Capítulo
16

Se veía el cielo oscuro por las ventanas de Diana antes de que Matthew pudiera apartarse de ella. Inquieta al principio, finalmente había caído en un sueño profundo. Él sintió los cambios sutiles en su olor a medida que su conmoción se calmaba y una fría irritación lo dominaba cada vez que pensaba en Peter Knox y en Gillian Chamberlain.

Matthew no podía recordar cuándo se había sentido tan protector con otro ser. Percibía también otras emociones, que se negaba a reconocer o siquiera nombrar.

«Es una bruja —se recordó mientras la observaba dormir—. No es para ti».

Cuanto más lo decía, menos parecía importarle.

Por fin, se apartó suavemente y se deslizó fuera de la habitación, dejando la puerta entreabierta por si acaso ella se movía.

A solas en la sala, el vampiro dejó salir la fría irritación que había mantenido bullendo en su interior durante horas. Su intensidad casi lo ahoga. Cogió el cordón de cuero en el cuello del jersey y tocó las superficies gastadas y suaves del ataúd de plata de Lázaro. El ruido de la respiración de Diana era lo único que le impedía saltar a través de la noche para perseguir a un par de brujos.

Los relojes de Oxford dieron las ocho y su familiar y repetido sonido le hizo recordar la llamada perdida. Sacó su teléfono del bolsillo y revisó los mensajes, pasando rápidamente los avisos automáticos de los sistemas de seguridad de los laboratorios y del Viejo Pabellón. Había varios mensajes de Marcus.

Matthew frunció el ceño y marcó el número para recuperarlos. Marcus no era propenso a alarmarse. ¿Qué podía ser tan urgente?

«Matthew —la voz familiar no tenía nada de su habitual encanto juguetón—, tengo los resultados de las pruebas de ADN de Diana. Son… sorprendentes. Llámame».

La voz grabada todavía no había terminado de hablar cuando el dedo del vampiro ya estaba marcando otra tecla, una sola, en el teléfono. Se pasó la mano que tenía libre por el pelo mientras esperaba que Marcus cogiera el teléfono. Sólo tuvo que esperar un tono.

—Matthew. —No había amabilidad en la reacción de Marcus, sino únicamente alivio. Habían pasado varias horas desde que había dejado los mensajes. Marcus incluso había buscado en el sitio favorito de Matthew en Oxford, el Museo Pitt Rivers, donde el vampiro pasaba muchas horas con su atención dividida entre el esqueleto de un iguanodonte y un retrato de Darwin. Miriam lo había echado finalmente del laboratorio, harta de sus repetidas preguntas acerca de dónde y con quién podría estar Matthew.

—Está con ella, por supuesto —había dicho Miriam a última hora de la tarde, con un fuerte tono de desaprobación en la voz—. ¿Dónde si no? Y si no vas a seguir trabajando, vete a tu casa y espera allí a que te llame. Aquí me estás interrumpiendo.

—¿Qué indican las pruebas? —La voz de Matthew era baja, pero su rabia era audible.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Marcus rápidamente.

Una fotografía boca arriba en el suelo del baño atrajo la atención de Matthew. Era la que Diana sostenía en la mano esa tarde. Entrecerró los ojos al observar la imagen.

—¿Dónde estás? —preguntó con tono irritado.

—En casa —respondió Marcus con cierta inquietud.

Matthew recogió la foto del suelo y siguió su olor hasta donde un pedazo de papel se había deslizado a medias debajo del sofá. Leyó la única palabra del mensaje y respiró hondo.

—Trae los informes y mi pasaporte al New College. Las habitaciones de Diana están en el patio que da al jardín, al final de la escalera siete.

Veinte minutos después Matthew abrió la puerta, con los pelos de punta y una cara con aspecto feroz. El vampiro más joven tuvo que contenerse para no dar un paso hacia atrás.

Marcus le entregó un pasaporte granate con una carpeta de papel de estraza dentro, con movimientos calculados y pacientemente pausados. No iba a entrar en las habitaciones de la bruja sin el permiso de Matthew, y menos cuando el vampiro estaba en ese estado.

El permiso tardó en llegar, pero al fin Matthew cogió la carpeta y se hizo a un lado para que Marcus pudiera entrar.

Mientras Matthew examinaba los resultados de las pruebas de Diana, Marcus lo examinaba a él. Su sensible nariz percibió la madera antigua y las gastadas telas, al mismo tiempo que el olor del miedo de la bruja y las emociones apenas controladas del vampiro. El pelo de su nuca se erizó ante tan volátil combinación y un gruñido reflexivo se frenó en su garganta.

Con el paso de los años, Marcus había llegado a apreciar las mejores cualidades de Matthew: su compasión, su conciencia, su paciencia con aquellos a los que amaba. Y también conocía sus defectos; el primero de ellos, la cólera. La rabia de Matthew era tan destructora que una vez que el veneno había sido expulsado, el vampiro solía desaparecer durante meses o incluso años para terminar de aceptar lo que había hecho.

Y Marcus nunca había visto a su padre tan fríamente furioso como en ese momento.

Matthew Clairmont había entrado en la vida de Marcus en 1777 y la cambió… para siempre. Había aparecido en la granja de Bennett al lado de una camilla improvisada que llevaba al herido marqués de Lafayette de los fatales campos de la batalla de Brandywine. Matthew destacaba por encima de los demás hombres, gritando órdenes a todos sin considerar el rango.

Nadie cuestionaba sus órdenes, ni siquiera Lafayette, que bromeaba con su amigo a pesar de sus heridas. Sin embargo, el buen humor del marqués no podía frenar la afilada lengua de Matthew. Cuando Lafayette protestó que podía arreglárselas mientras soldados con heridas más graves eran atendidos, Clairmont soltó una andanada en francés tan cargada de improperios y amenazas que sus propios hombres lo miraron con temor y el marqués optó por guardar silencio.

Marcus había escuchado, con ojos desorbitados, cuando el soldado francés recriminó al jefe del cuerpo médico del ejército, el estimado doctor Shippen, tras rechazar su proyectado tratamiento como «brutal». Clairmont exigió, en cambio, que el subjefe, el doctor John Cochran, tratara a Lafayette. Dos días después se pudo oír a Clairmont y a Shippen discutiendo en fluido latín los puntos más sutiles de anatomía y fisiología, para deleite del equipo médico y del general Washington.

Matthew había matado a más soldados británicos que cualquier otro antes de que el Ejército Continental fuera derrotado en Brandywine. Los hombres que eran traídos al hospital contaban increíbles historias de su intrepidez en la lucha. Algunos afirmaban que iba directamente hacia las líneas enemigas como si nada, a pesar de las balas y las bayonetas. Cuando los cañones callaron, Clairmont insistió en que Marcus se quedara con el marqués como enfermero.

En el otoño, en cuanto Lafayette pudo montar otra vez, ambos desaparecieron en los bosques de Pensilvania y Nueva York. Regresaron con una legión de guerreros oneida. Los oneida le llamaban Kayewla a Lafayette, por su destreza con el caballo. A Matthew le apodaban Atlutanu’n, el guerrero jefe, por su habilidad para conducir hombres en la batalla.

Matthew permaneció en el ejército hasta mucho después de que Lafayette regresara a Francia. Marcus también continuó en servicio, como segundo ayudante de cirugía. Día tras día, trataba de curar las heridas de los soldados heridos por mosquetes, cañones y espadas. Clairmont siempre lo buscaba a él cuando alguno de sus propios hombres era herido. Decía que Marcus tenía un don para curar.

Poco después de que el Ejército Continental llegara a Yorktown en 1781, Marcus contrajo una fiebre. Su don para curar no sirvió para nada entonces. Yacía helado y temblando, atendido sólo cuando alguien tenía tiempo. Después de cuatro días de sufrimiento, Marcus supo que se estaba muriendo. Cuando Clairmont llegó para visitar a algunos de sus hombres heridos, acompañado otra vez por Lafayette, vio a Marcus en un catre destartalado en un rincón y sintió el olor de la muerte.

El oficial francés estaba sentado al lado del joven cuando la noche se convirtió en día mientras le estaba contando su historia. Marcus creyó que estaba soñando. ¿Un hombre que bebía sangre al que le resultaba imposible morir? Después de escuchar eso, Marcus quedó convencido de que ya estaba muerto y estaba siendo atormentado por uno de los demonios sobre los que su padre le había advertido diciéndole que se iban a apoderar de su naturaleza pecadora.

El vampiro le explicó a Marcus que podía sobrevivir a la fiebre, pero esto tenía un precio. Primero tendría que renacer. Luego tendría que cazar, y matar, y beber sangre…, incluso sangre humana. Durante un tiempo, su necesidad de sangre le haría imposible trabajar entre los heridos y los enfermos. Matthew prometió enviar a Marcus a la universidad mientras se acostumbraba a su nueva vida.

Poco antes del amanecer, cuando el dolor se tornó insoportable, Marcus decidió que su deseo de vivir era mayor que el miedo a la nueva vida que el vampiro le había presentado. Matthew lo alzó, debilitado y ardiendo de fiebre, lo sacó del hospital y lo trasladó al bosque donde los oneida los esperaban para llevarlos a las montañas. Matthew le sacó toda la sangre en un remoto rincón donde nadie podía escuchar sus gritos. Todavía en la actualidad Marcus podía recordar la tremenda sed que se apoderó de él después. Lo volvía loco, desesperado por beber algo frío y líquido.

Finalmente, Matthew se había desgarrado su propia muñeca con los dientes para que Marcus bebiera. La poderosa sangre del vampiro lo hizo volver a una sorprendente vida.

Los oneida esperaban impasibles en la boca de la cueva y le impedían causar estragos en las granjas cercanas cuando su sed de sangre aparecía. Se habían dado cuenta de lo que era Matthew tan pronto como éste había aparecido en su aldea. Era como Dagwanoenyent, el brujo que vivía en el remolino de viento y no podía morir. Por qué los dioses habían decidido otorgar estos dones al guerrero francés era un misterio para los oneida, pero los dioses se caracterizaban por sus decisiones desconcertantes. Lo único que podían hacer era asegurarse de que sus niños conocieran la leyenda de Dagwanoenyent, enseñándoles cuidadosamente la manera de matar a semejante criatura quemándola, moliendo sus huesos hasta convertirlos en polvo y dispersándolo a los cuatro vientos para que no pudiera volver a renacer.

Frustrado, Marcus había actuado como el niño que era, aullando con frustración e insatisfecha necesidad. Cuando Matthew cazaba un venado para alimentar al joven que había renacido como su hijo, Marcus lo chupaba rápidamente hasta dejarlo seco. Saciaba su hambre, pero no acallaba el sordo golpeteo en sus venas cuando la sangre antigua de Matthew se mezclaba con su cuerpo.

Después de una semana de regresar con caza fresca a su madriguera, Matthew decidió que Marcus estaba listo para salir a cazar él mismo. Padre e hijo rastrearon venados y osos por profundos bosques y riscos de montañas iluminadas por la luna. Matthew le enseñó a olfatear el aire, a observar en las sombras las menores señales de movimiento, y a percibir los cambios en el viento que podían traer olores frescos a su encuentro. Y enseñó a matar al que antes ejercía como sanador.

En aquellos primeros tiempos, Marcus quería sangre más sustanciosa. La necesitaba también para saciar su profunda sed y alimentar su cuerpo hambriento. Pero Matthew esperó hasta que Marcus pudiera rastrear un venado rápidamente, derribarlo y sacarle la sangre sin realizar ningún desastre antes de permitirle cazar humanos. Estaba prohibido cazar mujeres. Era demasiado confuso para los vampiros recién renacidos, le explicó Matthew, ya que los límites entre sexo y muerte, cortejo y caza, eran líneas demasiado finas.

Al principio, padre e hijo se alimentaron de soldados británicos enfermos. Algunos le pidieron a Marcus que les perdonara la vida, y Matthew le enseñó a alimentarse de seres de sangre caliente sin matarlos. Luego cazaron a los criminales, que imploraban piedad y no la merecían. En cada caso, Matthew hacía que Marcus explicara por qué había escogido a ese hombre en particular como presa. La ética de Marcus se fue desarrollando hasta corresponderse con la manera cautelosa y deliberada que se debe adoptar cuando el vampiro acepta lo que tiene que hacer para sobrevivir.

Matthew era bien conocido por su finamente desarrollado sentido de lo que estaba bien y lo que estaba mal. Todos sus errores de evaluación podían ser rastreados hasta decisiones tomadas en estado de cólera. A Marcus le habían contado que su padre ya no era tan propenso a esa emoción peligrosa como lo había sido en el pasado. Tal vez fuera así, pero esa noche en Oxford la cara de Matthew tenía la misma expresión sanguinaria que en Brandywine… y no había ningún campo de batalla para descargar su rabia.

—Has cometido un error. —En los ojos de Matthew había un brillo salvaje cuando terminó de examinar detenidamente las pruebas de ADN de la bruja.

Marcus sacudió la cabeza.

—Analicé su sangre dos veces. Miriam confirmó mis conclusiones con el ADN del hisopo. Admito que los resultados son sorprendentes.

Matthew respiró con dificultad.

—Son ridículos.

—Diana posee casi todos los marcadores genéticos que hemos visto siempre en una bruja. —Su boca se tensó en una línea sombría mientras pasaba las páginas hasta llegar a las últimas—. Pero estas secuencias nos tienen preocupados.

Matthew hojeó los datos rápidamente. Había más de dos docenas de secuencias de ADN, algunas cortas y otras largas, con los pequeños signos de interrogación rojos de Miriam junto a ellos.

—Santo cielo —exclamó, devolviéndoselos a su hijo—. Ya tenemos bastante de qué preocuparnos. Ese bastardo de Peter Knox la ha amenazado. Quiere el manuscrito. Diana trató de recuperarlo, pero el Ashmole 782 volvió a la biblioteca y no quiere salir otra vez. Afortunadamente, Knox está convencido, por ahora, de que ella lo consiguió esa primera vez rompiendo su hechizo deliberadamente.

—¿Y no fue así?

—No. Diana no tiene los conocimientos ni el control suficientes como para hacer algo tan intrincado. Su poder es totalmente indisciplinado. Hizo un agujero en mi alfombra. —Matthew parecía molesto y su hijo se esforzó por no sonreír. El padre adoraba sus antigüedades.

—Entonces mantendremos alejado a Knox y le daremos una oportunidad a Diana de aceptar sus habilidades. Eso no parece demasiado difícil.

—Knox no es mi única preocupación. Diana recibió esto en el correo de hoy. —Matthew cogió la fotografía y la nota que la acompañaba y se las dio a su hijo. Cuando continuó hablando, su voz tenía un tono peligroso e inexpresivo—: Sus padres. Recuerdo haberme enterado de una pareja de brujos estadounidenses muertos en Nigeria, pero hace mucho tiempo. Nunca los relacioné con Diana.

—¡Dios santo! —exclamó Marcus en voz baja. Al mirar la fotografía, trató de imaginar cómo sería recibir una foto de su propio padre destrozado al que se ha dejado para morir en el suelo.

—Hay más. Por lo que yo sé, Diana ha creído durante mucho tiempo que sus padres fueron asesinados por humanos. Ésa es la razón principal por la que ha tratado de mantener la magia fuera de su vida.

—Pero eso es imposible, ¿no? —farfulló Marcus, pensando en el ADN de la bruja.

—Sí —estuvo de acuerdo Matthew. Su expresión era adusta—. Mientras estuve en Escocia, otra bruja estadounidense, Gillian Chamberlain, la informó de que no habían sido humanos, sino hermanos brujos y brujas quienes mataron a sus padres.

—¿Y fue así?

—No estoy seguro. Pero evidentemente hay algo más en esta situación que el descubrimiento del Ashmole 782 por parte de una bruja. —El tono de Matthew se volvió mortífero—: Y pienso descubrir qué es.

Algo plateado destelló sobre el jersey oscuro de su padre. «Lleva puesto el ataúd de Lázaro», se percató Marcus.

Nadie en la familia hablaba abiertamente de Eleanor St. Leger o de los acontecimientos que giraban en torno a su muerte, por temor a empujar a Matthew a uno de sus ataques de furia. Marcus comprendía que su padre no quisiera dejar París en 1140, donde estaba tranquilamente estudiando Filosofía. Pero cuando el jefe de la familia, el propio padre de Matthew, Philippe, lo llamó de vuelta a Jerusalén para ayudar a resolver los conflictos que continuaban asolando Tierra Santa mucho después de terminada la cruzada de Urbano II, Matthew obedeció sin dudarlo. Había conocido a Eleanor, se había hecho amigo de su dispersa familia inglesa y se había enamorado completamente.

Pero los St. Leger y los De Clermont estaban a menudo en lados opuestos en las disputas, y los hermanos mayores de Matthew —Hugh, Godfrey y Baldwin— lo instaron a que abandonara a la mujer, dejando el terreno libre para que ellos pudieran destruir a aquella familia. Matthew se negó. Un día, una pelea entre Baldwin y Matthew acerca de alguna crisis política insignificante que involucraba a los St. Leger creció hasta descontrolarse. Antes de que pudieran encontrar a Philippe para que los detuviera, intervino Eleanor. Para cuando Matthew y Baldwin recuperaron la calma, ella había perdido demasiada sangre como para recuperarse.

Marcus todavía no comprendía por qué Matthew había dejado morir a Eleanor si la amaba tanto.

Ahora Matthew usaba su insignia de peregrino solamente cuando tenía miedo de estar a punto de matar a alguien o cuando pensaba en Eleanor St. Leger, o ambas cosas.

—Esa fotografía es una amenaza… y no precisamente insignificante. Hamish creyó que el nombre de Bishop iba a hacer que las brujas fueran más cautelosas, pero me temo que está ocurriendo lo contrario. Por grandes que puedan ser sus talentos innatos, Diana no puede protegerse, y es tan independiente, ¡demasiado independiente, maldición!, como para no pedir ayuda. Necesito que te quedes con ella durante unas horas. —Matthew apartó su mirada de la fotografía de Rebecca Bishop y Stephen Proctor—. Voy a buscar a Gillian Chamberlain.

—No puedes asegurar que Gillian haya enviado esa fotografía —señaló Marcus—. Hay dos olores diferentes en ella.

—El otro es el de Peter Knox.

—¡Pero Peter Knox es un miembro de la Congregación! —Marcus sabía que durante las cruzadas se había establecido un consejo de nueve miembros formado por daimones, brujos y vampiros, tres representantes de cada especie. El trabajo de la Congregación era cuidar de la seguridad de todas las criaturas evitando que ninguna de ellas atrajera la atención de los humanos—. Si haces algo en ese sentido, se interpretará como un desafío a su autoridad. Toda la familia quedará implicada. No estarás considerando en serio ponernos en peligro sólo para vengar a una bruja, ¿verdad?

—¿Estás cuestionando mi lealtad? —susurró Matthew.

—No. Estoy cuestionando tu sano juicio —replicó Marcus acaloradamente, mirando sin temor a su padre—. Este ridículo idilio ya es bastante malo. La Congregación ya tiene una razón para tomar medidas contra ti. No les des otra.

Durante la primera visita de Marcus a Francia, su abuela vampira le había explicado que él ya estaba obligado por un acuerdo que prohibía las relaciones íntimas entre diferentes órdenes de criaturas, así como toda interferencia en la religión y la política de los humanos. Cualquier otra interacción con humanos —incluyendo asuntos del corazón— debía ser evitada, pero se permitía mientras no causara problemas. Marcus prefería pasar el tiempo con vampiros y siempre lo había hecho, de modo que los términos del acuerdo no le habían preocupado demasiado… hasta ese momento.

—Ya no le preocupa a nadie —dijo Matthew a la defensiva; sus ojos grises apuntaron a la puerta del dormitorio de Diana.

—Dios mío, ella no conoce el acuerdo —replicó Marcus desdeñosamente—, y tú no tienes la menor intención de explicárselo. Sabes muy bien, caramba, que no puedes ocultarle eso a ella indefinidamente.

—La Congregación no va a obligar a cumplir una promesa hecha hace casi mil años en un mundo muy diferente. —Los ojos de Matthew estaban en ese momento fijos en un grabado antiguo de la diosa Diana que apuntaba con su arco a un cazador que huía por el bosque. Recordó un pasaje de un libro escrito hacía mucho por un amigo, «Porque ya no son cazadores, sino cazados», y se estremeció.

—Piensa antes de hacerlo, Matthew.

—Ya he tomado mi decisión. —Evitó los ojos de su hijo—. ¿Cuidarás de ella en mi ausencia?, ¿te ocuparás de que esté bien?

Marcus asintió con la cabeza, incapaz de negarse al tono lastimero en la voz de su padre.

Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de Matthew, Marcus se dirigió hacia Diana. Le levantó uno de los párpados, luego el otro y le cogió la muñeca. Olfateó y percibió el miedo y la conmoción que la envolvían. También detectó la droga que todavía seguía circulando por sus venas. «Bien», pensó. Por lo menos su padre había tenido la presencia de ánimo de darle un sedante.

Marcus continuó examinando el estado de Diana, observando minuciosamente su piel y escuchando el sonido de su respiración. Cuando terminó, permaneció en la cabecera junto a la bruja en silencio, vigilando sus sueños. Diana tenía la frente fruncida, como si estuviera discutiendo con alguien.

Después de examinarla, Marcus sabía dos cosas. Primero, Diana se pondría bien. Había sufrido una fuerte conmoción y necesitaba descanso, pero no había ningún daño irreparable. Segundo, el olor de su padre estaba en toda ella. Él lo había hecho deliberadamente para marcar a Diana y que todos los vampiros supieran a quién pertenecía. Eso quería decir que la situación había ido más lejos de lo que Marcus imaginaba. Iba a ser difícil para su padre desprenderse de aquella bruja. Y tendría que hacerlo, si las historias que la abuela de Marcus le había contado eran ciertas.

Había pasado ya la medianoche cuando Matthew volvió a aparecer. Parecía todavía más enfadado que cuando se había ido, pero su aspecto era inmaculado e impecable, como siempre. Se pasó los dedos por el pelo y se dirigió directamente a la habitación de Diana sin decir ni una palabra a su hijo.

Marcus sabía muy bien que no debía mencionar nada a Matthew en ese momento. Cuando salió de la habitación de la bruja, Marcus se limitó a preguntarle:

—¿Vas a hablar de los resultados de las pruebas de ADN con Diana?

—No —respondió Matthew escuetamente, sin la menor indicación de culpa por ocultarle a ella una información de semejante magnitud—. Ni tampoco voy a decirle lo que los brujos de la Congregación podrían hacerle. Ya ha tenido suficiente.

—Diana Bishop es más fuerte de lo que piensas. No tienes derecho a guardarte esa información para ti solo, si es que vas a seguir compartiendo tu tiempo con ella. —Marcus sabía que la vida de un vampiro se medía no en horas ni en años, sino por los secretos revelados y los guardados. Los vampiros no revelaban sus relaciones personales, ni los nombres que habían adoptado, ni los detalles de las muchas vidas que habían llevado. No obstante, su padre guardaba más secretos que la mayoría, y su impulso de ocultar cosas de su propia familia era sumamente exasperante.

—Mantente alejado de esto, Marcus —le gruñó su padre—. No es asunto tuyo.

Marcus soltó algunas imprecaciones.

—Tus malditos secretos van a ser la ruina de la familia.

Matthew ya había agarrado a su hijo del pescuezo antes de que hubiera terminado de hablar.

—Mis secretos han mantenido a salvo a esta familia durante varios siglos, hijo mío. ¿Dónde estarías tú ahora si no fuera por mis secretos?

—Sería pasto de los gusanos en una tumba sin nombre en Yorktown, supongo —respondió Marcus casi sin aliento y con las cuerdas vocales oprimidas.

Con el paso de los años, Marcus había tratado de desvelar algunos de los secretos de su padre con escaso éxito. Nunca había podido descubrir, por ejemplo, quién había informado a Matthew de que Marcus estaba armando alboroto en Nueva Orleans después de que Jefferson concretara la compra de la Luisiana. Allí, él había creado una familia de vampiros tan bulliciosa y simpática como él entre los ciudadanos más jóvenes y menos responsables de la ciudad. La prole de Marcus —que incluía un número alarmante de jugadores y truhanes— se arriesgaba a ser descubierta por los humanos cada vez que salía después del anochecer. Marcus recordaba que los brujos y brujas de Nueva Orleans habían manifestado claramente que deseaban echarlos de la ciudad.

Entonces apareció Matthew, sin ser invitado ni anunciado, con una hermosa vampira mulata: Juliette Durand. Matthew y Juliette hicieron campaña para poner orden en la familia de Marcus. En pocos días formaron una alianza para nada santa con un joven y vanidoso vampiro francés en el Garden District que tenía el pelo de un inverosímil color dorado y una veta de crueldad tan ancha como el Misisipi. Y ahí comenzaron los verdaderos problemas.

Al final de los primeros quince días, la nueva familia de Marcus se había vuelto considerable y misteriosamente más pequeña. Cuando el número de las muertes y las desapariciones aumentó, Matthew alzó las manos y murmuró algo acerca de los peligros de Nueva Orleans. Juliette, a la que Marcus había llegado a detestar a los pocos días de haberla conocido, sonrió discretamente y susurró palabras alentadoras en los oídos de su padre. Era la criatura más manipuladora que Marcus había conocido jamás, y se sintió más que encantado cuando ella y su padre se separaron.

Bajo presión de los hijos que le quedaban, Marcus prometió portarse bien, aunque sólo si Matthew y Juliette se iban.

Matthew estuvo de acuerdo, después de establecer con detalles precisos lo que se esperaba de los miembros de la familia De Clermont.

—Si estás decidido a convertirme en abuelo —le recomendó su padre durante una sumamente desagradable entrevista que tuvo lugar en presencia de varios de los vampiros más ancianos y más poderosos de la ciudad—, ten más cuidado. —El recuerdo de la escena todavía hacía palidecer a Marcus.

Quién o qué les daba a Matthew y a Juliette autoridad para actuar como lo hicieron siguió siendo un misterio. La fuerza de su padre, la astucia de Juliette y el brillo del nombre de los De Clermont pudieron haberlos ayudado a conseguir el apoyo de los vampiros. Pero hubo algo más que eso. Todas las criaturas de Nueva Orleans —incluso las brujas— habían tratado a su padre como si fuera de la realeza.

Marcus se preguntaba si su padre habría sido en alguna época remota miembro de la Congregación. Eso explicaría muchas cosas.

La voz de Matthew hizo que los recuerdos de su hijo se desvanecieran.

—Diana puede ser valiente, Marcus, pero no tiene por qué saberlo todo ahora. —Soltó a Marcus y se alejó.

—¿Entonces sabe algo de nuestra familia? ¿De tus otros hijos? —«¿Conoce la historia de tu padre?». Esto último Marcus no lo pronunció en voz alta.

De todas formas, Matthew sabía lo que estaba pensando.

—No ando contando las historias de otros vampiros.

—Cometes un error —insistió Marcus, sacudiendo la cabeza—. Diana no te va a agradecer que le ocultes cosas.

—Eso es lo que tú y Hamish decís. Cuando esté preparada, le contaré todo…, pero no antes. —La voz de su padre era firme—. Mi única preocupación en este momento es hacer que Diana salga de Oxford.

—¿La llevarás a Escocia? Seguramente allí estará fuera del alcance de cualquiera. —Marcus pensó de inmediato en la lejana propiedad de Hamish—. ¿O la vas a dejar en Woodstock antes de irte?

—¿Antes de irme adónde? —En el rostro de Matthew se dibujó la perplejidad.

—Me pediste que te trajera el pasaporte. —En ese momento fue Marcus quien se mostró perplejo. Eso era lo que su padre solía hacer: se enfadaba y se retiraba en soledad hasta recuperar el autocontrol.

—No tengo ninguna intención de dejar a Diana —replicó Matthew con frialdad—. La voy a llevar a Sept-Tours.

—¡No puedes instalarla bajo el mismo techo que Ysabeau! —La voz sorprendida de Marcus resonó en la pequeña habitación.

—Es mi hogar también —señaló Matthew, con su mandíbula tensa en un gesto de terquedad.

—Tu madre se jacta abiertamente de todas las brujas que ha matado y culpa a cada bruja con la que se encuentra de lo que les ocurrió a Louisa y a tu padre.

Matthew frunció el ceño y por fin Marcus comprendió. La fotografía había traído a la memoria de Matthew la muerte de Philippe y la lucha contra la demencia de Ysabeau en los años posteriores.

Matthew apretó las palmas de sus manos contra las sienes, como si tratara desesperadamente de concebir un plan mejor empujando desde fuera.

—Diana no tuvo nada que ver con ninguna de esas tragedias. Ysabeau lo comprenderá.

—No lo va a comprender…, tú sabes que no lo comprenderá —dijo Marcus obstinadamente. Quería a su abuela y no deseaba hacerle daño. Y si Matthew, su favorito, le llevaba una bruja a su casa, eso iba a dolerle. Y mucho.

—No hay otro lugar más seguro que Sept-Tours. Los brujos y las brujas se lo pensarán dos veces antes de meterse con Ysabeau…, y menos en su propia casa.

—Por el amor de Dios, no las dejes a las dos juntas a solas.

—No lo haré —aseguró Matthew—. Voy a necesitar que tú y Miriam os trasladéis a la casa del vigilante con la esperanza de que eso convenza a todos de que Diana se aloja ahí. Van a descubrir la verdad al final, pero eso puede darnos algunos días de ventaja. Mis llaves las tiene el portero. Vuelve dentro de unas horas, cuando ya nos hayamos ido. Recoge el edredón de la cama de ella (estará impregnado con su perfume) y ve a Woodstock. Quédate allí hasta que tengas noticias mías.

—¿Puedes protegerte a ti mismo y a esa bruja al mismo tiempo? —preguntó Marcus en voz baja.

—Puedo manejarlo —respondió Matthew con seguridad.

Marcus asintió con la cabeza y los dos vampiros se agarraron por los antebrazos, intercambiando una mirada significativa. Cualquier cosa que tuvieran que decirse en momentos como éstos, había sido dicha hacía mucho.

Cuando Matthew se quedó solo de nuevo, se arrellanó en el sofá y metió la cabeza entre sus manos. La vehemente oposición de Marcus lo había conmovido.

Levantó la vista y miró otra vez el grabado de la diosa de la caza que acechaba a su presa. Otro verso del mismo poema antiguo le vino a la mente.

—«La vi venir desde el bosque —susurró—, la que quiere cazarme, amada Diana».

En el dormitorio, demasiado lejos como para que un ser de sangre caliente pudiera haberle oído, Diana se movió y gritó. Matthew corrió a su lado y la abrazó. La necesidad de protegerla reapareció, y con ella una renovada sensación de tener un objetivo.

—Estoy aquí —murmuró sobre los mechones de arco iris que formaban su pelo. Observó el rostro de Diana mientras dormía, con la boca fruncida y una arruga de feroz aspecto entre sus ojos. Era un rostro que había estudiado durante horas y conocía bien, pero sus contradicciones todavía lo fascinaban—. ¿Me has hechizado? —se preguntó en voz alta.

Después de esa noche, Matthew supo que su necesidad de ella era mayor que cualquier otra cosa. Ni su familia ni su próximo banquete de sangre importaban tanto como saber que ella estaba a salvo y al alcance de su mano. Si eso era lo que significaba estar hechizado, estaba perdido.

Tensó los brazos, sosteniendo a Diana, que dormía en una posición que no se hubiera permitido si estuviera despierta. Ella suspiró, acomodándose junto a él.

Si él no hubiera sido un vampiro, no habría comprendido las débiles palabras que ella murmuró al agarrar la ampulla y la tela de su jersey, con el puño apoyado con firmeza contra su corazón.

—No estás perdido. Yo te he encontrado.

Matthew se pregunto fugazmente si lo había imaginado, pero sabía que no había sido así.

Ella podía oír sus pensamientos.

No siempre, ni cuando estaba consciente…, todavía no. Pero era sólo cuestión de tiempo que Diana supiera todo lo relacionado con él. Ella iba a conocer sus secretos, las cosas oscuras y terribles a las que él no tenía el coraje necesario para enfrentarse.

Ella respondió con otro débil murmullo:

—Tengo coraje suficiente para los dos.

Matthew inclinó su cabeza hacia la de ella.

—Deberás tenerlo.