Capítulo
14

Matthew me estaba esperando en la portería a las siete y media, inmaculado como siempre, vestido con una mezcla de grises y negros, y su pelo oscuro echado hacia atrás. Con paciencia soportó la inspección del portero de guardia del fin de semana, que me despidió con una inclinación de cabeza y un deliberado:

—La veré más tarde, doctora Bishop.

—Inspiras instintos protectores en la gente —murmuró Matthew mientras pasábamos por los portones.

—¿Adónde vamos? —Por ninguna parte se veía su coche en la calle.

—Vamos a cenar en mi residencia universitaria esta noche —contestó, señalando hacia la Bodleiana. Yo había creído que me llevaría a Woodstock, o a un apartamento en alguna mansión victoriana en North Oxford. Nunca se me había ocurrido que podría vivir en la universidad.

—¿En el comedor, en la mesa principal? —Me dio la sensación de ir muy mal vestida para eso y tiré hacia abajo del dobladillo de mi top negro de seda.

Matthew echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—Evito ir al comedor siempre que puedo. Y no voy a llevarte allí, a que te pongas en el punto de mira y seas observada por los universitarios.

Dimos la vuelta a la esquina y nos dirigimos hacia la Cámara Radcliffe. Cuando pasamos por la entrada del Hertford College sin detenernos, puse mi mano sobre su brazo. Había un solo college en Oxford conocido por su exclusividad y rígida observación del protocolo.

Ese mismo college era famoso por sus brillantes miembros.

—No me digas que eres miembro.

Matthew se detuvo.

—¿Qué importa a qué college pertenezco? —Apartó la mirada—. Si uno quiere estar con otras personas, por supuesto, lo comprendo.

—No me preocupa que vayas a comerme a mí en tu cena, Matthew. Simplemente nunca he entrado. —Un par de ornamentadas puertas protegían su college como si fuera el País de las Maravillas. Matthew soltó un bufido de impaciencia y agarró mi mano para impedirme que mirara a través de ellas.

—Es sólo un grupo de personas en un escenario compuesto por antiguos edificios. —Su aspereza no hizo nada para desmerecer el hecho de que era uno de las seis docenas más o menos de miembros de un college sin estudiantes—. Además, vamos a mis habitaciones.

Seguimos caminando y Matthew se fue relajando en la oscuridad a cada paso, como si estuviera en compañía de un viejo amigo. Pasamos por una puerta de madera baja que mantenía al público fuera de los confines silenciosos de su college. No había nadie en la portería, salvo el portero, ningún estudiante ni ningún graduado en los bancos del primer patio interior. Era tan silencioso como si de verdad sus miembros fueran «las almas de todos los difuntos fieles en la universidad de Oxford».

Matthew me miró con una sonrisa asustadiza.

—Bienvenida a All Souls, el college de Todas las Almas.

El All Souls College era una obra maestra de la arquitectura gótica tardía y parecía engendrado por el amor entre un pastel de bodas y una catedral, con sus delicados chapiteles y su delicada sillería. Suspiré con placer, incapaz de decir nada…, por lo menos de momento. Pero Matthew iba a tener mucho que explicar después.

—Buenas noches, James —saludó al portero, que miró por encima de sus gafas bifocales y movió la cabeza a modo de bienvenida. Matthew estiró la mano.

Una llave antigua con llavero de cuero colgaba de su dedo índice.

—Sólo será un momento.

—Bien, profesor Clairmont.

Matthew agarró mi mano otra vez.

—Vamos. Tenemos que continuar con tu educación.

Era como un niño travieso a la busca de un tesoro, arrastrándome tras él. Nos agachamos para pasar por una puerta negra, agrietada por los años, y Matthew encendió una luz. Su piel blanca resaltó en la oscuridad, dándole el aspecto de un verdadero vampiro.

—Menos mal que yo soy una bruja —bromeé—. Verte a ti aquí sería suficiente para matar del susto a un humano.

Al final de un tramo de escaleras, Matthew marcó una larga serie de números en un teclado de seguridad y luego golpeó la tecla con una estrella. Se oyó un suave clic, y él abrió otra puerta. Una oleada de olor a moho, a paso del tiempo y a otra cosa que no pude identificar me golpeó. La oscuridad se extendía más allá de las luces de la escalera.

—Esto está directamente sacado de una novela gótica. ¿Adónde me llevas?

—Paciencia, Diana. No falta mucho. —La paciencia, ay, no formaba parte de las virtudes de las Bishop.

Matthew estiró la mano por encima de mi hombro y accionó otro interruptor. Suspendidas de cables como trapecistas, una serie de bombillas iluminaban de manera irregular lo que parecían cubículos de caballerizas para pequeños ponis de las Shetland.

Miré a Matthew con cientos de preguntas en mis ojos.

—Después de usted —invitó con una reverencia.

Al dar un paso hacia delante, reconocí el extraño olor. Era alcohol rancio…, como el de un bar un domingo por la mañana.

—¿Vino?

—Vino.

Pasamos junto a docenas de pequeños compartimentos que contenían botellas en estantes, pilas y cajones. Cada uno tenía una pequeña pizarra a modo de etiqueta, con un año garabateado con tiza sobre ella. Recorrimos el lugar pasando junto a recipientes con vino de la Primera y de la Segunda Guerra Mundial, así como botellas que Florence Nightingale podría haber cargado en sus baúles para la guerra de Crimea. Había vino del año en que se construyó el Muro de Berlín y del año en que cayó. Más abajo, en el sótano, los años garabateados en las pizarras daban lugar a categorías amplias como «Burdeos añejo» y «Oporto clásico».

Finalmente llegamos al extremo de la habitación. Había una docena de pequeñas puertas cerradas con llave y sin indicaciones, y Matthew abrió una de ellas. No había electricidad, pero él cogió una vela y la colocó en un candelabro de bronce antes de encenderla.

Dentro, todo era tan pulcro y ordenado como el mismo Matthew, salvo por la capa de polvo. Estantes de madera uniformemente separados mantenían el vino lejos del suelo y permitían retirar una botella sin que el resto se viniera abajo. Había manchas rojas junto a la jamba, donde había ido cayendo vino año tras año. El ambiente olía a uvas, corchos y un poco de moho.

—¿Esto es tuyo? —Yo no podía creer lo que veía.

—Sí, es el mío. Algunos de los miembros tenemos sótanos privados.

—¿Qué puedes tener aquí que no exista ya en el otro lado? —La estancia que acabábamos de dejar debía de albergar al menos una botella de cada vino de cada cosecha que alguna vez se hubiera producido. En comparación, el mejor emporio de vino de Oxford me parecía en ese momento vacío y extrañamente desolado.

Matthew sonrió misteriosamente.

—Toda clase de cosas.

Se movió rápidamente por la pequeña habitación sin ventanas, sacando alegremente vinos de aquí y de allá. Me pasó una botella pesada y oscura con un escudo de oro en la etiqueta y una red de alambre sobre el corcho. Champán Dom Perignon.

La siguiente botella estaba hecha de cristal verde oscuro, con una etiqueta de color crema y letras negras. Me lo ofreció con una pequeña reverencia, y vi la fecha: 1976.

—¡El año en que yo nací! —exclamé.

Matthew apareció con dos botellas más: una con una etiqueta larga, octogonal, que tenía la imagen de un château y gruesa cera roja encima; la otra estaba torcida y era negra, sin ninguna etiqueta y sellada con algo que parecía alquitrán. Había una antigua etiqueta de papel de estraza atada al cuello de la segunda botella con un trozo de cuerda sucia.

—¿Volvemos? —preguntó Matthew, soplando la vela. Cerró cuidadosamente con llave la puerta al salir, sosteniendo las dos botellas en la otra mano, y se metió la llave en el bolsillo. Dejamos atrás el olor a vino y subimos para regresar a la planta baja.

En el aire oscuro, Matthew parecía brillar con placer, con sus brazos cargados de vino.

—¡Qué noche tan maravillosa! —exclamó feliz.

Subimos a sus habitaciones, que eran más imponentes de lo que yo había imaginado en cierto sentido, y mucho menos grandiosas en otros. Eran más pequeñas que mis habitaciones en el New College. Estaban situadas en lo más alto de uno de los edificios más antiguos de All Souls, lleno de ángulos curiosos y extraños desniveles. Aunque los techos eran lo suficientemente altos como para que Matthew estuviera relativamente cómodo, las habitaciones parecían, de todas formas, demasiado pequeñas para él. Tenía que agacharse para pasar por cada puerta, y los alféizares le llegaban más o menos a la altura de los muslos.

La pequeñez de las habitaciones quedaba más que compensada por el mobiliario. Una descolorida alfombra Aubusson se extendía por el suelo, con una colección de muebles originales de William Morris. De algún modo, la arquitectura del siglo XV, la alfombra del siglo XVIII y el roble rústico del siglo XIX combinaban magníficamente y les daban a las habitaciones la atmósfera de un selecto club de caballeros eduardianos.

Había una gran mesa de comedor en el punto más alejado de la habitación principal, con periódicos, libros y los diferentes materiales propios de la vida académica ordenados cuidadosamente en un extremo: notas sobre nuevas políticas, revistas para eruditos, solicitudes de cartas de recomendación y comentarios sobre trabajos de los colegas. Cada montón estaba aplastado con el peso de un objeto diferente en cada caso. Los pisapapeles de Matthew incluían una pieza original de pesado vidrio soplado, un ladrillo antiguo, una medalla de bronce que era indudablemente algún premio que había ganado y un pequeño atizador de fuego. En el otro extremo de la mesa, un mantel de delicado lino suave cubría la madera, y sobre él, los candelabros de plata georgianos más encantadores que yo había visto fuera de un museo. Una serie completa de copas de vino de diferentes formas se alineaban junto a sencillos platos blancos y piezas de cubertería de plata georgiana.

—Me encanta. —Miré complacida a mi alrededor. Ni una sola pieza del mobiliario ni de los ornamentos en aquella habitación provenía de la universidad. Todo era perfecto y esencialmente propio de Matthew.

—Toma asiento. —Rescató las dos botellas de vino de mis dedos flojos y las metió en lo que parecía un ornamentado armario—. En All Souls se opina que los miembros no deben comer en sus habitaciones —dijo a modo de explicación cuando dirigí mi mirada a las escasas instalaciones de cocina—, así que nos las arreglaremos lo mejor que podamos.

No me cabía ninguna duda de que lo que estaba a punto comer iba a igualar a la mejor cena de la ciudad.

Matthew metió el champán en una cubitera de plata llena de hielo y se sentó conmigo en uno de los cómodos sillones junto a la chimenea apagada.

—Ya no se permite encender fuego en las chimeneas de Oxford. —Hizo un gesto de tristeza hacia el vacío espacio de piedra—. Cuando todas las chimeneas estaban encendidas, la ciudad olía como una hoguera.

—¿Cuándo viniste a Oxford por primera vez? —Yo esperaba que la franqueza de mi pregunta le asegurara que no me estaba entrometiendo en sus vidas anteriores.

—Esta vez fue en 1989. —Estiró sus largas piernas con un suspiro de relajación—. Vine al Oriel como estudiante de Ciencias y me quedé para un doctorado. Cuando gané la beca de All Souls, me mudé aquí durante algunos años. Cuando obtuve mi título, la universidad me ofreció un puesto y los miembros votaron a favor de mi incorporación. —Cada vez que abría la boca, algo asombroso salía de allí. ¿Había ganado una beca de este college? Sólo se concedían dos de esas becas por año.

—¿Y ésta es la primera vez que estás en All Souls? —Me mordí el labio y él se rió.

—Terminemos con esto —dijo, y alzó las manos para empezar a enumerar los colleges de la universidad—. He sido miembro, una vez, de Merton, Magdalen y University. He sido miembro de New College y de Oriel dos veces en cada uno. Y ésta es la primera vez que All Souls me ha prestado alguna atención.

Al adaptar esta respuesta a Cambridge, París, Padua y Montpellier —universidades que, estaba segura, habían tenido alguna vez un estudiante en sus registros llamado Matthew Clairmont, o alguna variación de este nombre—, se produjo un remolino de títulos dentro de mi cabeza. ¿Qué habría estudiado, durante todos esos años, y con quién habría estudiado?

—¿Diana? —La voz divertida de Matthew se metió en mis pensamientos—. ¿Me escuchas?

—Lo siento. —Cerré los ojos y apreté las manos sobre los muslos en un esfuerzo por evitar que mi mente se dispersara—. Es como una enfermedad. No puedo evitar la curiosidad cuando empiezas a mencionar tus recuerdos.

—Lo sé. Ésa es una de las dificultades a las que un vampiro se enfrenta cuando pasa el tiempo con una bruja que es historiadora. —Matthew torció la boca en un gesto falso de preocupación, pero sus ojos brillaban como estrellas negras.

—Si quieres evitar esas dificultades en el futuro, te sugiero que no pases por la sala de lectura de paleografía de la Bodleiana —dije de manera cortante.

—Con un solo historiador es suficiente de momento. —Matthew se puso lentamente de pie—. Te he preguntado si tenías hambre.

Por qué continuaba haciendo eso era un misterio…, ¿cuándo no tenía yo hambre?

—Sí —dije, tratando de levantarme del mullido sillón Morris. Matthew estiró su mano. La agarré y él me levantó fácilmente.

Quedamos el uno frente al otro, con nuestros cuerpos casi tocándose. Concentré mi atención en la protuberancia de la ampulla de Betania debajo de su jersey.

Sus ojos me recorrieron, dejando su rastro de copos de nieve.

—Estás encantadora.

Agaché la cabeza, y el habitual mechón de pelo cayó sobre mi cara. Estiró la mano como ya había hecho varias veces últimamente y lo apartó detrás de mi oreja. Esta vez sus dedos continuaron hasta la base de mi cráneo. Cogió mi pelo apartándolo del cuello para dejarlo deslizarse por entre sus dedos como si fuera agua. Me estremecí con el contacto de aire fresco sobre mi piel.

—Me encanta tu pelo —murmuró—. Tiene todos los colores imaginables…, hasta hebras rojas y negras. —Escuché una fuerte inspiración que indicaba que había encontrado un olor nuevo.

—¿Qué es lo que hueles? —Mi voz sonaba densa, y todavía me había atrevido a mirarlo a los ojos.

—A ti —susurró.

Mis ojos se dirigieron a los suyos.

—¿Vamos a cenar?

Después de aquello, era difícil concentrarse en la comida, pero hice todo lo posible. Matthew me acercó una silla con asiento de paja desde la que podía ver toda aquella hermosa y cálida habitación. De un minúsculo frigorífico sacó dos platos, con seis ostras frescas en cada uno, colocadas sobre un lecho de hielo picado como los rayos de una estrella.

—La primera lección con la que continuamos tu educación consta de ostras y champán. —Matthew se sentó y alzó un dedo como un profesor a punto de embarcarse en su tema favorito. Se aprestó a servir el vino, que estaba al alcance de su largo brazo, y lo sacó de la cubitera. Con una sola vuelta sacó rápidamente el corcho de la botella.

—Por lo general eso a mí me resulta más difícil —comenté secamente, mirando sus dedos fuertes y elegantes.

—Puedo enseñarte a sacar el corcho con una espada, si quieres. —Matthew sonrió—. Por supuesto, también sirve un cuchillo, si no tienes una espada a mano. —Sirvió un poco de aquel líquido en nuestras copas, donde burbujeó y bailó a la luz de vela.

Levantó su copa hacia mí.

—À la tienne.

—À la tienne. —Levanté mi copa aflautada y observé las burbujas que se rompían en la superficie—. ¿Por qué son tan pequeñas las burbujas?

—Porque el vino tiene mucho años. La mayor parte del champán se bebe mucho antes de eso. Pero me gusta el vino añejo…, me recuerda el gusto que tenía antes el champán.

—¿Cuántos años tiene?

—Es mayor que tú —respondió Matthew. Estaba abriendo las conchas de las ostras sólo con sus manos…, algo que generalmente requería un cuchillo muy afilado y mucha destreza… Dejaba las conchas en un tazón de cristal en el centro de la mesa. Me alcanzó un plato—. Es de 1961.

—Por favor, dime que esto es lo más antiguo que vamos a beber esta noche —dije, volviendo a recordar el vino que había llevado para la cena del jueves, cuya botella contenía en ese momento la última de sus rosas blancas en mi mesilla de noche.

—De ninguna manera —dijo con una gran sonrisa.

Puse el contenido de la primera concha en mi boca. Abrí los ojos desmesuradamente mientras mi boca se llenaba con el sabor del Atlántico.

—Ahora bebe. —Cogió su propia copa y observó cómo yo tomaba un sorbo del dorado líquido—. ¿Qué sabor percibes?

La cremosidad del vino y las ostras chocó con el sabor de la sal marina de una manera que era absolutamente maravillosa.

—Es como si todo el océano estuviera en mi boca —contesté, y tomé otro sorbo.

Terminamos las ostras y seguimos con una gran ensalada. Contenía diferentes clases de verduras caras conocidas por la humanidad, frutos secos, frutas del bosque y un delicioso aliño hecho con vinagre de champán y aceite de oliva que Matthew mezcló en la mesa. Las diminutas tajadas de carne que la adornaban eran perdices de los terrenos del Viejo Pabellón. Bebimos lo que Matthew llamó mi «vino de cumpleaños», que olía a cera para el suelo con perfume de limón y humo, y tenía el sabor del yeso con jarabe de caramelo.

El plato siguiente era un estofado, con trozos de carne en una salsa fragante. Mi primer bocado me indicó que se trataba de ternera, preparada con manzanas y un poco de nata, todo servido sobre arroz. Matthew me observó comer y sonrió cuando probé la acidez de la manzana por primera vez.

—Es una vieja receta de Normandía —explicó—. ¿Te gusta?

—Está estupendo. ¿Lo has preparado tú?

—No —precisó—. Lo ha hecho el chef del restaurante Old Parsonage… y me dio instrucciones precisas para no quemarlo ni secarlo al recalentarlo.

—Puedes recalentar mi cena cuando quieras. —Dejé que la calidez del estofado penetrara mi cuerpo—. Pero veo que tú no estás comiendo.

—No, pero no tengo hambre. —Siguió mirándome comer durante unos momentos, luego volvió a la cocina a buscar otro vino. Era la botella sellada con cera roja. Rompió la cera y sacó el corcho de la botella—. Perfecto —sentenció, vertiendo el líquido escarlata cuidadosamente en una licorera que tenía a mano.

—¿Ya puedes notar el olor? —Todavía no estaba demasiado segura del alcance de sus poderes olfativos.

—Oh, sí. Y el de este vino en particular. —Me sirvió un poco y dejó caer unas gotas en su copa—. ¿Estás lista para probar algo maravilloso? —preguntó. Asentí con la cabeza—. Éste es un Château Margaux de una extraordinaria cosecha. Algunas personas lo consideran el mejor vino tinto que jamás se haya hecho.

Levantamos nuestras copas e imité cada uno de los movimientos de Matthew. Puso la nariz en su copa y yo en la mía. El olor de violetas me envolvió. La primera sensación que tuve fue la de estar bebiendo terciopelo. Luego había chocolate con leche, cerezas y una oleada de sabores que no tenían sentido y me trajo recuerdos de un olor de hacía mucho tiempo, el del estudio de mi padre después de haber fumado y vaciado las virutas del sacapuntas cuando yo estaba en segundo curso. Lo último que percibí fue un sabor muy especiado que me hizo pensar en Matthew.

—¡Esto tiene el mismo sabor que tú! —exclamé.

—¿Cómo es eso? —quiso saber.

—Especiado —dije, mientras mis mejillas se enrojecían hasta la línea del cuero cabelludo.

—¿Sólo especiado?

—No. Primero pensaba que iba a tener sabor a flores…, a violetas…, porque ése era su olor. Pero luego he percibido muchos sabores diferentes. ¿Qué has sentido tú?

Esto iba a ser mucho más interesante y menos incómodo que mi reacción. Olfateó, giró la copa y saboreó.

—Violetas…, coincido contigo en eso. Esas violetas moradas recubiertas de azúcar. Isabel Tudor adoraba las violetas azucaradas y éstas le estropearon los dientes. —Probó otra vez—. Humo de tabaco, de buenos cigarros, como los que solían fumar en el Marlborough Club cuando el príncipe de Gales pasaba por allí. Moras silvestres recogidas en los setos fuera de los establos del Viejo Pabellón y grosellas maceradas en brandi.

Observar a un vampiro usando sus poderes sensoriales debe de ser una de las experiencias más surrealistas que alguien puede tener. No se trataba sólo de que Matthew pudiese ver y oír cosas que a mí me resultaba imposible…, era que cuando percibía algo, su percepción era muy aguda y precisa. No se trataba de cualquier mora, sino que era una mora especial, de un sitio en especial o en un momento en particular.

Matthew siguió bebiendo su vino y yo terminé mi estofado. Cogí mi vino con un suspiro de satisfacción, jugueteando con el pie de la copa para que reflejara la luz de las velas.

—¿Qué gusto crees que tendría yo? —pregunté en voz alta, en tono juguetón.

Matthew se puso de pie de un salto, su cara se puso blanca y furiosa. Su servilleta cayó, sin que él se diera cuenta, al suelo. Una vena en su frente palpitó una vez antes de serenarse.

Yo había dicho algo que no debía.

Se colocó a mi lado en el lapso de tiempo que duró un parpadeo y me levantó de la silla. Sus dedos se clavaron en mis codos.

—Hay una leyenda sobre vampiros de la que no hemos hablado, ¿verdad? —Su mirada era extraña, su rostro aterrador. Traté de liberarme retorciéndome, pero sus dedos se clavaron más profundamente—. La de un vampiro que está tan hechizado por una mujer que no puede contenerse.

Repasé mentalmente lo ocurrido. Él me había preguntado qué sabor había sentido yo. Y el sabor que experimenté fue el de él. Luego me dijo lo que él estaba sintiendo y yo dije…

—Oh, Matthew —susurré.

—¿Te preguntas cómo sería si yo te probara a ti? —La voz de Matthew bajó de un ronroneo hacia tono más profundo y peligroso. Por un momento sentí repugnancia.

Antes de que esa sensación pudiera crecer, me soltó los brazos. No había tiempo de reaccionar o de alejarme. Matthew había enredado sus dedos entre mi pelo, con los pulgares apretándome la base del cráneo. Estaba atrapada otra vez, y me dominó una sensación de inmovilidad que arrancaba del contacto frío de sus dedos. ¿Estaba borracha con dos vasos de vino? ¿Me había drogado? ¿Qué otra cosa podría explicar la sensación de que no podía escapar?

—No es sólo tu olor lo que me agrada. Puedo escuchar tu sangre de bruja cuando corre por tus venas. —Los labios fríos de Matthew estaban cerca de mi oreja y su aliento era dulce—. ¿Sabías que la sangre de una bruja produce música? Como una sirena que le canta al marinero, pidiéndole que conduzca su embarcación hacia las rocas; la llamada de tu sangre podría suponer mi destrucción… y la tuya. —El tono de sus palabras era tan bajo y profundo que parecía estar hablando directamente en mi mente.

El vampiro empezó a mover los labios con lentitud a lo largo de mi maxilar. Cada lugar que su boca tocaba, se congelaba, para luego arder cuando mi sangre regresaba veloz a la superficie de la piel.

—Matthew —susurré a través de mi garganta atrapada. Cerré los ojos, esperando sentir sus dientes sobre mi cuello, y a la vez imposibilitada para moverme, o no queriendo hacerlo.

En cambio, los labios hambrientos de Matthew se encontraron con los míos. Sus brazos me envolvieron y las puntas de sus dedos balancearon mi cabeza. Mis labios se abrieron bajo los suyos, con mis manos atrapadas entre su pecho y el mío. Debajo de las palmas de mi mano su corazón latió… una vez.

Con el ruido sordo de su corazón, el beso cambió. Matthew no se volvió menos exigente, pero el hambre en su tacto se convirtió en algo agridulce. Sus manos avanzaron suavemente hasta cubrir con ellas mi cara, para luego apartarlas de mala gana. Por primera vez, escuché un sonido suave, disonante. No era como la respiración de un ser humano. Era el sonido de pequeñas cantidades de oxígeno que pasaban a través de los poderosos pulmones de un vampiro.

—Me he aprovechado de tu miedo. No he debido hacerlo —susurró.

Yo tenía los ojos cerrados y todavía me sentía intoxicada, su olor a canela y clavo alejó el aroma a violetas del vino. Intranquila, me revolví entre sus manos.

—Quédate quieta —me dijo con severidad—. Podría no controlarme si te apartas de mí.

Él me había advertido en el laboratorio acerca de la relación entre depredador y presa. En ese momento estaba tratando de conseguir que yo me hiciera la muerta para que el depredador que había en él perdiera el interés por mí.

Pero yo no estaba muerta.

Abrí los ojos de golpe. No había posibilidad de confundirse ante la expresión de su rostro. Era de avidez, de hambre. Matthew era en ese momento una criatura de instintos. Pero yo también tenía instintos.

—Estoy a salvo contigo. —Pronuncié esas palabras con mis labios helados y al mismo tiempo quemaban, no acostumbrados a la sensación del beso de un vampiro.

—¿Una bruja… a salvo con un vampiro? Nunca estés segura de eso. Sólo se necesitaría un momento. Tú no podrías detenerme si te atacara, y yo no podría detenerme a mí mismo. —Nuestros ojos se encontraron y no se apartaron; ninguno de los dos parpadeó. Matthew dejó escapar un sonido sordo de sorpresa—. ¡Qué valiente eres!

—Nunca he sido valiente.

—Cuando diste sangre en el laboratorio, la manera en que miraste a los ojos a un vampiro, la manera en que expulsaste a las criaturas de la biblioteca, incluso el hecho de que vas día tras día a ese lugar, negándote a permitir que nadie te impida hacer lo que quieres hacer…, todo eso es valentía.

—Eso es terquedad. —Sarah me había explicado la diferencia hacía mucho tiempo.

—He visto antes coraje como el tuyo…, sobre todo en mujeres. —Matthew continuó como si yo no hubiera dicho nada—. Los hombres no lo tienen. Nuestro arrojo nace del miedo. Es pura bravuconería.

Parpadeó y miles de copos de nieve cayeron sobre mí transformándose en simple frescura en cuanto me tocaron. Estiró un dedo frío para recoger una lágrima que había aparecido en las puntas de mis pestañas. Su rostro tenía una profunda expresión de tristeza cuando me bajó suavemente al asiento y se agachó junto a mí, apoyando una mano sobre mi rodilla y la otra sobre el brazo del sillón en el que me había sentado precipitadamente formando un círculo protector.

—Prométeme que nunca harás bromas con un vampiro…, ni siquiera conmigo…, sobre la sangre o sobre qué gusto podrías tener tú.

—Lo siento —susurré, obligándome a no apartar la mirada.

Sacudió la cabeza.

—Me dijiste antes que no sabes mucho acerca de los vampiros. Lo que tienes que comprender es que ningún vampiro es inmune a esta tentación. Los vampiros con conciencia pasan la mayor parte del tiempo tratando de no imaginar a qué sabe cada persona. Si llegas a encontrarte con alguno sin conciencia (y hay muchos que están en esa categoría), entonces, que Dios te ayude.

—No lo pensé. —Todavía no podía pensarlo. Mi mente seguía girando con el recuerdo de su beso, de su furia y de su hambre palpable.

Inclinó la cabeza, apoyando la parte de arriba sobre mi hombro. La ampulla de Betania salió del cuello de su jersey y se balanceó como un péndulo y el diminuto ataúd brilló a la luz de las velas.

Habló en voz tan baja que tuve que hacer un esfuerzo para escucharlo.

—No es normal que brujas y vampiros sientan de esta manera. Siento emociones que nunca… —Se interrumpió.

—Lo sé. —Con sumo cuidado apoyé la mejilla contra su pelo. La sensación fue de algo sedoso—. Yo también tengo esas emociones.

Matthew no había movido todavía los brazos, una mano reposaba sobre mi rodilla y la otra en el brazo del sillón. Ante mis palabras los movió lentamente y envolvió mi cintura. La frialdad de su piel atravesó mi ropa, pero no temblé. En cambio, me acerqué para poder apoyar mis brazos en sus hombros.

Un vampiro, evidentemente, podría haberse quedado cómodo en esa posición durante días. Pero para una simple bruja eso no era posible. Cuando me moví un poco, me miró confundido, y luego su rostro se iluminó al darse cuenta.

—Lo había olvidado —dijo, poniéndose de pie suave y rápidamente alejándose de mí. Moví primero una pierna y luego la otra para que volviera la circulación a mis pies.

Me alcanzó mi vino y regresó a su asiento. Una vez que se puso cómodo, traté de darle algo para que pensara, aparte del sabor que yo tendría.

—¿Cuál fue la quinta pregunta que tuviste que responder para la beca de All Souls? —A los candidatos se los invitaba a presentarse a un examen que consistía en cuatro preguntas que combinaban una provocadora amplitud y profundidad con una endiablada complejidad. Si sobrevivían a las primeras cuatro preguntas, se les hacía la famosa «quinta pregunta». En realidad, no era una pregunta, sino una sola palabra como «agua» o «ausencia». Dependía del candidato la decisión de cómo responder, y sólo la respuesta más brillante le abría a uno las puertas de All Souls.

Estiró la mano por encima de la mesa —sin quemarse— y sirvió un poco más de vino en mi copa.

—«Deseo» —dijo, evitando deliberadamente mis ojos.

Vaya. Mi plan de distracción no había sido precisamente acertado.

—¿«Deseo»? ¿Qué escribiste?

—Hasta donde yo sé, hay sólo dos emociones que hacen que el mundo gire, año tras año. —Vaciló; luego continuó—: Una es el miedo. La otra es el deseo. Sobre eso escribí.

El amor no había ocupado lugar alguno en su respuesta, observé. Era una imagen brutal, un tira y afloja entre dos impulsos iguales pero opuestos. Tenía un cierto toque de verdad, sin embargo, que era mucho más de lo que se podía decir del falaz «el amor es lo que hace que el mundo se mueva». Matthew no dejaba de insistir en que su deseo —de sangre, principalmente— era tan fuerte que ponía todo lo demás en peligro.

Pero los vampiros no eran las únicas criaturas que tenían que controlar impulsos tan fuertes. Gran parte de lo que era considerado como mágico era sólo deseo en acción. La brujería era diferente…, eso requería hechizos y rituales. Pero ¿la magia? Un deseo, una necesidad, un hambre demasiado poderosa como para ser ignorada… eran cosas que podían convertirse en actos cuando cruzaban la mente de una bruja.

Y si Matthew iba a contarme sus secretos, no parecía justo mantener los míos escondidos.

—La magia es el deseo convertido en realidad. Así fue como hice bajar Notas e Investigaciones la tarde en que nos conocimos —dije lentamente—. Cuando una bruja se concentra en algo que quiere, y luego imagina cómo podría conseguirlo, puede hacer que se haga realidad. Ésa es la razón por la que tengo que ser tan cuidadosa con mi trabajo. —Tomé un sorbo de vino. Mi mano temblaba sobre la copa.

—Entonces pasas la mayor parte de tu tiempo tratando de no desear cosas, igual que yo. También por algunas razones parecidas. —La mirada como copos de nieve de Matthew recorrió mis mejillas.

—Si te refieres al miedo de saber que si llegara a empezar no habría manera de detenerme…, sí. No quiero recordar aquella parte de mi vida en la que simplemente cogía las cosas en lugar de ganármelas.

—Entonces todo te lo ganas dos veces. Primero, te lo ganas por no cogerlo sin más ni más, y luego te lo ganas otra vez por medio del trabajo y el esfuerzo. —Se rió amargamente—. Las ventajas de ser una criatura de otro mundo no son muchas, ¿verdad?

Sugirió que nos sentáramos junto a la chimenea sin fuego. Me acomodé en el sofá y él puso algunas galletas con nueces en la mesa a mi lado, antes de desaparecer en la cocina otra vez. Cuando regresó, traía una pequeña bandeja con la botella negra antigua en ella —ya sin corcho— y dos copas con un líquido color ámbar. Me dio una.

—Cierra los ojos y dime lo que hueles —me pidió con su voz de profesor de Oxford. Cerré mis párpados, obediente. El vino parecía a la vez añejo y vibrante. Olía a flores, a nueces, a limones azucarados y a algún otro mundo remoto en el tiempo sobre el que yo, hasta ese momento, sólo había podido leer e imaginar.

—Huele como el pasado. Pero no el pasado muerto. Está muy vivo.

—Abre los ojos y bebe un sorbo.

Cuando el líquido dulce y brillante pasó por mi garganta, algo antiguo y poderoso entró en mi torrente sanguíneo. «Así debe de ser el sabor de la sangre de los vampiros». Guardé mis pensamientos sólo para mí.

—¿Me vas a decir qué es? —le pregunté para averiguar los sabores que había en mi boca.

—Malvasía —respondió con una gran sonrisa—. Uva malvasía añeja, añeja.

—¿Cómo de añeja? —dije con desconfianza—. ¿Tiene tantos años como tú?

Se rió.

—No. No te gustaría beber algo tan viejo como yo. Es de 1795, de uvas cultivadas en las islas de Madeira. Estuvo muy de moda en otros tiempos, pero nadie le presta demasiada atención ahora.

—¡Bien! —dije con avara satisfacción—. Más para mí. —Se rió otra vez y se sentó cómodamente en uno de sus sillones Morris.

Hablamos de su vida en All Souls, de Hamish —que resultó ser otro becario de All Souls— y de las aventuras de ambos en Oxford. Me reí con sus historias sobre las cenas en el comedor y cómo escapaba hasta Woodstock después de cada comida para quitar el sabor de la carne de ternera demasiado cocida de su boca.

—Pareces cansada —observó finalmente, poniéndose de pie después de otra copa de malvasía y otra hora de conversación.

—Estoy cansada. —A pesar de mi fatiga, había algo que tenía que decirle antes de que me llevara a casa. Dejé con cuidado mi copa—. He tomado una decisión, Matthew. El lunes volveré a pedir el Ashmole 782.

El vampiro se sentó con brusquedad.

—No sé cómo rompí el hechizo la primera vez, pero trataré de hacerlo de nuevo. Knox no tiene mucha fe en que vaya a tener éxito. —Tensé los labios—. ¿Y él qué sabe? Él no ha podido romper el hechizo ni una vez. Y tú podrás ver las palabras del palimpsesto mágico que están debajo de las imágenes.

—¿Qué quieres decir con eso de que no sabes qué hiciste para romper el hechizo? —La frente de Matthew se frunció con gesto de incomprensión—. ¿Qué palabras usaste? ¿A qué poderes recurriste?

—Rompí el hechizo sin darme cuenta —le expliqué.

—Santo cielo, Diana. —Se puso otra vez de pie de un salto—. ¿Knox sabe que no recurriste a la brujería?

—Si lo sabe, no es porque yo se lo dijese. —Me encogí de hombros—. Además, ¿qué importancia tiene eso?

—Importa, porque si no rompiste el hechizo deliberadamente, entonces es porque tú cumples con sus condiciones. En este mismo momento, las criaturas están a la espera de ver cuál fue el contrahechizo que usaste, para copiarlo si pueden y conseguir el Ashmole 782 por sí mismas. Cuando tus hermanas brujas descubran que el hechizo se abrió para ti por sí mismo, no serán tan pacientes y obedientes como hasta ahora.

El rostro enfadado de Gillian apareció ante mis ojos, acompañado de un vivo recuerdo de todo lo que me contó que habían hecho las brujas para poder meterse en los secretos de mis padres. Aparté esos pensamientos, pues mi estómago estaba revuelto, y me concentré en los fallos del argumento de Matthew.

—El hechizo fue formulado más de un siglo antes de que yo naciera. Eso es imposible.

—El hecho de que algo parezca imposible no significa que sea falso —dijo en tono grave—. Newton lo sabía. No podemos saber qué hará Knox cuando comprenda cuál es tu relación con el hechizo.

—Estoy en peligro, vuelva a pedir el manuscrito o no —señalé—. Knox no va a dejar que esto se le escape de las manos, ¿verdad?

—No —aceptó con reticencia—. Y no va a vacilar en usar magia contra ti, aunque todos los humanos de la Bodleiana lo vieran hacerlo. Yo podría no llegar a ti a tiempo.

Los vampiros eran rápidos, pero la magia era más rápida.

—Me sentaré en la mesa cerca de ti, entonces. Lo sabremos tan pronto como el manuscrito me sea entregado.

—No me gusta eso —dijo Matthew, claramente preocupado—. Sólo hay una fina línea entre la valentía y la imprudencia, Diana.

—No es imprudencia…, sólo quiero recuperar mi vida.

—¿Y qué pasa si ésta es tu vida? —preguntó—. ¿Qué pasa si no puedes mantenerte lejos de la magia, después de todo?

—Conservaré algunas partes de ella. —Al recordar su beso, y la repentina e intensa sensación de vitalidad que lo había acompañado, lo miré directamente a los ojos para que supiera que él estaba incluido—. Pero no voy a dejar que me intimiden.

Matthew todavía seguía preocupado por mi plan cuando me acompañó a casa. Cuando doblé por la calle lateral de la residencia para usar la entrada posterior, me cogió la mano.

—De ninguna manera —dijo—. ¿Viste la mirada que me dirigió el portero? Quiero que él sepa que estás a salvo en la residencia.

Atravesamos las irregulares aceras de la calle Holywell, cruzamos por la entrada del Turf Pub y atravesamos los portones del New College. Pasamos junto al atento portero, siempre cogidos de la mano.

—¿Irás a remar mañana? —preguntó Matthew al pie de mi escalera.

Gruñí.

—No, tengo que escribir mil cartas de recomendación. Voy a quedarme en mis habitaciones a poner al día mis papeles.

—Yo voy a Woodstock a cazar —comentó casi sin darle importancia.

—Buena caza, entonces —dije en el mismo tono.

—¿No te molesta saber que saldré a escoger mi propio ciervo para matarlo? —Matthew parecía sorprendido.

—No. A veces yo como perdices. A veces tú te alimentas de ciervos. —Me encogí de hombros—. Honestamente, no veo la diferencia.

Los ojos de Matthew centellearon. Estiró sus dedos ligeramente, pero no me soltó la mano. La levantó hasta sus labios y depositó un lento beso sobre el tierno hueco de la palma.

—Vete a dormir —dijo, liberando mis dedos. Sus ojos dejaron huellas de hielo y nieve que permanecieron no sólo en mi cara, sino también en mi cuerpo.

Sin decir una palabra, volví a mirarlo, asombrada de que un beso en la palma de mi mano pudiera ser tan íntimo.

—Buenas noches —dije, casi con un suspiro—. Te veré el lunes.

Subí los estrechos peldaños hasta mis habitaciones. Quien había arreglado el pomo de mi puerta se había hecho un lío con la llave, y tanto las partes metálicas como la madera estaban llenas de arañazos nuevos. Una vez dentro, encendí las luces. La luz del contestador automático brillaba intermitentemente, por supuesto. Junto a la ventana levanté la mano para indicar que ya estaba a salvo, dentro.

Cuando eché una mirada unos segundos después, Matthew ya había desaparecido.