Una quietud siniestra se extendía como un sudario sobre la antigua ciudad de Valusia. Las olas de calor bailoteaban de un tejado reluciente a otro y tremolaban contra las suaves paredes de mármol. Las torres púrpura y los chapiteles dorados parecían suavizarse bajo la débil calina. Ni un solo sonido de cascos de caballo en las amplias calles empedradas interrumpía el amodorrado silencio, y los pocos peatones que se aventuraban a salir realizaban sus tareas con rapidez y volvían a desaparecer en el interior de las casas. La ciudad parecía un reino de fantasmas.
Kull, rey de Valusia, apartó a un lado las diáfanas cortinas y miró por encima del alféizar dorado de la ventana, sobre el patio de fuentes chispeantes, los setos recortados y los árboles podados, hacia el alto muro y las ventanas negras de las casas que detuvieron su mirada.
—Valusia conspira tras las puertas cerradas, Brule —gruñó.
Su compañero, un poderoso guerrero de rostro moreno y estatura media, sonrió duramente.
—Sois demasiado receloso, Kull. Es el calor lo que obliga a la gente a permanecer en el interior de sus casas.
—Pero conspiran —insistió Kull.
Era un bárbaro alto, ancho de espaldas, con la constitución propia del verdadero luchador: hombros anchos, pecho poderoso y caderas delgadas. Sus fríos ojos grises reflexionaban tristemente bajo unas pobladas cejas negras. Sus rasgos indicaban a las claras su procedencia, pues Kull, el usurpador, era de origen atlante.
—Cierto, conspiran. ¿Cuándo ha dejado de conspirar la gente, al margen de quién estuviera sentado en el trono? Y en vuestro caso, sería explicable.
—En efecto —asintió el gigante, cuyas cejas se estrecharon—. Soy un extranjero. El primer bárbaro que ha alcanzado el trono valuso desde el comienzo de los tiempos. Mientras sólo fui comandante de sus fuerzas armadas, pasaron por alto el accidente de mi lugar de nacimiento. Pero ahora me lo echan en cara, al menos con la mirada y con el pensamiento.
—¿Y qué puede importaros eso a vos? Yo también soy extranjero. En realidad, los extranjeros gobernamos Valusia ahora, puesto que el pueblo se ha hecho demasiado débil y degenerado como para gobernarse a sí mismo. Un atlante se sienta en su trono, apoyado por todos los pictos, los aliados más antiguos y poderosos del imperio. La corte está llena de extranjeros, los ejércitos están compuestos por mercenarios bárbaros, y los asesinos rojos…, bueno, ellos al menos son valusos, pero se trata de hombres procedentes de las montañas, que se consideran a sí mismos como una raza diferente.
Kull se encogió de hombros, inquieto.
—Sé lo que piensa la gente, y con qué aversión y cólera deben observar la situación las más viejas y poderosas familias valusas, Pero ¿qué otra cosa tendrían si no? Con Borna, el imperio se hallaba en peor situación que conmigo, a pesar de que él fue un valuso nativo, heredero directo de la antigua dinastía. Éste es el precio que debe pagar una nación por la decadencia: de una forma u otra, los pueblos jóvenes y fuertes aparecen y toman posesión de las cosas. No, al menos, he reconstruido los ejércitos, he reorganizado a los mercenarios y le he devuelto a Valusia una cierta medida de su antigua grandeza internacional. Seguro que es mucho mejor tener en el trono a un bárbaro capaz de mantener unidas a las distintas facciones que permitir que cien mil hombres con las manos manchadas de sangre deambularan libremente por la ciudad, pues eso es lo que habría ocurrido a estas alturas de haber seguido reinando Borna. El reino se desmoronaba y dividía bajo sus pies, amenazado de invasión por todas partes, y los paganos grondaros ya se preparaban para lanzar una incursión de proporciones apabullantes… Pues bien, yo maté a Borna con mis propias manos en aquella noche caótica en que me puse al frente de los rebeldes. Aquella despiadada acción me ganó no pocos enemigos, pero seis meses más tarde había terminado con la anarquía y las contrarrebeliones, había vuelto a unificar la nación, le había quebrado el espinazo a la Federación Triple y aplastado el poder de los grondaros. Ahora, Valusia dormita en paz y quietud, y entre una siesta y otra conspira para derrocarme. No ha habido hambrunas desde que me convertí en rey, los almacenes rebosan de grano, los barcos mercantes llegan cargados, las bolsas de los mercaderes están llenas y la gente empieza a echar barriga. Pero, a pesar de todo eso, siguen murmurando, y maldicen y escupen sobre mi sombra. ¿Qué es lo que quieren?
El picto esbozó una mueca salvaje y contestó con amarga ironía:
—¡Quieren otro Borna! ¡Un tirano con las manos manchadas de sangre! Olvidaos de su ingratitud. No os habéis apoderado del reino para favorecerlos, ni lo conserváis en vuestras manos por ese motivo. Habían alcanzado una ambición de toda la vida y os halláis firmemente asentado en el trono. Que murmuren y conspiren todo lo que quieran. Vos sois el rey.
—Sí, soy el rey de este reino púrpura —asintió Kull, ceñudo—. Y lo seguiré siendo hasta el último aliento, hasta que mi fantasma recorra el largo camino de las sombras. ¿Qué ocurre ahora?
Un esclavo se inclinó profundamente ante él.
—Altísima majestad, Nalissa, hija de la gran casa de bora Ballin, solicita audiencia.
Una sombra se extendió sobre la mirada del rey.
—Más súplicas en relación con su condenado asunto amoroso —dijo con un suspiro, mirando a Brule—. Quizá sea mejor que te vayas. —Y volviéndose al esclavo añadió—: Dejadla llegar ante mi presencia.
Kull se sentó en una silla forrada de terciopelo y miró a Nalissa. Sólo tenía unos diecinueve años de edad; vestida a la costosa pero ligera moda de las nobles damas valusas presentaba una imagen encantadora, cuya belleza pudo apreciar hasta el propio rey bárbaro. Su piel era de un blanco maravilloso, debido en parte a los numerosos baños de leche y vino que tomaba pero, sobre todo, a una herencia de hermosura. Mostraba las mejillas matizadas de forma natural por un delicado color rosa, y sus labios eran llenos y rojos. Bajo las delicadas cejas negras había un par de profundos ojos suaves, tan negros como el misterio, y toda aquella imagen se veía coronada por una masa de ensortijado cabello negro parcialmente sujeto por un delgado lazo dorado.
Nalissa se arrodilló a los pies del rey, tomó en las suaves manos aquellos dedos endurecidos por el manejo de la espada y le miró a los ojos, con una expresión luminosa y cargada de súplica. De entre todas las personas del reino, los ojos de Nalissa eran los únicos a los que Kull prefería no mirar. A veces, observaba en ellos una gran profundidad de fascinación y misterio. Ella, hija cuidada y mimada de la aristocracia, sabía cuáles eran algunos de sus propios poderes, pero aún no los conocía todos, debido a su juventud. Kull, que era sabio en el conocimiento de los hombres y las mujeres, se daba cuenta de que, con la madurez, Nalissa se hallaba destinada a alcanzar un poder terrorífico en la corte y en el país, ya fuera para bien o para mal.
—Pero, majestad —rogaba ahora como una niña que pidiera un juguete—, permitidme que me case con Dalgar de Farsun. Se ha convertido en un ciudadano valuso, y ha alcanzado unt alto favor en la corte, como decís vos mismo. ¿Por qué…?
—Ya te lo he dicho —la interrumpió el rey con impaciencia—, no me importa que te cases con Dalgar, con Brule o con el mismísimo diablo, pero tu padre no desea que te cases con ese aventurero farsuno y…
—¡Pero vos podéis hacer que consienta! —gritó ella.
—La casa de bora Ballin se cuenta entre mis más fuertes partidarios —replicó el atlante—. Y Murom bora Ballin, tu padre, es uno de mis mejores amigos. Entabló amistad conmigo cuando yo no era más que un gladiador sin amigos. Me prestó dinero cuando sólo era un soldado, y apoyó mi causa cuando me apoderé del trono. ¿Quieres que me arriesgue a perder esa mano derecha mía obligándole a aceptar algo a lo que se opone violentamente, o interviniendo en sus asuntos familiares?
Nalissa no había aprendido todavía que algunos hombres no se dejan conmover por las artimañas femeninas. Rogó, trató de engatusarle, y hasta lloró. Le besó las manos a Kull, lloró sobre su pecho, llegó a sentarse sobre sus rodillas y discutió, todo ello ante la incomodidad del rey, pero no le sirvió de nada. Kull se mostró sinceramente comprensivo, pero inflexible. A pesar de todos los atractivos y halagos de la joven, sólo tenía una respuesta que ofrecerle: que aquello no era asunto suyo, que su padre sabía mejor lo que le convenía y que él, Kull, no estaba dispuesto a interferir.
Finalmente, Nalissa abandonó sus intentos y se marchó, con la cabeza inclinada y arrastrando los pies. Al salir del salón real se encontró con su padre, que llegaba en ese momento. Murom bora Ballin, que imaginó cuál había sido el propósito que había inducido a su hija a visitar al rey, no le dijo nada, pero la mirada que le dirigió indicaba bien a las claras el castigo que le reservaba. La joven subió a la silla que la esperaba, sintiéndose desgraciada, como si la pena que la abrumaba no pudiera ser soportada por ninguna otra mujer. Entonces, su naturaleza interna se afirmó a sí misma. En sus ojos oscuros brotó la llama de la rebelión, y dirigió unas pocas y rápidas palabras a los esclavos que portaban su silla.
Mientras tanto, el conde Murom se encontraba ante su rey, con los rasgos de la cara convertidos en una máscara de deferencia formal. Kull observó aquella expresión, y eso le dolió. Existía formalidad entre él y todos sus súbditos y aliados, excepto con el picto Brule y el embajador Ka-nu, pero aquella estudiada formalidad era algo nuevo en el conde Murom, y Kull no tardó en imaginar la razón.
—Tu hija ha estado aquí, conde —dijo bruscamente.
—Sí, majestad —asintió con tono impasible y majestuoso.
—Probablemente sabrás por qué. Desea casarse con Dalgar de Farsun.
El conde efectuó una leve inclinación de cabeza.
—Si vuestra majestad lo desea así, no tenéis más que decirlo —dijo, al tiempo que unas líneas duras se extendían por su rostro.
Kull, aguijoneado, se levantó, cruzó la estancia y se dirigió hacia la ventana donde, una vez más, contempló la ciudad amodorrada. Sin volverse dijo desde allí:
—Ni por la mitad de mi reino me atrevería a interferir en tus asuntos familiares, y mucho menos obligarte a seguir un curso de acción desagradable para ti.
El conde se encontró a su lado en un instante, desaparecida toda su anterior formalidad, con una expresión elocuente en sus exquisitos ojos.
—Majestad, os había juzgado mal. Debería haberme dado cuenta de que…
Hizo ademán de arrodillarse, pero Kull lo contuvo con un gesto.
—Tranquilízate, conde. Tus asuntos privados son tuyos. No puedo ayudarte, pero tú sí puedes ayudarme a mí. El ambiente me huele a conspiración. Desde mi juventud he aprendido a percibir el peligro. Ya entonces sentía la cercanía de un tigre en la jungla, o de una serpiente entre la hierba alta.
—Mis espías se han dedicado a recorrer la ciudad, majestad —dijo el conde, con los ojos iluminados ante la perspectiva de la acción inmediata—. La gente murmura, como lo haría bajo cualquier gobernante, pero acabo de hablar con Ka-nu, en el consulado, y me ha dicho que os advierta que están actuando influencias externas y dinero extranjero. Dice no saber todavía nada definitivo, pero que sus pictos han obtenido cierta información de un sirviente borracho del embajador veruliano, vagos atisbos indicativos de algún golpe que está preparando ese gobierno.
—Todos conocemos la gran capacidad veruliana para el engaño —asintió Kull con un gruñido—. Pero Gen Dala, el embajador veruliano es la misma esencia del honor.
—Tanto mejor para utilizarlo como pantalla. Si no sabe nada de lo que planea su nación, tanto mejor servirá para enmascarar esos planes.
—Pero ¿qué ganaría Verulia con ello? —preguntó Kull.
—Gomlah, un primo lejano del rey Borna, se refugió allí cuando derrocasteis a la antigua dinastía. Sin vos, Valusia se haría añicos. Los ejércitos quedarían desorganizados y nos veríamos abandonados por todos nuestros aliados, excepto los pictos; los mercenarios, a los que sólo vos podéis controlar, se revolverían contra Valusia, y seríamos así una presa fácil para la primera nación poderosa que se atreviera a atacarnos. Entonces, presentando a Gomlah como una excusa para la invasión, como una marioneta en el trono de Valusia…
—Comprendo —gruñó Kull—. Me siento mucho más cómodo en la batalla que en el consejo, pero lo comprendo. De modo que el primer paso sería mi eliminación, ¿no es eso?
—Así es, majestad.
Kull sonrió y flexionó sus poderosos brazos.
—Al fin y al cabo, esto de gobernar se hace aburrido a veces —dijo al tiempo que sus dedos acariciaban la empuñadura de la espada, que siempre llevaba al cinto.
En ese momento, apareció un esclavo y anuncio:
—Tu, primer consejero del rey, y Dondal, su sobrino.
Inmediatamente, dos hombres entraron en el salón. Tu, el primer consejero, era un hombre rechoncho, de mediana estatura, que ya se encontraba en la segunda mitad de la vida y que más se parecía a un mercader que a un consejero. Tenía el cabello escaso, el rostro surcado de arrugas y bajo sus cejas siempre había una mirada de perpetuo recelo. Sin embargo, se le notaban tanto los años como los honores recibidos. De origen plebeyo, se había abierto camino gracias exclusivamente al poder de su ingenio y a la intriga. Antes de la llegada de Kull, había visto aparecer y desaparecer a tres reyes, y se le notaba la tensión que eso le había supuesto.
Su sobrino Dondal era un joven delgado y un tanto amanerado, con intensos ojos oscuros y una sonrisa agradable. Su principal virtud radicaba en el hecho de saber contener la lengua, y no repetir nunca a nadie lo que oía decir en la corte. Por esa misma razón, se permitía su presencia en lugares a los que su estrecho parentesco con Tu no le habría permitido acceder.
—Sólo se trata de una pequeña cuestión de estado, majestad —dijo Tu—. Ese permiso para la construcción de un nuevo puerto en la costa occidental. ¿Querréis firmarlo?
Kull firmó el documento. Tu extrajo del interior de su pecho un anillo de forma sujeto con una pequeña cadena que siempre llevaba alrededor del cuello, y aplicó el sello real. Este anillo era, en efecto, la réplica de la firma real y ningún otro anillo en el mundo era exactamente igual, razón por la que Tu lo llevaba siempre alrededor del cuello, tanto cuando estaba despierto como cuando dormía. A excepción de los que se hallaban presentes en ese momento en el salón del trono, nadie más sabía dónde se guardaba el anillo de la firma real.
De un modo casi imperceptible, la quietud del día se había transformado en la quietud de la noche. La luna todavía no había salido y las pequeñas estrellas plateadas daban poca luz, como si su radiación se viera estrangulada por el calor que todavía surgía de la tierra.
Los cascos de un solo caballo produjeron un resonar hueco a lo largo de una calle desierta. Si alguien estaba observando desde las ventanas negras de las casas, no dieron la menor muestra de que nadie supiera que era Dalgar de Farsun el que montaba a caballo y avanzaba a través de la noche y el silencio.
El cuerpo ágil y atlético del joven farsuno aparecía completamente cubierto por una armadura ligera, y también llevaba puesto el casco. Parecía perfectamente capaz de manejar la espada larga y fina, de empuñadura cubierta de joyas, que le colgaba del costado, y el pañuelo que le cruzaba el pecho cubierto de acero, con su roja rosa, no disminuía en nada la imagen de masculinidad que ofrecía.
Ahora, mientras cabalgaba, leyó de nuevo la nota arrugada que llevaba en la mano y que, medio desplegada, dejaba al descubierto el siguiente mensaje, escrito en los caracteres propios de Valusia: «A medianoche, amado mío, en los jardines malditos, al otro lado de los muros. Huiremos juntos».
Una nota dramática. Los atractivos labios de Dalgar se curvaron ligeramente al leerla. Bueno, podía disculparse un poco de melodrama en una muchacha joven, y él mismo disfrutaba un tanto con ello. Un estremecimiento de éxtasis le sacudió, sólo de pensar en la cita. Al amanecer ya se encontraría al otro lado de la frontera veruliana, junto con su futura esposa. Que el conde Murom bora Ballim se enfureciera después todo lo que quisiera, o que el ejército valuso les siguiera la pista, porque, una vez cruzada esa frontera, él y Nalissa estarían a salvo. Se sentía muy animado y romántico; el corazón se le hinchaba con las estúpidas heroicidades propias de la juventud. Todavía faltaban varias horas para la medianoche, pero… Con los talones cubiertos de acero, hizo que el caballo girara hacia un lado para seguir un atajo, a través de unas estrechas calles oscuras.
—Oh, luna plateada en un pecho de plata… —murmuró en voz baja, repitiendo las palabras de amor de los versos de Ridondo, aquel poeta loco, ya muerto.
Entonces, el caballo lanzó un bufido y se revolvió, inquieto. Entre las sombras de una puerta escuálida, un bulto oscuro se movió y gimió.
Dalgar se inclinó y vio la forma de un hombre. Arrastró el cuerpo hacia una zona comparativamente más iluminada, y se dio cuenta de que el hombre todavía respiraba. Algo caliente pegajoso y se adhirió a su mano.
El hombre era rechoncho y aparentemente viejo, pues su cabello era escaso y la barba aparecía moteada de blanco. Iba vestido con los andrajos de un mendigo, pero incluso en la oscuridad Dalgar se dio cuenta de que sus manos eran suaves y blancas por debajo de la suciedad. La sangre manaba de una fea brecha abierta en la parte lateral de la cabeza, y tenía los ojos cerrados, aunque gemía de vez en cuando.
Dalgar se arrancó un trozo de tela de la faja para restañar la herida y, al hacerlo, el anillo que llevaba en un dedo quedó enredado entre los pelos de la barba. Al tirar de la mano, con un gesto impaciente, la barba se desprendió por completo, y dejó al descubierto el rostro suavemente afeitado y de profundas arrugas de un hombre que parecía hallarse al final de la mitad de su vida. Dalgar emitió una exclamación y retrocedió. Se levantó de un salto, aturdido y conmocionado. Permaneció allí de pie durante un momento, sin dejar de observar fijamente al hombre que gemía; luego, el rápido tintineo de los cascos de un caballo en una calle paralela le hizo recuperar el sentido.
Echó a correr por la calle, hasta llegar a la esquina, y se acercó al jinete. El hombre se detuvo con un movimiento rápido al tiempo que llevaba la mano hacia la espada. Los cascos de su corcel arrancaron chispas del empedrado de la calle, al descender el caballo, que se había encabritado.
—¿Qué ocurre ahora? ¡Oh…, eres tú, Dalgar!
—¡Brule! —exclamó el joven farsuno—. ¡Rápido! Tu, el primer consejero, yace en esa calle. Está sin sentido, y puede que haya sido asesinado.
El picto desmontó en un instante, con la espada ya empuñada. Tiró las riendas por encima de la cabeza de su montura, dejó al corcel allí, como una estatua, y siguió a Dalgar a la carrera.
Ambos se inclinaron sobre el herido consejero, y Brule recorrió su cuerpo con mano experta.
—Al parecer, no tiene ninguna fractura —gruñó el picto—, aunque no puedo saberlo con seguridad, claro. ¿Se le había caído la barba cuando lo encontraste?
—No, tiré de ella accidentalmente y se desprendió…
—En tal caso, es muy probable que esto sea obra de algún desalmado que no le conocía. Al menos, eso es lo que preferiría pensar. Si el hombre que lo asaltó sabía que se trataba de Tu, eso significaría que una negra traición se está cociendo en Valusia. Ya le dije más de una vez que sería un desastre deambular por la ciudad disfrazado de esa guisa, pero eso no es suficiente para convencer a un consejero. Insistió en que de ese modo podría enterarse de lo que estaba sucediendo, que podría controlar el pulso del imperio, según sus propias palabras.
—Pero, si ha sido obra de un ladrón, ¿por qué no le han robado? —preguntó Dalgar—. Aquí está su bolsa, con unas pocas monedas de cobre. Además, ¿intentaría alguien robarle a un mendigo?
El asesino de la lanza emitió un juramento.
—Tienes razón. Pero, en nombre de Valka, ¿quién podía saber que él era Tu? Nunca se ponía dos veces el mismo disfraz, y sólo Dondal y un esclavo le avudaban a ponérselo. ¿Qué andaría buscando el que lo asaltó? Oh, por Valka…, podría morirse mientras nosotros estamos aquí haciendo conjeturas. Ayúdame a subirlo a mi caballo.
Una vez que el primer consejero estuvo montado en la silla, sostenido por los brazos acerados de Brule, recorrieron las calles en dirección al palacio. La guardia, asombrada, les franqueó el paso, y el hombre inconsciente fue llevado a una cámara interior y recostado en un diván, donde mostró signos de recuperar la conciencia, bajo los cuidados de las esclavas y las damas de la corte.
Finalmente, se sentó y se agarró la cabeza con las manos. Ka-nu, el embajador picto y el hombre más astuto del reino, se inclinó sobre él.
—¡Tu! ¿Quién te ha atacado?
—No lo sé —contestó el consejero, todavía mareado—. No recuerdo nada.
—¿Llevabas encima algún documento importante?
—No.
—¿Te han robado algo?
Tu se palpó los ropajes con incertidumbre. Su mirada brumosa empezó a aclararse y entonces, de repente, se iluminó con una súbita comprensión.
—¡El anillo! ¡El anillo de la firma real! ¡Ha desaparecido!
Ka-nu se golpeó la palma de una mano con el puño y emitió una sentida maldición.
—¡Eso es lo que sucede por llevarlo siempre contigo! ¡Ya te lo advertí! Rápido, Brule, Kelkor, Dalgar…, una vil traición se prepara. Acudid pronto a la cámara del rey.
Delante del dormitorio real montaban guardia diez de los asesinos rojos, el regimiento favorito del rey. Ante las rápidas preguntas de Ka-nu, contestaron que el rey se había retirado a descansar hacía más o menos una hora, que nadie había intentado entrar, y que no habían oído ningún sonido.
Ka-nu llamó a la puerta. No hubo respuesta. Acuciado por el pánico, intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave por dentro.
—¡Derribad esa puerta! —gritó con el rostro muy pálido y un inusitado timbre de tensión en su voz.
Dos de los asesinos rojos, de tamaño gigantesco, lanzaron todo su peso contra la puerta, pero ésta, al ser de pesado roble y estar protegida con bandas de bronce, resistió el embate. Brule los apartó a un lado y atacó la maciza puerta con su espada. Bajo los pesados golpes del afilado acero, la madera y el metal terminaron por ceder, y unos momentos después Brule lanzaba todo su peso sobre ella y entraba en el dormitorio, pasando por encima de los restos.
Se detuvo de inmediato con un grito ahogado y miró por encima del hombro, mientras Ka-nu se mesaba desesperadamente la barba. La cama real aparecía revuelta, como si alguien hubiera dormido efectivamente en ella, pero no se veía el menor rastro del rey. El dormitorio estaba completamente vacío, y sólo la ventana abierta parecía ofrecer una explicación a la extraña desaparición.
—¡Registrad las calles! —rugió Ka-nu—. ¡Peinad toda la ciudad! Que redoblen la guardia en todas las puertas. Kelkor, alerta a toda la fuerza de los asesinos rojos. Brule, reúne a tus jinetes y ponte al frente de ellos, hasta la muerte si es necesario. ¡Daos prisa! Dalgar…
Pero el farsuno había desaparecido. Había recordado de repente que ya se acercaba la medianoche, y para él era mucho más importante el hecho de que Nalissa bora Ballin le estuviera esperando en los jardines malditos, a tres kilómetros de distancia de los muros de la ciudad, antes que conocer el paradero del rey, fuera quien fuese.
Esa noche, Kull se había retirado pronto a sus aposentos. Tal y como era su costumbre, se entretuvo unos minutos ante la puerta del dormitorio real para charlar con la guardia, viejos compañeros de regimiento, e intercambiar algún que otro recuerdo sobre los viejos tiempos, en que había cabalgado entre las filas de los asesinos rojos. Luego, despidió a sus sirvientes, entró en el dormitorio, apartó los cobertores de su cama y se preparó para descansar. Una actitud extraña para tratarse de un rey, no cabe la menor duda, pero ya hacía tiempo que Kull se había acostumbrado a la vida ruda del soldado, y antes de eso había formado parte de una tribu de salvajes. Nunca se había acostumbrado del todo a que los demás le hicieran las cosas y, al menos en la intimidad de su dormitorio, prefería cuidar de sí mismo.
Justo en el momento en que se volvió para apagar la vela que iluminaba la estancia, oyó unos ligeros golpecitos en el alféizar de la ventana. Con la espada en la mano1 cruzó la habitación con el paso natural y silencioso de una gran pantera, y se asomó al exterior. Los setos y los árboles se veían vagamente en la semioscuridad, bajo la luz de las estrellas. El sonido de las fuentes llegaba distante hasta él, y su mirada no pudo distinguir la figura de ninguno de los centinelas que recorrían aquellos confines.
Sin embargo, aquí, junto a su codo, se encontraba el misterio. Agarrado a las enredaderas que cubrían el muro, había un pequeño tipo de rostro arrugado, con el mismo aspecto de los mendigos profesionales que pululaban por las calles más sórdidas de la ciudad. Parecía un ser inofensivo, con sus delgadas piernas y su rostro de mono, y Kull le miró con el ceño fruncido.
—Ya veo que voy a tener que poner centinelas a los pies de mi ventana1 o cortar estas enredaderas —dijo el rey—. ¿Cómo has podido cruzar entre la guardia?
El hombre arrugado se llevó un delgado dedo a los labios, con un gesto que rogaba silencio; luego, con la habilidad propia de un simio, deslizó una mano a través de los barrotes y, en silencio, entregó a Kull un pergamino. El rey lo desenrolló y leyó: «Rey Kull, si valoráis en algo vuestra vida, o el bienestar del reino, seguid a este guía hasta el lugar al que os conducirá. No habléis con nadie. Procurad que no os vean los guardias. Los regimientos son un hervidero de traiciones, y si queréis seguir viviendo y conservar el trono, debéis hacer exactamente lo que os digo. Confiad en el portador de esta nota». La misiva estaba firmada: «Tu, primer consejero de Valusia», y se veía en ella el sello del anillo real.
Kull juntó las cejas. Aquello no tenía buen aspecto, pero se trataba, sin duda, de la letra de Tu, pues no dejó de observar el rasgo peculiar e imperceptible de la última letra del nombre de Tu, que era la característica peculiar del consejero, por así decirlo. Además, estaba el sello, y aquel sello no se podía duplicar. Era la firma de Kull.
—Muy bien —asintió—. Espera a que me arme.
Vestido y cubierto con una ligera armadura de cota de malla, Kull se dirigió de nuevo hacia la ventana. Agarró las barras, una en cada mano, aplicó cautelosamente su tremenda fuerza y sintió que cedían hasta que le pareció que incluso sus anchas espaldas cabrían por el hueco. Se puso a horcajadas sobre el alféizar, se agarró de las enredaderas y descendió por ellas con la misma facilídad con que lo había hecho el pequeño mendigo que le precedía.
Al pie del muro, Kull sujetó a su compañero por el brazo.
—¿Cómo lograste burlar a la guardia? —preguntó con un susurro.
—A quien se me acercó, le mostré el signo del sello real.
—Eso no será suficiente ahora —gruñó el rey—. Sígueme, yo conozco la rutina que siguen.
Transcurrieron unos veinte minutos, durante los que permanecieron tumbados, a la espera, ocultos tras un árbol o un seto, hasta que pasaba un centinela y avanzaban hacia un nuevo escondite, a base de carreras cortas y rápidas entre las sombras. Finalrnente, llegaron junto a la muralla exterior. Kull tomó a su guía por los tobillos y lo levantó hasta que los dedos de éste se sujetaron a lo alto de la muralla. Una vez a horcajadas sobre ella, el mendigo le tendió una mano para ayudarle, pero Kull, con un gesto de desprecio, retrocedió unos pasos, emprendió una corta carrera, saltó en el aire y se sujetó al parapeto con una mano, para luego elevar su gran estructura a pulso, hasta encontrarse en lo alto de la muralla, todo ello con un increíble despliegue de fortaleza y agilidad.
Un momento más tarde, las dos figuras extrañamente incongruentes se habían dejado caer al otro lado de la muralla y se desvanecían, tragadas por la oscuridad.
Nalissa, hija de la casa de bora Ballin, se sentía nerviosa y asustada. Sostenida por sus elevadas esperanzas y por la sinceridad de su amor, no lamentaba la precipitación de las acciones que había emprendido durante las últimas horas, pero deseaba que llegara rápidamente la medianoche, que le traería a su amante.
Hasta el momento, su huida había resultado fácil. No era sencillo para nadie abandonar la ciudad tras la caída de la noche, pero ella se había alejado a caballo de la casa de su padre poco antes de la puesta del sol, tras decirle a su madre que pasaría aquella noche en casa de una amiga. Fue una suerte para ella que a las mujeres de la ciudad de Valusia se les permitiera esa insólita libertad, y no tuvieran que verse recluidas en los harenes y en verdaderas casas-prisión, como sucedía en los imperios orientales; se trataba de una costumbre que había sobrevivido a la gran inundación.
Nalissa salió tranquilamente por la puerta oriental y luego sedirigió directamente hacia los jardines malditos, situados a dos millas al este de la ciudad. En otros tiempos, aquellos jardines habían sido lugar de recreo y propiedad de un noble, pero empezaron a difundirse historias que hablaban de libertinajes crueles y ritos de adoración demoniaca, hasta que la gente, enloquecida por la regular desaparición de sus hijos se encaminó hacia los jardines y una multitud fuera de sí ahorcó al príncipe ante la puerta de su propia mansión. Al registrar los jardines, la gente descubrió cosas horribles y, arrastrada por la repugnancia y el horror, destruyeron parcialmente la mansión y las glorietas, las pérgolas, las grutas y los muros. No obstante, construidos con un mármol imperecedero, muchos de los edificios resístieron tanto los mazos de la multitud como los estragos del tiempo. Ahora, abandonados desde hacía más de un siglo, dentro de aquellos muros medio desmoronados había brotado una verdadera jungla en miniatura, y la vegetación cubría casi por completo las ruinas.
Nalissa ocultó el caballo en una glorieta arruinada, y se sentó sobre el agrietado suelo de mármol, dispuesta a esperar. Al principio, no fue mal. La suave puesta de sol veraniega pareció inundar el paisaje, suavizándolo todo con sus dulces tonalidades amarillentas. Se sintió intrigada por el vasto mar verdoso que la rodeaba, salpicado de resplandores blancos allí donde todavía se veían muros de mármol y tejados desmoronados. Pero a medida que fue cayendo la noche y las sombras lo fueron invadiendo todo, Nalissa empezó a ponerse nerviosa. La brisa nocturna parecía susurrar cosas crueles entre las ramas de los árboles, las anchas hojas de palma y la hierba alta, y las estrellas producían una impresión de frialdad y lejanía. Empezó a recordar las leyendas y las historias que se habían contado y se imaginó que, por encima de los fuertes latidos de su corazón, pudo oír el roce de unas invisibles alas negras y el murmullo de unas voces hostiles.
Rogaba para que llegara la medianoche, y Dalgar con ella. Si Kull hubiera podido verla en ese momento, no habría pensado en lo misterioso de su profunda naturaleza, ni en las señales del gran futuro que le esperaba, sino que sólo habría visto a una joven asustada, que deseaba apasionadamente sentirse consolada y acariciada en brazos de un hombre.
Pero en ningún momento cruzó por su mente la idea de abandonar.
Daba la impresión de que el tiempo no pasaba, a pesar de lo cual transcurría de algún modo. Finalmente, un débil resplandor indicó la próxima salida de la luna y supo que poco a poco se acercaba el momento de la medianoche.
Entonces, de improviso, se oyó un ruido que la hizo ponerse en pie de un salto y sentir que el corazón se le subía a la garganta. En alguna parte de los supuestamente desiertos jardines, el silencio de la noche se vio rasgado por un grito y un sonido metálico de acero. Un nuevo grito, breve y horrible, le heló la sangre en las venas. Luego, se hizo de nuevo el silencio, como un sudario sofocante.
«¡Dalgar! ¡Dalgar! ¿Dónde estás?». Este pensamiento martilleaba sin cesar su aturdido cerebro. Posiblemente, su amante había acudido a la cita y había caído víctima de alguien… o de algo.
Se asomó del lugar donde se ocultaba, con una mano sobre el corazón, que parecía querer estallarle entre las costillas. Empezó a recorrer un camino empedrado y las hojas de las palmeras rozaron sus dedos. Parecía hallarse rodeada por un abismo de sombras pulsantes, vibrantes y llenas de una maldad sin nombre. No se oía el menor sonido.
Por delante de ella se levantaban las sombras de la mansión arruinada. Entonces, de improviso, dos hombres le salieron al paso. Lanzó un solo grito y su lengua se quedó como petrificada por el terror. Trató de huir, pero las piernas no le obedecieron, y antes de que pudiera hacer un solo movimiento uno de los hombres se apoderó de ella, agarrándola por la cintura, y se la colocó bajo el brazo, como si se tratara de una niña pequeña.
—Una mujer —gruñó en un idioma que Nalissa apenas comprendió, pero que reconoció como verulíano—. Dame tu puñal y me encargaré de…
—No tenemos tiempo ahora —replicó el otro utilizando la misma lengua—. Arrójala ahí, con él, y ya nos encargaremos de ambos después. Tenemos que traer a Phondar aquí, antes de matarle; quiere interrogarle un poco.
—¿De qué servíra eso? —murmuró el gigante veruliano, que siguió a su compañero—. No querrá hablar, de eso puedes estar seguro. Desde que le capturamos, sólo ha abierto la boca para maldecirnos.
Nalissa, transportada de una forma tan ignominiosa bajo el brazo de su raptor, estaba helada de temor, pero su mente funcionaba a toda velocidad. ¿A quién se referían? ¿A quién querían interrogar y luego asesinar? La posibilidad de que pudiera tratarse de Dalgar despejó de su mente el temor que sentía por sí misma, y llenó su alma de una rabia salvaje y desesperada. Empezó a patalear y a retorcerse con violencia, y fue castigada con un fuerte bofetón que arrancó lágrimas de sus ojos y un grito de dolor de sus labios. Se resignó a una humillante sumisión y poco después fue arrojada sin consideración alguna a través del umbral de una puerta cubierta por las sombras. Cayó de bruces al suelo, hecha un ovillo.
—¿No será mejor atarla? —preguntó el gigante.
—¿De qué serviría? No puede escapar, y tampoco puede desatarle. Vamos, date prisa. Tenemos cosas que hacer.
Nalissa se sentó y miró tímidamente a su alrededor. Se encontraba en una pequeña cámara, cuyos rincones aparecían cubiertos de telarañas. El suelo estaba cubierto de polvo y de fragmentos de mármol, desprendidos de las paredes ruinosas. Una parte del techo había desaparecido y la luna, que ahora se elevaba con lentitud, vertía su luz a través de la abertura. Gracias a ella, pudo ver una figura en el suelo, cerca de la pared. Se encogió y los dientes se hundieron en sus labios, con una horrorizada expectativa; entonces, con una delirante sensación de alivio, se dio cuenta de que aquel hombre era demasiado corpulento para tratarse de Dalgar. Se arrastró hacia él y le miró la cara. Estaba atado de pies y manos, y amordazado, pero, por encima de la mordaza, dos fríos ojos grises miraron fijamente los suyos.
—¡Rey Kull!
Nalissa se lleyó ambas manos a las sienes, apretándoselas, mientras la estancia parecía tambalearse ante su mirada conmocionada y asombrada. Un instante después, sus dedos, delgados pero fuertes, se pusieron a trabajar sobre la mordaza. Tras unos pocos minutos de intenso esfuerzo, logró soltarla. Kull extendió las mandíbulas y lanzó un juramento en su propia lengua, considerado, incluso en tal situación, con los tiernos oídos de la joven.
—Oh, mí señor, ¿cómo habéis llegado hasta aquí? —preguntó la joven, que se retorcía las manos.
—O bien el consejero en quien más confío es un traidor, o yo soy un loco —gruñó el gigante—. Alguien se me acercó con una carta escrita por Tu, que llevaba incluso el sello real. Le seguí, tal y como me pedía la carta. Atravesamos la ciudad y llegamos ante una puerta cuya existencia ni siquiera yo conocía. Esa puerta no estaba vigilada por nadie y aparentemente es desconocida de todos, excepto por parte de aquellos que conspiran contra mí. Una vez al otro lado, alguien esperaba con caballos, y cabalgamos a toda velocidad hasta estos condenados jardines. Dejamos los caballos junto al muro semiderruido, y fui conducido hasta aquí, como un estúpido ciego y sordo, preparado para el sacrificio. Al cruzar el umbral de esa puerta, una gran red cayó sobre mí, lo que me impidió desenvainar la espada, y me sujetó las extremidades. Instantáneamente, una docena de bribones se aba1anzó sobre mí y…, bueno, de todos modos, capturarme no les resultó tan fácil como se habían imaginado. Dos de ellos me reorcieron el brazo, de modo que no pude utilizar la espada, pero le propiné un buen patadón a uno de ellos, y pude oír el crujido de sus costillas al partirse. Logré romper la red que me aprisionaba con la mano izquierda, y atravesé con mi daga a otro que encontró la muerte y que gritó como un alma perdida en su último instante. Pero, ¡por Valka!, ellos eran demasiados. Finalmente, lograron quitarme la armadura —Nalissa se dio cuenta entonces de que el rey sólo llevaba puesto una especie de taparrabos—, y me ataron y amordazaron como has visto. Ni siquiera el propio diablo podría romper estas cuerdas. No vale la pena intentar desatar los nudos. Por lo visto, uno de esos hombres era marinero, y sé muy bien la clase de nudos que son capaces de hacer los marinos. Yo mismo fui en otros tiempos esclavo en una galera.
—Pero ¿qué puedo hacer yo? —preguntó la joven con un gemido sin dejar de retorcerse las manos.
—Coge un trozo grande de mármol y desbástalo hasta que tenga un canto afilado —se apresuró a contestar Kull—. Tienes que cortarme estas cuerdas.
Ella así lo hizo y sus esfuerzos se vieron recompensados cuando consiguió un delgado trozo de mármol cuyo borde cóncavo parecía tan afilado como una cuchilla dentada.
—Temo causaros cortes en la piel, señor —se disculpó. Al tiempo que empezaba a trabajar.
—Corta la piel, la carne y hasta el hueso si es necesario para liberarme —espetó Kull con los ojos encendidos—. ¡Haberme dejado atrapar con un ciego estúpido! ¡Ah, qué imbécil soy! ¡Por Valka, Honan y Hotath! Pero en cuanto le ponga la mano encima a esos bribones. ¿Y tú? ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Ya hablaremos de eso más tarde —contestó Nalissa jadeante—. Ahora no tenemos ningún tiempo que perder.
Se hizo el silencio, mientras la joven intentaba cortar aquellas tenaces cutrdas, sin preocuparse lo más mínimo por sus delicadas manos, que no tardaron en quedar laceradas y sangrantes. Pero lentamente, hilacha a hilacha, las cuerdas fueron cediendo. Sin embargo, todavía quedaban suficientes como para sujetar a cualquier hombre ordinario cuando unos pesados pasos resonaron en el umbral.
Nalissa se quedó petrificada. Se oyó una voz.
—Está ahí dentro, Phondar, atado y amordazado Hay con él una dama valusa a la que descubrimos deambulando por los jardines.
—En ese caso, vigilad atentos por si llegara su galán —dijo otra voz con tonos duros y rechinantes, como los de un hombre acostumbrado a ser obedecido—. Es muy probable que se haya citado aquí con algún mentecato. En cuanto a ti…
—Nada de nombres, nada de nombres mi buen Phondar —le interrumpió una sedosa voz valusa—. Recuerda nuestro acuerdo. Hasta que Gomlah se siente en el trono yo no soy más que… el enmascarado.
—Muy bien —gruñó el veruliano—. Pues entonces debo decirte que has hecho muy buen trabajo esta noche, enmascarado. Nadie más que tú podría haberlo conseguido, pues sólo tú sabías cómo apoderarte del sello real. Sólo tú podías imitar tan bien la escritura de Tu. Y a propósito…, ¿mataste al viejo?
—¿Qué importa eso? Morirá esta noche o el día en que Gomlah suba al trono. Lo verdaderamente importante es que el rey está en nuestro poder, impotente.
Kull reflexionaba a toda velocidad, en un intento desesperado por distinguir la voz cavernosa y familiar de aquel traidor. En cuanto a Phondar…, su rostro esbozó una mueca cruel. Debía de ser una conspiración muy importante para que Verulia enviara al comandante de sus fuerzas armadas para realizar el trabajo sucio. El rey conocía bien a Phondar, y en otros tiempos incluso le había agasajado en el palacio.
—Entrad y sacadlo —ordenó Phondar—. Lo llevaremos a la vieja cámara de torturas. Tengo algunas preguntas que hacerle.
La puerta se abrió y un hombre entró; era el mismo gigante que había capturado a Nalissa. Cerró la puerta tras él y cruzó la estancia, sin dirigir una sola mirada a la muchacha, acurrucada en un rincón. Se inclinó sobre el rey atado y lo agarró por el hombro y una pierna para levantarlo a pulso; entonces se oyó un golpe repentino cuando Kull, empleando toda su fuerza de hierro, dio un tirón convulsivo y rompió el resto de las cuerdas que todavía le sujetaban.
No había permanecido atado el tiempo suficiente como para que se le cortara la circulación, lo que habría podido afectar a su fortaleza. Sus manos se lanzaron hacia el cuello del gigante, tal y como habría atacado una serpiente pitón, y lo rodearon con garras de acero.
El gigante cayó de rodillas. Se llevó una mano hacia los dedos que le atenazaban el cuello, y la otra a la funda de la daga. Sus dedos rodearon como el acero la muñeca de Kull, y la daga surgió de la funda con un resplandor metálico. Luego, sus ojos se abultaron, abrió la boca y la lengua salió, fláccida. Los dedos se desprendieron de la muñeca del rey, y la daga se deslizó de una mano ya sin nervio. El veruliano quedó fláccido, con la garganta literalmente aplastada bajo aquella terrible presión. Kull dio un tirón terrorífico de su cabeza hacia un lado, partiéndole el cuello, lo dejó en el suelo y le desenvainó la espada de la funda. Nalissa había recogido la daga caída al suelo.
La lucha sólo había durado unos pocos segundos, y no había producido más ruido que el que pudiera haber causado un hombre que levantara a otro pesado para echárselo sobre el hombro.
—¡Date prisa! —gritó la impaciente voz de Phondar desde el otro lado de la puerta.
Kull, agazapado como un tigre en el interior de la estancia, pensó con rapidez. Sabía que allí fuera había por lo menos un pelotón de conspiradores. También sabía, por el sonido de las voces, que al otro lado de la puerta sólo había dos o tres, al menos por el momento. La estancia donde se encontraba no era un buen lugar para defenderse. Los otros no tardarían en entrar para ver qué provocaba el retraso. Entonces, tomó una decisión y actuó con rapidez. Llamó a su lado a la muchacha.
—En cuanto haya salido por esa puerta, sal corriendo y sube la escalera que hay a la izquierda.
La joven asintió, temblorosa, y él le dio una tranquilizadora palmada en el hombro. Luego, se dio media vuelta y abrió la puerta de golpe.
Los hombres que había al otro lado esperaban al gigante veruliano con el rey impotente sobre sus hombros. Ante aquella aparición inesperada, se quedaron boquiabiertos. Kull estaba de pie ante la puerta, medio desnudo, agazapado como un tigre humano a punto de saltar, mostrando los dientes en un gruñido de furia combativa, con los ojos encendidos. La hoja de la espada que empuñaba efectuó un molinete, como una rueda de plata bajo la luz de la luna.
Kull vio a Phondar, acompañado por dos soldados verulianos y una figura delgada que llevaba puesta una máscara negra. Transcurrió apenas un instante fugaz y se lanzó contra sus enemigos. La danza de la muerte había empezado.
El comandante veruliano fue el primero en caer, ante la primera embestida del rey, con la cabeza hendida hasta los dientes a pesar del casco que llevaba puesto. El enmascarado desenvainó y lanzó una estocada con la espada, cuya punta recorrió la mejilla de Kull. Uno de los soldados, que se abalanzó contra el rey con una lanza, fue hábilmente esquivado y un instante después yacía muerto sobre su jefe. El otro soldado se amilanó, dio media vuelta y echó a correr, llamando a gritos a sus camaradas. El enmascarado retrocedió con rapidez ante el ataque en tromba del rey, sin dejar de esquivarle y parar sus golpes con una habilidad casi increíble. Pero, ante la abrumadora ferocidad de la embestida, no tuvo tiempo para atacar, sino sólo para defenderse. Kull golpeaba la hoja de su acero como un herrero pudiera golpear el yunque, y cada una de sus embestidas parecía estar a punto de partir en dos aquella cabeza enmascarada y encapuchada, pero la larga y delgada espada valusa se interponía siempre en el camino, desviaba la estocada por poco, o conseguía detenerla a pocos centímetros de su piel, aunque siempre lo suficiente.
Entonces, Kull vio que los soldados verulianos corrían hacia ellos por entre la maleza, oyó el tintineo de sus armas y sus feroces gritos. Atrapado allí, al aire libre, no tardarían en rodearle y ensartarle como a una rata. Lanzó una última estocada maligna contra el valuso que retrocedía y luego, irguiéndose, se dio media vuelta y echó a correr por la escalera, en lo más alto de la cual ya le esperaba Nalissa.
Una vez allí se volvió, acorralado. Él y la muchacha se encontraban sobre una especie de promontorio artificial. Un tramo de escalera conducía hacia arriba, y en otro tiempo debía de haber existido otro tramo que condujera hacia abajo, pero este último se había desmoronado. Kull se dio cuenta de que se encontraban en un callejón sin salida. Las paredes caían a pico, cubiertas por esculturas talladas en el muro. «Bien, aquí moriremos —pensó Kull—. Pero también morirán otros muchos».
Los verulianos se reunieron al pie de la escalera, bajo la dirección del misterioso valuso enmascarado. Kull sujetó con fuerza la empuñadura de la espada y echó la cabeza hacia atrás, como un regreso inconsciente a los tiempos en que había llevado una melena tan poblada como la de un león.
Nunca había temido a la muerte, y no la temía ahora, y, de no haber sido por una única consideración, habría dado la bienvenida al clamor y la locura de la batalla, como una vieja amiga, sin lamentaciones inútiles. La consideración era la presencia de la muchacha que se hallaba a su lado. Al ver temblar su figura y observar la palidez de su rostro, tomó una decisión repentina.
Levantó una mano y gritó:
—¡Eh, hombres de Verulia! ¡Aquí estoy, acorralado! Muchos caerán antes de que yo muera. Pero si me prometéis que soltaréis a la muchacha, sin causarle el menor daño, no levantaré una sola mano contra vosotros. Podréis matarme como a una oveja.
Nalissa lanzó un grito de protesta y el enmascarado emitió una risotada.
—No hacemos tratos con quien ya está condenado. Esa muchacha también debe morir, y yo no hago promesas para violarlas. ¡Arriba, guerreros, a por él!
Subieron por la escalera como una negra oleada de muerte, haciendo destellar las espadas como plata congelada bajo la luz de la luna. Uno de ellos se adelantó en exceso. Se trataba de un enorme guerrero que blandía una gran hacha de combate. Este hombre, que se movió con mayor rapidez de la que Kull había esperado, se plantó en un instante sobre el rellano. Kull atacó y el hacha descendió. Con la mano izquierda en alto contuvo el descenso del arma en el aire, sujetándola por el pesado mango, una hazaña que pocos hombres habrían podido realizar, y al mismo tiempo golpeó con la derecha hacia el costado de su enemigo, y lo hizo con tal fuerza que la larga espada atravesó la armadura, la musculatura y el hueso, y la hoja quedó incrustada en la columna vertebral, rompiéndose.
Al darse cuenta, apenas tardó un instante en soltar la empuñadura de la inservible espada y arrancar el hacha de la mano del guerrero moribundo, que se tambaleó hacia atrás y cayó por la escalera, seguido por una breve y cruel risotada de Kull.
Los verulianos vacilaron sobre la escalera y, más abajo, el enmascarado les animó salvajemente a lanzarse al ataque. Ellos, en cambio, se mostraron más inclinados a dejar las cosas como estaban.
—Phondar ha muerto —gritó uno—. ¿Acaso vamos a recibir órdenes de un valuso? ¡Nos enfrentamos a un demonio, y no a un hombre! ¡Salvémonos!
—¡Cobardes estúpidos! —gritó la voz del enmascarado, elevándose en un grito felino—. ¿No os dais cuenta de que vuestra única seguridad estriba en matar al rey? Si fracasáis esta noche, vuestro propio gobierno os repudiará y ayudará a los valusos a daros caza. ¡Arriba, estúpidos! Es posible que mueran algunos, pero es mucho mejor que mueran unos pocos bajo el hacha del rey, que morir todos en la horca. Si uno sólo de vosotros se atreve a retroceder por esta escalera, ¡yo mismo lo mataré!
Y al tiempo que decía estas palabras, la larga y delgada espada les amenazó.
Desesperados y temerosos ante su líder, reconocieron la verdad que había en sus palabras, y los guerreros se volvieron hacia el acero de Kull. En el momento en que se lanzaron en masa a lo que necesariamente había de ser la última carga, Nalissa vio atraída su atención por un movimiento que se produjo en la base de la pared. Una figura se destacó de entre las sombras y empezó a subir la pared vertical, ascendiendo como un mono, utilizando las esculturas talladas en la pared como puntos de apoyo para manos y pies. Aquel lado del muro se hallaba envuelto en las sombras, y ella no pudo distinguir los rasgos del hombre que subía; además, llevaba puesto un pesado casco que todavía arrojaba más sombras sobre su rostro.
Sin decirle nada a Kull, que se hallaba de pie en el rellano, con el hacha preparada, ella se asomó por el borde del muro, medio oculta tras las ruinas de lo que en otro tiempo debía de haber sido un parapeto. Entonces se dio cuenta de que aquel hombre llevaba puesta una armadura completa, pero seguía sin poder ver sus rasgos. Se le aceleró la respiración, y levantó la daga, haciendo denodados esfuerzos por contener una oleada de náuseas.
Entonces, un brazo cubierto de acero apareció por el borde agarrándose a él; la muchacha saltó tan rápida y silenciosamente como una tigresa y atacó el rostro desprotegido, que se levantó repentinamente hacia la luz de la luna. Y en el preciso instante en que la daga descendía y ella ya no podía detener el golpe que se disponía a propinar, lanzó un grito de sorpresa y de agonía. Porque en ese último y fugaz segundo reconoció el rostro de su amante, Dalgar de Farsun.
Después de haberse alejado tan poco ceremoniosamente de la presencia de Ka-nu, Dalgar corrió hacia su caballo y cabalgó rápidamente hacia la puerta oriental. Había oído a Ka-nu dar órdenes de que cerraran todas las puertas de la ciudad, y que no dejaran salir a nadie, y cabalgó como un loco para adelantarse al cumplimiento de esa orden. De todos modos, ya resultaba bastante difícil salir por la noche y Dalgar, enterado de que las puertas no estarían protegidas esta noche por los incorruptibles asesinos rojos, había tenido la intención de abrirse paso a base de sobornos. Ahora, en cambio, todo dependía de la audacia de su plan.
Con el caballo cubierto de sudor, lo detuvo ante la puerta oriental y gritó:
—¡Abrid la puerta! ¡Debo llegar esta misma noche a la frontera veruliana! ¡Rápido! ¡El rey ha desaparecido! ¡Abrid paso y luego vigilad bien la puerta! ¡En nombre del rey! —Al ver que los soldados vacilaban, añadió—: ¡Daos prisa, estúpidos! ¡Puede que el rey corra un peligro mortal! ¡Abrid!
Desde el otro lado de la ciudad, con un tono profundo capaz de helar los corazones de un repentino espanto, llegó el sonido de la gran campana de bronce del rey, que sólo suena cuando el rey está en peligro. Los guardias quedaron como electrificados. Sabían que a Dalgar se le tenía en mucha estima, como noble que se hallaba de visita en Valusia. Creyeron, pues, en sus palabras, e impulsados por su voluntad le abrieron las grandes puertas, y el caballero salió disparado de inmediato como un rayo y un instante más tarde se había desvanecido en la oscuridad.
Mientras cabalgaba, confiaba en que Kull no hubiera sufrido graves daños, pues le gustaba aquel bárbaro campechano mucho más de lo que le habían gustado los restantes reyes sofisticados y sin sangre de los Siete Imperios. De haberle sido posible, habría colaborado en la búsqueda. Pero Nalissa le estaba esperando, y ya llegaba con retraso.
En cuanto el joven noble entró en los jardines tuvo la peculiar sensación de que allí, en el mismo corazón de la desolación y la soledad, había presentes muchos hombres. Un instante más tarde oyó el entrechocar del acero, el sonido de muchos pasos precipitados y unos feroces gritos en una lengua extranjera. Desmontó, desenvainó la espada y se abrió paso con cautela por entre la maleza, hasta que tuvo ante la vista la mansión en ruinas. Y allí, sus ojos pudieron contemplar una extraña escena.
En lo alto de una escalera medio en ruinas estaba de pie un gigante medio desnudo y manchado de sangre, a quien reconoció de inmediato como el rey de Valusia. A su lado se encontraba una mujer, y Dalgar apenas si pudo reprimir el grito que salió de sus labios… ¡Era Nalissa! Las uñas mordieron las palmas de sus manos cerradas. ¿Quiénes eran aquellos hombres vestidos de negro que se abalanzaban escalera arriba? No importaba. Sin duda alguna pretendían matar a la mujer y a Kull. Oyó el desafio que les lanzó el rey, ofreciéndoles su vida a cambio de la de Nalissa, y se sintió poseído por una oleada de gratitud. Entonces, observó las esculturas existentes en la pared, situada cerca de él, y no lo dudó ni un instante. Empezó a subir dispuesto a morir junto al rey, protegiendo a la mujer que amaba.
Había perdido de vista a Nalissa y ahora, mientras subía, no se atrevía a tomarse el tiempo para buscarla. Realizaba una tarea traicionera y resbaladiza en la que no podía descuidarse. No la volvió a ver hasta que llegó al borde y se impulsó hacia arriba. Entonces, la oyó gritar y vio la mano que descendía hacia su rostro, sosteniendo un rayo de plata. Se encogió instintivamente y recibió el golpe sobre el casco. La daga se rompió por la empuñadura y Nalissa se desmoronó y cayó en sus brazos.
Al oír el grito, Kull se volvió hacia ellos, con el hacha en alto. Se detuvo. Reconoció al farsuno e incluso en ese instante de peliro comprendió lo que ocurría. Sabía por qué estaba allí la pareja y sonrió, realmente satisfecho.
El ataque se detuvo apenas un segundo cuando los verulianos se dieron cuenta de la presencia del segundo hombre sobre el rellano. Pero enseguida volvieron a lanzarse a la carga y subieron los escalones, bajo la luz de la luna, con las hojas reluciendo y una expresión desesperada en la mirada. Kull salió al encuentro del primero con un poderoso golpe que aplastó casco y cráneo a un tiempo. Luego, Dalgar se situó a su lado y su hoja se extendió y se introdujo en la garganta de un veruliano. A continuación, se inició la batalla de la escalera, inmortalizada por poetas y juglares.
Kull estaba allí para morir y matar antes de morir. No se preocupó lo más mínimo de la defensa. Su hacha se convirtió en una rueda que sembraba la muerte a su alrededor, y a cada golpe que propinaba producía un crujido de acero y huesos, hacía brotar la sangre o arrancaba un grito gorgoteante de agonía. Los cuerpos se amontonaron sobre la escalera, pero los supervivientes no cejaron en su ataque, y volvieron a la carga avanzando por encima de las figuras ensangrentadas de sus camaradas.
Dalgar tuvo pocas oportunidades para lanzar algún mandoble. Comprendió en seguida que lo mejor que podía hacer era proteger a Kull, que había nacido para matar pero que, al hallarse sin armadura, corría el grave peligro de caer en cualquier instante.
Así pues, tejió con su espada una red de acero alrededor del rey, poniendo en juego todas sus habilidades en el manejo del arma. Su hoja relampagueante desviaba una y otra vez las estocadas dirigidas contra el corazón de Kull. Su antebrazo revestido de hierro detenía una y otra vez cada uno de los golpes que, de otro modo, le habrían matado. En dos ocasiones recibió sobre su propio casco los golpes destinados a la cabeza desnuda del rey.
Pero no resulta fácil proteger a otro hombre, al mismo tiempo que uno se protege. Kull sangraba de los cortes sufridos en la cara y en el pecho, de una cuchillada abierta en la sien, de un pinchazo en el muslo y de una profunda herida recibida en un hombro; una pica había rasgado la coraza de Dalgar, hiriéndole en un costado, y sintió que le abandonaban las fuerzas. Un último esfuerzo de sus enemigos y el farsuno se desmoronó y cayó a los pies de Kull, al tiempo que una docena de armas puntiagudas buscaban quitarle la vida. Kull lanzó el rugido de un león, hizo oscilar poderosamente el hacha de un lado a otro, aclaró un espacio ante él y pasó un pie al otro lado del joven caído. Los enemigos volvieron a lanzarse al ataque.
En ese momento, un estruendo de caballos resonó en los oídos de Kull, y los jardines malditos no tardaron en verse inundados por jinetes enloquecidos que gritaban como lobos a la luz de la luna. Una lluvia de flechas cruzó el aire bajo las estrellas y los hombres aullaron y cayeron de bruces sobre los escalones, para quedar inmóviles, o para arrancarse las crueles puntas profundamente hincadas en sus cuerpos. Los pocos que no habían recibido la caricia del hacha de Kull o de las flechas huyeron escalera abajo, sólo para encontrarse abajo con las silbantes espadas curvadas de los pictos de Brule. Y allí murieron aquellos guerreros verulianos, luchando hasta el último momento, como gatos inofensivos de su falso rey que les había enviado a una misión tan peligrosa como vil y estúpida, rechazados por los mismos que los habían enviado y cubiertos para siempre por la infamia. No obstante, murieron como hombres.
Pero hubo uno que no murió allí, al pie de la escalera. El enmascarado huyó en cuanto oyó el sonido de los caballos y ahora cruzaba la extensión de los jardines, lanzado a toda velocidad sobre un extraordinario caballo. Había llegado casi al muro exterior cuando Brule, el asesino de la lanza, se interpuso en su camino. Desde el alto promontorio en el que se hallaba, Kull, apoyado sobre su ensangrentada hacha, los vio luchar bajo la luz de la luna.
El enmascarado había abandonado sus tácticas defensivas. Cargó contra el picto con un valor despiadado, y el asesino de la lanza le salió al paso, caballo contra caballo, hombre contra hombre, espada contra espada. Ambos eran jinetes magnificos. Sus corceles, obedientes al toque de la brida, a la presión de las rodillas, se dieron media vuelta, se encabritaron y saltaron. Pero durante todos estos movimientos las bojas de las espadas no dejaron de silbar, sin perder el contacto la una con la otra. Brule, a diferencia de los hombres de su tribu, utilizaba la espada recta delgada de Valusia. En alcance y velocidad había poca diferencia entre ellos, y Kull, mientras observaba, contuvo más de una vez la respiración y se mordió los labios cuando pareció que Brule estaba a punto de caer bajo una estocada maligna.
Estos guerreros avezados no tuvieron un momento de descanso. Lanzaban estocadas y las paraban, rechazaban y volvían al ataque. De repente, Brule pareció perder el contacto con la hoja de su contrincante, esquivó una finta y pareció quedar al descubierto. El enmascarado hincó los talones en los flancos de su caballo, de tal modo que espada y caballo salieron disparados hacia adelante al mismo tiempo. Brule se inclinó hacia un lado y dejó que la hoja pasara rozándole el costado de la coraza: entonces, su propia hoja surgió recta y el codo, la muñeca, la empuñadura y la punta formaron una sola línea que se iniciaba en su hombro. Los caballos entrechocaron y juntos cayeron de bruces sobre el césped. Pero de entre la confusión de patas Brule se incorporó sin haber recibido el menor daño mientras que allí, sobre la hierba, quedó tendido el enmascarado, con la espada de Brule todavía hincada en su cuerpo.
Kull despertó como de un trance; los pictos aullaban y daban vítores como lobos, pero él levantó una mano para imponer silencio.
—¡Ya basta! ¡Todos sois héroes! Pero atended a Dalgar, que está gravemente herido. Y cuando hayáis terminado podéis cuidar de mis propias heridas. Brule, ¿cómo has logrado encontrarme?
Brule llamó a Kull para que se acercara a donde estaba tendido el hombre enmascarado.
—Un viejo mendigo os vio saltar la muralla del palacio y, por simple curiosidad, observó hacia dónde os dirigíais. Os siguió y os vio salir por la puerta olvidada. Yo me encontraba cabalgando por la llanura, entre la muralla y estos jardines, cuando oí el fragor del acero. Pero ¿quién puede ser éste?
—Levántale la máscara —dijo Kull—. Sea quien fuere, él fue quien imitó la escritura de Tu, quien le arrebató a Tu el anillo del sello y…
Brule le arrancó la máscara.
—¡Dondal! —exclamó Kull—. ¡El sobrino de Tu! Brule, Tu nunca debe saber esto. Hazie creer que Dondal cabalgó contigo y murió luchando por su rey.
Brule le miró asombrado.
—¡Dondal! ¡Un traldor! Pero si más de una vez me he emborrachado con él y he dormido en una de sus camas.
—Me gustaba Dondal —dijo Kull, asintiendo.
Brule limpió la hoja de la espada y volvió a guardarla en la funda, produciendo un maligno sonido metálico.
—El deseo es capaz de convertir a cualquier hombre en un bribón —dijo con tristeza—. Estaba muy endeudado, y Tu se mostraba mísero con él. Siempre afirmaba que dar demasiado dinero a los jóvenes no era bueno para ellos. Dondal se vio obligado a mantener las apariencias, aunque sólo fuera por orgullo, y de ese modo cayó en manos de los usureros. Resulta así que Tu es el mayor traidor de todos, pues su tacañería empujó al muchacho a la traición…, y hubiera deseado que el corazón de Tu detuviera la punta de mi espada, en lugar del suyo.
Y tras decir estas palabras, el picto se dio media vuelta y se alejó con expresión sombría.
Kull se volvió hacia Dalgar, que estaba medio inconsciente, mientras los guerreros pictos le vendaban las heridas con dedos experimentados. Otros se ocuparon de atender al rey, y mientras restañaban, limpiaban y vendaban, Nalissa se acercó a Kull.
—Mi señor —dijo, tendiendo hacia él sus pequeñas manos, ahora arañadas y manchadas de sangre seca—, ¿no tendréis ahora piedad de nosotros y nos otorgaréis nuestro deseo… —su voz se quebró por un instante, antes de terminar la frase—, si Dalgar vive?
Kull la tomó por sus delgados hombros y la sacudió, angustiado.
—¡Ah. muchacha, muchacha! Pídeme cualquier cosa excepto algo que no te pueda conceder. Pídeme la mitad de mi reino o mi mano derecha y serán tuyos. Le pediré a Murom que te dé el consentimiento para que te cases con Dalgar, se lo rogaré incluso, pero no puedo obligarle.
Unos altos jinetes comenzaron entonces a cruzar los jardines, con resplandecientes armaduras que relucían entre los pictos medio desnudos de aspecto lobuno. Un hombre alto se detuvo ante ellos y se levantó la visera del casco.
—¡Padre!
Murom bora Ballin estrechó a su hija entre sus brazos con un sollozo de agradecimiento y luego se volvió hacia su rey.
—¡Mi señor, estáis gravemente herido!
Kull sacudió la cabeza.
—No es nada grave, al menos por lo que a mí respecta, aunque otros hombres pueden sentirse mucho peor. Pero aquí se encuentra el que recibió las embestidas mortales que iban dirigidas contra mí, el que se convirtió en mi escudo y en mi casco, hasta el punto de que, de no haber sido por él, Valusia estaría ahora vitoreando a un nuevo rey.
Murom se dio media vuelta hacia el joven postrado.
—¡Dalgar! ¿Está muerto?
—No le falta mucho —gruñó un picto nervudo que todavía se dedicaba a atenderle sus heridas—. Pero es de acero y hueso de ballena. Si se le cuida bien logrará sobrevivir.
—Vino aquí para encontrarse con tu hija y huir juntos —dijo Kull mientras Nalissa inclinaba la cabeza—. Avanzó por entre la maleza y me vio luchar por mi vida y la de ella, en lo alto de aquella escalera. Podría haber escapado. Nada se lo impedía. Pero subió por esa escarpada pared hacia lo que en aquellos momentos parecía una muerte segura, y luchó a mi lado tan alegremente como si se dirigiera a una fiesta…, y ni siquiera es un súbdito mío por nacimiento.
Murom no hacía sino abrir y cerrar las manos con fuerza. Sus ojos se iluminaron y se suavizaron, y se inclinó sobre su hija.
—Nalissa —dijo con voz dulce, atrayendo a la joven hacia la protección de su brazo envuelto en acero—, ¿todavía deseas casarte con este joven temerario?
Los ojos de la muchacha fueron suficientemente elocuentes.
—Levantadle con mucho cuidado —decía el rey a sus hombres—, y llevadlo a palacio. Ocuparos de que se le proporcione la mejor…
—Mi señor —se interpuso entonces Murom—, os ruego que me permitáis llevarlo a mi castillo. Allí será atendido por los mejores médicos y tras su recuperación…, bueno, si ése fuera vuestro deseo real, ¿no os parece que podríamos celebrarlo con una boda?
Nalissa emitió un grito de alegría al oír aquellas palabras, entrelazó las manos, besó a su padre y a Kull, y partió para acompañar a Dalgar, sin apartarse un momento de su lado, como un torbellino.
Murom sonrió dulcemente, con su rostro aristocrático encendido.
—Mirad por dóodc, de una noche de sangre y de terror nacen la alegría y la felicidad.
El rey bárbaro le sonrió con una mueca y se echó al hombro el hacha desportillada y manchada de sangre.
—La vida es así, conde; el mal de un hombre constituye la bendición de otro.