El estrépito de las trompetas se hizo más fuerte, como una profunda marejada dorada, como el suave atronar de las olas nocturnas sobre las playas plateadas de Valusia. La multitud gritaba, las mujeres arrojaban flores desde lo tejados, y el repiqueteo rítmico de los cascos de plata se iba acercando hasta que el inicio del poderoso desfile apareció a la vista en la ancha y blanca avenida que rodeaba la Torre del Esplendor, con sus chapiteles dorados.
Primero venían los trompeteros, jóvenes delgados vestidos de escarlata, montados a caballo, haciendo sonar unas largas y delgadas trompetas doradas; a continuación, seguían los arqueros, hombres altos de las montañas; y detrás de ellos avanzaban los hombres de a pie, pesadamente armados, con sus anchos escudos repiqueteando al unísono, con las largas lanzas oscilando con un ritmo perfecto, al compás de su marcha. Detrás de ellos aparecieron los soldados más poderosos del mundo, los asesinos rojos, montados en espléndidos caballos, luciendo sus rojas armaduras, desde el casco hasta las espuelas. Montaban con expresión de orgullo, con la vista dirigida al frente, pero muy conscientes de todo el griterío que se despenó a su paso. Eran como estatuas de bronce y en ningún momento pudo observarse la menor oscilación en el bosque de lanzas que se elevaba por encima de ellos.
Por detrás de esas filas terribles y orgullosas llegaron las abigarradas hileras de mercenarios, guerreros de aspecto feroz y salvaje, hombres de Mu y de Ka-nu, de las montañas orientales y de las islas occidentales. Iban armados con lanzas y largas espadas, y formaban un grupo compacto que marchaba algo aparte de los arqueros de Lemuria. Les seguía la infantería ligera de la nación, y cerraba el desfile un nuevo grupo de trompeteros.
Un espectáculo magnifico, capaz de despertar un feroz estremecimiento en el alma de Kull, rey de Valusia, que no se hallaba sentado en el trono topacio situado frente a la regia Torre del Esplendor, sino montado en su gran caballo, como un verdadero rey guerrero. Su poderoso brazo se elevaba en contestación al saludo de sus hombres, a medida que éstos pasaban ante él. Sus feroces ojos contemplaron casi con indiferencia a los alegres trompeteros, se detuvieron y siguieron por más tiempo a la soldadesca, y relampaguearon con un brillo feroz cuando los asesinos rojos se detuvieron ante él haciendo sonar las armas y retroceder a los corceles, para presentarle el saludo debido a la Corona. Los ojos de Kull se estrecharon ligeramente ante el paso de los mercenarios, que no tenían por costumbre saludar a nadie. Marchaban con los hombros echados hacia atrás, y miraron a Kull directamente, con osadía, aunque también con cierto aprecio; eran ojos crueles que no parpadeaban; ojos salvajes que miraban desde debajo de pobladas cejas y melenas.
Y Kull les devolvió una mirada similar. Le gustaban los hombres valientes y no había en el mundo hombres más valientes que ellos, ni siquiera entre las tribus salvajes que ahora renegaban de él. Pero Kull era demasiado despiadado como para sentir ningún afecto por aquellas tribus. Había demasiados feudos. Muchos de ellos eran antiguos enemigos de la nación de Kull, y aunque el nombre de Kull era ahora maldito entre las montañas y los valles de su pueblo, y él había tratado de apartarlos de su mente, todavía permanecían los viejos odios y las antiguas pasiones. Porque Kull no era valuso, sino atlante.
Los ejércitos desaparecieron de la vista al otro lado de la Torre del Esplendor, resplandeciente de gemas, y Kull hizo girar a su caballo y se dirigió hacia el palacio, haciendo avanzar al animal a paso lento, mientras hablaba de la revista de las tropas con los comandantes que cabalgaban a su lado. En su forma de expresarse, no utilizaba muchas palabras, pero sí decía mucho.
—El ejército es como una espada —dijo Kull—, y no debemos permitir que se oxide.
Cabalgaron lentamente por la amplia avenida, sin que Kull prestara la menor atención a los rumores que le llegaban desde la multitud que todavía abarrotaba las calles.
—¡Ése es Kull! ¿Lo ves? ¡Por Valka! ¡Qué rey! ¡Y qué hombre! ¡Fíjate en sus brazos! ¡Mira qué hombros tiene!
Y tampoco prestó atención a otra clase de susurros, expresados en tonos más bajos.
—¡Kull! ¡Ja! El maldito usurpador que ha venido de las islas paganas… Es una vergüenza para Valusia que un bárbaro se haya instalado en el trono de los reyes.
Poco le importaban esos comentarios a Kull. Se había apoderado con mano firme del trono en decadencia de la antigua Valusia, y ahora sostenía la corona con mano más firme aún, como un hombre contra una nación.
Acudió a la sala del consejo, el palacio social donde replicaba a las frases formales y de alabanza de las damas y caballeros, divertido ante tales frivolidades, aunque se preocupaba de ocultarlo cuidadosamente; luego, las damas y caballeros se despidieron formalmente, y Kull se reclinó sobre el trono de armiño, y se dedicó al estudio de las cuestiones de estado, hasta que un ayudante solicitó permiso para hablar ante el gran rey y, tras recibirlo, anunció la llegada de un emisario de la embajada picta.
Kull apartó sus pensamientos del complicado laberinto de las cuestiones del gobierno de Valusia, y contempló al picto con expresión poco amistosa. El hombre le devolvió la mirada sin pestañear siquiera. Era un guerrero de caderas ágiles y pecho macizo, de estatura media, fuerte estructura y piel oscura, como todos los de su raza. En aquellos rasgos fuertes e inmóviles sobresalían unos ojos impávidos e inescrutables.
—Ka-nu, jefe de los consejeros y mano derecha del rey de Picta, os envía sus saludos y dice: «En la fiesta de la luna llena hay un trono para Kull, rey de reyes, señor entre los señores, emperador de Valusia».
—Bien —contestó Kull—. Dile a Ka-nu el Viejo, embajador de las islas occidentales, que el rey de Valusia beberá vino con él cuando la luna brille sobre las montañas de Zalgara.
El picto, sin embargo, no se marchó.
—Tengo algo que decirle al rey, no apto para los oídos de estos esclavos —dijo con un gesto despreciativo de la mano hacia los presentes.
Kull despidió a sus ayudantes con una sola palabra, y observó con cautela al picto. El hombre se le acercó algo más y bajó el tono de su voz.
—Venid esta noche a solas a la fiesta. Ésas fueron las palabras de mi jefe.
Los ojos del rey se estrecharon y brillaron como espadas de acero gris, friamente.
—¿A solas?
—Así es.
Se miraron el uno al otro, en silencio, con su mutua enemistad tribal enmascarada por debajo de la capa de formalidad que rodeaba el encuentro. Sus bocas hablaban el lenguaje civilizado, expresaban las frases convencionales de la corte de una raza muy civilizada que no era la suya, pero en los ojos de ambos podían observarse las tradiciones primitivas de un salvajismo elemental. Puede que Kull fuera el rey de Valusia, y el picto un emisario ante su corte, pero allí, en el salón del reino, sólo había dos hombres tribales que se miraban con ferocidad y cautela, mientras los fantasmas de las guerras salvajes y de los feudos antiguos continuaban susurrando en sus mentes.
El rey, sin embargo, tenía la ventaja de su posición y la disfrutaba plenamente. Con la mandíbula apoyada sobre una mano, observó al picto, que permaneció ante él como una estatua de bronce, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos impertérritos.
Sobre los labios de Kull se extendió una sonrisa que se transformó casi en un bufido.
—De modo que quiere que el rey vaya así, ¿a solas? —La civilización le había enseñado a hablar de forma indirecta. Los oscuros ojos del picto brillaron, pero no dijo nada—. ¿Y cómo sabe el rey que tú eres el emisario de Ka-nu?
—Yo he hablado —fue la hosca respuesta.
—¿Y desde cuándo un picto dice la verdad? —se burló Kull, sabiendo perfectamente que los pictos no mentían nunca, pero utilizando su comentario como una forma de enojar al hombre.
—Veo vuestro plan, mi rey —dijo el picto con expresión imperturbable—. Deseáis enojarme. ¡Por Valka que no necesitáis esforzaros mucho! Ya me siento bastante enojado. Y os desafío a enfrentaros conmigo en batalla singular, con espada, lanza o daga, ya sea a pie o a caballo. ¿Sois un rey o un hombre?
En los ojos de Kull surgió esa admiración que un guerrero se ve obligado a sentir de mala gana ante un enemigo tan directo, pero no desaprovechó la oportunidad para molestar un poco más a su antagonista.
—Un rey no acepta el desafío de un salvaje sin nombre —le espetó—, y el emperador de Valusia tampoco rompe la tregua debida a los embajadores. Tienes mi permiso para marcharte. Dile a Ka-nu que acudiré solo.
Los ojos del picto llamearon con una expresión asesina. Evidentemente, se hallaba poseído por el ansia primitiva de sangre; tras un instante, le dio la espalda al rey de Valusia, cruzó el salón del trono y desapareció al otro lado de la enorme puerta.
Kull volvió a reclinarse sobre el trono de armiño y reanudó su meditación.
¿De modo que el jefe del consejo de los pictos deseaba que acudiera a solas? Pero ¿por qué razón? ¿Sería una traición? Con expresión hosca, Kull se llevó la mano a la empuñadura de su gran espada. Pero no, eso no podía ser. Los pictos valoraban en mucho la alianza con Valusia, demasiado como para romperla por cualquier razón feudal. Es posible que Kull fuera un guerrero de Atlantis y enemigo hereditario de todos los pictos, pero también era rey de Valusia, el más poderoso aliado de los hombres de occidente.
Reflexionó durante largo tiempo sobre aquella extraña situación que había terminado por convertirle en aliado de antiguos enemigos, y en enemigo de antiguos amigos. Se levantó y caminó, inquieto, por el salón, con los pasos rápidos y silenciosos de un león.
Había roto las cadenas de la amistad, la tribu y la tradición para satisfacer su ambición. ¡Y por Valka, dios de los mares y de la tierra, que había cumplido sus ambiciones! Se había convertido en rey de Valusia, una nación en decadencia y degeneración, que vivía en sueños gracias a las glorias del pasado, pero que seguía siendo un territorio poderoso, y el mayor de los Siete Imperios. Valusia, el Reino de los Sueños, como lo llamaban los hombres de las tribus. A veces, Kull tenía la sensación de moverse como en un sueño.
Le resultaban extrañas las intrigas de la corte y del palacio, del ejército y del pueblo. Todo aquello le parecía como una mascarada en la que los hombres y las mujeres ocultaban sus verdaderos pensamientos, tras una máscara de suavidad. Y, sin embargo, le había resultado relativamente fácil apoderarse del trono, un simple aprovechamiento de la oportunidad que se le presentó, el rápido giro de las espadas, el asesinato de un tirano de quien los hombres estaban mortalmente hartos, la conspiración, rápida y poderosa, con ambiciosos hombres de estado que habían perdido el favor de la corte…, sólo eso había bastado para que Kull, el aventurero errante, el exiliado atlante, se encumbrara hasta las alturas más mareantes de sus propios sueños, se convirtiera en el señor de Valusia, en el rey de reyes.
Ahora, sin embargo, parecía que haberse apoderado del trono le había resultado más fácil que conservarlo. La imagen de aquel picto había despertado en su mente viejas asociaciones juveniles, la violencia libre y salvaje de su juventud. Y ahora, una extraña sensación de inquietud, de irrealidad, se había ido apoderando últimamente de él. ¿Quién era él, un hombre directo de los mares y las montañas, para gobernar a una raza que conocía los extraños y terribles misticismos de la antigüedad? Una raza antigua que…
—¡Soy Kull! —exclamó de pronto, echando la cabeza hacia atrás como un león, haciendo ondear su melena—. ¡Soy Kull!
Su mirada de halcón recorrió toda la extensión del salón. Recuperó de nuevo la confianza en sí mismo… Y en un oscuro nicho del salón un tapiz se movió… ligeramente.
La luna no se había elevado todavía y el jardín se hallaba iluminado por antorchas, que refulgían en sus hachones de plata, cuando Kull se sentó en el trono, ante la mesa de Ka-nu, embajador de las islas occidentales. A su derecha se sentaba el anciano picto, tan diferente de como pudiera serlo cualquier emisario de aquella raza feroz. Porque, ea efecto, Ka-nu era anciano y sabio en cuestiones de estado. Se había hecho viejo practicando ese juego.
No había ningún odio elemental en sus ojos, que observaron a Kull con expresión halagadora; su buen juicio no se veía dificultado por ninguna tradición tribal. Aquella clase de telarañas habían quedado eliminadas gracias a su prolongada asociación con los hombres de estado de las naciones civilizadas. La pregunta que siempre surgía en la mente de Ka-nu no era: «¿Quién y qué es este hombre?», sino antes bien: «¿Puedo utilizar a este hombre, y cómo?». En cuanto a los prejuicios tribales, los utilizaba únicamente en beneficio de sus propios planes.
Kull observó a Ka-nu, contestando brevemente a sus preguntas, mientras se preguntaba si la civilización no le estaría convirtiendo en alguien como los pictos, porque Ka-nu era blando y barrigón. Ya habían transcurrido muchos años desde la última vez que Ka-nu sostuviera una espada. Cierto que ahora era viejo, pero Kull había visto a otros de mayor edad luchando en la vanguardia de la batalla. Los pictos eran una raza de longevos. Al lado de Ka-nu había una hermosa muchacha dedicada a llenarle la copa, y por Valka que no dejaba de tener trabajo. Mientras tanto, Ka-nu mantenía una verdadera riada de bromas y comentarios y Kull, a pesar de sentir en su fuero interno un cierto desprecio por tanta palabrería, no se perdía un solo detalle del humor sagaz del viejo.
En el banquete había presentes jefes y hombres de estado pictos, estos últimos de actitudes joviales y naturales, mientras que los guerreros se mostraban formalmente corteses, pero evidentemente contenidos en sus afinidades tribales. Con un cierto matiz de envidia, Kull era muy consciente de la libertad y naturalidad con que se desarrollaba la velada, en contraste con otras situaciones similares en la corte valusa. Esa clase de libertad era la que prevalecía en los toscos campamentos de Atlantis. Kull se encogió de hombros. Después de todo, Ka-nu, que parecía haber olvidado que era un picto en cuanto se refería a costumbres y prejuicios antiguos, no dejaba de tener razón al considerar que Kull debiera convertirse en un valuso, tanto de mentalidad como de nombre.
Finalmente, cuando la luna hubo llegado a su cenit, Ka-nu, que había comido y bebido como tres hombres de los allí presentes, se reclinó sobre su diván, emitió un suspiro de satisfacción y dijo:
—Y ahora ya podéis marcharos, amigos míos, porque el rey y yo tenemos que hablar de cosas que no preocupan a los niños. Sí, tú también, hermosa mía. Pero deja que bese antes esos labios dc rubí…, así. No, nada de bailes, mi rosa en flor.
Los ojos de Ka-nu parpadearon con malicia por encima de su barba blanca, al tiempo que observaba a Kull, que, sentado muy erecto, mantenía una actitud ceñuda e intransigente.
—Seguramente —dijo de repente el viejo estadista—, estáis pensando que Ka-nu no es más que un viejo réprobo inútil, que ya no sirve para nada excepto para trasegar vino y besar a las furcias.
En realidad, ese comentario se hallaba tan en consonancia con los verdaderos pensamientos de Kull, y se había expuesto de una forma tan clara, que Kull se sintió asombrado ante la perspicacia del viejo, aunque no dio la menor muestra de ello.
Ka-nu se echó a reír y su panza se sacudió con las risas.
—El vino es rojo y las mujeres suaves —añadió con expresión tolerante—. Pero…, ¡ja, ja!, no creáis que el viejo Ka-nu permite que nada se interponga en los asuntos de estado.
Volvió a lanzar una risotada, y Kull se removió inquieto en su asiento. Daba la impresión de que se estuviera burlando de él, y los ojos centelleantes del rey empezaron a brillar con una luz felina. Ka-nu tomó la jarra de vino, se llenó la copa y miró a Kull con gesto interrogativo, que hizo un ademán negativo con la cabeza, irritado.
—Ah, como queráis —dijo Ka-nu con tono afable—. Se necesita una vieja cabeza como la mía para soportar la bebida. Ya me estoy haciendo viejo, Kull, de modo que no hace falta que los hombres jóvenes envidiéis los placeres que los viejos aún podamos encontrar. Ah sí, me voy haciendo viejo y arrugado, me voy quedando sin amigos ni alegrías.
Sin embargo, ni su aspecto ni su expresión hacían justicia a sus palabras. Tenía el rostro rubicundo y bastante encendido, le brillaban los ojos, hasta el punto de que su barba blanca parecía incongruente. De hecho, su aspecto le pareció un tanto mágico a Kull, que experimentó un vago resentimiento por ello. El viejo bribón había perdido todas las virtudes primitivas propias de su raza y de la raza de Kull, a pesar de lo cual parecía sentirse mucho más a gusto con su edad.
—Os ruego que me escuchéis, Kull —siguió diciendo Ka-nu levantando un dedo de advertencia—, porque ésta es una buena oportunidad para elogiar a un hombre joven y, sin embargo, debo expresaros mis verdaderos pensamientos para ganarme vuestra confianza.
—Si crees posible conseguirlo por medio de la lisonja…
—Tonterías. ¿Quién ha hablado aquí de lisonjas? Yo sólo lisonjeo a alguien para pillarlo desprevenido.
En los ojos de Ka-nu apareció un brillante centelleo, un resplandor frío que no encajaba con su sonrisa indolente. Conocía a los hombres, y sabía que para alcanzar sus fines debía mostrarse muy directo con este bárbaro felino que, lo mismo que un lobo que oliera la presencia de una serpiente, detectaría sin la menor vacilación cualquier falsedad que pudiera aparecer en la madeja de su telaraña de palabras.
—Tenéis poder, Kull —siguió diciendo, eligiendo sus palabras con mucho mayor cuidado del que solía emplear en los consejos de la nación—. Suficiente para convertiros en el más poderoso de todos los reyes y restaurar algunas de las glorias pasadas de Valusia. En realidad, Valusia me importa bien poco, aunque sus mujeres y su vino sean excelentes, de no ser por el hecho de que cuanto más fuerte sea Valusia, tanto más fuerte será también la nación picta. Y mucho más ahora que, con un atlante en el trono, cabe esperar que Atlantis quede finalmente unida…
Kull se echó a reír con una dura expresión de burla. Ka-nu acababa de tocar una vieja herida.
—En Atlantis se maldijo mi nombre cuando me marché a buscar fama y fortuna entre las ciudades del mundo. Nosotros…, ellos son sempiternos enemigos de los Siete imperios, y los mayores enemigos de los aliados de los Imperios. Deberías saberlo.
Ka-nu se acarició la barba y sonrió enigmáticamente.
—Bueno, dejemos eso de lado, aunque sé muy bien de qué hablo. Una vez conseguida la unión, dejará de haber guerras en las que nadie gana nada. Ya me imagino un mundo de paz y prosperidad, en el que el hombre ame a sus semejantes, al bien supremo. Y eso es algo que podéis conseguir… si vivís.
—¡Ja!
La mano ágil de Kull descendió con rapidez hacia la empuñadura de su espada, y medio se incorporó en su asiento, con un movimiento repentino lleno de tanto dinamismo que Ka-nu, que se imaginaba a los hombres tal y como algunos se imaginan a los caballos pura sangre, sintió que la sangre se le aceleraba con una repentina emoción. ¡Por Valka, qué guerrero! Tenía nervios fibras de acero y fuego, todo ello conjuntado con una perfecta coordinación, con el instinto de lucha propio de un guerrero terrible.
Pero en el tono suavemente sarcástico que empleó al hablar no mostró nada del entusiasmo que sentía.
—Tonterías. Permaneced sentado. Mirad a vuestro alrededor. Los jardines están desiertos, los asientos vacíos. No hay nadie, salvo nosotros. Y no tendréis miedo de mí, ¿verdad? —Kull volvió a sentarse y miró a su alrededor con cautela—. Ésa es la actitud del salvaje —musitó Ka-nu—. ¿Acaso creéis que si hubiera tenido la intención de traicionaros lo habría hecho aquí, donde sin lugar a dudas todas las sospechas habrían recaído sobre mí? ¡Vamos! Los jóvenes aún tenéis muchas cosas que aprender. Ahí estaban antes mis jefes, que no se sentían cómodos porque habéis nacido en las montañas de Atlantis, y me despreciáis en vuestro fuero interno porque sólo soy un picto. Tonterías. Yo os veo como Kull, rey de Valusia, y no como el despiadado atlante, jefe de los que asolaron las islas occidentales. Del mismo modo, no deberíais ver en mí a un picto, sino a un hombre de carácter internacional, a una figura de mundo. Pero escuchad lo que os dice esa figura; si mañana fuerais asesinado ¿quién sería el rey?
—Kaanuub, barón de Blaal.
—El mismo. Me opongo a Kaanuub por muchas razones, pero la mayoría de nosotros nos oponemos a él porque no es más que un figurón.
—¿Cómo es eso? Fue mi mayor adversario, pero no tengo noticia de que defendiera ninguna otra causa más que la suya.
—La noche puede oír las palabras —dijo Ka-nu indirectamente—. Hay mundos dentro de los mundos. Pero podéis confiar en mí, y también en Brule, el asesino de la lanza. Mirad. —Se extrajo de los pliegues de la túnica un brazalete de oro que representaba un dragón alado enroscado tres veces, con tres cuernos de rubí en la cabeza—. Examinadlo atentamente. Brule lo llevará en el brazo cuando acuda a vuestro lado mañana por la noche, para que podáis reconocerle. Confiad en Brule como en vos mismo, y haced lo que él os diga. Y como prueba de confianza de lo que os digo, ¡mirad!
Y entonces, con la rapidez del halcón que se lanza en picado sobre su presa, el anciano extrajo algo de debajo de la túnica, algo que emitió una extraña luz verde sobre ellos, y que volvió a guardarse en un instante.
—¡La gema robada! —exclamó Kull, retrocediendo—. ¡La joya verde del templo de la serpiente! ¡Por Valka! ¡Tú! ¿Y por qué me la enseñas ahora?
—Para salvaros la vida. Para demostraros que podéis confiar en mí. Si traicionara vuestra confianza, haced de mí lo que queráis. Tenéis mi vida en vuestras manos. Ahora ya no podría ser falso con vos aunque quisiera, pues una sola palabra vuestra sería mi condena.
A pesar de todas aquellas palabras, el viejo bribón parecía contento y ampliamente satisfecho consigo mismo.
—Pero ¿por qué me das este poder sobre ti? —preguntó Kull, que se sentía cada vez más desconcertado.
—Ya os lo he dicho. Y ahora, como veis, no tengo la menor intención de engañaros, de modo que mañana por la noche, cuando Brule acuda a vuestro lado, seguid sus consejos sin la menor sombra de temor por una posible traición. Y ahora, ya es suficiente. Una escolta os espera fuera para acompañaros de vuelta a palacio, mi señor.
Kull se levantó.
—Pero no me has dicho nada.
—Vamos, ¡qué impacientes son los jóvenes! —Ka-nu parecía un mago travieso, ahora más que nunca—. Id y soñad con los tronos, con el poder y los reinos, mientras yo sueño en el vino, las mujeres y las rosas. Y que la buena fortuna cabalgue con vos, rey Kull.
Al abandonar el jardín, Kull miró por encima del hombro hacia donde Ka-nu seguía reclinado indolentemente, con todo el aspecto de un anciano satisfecho que irradiaba toda la jovialidad del mundo.
Justo a la salida del jardín le esperaba un guerrero montado a caballo. A Kull le sorprendió un poco comprobar que se trataba del mismo hombre que le había comunicado la invitación de Ka-nu. No cruzaron una sola palabra mientras Kull saltaba sobre la silla y recorrían las calles desiertas haciendo sonar los cascos de los caballos.
El colorido y la alegría del día habían dado paso a la extraña quietud de la noche. La antigüedad de la ciudad se ponía mucho más de manifiesto bajo la luz plateada de la luna. Las enormes columnas de las mansiones y los palacios se elevaban imponentes hacia las estrellas. Las amplias avenidas, silenciosas y desiertas, parecían ascender interminablemente, hasta perderse en la oscuridad de las zonas altas. Como escaleras que condujeran a las estrellas, pensó Kull, con su mente imaginativa inspirada por la extraña grandiosidad del escenario.
¡Clang, clang, clang!, sonaban los cascos con herradura de plata sobre las calles amplias, bañada por la luz de la luna. Pero, por lo demás, no se percibía el menor sonido. El tiempo de existencia de la ciudad, su increíble antigüedad, resultaban casi opresivos para el rey; era como si aquellos grandes edificios silenciosos se estuvieran burlando de él, sin el menor ruido, con una mofa indescifrable. ¿Qué secretos se esconderían en aquellos edificios?
«Eres joven, pero nosotros somos antiguos», parecían decirle los palacios, los templos y santuarios. «El mundo se hallaba animado por la juventud cuando fuimos erigidos. Tú y tu tribu pasaréis, pero nosotros somos invencibles, indestructibles. Nos elevamos por encima de un mundo extraño, mientras que Atlantis y Lemuria surgieron de los mares; reinaremos cuando las aguas verdes suspiren por más de un fantasma inquieto, por encima de los chapiteles de Lemuria y las montañas de Atlantis, y seguiremos reinando cuando las islas de los hombres occidentales se hayan convertido en las montañas de un país extraño. ¡Cuántos otros reyes hemos visto desfilar por estas mismas calles antes de que Kull de Atlantis fuera apenas un sueño en la mente de Ka, el pájaro de la creación! Sigue cabalgando todo lo que quieras, Kull de Atlantis, porque otros más grandes que tú te seguirán, del mismo modo que también los ha habido antes, convertidos ahora en polvo y olvidados, mientras que nosotros continuamos en pie, y sabemos que existimos. ¡Cabalga, sigue cabalgando, Kull de Atlantis, Kull el rey, Kull el estúpido!».
Y a Kull le pareció que el sonido de los cascos de los caballos rompía el silencio de la noche, para repetir con su eco burlón y vacío: «¡Kull el rey! ¡Kull el estúpido!».
Brilla, luna; iluminas el camino de un rey. ¡Brillad, estrellas! Sois las antorchas que se extienden en el camino de un emperador. Sonad, cascos plateados, anunciáis que Kull cabalga por Valusia.
¡Eh, despierta, Valusia! ¡Es Kull el que cabalga! ¡Kull, el rey!
«Hemos conocido a muchos reyes», parecían decir los silenciosos edificios de Valusia.
Y así, con un talante melancólico, Kull llegó a palacio, donde los hombres de su guardia, los asesinos rojos, acudieron para sujetar las riendas de su gran caballo y acompañar a Kull hasta sus aposentos. En cuanto llegaron, el picto, que no había pronunciado una sola palabra, hizo dar la vuelta a su corcel con un salvaje tirón de las riendas, y desapareció en la oscuridad, como un fantasma. La encendida imaginación de Kull se lo representó atravesando a toda velocidad las calles silenciosas, como un duende surgido del Reino de las Sombras.
Aquella noche no hubo descanso para Kull, pues ya casi amanecía y pasó el resto de la noche deambulando de un lado a otro por el salón del trono, reflexionando sobre todo lo que había ocurrido. Ka-nu no le había dicho nada concreto y, sin embargo, se había puesto por completo en sus manos. ¿Y qué había querido dar a entender al decir que el barón de Blaal no era más que un figurón? ¿Quién era aquel Brule que acudiría a su lado por la noche, portando el místico brazalete del dragón? ¿Y por qué? Pero, por encima de todo, ¿por qué le había mostrado Ka-nu la gema verde del terror, robada hacía tanto tiempo del templo de la serpiente, por la que el mundo se estremecería en guerras si lo supieran los extraños y terribles guardianes de aquel templo, de cuya venganza no podrían librar a Ka-nu ni los más feroces hombres de su tribu?
Kull, sin embargo, reflexionó, diciéndose que Ka-nu se sentía a salvo, pues el anciano estadista era demasiado astuto como para exponerse sin obtener ventaja alguna. ¿Pretendía acaso pillarle desprevenido y preparar así el camino a la traición? ¿Se atrevería Ka-nu a dejarle vivir ahora? Finalmente, Kull se encogió de hombros ante todas estas preguntas.
La luna todavía no había salido cuando Kull, con la mano en la empuñadura de su espada, se acercó a la ventana. Las ventanas de sus aposentos daban a los grandes jardines interiores del palacio real, y la brisa de la noche, portadora de los aromas de los árboles, agitó levemente las tenues cortinas. El rey miró hacia el exterior. Los caminos y arboledas aparecían desiertos; los árboles, cuidadosamente podados, no eran más que sombras abultadas; en las fuentes cercanas se reflejaba la tenue capa plateada de la luz de las estrellas, y el agua de las fuentes más alejadas se rizaba por la brisa. No había guardias que vigilaran aquellos jardines, pues los muros exteriores se hallaban tan estrechamente vigilados que parecía imposible que cualquier intruso tuviera acceso a ellos.
Las parras subían por los muros del palacio y precisamente cuando Kull pensaba en lo fácil que sería subir por ellas, un fragmento de sombra se separó de la oscuridad bajo la ventana y un brazo moreno y desnudo se curvó sobre el alféizar. La gran espada del rey medio surgió de su vaina, pero luego se detuvo. Sobre aquel brazo musculoso brillaba el brazalete del dragón que Ka-nu le había mostrado la noche anterior.
El poseedor del brazo se izó sobre el alféizar y entró en la estancia con los movimientos rápidos y naturales de un leopardo que trepara.
—¿Eres Brule? —preguntó Kull.
Se detuvo de pronto, sorprendido y un tanto molesto y receloso, pues aquel hombre no era otro que el mismo a quien Kull había incordiado en el salón del trono, el mismo que le había escoltado la noche anterior hasta el palacio.
—Soy Brule, el asesino de la lanza —contestó el picto en voz baja y reservada. Y luego, observando atentamente el rostro de Kull, dijo con un tono de voz que fue apenas un susurro—: Ka nama kaa lajerama!
—¡Eh! ¿Qué quieres decir? —preguntó Kull, asombrado.
—¿No lo sabéis?
—No. Esas palabras no me son familiares, no pertenecen a ninguna lengua que yo conozca, y sin embargo…, ¡por Valka!, creo haberlas oído en alguna parte…
—En efecto —fue el único comentario del picto. Su mirada recorrió el despacho del palacio. A excepción de unas pocas mesas, un par de divanes y unas grandes estanterías de libros de pergamino, la habitación aparecía prácticamente vacía en comparación con el esplendor del resto del palacio—. Decidme, mi señor, ¿quién guarda la puerta?
—Dieciocho de los asesinos rojos. Pero ¿cómo es posible que hayas penetrado en los jardines por la noche y escalado los muros del palacio?
—Los guardias de Valusia son como búfalos ciegos —bufó Brule—. Podría haberles quitado a sus mujeres delante de sus propias narices. Me he escabullido entre ellos sin que me vieran ni me oyeran. En cuanto a los muros…, podría haberlos escalado sin la ayuda de las parras. He cazado tigres en playas cubiertas de niebla arrastradas desde el mar por las fuertes brisas orientales, y he escalado los acantilados de la montaña del mar occidental. Pero basta ya de charla… Tocad este brazalete. —Extendió el brazo y cuando Kull, extrañado, hizo lo que se le pedía, emitió un aparente suspiro de alivio—. Bien. Y ahora, quitaos esos ropajes regios, porque esta noche os esperan cosas con las que ningún atlante habría soñado jamás.
El propio Brule sólo iba vestido con un escaso taparrabos a través del cual llevaba sujeta una espada corta y curvada.
—¿Quién eres tú para darme órdenes? —preguntó Kull, ligeramente resentido.
—¿No os pidió Ka-nu que me hicierais caso en todo? —preguntó el picto con irritación, dejando que en sus ojos apareciera un fulgor momentáneo—. No os tengo excesivo aprecio, mi señor, pero por el momento he apartado de mi mente todo pensamiento de disputa. Haced vos lo mismo. Pero venid. —Avanzó sin hacer ruido, cruzó la habitación y se dirigió hacia la puerta. Una mirilla que había en ésta permitía observar una parte del pasillo exterior, sin ser vistos desde el otro lado. El picto le rogó a Kull que mirara—. ¿Qué es lo que veis?
Nada, excepto a los dieciocho guardias.
El picto asintió con un gesto, le hizo señas a Kull para que le siguiera y volvió a cruzar la estancia. Brule se detuvo ante un panel situado en la pared opuesta y tanteó un momento con la mano. Luego, con un movimiento rápido, retrocedió al tiempo que desenvainaba la espada. Kull lanzó una exclamación al ver que el panel se deslizaba en silencio, abriéndose, revelando un pasadizo débilmente iluminado.
—¡Un pasadizo secreto! —exclamó Kull en voz baja—. ¡Y no conocía su existencia! ¡Por Valka que alguien tendrá que pagar por esto!
—¡Silencio! —siseó el picto.
Brule se había quedado allí de pie, como una estatua de bronce, como si forzara cada uno de sus nervios para tratar de percibir hasta el más ligero sonido; hubo en su actitud algo que hizo que a Kull se le pusieran los pelos de punta, no de temor, sino de ávida expectativa. Luego, haciéndole una seña, Brule cruzó el umbral secreto, que quedó abierto tras ellos. El pasadizo aparecía desnudo, pero no cubierto por el polvo, como habría sucedido en el caso de tratarse de un pasillo secreto no utilizado. Una vaga luz grisácea se filtraba desde alguna parte, pero no se veía de dónde procedía. A cada pocos pasos, Kull veía puertas, invisibles desde el exterior, estaba seguro de ello, pero fáciles de distinguir desde dentro.
—Este palacio es como un panal —murmuró.
—Así es. Sois observado día y noche, mi señor. Son muchos los ojos que os vigilan.
El rey quedó impresionado por la actitud de Brule. El picto continuó avanzando con lentitud, receloso, medio agachado, con la hoja de la espada mantenida en una posición baja y adelantada. Cada vez que hablaba lo hacía en susurros y echaba continuamente vistazos a uno y otro lado. El pasillo efectuaba un giro brusco, y Brule miró con cautela hacia el otro lado.
—¡Mirad! —susurró—. Pero recordad que no debéis decir una sola palabra. Ni un sonido, por vuestra vida.
Kull miró cautelosamente al otro lado. El pasillo cambiaba, para dar paso a un tramo de escalones. Kull retrocedió. Al pie de aquellos escalones yacían los cuerpos de los dieciocho asesinos rojos que se habían apostado aquella noche para vigilar la entrada al estudio del rey. Brule le agarró el poderoso brazo, y eso y el feroz susurro de su voz, que sonó justo por encima del hombro, impidieron que Kull bajara de un salto aquellos escalones.
—¡Silencio, Kull! ¡Silencio, en nombre de Valka! —musitó el picto—. Estos pasillos están vacíos ahora, pero he arriesgado demasiado al mostraroslos para que creáis lo que tengo que deciros. Regresemos ahora a vuestro estudio.
Rehizo sus pasos, seguido de cerca por Kull, cuya mente se hallaba alborotadamente desconcertada.
—Esto es traición —musitó el rey, con una expresión ardiente en sus acerados ojos grises—. ¡Una vileza hecha con mucha rapidez! Apenas han transcurrido unos minutos desde que esos hombres montaban la guardia.
De nuevo en el estudio, Brule cerró cuidadosamente el panel secreto y le hizo señas a Kull para que volviera a echar un vistazo por la mirilla de la puerta que daba al pasillo exterior. Kull emitió un bufido de asombro. ¡Allí fuera estaban los dieciocho guardias!
—¡Esto es brujería! —susurró, con la espada a medio desenvainar—. ¿Acaso son hombres muertos los que guardan al rey?
—¡Así es! —fue la contestación apenas audible de Brule, en cuyos ojos chispeantes había aparecido una expresión extraña. Los dos hombres se miraron fijamente por un momento. Las cejas de Kull se arrugaron en un gesto de extrañeza, al intentar leer la expresión inescrutable del rostro del picto. Luego, los labios de Brule, moviéndose apenas, formaron las palabras—: La serpiente que habla.
—¡Silencio! —susurró Kull al tiempo que llevaba una mano hacia la boca de Brule—. ¡Esas palabras significan la muerte! ¡Ése es un nombre maldito!
—Mirad de nuevo, rey Kull. Quizá hayan cambiado la guardia.
—No, ésos son los mismos hombres. En nombre de Valka, ¡esto es brujería! ¡Es una locura! He visto con mis propios ojos los cuerpos de esos hombres hace apenas unos minutos. Y, sin embargo, ahí están ahora, de pie.
Brule retrocedió, apartándose de la puerta, seguido mecánicamente por el rey.
—Mi señor, ¿qué sabéis sobre las tradiciones de esta raza a la que gobernáis?
—Mucho y, sin embargo, poco. Valusia es tan antigua…
—En efecto —asintió Brule con los ojos misteriosamente encendidos—. Nosotros no somos más que bárbaros…, niños comparados con los Siete Imperios. Ni siquiera ellos mismos saben lo antiguos que son. Ni los recuerdos de los hombres ni los anales de los historiadores llegan lo bastante atrás como para decirnos cuándo llegaron los primeros hombres desde el mar y construyeron las ciudades sobre la costa Pero, mi señor, ¡los hombres no siempre fueron gobernados por hombres!
El rey le miró fijamente. Sus miradas se encontraron.
—Sí, entre mi pueblo hay una leyenda…
—¡Y en el mío también! —le interrumpió Brule—. Eso fue antes de que nosotros, los de las islas, nos convirtiéramos en aliados de Valusia. Sí, durante el reinado de Lion-fang, séptimo jefe guerrero de los pictos, hace ya tantos años que nadie recuerda cuántos, llegamos por el mar, procedentes de las islas donde se pone el sol, asolamos las costas de Atlantis y caímos sobre las playas de Valusia con la espada y el fuego. Sí, esas largas playas de arenas blancas resonaron con el entrechocar de las lanzas, y la noche fue como el día, iluminada por los incendios de los castillos en llamas. Y el rey de Valusia, que murió aquel triste día en las arenas enrojecidas por la sangre…
Su voz se desvaneció, y los dos hombres se quedaron mirándose fijamente, sin hablar durante un rato. Luego, ambos asintieron con un gesto.
—¡Antigua es Valusia! —susurró con intensidad Kull—. Las montañas de Atlantis y de Mu eran islas del mar cuando Valusia aún era joven.
La brisa de la noche se introdujo por la ventana abierta. No era el aire libre y vigorizante del mar que Brule y Kull conocían y disfrutaban en su tierra, sino un hálito, como el susurro del pasado, sobrecargado de moho, del olor de las cosas largamente olvidadas, que contenía secretos ya viejos cuando el mundo todavía era joven.
Los tapices se agitaron y, de repente, Kull se sintió como un niño desnudo ante la inescrutable sabiduría de aquel misterioso pasado místico. Una sensación de irrealidad volvió a apoderarse de él. En el fondo de su alma surgieron fantasmas oscuros y gigantescos, que le susurraban cosas monstruosas. Percibió que Brule experimentaba pensamientos similares. La mirada del picto se hallaba fija en su rostro, con una intensidad feroz. Las miradas de ambos volvieron a encontrarse, y Kull experimentó una cálida sensación de camaradería con este miembro de una tribu rival. Como si fueran leopardos rivales que se aliaban para contener a los cazadores, estos dos salvajes establecieron allí mismo una causa común contra los poderes inhumanos procedentes de la antigüedad.
Brule volvió a indicar el camino de regreso hacia la puerta secreta. Penetraron de nuevo en el pasadizo, en silencio, y también en silencio avanzaron por el lóbrego pasillo, tomando esta vez la dirección opuesta a la seguida en su incursión anterior. Al cabo de un rato, el picto se detuvo y se apretó contra una de las puertas secretas, rogándole a Kull que mirara por la mirilla oculta.
—Esto da a una escalera muy poco utilizada que conduce a un pasillo, más allá de la puerta del estudio.
Miraron y, en ese momento, apareció una figura silenciosa que subía la escalera.
—¡Tu! ¡El primer consejero! —exclamó Kull—. ¡A estas horas de la noche y con la daga desenvainada! ¿Qué significa esto, Brule?
—¡Asesinato! ¡Y la más vil de las traiciones! —replicó Brule en voz baja—. No —añadió al ver que Kull se disponía a abrir la puerta y saltar hacia adelante—. Estamos perdidos si os enfrentáis aquí con él, pues puede haber más agazapados al pie de esa escalera. ¡Venid!
Casi corriendo, se apresuraron a regresar por el pasaje. Una vez que llegaron al estudio, Brule cerró cuidadosamente la puerta secreta tras ellos, y luego cruzó el estudio, dirigiéndose hacia una pequeña estancia que raras veces se utilizaba. Allí, apartó unos tapices que había en un rincón oscuro, arrastró a Kull consigo, y ambos se colocaron tras ellos.
Transcurrieron los minutos. Kull oía el sonido de la brisa que penetraba por la otra habitación, haciendo oscilar las cortinas, y le pareció como el murmullo de los fantasmas. Luego. cruzando el umbral, apareció la figura de Tu, el primer consejero del rey. Evidentemente, había llegado al estudio y, al encontrarlo vacío, buscaba a su víctima allí donde más probablemente estaría.
Se acercó con la daga levantada, avanzando en silencio. Se detuvo un momento y contempló la estancia, aparentemente vacía, pues sólo se hallaba débilmente iluminada por una sola vela. Después, avanzó con cautela, aparentemente desconcertado al no comprender la ausencia del rey. Se detuvo ante el escondrijo y…
—¡Ahora! —susurró el picto.
De un solo y poderoso salto, Kull se plantó en medio de la pequeña estancia. Tu saltó a su vez, pero la velocidad relampagueante y felina del ataque no le dio la menor oportunidad para defenderse o contraatacar. El acero de la espada arrancó destellos a la débil luz e hizo rechinar el hueso, al tiempo que Tu retrocedía, tambaleante, con la espada de Kull insertada entre los hombros.
Kull se inclinó sobre él, con los dientes al descubierto en una mueca de asesino, con las pobladas cejas arrugadas sobre unos ojos que parecían como el hielo gris del mar helado. Y entonces soltó la empuñadura de la espada y retrocedió, conmocionado, aturdido, al sentir la mano de la muene posada sobre su espalda.
Porque, mientras observaba, el rostro de Tu se hizo extrañamente oscuro e irreal; los rasgos se difuminaron y recombinaron de una forma aparentemente imposible, para luego, como una máscara de niebla que se desvaneciera, desaparecer de repente y dar paso, en su lugar, a una monstruosa cabeza de serpiente.
—¡Por Valka! —exclamó Kull boquiabierto, con la frente perlada de un sudor repentino—. ¡Por Valka! —repitió.
Brule se inclinó hacia adelante, con el rostro inmóvil. Pero sus ojos encendidos reflejaron algo del horror que experimentaba el propio Kull.
—Recuperad vuestra espada, mi señor —dijo—. Todavía os esperan otras hazañas.
Vacilante, Kull avanzó la mano hacia la empuñadura. La carne le hormigueó al apoyar un pie sobre el horror que yacía a sus pies, y, cuando una contracción muscular hizo que aquella boca horrible se abriera de repente, retrocedió con una sensación de náuseas. Finalmente, armándose de valor, tiró de la espada y contempló más atentamente aquella cosa sin nombre que había conocido como Tu, el primer consejero. A excepción de la cabeza reptiliana, aquello era la réplica exacta de un hombre.
—¡Un hombre con cabeza de serpiente! —murmuró Kull—. ¿Se trata, entonces, de un sacerdote del dios serpiente?
Así es. Tu duerme sin saberlo. Estos enemigos pueden adquirir la forma que quieran. Mediante un encantamiento mágico o algo similar, pueden arrojar una telaraña de magia sobre sus rostros, como haría un actor con una máscara, para parecerse así a cualquiera que elijan.
—Entonces, las viejas leyendas eran ciertas —musitó el rey—. Esas horribles y viejas historias que pocos se atreven a contar, para no morir como blasfemos, no son fantasías. Por Valka, me había imaginado…, había supuesto… Pero esto parece que va más allá de los límites de la realidad. ¡Eh! Los guardias que están al otro lado de la puerta…
—También son hombres serpiente. Y ahora, ¿qué haréis?
—¡Matarlos a todos! —contestó Kull entre dientes.
—En tal caso, golpead en los cráneos —dijo Brule—. Dieciocho os esperan al otro lado de la puerta, y quizá haya más en los pasillos. Oídme bien, mi señor. Ka-nu se enteró de este complot. Sus espías se han introducido en las más intrincadas fortalezas de los sacerdotes serpiente, y le comunicaron indicios de lo que se tramaba. Hace mucho tiempo que descubrió los pasadizos secretos del palacio y, a sus órdenes, me dediqué a estudiarlos y acudí aquí por la noche para ayudaros, para impedir que murierais como murieron otros reyes de Valusia. Vine a solas por la sencilla razón de que, en caso de haber sido más, habríamos podido levantar sospechas, y quizá no hubiéramos podido introducirnos subrepticiamente en el palacio, como yo hice. Los hombres serpiente guardan vuestra puerta, y ése, conocido como Tu, podía hacer entrar en palacio a quien quisiera; por la mañana, si los sacerdotes fracasaban, los verdaderos guardias volverían a ocupar sus puestos, sin saber nada, sin recordar nada; y habrían estado allí para arrostrar las culpas en el caso de que los sacerdotes hubieran logrado sus propósitos. Pero quedaos aquí mientras me ocupo de hacer desaparecer esta carroña.
Y tras decir esto, el picto se echó a los hombros aquella cosa horrible y desapareció con ella por otro panel secreto. Kull se quedó a solas, con la mente aturdida. Neófitos de la poderosa serpiente…, ¿cuántos se esconderían entre sus ciudades? ¿Cómo podría distinguir lo falso de lo verdadero? ¿Cuántos de los consejeros, de los generales en los que confiaba eran verdaderos hombres? ¿De quién podía estar seguro?
El panel secreto se abrió hacia dentro y Brule entró de nuevo en el despacho.
—Has sido rápido.
—Así es —dijo el guerrero, que avanzó unos pasos y miró hacia el suelo—. Hay sangre en la alfombra, ¿lo veis?
Kull se inclinó hacia adelante; por el rabillo del ojo distinguió un movimiento borroso, el brillo de un acero. Se puso erecto de un salto, como la cuerda de un arco. El guerrero se dobló sobre la espada, dejando caer la suya al suelo. En ese instante, Kull aún tuvo tiempo de pensar en lo apropiado que era el hecho de que el traidor encontrara la muerte mediante el mandoble deslizante hacia arriba tan utilizado por los de su raza. Después, cuando Brule empezó a deslizarse de la espada para caer inmóvil al suelo, el rostro empezó a cambiar y desvanecerse y Kull contuvo el aliento, con los pelos de punta, mientras observaba cómo aquellos rasgos humanos desaparecían y las mandibulas de una gran serpiente quedaban horriblemente abiertas, con sus terribles ojos mirándole venenosamente, incluso en el trance de la muerte.
—¡Él también era un sacerdote serpiente! —exclamó el rey—. ¡Por Valka! ¡Qué plan tan sutil para pillarme desprevenido! ¿Y Ka-nu? ¿Es un hombre? ¿Fue con Ka-nu con quien yo hablé en los jardines? ¡Todopoderoso Valka! —Y la carne le hormigueó ante un horrible pensamiento—. ¿Acaso el pueblo de Valusia son hombres, o todos son serpientes?
Permaneció indeciso, sin dejar de contemplar aquella cosa llamada Brule que ahora ya no llevaba el brazalete del dragón. Entonces, un ruido le hizo girar en redondo.
Y Brule apareció por la puerta secreta.
—¡Alto ahí! —Sobre el brazo levantado en un ademán instintivo para contener la espada del rey lucía el brazate del dragón—. ¡Por Valka!
El picto se detuvo en seco y, al comprender lo ocurrido, una sonrisa inexorable se extendió sobre sus labios.
—¡Por los dioses de los mares! Estos demonios son increíblemente poderosos. Ése debía de estar agazapado en los pasadizos y, al verme pasar llevando el cadáver del otro, adoptó mi aspecto. Ahora, tengo a otro que llevarme.
—¡Un momento! —exclamó Kull con un tono de amenaza en su voz—. Esta noche he visto a dos hombres convertirse en serpiente ante mis propios ojos. ¿Cómo sé que eres un verdadero hombre?
Brule se echó a reír.
—Por dos razones, rey Kull. Ningún hombre serpiente lleva esto —dijo, señalando el brazalete del dragón—. Y tampoco puede decir las palabras: Ka nama kaa lajerama.
También era la segunda vez que las oía aquella noche, y Kull las repitió mecánicamente.
—Ka nama kaa lajerama. Pero ¿dónde he oído yo eso, en nombre de Valka? No conozco esas palabras y, sin embargo…
—Ah, debéis recordarlas, Kull —dijo Brule—. Esas palabras deben de estar agazapadas en los oscuros corredores de la memoria; aun cuando no las hayáis oído pronunciar en esta vida, en eras pasadas debieron de quedar tan terriblemente impresas en vuestra alma-mente que jamás murieron, y siempre harán sonar una débil cuerda en vuestra memoria, aunque os reencarnéis durante un millón de años. Porque esa frase procede secretamente de los tenebrosos y sangrientos eones y desde entonces, durante incontables siglos, formaron el santo y seña de la raza de los hombres que combatía contra los seres horripilantes del Reino de las Sombras. Pues nadie puede pronunciarlas excepto un verdadero hombre entre los hombres, cuyas mandíbulas y boca se hallen configuradas de una forma diferente a cualquier otra criatura. Su significado ha quedado sumido en el olvido, pero no así las palabras.
—Eso es cierto —asintió Kull—. Recuerdo las leyendas… ¡Por Valka!
Se detuvo en seco, con la mirada fija, pues de repente, como la silenciosa oscilación de una puerta mística que se abriera, unos ámbitos neblinosos e inimaginables se abrieron en los recovecos de su conciencia y, por un instante, pareció mirar hacia atrás, a través de la inmensidad que separaba una vida de la otra, y a través de aquellas nieblas vagas y fantasmales pudo ver las formas que vivieron en siglos ya muertos…, hombres en combate con monstruos horribles, dedicados a librar a un planeta de espantosos terrores.
Contra un fondo gris en continuo desplazamiento se movían extrañas formas de pesadilla, fantasías de locura y de temor; y un hombre, el enviado de los dioses, seguía ciegamente, del polvo de una vida a otra, el largo rastro sangriento de su destino, sin saber por qué, actuando de una forma bestial, a ciegas, como un gran niño asesino, pero dotado de la clara sensación de que en alguna parte había una chispa de fuego divino…
Kull se pasó una mano por la frente, conmocionado. Estas fugaces visiones en los abismos de la memoria siempre le dejaban perplejo.
—Han desaparecido —dijo Brule como si hubiera leído sus pensamientos más íntimos—. Las mujeres pájaro, las arpías, los hombres murciélago, los diablos voladores, los pueblos lobo, los demonios, los duendes…, todos, salvo los que son como este ser que yace a vuestros pies, así como unos pocos hombres lobo. Larga y terrible fue la guerra, que duró muchos y sangrientos siglos desde que llegaron los primeros hombres, surgidos del fango de los monos, transformados en aquellos destinados a gobernar el mundo, y que finalmente lograron alcanzar la humanidad, hace ya tanto tiempo de ello que sólo débiles y oscuras leyendas han llegado hasta nosotros a través de los tiempos. El pueblo serpiente fue el último en desaparecer, pero los hombres lograron por fin vencerlos también a ellos, empujándolos hacia los confines desérticos del mundo, para que se aparearan allí con las verdaderas serpientes hasta que algún día, según el decir de los sabios, aquella horrible raza se desvaneciera por completo. Sin embargo, las Cosas regresaron hábilmente disfrazadas cuando los hombres se hicieron blandos y degenerados, olvidadas ya las antiguas guerras. ¡Ah, ésa fue una guerra encarnizada y secreta! Entre los hombres de la Tierra Joven se deslizaron a hurtadillas los terribles monstruos del Planeta Antiguo, protegidos por su horrible sabiduría y sus misticismos, capaces de adoptar toda clase de formas y figuras, para realizar sus horrorosas hazañas en secreto. Ningún hombre sabía quién era hombre verdadero o falso. Ningún hombre podía confiar en otro. Y, sin embargo, gracias a sus propias habilidades, encontraron medios para distinguir a los falsos de los verdaderos. Entonces, los hombres tomaron como señal la figura del dragón alado, el dinosaurio con alas, un monstruo de las eras pasadas, que había sido el mayor enemigo de la serpiente. Y los hombres utilizaron también esas mismas palabras que acabo de pronunciar como un santo y seña, como un símbolo, pues como ya os he dicho, nadie puede repetirlas, excepto un hombre verdadero. De ese modo, la humanidad triunfó. Y, no obstante, después de muchos años en que todo se olvidó, los enemigos volvieron, pues el hombre sigue siendo un mono en la medida en que olvida aquello que no tiene delante de sus ojos. Llegaron como sacerdotes, y como por entonces los hombres, satisfechos con sus lujos y su poder, habían perdido la fe en las viejas religiones y cultos, los sacerdotes serpiente, disfrazados de maestros de un culto nuevo y más verdadero, crearon una religión monstruosa en la que se adoraba al dios serpiente. Y tal ha llegado a ser su poder, que ahora se considera mortal repetir las viejas leyendas del pueblo serpiente, y el pueblo vuelve a inclinarse ante el dios serpiente en su nueva forma; y los hombres son tan ciegamente estúpidos que la gran mayoría de ellos no ven la conexión que existe entre este poder y el poder que los hombres derrotaron hace eones. Como sacerdotes, los hombres serpiente se sienten contentos de gobernar y, sin embargo…
Se detuvo entonces.
—Continúa —dijo Kull experimentando una inexplicable agitación en el pelo de su nuca.
—Los reyes han reinado como verdaderos hombres en Valusia —siguió diciendo el picto en susurros—, y no obstante, muertos en batalla, han muerto como serpientes, como aquel que murió bajo la lanza de Lion-fang, en las playas rojas, cuando nosotros, los de las islas, asolamos los Siete Imperios. ¿Cómo puede ser, mi señor Kull? ¡Esos reyes nacieron de mujeres y vivieron como hombres! Eso fue porque los verdaderos reyes murieron en secreto, del mismo modo que habríais muerto vos esta noche, y porque los sacerdotes de la serpiente reinaron en su lugar, sin que el hombre lo supiera.
Kull lanzó una maldición entre dientes.
—Así tiene que ser, porque, que se sepa, nadie ha visto a un sacerdote de la serpiente y vivido para contarlo. Viven en el mayor de los secretos.
—El arte de gobernar de los Siete Imperios es algo laberíntico y monstruoso —dijo Brule—. Los verdaderos hombres saben que entre ellos se deslizan los espías de la serpiente, y aquellos hombres que son aliados de la serpiente, como Kaanuub, el barón de Blaal. Y, sin embargo, ningún hombre se atreve a desenmascarar a un sospechoso, por temor a que la venganza caiga sobre él. Ningún hombre confia en su semejante, y el verdadero estadista no se atreve a hablar ni a expresar lo que está en la mente de todos. Si pudieran estar seguros, si se pudiera desenmascarar ante todos ellos a un hombre serpiente, o poner al descubierto un complot, entonces se habría logrado quebrantar el poder de la serpiente, pues a partir de ese momento todos se unirían y harían causa común para desplazar a los traidores. Sólo Ka-nu posee la astucia y el valor necesarios para enfrentarse a ellos, y sólo él ha podido enterarse de lo suficiente como para advertirme de lo que ocurriría, de lo que ha sucedido hasta ahora. De ese modo, yo estaba preparado, pero a partir de ahora sólo podemos confiar en nuestra buena suerte y habilidad. Aquí y ahora, creo que estamos a salvo; esos hombres serpiente que se encuentran al otro lado de la puerta no se atreven a abandonar su puesto, por si los verdaderos hombres aparecen por aquí de improviso. Pero mañana intentarán alguna otra cosa, podéis estar seguro de ello. Nadie puede saber lo que intentarán hacer, ni siquiera Ka-nu, pero debemos estar el uno al lado del otro, rey Kull, hasta que los venzamos, o hayamos muerto los dos. Y ahora, acompañadme mientras llevo este cadáver al mismo lugar oculto donde he dejado al otro ser.
Kull siguió al picto con su pesada carga. Cruzaron al otro lado del panel oculto y avanzaron por el lóbrego pasillo. Sus pies, acostumbrados al silencio de los espacios silvestres, no produjeron el menor ruido. Se deslizaron como fantasmas a través de aquella luz fantasmagórica, mientras Kull se maravillaba ante el hecho de que aquellos pasillos estuvieran desiertos, pues en cada recodo esperaba encontrarse con alguna espantosa aparición.
Las sospechas empezaron a apoderarse de él. ¿Le estaría conduciendo este picto hacia una emboscada? Aminoró el paso, quedándose a cierta distancia por detrás de Brule, con la espada preparada, levantada sobre la espalda del picto, que seguía imperturbable su camino. Si tenía la intención de traicionarle, Brule sería el primero en morir. Pero si el picto se dio cuenta de las sospechas del rey, no lo demostró. Continuó su camino impasiblemente, hasta que llegaron a una estancia polvorienta que no se había utilizado en mucho tiempo, de cuyas paredes colgaban unos pesados y mohosos tapices. Brule apartó uno de ellos y ocultó el cadáver detrás.
Luego, regresaron sobre sus pasos. De repente, Brule se detuvo con tal brusquedad que le dio a Kull un susto de muerte, de lo tensos que tenía los nervios.
—Algo se mueve en el pasillo —susurró el picto—. Ka-nu dijo que por aquí todo estaría vacío, pero…
Desenvainó la espada y se deslizó a hurtadillas por el pasaje, seguido con cautela por Kull.
Poco después apareció un resplandor vago y extraño que avanzaba hacia ellos. Esperaron, con los nervios de punta y las espaldas apretadas contra las paredes del pasaje; no sabían lo que les esperaba, pero Kull oyó la respiración sibilante de Brule a través de los dientes apretados y se sintió más tranquilo en cuanto a su lealtad.
El resplandor surgió, convertido en una forma indefinida, como un haz de niebla, que se hizo más tangible a medida que se aproximaba, sin llegar a ser totalmente material. Un rostro les miró, con un par de grandes ojos luminosos que parecían sufrir todas las torturas de un millón de siglos. No había ninguna expresión de amenaza en aquel rostro, con sus rasgos débiles y gastados, sino sólo una gran piedad; y en aquel rostro…, en aquel rostro…
—¡Por los dioses todopoderosos! —exclamó Kull sintiendo como si una mano helada se le posara sobre el alma—. ¡Eallal, rey de Valusia, que murió hace mil años!
Brule pareció encogerse todo lo que pudo, y sus ojos se abrieron ampliamente con una expresión del más puro horror, mientras la espada le temblaba en la mano, descompuesto por primera vez en aquella extraña noche. Kull, en cambio, se mantuvo erguido y desafiante, y mantuvo instintivamente en guardia su inútil espada; con un hormigueo de la carne, con un cosquilleo en los pelos de la nuca pero manteniéndose como el rey de reyes que era, dispuesto a desafiar los poderes de lo desconocido, tanto de los muertos como de los vivos.
El fantasma continuó imperturbable su camino, sin hacerles el menor caso; Kull se encogió sobre sí mismo cuando pasó ante ellos, y percibió un hálito gélido, como el que pudiera producir una ventisca ártica. La figura continuó su marcha, con pasos lentos y silenciosos, como si aquellos pies vagos arrastraran las cadenas de todas las eras, y finalmente se desvaneció tras un recodo del pasaje.
—¡Por Valka! —musitó el picto, limpiándose las gotas de sudor frío que perlaban su frente—. ¡Eso no era un hombre! ¡Eso era un fantasma!
—¡Así es! —asintió Kull con un gesto de la cabeza, maravillado—. ¿No reconociste el rostro? Era Eallal, que reinó en Valusia hace mil años, y que fue encontrado horriblemente asesinado en su salón del trono, el mismo conocido ahora como el Salón Maldito. ¿Acaso no has visto su estatua en el Salón de Reyes Famosos?
—Sí, ahora recuerdo la historia. ¡Por los dioses, Kull! Eso es otra muestra del poder espantoso y vil de los sacerdotes serpiente. Ese rey fue asesinado por el pueblo serpiente, y su alma se convirtió en su esclava, destinada a cumplir sus mandatos durante toda la eternidad. Pues los sabios siempre han afirmado que si un hombre es asesinado por un hombre serpiente, el fantasma se convierte en su esclavo.
Un estremecimiento sacudió la gigantesca estructura del cuerpo de Kull.
—¡Por Valka! ¡Qué destino tan horrible! ¡Escúchame! —sus dedos se apretaron sobre el nervudo brazo de Brule como una garra de acero—. ¡Escúchame bien! Si soy herido de muerte por estos viles monstruos, júrame que me traspasarás el pecho con la espada para que mi alma no sea esclavizada.
—Os lo juro —respondió Brule con sus feroces ojos iluminados—. ¡Y os ruego que hagáis lo mismo por mí, Kull!
Las fuertes manos diestras de ambos se encontraron para sellar en silencio su sangriento juramento.
Kull se hallaba sentado en su trono, y contemplaba reflexivamente el mar de rostros vueltos hacia él. Un correo hablaba en un tono de voz uniforme, pero el rey apenas escuchaba sus palabras. Cerca de él, Tu, el primer consejero, se encontraba de pie a su lado, preparado para cumplir sus órdenes, y cada vez que le miraba, Kull se estremecía interiormente.
La superficie de la vida cortesana era como la del mar entre una marea y la siguiente. Para el rey pensativo, los acontecimientos de la noche anterior parecían como un sueño, hasta que su mirada se posó sobre el apoyabrazos de su trono. Una mano atezada y nervuda descansaba allí, y por encima de la muñeca de aquella mano relucía un brazalete del dragón; Brule se hallaba de pie junto al trono, y el feroz susurro del picto le hizo regresar del ámbito de irrealidad en que se movía.
No, aquel interludio monstruoso no había sido ningún sueño. Al sentarse sobre el trono, en el salón social, y contemplar a los cortesanos, las damas, los caballeros y los estadistas, pareció ver sus rostros como productos de la ilusión, como algo irreal, existentes sólo como sombras y burlas de la sustancia. Siempre había considerado sus rostros como máscaras, pero hasta entonces los había mirado con una despreciativa tolerancia, convencido de ver, por debajo de aquellas máscaras, unas almas vacías, débiles, avariciosas, lujuriosas y engañosas; ahora, en cambio, había un matiz cruel, un significado siniestro, un vago horror que anidaba bajo las suaves máscaras. Mientras intercambiaba cortesías con algún noble o consejero, se imaginaba ver desaparecer el rostro sonriente de su interlocutor, como si fuera humo, para ver aparecer allí las espantosas mandíbulas abiertas de una serpiente. ¿Cuántos de aquellos a los que miraba eran en realidad horribles monstruos inhumanos que tramaban su muerte, por debajo de la ilusión suave e hipnotizadora de un rostro humano?
Valusia, el reino de los sueños y las pesadillas, el reino de las sombras, regido por fantasmas que se deslizaban de un lado a otro, por detrás de las cortinas pintadas, mofándose del rey inútil que se sentaba en el trono, convirtiéndolo a él mismo en una sombra.
Y como la sombra de un buen camarada, Brule se hallaba a su lado, con los ojos oscuros brillando en su rostro impasible. ¡Brule era un verdadero hombre! Y Kull sintió que la amistad que experimentaba por aquel salvaje era algo perteneciente a la realidad, y se daba cuenta de que Brule también sentía por él una amistad que iba más allá de la simple necesidad del arte de gobernar.
¿Y cuáles eran las realidades de la vida?, se preguntó Kull. ¿Ambición, poder, orgullo? ¿La amistad de un hombre, el amor de las mujeres, que él nunca había conocido, la batalla, el saqueo…, qué? ¿Era el Kull real quien se sentaba sobre el trono, o acaso el verdadero Kull era el que había escalado las montañas de Atlantis, el que había asolado las lejanas islas de poniente, el que se había reído de las rugientes marejadas verdes del océano de Atlantis? Pues él sabía que había muchos Kull, y se preguntaba cuál de ellos era el real. Después de todo, los sacerdotes de la serpiente habían avanzado un paso más en su magia, pues todos los hombres llevaban máscaras, y muchos de ellos llevaban una máscara diferente con cada hombre o mujer. En consecuencia, Kull se preguntaba si debajo de cada máscara no habría agazapada una serpiente.
Permaneció sentado, sumido en esta clase de pensamientos extraños y laberínticos, mientras los cortesanos iban y venían, y se completaban los pequeños asuntos pendientes del día, hasta que él y Brule quedaron finalmente a solas en el salón social, a excepción de los amodorrados sirvientes.
Kull se sentía fatigado. Ni él ni Brule habían dormido la noche anterior, y Kull tampoco había dormido la noche anterior a eso, cuando en los jardines de Ka-nu tuvo el primer indicio de las cosas insólitas que iban a pasar. Nada más había ocurrido después de que regresaran al estudio, procedentes de los pasadizos secretos, pero ninguno de los dos se había atrevido o preocupado de dormir. Kull, dotado con la increíble vitalidad de un lobo, ya había pasado otras veces por días y días sin dormir, en sus tiempos de salvaje, pero su mente se sentía fatigada ahora por la constante reflexión y por todas las cosas misteriosas ocurridas la noche anterior, capaces de romperle los nervios a cualquiera. Necesitaba dormir, pero en eso era en lo que menos pensaba.
Y, aunque lo hubiera pensado, tampoco se habría atrevido a hacerlo. Otra de las cosas que le había conmocionado era que, a pesar de la estrecha vigilancia que mantuvieron tanto él como Brule para ver si y cuándo se cambiaba la guardia apostada ante la puerta del despacho, ésta quedó cambiada sin que ninguno de los dos se diera cuenta de nada porque, a la mañana siguiente, quienes estaban de guardia pudieron repetir las palabras mágicas de Brule, a pesar de que no recordaban que hubiera sucedido nada fuera de lo normal. Estaban convencidos de haber pasado toda la noche de guardia, como era habitual, y Kull no dijo nada al respecto. Creía que eran verdaderos hombres, pero Brule le aconsejó guardar el más absoluto secreto y a Kull también le pareció lo mejor.
Ahora, Brule se inclinó sobre el trono y bajó el tono de voz para que ninguno de aquellos ociosos sirvientes pudiera oír sus palabras.
—Creo que no tardarán en golpear de nuevo, Kull. Hace un rato, Ka-nu me hizo una seña secreta. Los sacerdotes están enterados de que conocemos su conspiración, aunque no saben hasta qué punto estamos enterados de los detalles. Debemos estar preparados para cualquier clase de acción. Ka-nu y los jefes pictos se mantendrán lo más cerca posible, para socorrernos, hasta que esto se haya solucionado de una u otra forma. Si tenemos que entablar una batalla campal, la sangre correrá por las calles y los castillos de Valusia.
Kull le dirigió una sonrisa inexorable. Acogería con feroz regocijo cualquier clase de acción, fuera la que fuese. Todo este deambular por un laberinto de ilusión y magia resultaba extremadamente irritante para una naturaleza como la suya Anhelaba poder saltar, oír el sonido de las espadas y experimentar la gozosa libertad de la batalla.
En ese momento volvió a entrar Tu en el salón social, acompañado por el resto de consejeros.
Señor, mi rey, se acerca la hora del consejo y nos hallamos preparados para escoltaros a la sala del consejo.
Kull se incorporó y los consejeros se apartaron e hincaron la rodilla en tierra a su paso. Después, se incorporaron tras él para seguirle. Algunos ceños se fruncieron cuando el picto avanzó desafiante tras el rey, pero nadie puso la menor objeción. La mirada desafiante de Brule recorrió los rostros delicados de los consejeros, con la osadía propia de un salvaje intruso.
El grupo atravesó los pasillos y llegó por fin ante la cámara del consejo. La puerta se cerró, como era habitual, y los consejeros se dispusieron en fila, según el orden de sus rangos, ante el estrado sobre el que se situó Kull, mientras Brule se colocaba tras el rey, como una estatua de bronce.
Kull recorrió el salón con un rápido movimiento de su mirada. Sin lugar a dudas, aquí no había posibilidad alguna de que se cometiera un acto de traición. Había presentes diecisiete consejeros, a todos los cuales conocía; cada uno de ellos había abrazado su causa cuando ascendió al trono.
—Hombres de Valusia… —empezó a decir, a la manera convencional.
Y entonces se detuvo, perplejo. Lo consejeros se habían incorporado, como un solo hombre, y avanzaban hacia él. No había hostilidad alguna en sus miradas, pero sus actos resultaban muy extraños en una sala del consejo. El primero ya había llegado cerca de él cuando Brule se adelantó de un salto, encogido como un leopardo.
—Ka nama kaa lajerama.
Su voz restalló, rompiendo el siniestro silencio de la sala, y aquel primer consejero retrocedió, llevándose rápidamente la mano a la túnica. Brule saltó como un resorte y el hombre se precipitó de cabeza hacia la espada desenvainada del picto, y cayó ensartado mientras su rostro se desvanecía y se transformaba en la cabeza de una poderosa serpiente.
—¡Atacad, Kull! —rugió la voz del picto—. ¡Todos ellos son hombres serpiente!
Lo demás fue una escena llena de sangre. Kull vio cómo aquellos rostros familiares desaparecían y sus lugares eran ocupados por horribles cabezas reptilianas, en el momento en que todo el grupo se lanzó hacia adelante. Había un gran desconcierto en su mente, pero su cuerpo no le falló.
El silbido de su espada llenó la estancia, y el grupo que se precipitaba contra él se transformó en una oleada rojiza. Pero los que quedaron volvieron a atacar, aparentemente dispuestos a entregar sus vidas con tal de eliminar al rey. Unas espantosas mandíbulas se abrieron ante él; unos ojos terribles miraron a los suyos, que devolvieron la mirada sin parpadear; un olor fétido y nauseabundo impregnó la atmósfera, el olor de la serpiente, que Kull había conocido en las selvas del sur. Las espadas y las dagas se precipitaron hacia él, y apenas fue consciente de que le herían.
Pero Kull se hallaba ahora en su elemento. Nunca, hasta ahora, había tenido que enfrentarse con enemigos tan crueles, pero eso le importaba bien poco; eran seres vivos, por sus venas corría la sangre que podía derramarse y murieron uno tras otro cuando su gran espada les arrancó las cabezas de un tajo o les atravesó los cuerpos. Atacaba, se retiraba y enviaba una estocada tras otra. Sin embargo, Kull habría muerto irremediablemente de no haber sido por el hombre que luchaba a su lado, y que tampoco dejaba de esquivar y atacar.
El rey se dejó llevar por su afán de lucha, combatiendo según el terrible estilo atlante que busca la muerte para enfrentarse con la muerte; no hizo el menor esfuerzo por evitar las acometidas y las cuchilladas, se mantuvo firme, y hasta se lanzó hacia adelante, sin otra idea en su enloquecida mente que la de atacar. No era frecuente que Kull olvidara su habilidad luchadora en su furia primitiva, pero ahora pareció como si un eslabón se hubiera roto en su alma, para llenar su mente de un afán incontenible por matar y derramar sangre. Se desembarazaba de un enemigo a cada estocada que lanzaba, pero aquellos seres le rodeaban, muy superiores en número, y Brule tuvo que parar una y otra vez estocadas que habrían alcanzado su objetivo. Permanecía agazapado junto al rey, esquivando y atacando con una fría habilidad, sin producir tantos estragos como ocasionaban los mandobles y arremetidas de Kull. pero sin dejar por ello de ser menos efectivo con sus golpes y embestidas cortas desde abajo.
Kull lanzó una risotada de locura. Los horribles rostros se agitaban a su alrededor como una mancha borrosa y escarlata. Sintió que el acero se hundía en su brazo y dejó caer la espada, trazando un arco relampagueante, que abrió una enorme brecha en el pecho de su enemigo. Luego, las brumas se disiparon, y entonces se dio cuenta de que él y Brule se hallaban solos sobre un montón de horripilantes figuras esparcidas por el suelo, inmóviles.
—¡Por Valka! ¡Qué matanza! —exclamó Brule limpiándose la sangre de los ojos—. Si hubieran sido guerreros que supieran cómo utilizar el acero, habríamos muerto aquí Pero estos sacerdotes serpiente no saben nada del arte de manejar la espada, y mueren con mayor facilidad que cualquier hombre al que haya tenido que matar. No obstante, si hubieran sido unos cuantos más, creo que las cosas habrían terminado de otra manera.
Kull asintió con un gesto. La salvaje posesión borrosa a la que se había visto sometido ya había pasado, dejándole una confusa sensación de gran fatiga. La sangre brotaba de las heridas recibidas en el pecho, el hombro, el brazo y la pierna. El propio Brule sangraba a causa de varias heridas superficiales, y le miró con expresión de preocupación.
—Mi señor, apresurémonos a que las mujeres se ocupen de curar vuestras heridas.
Kull le apartó a un lado con un movimiento instintivo de su poderoso brazo.
—No, nos ocuparemos de esto hasta que todo haya terminado. Pero ve tú a que te atiendan las heridas… Te lo ordeno.
El picto se echó a refr, con expresión inexorable.
—Vuestras heridas son peores, mi señor… —empezó a decir, y entonces se detuvo en seco, como golpeado por una idea repentina—. ¡Por Valka! ¡Éste no es el salón del consejo!
Kull miró a su alrededor y, de repente, otras brumas parecieron desvanecerse de su mente.
—No, éste es el mismo salón donde Eallal murió hace mil años. Un salón que no se ha utilizado desde entonces y que se ha considerado como maldito.
—Entonces, ¡por los dioses!, han logrado engañarnos —exclamó Brule hecho una furia, lanzando patadas contra los cadáveres que yacían a sus pies—. ¡Nos hicieron entrar aquí como estúpidos, para caer en su emboscada! Gracias a su magia, cambiaron el aspecto de todo…
—En tal caso, debe de estar cometiéndose una nueva vileza —dijo Kull—, porque si hay verdaderos hombres en los consejos de Valusia, deberían estar ahora en la auténtica sala del consejo. Vamos, rápido.
Abandonaron la estancia, dejando en ella a sus fantasmagóricas figuras, y avanzaron presurosos por los pasillos que parecían desiertos, hasta que llegaron ante la verdadera sala del consejo. Una vez allí, Kull se detuvo con un repentino estremecimiento, porque de la sala del consejo surgía una voz que hablaba… ¡Y aquella voz era la suya!
Apartó los tapices con mano temblorosa y echó un vistazo hacia el interior del salón. Allí estaban sentados los consejeros, como réplicas perfectas de los hombres que él y Brule acaba han de matar, y sobre el estrado se veía la figura de Kull, rey de Valusia.
Retrocedió, con la sensación de que le daba vueltas la cabeza.
—¡Esto es una locura! —susurró—. ¿Soy yo Kull? ¿Estoy aquí o es ése el verdadero Kull y yo no soy más que una sombra, una quimera de mi propio pensamiento?
La mano de Brule se posó sobre su hombro y le sacudió ferozmente, haciéndole recuperar el sentido.
—¡En el nombre de Valka, no seáis estúpido! ¿Todavía os asombráis, después de todo lo que hemos visto? ¿Acaso no os dais cuenta de que ésos son verdaderos hombres embrujados por un hombre serpiente que ha adoptado vuestra forma, del mismo modo que esos otros a los que hemos matado adoptaron las formas de vuestros verdaderos consejeros? A estas alturas ya deberíais haber muerto, y el monstruo que ha adoptado vuestra forma gobernará en vuestro lugar, sin que lo sepa ninguno de los que se inclinan ante vos. Atacad y matad con rapidez, o estaremos acabados. Los asesinos rojos, verdaderos hombres, están de guardia, y nadie más que vos puede atacar y matarle. ¡Sed rápido!
Kull se sacudió el aturdimiento que se había apoderado de él y echó la cabeza hacia atrás, con un viejo y desafiante gesto. Inhaló aire, larga y profundamente, como haría un fuerte nadador antes de lanzarse al océano, y luego apartó a un lado los tapices y se lanzó hacia el estrado como un león.
Brule había dicho la verdad. Allí estaban los hombres de los asesinos rojos, entrenados para moverse con la rapidez del leopardo que ataca; cualquier otro que no fuera Kull habría muerto antes de poder llegar basta donde estaba el usurpador. Pero el hecho de ver a Kull, idéntico al hombre que se encontraba sobre el estrado, hizo que se contuvieran, asombrados y perplejos por un instante. Fue tiempo más que suficiente. El ser que se hallaba sobre el estrado logró cerrar los dedos alrededor de la empuñadura de su espada, pero antes de que pudiera desenvainar, la espada del auténtico Kull se clavó tras sus hombros, y aquella cosa que los hombres habían creído que era el rey cayó hacia adelante, desde el estrado, y quedó tendida e inmóvil sobre el suelo.
—¡Alto! —gritó Kull.
Su voz regia y potente fue suficiente para detener la precipitación que ya se había iniciado, y mientras todos los presentes le miraban asombrados, señaló la cosa que había tendida ante él, cuyo rostro desaparecía para transformarse en la cabeza de una serpiente. Todos retrocedieron y en ese preciso instante apareció Brule por una puerta y Ka-nu por otra. Ambos se acercaron al rey, Ka-nu le tomó la mano ensangrentada y habló:
—¡Hombres de Valusia! Lo habéis visto con vuestros propios ojos. Éste es el verdadero Kull, el rey poderoso ante el que toda Valusia se ha inclinado siempre. El poder de la serpiente se ha roto, y todos seréis verdaderos hombres. Rey Kull, ¿tenéis alguna orden que darnos?
—Levantad esa carroña —ordenó Kull, y los hombres de la guardia se apresuraron a obedecerle—. Y ahora, seguidme todos —añadió el rey.
Emprendió el camino hacia el salón maldito. Brule, con expresión preocupada, le ofreció el apoyo de su brazo, pero Kull lo apartó a un lado.
La distancia a recorrer le pareció interminable al ensangrentado rey, pero por fin se encontró ante la puerta y se echó a reír feroz y cruelmente al oír las horrorizadas exclamaciones de los consejeros ante la escena.
Dio a los guardias la orden de arrojar el cadáver que transportaban junto a los que yacían en el suelo, y luego hizo señas a todos para que abandonaran el salón. Él fue el último en salir y cerrar la puerta.
Una oleada de vértigo le sacudió. Los rostros se volvieron a mirarle. Estaba pálido y perplejo, mareado y como sumido en una bruma fantasmal. Sentía que la sangre que brotaba de sus heridas le resbalaba por las extremidades, pero sabía que lo que debía hacer, tenía que hacerlo rápido o no podría llevarlo a cabo.
La espada volvió a desenvainarse de su funda con un silbido.
—Brule, ¿estás ahí?
—¡Aquí estoy!
Brule le miró a través de la bruma, cerca de su hombro, pero su voz pareció sonar a muchas leguas y eones de distancia.
—Recuerda tu juramento, Brule. Y ahora, que todos retrocedan.
Su brazo izquierdo abrió un espacio libre, al tiempo que levantaba la espada. Y luego, con toda la potencia que le quedaba lanzó la espada a través de la puerta, introduciendo la enorme hoja por la jamba, hundiéndola allí hasta la empuñadura y sellando de ese modo aquella sala para siempre.
Con las piernas muy abiertas, se dio media vuelta, como borracho, para mirar a los horrorizados consejeros.
—Que esta sala sea doblemente maldita. Y que esos esqueletos se pudran ahí para siempre como una muestra del poder moribundo de la serpiente. Aquí mismo os juro que daré caza a los hombres serpiente de uno a otro confín de mis territorios, de un mar a otro, sin darles ninguna tregua, hasta que todos hayan sido muertos y se haya quebrantado el poder del infierno. Esto es lo que os juro…, yo…, Kull, rey… de… Valusia.
Las piernas se le doblaron y los rostros vacilaron y giraron ante él. Los consejeros se precipitaron para ayudarle, pero antes de que pudieran hacerlo Kull cayó al suelo y quedó allí tendido, inmóvil, con el rostro vuelto hacia arriba.
Los consejeros se arremolinaron alrededor del rey caído, sin dejar de hablar y proferir gritos. Ka-nu los apartó a empellones, con los puños apretados, sin dejar de maldecir ferozmente.
—¡Atrás, estúpidos! ¿Queréis arrebatarle la poca vida que aún queda en él? ¿Está muerto o vivirá, Brule? —le preguntó al guerrero que ya se había inclinado sobre el postrado Kull.
—¿Muerto? —replicó Brule con irritación—. No se acaba fácilmente con la vida de un hombre como él. La falta de sueño y la pérdida de sangre le han debilitado… ¡Por Valka! Ha recibido un montón de heridas, pero ninguna de ellas es mortal. Que estos estúpidos balbuceantes traigan inmediatamente a las mujeres de la corte. —Los ojos de Brule se encendieron con una mirada feroz llena de orgullo—. ¡Por Valka! Os aseguro. Ka-nu, que no sabía que pudiera existir un hombre como él en estos tiempos tan degenerados. Estará en condiciones de montar a caballo dentro de pocos días y, entonces, que los hombres serpiente del mundo se guarden de Kull, rey de Valusia. Pero por Valka que eso será una cacería extraña. ¡Ah, ya imagino largos años de prosperidad para el mundo con un rey como él sentado en el trono de Valusia!