Antes de que las sombras vencieran al sol
y los milanos se remontaron, libres,
Kull cabalgó por el camino del bosque,
con su roja espada a mano;
y los vientos susurraban por el mundo:
«El rey Kull cabalga hacia el mar».
El sol se reflejó carmesí en el mar,
y cayeron las largas sombras grises;
la Luna apareció como una calavera plateada
que llevara forjada el hechizo de un demonio,
pues, bajo su luz, los grandes árboles se elevaban,
como espectros surgidos del infierno.
Bajo la luz espectral se elevaban los árboles,
como sombríos monstruos inhumanos;
cada tronco le parecía a Kull una figura viva,
cada rama una nudosa mano,
y unos extraños ojos malignos e inmortales
le miraban, horriblemente llameantes.
Las ramas se retorcían como serpientes anudadas,
golpeando a la noche, y un roble gris,
que se agitaba rígido, horrendo a la vista,
arrancó sus raíces y le bloqueó el paso,
inexorable bajo la luz fantasmal.
Se enzarzaron en el camino del bosque,
el rey y el inexorable roble;
sus grandes extremidades le doblaron en sus garras,
sin que nadie dijera nada; e inútil en su mano de hierro,
la daga cortante se partió.
Y entre los árboles inclinados y monstruosos
se oyó el canto de un refrán cargado
de un millón de años de maldad, dolor y odio:
«Fuimos los dueños del mundo
antes de que llegara el hombre, y volveremos a serlo».
Kull sintió que un imperio extraño y viejo
se inclinaba al paso del hombre
como reinos de hojas de hierba
ante un ejército de hormigas,
y el horror se apoderó de él en el amanecer,
como en un trance.
Forcejeó con manos ensangrentadas
contra un árbol inmóvil y silencioso;
¡y despertó como de una pesadilla!,
y un viento soplaba por los prados,
y el rey Kull de Atlantis siguió cabalgando
en silencio hacia el mar.