe e Ysabeau se quedarán contigo.

Sospeché que su paseo al piso de abajo tenía que ver con su hermano, y asentí con la cabeza, sintiendo todavía los efectos de la poderosa droga.

Mientras estuvo ausente, Ysabeau habló entre dientes una y otra vez en una lengua que no era ni occitano ni francés, y Marthe ordenaba cosas sin dejar de murmurar. Habían retirado de la habitación casi toda la ropa destrozada y las vendas ensangrentadas cuando Matthew reapareció. Fallon y Héctor caminaban junto a él, con la lengua fuera.

Ysabeau entrecerró los ojos.

—Tus perros no deben entrar en mi casa.

Fallon y Héctor miraron interesados a Ysabeau y luego a Matthew. Matthew chasqueó los dedos y señaló el suelo. Los perros se echaron mirándome con atención.

—Se quedarán con Diana hasta que nos vayamos —informó con firmeza, y aunque su madre suspiró, no discutió con él.

Matthew me levantó los pies y deslizó su cuerpo debajo de ellos mientras sus manos me acariciaban las piernas con suavidad. Marthe dejó una copa de vino delante de él, luego puso una taza de té en mis manos. Ella e Ysabeau se retiraron, dejándonos solos con los perros guardianes.

Mi mente divagaba, serenada por la morfina y el toque hipnótico de los dedos de Matthew. Revisé mis recuerdos, tratando de distinguir lo que era real de lo que había simplemente imaginado. ¿El fantasma de mi madre realmente había estado en la mazmorra sin salida o era un recuerdo del tiempo que pasamos juntas antes de que se marcharan a África? ¿O había sido la forma en que mi mente trataba de liberarse del estrés, yéndose en parte a un mundo imaginario? Fruncí el ceño.

—¿Qué ocurre, ma lionne? —preguntó Matthew con voz preocupada—. ¿Tienes dolores?

—No. Sólo estoy pensando. —Me concentré en su cara, obligándome a atravesar la niebla hasta llegar a las orillas más seguras de su contorno—. ¿En dónde me encontrasteis?

—La Pierre. Es un antiguo castillo en el que no ha vivido nadie desde hace años.

—He conocido a Gerberto. —Mi mente saltaba de un sitio a otro, sin querer detenerse en ningún lugar demasiado tiempo.

Matthew detuvo el movimiento de sus dedos.

—¿Estaba allí?

—Solamente al principio. Él y Domenico nos estaban esperando cuando llegamos, pero Satu les pidió que se fueran.

—Entiendo. ¿Te tocó? —El cuerpo de Matthew se puso tenso.

—En la mejilla. —Sentí un estremecimiento—. Hace mucho, mucho tiempo, el manuscrito estuvo en su poder, Matthew. Gerberto se jactó de haberlo conseguido en España. Ya entonces estaba hechizado. Mantuvo a una bruja esclavizada con la esperanza de que ella pudiera romper el hechizo.

—¿Quieres contarme qué ocurrió?

Me pareció que era demasiado pronto, y estaba a punto de decírselo, cuando el relato comenzó a fluir. Cuando le conté acerca de los intentos de Satu de abrirme para poder encontrar la magia dentro de mí, Matthew se levantó y reemplazó las almohadas como apoyo de mi espalda con su propio cuerpo, acomodándome cuan larga era entre sus piernas.

Me sostuvo mientras hablaba, y cuando mi voz se quebró, y cuando lloré. Fuesen cuales fuesen las emociones de Matthew cuando le conté las revelaciones de Satu sobre él, las mantuvo firmemente controladas. Incluso cuando le hablé de mi madre sentada bajo un manzano cuyas raíces se extendían por los suelos de piedra de La Pierre, no me pidió más detalles, aunque estoy segura de que le habría gustado formular cientos de preguntas que quedaron sin respuesta.

No le conté todo… Omití la presencia de mi padre, mis vívidos recuerdos de los cuentos para dormir y de mis correrías por los campos detrás de la casa de Sarah, en Madison. Pero era un principio, y el resto vendría con el tiempo.

—¿Qué hacemos ahora? —le pregunté cuando terminé—. No podemos dejar que la Congregación les haga daño a Sarah y a Em…, o a Marthe e Ysabeau.

—Eso depende de ti —respondió Matthew lentamente—. Comprenderé perfectamente que para ti esto haya sido más que suficiente. —Estiré el cuello para observarlo, pero no me miró a los ojos y resueltamente desvió la mirada por la ventana hacia la oscuridad.

—Me dijiste que estábamos unidos de por vida.

—Nada cambiará mis sentimientos por ti, pero tú no eres un vampiro. Sin embargo, lo que te ha ocurrido hoy… —Matthew se detuvo y volvió a empezar—: Si has cambiado de idea con respecto a todo esto, con respecto a mí, lo comprenderé.

—Ni siquiera Satu pudo hacerme cambiar de idea. Y ten por seguro que lo intentó. Mi madre parecía muy convencida cuando me dijo que tú eras el que yo estaba esperando. Eso fue cuando volé. —En realidad no había sido exactamente así. Mi madre había dicho que Matthew era el que nosotros habíamos estado esperando. Pero dado que eso no tenía sentido, no dije nada más.

—¿Estás segura? —Matthew me levantó la barbilla y examinó mi cara.

—Completamente.

Su rostro perdió algo de angustia. Inclinó la cabeza para besarme y luego se apartó.

—Los labios son la única parte de mi cuerpo que no me duele. —Además, necesitaba que me recordaran que había criaturas en el mundo que podían tocarme sin causarme dolor.

Apretó su boca suavemente contra la mía, con su aliento de clavo y especias. Borró los recuerdos de La Pierre, y por unos momentos pude cerrar mis ojos y descansar en sus brazos. Pero una necesidad urgente de saber qué iba a ocurrir después me hizo volver rápidamente a un estado de alerta.

—Entonces… ¿ahora qué? —pregunté otra vez.

—Ysabeau tiene razón. Debemos volver con tu familia. Los vampiros no pueden ayudarte a aprender sobre tu magia, y las brujas seguirán persiguiéndote.

—¿Cuándo? —Después de La Pierre, me sentía extrañamente feliz de que él tomara las decisiones que considerara mejores.

Matthew se estremeció ligeramente debajo de mí. Su sorpresa ante mi sometimiento fue evidente.

—Nos reuniremos con Baldwin y llevaremos el helicóptero a Lyon. Su avión está cargado de combustible y listo para salir. Satu y las otras brujas de la Congregación no volverán aquí de inmediato, pero volverán —dijo sombríamente.

—¿Ysabeau y Marthe estarán a salvo en Sept-Tours contigo ausente?

La risa de Matthew rugió debajo de mí.

—Han estado en el centro de todos los conflictos armados más importantes de la historia. Una manada de vampiros de cacería o algunas brujas curiosas difícilmente podrán alterarlas. Pero tengo algunas cosas que hacer antes de irnos. ¿Descansarás si Marthe se queda contigo?

—Tengo que preparar mis cosas.

—Marthe lo hará. E Ysabeau la ayudará, si la dejas.

Asentí con la cabeza. La idea de que Ysabeau regresara a la habitación me resultaba sorprendentemente reconfortante.

Matthew me volvió a acomodar sobre las almohadas con sus tiernas manos. Llamó en voz baja a Marthe y a Ysabeau, y les hizo un gesto a los perros en dirección a las escaleras, donde se colocaron en una postura que hacía recordar a los leones de la Biblioteca Pública de Nueva York.

Las dos mujeres se movieron en silencio por la habitación; sus tranquilos movimientos y los fragmentos de conversación me proporcionaron un tranquilizador ruido de fondo que finalmente me ayudó a quedarme dormida. Cuando desperté varias horas después, mi vieja bolsa de lona estaba llena y esperaba junto al fuego. Marthe estaba inclinada sobre ella metiendo una lata dentro.

—¿Qué es eso? —pregunté, frotando el sueño de mis ojos.

—Tu té. Una taza todos los días, ¿recuerdas?

—Sí, Marthe. —Me desplomé otra vez sobre las almohadas—. Gracias. Por todo.

Marthe me acarició la frente con sus nudosas manos.

—Él te ama. ¿Lo sabes? —Su voz era más ronca que de costumbre.

—Lo sé, Marthe. Yo también le amo.

Héctor y Fallon volvieron sus cabezas, su atención había sido atraída por un ruido en las escaleras que era demasiado leve para que yo pudiera escucharlo. La oscura silueta de Matthew apareció. Se acercó al sofá para observarme y asintió con la cabeza después de tomarme el pulso. Luego me levantó en sus brazos como si no pesara nada y la morfina se ocupó de que no sintiera más que un desagradable tirón en la espalda cuando me llevó escaleras abajo. Héctor y Fallon cerraban nuestra pequeña comitiva mientras bajábamos.

Su despacho estaba iluminado solamente por el fuego, y lanzaba sombras sobre los libros y los objetos que allí había. Posó sus ojos rápidamente en la torre de madera en un adiós silencioso a Lucas y a Blanca.

—Volveremos… tan pronto como podamos —prometí.

Matthew sonrió.

Baldwin nos estaba esperando en el salón. Héctor y Fallon daban vueltas alrededor de las piernas de Matthew, evitando que nadie pudiera acercársele. Les ordenó apartarse para que Ysabeau pudiera aproximarse.

Ella puso sus manos frías sobre mis hombros.

—Sé valiente, hija, pero escucha a Matthew —me sugirió mientras me daba un beso en cada mejilla.

—Lamento mucho haber traído problemas a tu casa.

—Hein, esta casa ha visto cosas peores —respondió, antes de volverse hacia Baldwin.

—Hazme saber si necesitas algo, Ysabeau. —Baldwin le rozó las mejillas con sus labios.

—Por supuesto, Baldwin. Que tengáis un buen vuelo —murmuró mientra él salía.

—Hay siete cartas en el estudio de mi padre —le dijo Matthew cuando su hermano se retiró. Habló bajo y muy rápido—: Alain vendrá a buscarlas. Él sabe qué debe hacer. —Ysabeau asintió con la cabeza. Tenía los ojos brillantes.

—Entonces, todo empieza de nuevo —susurró—. Tu padre estaría orgulloso de ti, Matthew. —Lo tocó en el brazo y recogió sus maletas.

Los vampiros, los perros y la bruja recorrimos en fila los verdes jardines del château. Las aspas del helicóptero empezaron a moverse lentamente cuando aparecimos. Matthew me agarró por la cintura y me levantó para hacerme subir a la cabina; luego trepó detrás de mí.

Despegamos y nos quedamos un momento frente a las paredes iluminadas del château antes de dirigirnos al este, donde las luces de Lyon eran visibles en el oscuro cielo matutino.