Esa noche me fue imposible dormir. Primero me senté en el sofá y luego sobre la cama, con el teléfono a mi lado. Ni siquiera una tetera llena y una montaña de correos electrónicos pudieron apartar mi mente de los acontecimientos del día. La idea de que las brujas pudieran haber asesinado a mis padres estaba más allá de mi comprensión. Traté de alejar de mi mente esos pensamientos y me concentré en el hechizo del Ashmole 782 y el interés de Knox por él.
Al amanecer todavía estaba despierta, me di una ducha y me cambié. Por increíble que pudiera parecer, no podía ni pensar en dasayunar. Así que en vez de tomar algo, me senté junto a la puerta y esperé a que llegara la hora de que la Bodleiana abriera; luego recorrí la breve distancia hasta la biblioteca y me dirigí a mi asiento habitual. Tenía el teléfono en mi bolsillo con el modo vibración, a pesar de que odiaba que los teléfonos empezaran a sonar en medio del silencio.
A las diez y media, Peter Knox entró tranquilamente y se sentó en el extremo opuesto de la sala. Con el pretexto de devolver un manuscrito, me dirigí otra vez hasta el mostrador de los pedidos para asegurarme de que Miriam se encontraba aún en la biblioteca. Allí estaba… y parecía enfadada.
—No me digas que ese brujo se ha sentado allí.
—Efectivamente. No aparta su mirada de mi espalda mientras trabajo.
—Ojalá yo fuera más corpulenta —exclamó Miriam con el ceño fruncido.
—Tengo la sensación de que se necesita algo más que el tamaño para disuadir a esa criatura. —Le dirigí una sonrisa irónica.
Cuando Matthew entró en el ala Selden, sin previo aviso y sin hacer el menor ruido, ningún círculo helado en la espalda me anunció su llegada. En cambio, hubo toques de copos de nieve en mi pelo, mis hombros y mi espalda, como si estuviera examinándome rápidamente para asegurarse de que yo estaba entera.
Aferré con los dedos la mesa que tenía delante de mí. Durante unos instantes, no me atreví a girarme por si sólo se trataba de Miriam. Cuando vi que efectivamente era Matthew, mi corazón dio un solo brinco con un ruido sordo.
Pero el vampiro no me miraba a mí, sino a Peter Knox, con rostro feroz.
—Matthew —lo llamé en voz baja, poniéndome de pie.
Apartó sus ojos del brujo y se acercó a mí. Cuando fruncí el ceño con aire vacilante ante su fiera expresión, me dirigió una sonrisa tranquilizadora.
—Tengo entendido que ha habido algún alboroto. —Estaba tan cerca que el frío de su cuerpo causaba la placentera sensación de una brisa en un día de verano.
—Nada que no pudiéramos controlar —repliqué con voz inexpresiva, consciente de la presencia de Peter Knox.
—¿Puede nuestra conversación esperar…, sólo hasta el final del día? —preguntó. Matthew rozó con sus dedos una protuberancia en su esternón, visible bajo las fibras delicadas de su jersey. Me pregunté qué sería lo que llevaba cerca de su corazón—. Podríamos ir a clase de yoga.
Aunque no había dormido, un viaje a Woodstock en un vehículo en movimiento con una estupenda protección acústica, seguido de una hora y media de movimiento meditativo, parecía perfecto.
—Eso sería estupendo —acepté, sinceramente.
—¿Quieres que venga a trabajar aquí? —preguntó, inclinándose sobre mí. Su olor era tan fuerte como perturbador.
—No es necesario —respondí con firmeza.
—No dejes de decírmelo si cambias de idea. De todos modos, te veré fuera de Hertford a las seis. —Matthew sostuvo mi mirada unos instantes más. Luego dirigió una mirada de odio en dirección a Peter Knox y regresó a su asiento.
Cuando pasé junto a su mesa a la hora de comer, Matthew carraspeó. Miriam dio un golpe con el lápiz, irritada, y se reunió conmigo. Knox no me iba a seguir a Blackwell’s. Matthew se ocuparía de que no lo hiciera.
La tarde transcurrió de manera lenta e interminable, y me resultó casi imposible mantenerme despierta. A las cinco, estaba más que dispuesta a abandonar la biblioteca. Knox se quedó en el ala Selden, junto a un variado conjunto de humanos. Matthew me acompañó escaleras abajo y mi ánimo mejoró cuando regresé corriendo a la residencia, me cambié y cogí mi esterilla de yoga. Cuando su coche se detuvo ante la verja metálica de Hertford, yo lo estaba esperando.
—Has llegado pronto —observó con una sonrisa mientras cogía mi esterilla para meterla en el maletero. Matthew suspiró bruscamente cuando me ayudó a subir al coche, y me pregunté qué mensaje le había transmitido mi cuerpo.
—Tenemos que hablar.
—No hay prisa. Antes salgamos de Oxford. —Cerró la puerta del coche de mi lado para luego sentarse en el asiento del conductor.
El tráfico en la carretera de Woodstock era más intenso debido a la llegada de estudiantes y profesores. Matthew maniobró hábilmente por los sitios donde la densidad de vehículos era mayor.
—¿Qué tal en Escocia? —pregunté cuando salimos de los límites de la ciudad, sin importarme de qué hablara, con tal de que dijera algo.
Matthew me miró y luego volvió sus ojos hacia la carretera.
—Muy bien.
—Miriam dijo que fuiste de caza.
Respiró silenciosamente, llevando sus dedos a la protuberancia bajo su jersey.
—No debió hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque algunas cosas no deben comentarse con otros que no son iguales a nosotros —dijo con un toque de impaciencia—. ¿Acaso las brujas les dicen a criaturas que no son brujas que acaban de volver de pasar cuatro días preparando hechizos y cociendo murciélagos?
—¡Las brujas no cuecen murciélagos! —reaccioné indignada.
—Ya sabes a qué me refiero.
—¿Fuiste solo? —quise saber.
Matthew esperó un rato antes de responder.
—No.
—Yo tampoco estuve sola en Oxford —empecé—. Las criaturas…
—Miriam me lo contó. —Aferró con más fuerza el volante—. Si hubiera sabido que el brujo que te molestaba era Peter Knox, nunca me habría ido de Oxford.
—Tenías razón —espeté. Necesitaba hacer mi propia confesión antes de abordar el tema de Knox—. Nunca he dejado la magia fuera de mi vida. La he estado usando en mi trabajo, sin darme cuenta. Está en todo. Me he estado engañando durante años. —Las palabras salían a borbotones de mi boca. Matthew continuaba atento al tráfico—. Estoy asustada.
Me tocó la rodilla con su fría mano.
—Lo sé.
—¿Qué voy a hacer? —susurré.
—Ya veremos qué es lo mejor —respondió tranquilamente, girando hacia los portones del Viejo Pabellón. Examinó mi rostro mientras avanzábamos por el terreno ascendente y se detuvo en el sendero circular—. Estás cansada. ¿Podrás con el yoga?
Asentí con la cabeza.
Matthew bajó del coche y me abrió la puerta. Esta vez no me ayudó, sino que se dirigió al maletero para sacar las esterillas y se cargó las dos al hombro. Otros participantes de la clase pasaron cerca, lanzando miradas curiosas hacia nosotros.
Esperó hasta que nos quedamos solos en el sendero de la entrada. Matthew me miró, luchando consigo mismo por algo. Fruncí el ceño e incliné la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos. Yo acababa de confesar que hacía magia sin darme cuenta. ¿Qué era aquello tan horrible que no podía decirme?
—Estuve en Escocia con un viejo amigo, Hamish Osborne —dijo finalmente.
—¿El hombre al que los periódicos mencionan como candidato al Parlamento para ser ministro de Hacienda? —reaccioné asombrada.
—Hamish no será candidato al Parlamento —aseguró Matthew en tono inexpresivo, ajustando la correa de su bolsa de yoga con un tic.
—¡Así que es gay de verdad! —dije, recordando un reciente programa de noticias de medianoche.
Matthew me lanzó una mirada penetrante.
—Sí. Y lo que es más importante, es un daimón.
No sabía mucho sobre el mundo de las criaturas, pero participar en política o religión humanas también estaba prohibido.
—Ah. El mundo de las finanzas es raro para un daimón. —Pensé durante un momento—. Sin embargo, eso explica por qué es tan bueno para decidir qué hacer con todo ese dinero.
—Es bueno para calcular cosas. —El silencio se hizo más intenso, y Matthew no hizo ningún intento de dirigirse a la puerta—. Necesitaba alejarme y cazar.
Le dirigí una mirada confundida.
—Dejaste tu jersey en mi coche —dijo, como si ésa fuera una explicación.
—Miriam ya me lo dio.
—Lo sé. No podía tenerlo conmigo. ¿Comprendes por qué?
Cuando sacudí la cabeza, suspiró y luego soltó un par de imprecaciones en francés.
—Mi coche estaba lleno de tu olor, Diana. Tuve que irme de Oxford.
—Sigo sin comprender —admití.
—No podía dejar de pensar en ti. —Se pasó la mano por el pelo y miró hacia el sendero de la entrada.
Mi corazón latía de manera irregular, y la reducción del flujo sanguíneo hizo que mis procesos mentales fueran más lentos. Finalmente, sin embargo, acabé por comprender.
—No tendrás miedo de hacerme daño, ¿verdad? —Yo tenía un sano temor a los vampiros, pero Matthew parecía diferente.
—No estoy seguro. —Sus ojos mostraban preocupación, y su voz dejaba entrever una advertencia.
—Entonces no te fuiste a causa de lo que ocurrió el viernes por la noche. —Dejé escapar un súbito suspiro de alivio.
—No —confirmó en tono amable—. No tuvo nada que ver con eso.
—¿Vais a entrar o preferís dar aquí fuera la clase? —preguntó Amira desde la puerta principal.
Entramos en clase. De vez en cuando nos mirábamos de reojo, pensando que el otro no se daba cuenta. Nuestro primer intercambio sincero de información había cambiado las cosas. Ambos estábamos tratando de resolver qué iba a ocurrir después.
Cuando terminó la clase, mientras Matthew se ponía el jersey, algo brillante y plateado atrajo mi mirada. El objeto colgaba del cuello de un fino cordón de cuero. Era lo que tocaba una y otra vez, como un talismán.
—¿Qué es eso? —Señalé con el dedo.
—Un recuerdo —respondió Matthew brevemente.
—¿Un recuerdo de qué?
—Del poder destructivo de la cólera.
Peter Knox me había advertido que debía tener cuidado cuando estuviera cerca de Matthew.
—¿Es el símbolo de un peregrino? —La forma me recordó a uno que había visto en el Museo Británico. Parecía antiguo.
Asintió con la cabeza y tiró del cordón para enseñármelo. El colgante se balanceó libremente, brillando cuando recibía luz.
—Es una ampulla de Betania. —Tenía forma de ataúd y sólo tenía espacio como para contener unas cuantas gotas de agua bendita.
—Lázaro —dije débilmente, mirando el ataúd. Betania era el lugar donde Cristo había resucitado a Lázaro de entre los muertos. Y aunque educada como pagana, sabía por qué los cristianos iban en peregrinación. Lo hacían para expiar sus pecados.
Matthew dejó deslizar la ampulla debajo del suéter, ocultándola de los ojos de las criaturas que todavía estaban saliendo de la sala.
Nos despedimos de Amira y nos detuvimos en el exterior del Viejo Pabellón para respirar el vigorizante aire del otoño. Estaba oscuro, a pesar de los faros que iluminaban los ladrillos de la casa.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Matthew, irrumpiendo en mis pensamientos. Asentí con la cabeza—. Entonces cuéntame lo que ha ocurrido.
—Se trata del manuscrito. Knox lo quiere. Agatha Wilson, la criatura que conocí en Blackwell’s, me dijo que los daimones lo quieren. Tú también lo quieres. Pero el Ashmole 782 está hechizado.
—Lo sé —me respondió.
Un búho blanco bajó volando delante de nosotros, agitando sus alas en el aire. Me estremecí y levanté los brazos para protegerme, segura de que iba a golpearme con el pico y las garras. Pero de inmediato el búho perdió el interés y voló alto hacia los robles que flanqueaban el sendero de la entrada.
Mi corazón latía con fuerza y una repentina oleada de pánico me recorrió de pies a cabeza. Sin la menor advertencia, Matthew abrió de golpe la puerta trasera del Jaguar y me empujó hacia el asiento.
—Mantén baja la cabeza y respira —ordenó, agachándose sobre la grava con los dedos apoyados sobre mis rodillas. La bilis subió (no había nada en mi estómago salvo agua) y se arrastró subiendo por mi garganta, ahogándome. Me tapé la boca con la mano, dominada por las arcadas. Él estiró su mano hacia mí y apartó un mechón de pelo hacia detrás de mi oreja; sus fríos dedos me resultaron tranquilizadores.
—Estás a salvo —aseguró.
—Lo siento mucho. —Me pasé la mano temblorosa por la boca mientras la náusea iba desapareciendo—. El pánico empezó anoche, después de estar con Knox.
—¿Quieres caminar un poco?
—No —me apresuré a decir. El parque me parecía enorme y oscuro, y notaba una gran debilidad en mis piernas.
Matthew me observó minuciosamente.
—Te llevaré a casa. Ya continuaremos con esta conversación.
Me ayudó a salir del asiento trasero y me sostuvo ligeramente la mano hasta que me colocó en el asiento delantero del coche. Cerré los ojos mientras él subía. Estuvimos sentados en silencio un instante, y luego Matthew puso el motor en marcha. El Jaguar cobró vida rápidamente.
—¿Te ocurre esto a menudo? —preguntó con voz neutra.
—No, gracias a Dios —respondí—. Me ocurría bastante cuando era niña, pero ahora estoy mucho mejor. Es sólo un exceso de adrenalina. —La mirada de Matthew se detuvo en mis manos mientras me quitaba el pelo de la cara.
—Lo sé —respondió otra vez más, soltando el freno de mano y saliendo hacia el sendero de la entrada.
—¿Puedes olerlo?
Asintió con la cabeza.
—Ha ido aumentando en ti desde que me dijiste que estabas usando magia. ¿Por eso haces tanto ejercicio…: correr, remar, yoga?
—No me gusta tomar drogas. Me producen mareos.
—De todos modos, el ejercicio probablemente sea más eficaz.
—Esta vez no ha servido de mucho —murmuré, pensando en mis manos electrizadas hacía poco tiempo.
Matthew salió de los terrenos del Viejo Pabellón y entró en la carretera. Se concentró en la conducción mientras los suaves movimientos del coche me mecían con suavidad.
—¿Por qué me llamaste? —preguntó bruscamente Matthew, interrumpiendo mi estado de ensoñación.
—Por Knox y por el Ashmole 782 —expliqué mientras las chispas de pánico regresaban ante su súbito cambio de humor.
—Eso ya lo sé. Lo que te pregunto es por qué me llamaste a mí. Seguramente tienes amigos…, brujas, humanos…, que podrían ayudarte.
—En realidad, no. Ninguno de mis amigos humanos sabe que soy una bruja. Tardaría varios días en explicar lo que de verdad está ocurriendo en este mundo, siempre que permanecieran a mi lado todo ese tiempo. No tengo amigos en el mundo de la brujería, y no puedo arrastrar a mis tías a esto. No es culpa suya que cometiera la estupidez de devolver el manuscrito porque no lo entendí. —Me mordí el labio—. ¿No debía haberte llamado?
—No lo sé, Diana. El viernes me dijiste que las brujas y los vampiros no podían ser amigos.
—El viernes te dije muchas cosas.
Matthew permaneció callado, prestando toda su atención a las curvas de la carretera.
—Ya no sé qué pensar. —Hice una pausa, sopesando con cuidado mis siguientes palabras—. Pero hay una cosa de la que estoy segura. Prefiero compartir la biblioteca contigo y no con Knox.
—Los vampiros nunca son totalmente dignos de confianza… y menos cuando están tan cerca de seres de sangre caliente. —Matthew clavó sus ojos en mí en un único y frío instante.
—¿Sangre caliente? —pregunté con el ceño fruncido.
—Humanos, brujas, daimones…, todos los que no son vampiros.
—Prefiero correr el riesgo de un mordisco tuyo antes que dejar que Knox se meta en mi cerebro en busca de información.
—¿Ha tratado de hacer eso? —La voz de Matthew era serena, pero había una cierta violencia en ella.
—No fue nada —me apresuré a responder—. Sólo me estaba advirtiendo sobre ti.
—Está bien que lo haga. Nadie puede ser lo que no es, por mucho que se esfuerce. No debes idealizar a los vampiros. Knox puede no tener en gran estima tus intereses, pero tiene razón acerca de mí.
—Mis amigos no son elegidos por otras personas… y mucho menos por intolerantes como Knox. —Me empezaron a picar los dedos a medida que mi irritación aumentaba y los metí debajo de los muslos.
—¿Es eso lo que somos, entonces? ¿Amigos? —quiso saber Matthew.
—Creo que sí. Los amigos no se ocultan la verdad, aunque sea difícil. —Desconcertada por la seriedad de la conversación, jugueteé con los cordones de mi sudadera.
—Los vampiros no son particularmente buenos para la amistad. —Parecía enfadado otra vez.
—Mira, si quieres que te deje tranquilo…
—¡Por supuesto que no! —me interrumpió—. Sólo que las relaciones de los vampiros son… complicadas. Podemos ser protectores…, incluso posesivos. Podría no gustarte.
—Un poco de protección no me viene mal en estos momentos.
Mi respuesta provocó una mirada de cruda vulnerabilidad en los ojos de Matthew.
—Te recordaré eso cuando empieces a quejarte —señaló, y la crudeza fue rápidamente reemplazada por una sonrisa irónica.
Salió de la calle Holywell hacia las puertas de la residencia. Fred echó un vistazo al coche y sonrió antes de mirar discretamente hacia otro lado. Esperé a que Matthew abriera la puerta, mirando detenidamente dentro del coche para asegurarme de que nada mío quedara allí…, ni siquiera una goma del pelo…, para no empujarlo otra vez hacia Escocia.
—Pero hay algo más en todo esto aparte de Knox y el manuscrito —agregué con tono urgente mientras me alcanzaba la esterilla. Por su comportamiento, uno podría pensar que no había criaturas acechándome por todas partes.
—Eso puede esperar, Diana. Y no te preocupes. Peter Knox no podrá acercarse a menos de doscientos metros de ti otra vez. —Su voz era sombría y tocó la ampulla debajo de su jersey.
Necesitábamos pasar un tiempo juntos…, no en la biblioteca, sino a solas.
—¿Te gustaría venir a cenar mañana? —le pregunté en voz baja—. Así podríamos hablar de lo ocurrido.
Matthew se quedó helado, con un gesto de confusión revoloteando en su rostro mezclado con algo que no fui capaz de precisar. Dobló ligeramente sus dedos alrededor del amuleto del peregrino antes de soltarlo.
—Me encantaría —dijo lentamente.
—Bien. —Sonreí—. ¿Qué te parece a las siete y media?
Asintió con la cabeza y me respondió con una sonrisa tímida. Apenas di un par de pasos cuando me di cuenta de que había un tema que tenía que ser resuelto antes de la siguiente noche.
—¿Qué te gusta comer? —susurré con rubor en mi cara.
—Soy omnívoro —respondió Matthew mientras su rostro se iluminaba más hasta esbozar una sonrisa que hizo que mi corazón se detuviera momentáneamente.
—A las siete y media, entonces. —Me di la vuelta, riéndome y sacudiendo la cabeza ante su respuesta, que poco me ayudaba—. Ah, algo más —dije, girándome hacia él otra vez—. Deja que Miriam se ocupe sólo de su trabajo. Puedo cuidarme yo solita.
—Eso es lo que ella me ha dicho —admitió Matthew, dirigiéndose hacia su asiento en el coche—. Lo pensaré. Pero me encontrarás mañana en la sala Duke Humphrey, como de costumbre. —Subió al coche y cuando vio que no me movía, bajó el cristal de su ventanilla.
—No me iré hasta que hayas desaparecido de mi vista —dijo, mirándome con gesto de desaprobación.
—¡Vampiros! —farfullé, sacudiendo la cabeza ante sus anticuados modales.