6. El Espectro del Silencio

Los hombres todavía siguen denominándolo «el día en que el rey tuvo miedo», pues Kull, rey de Valusia, no era, al fin y al cabo, más que un hombre. Nadie había conocido a otro más valiente que él, pero todas las cosas humanas tienen sus límites, incluso el valor.

Naturalmente, Kull había conocido momentos de recelosa inquietud, había experimentado los fríos susurros del pavor, los repentinos sobresaltos del horror, y hasta la sombra de un terror desconocido. Pero aquellas experiencias no habían sido sino sobresaltos sentidos en lo más profundo de la mente, causados sobre todo por la sorpresa, por algún misterio repugnante o por alguna cosa antinatural. Se trataba, por tanto, más de repugnancia que de verdadero temor, pues el temor real era algo tan raro en él que, cuando lo experimentó, los hombres marcaron el día.

Y, sin embargo, llegó un momento en que Kull conoció el temor, un temor espantoso, terrible e irrazonable, hasta el punto de que su médula se debilitó y la sangre se le heló en las venas. Así, los hombres hablaron desde entonces del día en que el rey Kull tuvo miedo, aunque no hablan de eso con burla, ni el propio Kull siente vergüenza por ello. No, porque, tal y como sucedieron las cosas, el asunto no hizo sino aumentar aún más su gloria imperecedera.

Así fue como sucedieron las cosas.

Kull se hallaba sentado en el trono del salón social, sin prestar mucha atención a la conversación de Tu, su primer consejero; de Ka-nu, el embajador picto; de Brule, el hombre de confianza y mano derecha de Ka-nu; y de Kuthulos, el esclavo, que era también el mayor erudito de los Siete Imperios.

—Todo es ilusión —dijo Kuthulos—. Todo son manifestaciones externas de la realidad subyacente, que está más allá de toda comprensión humana, puesto que no hay cosas relativas mediante las que la mente finita del hombre pueda medir lo infinito. Lo uno puede subyacer en todo, o bien cada ilusión natural puede poseer una entidad básica. Todas estas cosas ya eran conocidas por Raama, la mayor mente de todos los tiempos, que hace eones liberó a la humanidad de las garras de demonios desconocidos, y permitió así que la raza se elevara hacia las alturas.

—Fue un nigromante muy poderoso —asintió Ka-nu.

—No era ningún brujo —dijo Kuthulos—. No era ningún encantador, ni conjurador que buscara la divinización en el hígado de las serpientes. No había nada de falso en Raama. Había logrado comprender los cinco grandes principios, conocía los elementos y sabía que las fuerzas naturales, estimuladas por causas naturales, producían resultados naturales. Lograba sus aparentes milagros mediante el ejercicio de sus poderes de una forma natural, tan sencilla para él como lo es para nosotros encender una hoguera, y tan lejana de nosotros como lo habría sido encender esa misma hoguera para nuestros antepasados, los monos.

—Entonces, ¿por qué no transmitió todos sus secretos a la raza humana? —preguntó Tu.

—Sabía que no es bueno que el hombre sepa demasiado. Algún villano habría podido sojuzgar así a toda la humanidad, e incluso todo el universo, de haber sabido lo que sabía Raama. No, el hombre debe aprender por sí mismo, y expandir su alma a medida que lo hace.

—Sí, dices que todo es una ilusión —insistió Ka-nu, astuto en las artes de gobierno, pero ignorante en filosofía y ciencia, por lo que respetaba mucho a Kuthulos o sus conocimientos—. ¿Cómo puede ser? ¿Acaso no oímos, vemos y palpamos?

—¿Qué es la visión? ¿Qué el sonido? —replicó el esclavo—. ¿Acaso no es el sonido la ausencia de silencio, y el silencio la ausencia de sonido? Pero la ausencia de algo no es una sustancia material. Es… nada. ¿Y cómo puede existir algo que es nada?

—En tal caso, ¿por qué son las cosas lo que son? —preguntó Ka-nu, tan extrañado como un niño.

—No son más que apariencias de la realidad. Como el silencio; en alguna parte existe la esencia del silencio, el alma del silencio. En alguna parte hay una nada que es algo. ¿Cuántos de vosotros habéis percibido el más completo silencio? ¡Ninguno de nosotros! Siempre hay algún ruido, el susurro de la brisa, el revoloteo de un insecto, hasta el crecimiento de las hojas de hierba o, en el desierto, el murmullo de la arena al deslizarse Pero en el centro del silencio no hay el menor sonido.

—Hace mucho tiempo —dijo Ka-nu—, Raama encerró un espectro de silencio en un gran castillo, y lo selló allí para la eternidad.

—En efecto —asintió Brule—. Yo mismo he visto ese castillo. Es una gran mole negra que se levanta sobre una montaña solitaria, en una región salvaje de Valusia. Se le conoce desde tiempos inmemoriales como Espectro del Silencio.

—¡Ja! —exclamó Kull, repentinamente interesado por la conversación—. Amigos míos, eso sí que es algo a lo que me gustaría eche un vistazo.

—Mi señor —dijo Kuthulos—, no es bueno entrometerse en las cosas que hizo Raama, pues él era más sabio que cualquier otro hombre. He oído contar la leyenda según la cual, y gracias a sus artes, logró aprisionar a un demonio; bueno, no con sus artes, sino mediante sus conocimientos de las fuerzas naturales, y no un demonio, sino algún elemento que amenazaba la propia existencia de la raza. El poder de ese elemento queda evidenciado por el hecho de que ni siquiera Raama fue capaz de destruirlo; lo único que pudo hacer fue aprisionarlo.

—Ya basta —dijo Kull con impaciencia—. Raama está muerto desde hace tantos milenios que hasta me aturde pensar en ello. Cabalgaré para ir al encuentro del Espectro del Silencio. ¿Quién me acompaña?

Todos los que oyeron sus palabras, junto con cien asesinos rojos, la fuerza de combate más poderosa de Valusia, acompañaron a Kull cuando éste abandonó a caballo la ciudad real, a primeras horas del alba. Cabalgaron entre las montañas de Zalgara, y después de muchos días de marcha se encontraron ante una montaña solitaria, que se elevaba sombríamente sobre la meseta, y en cuya cúspide se levantaba la gran mole de un castillo tan negro como la noche.

—Éste es el lugar —dijo Brule—. Nadie vive en cien leguas a la redonda de este castillo, ni ha vivido aquí desde que el hombre es capaz de recordar. Todo esto se halla abandonado, como una región maldita.

Kull detuvo a su gran caballo y miró. Nadie dijo nada, y el rey se dio cuenta de aquella extraña quietud, casi intolerable. Cuando habló, todos se sobresaltaron. Al rey le parecía que unas oleadas de quietud mortal emanaban de aquel tenebroso castillo que se levantaba sobre la montaña. Ningún pájaro cantaba en los alrededores, ningún soplo de viento movía las ramas de los escuálidos árboles. Mientras los jinetes de Kull subían por la pendiente, el ruido de los cascos de los caballos sobre las rocas pareció resonar terriblemente en la lejanía, hasta morir sin eco.

Se detuvieron ante el castillo que se elevaba allí como un monstruo oscuro, y Kuthulos trató nuevamente de convencer al rey.

—¡Reflexionad, Kull! Si rompéis ese sello, podéis dejar suelto en el mundo a un monstruo cuyo poder y frenesí sean irresistibles para los hombres.

Kull, impaciente e incapaz de contenerse por más tiempo, le apartó a un lado. Se sentía poseído por una caprichosa perversidad, un defecto muy común entre los reyes, y aunque habitualmente se mostraba razonable, ahora ya había tomado su decisión y no estaba dispuesto a permitir que nada ni nadie le apartara del camino elegido.

—Hay inscripciones antiguas en ese sello, Kuthulos. Léeme lo que dicen.

De mala gana, Kuthulos desmontó y los demás le imitaron, excepto los soldados, que permanecieron montados en sus caballos como imágenes de bronce, impertérritos bajo la pálida luz del sol. El castillo se cernía sobre ellos como una calavera sin cuencas, pues no se veía ventana alguna por ninguna parte, y sólo había una gran puerta de hierro, asegurada con un cerrojo sellado. Al parecer, el edificio no tenía más que una sola cámara.

Kull dio unas pocas órdenes relativas a la disposición de las tropas, y se mostró irritado al descubrir que tenía que levantar la voz de una forma desproporcionada para que los comandantes comprendieran sus palabras. Las respuestas que le dirigieron llegaron hasta él como apagadas y lejanas.

Se aproximó a la puerta, seguido por sus cuatro camaradas. Allí, de una estructura existente junto a la puerta, colgaba un gong de curioso aspecto, aparentemente de jade, de un color verdusco, aunque Kull no pudo estar seguro de cuál era el color pues éste cambió y se transformó ante su misma mirada atónita, de modo que a veces su mirada parecía hundirse en las profundidades de algo, mientras que otras veces tenía la impresión de estar mirando sólo lo superficial. Junto al gong, había un mazo compuesto del mismo y extraño material. Lo tomó, golpeó con él ligeramente y se quedó boquiabierto y casi ensordecido por el estruendo que siguió, como si se hubiera concentrado allí todo el sonido de la Tierra.

—Lee las inscripciones, Kuthulos —ordenó de nuevo.

El esclavo se inclinó hacia adelante, con una expresión de considerable respeto, pues no cabía duda de que aquellas palabras habían sido esculpidas sobre la piedra por el propio Raama.

—Que aquello que fue, vuelva a ser —entonó—. ¡Llevad cuidado, hijos de los hombres! —Se irguió, con una expresión temerosa en el rostro—. ¡Es una advertencia! ¡Una advertencia del propio Raama! ¡Llevad cuidado, Kull! ¡Llevad cuidado!

Pero Kull emitió un bufido, desenvainó la espada, cortó el sello y luego golpeó la gran barra de metal. Golpeó una y otra vez, apenas consciente del silencio comparativo con que caían sus golpes. Finalmente, la barra cayó y la puerta se abrió.

Kuthulos lanzó un grito. Kull retrocedió, sobresaltado… ¿Estaba vacía la cámara? ¡No! No vio nada, no había nada que ver y, sin embargo, sintió latir el aire a su alrededor, como si algo se ondulara desde el fondo de aquella cámara nauseabunda, produciendo grandes oleadas invisibles. Kuthulos se apoyó sobre su hombro y le gritó, y sus palabras llegaron hasta él como si hubieran tenido que salvar una distancia cósmica.

—¡El silencio! ¡Esto es el alma de todo el silencio!

El sonido cesó por completo. Los caballos cayeron, y los jinetes se desmoronaron de bruces al suelo y permanecieron tendidos sobre el polvo, agarrándose la cabeza con las manos, profiriendo gritos que no producían sonido alguno.

Sólo Kull permaneció erguido, con la inútil espada adelantada ante él. ¡Silencio! ¡El más profundo y absoluto de los silencios! Oleadas palpitantes y ondulantes del más inmóvil de los horrores. Los hombres abrieron las bocas y gritaron, a pesar de lo cual no producían ningún sonido.

El silencio penetró en el alma de Kull; engarzó sus garfios alrededor de su corazón, envió tentáculos de acero hacia su cerebro. Se agarró la frente, atormentado; el cráneo parecía querer explotarle, hacerse añicos. En la oleada de horror que le envolvió, Kull tuvo visiones rojizas y colosales: el silencio extendiéndose por toda la Tierra, por el universo entero. Hombres que morían en silencio, emitiendo balbuceos ininteligibles; el rugido de los ríos, el estallido de las olas de los mares, el sonido de los vientos, todo se desvaneció y dejó de existir. Todo sonido quedó ahogado por el silencio. Un silencio que destrozaba el alma, que hacía añicos el cerebro, que hacía desaparecer todo signo de vida sobre la Tierra, que se elevaba monstruosamente hacia los cielos, aplastando el mismo canto de las estrellas.

Y fue entonces cuando Kull conoció un miedo, un horror, un terror insuperables, algo cruel, asesino del alma. Enfrentado a su visión fantasmagórica, vaciló y se tambaleó como un borracho, fuera de sí a causa del miedo. ¡Oh, dioses! Que hubiera un sonido, aunque sólo fuera el más leve, el más débil de los ruidos. Kull abrió la boca como los demás maníacos que aullaban detrás de él, y el corazón casi se le salió del pecho en su esfuerzo sobrehumano por gritar.

La quietud palpitante se mofó de él. Kull castigó con la espada el umbral de hierro de la puerta. Y las oleadas palpitantes seguían fluyendo de la cámara, agarrándole, desgarrándole, mofándose de él como un ser sensible lleno de vida.

Ka-nu y Kuthulos permanecían inmóviles. Tu se retorcía sobre su vientre, sujetándose la cabeza con las manos, aullando sin sonido alguno, como un chacal moribundo. Brule se revolvía sobre el polvo, como un lobo herido, y aferraba ciegamente la vaina de su espada.

Ahora, Kull casi pudo ver la forma del silencio, el terrible silencio que surgía de su espectro para hacer estallar los cráneos de los hombres. Se retorcía, se revolvía en espasmos y sombras impías, ¡y se reía de él! ¡Vivía! Kull se tambaleó y perdió el equilibrio y, al caer, su brazo extendido alcanzó a golpear el gong. No oyó ningún sonido, pero percibió un claro palpitar, un sobresalto de las oleadas que le rodeaban, una ligera retirada involuntaria de éstas, como la mano del hombre que se aparta de un tirón de las llamas.

¡Ah, el anciano Raama había dejado una salvaguarda para la raza, incluso después de su muerte! De repente, el aturdido cerebro de Kull comprendió el enigma. ¡El mar! El gong era como el mar; cambiaba sus tonalidades verdes, nunca se estaba quieto, lo mismo parecía profundo que superficial, y nunca permanecía en silencio.

¡El mar! Vibrante, pulsante, restallante día y noche, sin descanso; ése era el mayor enemigo del silencio. Mareado, sintiendo profundas náuseas, logró agarrar el mazo de jade. Las rodillas se le doblaron, pero se afianzó, sujetándose con una mano al marco de la puerta, sosteniendo con la otra el mazo, sujetándolo con una mortal desesperación. El silencio volvió a surgir, colérico, envolviéndole.

Mortal, ¿quién eres tú para oponerte a mí, que soy más viejo que los dioses? Antes de que hubiera vida yo ya existía, y seguiré existiendo mucho después de que haya muerto la vida. Antes de que naciera el sonido invasor, el universo estaba en silencio, y volverá a estarlo, pues yo me extenderé por todo el cosmos y mataré el sonido…, mataré el sonido…, ¡mataré el sonido!, ¡mataré el sonido!

El rugido del silencio reverberó por las cavernas del derrumbado cerebro de Kull, como un cántico monótono y abismal, mientras él golpeaba el gong una y otra… y otra y otra vez.

Y a cada golpe que daba, el silencio retrocedía, centímetro a centímetro iba retrocediendo. Atrás, atrás, atrás. Kull renovó la fuerza de los golpes que daba con el mazo. Ahora ya pudo percibir débilmente el lejano tintineo del gong por encima de vacíos inimaginables de quietud, como si alguien, en el otro extremo del universo, golpeara una moneda de plata con la tachuela de una herradura de caballo. Y a cada diminuta vibración de sonido el vacilante silencio se sobresaltaba y se encogía, los tentáculos se acortaban, las oleadas se contraían, el silencio se encogía.

Atrás, atrás, cada vez más atrás. Ahora, los fragmentos que quedaban se cernieron en el umbral y, por detrás de Kull, los hombres susurraban y se ponían de rodillas, con mandíbulas colgantes y ojos de miradas vacías. Kull arrancó el gong de la estructura que lo sostenía, y avanzó hacia la puerta. Era como el combatiente que se dispone a asestar el último golpe. No había compromiso posible para él. Esta vez, la gran puerta se cerraría para siempre sobre el horror. Todo el universo debería haberse detenido para contemplar a un hombre que, por sí solo, justificaba la existencia de la humanidad y que escalaba las sublimes alturas de la gloria en su suprema expiación.

Se detuvo en el umbral de la puerta, confrontado con las oleadas que todavía pendían allí, sin dejar de golpear el gong. Todo el infierno pareció fluir para salir a su encuentro desde aquella terrible cosa cuya última fortaleza él invadía. Ahora, todo el silencio volvía a encontrarse encerrado en la cámara, obligado a retroceder por los estruendos inconquistables del sonido, un sonido concentrado a partir de todos los ruidos y sonidos de la Tierra, aprisionado por la mano maestra que hacía tiempo había conquistado tanto al sonido como al silencio.

Y aquí, el silencio reunió las fuerzas que le quedaban para lanzar un último ataque. Infiernos de frío silencioso y de llamaradas sin ruido se arremolinaron alrededor de Kull. Aquí había una cosa, elemental y real. El silencio era la ausencia de sonido, había dicho Kuthulos, el esclavo que ahora se arrastraba y balbuceaba en una nada vacía.

Aquí había algo más que una ausencia, porque se trataba de una ausencia cuya máxima ausencia se convenía en una presencia, una ilusión abstracta transformada en una realidad material. Kull no retrocedió; ciego, aturdido, pasmado, casi insensible a la furiosa embestida de las fuerzas cósmicas sobre él, sobre su alma, su cuerpo y su mente. Envuelto por los ondulantes tentáculos, el ruido del gong murió de nuevo, pero Kull no dejó de golpearlo con el mazo. Su torturado cerebro se tambaleó, pero afianzó los pies contra el marco de la puerta y se impulsó poderosamente hacia adelante. Encontró una verdadera resistencia material, como una oleada de fuego sólido, más caliente que la misma llama, y más frío que el propio hielo. A pesar de todo, siguió empujando y sintió que aquello cedía…, cedía.

Centímetro a centímetro, paso a paso, se fue abriendo camino en el interior de la cámara de la muerte, empujando al silencio ante él, obligándolo a retroceder más y más. A cada paso que daba sentía una tortura demoniaca que le hacía gritar; cada uno de sus pasos era un infierno que le destrozaba. Con los hombros hundidos, la cabeza baja, los brazos levantándose y cayendo con un ritmo espasmódico, como a tirones, Kull siguió abriéndose camino, y grandes gotas de sangre se acumularon sobre su frente y descendieron incesantemente.

Tras él, los hombres empezaban a incorporarse, tambaleantes y aturdidos, débiles y mareados por el silencio que había invadido sus cerebros. Miraron hacia la puerta, donde el rey seguía librando su mortal batalla por el universo. Brule se arrastró ciegamente hacia adelante, llevando consigo la espada, todavía aturdido, dejándose llevar únicamente por su tenaz instinto que le impulsaba a seguir al rey, aunque aquel camino condujera al infierno.

Kull obligó al silencio a retroceder más y más, paso a paso, y sintió que se debilitaba poco a poco, que se hacía cada vez más pequeño. Ahora, el sonido del gong se había incrementado, y seguía aumentando su potencia. Llenaba la estancia, la Tierra, el cielo entero. El silencio se encogía ante él, y a medida que disminuía, que se veía obligado a encogerse sobre sí mismo, fue adquiriendo una forma horrible que Kull percibió sin poderla ver. Su brazo parecía muerto, pero realizó un poderoso esfuerzo y redobló la potencia de los golpes. Ahora el silencio se hallaba acurrucado en un rincón, empequeñeciéndose cada vez más. ¡Un último golpe más! Y todo el sonido del universo se acumuló en un solo rugido, en un aullido, en una explosión conmocionante que lo abarcó todo. El gong estalló en un millón de diminutos fragmentos, ¡y el silencio gritó!

El gorjeo alegre de los pájaros y el susurro del viento entre las hojas nunca le habían parecido a Kull tan agradables de oír. Se dejó hundir en aquellos débiles sonidos de fondo, y bebió en ellos con avidez, como un hombre sediento que trasiega el vino fresco. El silencio, aquel silencio capaz de ensordecer la mente, había desaparecido para siempre, empujado por el poder del gong de jade, proscrito ahora al infierno ultracósmico al que se hubiera visto obligado a retirarse, fuera cual fuese.

Mientras sus guerreros se iban incorporando uno tras otro, pálidos y conmocionados, Kull cerró las puertas de hierro con un poderoso tirón de sus musculosos hombros. La enorme puerta se cerró con un pesado sonido metálico. Observó con una mueca el pesado anillo de metal y ante una sola palabra suya Tu se adelantó y le tendió el gran sello de Valusia.

—El sello de Raama permaneció intocado durante siete mil años antes de que nosotros, en nuestra estupidez, lo quebrantáramos —gruñó Kull. Colocó el anillo sobre la cerradura y estampó la insignia real de Valusia sobre el metal, con un solo y terrible golpe—. ¡Que todos los hombres lo sepan! Ahora. el sello de Kull cierra esta puerta. Que ningún estúpido la abra en todas las incontables eras de la eternidad, hasta que la propia y gran Valusia se haya hundido bajo las aguas verdes del océano, en eones que todavía no han nacido, y que el silencio no vuelva a regresar jamás para atormentar las almas de los hombres.

Los asesinos rojos lanzaron un potente grito, al unísono, ante las palabras del rey, que luego cabalgó de regreso, bajo el brillante sol de la mañana, hacia la Ciudad de las Maravillas, mientras todavía resonaba en sus oídos la alegre música de aquel grito de sus hombres.