Habíamos quedado en salir hacia Puente la Reina, primera etapa de la peregrinación desde Pamplona, a las diez y media de la mañana. Eran poco más de veinte kilómetros, y la experiencia nos decía que para esa distancia no necesitábamos madrugar.

El despertador estaba dispuesto para sonar a las nueve y media pero para las siete ya estaba despierto. Me arrebujé gozoso en la sábana y dejé que el subconsciente tomara el control de mis pensamientos. Poco a poco logré ser sólo espectador de lo que bullía en mi cerebro y eso me proporcionó una sensación de absoluta placidez.

Salí del éxtasis con un espíritu renacido. Lo borroso del día anterior me alejaba del pasado como si se tratara de un punto y aparte o del inicio de un nuevo capitulo; tenía la impresión de que, más que experimentar, mi vida anterior la había leído en un libro muy sentido. Incluso la muy reciente infidelidad hacia Rosalía parecía fantasía lejana.

Cual niño con pecado original, volví a dormirme hasta que sonó el despertador, y sin despejarme todavía me topé con la misma brumosa sensación de desarraigo hacia el pasado. Quizás, pensé, si Bafo compró un alma, esta fuera la de quien yo ya no era.

Rosalía me esperaba preparada e ilusionada aunque sin desayunar, porque, para evitar restos de comida que se estropearían durante nuestra ausencia, no repusimos las faltas que se iban creando en la despensa.

Pamplona - Puente la Reina

A las once salimos con el estomago lleno de la primera cafetería que encontramos, y con cierta nostalgia nos despedimos de Pamplona, convencidos de no volver hasta después de haber completado la peregrinación a Santiago de Compostela.

El día era agradable y sólo temíamos la subida al monte el Perdón, pero nos resultó un paseo comparado con la tortura de los Pirineos.

En la cúspide del Perdón hay un cartel señalando hacia Santiago y cerca de él una fuente; la fuente de Reniega, de la que cuentan que a un peregrino, sediento hasta la desesperación, se le apareció el diablo tentándole con mostrarle una fuente escondida a cambio de que renegase de Dios y de Santiago. Cuando el peregrino se negó al trato, apareció el apóstol, que no sólo le enseñó donde estaba la fuente sino que incluso le dio a beber de su propia vieira. Fue Rosalía quien me contó la leyenda, así como otras muchas del Camino según avanzaríamos en él.

La leyenda me recordó a Bafo, pero a pesar de que intenté pensar en él durante los silencios del Camino, el cerebro sabía encontrar enseguida desviaciones hacia otros temas con más alicientes.

Rosalía y yo hablamos mucho. Era necesario para solucionar las dificultades que nos deparaba el trayecto, desde dudas sobre la dirección a seguir hasta problemas con cercas metálicas. Sin olvidar el perro que nos atacó nada más salir de Pamplona y al que me enfrente con mi bastón; acto heroico por el que Rosalía me dio las gracias dócilmente, tanto que casi anuló la precaución que me provocaba desde hacía nueve días, cuando entró en mi habitación y realizó actos tan obscenos que me sería costoso volverla a imaginar virtuosa.

Salpicábamos los silencios con miradas afectuosas, sintiéndonos unidos frente a la aventura de la peregrinación, pareciendo haber desaparecido de entre nosotros resentimientos y culpas.

La hora de la comida nos cogió lejos de cualquier bar o restaurante, y cuando encontramos uno ya lo habían cerrado. Seguimos andando hasta llegar a Obanos, pueblo de donde creímos que saldríamos también hambrientos, pero un señor mayor nos encamino a Casa Pepe, asegurándonos que ahí, fuese cual fuese la hora, todo peregrino era bienvenido. Subimos hasta un primer piso dudando de la veracidad del informante, pero las mujeres que atendían el comedor, quizás las dueñas, organizaron una mesa nada más vernos mientras advertían que tendríamos que conformarnos con lo que hubiera. Conociendo el carácter de los habitantes de esa zona de Navarra, no me sorprendió que sacasen primero una bandeja rebosante de ensalada, y siguieran con otras de: sopa, paella, pochas con chorizo, lomo, costillas de cordero y la última de ajoarriero, que no probamos a pesar de que tenía una pinta excelente. De postre, flan con helado, cafés y yo copa y puro.

Tuvimos poca intimidad, porque al ser los únicos comensales, las señoras nos daban constante y alegre conversación. La comida no se dejaba olvidar fácilmente, y por darle tiempo a la digestión, aplazamos nuestra sentida despedida de Casa Pepe hasta pasadas las seis de la tarde.

Tras una hora de tranquilo pasear localizamos la iglesia de la Cruz, a la entrada de Puente la Reina, donde un cura sin casi pronunciar palabra nos selló las credenciales del peregrino mostrándonos después el albergue. El cura parecía enfadado aunque se comportó amable en todo momento.

El dormitorio era una habitación llena de literas. Estaba mejor acondicionado que Roncesvalles pero no tenían agua caliente. Nos duchamos con fría, que remedio.

Puente la Reina es el punto donde se unifica el Camino de Santiago y reúne más historia que muchas naciones añejas. Recorrimos el casco urbano hasta el puente medieval, del que toma nombre el pueblo, dejando el atravesarlo para el día siguiente, cuando no fuera un capricho sino un trecho más de la peregrinación.

Rosalía me explicó la historia del puente y de una reina que mandó construirlo en el siglo XI para que los peregrinos salvaran el río. Tomamos alguna foto y después nos dirigimos a la iglesia de Santiago a rezar ante la talla de Santiago “Beltza”; quizás la escultura más conocida del apóstol después de la que hay en la catedral de Santiago de Compostela. Recuerdo lo que pedí en mis rezos; que Bafo desapareciera de mi vida, pero reconozco que con poco énfasis porque en realidad me daba igual. Así como no tenía consideración hacia el pasado, descubrí que tampoco lo tenía hacia el futuro. ¿Sería todo consecuencia de la cocaína o de Bafo? Pero no busqué respuestas que me incomodasen.

Tuvimos tiempo para relajarnos sentados en una terraza, bebiendo unas cervezas antes de ir a cenar. Después, al albergue y la litera, donde el sueño me resultó esquivo por culpa de los ronquidos de peregrinos que no conocíamos.

Al día siguiente me desperté dolorido por las agujetas, pero sabía que desaparecerían al poco de andar y las soporte con humor. Antes de desayunar compré, a la vez que el periódico y sin que Rosalía se enterara, un gusano de plástico. Mientras tomábamos café, lo envolví en unas servilletas de papel y se lo di a mi esposa:

—Tengo un regalo para ti.

En ese momento me di cuenta de que era el primer obsequio después del día en que me desprecio cena y orquídea. Mientras desenvolvía el paquete estudié sus gestos. Sonrió sorprendida:

—Es divertido. Parece que esta diciendo “¡oh!”.

—Es la mascota del viaje. Se llama Agujeta.

Rosalía me pagó el detalle con un claro mensaje de agradecimiento incluido en la sonrisa. Fue una sonrisa preciosa, quizás la que más añoro.

Puente la Reina - Estella

Iba a ser un día muy caluroso. Cuando cruzamos el puente medieval eran las nueve y veinte y yo ya sudaba. Al otro extremo parecía esperarnos una monja anciana.

—Con Dios. ¿Sois peregrinos? —Preguntó después de observarnos fijamente.

—Sí madre —respondió Rosalía.

—Escucharme por favor: Para hacer bien la peregrinación necesitáis saber que aunque no seáis creyentes, deberéis visitar todos los días una iglesia y oír misa los domingos. Si queréis, hacerlo como tradición, pero seguir mi consejo y tal vez conozcáis el autentico Camino de Santiago. Merece la pena intentarlo —hablaba despacio, como procurando recordar el mensaje.

Su cara y manos parecían los de una mujer de campo a la que el sol hubiese labrado las arrugas. Yo la imaginé en perpetua vigilancia para que ningún peregrino se malograra por no conocer las reglas.

—Desde luego que lo haremos —respondí.

—Somos creyentes —informó Rosalía.

—¿Me haréis un favor a cambio del consejo?

—Desde luego.

—Claro.

—Necesito que recéis por mí ante el apóstol un padrenuestro y un avemaría. Pero, si aceptáis, me lo tenéis que prometer para no molestar a otros peregrinos.

—Madre, le prometo que en cuanto lleguemos rezaremos por usted un rosario entero —garanticé.

—¡No! Sólo un padrenuestro y un avemaría —rio con un carraspeo seco—. Tengo tan pocos pecados que rezar más sería presunción. No he tenido suerte con las tentaciones. Pero es preciso que sea en Santiago después de haber recorrido el Camino. Vosotros no lo entenderíais.

—No hace falta que nos dé explicaciones. Lo haremos como usted dice —aseguró Rosalía.

—A cambio pediré a Dios que me cargue una parte de tu pecado —dijo la monja mirándome—. Tal vez esté de Dios que la Mujer de la Posada pueda ayudarte. Dile que vas recomendado por la Monja del Puente. ¡Ah! Dale, por favor, recuerdos de mi parte.

—¿Qué dice? —pregunté tan nervioso que no fui capaz de disimularlo.

—Tonterías de una monja que ha vivido demasiado —respondió con un suspiro.

Quería huir por si decía algo concreto y Rosalía se enteraba de mis tratos con Bafo; desde el principio supe que la monja hablaba de él. Pero a la vez quería pedirle mil explicaciones. Me tuve que conformar con una.

—¿Cómo localizo a la Mujer de la Posada?

—No te preocupes por eso. Si está de Dios, ella aparecerá en tu camino. ¿Me dejáis que os bendiga?

Sin esperar conformidad pidió que nos arrodillásemos, y con voz forzada echó una extraña bendición.

—Será niña —dijo súbitamente mientras nos incorporábamos.

Es difícil de creer pero había olvidado que Rosalía estaba embarazada. Miré a mi mujer pero no reaccionó al comentario. Yo tampoco.

La monja nos ofreció como despedida su cercano convento para lo que quisiéramos. Pretendimos besarle la mano pero ella insistió en que lo hiciéramos en la cara. Lo intentamos, pero resultó en la toca.

Caminamos en silencio unos cientos de metros, y cuando la habíamos perdido de vista me volví a Rosalía:

—Está loca.

—Sí, pero sería bonito.

—¿Qué?

—Nada. Tonterías.

—Por cierto, ¿las monjas pueden bendecir?

—Esta lo ha hecho.

Andamos en silencio hasta el pueblo de Mañeru donde compramos provisiones. Hacía un calor de esos que te hace sentir menguado. Entre la monja y el descanso habíamos perdido un tiempo que tendríamos que recuperar sino queríamos estar andando cuando el sol se esforzase en rompernos la moral.

Salimos de Mañeru para caminar sobre la más importante vía romana del Camino. Rosalía iba indignada por el estado de tan histórica vía:

—Lo vas a ver por todo el Camino —repetía—. Tenemos tanto arte que no lo valoramos. Esto mismo, en cualquier otro país nos meterían en la cárcel por pisarlo.

Llegamos a un puente tan romano y estropeado como la vía y decidimos comer a su sombra. Yo preparé todo mientras mi mujer estudiaba el puente y le hacia fotos.

Comimos con prisas y seguimos andando. El calor era insoportable y llevaba el pañuelo empapado del sudor que retiraba de mi frente. Empecé a obsesionarme por localizar un sitio fresco donde descansar, pero antes de encontrarlo nos topamos con una cuesta que me recordó que, a pesar de los Pirineos, no estaba inmunizado frente a ciertos desniveles.

Tal vez fue esa la primera vez después de haber salido de Pamplona que juré retirarme de la peregrinación. Creí no alcanzar la cima; los músculos se negaban a dar un paso más, el sudor se hacia cada vez más molesto y la voluntad flaqueó, pero no podía echarme atrás. Era arriba o nada, porque a mi espalda sólo había un largo y tortuoso camino sin sombras.

Arriba estaba el pueblo de Lorca. Llegué a su fuente con una angustia por la falta de aire que me obligaba a respirar a bocados. Metí la cabeza debajo del chorro de agua fría, y aún siendo consciente de que Rosalía esperaba su turno para refrescarse, la mantuve ahí casi un minuto. Cuando terminé, tiré la mochila y me senté derrengado a la sombra, creyendo que de ahí nadie sería capaz de moverme, pero lo consiguió una señora gritándonos desde su puerta:

—Si queréis entrar a tomar algo…

No era querencia sino necesidad lo que nos arrojó hasta el oscuro interior de la casa a la que, por el procedimiento de añadir dos sillas, una mesa y un pequeño mostrador, habían transformado en bar la salita de entrada. Pedimos una gaseosa de litro y dos botellas de cerveza para mezclar. Pronto volvimos a pedir lo mismo, más unas bolsas de patatas fritas, y transformamos el rincón en un paraíso. Las luces estaban apagadas y sólo nos iluminaba el fluorescente de la cocina cuya puerta se mantenía abierta con ese fin.

Después de vernos instalados, Carmen, que así se llamaba nuestra benefactora, nos regañó por andar a esas horas. Según ella, teníamos que haber salido de Puente la Reina a una hora que nos hubiese permitido llegar al destino antes de que el sol calentase tanto. Era una señora tan agradable que insistió en que entrásemos en su hogar para ver la repetición del encierro en el telediario de las tres de la tarde.

A las cuatro nos despedimos de Carmen y su acogedor oasis, dirigiéndonos hacia Estella, donde debíamos haber llegado una hora antes sino hubiéramos parado, para protegernos del bochorno, en cada sombra que encontramos.

El día había sido agotador, más que nada por el calor, y al llegar a Estella decidimos premiarnos con una ducha caliente y una cama con sábanas en vez de utilizar, agradecidos, el agua fría y el saco de dormir sobre los colchones de gomaespuma que se estilan en los albergues.

Encontramos enseguida una pensión cómoda, limpia y no demasiado cara: Pensión San Andrés. La ducha resultó tan efectiva como un bálsamo de fierabrás excepto con las ampollas, pero Rosalía se presto, sin pedírselo, a reventármelas. La operación es sencilla, indolora y de remedio inmediato; Consiste en atravesar la ampolla con una aguja dejando un hilo colgando para drenar el líquido. Mi mujer tardó cinco minutos en curarme las ocho que me habían salido ese día, pero yo se lo agradecí como si hubiera estado toda la noche cuidándome por una enfermedad especialmente desagradable. Cada vez veía más cerca y apetecible la reconciliación.

Una de las constantes de la peregrinación era que, cuanto más cansados llegábamos, más eufóricos nos sentíamos después de una ducha. ¿Descansar? Diez minutos. Lo que nos apetecía era salir a sentarnos en la terraza de algún bar, pedirnos unas cervezas y comentar sobre lo ocurrido durante la jornada.

Todavía no había oscurecido cuando dimos una vuelta por Estella, visitando monumentos, pórticos e iglesias; En una de ellas, no recuerdo el nombre y tampoco figura en el diario, oramos un rato. Fue ahí, en la oscuridad con espíritu uterino, donde encontré el sosiego necesario para meditar sobre Bafo, la Monja del Puente y las esperanzas que ella me había dado. Debía tener tal cara de concentración que Rosalía no osó interrumpir lo que tomó por rezo.

Mantengo la opinión de que un gran día precisa de un final a juego, así que cenamos en un buen asador cerca de la pensión. Después, felizmente agotados, nos arrojamos en la cama con sábanas. Rosalía, antes de dormir, acomodó en su mesilla a Agujeta tras acariciarlo. Ya habíamos apagado la luz cuando Rosalía me rozó un hombro. Me volví y recibí un torpe beso en la boca:

—Te quiero Fermín.

—Yo a ti también Rosalía.

—Hasta mañana Fermín.

—Hasta mañana Rosalía.

El despertador sonó, según lo programado, a las siete de la mañana, pero no le hicimos demasiado caso. A las ocho menos cinco se levantó Rosalía para encender la televisión y poder ver el encierro de los Sanfermines.

Al sentir los pies hinchados y doloridos, insinué quedarnos ese día en Estella, pero Rosalía impuso disciplina y abandoné la cama siendo consciente a cada movimiento de qué músculos actuaban.

Estella – Torres del Río

Incluso antes de salir de la pensión, supimos que el sol rugiría ese día con al menos igual potencia que el día anterior. Nos dio miedo.

Desayunamos a pocos kilómetros de Estella; en Ayegui, pero esa no fue la única parada que hicimos por la mañana porque teníamos una cita ineludible con el Monasterio de Irache, el más antiguo de Navarra. Admiramos la portada y las figuras que decoran su fachada antes de llamar a la puerta, que abrió un fraile delgado y recogido al que pedimos que nos cuñara las credenciales. Lo hizo encantado, estaba aburrido y tenía ganas de compañía. Insistió en enseñarnos el monasterio, y mientras lo hacía contó su historia, que según él se remontaba a la época de los visigodos. Se estaba tan fresco en el interior del monasterio que no teníamos prisa en irnos; parecíamos más turistas que peregrinos.

De ese día sigo recordando el tramo comprendido entre Urbiola y Los Arcos; son los diez kilómetros más largos que he conocido. Tal vez fuese la pista de tierra o el que la única sombra la provocase un pequeño olivo, bajo el que comimos sin agua un bocadillo de jamón con pan del día anterior. Hacía tanto calor que estudiaba las reacciones de Rosalía, preocupado por si el embarazo le provocaba un mareo.

Los pueblos que atravesábamos se veían desiertos. Avanzábamos entre ellos procurando no hablar, como si bastara el menor de los ruidos para que se abrieran al unísono las ventanas y nos recriminaran por molestarlos. Incluso los gatos habían buscado refugio frente a ese bochorno que quemaba al respirar.

Nos extendíamos frecuentemente crema protectora para el sol, pero, a pesar de eso, tuvimos que sacar de las mochilas unas camisetas de manga larga porque la piel iba dando sus primeros avisos de quemadura.

A media tarde sentí una ráfaga de aire fresco, y al volverme hacia Rosalía le vi la gran sonrisa. Seguimos sonriendo cuando creímos oír aviones que se acercaban. Y lo hicimos al descubrir que eran truenos. El buen humor continuó durante la tromba de agua que nos obligó a protegernos debajo de un árbol a pesar de ser conscientes del peligro de que nos cayera un rayo. En el diario figura: “Tormenta de ensordecedores truenos, bellísimos e increíbles rayos y tal cantidad de lluvia que en pocos minutos andamos sobre varios centímetros de agua”.

Estrenamos los ponchos especiales para usarlos con mochila y también nos reímos de nuestro aspecto. Estábamos empapados pero felices. Cuando amainó la tormenta corrimos hacia un pueblo que se veía en lo alto; Sansol. Nos metimos en un bar y pedimos dos cafés con leche:

—¡Camarero! ¿Tenéis en el pueblo albergue de peregrinos? —pregunté esperanzado.

—No.

—¿Dónde esta el más cercano?

—En Torres del Río, pero no durmáis ahí.

—¿Por qué?

—Que se oyen cosas. Además que no es albergue, que es una casa en ruinas que el día menos pensado dará un disgusto.

—¿Qué cosas se oyen?

—Cosas.

Ya no pudimos sacarle nada más. Estuvimos en el bar, que en realidad era una sociedad, hasta que dejó de llover. Al despedirnos, el camarero insistió en el consejo:

—No vayáis a casa de Ramón.

—¿Ramón?

—Sí. El loco del albergue.

No le hice caso. No podía hacérselo estando empapados, intuyendo la noche y siendo constantemente advertidos por rayos y truenos de que podía volver a llover. En esas circunstancias, y con una mujer embarazada a la que proteger, primaba la necesidad de buscar cobijo. Cualquier cobijo.

Tardamos quince minutos en llegar a Torres del Río y ni un segundo en dirigirnos al bar. Ahí, frente a una cerveza bien fría, decidí sin consultar dormir en el albergue de Ramón a pesar de las habladurías. Sentía los pies flácidos e insensibles y no creo que en esas condiciones me hubieran llevado muy lejos.

Después de cobrarnos la consumición, el camarero se interesó sobre si íbamos a dormir esa noche en casa Santa Bárbara.

—¿Casa Santa Bárbara? En Sansol nos han dicho que el único albergue que había en Torres del Río era la casa de un tal Ramón —puntualicé.

—¡La misma! Es la de Ramón pero aquí todos la conocen como casa Santa Bárbara.

—También nos han dicho que en esa casa ocurren cosas raras —dije por saber la opinión del camarero.

—Lo único raro ahí es Ramón. Esta loco, más que un rebaño de cabras rebuznosas, pero es buena gente e incapaz de hacer daño a nadie, sobre todo si es peregrino.

—¿Seguro? —preguntó Rosalía.

—Y tan que seguro. Vayan tranquilos, que sino son escrupulosos en el dormir, Ramón les hará un hueco en su casa.

—¿Cómo se va? —pregunté ansiando encontrarme con semejante personaje.

—Cojan esta calle, dejen la iglesia a la izquierda y sigan hasta que se encuentren una casa en ruinas. Ahí es. Golpeen la puerta porque el timbre no funciona.

Nos volvimos a colocar los ponchos y salimos a la calle. No hizo falta que viese la cara de Rosalía ni que oyese su voz. Estaba enfadada. Tan enfadada que me costaba seguir su paso. Se frenó al llegar a la iglesia:

—¿Por donde ha dicho el camarero?

No le contesté, y adelantándola continué suponiendo que ella me seguiría. Yo también estaba enfadado. Conociendo a mi mujer, sabía que no le hacia ninguna gracia dormir en unas ruinas con leyenda, pero descubrí que para mí, la peregrinación se componía más de momentos que de espacios; por muy mucho que los espacios sumasen ochocientos kilómetros, los momentos ocupan la misma cantidad de tiempo. El habernos encontrado en mitad de una tormenta a un excéntrico que nos ofrecía como refugio su casa en ruinas, me parecía una experiencia tan del Camino como las ampollas que me dificultaban el paso. Nuestra peregrinación era, en esencia, un instrumento para solucionar nuestro matrimonio, pero barruntaba que ella no valoraba mi sacrificio. Me creí con derecho a exigirle que, así como yo había andado en ese día bajo condiciones deplorables más de treinta y dos kilómetros sin habérselo recriminado, ella tuviera consideración hacia uno de los alicientes que para mí tenía el Camino de Santiago: La aventura. Entonces recordé con envidia a la pareja que en Roncesvalles se cogían de la mano mirándose a los ojos, y me dolí de que Rosalía estuviera embarazada porque eso me negaba la posibilidad de aspirar a una relación parecida aunque fuera con otra mujer.

Para cuando llegué a la puerta de la casa en ruinas, le había sacado a Rosalía varios metros de ventaja…

—¡Qué prisas! —exclamó al alcanzarme.

Reconocí el tono. Había reculado de su enfado al darse cuenta de que yo no estaba dispuesto a soportárselo. Sin contestarle, llamé en la puerta golpeándola fuertemente con los nudillos. No tuvimos que esperar mucho antes de que se abriese entre ruidos para mostrarnos a un señor que, en ese mismo instante, inició a hablar sin dejar de hacerlo hasta que, casi una hora más tarde, nos abandonó en una habitación con la única iluminación de nuestras linternas.

En ese tiempo nos contó, entre crepitaciones y estallidos de la tormenta que a veces lo interrumpían, que fue profesor de instituto en Barcelona, pero un día entendió que Dios lo reclamaba para que buscase por el Camino de Santiago una casa apropiada desde la que dedicarse al servicio de los peregrinos. Afirmaba que su religión se reducía a una sola enseñanza: Lo que hagas a un peregrino se lo estás haciendo directamente a Dios. Guardaba todo lo que los peregrinos dejaban o abandonaban en su casa como autenticas reliquias; desde bolígrafos que no escribían por gastados hasta zapatos o calcetines viejos.

Después de apuntar nuestro nombre en un cuaderno viejo, del que se mostró orgulloso propietario, nos comunicó que éramos los peregrinos número dos mil doscientos setenta y cinto y dos mil doscientos setenta y seis desde que inició su apostolado, hacia ya más de diez años. En el sello con que nos cuñó la credencial del peregrino se lee: “Ramón Sostres, amigo del Camino y de los peregrinos”.

Luego relató la historia de la casa, destierro forzoso de un coronel de artillería después de que intentara un golpe militar por sentirse perjudicado en los ascensos. Lo habían condenado a muerte en un consejo de guerra, pero no sé que rey le perdono la vida al aceptar que su salud mental estaba deteriorada. Parece ser que por la casa pasaron militares y políticos para contemplar la colección de armas que el coronel atesoraba y que fue ascendido por el general Franco a título póstumo.

Habíamos escuchado la historia con hastío, pero Ramón las contaba con tal emoción que disimulamos por no defraudarlo. Era uno de esos locos felices a los que sería un crimen hacerles recuperar la cordura. Uno de esos locos útiles con fuerza suficiente como para cambiar una vida o una peregrinación.

La habitación donde dormiríamos, amueblada por tres asientos rotos de coche y un colchón de muelles, destacaba por una limpieza funcional pero impresionante al estar rodeada de paredes y techo agujereados. Los rayos eclipsaban nuestras linternas y los truenos impedían la conversación.

Rosalía se brindó a mirar el estado de mis pies, y ya me estaba descalzando cuando oímos abrirse la puerta. Era de nuevo Ramón, que traía dos velas encendidas:

—Es para vosotros. Hace años me las trajo un francés pidiéndome que le diera una a cada peregrino porque opinaba que los peregrinos se deberían iluminar con velas.

Esta vez fue breve y se despidió dándonos las buenas noches. Al volver a quedarnos solos, intentó Rosalía curarme las ampollas, pero no me fie de su puntería con la aguja en esas condiciones de luz y lo dejamos para el día siguiente. Cenamos unas latas y después, mientras Rosalía se metía en el saco de dormir, yo me fui al bar para tomarme un café con la excusa de escribir el diario.

El bar estaba vació de clientes. El camarero, al verme entrar, me acribilló a preguntas para que confirmase lo que él nos había contado sobre Ramón. No tuve ningún problema en reconocer que, a pesar de su locura, Ramón era una bellísima persona incapaz de hacer daño a nadie, y menos aún a los peregrinos. Cuando el camarero se contentó con el énfasis de mis convicciones, me invitó a un puro para acompañar el café con leche muy caliente y la copa de pacharán que había pedido.

Me senté a escribir el diario y en sus páginas volqué entusiasmado las aventuras del día; si las hubiera vivido otro, lo habría envidiado. Desde el papel se veían mil dificultades resueltas por un peregrino intrépido. Pedí otra copa que bebí a mi salud y a la del rayo que apagó en ese momento las luces del pueblo. Sobre las once de la noche me despedí del camarero.

Caminaba hacia el albergue cuando, al pasar frente a la iglesia, un rayo oportuno iluminó su puerta abierta. Miré hacia todos los lados y sólo vi, entre la lluvia, la luz lejana del bar. Dudé un momento durante el que añoré la linterna, pero la había dejado en la mochila.

Tras dudarlo entré en el templo, encontrándomelo a oscuras a excepción de una sola vela que iluminaba un Cristo y poco más. Fue la luz de la vela lo que me quitó el miedo. Tal vez porque recordé que esa era la iluminación de los peregrinos y yo ya era uno de ellos.

El templo estaba desierto y pude sentir los muros cerniéndose junto a mí cual pétreo y holgado vestido. No recuerdo bancos, no pude ver su configuración. Estaba el Cristo, uno de los más dignos en su dolor, y yo con Él, sin distinciones clasistas, formando un todo influyente hacia las piedras que nos rodeaban. Caí desmayado.

¿Fue Ramón quien me despertó? Sí sé que alguien me sujetaba mientras intentaba andar. Todo me parecía un sueño, tan irreal…

Me encontré sentado en el colchón de muelles, tentado de tumbarme tal como estaba y dejar que la modorra me condujera hasta el sueño. No cedí y me desnudé hasta quedar sólo con los calzoncillos. Rosalía me había preparado el saco y se lo agradecí al meterme en él. No quise esforzarme en pensar sobre lo ocurrido. Escuchando los estallidos de los truenos, y sintiendo los rayos que lograban atravesar mis párpados cerrados, me hundí en el sueño.

No sé cuanto tiempo pasó, sé que al abrirse la puerta me levanté y seguí en calzoncillos, como un sonámbulo, a un señor a quien no conocía hasta un coche que esperaba en marcha. Me acomodé en el asiento posterior con el señor. Delante, conduciendo, creí reconocer a Ramón.

—Soy un amigo. Toma, cuélgate esto —oí mientras recibía algo en la mano que obedeciendo me lo colgué del cuello con la cadenita que llevaba—. Ahora vamos a recargarte. ¿De acuerdo?

Nada contesté porque me faltaban decisión incluso para pensar una respuesta. El coche había salido del pueblo, llovía y creo recordar que iba sin luces, pero no tengo ninguna seguridad en eso. Ni en eso ni en nada de lo ocurrido esa noche.

Llegamos a un templo que me pareció la iglesia de Torres del Río pero en simplificado. Tal vez hoy no suscribiría esa percepción, pero entonces, entre la lluvia y la oscuridad, las similitudes me sorprendieron. Estábamos, según me informaron, en la ermita de Eunate.

Iniciaron mis acompañantes un canto repetitivo que pronto aprendí, y al sumarme a ellos salimos del coche como obedeciendo una sola voluntad. En procesión, sin importarnos la lluvia, rodeamos en espiral el templo, siguiendo sus anillos exteriores a paso lento pero cadencioso, al ritmo del mantra, que repetimos obsesivamente hasta toparnos con la puerta abierta. Tras dudar unos segundos, quien abría la marcha, tal vez Ramón, entramos al templo redoblando la velocidad de nuestro canto. Era extraño, todo lo era, pero también el que notase una especie de fuerza que nacía de cada paso que daba, alojándose en mi cuerpo desde los pies hasta la cabeza. Al llegar al centro de la ermita volví a desmayarme.

Esperaba que algo ocurriera, y cuando se abrió una puerta descubrí sin sorpresa que estaba de nuevo en la habitación de Torres del Río, metido en mi saco de dormir sobre el colchón de muelles. Me levanté y salí sin que nadie me lo ordenara. No tenía frío a pesar de estar casi desnudo y descalzo. En otro cuarto, frente a donde dormíamos, me esperaba quien me había acompañado hasta la ermita de Eunate sentado en un sillón viejo, lleno de cicatrices como el resto de la casa. Me senté frente a él en un banco hecho de cuatro tablas; una larga de asiento, dos de patas, y la cuarta de calza para una de las patas.

No sé si llamar conversación a lo que mantuvimos. Fue como si se respondiesen preguntas hechas por ninguno. Se me informó por ese medio que Bafo no era Bafo sino uno de los bafos que había por el Camino. Que buscaba mi cuerpo, no mi alma, y que, si lo conseguía, mi consciencia se convertiría en otro bafo depredador de cuerpos hasta encontrar el adecuado con el que poder conseguir, de forma permanente, el alimento que precisaba: Emociones.

—¡¡Ultreya!! Ya no vas solo —fue lo último que escuché al irme.

Volví a despertarme en mi saco de dormir. Estaba mucho más despejado que las veces anteriores. Abrí los ojos y me impactó el sol que iluminaba la habitación. En ese instante sonó el despertador y noté como se me iba diluyendo el recuerdo de lo ocurrido durante la noche, dejándome a cambio una sensación de frustración. De mi cuello colgaba, con una cadenita que parecía de plata, una “T” de madera pintada en rojo.

—Una Tau —exclamó Rosalía que entonces se despertaba.

—¿Qué dices?

—Que lo que llevas colgando es la Tau. Un símbolo de los templarios.

—No lo sé, me la dieron ayer en el bar —respondí lo primero que se me ocurrió.

—Es que también es un amuleto. Pero si la llevas como cruz…

—Como cruz la llevo —corté la discusión con cierta brusquedad que molestó a Rosalía.

—¡Vale, vale!

Torres del Río – Logroño

Salimos a las ocho de la casa sin haber visto a Ramón. Rosalía preguntó a una señora sobre la posibilidad de visitar la iglesia, pero nos contestó que primero teníamos que buscar a quien tenía las llaves y decidimos ahorrarnos la visita. Yo lo que quería era dejar el pueblo atrás, seguir el Camino. Tardaría días en recordar lo ocurrido durante la noche, pero tenía la impresión de que, fuera lo que fuera, era algo para ocultar a mi esposa.

Cuando Rosalía comparó el cielo limpio con la tormenta del día anterior, sentí un fogonazo que casi me descubre algún detalle de la noche. Fue tanta mi prisa por huir del lugar que equivocamos el camino, y tuvimos que volver para reencontrarlo. Cuando lo hicimos, ya sudaba: Nos esperaba otro día de calor.

Ese día me recuerdo despistado, recogido en mis ensoñaciones. En el diario escribí sobre el calor, el almuerzo en Viana, la visita al Monasterio de Nuestra Señora de las Cuevas y unos señores que, en un chalet poco antes de llegar a Logroño, cuando el sol ya me había vencido, nos ofrecieron delicioso vino fresco. Como anécdota, el que nos pidieran a cambio que diéramos recuerdos a Santiago y que yo les respondiese:

—No se preocupen, le daremos recuerdos de sus partes.

Intente arreglarlo pero no hacia falta; estaba claro que había sido un error de plurales.

Viví la entrada en Logroño como una victoria contra el Camino. No por los más de veinticuatro kilómetros andados bajo el sol, sino porque ese día tuve la certeza de que era capaz de llegar a Santiago de Compostela.

Logroño no es un pueblo, y quedaban pocas fuerzas para buscar el albergue por toda la ciudad; Con esa excusa nos acomodamos en el hotel La Numantina.

Después de la ducha me entró las prisas por salir a pasear y ni dejé que Rosalía me mirara los pies. Al encontrarnos sentados en una terraza por fin pude relajarme, pero entonces sentí que me sobraba mi esposa; hubiera querido estar solo, recrearme en las sensaciones del Camino, buscar entre mis recuerdos lo ocurrido esa noche pasada en Torres del Río. No podía hacer nada de eso con Rosalía planeando visitar no sé que iglesia que albergaba al Santiago Matamoros más impresionante del Camino. Reprimí mis ganas de gritarle que se callara, que me dejara en paz.

Compramos una botella de vino para la noche, y después visitamos esa iglesia que tanto quería ver Rosalía, y otros varios monumentos de los que tuve que sufrir historia y leyendas. Empezaba a cansarme de tanto arte. Mi Camino era otro, y aunque no lo sabía con certeza, seguro que en absoluto se parecía al que seguía Rosalía. Recordé el motivo de la peregrinación y le cogí un momento de la mano; fue al cruzar una calle y luego la solté, pero ella supo encontrar el significado del detalle y me correspondió con una sonrisa que a mí, la verdad, me supo a poco agradecimiento.

Cenamos unos bocadillos en una tasca y nos fuimos aburridos al hotel. Teníamos televisión en la habitación y vimos una película.

Eran las doce de la noche del día catorce de julio, la misma hora y día en que Pamplona despide las fiestas con el “Pobre de mí”, cuando brindamos por San Fermín con una botella de vino que habíamos comprado para la ocasión; Estábamos en La Rioja, y si en algún lugar se agrava el terrible pecado de brindar con agua, es ahí.

Brindando-brindando acabamos la botella y terminamos abrazados en la cama. Supongo que tampoco ella se atrevió a dar el siguiente paso y nos dormimos así hasta que desperté con el brazo insensible por el peso de su cuerpo.

Al día siguiente nos esquivábamos las miradas avergonzados de nuestra identidad compartida, pero fuimos excesivamente amables el uno con el otro, casi ceremoniosos. Salimos del hotel parando en la catedral donde nos sellaron las credenciales. Rezamos unos minutos ante el altar y nos enfrentamos ansiosos a los casi treinta kilómetros que nos separaban de nuestro próximo destino: Nájera.

Logroño - Nájera

El cielo estaba cubierto de nubes y muchas de ellas me recordaron a Bafo riendo. En algún momento era tan clara la imagen que, con la excusa de algún pájaro imaginario, señalé la nube a Rosalía por ver si ella se percataba de que la figura del diablo se recortaba contra el cielo. En todos los casos recibí una respuesta de compromiso: “No veo ningún pájaro”, “¡Ah, sí! Que bonito”. Luché contra la tentación de preguntarle directamente a que le recordaba esa nube, pero desistí de compartir mis temores con ella. Me propuse dirigir la mirada sólo hacia el frente, pero no era fácil hacerlo estando convencido de que, desde arriba, Bafo se reía de mí.

Almorzamos a orillas del pantano de la Grajera. Serían las once de la mañana. En Navarrete compramos fruta y comimos unas latas pocos kilómetros más adelante.

El día resulto un paseo; fresco, ventoso y no demasiadas cuestas ni kilómetros. El sol, siempre más pesado que las mochilas, se dejó olvidar durante toda la jornada y llegamos a Nájera descansados y optimistas. No teníamos excusa, pero la encontramos para alojarnos en el hotel San Fernando en cuanto nos informaron de que, en Nájera como albergue, cedían una habitación en el convento franciscano de santa María la Real para que los peregrinos durmieran en el suelo.

Después de una ducha, bebimos una cerveza y buscamos la iglesia donde oír misa; era domingo. La ceremonia se hizo arrullo y me quedé dormido, supongo que breves segundos. Me desperté sobresaltado, buscando la sombra de Bafo. No la encontré a pesar de que, recordando las nubes de la mañana, miré incluso en el techo.

El angustioso despertar me dejó un malhumor que descargué en Rosalía. A la tercera o cuarta respuesta innecesariamente brusca me disculpé ante ella, y a partir de entonces procuré moderar mi humor, pero me costaba tanto esfuerzo que, tras cenar un bocadillo, propuse irnos a dormir. Rosalía prefería pasear entre las estrechas calles de Nájera, para pensar dijo, y quedamos en que yo la esperaría en la habitación del hotel, escribiendo el diario y viendo la televisión. Cuando llegó se encontró el cuarto sin luz y a mí haciéndome el dormido.

Nos despertamos pronto, pero de poco sirvió porque teníamos que esperar a que abriesen las tiendas para hacer unas compras: Gel de baño, crema solar, y carretes y pilas para la máquina de fotos.

Mientras esperamos, nos sellaron las credenciales en lo que creímos una catedral pero que resultó ser el convento franciscano de santa María la Real. Encontramos un cajero donde sacar dinero con una tarjeta de Rosalía y desayunamos copiosa y tranquilamente leyendo el periódico.

—¡Mira Fermín!

Rosalía sorprendida me señalaba tres peregrinos; una chica joven y dos hombres. ¡La primera vez que veíamos peregrinos andando! Hasta entonces coincidimos con ellos en albergues, pero, por nuestra costumbre de salir más tarde de lo estipulado, no durante el trayecto.

De los dos hombres, uno impresionaba por su estatura y fortaleza, el otro cojeaba apoyándose en un gran bastón que sobrepasaba su estatura. La mujer, caminando entre los dos, incluso en la distancia, cuando se valora impronta y pose, resultaba especialmente atractiva; llevaba la mochila con coquetería innata y su tipo resultaría sin duda espectacular. Se podía adivinar su cara y sólo el gesto sería capaz de afearla. ¿Todo esto observándola breves segundos, a lo lejos y con una gran mochila que la ocultaba desde las nalgas hasta casi la gorra que llevaba en la cabeza? Sí. Pero no sólo; era apreciable, además, que contaba con la simpatía de las feas que buscan agradar.

Nájera – Santo Domingo de la Calzada

Nos pusimos en marcha cuando el sol ya calentaba. Uno de los puntos principales de la peregrinación, entre otras razones por contar con el mejor de los albergues, es Santo Domingo de la Calzada y esa noche aspirábamos a dormir ahí. Rosalía explicaba, mientras andábamos, la vida, leyenda y milagros del santo: Su poder de sanación, que para mejorar el Camino entre Nájera y Tordesillas taló un bosque y construyó el puente sobre el río Oja, que exigió ser enterrado en medio del Camino para que le pisaran los peregrinos, y cómo incumplieron su deseo ampliando, hasta apropiarse de su tumba, la catedral que él mismo había realizado… Por supuesto que también contó la famosa leyenda de la gallina que cantó después de asada.

Me costaba menos esfuerzo obviar a mi esposa que hacerla callar, y como caminábamos uno detrás del otro, la molestia podía soportarse; creo que Rosalía era consciente de que sólo se escuchaba ella y que no le importaba.

Si en algo se distinguen los riojanos en la señalización del Camino, es porque tienen consideración con la sicología del caminante. Por ejemplo, en Azofra, al lado de la clásica flecha amarilla, hay un cartel con la leyenda: “Faltan tres horas para Santo Domingo. ¡¡¡Ánimo!!!” Otras veces acompañaban las señales con dibujos de bordones, vieiras o calabazas; una tontería, pero si supieran lo que reconforta, serían más las provincias que seguirían su ejemplo.

Alcanzamos al grupo de tres peregrinos que vimos en Nájera y andamos con ellos una hora. La mujer, Almudena, no me defraudó por su belleza e incluso mejoraba con detalles que desde la distancia no pude apreciar; era extraña, tanto por su pelo corto, casi varonil, teñido en un azul descolorido que se degradaba hacia el verde procurando coincidir en el flequillo con el tono de sus enormes ojos, hasta sus hechuras: Alta y levemente musculosa. A pesar de su aspecto andrógino, la feminidad se le desbordaba por cada gesto y mirada. Su compañero, Gervasio, Gerva, posteriormente el Madriles, era alto, fuerte y de mirada penetrante. El tercero, Rubén, los acompañaba hasta Santo Domingo de la Calzada, donde pensaba descansar unos días mientras mejoraba de una torcedura en el pie.

Ya cerca de nuestro destino entramos en un bar para beber unas cervezas. El bar era el clásico de carretera en el que las raciones sobrepasan los platos en los que se sirven. Decidimos quedarnos a comer. El trío de peregrinos prefirió seguir andando; era claro que la pareja quería librarse cuanto antes de Rubén.

Por poco dinero, comimos tanto que el breve trecho que nos faltaba de recorrer se hizo eterno; salimos del bar cuando el sol más molestaba, pero supongo que en nuestras condiciones, saliésemos a la hora que saliésemos, el astro nos habría esperado para hacernos pagar la sopa caliente, el cocido de garbanzos, el filete con patatas fritas, el flan con helado, los cafés y la copa que habíamos tomado. Llegamos a Santo Domingo tan derrengados que cada paso era un sacrificio que jurábamos no repetir, pero que, a la vez, deseábamos seguir haciéndolo hasta llegar a nuestra meta: Santiago de Compostela.

El albergue confirmó su fama de ser el mejor del Camino. Se trataba de una casa señorial, en cuyo bajo se podían ver varias bicicletas de los que en ellas hacían la peregrinación; Conocimos a un grupo que el día anterior habían salido de Pamplona y que me hizo pensar que el pasado no era tan lejano como parecía; Resultaba inconcebible que mi mundo estuviera a tan sólo dos días de bicicleta o pocas horas en coche.

Aparte del grupo de las bicicletas, con el que tuvimos poco trato, encontramos en el albergue a verdaderos peregrinos, de los de a pie: Dos primos adolescentes, creo que de Madrid, que recorrían el Camino con un desparpajo digno de su edad. Una maestra que, con cierto miedo, había llegado a Santo Domingo para iniciar desde ahí la peregrinación, y se encontraba desubicada y acomplejada ante los que, como nosotros, ya llevábamos cientos de kilómetros andados. Había también un sevillano, otro grupo de madrileños y varios más, hasta veintiuno apunté en el diario; incluidos, por supuesto, Rubén que, tumbado en una cama, reclamaba a todos para que comprobasen lo hinchado que tenía el tobillo, y la pareja que lo acompañaba, a la que busqué en el dormitorio, sobre todo a Almudena, pero no estaban; reconocí sus mochilas sobre dos camas contiguas, muy alejadas de la de Rubén; circunstancia que me sirvió de excusa para reservar las nuestras junto a las de ellos.

Así como el olor de una catedral en penumbra te impulsa al recogimiento, el ambiente del albergue enseguida nos predispuso al hermanamiento con el resto de peregrinos, sobre todo con los de a pie. Nos diluimos en el grupo con una generosidad egoísta, ya que nuestra pretensión era beneficiarnos de la camaradería con quienes tanto teníamos en común: El Camino de Santiago. En esa hermandad no sólo estábamos incluidos los que ya lo habíamos sufrido, sino también, como la Maestra, los que se preparaban para experimentarlo.

En el albergue hay una cocina que, comprobamos sorprendidos, no sólo funcionaba sino que también estaba provista de alimentos a nuestra disposición. Recuerdo haber visto aceite, vinagre, sal, bolsas de macarrones y tallarines, salchichas, latas, galletas… En el frigorífico, único entre los albergues que conocimos, podía encontrarse mantequilla, agua fresca, mayonesa… Y varias bolsas cerradas que supusimos habían dejado ahí peregrinos para llevárselas al día siguiente.

Colaboramos a la dotación de la cocina descargando nuestras mochilas de elementos que llevamos desde Pamplona y que ya entonces sabíamos que no íbamos a utilizar; entre otras cosas, una diminuta parrilla y una pequeña sartén.

La ducha siempre era un placer, pero en esa ocasión especialmente; la temperatura del agua no variaba bruscamente como en el resto de los albergues y su presión casi arrancaba, sin necesidad de jabón, la masa compuesta de sudor y polvo que nos cubría. Me quedé quieto durante varios minutos, apoyado con las manos en la pared, disfrutando del chorro reparador.

Después de una jornada agotadora, la ducha te cambia el carácter, pero no más que la ropa limpia; con ella me sentía descansado y satisfecho. Rosalía era la encargada de lavarla, y se dispuso a ello avisando que, en cuanto terminara, saldríamos a ver monumentos. Mientras tanto, vestido ya con prendas en las que se agradecía la ausencia de la humedad del sudor, me sumé al grupo de peregrinos, reunidos en la mesa de la cocina, alrededor de una bota de vino que alguien había sacado:

—A ver, Pamplonas, enseña a estos como se utiliza la bota —me dijo el Sevilla, bautizándome con mi nombre de peregrino.

Una costumbre extendida entre peregrinos es el llamarnos por motes. El más socorrido es el de la ciudad de donde procedes; Rosalía, la Pamplonas, yo, el Pamplonas, nosotros, los Pamplonas. Había excepciones como el Pirata, por el pañuelo que llevaba en vez de sombrero, la Maestra por la profesión, los Primos…

Es tal la fama que tenemos los de Navarra de expertos con la bota de vino, que en cualquier momento pueden, incluso sin conocerte ni haberte visto nunca beber de ella, los navarros saben de lo que hablo, ponerte como ejemplo y exigirte una exhibición. Afortunadamente yo sí soy un experto, y cuando fui retado, porque estas famas conllevan veneno y todos buscan el fallo, mostré a los presentes con suficiencia el manejo de la bota: El ángulo exacto del “chorrico”, el arte en subirla y bajarla mientras se bebe, el espacio entre los labios… No derramé ni una gota. Aplaudieron, claro. Y me obsequiaron con un trozo del chorizo que había sacado el Sevilla.

Aporté a la reunión latas; mejillones, sardinas picantonas y berberechos que aliñé con vinagre del que había en la cocina. Los Primos pusieron encima de la mesa una caja de quesitos, y no sé quienes, más latas; de pulpo, atún, anchoas… El ambiente se hizo festivo, y bastó que uno relatara una vivencia del camino para que todos compitiéramos por haber experimentado la anécdota más curiosa o sufrido el peor de los momentos; Curiosamente eran las desgracias, que parecían revalorizar la peregrinación, las que más gracia hacían, tanto a quien lo había padecido como a quienes lo escuchábamos.

Pero había desgracias que nos hacían reencontrar con las esencias del peregrino. Así sucedió cuando uno de los primos preguntó si sabíamos algo del belga o de la francesa:

—Es que nos ha parado la Guardia Civil para preguntarnos si habíamos visto a un belga que se ha debido perder, y cuando hemos llegado aquí se nos presenta un francés desencajado, enseñándonos la foto de su novia, un cardo, por cierto, y nos dice medio en franchute medio en español que la había perdido.

—Y el bestia este le responde que tranquilo, que seguro que con esa pinta no se la violan —añadió el otro primo—. Menos mal que no te entendió.

—He hablado con ese francés y lo he mandado a la Guardia Civil. Y fea era, sí, pero mira que tú bruto… —dijo el Sevilla.

—¿Habéis oído lo del belga? Resulta que iba con un grupo en bicicleta y coche de apoyo, y como se retrasaba, en vez de esperarlo lo han dejado tirado sin dinero ni documentación.

—¡Qué hijos de la gran puta! —exclamó alguien, y todos estuvimos de acuerdo.

—Yo me perdí entre Urbiola y Los Arcos.

—¡Si ese trozo no tiene pérdida!

—¡Pues me perdí! Había andado más de una hora cuando paró un coche y me dijo que iba en dirección contraria. Menos mal que se portó bien y me llevo hasta Los Arcos.

—O sea, que no has hecho de Urbiola a Los Arcos.

—No.

—Yo ahí si que lo pase mal. Parece que no llegas nunca.

—Y sin una sombra —añadí.

Todos describimos las penurias pasadas en ese tramo de pésimo recuerdo ante la cara de frustración de quien no lo había experimentado. La Maestra nos miraba envidiosa, ansiando ponerse en camino y alcanzar nuestro status. Para nosotros era uno más, aunque ella no se lo terminara de creer.

Había olvidado a Rosalía, pero se rompió el hechizo cuando me aviso que ya había terminado, que en breve salíamos a ver los monumentos de Santo Domingo de la Calzada.

Nos intercambiamos las direcciones y prometimos escribirnos. Mientras nos íbamos, alcancé a escuchar como planeaban bajar al bar para rellenar la bota de vino. Me habría gustado quedarme. A cambio, escuché el plan trazado por Rosalía: Primero tomaríamos un café en el Parador Nacional, del que tuve que escuchar su historia; fue construido personalmente por el santo como hospital de peregrinos.

No me importa reconocerme miserable por alegrarme de que estuviera cerrado por reformas. Intenté disimular el gesto de satisfacción porque noté la mirada escrutadora de Rosalía, pero no quise evitar una sonrisa jocosa en cuanto ella me dio la espalda.

Del antiguo hospital de peregrinos a la catedral no hay más que pocos pasos, y sin cruzarnos palabra los recorrimos. Lo primero que vimos al entrar en la catedral fue como un gallo blanco violaba una gallina del mismo color. Fue impactante. No por el hecho en si, sino porque es lo último que podía suponerse en tan santo lugar. Un grupo de turistas les sacaba fotos entre las protestas de la gallina, que libre del gallo que proclamaba su triunfo con un canto desafinado, se arreglaba coqueta el plumaje.

Rosalía no se inmutó, y colocándose frente al pequeño gallinero que existe a unos cuatro metros del suelo dentro de la catedral, empezó a explicarme, con voz monocorde, una vez más, la leyenda de “La gallina de Santo Domingo de la Calzada que cantó después de asada”:

—En el siglo XIV, peregrinaban hacia Santiago…

—¿En bicicleta o andando? —no pude evitarlo. Salió espontáneo, sin darme la opción de pensar lo que iba a decir. Miré a Rosalía hierático, como interesado en la respuesta.

—Andando —me respondió muy seria.

—¡Ah!

—¿Puedo seguir?

—Sigue.

—Decía, antes de que me interrumpieras, que Hugonell y sus padres peregrinaban…

—¡Andando!

—¡Andando!

—Bien.

—¿Sigo?

—Por favor.

—Decía…

—Eso ya lo has dicho.

Se me volvió con la frente arrugada, los ojos muy abiertos y los puños cerrados con fuerza. Íbamos a tener una bronca y de las gordas. De acuerdo, pensé, pero bajo mis reglas. A pesar de que seguía utilizando el Espejo del Alma, creo que desde Pamplona no lo había hecho de forma consciente. Sin embargo, esa tarde estudié la situación para saber cómo actuar para que mi mujer se lo pensara dos veces antes de volver a provocarme. Lo confieso: Disfruté.

—Estamos en la catedral. Compórtate por favor —le recriminé con mansedumbre. Por cierto, ¿qué decías?

—¡No decía nada!

—Baja la voz, cariño. No seas mala y cuéntame la leyenda tan bonita sobre Hugonell, el joven ese de dieciocho años que peregrinaba junto a sus padres, según tú andando, que se alojaron en la posada con manceba marchosa, que se sintió tan ofendida cuando ese Hugonell, que iba andando a Santiago, le dio calabazas, que le puso una trampa y lo denuncio a la justicia. ¡Por favor! Cuéntame una vez más que lo ahorcaron por ladrón, y cómo después de ir los padres hasta Santiago volvieron para visitar lo que creían el cadáver del hijo, y que este les habló desde la horca, de donde procede ese madero encima del gallinero según cuenta la tradición, diciéndoles que estaba vivo porque santo Domingo lo salvó con un milagro; Que digo yo que podía haberlo salvado antes de que lo ahorcaran y no se habría pegado colgado haciendo de espantapájaros mientras sus padres iban y volvían, andando, hasta Santiago. Pero no dejes de explicarme lo que cada vez que lo haces me gusta más: Que los padres corrieron a contarle al corregidor la noticia, el cual, según tengo oído, de ti, claro, se burló de ellos contestándoles que su hijo, Hugonell, el de los dieciocho años, el que iba, andando, con sus padres a Santiago de Compostela, estaba tan vivo como la gallina que, asada, tenía delante; que, y es una opinión, hay que agradecer a tan noble señor el que por no hacerlos esperar los recibiera en mitad de la comida. ¿Dónde iba? ¡Ah, sí! Precisamente donde sublimas el relato manteniendo la tensión hasta el extremo, cuando el comendador les dijo eso tan apropiado para que la leyenda tuviese futuro: ¿Tu hijo Hugonell vivo? Tu hijo esta tan vivo como esta gallina. ¡Y por fin el desenlace! Cuando la gallina sale, andando, de la bandeja, cantando ante la cara de gilipoyas del comendador. Y todos fueron felices, y se comieron, en vez de perdices, a la gallina después de asarla bien y desollar al cocinero por manazas. ¡Por favor, por favor, por favor! Cuéntame la leyenda.

Al acabar, reprimí el deseo de cantar desafinado como el gallo tras joder a la gallina. Estaba tan tranquilo que pude trasmitir ese estado a mi sonrisa. No creía que mi reacción hubiese sido desmesurada, e incluso considere la posibilidad de que Rosalía la reconociese como broma. Lógicamente no fue así, y en vez de reírnos, terminamos mirándonos fijamente, esperando que el otro tomase la iniciativa.

Supe que había subestimado la situación cuando descubrí, tras el odio que rezumaba de sus ojos, el mismo desprecio que contemplé en su mirar la noche de la sorpresa, la orquídea, y el pollo al chilindrón de mi madre.

—¡Cabrón!

—Será porque tú me pones los cuernos.

Fue una replica grácil, certera e inmediata, con un tono tan pedagógico y alejado de la ironía que humillaba mucho más que el peor de los insultos, pero que no obtuvo la respuesta esperada. En vez de contragolpear, Rosalía agrandó sus ojos y entornó los labios con una inspiración sonora. Parecía haber recibido el mayor de los sobresaltos.

De repente tuve una inspiración y analicé a mi esposa por si encontraba algún gesto que confirmara mis sospechas. No me dio tiempo; Huyendo a mi análisis, Rosalía se dio la vuelta y salió de la catedral casi corriendo.

¿Era posible que Rosalía me fuera infiel y por ello hubiese reaccionado así? No. Era absurdo. Si para mi esposa el sexo marital era casi pecado, el adulterio debía rozar la blasfemia. Pero aparte de esa consideración, había otra que me tranquilizaba: Ella nunca había sido partidaria del sexo en cualesquiera de sus modalidades. Opté por olvidar mis sospechas y disfrutar a solas de la catedral construida por santo Domingo.

Con Rosalía habría sabido cuantas vueltas hay que dar a la tumba del santo y si servía para pedir un deseo o para curar algún mal. En vez de eso, le eché una mirada rápida y volví a subir para sentarme en un banco desde el que veía al gallo y la gallina.

Pronto me cansé de espiar a los animales y me centré en mis pensamientos. Reconocí sentimientos que se hundían en mis entrañas como iguales a los que tuve cuando caí en la depresión durante la que coleccionaba olvidos de dolor. Razonaba que no era para tanto, que en breve volveríamos a reconciliarnos. Además, la peregrinación nos obligaba a convivir veinticuatro horas al día solventando dificultades y eso une mucho.

Por tranquilizarme decidí abandonar la catedral, comprar una bolsa de cerezas y dar un agradable paseo por el pueblo mientras me las comía; estaban deliciosas.

Las cerezas me azuzaron el hambre, y después de acabarlas busqué una terraza donde pedir una cerveza y un bocadillo de lo que fuese; fue de tortilla de patata.

Una brisa suave me fue apaciguando mis miedos, dejándome a cambio tal placidez que me abandoné a ella.

El camarero me despertó a las nueve y media; habría dormido sobre un cuarto de hora. Pagué lo consumido y fui hacia el albergue con una inmensa pereza por tener que enfrentarme a Rosalía.

En el albergue, en vez de a unos amigos juerguistas alrededor de la bota de vino, encontré a seis niños que, a pesar de no parar, conseguían mantenerse sentados; el padre estaba entre ellos escribiendo en un cuaderno. Salí de un de un albergue de peregrinos y creí entrar en un hogar muy nutrido.

No todos eran críos, ya que si bien había una niña de cuatro años, quede claro que me reconozco inútil para calcular edades, el mayor era un adolescente de sobre los quince. Parecían los más felices del mundo. Cualquier cosa les hacia gracia y apreciaban cada uno de los detalles que se tenía con ellos. Además, usaban la inteligencia e intervenían en las conversaciones creyéndose con derecho a ello, aportando puntos de vista y haciendo preguntas que más de una vez nos pusieron en aprietos por la contundencia de su lógica inocente.

Tras comprobar que Rosalía no había llegado, me senté entre ellos con la excusa de escribir el diario. Mi estado de ánimo variaba según escuchara la conversación o escribiera mi versión de la jornada; En el primer caso se aplacaba el mal humor que me ocasionaba el pensar en mi esposa y su ausencia del albergue.

El padre, sentado entre el mayor y la pequeña, estudiaba, asustado ante el perfil del puerto que tendrían que salvar al día siguiente, una guía de peregrinos en bicicleta. Mientras, la madre, todo matrona, se afanaba, sin dejar de vigilar a su familia, preparando unos tallarines con salchichas:

—¿Quién se apunta a la cena?

Acepté, y también los Primos y el Sevilla; habría sido un error negarse a compartir la cena con la aleccionadora compañía de unos niños que sabían comportarse. La buena educación no fue obstáculo para que el primero que probó los tallarines los escupiera inmediatamente:

—Pican.

La madre los cató, y sin decir palabra, ante la expectación de quienes como yo hacían equilibrios con los tallarines en el tenedor, se volvió para leer la etiqueta de un frasco:

—¡La jodí! En vez de tomate le he echado pimentón picante. Pero se pueden comer.

Claro que se podían comer; haciendo un esfuerzo y bebiendo mucho entre bocado y bocado. Fue una cena inolvidable, tanto por rozar lo incomestible como por tan especial compañía.

En mitad de la cena apareció Rosalía junto al Madriles, que hablaba en voz alta, y Almudena que parecía incapaz de disimular un enfado. Rosalía me saludó con tal aplomo que no dude en declararlo artificial:

—Buenas noches Fermín.

Yo no tuve que camuflar mis sentimientos en la respuesta; mi enfado había desaparecido, y si alguna molestia sentía hacia Rosalía era exclusivamente por la interrupción, ya que estaba interesado en los remedios que defendía el Sevilla y los Primos como mejores contra las ampollas; uno afirmaba que las evitaba gracias a que se extendía por las mañanas vaselina en los pies, y los otros, al unísono e interrumpiéndose para decir lo mismo, creían que la solución consistía en ponerse dos pares de calcetines; uno grueso y otro, debajo, de hilo.

—Buenas noches, Rosalía.

La madre los invitó a cenar con nosotros explicándoles el problema con el pimentón, pero el Madriles dijo que acababan de cenar. Rosalía sonrió y yo le devolví una sonrisa que al no ser agresiva mató la suya. Otra vez huyó, pero en esta ocasión lenta y orgullosamente hacia el dormitorio; si hubiera sabido la pena que me daba su representación…

Habría pasado media hora cuando uno de los niños dijo que alguien subía por las escaleras. Poco después entraban cinco hombres en el albergue. No eran peregrinos, seguro; se diferenciaban por la vestimenta y la actitud. Sin pedir permiso se sentaron entre nosotros, excepto uno de ellos, joven con ligero sobrepeso y una expresión que por bondadosa reflejaba candidez, que colocó su silla apartada del circulo formado por los demás. Me incomodó sorprenderle varias veces observándome, pero la peregrinación me estaba enseñando que hay menos motivos para tomar precauciones ante los diferentes que frente al resto: Le sonreí y lo agradeció.

Con pomposidad y un orgullo que rozaba la prepotencia, se anunciaron como miembros de la Cofradía del Santo:

—¿De que santo? —preguntó la pequeña.

—De santo Domingo de la Calzada —respondió altivo el mayor de los cofrades.

Debían estar convencidos de que el pertenecer a esa cofradía es un salvoconducto para violentar sin autorización nuestra intimidad. Lo es, claro que lo es, porque esa asociación obliga a considerar a todos los peregrinos como hermanos, al menos así lo sentí, y ellos ni podían imaginar que nosotros no los viéramos como a iguales. Su entusiasmo me recordó a Ramón Sostres, el de Torres del Río, y aunque procuré esmerarme en buscarles hipocresía, tanta entrega era sospechosa, no encontré más que motivos para recriminarme por mi falta de confianza.

Su conversación era monotemática sobre santo Domingo, creador y primer abad de la Cofradía, pero no se parecía en nada a las pelmadas que sobre historia me contaba Rosalía; ellos discutían los datos, se llevaban la contraria, y si alguno exageraba, lo cortaban enseguida; su santo no lo necesitaba, era casi un insulto. Santo Domingo había sido, y lo escribí en el diario al dictado ante la complacencia de los cofrades, todos los oficios relacionados con la construcción, además de labrador, administrador, posiblemente druida, y, por supuesto, fundador de la Cofradía.

Los padres dieron los primeros avisos de que los niños debían irse a la cama y los cinco cofrades se despidieron de nosotros deseándonos buen viaje. Cuando se iban, el cándido joven con sobrepeso me dio un abrazo, y acercando su boca a mi oído me susurro una palabra que relacione, sin encontrar la razón, con Torres del Río: “Ultreya”.

Recogimos y limpiamos entre todos lo utilizado para la cena. Cuando se fueron a dormir quedé solo, ultimando detalles del diario como apuntar que, según el podómetro, andamos ese día veintitrés kilómetros setecientos treinta metros. El albergue se fue volviendo tan silencioso que me invadió una sensación de libertad. Fumé un cigarro disfrutando del momento y me dirigí hacia la cama.

Me tuve que desnudar y meter en el saco a oscuras porque no encontré la linterna. Nada se veía y el silencio contagiaba su carácter. Era fácil dormir y además, aunque no lo notaba, debía estar muy cansado. Me dejé patinar hacia el sueño, ese agujero negro con billete de vuelta pero sin destino conocido.

Escuché un suspiro a mi derecha; debía ser Almudena. Ya con el sueño olvidado, noté que se movía y espié los ruidos de una mujer al vestirse. Encendió una linterna, pequeña o falta de pilas porque daba poca luz. Yo estaba de espaldas a ella; si me quedaba quieto supondría que dormía.

Cuando salió Almudena me giré hacia su cama, y durante un rato practiqué el arte de entornar los ojos para encontrar la posición en que los párpados, pareciendo cerrados, admitiesen la visión aunque fuera defectuosa.

Tardaba en volver: ¿Estaría en el baño o sentada y aburrida en la cocina? La cisterna del váter rompió mis pensamientos y el silencio del albergue. Al poco se abrió la puerta y entró una luz. Mantuve la postura incluso cuando, durante un segundo, la luz impactó en mis párpados. Almudena apoyó la linterna en la cama y a su claridad se quitó la camiseta, dejando al desnudo un vientre con insinuaciones musculosas. Sus pechos estaban cubiertos por un sujetador que era claro no lo necesitaban; lo utilizaría como camisón.

Seguí la caída del pantalón corto por una pierna tallada y sinuosa que se hizo eterna. Bajo su piel se observaban formas pulidas que variaban de textura y volumen a cada movimiento en una danza coordinada. Se arrodilló sobre el colchón, y desde esa postura buscó la mochila que tenía al otro extremo de la cama. Sus nalgas amenazaban seriamente con reventar las bragas.

Almudena encontró lo que buscaba y volvió a depositar la mochila en el suelo, ofreciéndome una nalga desnuda, la izquierda, que se había escapado del control de la braga, dejando la tela que debía protegerla encogida en la hendidura fronteriza. Temí que Bafo utilizara a Almudena como tentación, pero mucho más el que yo estuviera deseando que así fuera, sobre todo cuando introdujo un dedo debajo de la braga para volverla a su lugar: ¡Cualquiera se hubiera excitado!

Almudena se metió en el saco mostrando una elasticidad pasmosa. Dejó la linterna apuntando hacia la pared, entre su cama y la mía, puso delante un platito de barro y encendió una llama:

—Pamplonas, ¿quieres un cigarro?

Lo dijo con tal naturalidad que ni me sobresalté.

—Sí. Gracias.

Se incorporó en la cama para acercarme el cigarro y el mechero, indicó que el plato era para echar la ceniza y fumamos en un silencio roto por ronquidos peregrinos.

¿Desde cuando sabía que yo estaba despierto? Excitado pensé que tal vez desde un principio.

—¿Rosalía y tú estáis enfadados? —preguntó mientras aplastaba el cigarro.

—Si sólo fuera eso…

—Ya.

Di una última calada al cigarro y lo apagué.

—Hasta mañana Almudena.

—Hasta mañana Pamplonas.

No me costó dormirme a pesar de que mi mente repasaba, gesto por gesto, posición tras posición, centímetro a centímetro, todo lo que había visto de Almudena esa noche.

Recuerdo que al despertarme no recordaba lo soñado pero mantenía la sonrisa. Alguien me golpeaba suavemente en el hombro. Cuando esperaba que fuera Almudena, resultó ser el joven con sobrepeso. Reconocí voz y palabra:

—¡Ultreya! Vístete en silencio. Te espero en la cocina.

Al incorporarme sentí un fogonazo que preñó mi mente con los recuerdos de las vivencias en Torres del Río: Mi enfado por los escrúpulos de Rosalía hacia las ruinas con leyenda, Ramón Sostres y su historia, el bar y el camarero, la iglesia, la nada, el monasterio de Eunate, la conversación en la que Bafo dejaba de ser el Bafo para convertirse en uno de los bafos de el Camino…

Salí a la cocina convencido de que, quien me esperaba, comentaría mi tardanza. No lo hizo; estaba ocupado comiendo de la cazuela los tallarines fríos sobrantes de la cena. Al verme, tragó con prisas. Una vela encima de la mesa era la única luz.

—Vamos —susurró después de coger una bolsa del frigorífico.

Era fácil fiarse del joven con expresión bondadosa y sin preguntas lo seguí hacia lo oscuro de la escalera. Mi guía caminaba delante y tapaba con su cuerpo toda la luz a excepción de un aura amarillenta que lo rodeaba, pero que no iluminaba lo suficiente como para que yo viera donde ponía el pie. Los escalones parecían tener los cantos flácidos y en más de una ocasión tuve que sujetarme al pasamanos para evitar bajar las escaleras rodando. Mi acompañante parecía no oír mis resbalones, que retumbaban por todo el caserón.

—Es que no veo —dije con tono exculpatorio por el ruido que provocaba; una forma como otra cualquiera de pedirle que sujetara la vela de manera que su luz previniera futuros resbalones.

—Ya estamos —contestó sin darse por enterado del mensaje subliminal.

Llegamos, en la planta baja, ante una puerta que mi guía abrió con llave.

—Llámame Dajaier. Siéntate en esa silla mientras busco otra vela. ¿Quieres una cerveza?

—Yo soy…

—Jacobo. Todos sois Jacobo. ¿Has cenado los tallarines de la cocina?

—Sí.

—Entonces necesitas una cerveza. Toma.

No me la dio. Siguió buscando la vela por los cajones de la mesa que nos separaba, y tras encontrarla, encenderla y sujetarlas en candelabros que parecían de hierro, sacó cuatro latas de cerveza de la bolsa que había bajado, abrió dos y deslizó una de ellas por la mesa hasta acercármela.

—¿Fumas?

—Sí, gracias.

Encendió dos cigarros en la vela y me dio uno de ellos.

—Te esperábamos. Tienes problemas con un bafo. Cuéntame la historia.

La historia de Bafo era la mía durante los últimos meses. No dudé en contárselo todo: Desde la fiesta de la Nochebuena no cristiana, y las razones por las que había ido sin Rosalía, hasta la sombra que vi, las consecuencias para la vida de mis amigas y también para mi matrimonio, mi depresión y la facilidad con que pude analizarla, los motivos para iniciar el Camino de Santiago, lo ocurrido en Roncesvalles, la Monja del Puente y su consejo de que hablase con la Mujer de la Posada, lo de Torres del Río… También le hablé de Minerva, la cocaína y la obscena relación sexual con mi esposa.

—El señor que viste junto a Ramón en Torres del Rio es tu Moisés —sentenció Dajaier mientras tiraba la ceniza en un platillo de café que había colocado en mitad de la mesa.

—¿Mi Moisés?

—Sí. Te protegerá durante el Camino. Otra cosa: ¿Ocurrió algo raro bajo los efectos de la cocaína? Cuéntamelo todo. —Su tono había cambiado. Antes era melifluo y seguía siéndolo, pero entonces se revistió de gravedad. Una extraña mezcla que no obstante daba relevancia a su pregunta.

Detallé los hechos de esa noche a excepción de la historia que me había contado Román sobre su desdichada vida sentimental.

—Así que te sentiste fuera de tu cuerpo.

—Sí.

—Corriste un gran peligro. Mientras eso ocurría, el bafo intentaba robarte el cuerpo. De haberlo conseguido ahora serías otro bafo. No vuelvas a probar esa droga. ¡Nunca!

—De eso puedes estar seguro. ¿Quién es Bafo?

—Espera un poco, vayamos por partes que sino me pierdo. ¿Qué te ha dado? —preguntó mientras aplastaba su colilla en el platillo de café.

—¿Quién?

—El bafo.

—¿Darme? No sé. ¿El espejo del Alma? Yo lo llamo así. Es el poder conocer y analizar tanto mis emociones como las de los demás e incluso saber manipularlas —respondí mientras apagaba mi cigarro.

—Eso no es un regalo. Es un síntoma de que has tenido contacto con un bafo. ¿Qué más?

—¿El sexo con Minerva?

—Eso es un regalo que tú le hiciste a él. ¿Qué más?

—¿El embarazo de mi esposa?

—Prepárate para tener problemas. ¿Qué más?

—¿Problemas con el embarazo? ¿Qué problemas?

—Posiblemente te chantajee con eso. Pero no me hagas caso porque ni idea. ¿Qué más?

Me sentía cómodo hablar con alguien sobre Bafo después de tantos meses manteniendo el secreto.

—Nada. Creo.

—Mejor. Tengo que contarte una historia, pero antes debes responderme a una pregunta: ¿Qué camino estas haciendo?

Recuerdo haber mirado en ese momento el reloj. Eran las cuatro y media pasadas.

—El de Santiago.

—Venga, puedes hacerlo mejor. ¿Qué camino estas haciendo?

Bastó que supiera que había otra respuesta para topármela en el enfado que me provocó Rosalía con sus escrúpulos por dormir en unas ruinas con leyenda. Fue entonces cuando me di cuenta de que nuestros caminos no tenían nada que ver; el suyo religión y mucho arte e historia, al mío lo llamé entonces el de los Momentos.

—Estoy haciendo el Camino de los Momentos.

—¡Enhorabuena! Estás preparado para continuar tu camino. En caso contrario habrías tenido que volver a Logroño.

—¿Por qué?

—¿Has oído hablar del juego de la Oca?

—¡Claro! Jugaba de niño.

—Pues el juego de la Oca es el mapa en clave del Camino de Santiago. ¡Quién te lo iba a decir de pequeño, eh! Mira, estamos en el segundo Puente del juego, el que construyó aquí santo Domingo. El primero es Logroño, donde lo hizo san Juan de Ortega.

Dajaier dejó de hablar para beber el último trago de su lata de cerveza. Después de mi experiencia con Bafo estaba dispuesto a creer cualquier cosa, pero no hasta ese extremo. Empecé a dudar de si en realidad el gesto de Dajaier reflejaba bondad o estupidez. Cuando continuó, examiné sus palabras buscando incoherencias.

—¿Has cenado con la familia numerosa?

—Sí. Los tallarines.

—Entonces necesitaras otra cerveza —decidió con una gran sonrisa pícara. Abrió las otras dos latas y volvió a deslizar una de ellas hacia mí—. ¿Los has notado distintos? —preguntó tras dar un largo trago.

—Sí —contesté sin demasiada convicción.

—Pues tienes razón. Te aseguro que no son una familia normal. Están haciendo otro camino diferente al tuyo, aunque seguro que ni lo sospechan. Ellos no necesitan nuestra ayuda ni caminaran por las casillas del juego de la Oca. Todos los caminos son distintos. Los hay rebosantes de fuerzas telúricas, los hay esotéricos, iniciáticos, aventureros, arquitectónicos, gastronómicos, deportivos, religiosos…

—Pero… ¿Qué tiene que ver eso con el juego de la Oca?

—Mira, santo Domingo y san Juan de Ortega crearon la cofradía de san Benito para alojar pero también ayudar y proteger a los peregrinos —bebió un trago de la lata y yo lo imité—. Sigo: Muchos años después, el cofrade mayor recibió la visita de un poderoso caballero templario que le contó una historia: En la primera cruzada, nueve caballeros encontraron por casualidad, donde estuvo el templo de Salomón, un compartimiento secreto en cuyo interior había un cofre de madera. Creyendo que podía tratarse del estuche que protege el Santo Grial, intentaron abrirlo primero y romperlo después, pero ni la más afilada de las hachas hacía mella en tan extraña madera. Esos nueve caballeros fueron los que crearon la orden de los templarios con la finalidad inicial de proteger su descubrimiento. Cuando la orden creció y lograron riquezas, construyeron el castillo de Ponferrada y trasladaron ahí lo que creían que era el Santo Grial. Poco después, bastó un pequeño golpe accidental para que se deshiciera el cofre en una gran sombra que se dividió en otras muchas.

—Bafos —exclamé.

—Bafos. Sí señor —escuchaba atento la historia sintiéndome involucrado en ella—. El castillo se plagó de sombras y muchos caballeros murieron de forma extraña. El poderoso caballero templario terminó su relato explicando al cofrade mayor que no se atrevían a acudir a la iglesia por temor a que los acusaran de prácticas satánicas. Tras escuchar el relato, el cofrade mayor llamó a capítulo a varios cofrades que eran de su absoluta confianza, y tras ponerlos al corriente de la historia, decidieron crear, dentro de la cofradía, un grupo secreto que se conjuraron para estudiar la forma de combatir a los bafos. Desde entonces mantenemos una guerra a muerte contra ellos. Una guerra que por desgracia no tenemos ganada.

—¿Y lo del juego de la Oca? —pregunté por insistir en la búsqueda de incoherencias que respaldaran mi teoría de que el hombre con sobrepeso era un loco o un guasón.

—Como ya te he dicho, el tablero del juego de la Oca es un mapa cifrado del Camino de Santiago. En esencia son las instrucciones para poder combatir a los bafos. Poco más puedo decirte porque poco más sé. Uno de los votos de los Conjurados es saber lo justo para realizar la misión encomendada y nunca preguntar.

—¿Por qué tanto secreto?

—Hace muchos años nos jugábamos la hoguera y no hace tantos la cárcel. ¿Quién nos puede asegurar qué ocurrirá mañana?

—¿Qué o quién son los bafos?

—No se sabe. Hay opiniones para todos los gustos: Consciencias descarnadas de gente tan perversa que su alma no la quieren ni en el infierno, miembros de una antiquísima secta que jugaron con la inmortalidad, castigados por Dios, diablos… No se sabe. Lo que sí hemos averiguado es que tienen querencia hacia el Camino de Santiago y que, aunque se alejen, vuelven cuando necesitan un cuerpo, atrayendo hasta la peregrinación a sus victimas elegidas o eligiéndolas de entre los peregrinos. Ni idea del porqué, tal vez las fuerzas telúricas los ayuden, o el clima, o el estado anímico del peregrino, vete a saber, tal vez la nostalgia. También sabemos que la consciencia del cuerpo poseído se transforma en otro bafo. Así se reproducen.

—No sabéis mucho.

—Confiamos en ti para que nos enseñes —se rio.

—Pues temo decepcionaros porque sé mucho menos que tú.

—No lo creo. Si has tenido una experiencia con ellos ya sabes más que yo, y puede que durante la peregrinación averigües la manera de vencerlos. Eso si el bafo no consigue tu cuerpo, claro, porque entonces habrá un bafo más, tú, que buscará otro cuerpo que poseer. Si así ocurre, nos tendrás como enemigos.

—¿Por qué seréis mis enemigos? ¿Qué os puede importar el que yo cambie o no de cuerpo?

—¿Qué por qué seremos tus enemigos? Mira: En primer lugar no creas que por poseer otro cuerpo serás otra persona, serás un bafo, y como bafo necesitaras emociones para sobrevivir. Emociones cada vez más fuertes que te irán depravando hasta terminar siendo capaz de provocar una guerra o un atentado terrorista sólo para disfrutar de las emociones que generen. ¡A saber detrás de cuantos desastres están los bafos!

—¿Qué pretenden los bafos? —pregunté aterrorizado por lo que Dajaier me desvelaba.

—¿Pretender? —se extrañó—. Nada, vamos, creo. Consiguen cuerpos para seguir viviendo. Es una necesidad, no una estrategia.

En el silencio que mantuvimos, escuchamos unos ruidos sordos. Dajaier se puso nervioso.

—Ha sido un placer conocerte —hablaba rápido mientas sacaba de un cajón algo que la luz de las velas no me dejaba ver—. Una última cosa: No olvides que si los bafos provocan una sombra diabólica es porque así la victima defiende su alma, que es lo que cree que quiere el diablo, dejando desarmado al cuerpo que es lo que realmente busca el bafo. Ahora, ponte esto y déjate llevar. Recuerda que aquí te llamas Jacobo y estás entre amigos.

Ayudó a colocarme un hábito marrón de tela basta, me situó frente a la puerta cerrada y apagó las velas. En la oscuridad escuché roce de telas y supuse que Dajaier se vestía igual que yo.

Oímos tres golpes que retumbaron en el silencio, y al abrirse la puerta, vi a dos monjes con los rostros cubiertos por las sombras de las capuchas. Llevaban una vela en cada mano, y al acercarse me ofrecieron ceremoniosamente la que portaban en la izquierda. Después, dieron media vuelta y pidieron que los siguiera.

No sé por donde entramos a la diminuta habitación, sólo sé que al día siguiente busqué la puerta donde creía recordar que estaba pero no la vi. Mis acompañantes abrieron una trampilla que se camuflaba entre losetas y bajamos por una escalera estrecha y resbaladiza. Yo, al llevar las manos ocupadas con las velas, no podía utilizar la gruesa cuerda que hacía de pasamanos e iba apoyando mi antebrazo en las frías y húmedas piedras de las paredes para equilibrarme.

Mientras recorríamos un estrecho pasillo, seguro que bajo tierra, los monjes iniciaron a cantar, muy despacio, el mismo mantra que yo había recitado en el monasterio de Eunate y me uní a ellos. Detrás escuchaba unos pasos y supuse que se trataba de Dajaier.

Llegamos a una puerta de madera oscura y brillante, labrada con símbolos entre los que reconocí una gran cruz y una tau como la que llevaba al cuello. Mis acompañantes la golpearon tres veces seguidas sin obtener respuesta. Repitieron la llamada dos veces más y por fin se oyó una voz:

—¿Quién es?

Los vestidos de fraile se volvieron hacía mí y entendí que era yo quien debía responder. Cuando iba a decir mi nombre, recordé que ahí no me llamaba Fermín.

—Jacobo —contesté.

—¿Eres hombre libre y de fiar?

—Sí.

—¡Bienvenido seas!

Tuvieron que sumar las fuerzas los dos monjes que me precedían para que la puerta se moviera entre quejidos. Más que habitación, era gruta donde me esperaban varias personas que, aunque no conté, calculo serían diez o doce, todas vestidas con hábitos como nosotros y con una vela encendida en su mano derecha. La gruta estaba desnuda de todo mueble o decoración, excepto una gran roca llena de vértices que surgía en medio del suelo de tierra. Mandaron por señas que me sentase en la piedra y apagaron sus velas, dejando como única iluminación las dos que yo llevaba.

Iniciaron lo que pudo ser una oración en latín. Tenía frió y estaba incomodo, sentado sobre una piedra que parecía hecha para torturar; No encontraba postura en la que un saliente no me agrediese. Los monjes que formaban un circulo alrededor de mí se acercaron hasta casi rozarme. Soplaron a la vez y apagaron mis velas. La oscuridad se hizo dueña y sentí un escalofrío.

—¿En nombre de Dios y con su ayuda, juras luchar contra tu bafo?

Me asusté. La voz era tan grave que parecía encallarse a cada sílaba.

—Sí —respondí.

—Hermanos…

Me sujetaron de inmediato los brazos, las piernas, y por último la cabeza. No opuse resistencia. Creía que se trataba de un rito simbólico.

—Voy a taparte la entrada del bafo. Te dolerá pero eso es bueno. Cuando llegues a Burgos, visita tú solo la catedral a las doce del mediodía. Ahí te calmarán.

La voz era distinta. Y conocida. Intentaba recordar donde la había oído anteriormente cuando sentí un dedo que se introducía por mi entrecejo y me manipulaba el cerebro, provocándome estallidos de luz, explosiones extrañas, olores imposibles y un sabor amargo, muy amargo.

El sufrimiento era terrible y tan agudo que habría elegido la muerte antes de seguir soportándolo. Mi cuerpo se tensaba en posturas absurdas y daba tirones, patadas y golpes. No conseguía zafarme de los monjes que me sujetaban. Contemplé experiencias alejadas en el tiempo uniéndose en mi recuerdo por un denominador común que intenté descifrar. Me desmayé.

Sonidos inconcretos, ruidos sin sentido. Hice un esfuerzo por abrir los ojos. No pude. Era imposible romper la muralla que me separaba de la vigilia.

No sé cuanto tiempo pasó hasta que me desperté asustado. ¿Dónde estaba? Reconocí la habitación del albergue. Muchas camas, todas vacías excepto la ocupada por Rubén dormido. Un inmenso dolor fue conquistando mi cabeza, pero a pesar de él salté de la cama, y sin lavarme ni afeitarme salí corriendo.

Encontré a Rosalía muy seria, con cara de enfado, esperándome sentada en la escalera. Al mirarme cambió el gesto.

—¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

—No —respondí—. Me duele mucho la cabeza.

Reconocí la puerta de la habitación donde había hablado don Dajaier. Enfrente debía estar la puerta de acceso al pequeño cuarto de la trampilla, pero no estaba.

—¿Quieres que nos quedemos descansando hasta mañana?

No me había mirado en el espejo pero supe que mi aspecto era deplorable; sólo así se explica el que Rosalía estuviera amable después de lo ocurrido la tarde anterior.

Rechacé su propuesta de quedarnos un día y entramos en un bar a desayunar. Tenía la garganta reseca y el dolor de cabeza era insoportable. Rosalía me miraba apenada. Yo no tuve interés en averiguar qué sentía por ella.

Después del desayuno fuimos a una farmacia. Nos atendió una chica rubia, muy joven, que parecía recién salida de la peluquería:

—¿Qué quieren?

—Algo para el dolor de cabeza —supliqué.

—¿Qué tipo de dolor?

—Horrible.

—¿Qué parte de la cabeza le duele?

—Toda la cabeza —empezaba a cansarme del interrogatorio.

—¿Es un dolor agudo, sordo…?

—Mira, por encima de las orejas es como si una prensa estuviera a punto de aplastarme el cráneo, por la nuca siento un martillo que la golpea rítmicamente, y hay un clavo enorme que me atraviesa una y otra vez las sienes. Por favor, que no estoy para explicaciones, ¿me das algo para el dolor de cabeza?

—Espere un poco que llamo a la farmacéutica. ¡Es que para lo que tiene no sé que darle!

—¡Lo que tengo es un dolor de cabeza de mil pares de cojones y tú me lo estás empeorando! —grité.

Rosalía procuró calmarme mientras esperábamos a la farmacéutica, que salió poco después con un frasco de pastillas en la mano. Me aconsejó tomarme dos entonces y luego una cada seis horas; tragué cuatro pastillas en la misma farmacia ayudándome con el agua de la cantimplora.

Santo Domingo de la Calzada – Villafranca Montes de Oca

Nos pusimos en marcha a las diez. Hacía un calor tan intenso y pegajoso que licuó el dolor, haciéndolo deslizar por las rendijas de mi cabeza hasta alcanzar los oídos.

Paramos en todos los bares que vimos porque necesitaba liquido y descanso, pero sobre todo sombra. Visitamos las iglesias de Grañón y Redecilla del Camino, donde Rosalía sacó fotos a una preciosa pila bautismal que no pude apreciar en todos sus detalles porque veía doble cualquier objeto al que me acercaba.

Me empecé a asustar. No creía que hubieran podido manipularme el cerebro simplemente con un dedo aunque así me lo hubiera parecido, pero… ¿Y si me confundía y habían dañado algún órgano importante? Sólo me consolaba el consejo de que estuviera en la catedral de Burgos para que me calmaran. Confié en que los Conjurados fueran en realidad amigos y me sentí un poco mártir.

Rosalía y yo hablamos muy poco durante toda la jornada e incluso en Belorado, donde comimos y tomamos después café en su curiosa plaza, puede que no nos cruzáramos ni una palabra. Es posible que Rosalía guardara silencio por consideración a mi dolor, pero también que fuera por enfado.

De Belorado a Tosantos podíamos elegir entre ir por la carretera o por el antiguo Camino de Santiago y Rosalía eligió por el Camino; me guio por uno de los peores trechos de toda la peregrinación. Me dio igual; el dolor de cabeza me inmunizaba de cualquier otro dolor y casi ni sentí las zarzas que arañaban mis piernas.

Llegamos a Villafranca Montes de Oca a las nueve de la noche después de andar treinta y dos kilómetros. Nos costó encontrar el albergue que resultó ser la escuela; al menos tenía literas.

En el albergue encontramos a Almudena y su novio. Ella, al verme, me vino cariñosa:

—Menuda cara tienes, Pamplonas. ¿Qué te pasa?

—Que me duele mucho la cabeza.

—Pobrecito. Y ahí, en el entrecejo, ¿te ha picado algo?

Busqué un espejo con la vista por la habitación pero no lo encontré. Almudena me dejó uno pequeño que llevaba en la mochila.

Tenía el entrecejo muy hinchado, como si me hubiera picado algún bicho. Cuando lo tocaba se notaba un liquido debajo de la piel.

Estaba agotado y decidí acostarme. Rosalía se fue con la pareja a cenar.

En cuanto apagaron la luz y me quedé solo, sentí un pequeño alivio; Antes de darme cuenta estaba dormido. Me despertó una caricia en la cara:

—¿Qué tal estás? —era Almudena—. Gemías en sueños.

Más que dolor, sentía una opresión que amenazaba con implosionarme el cerebro.

—Me duele, pero podré soportarlo —contesté intentando una sonrisa.

—Tu mujer y mi novio se han quedado en el restaurante hablando con los Primos. Yo he venido por si necesitas algo. ¿Tienes ampollas?

—Creo que sí.

—¿Te las reviento? Soy una experta.

—Gracias, pero como aquí no hay duchas debo tener los pies como para enseñárselos a una mujer tan guapa como tú.

—No sé yo si estás muy enfermo. Nada, saca los pies. A ver si tú piensas que me voy a asustar por eso. Además, creo que tú me has visto algo más que los pies.

Saqué los pies del saco de dormir y me mantuve en silencio, cohibido. No tardó en reventarme ocho ampollas. Cuando terminó le di las gracias y ella me respondió con un beso en la frente. Luego apagó la luz.

—¿Un cigarro?

—De acuerdo —acepté—. ¿Tienes el cenicero a mano? —pregunté refiriéndome al platillo de barro que habíamos utilizado en el albergue de santo Domingo y que me proporcionó tan agradables vistas cuando lo buscaba.

—Sí, aquí mismo.

—Lástima.

—Me parece que lo tuyo es cuento. Voy a tener que hablar con tu esposa.

—Ahora lo esta haciendo tu novio ¿no? —fue uno de esos comentarios que según los vas diciendo te arrepientes de hacerlos. Rosalía hablando con su novio y los Primos; No veía ningún problema. ¡Pero lo había sugerido! Me desprecié por usar esas armas. Además, sin necesidad, porque en absoluto buscaba nada con Almudena; quizás el que me siguiera mimando.

Ella no contestó. Cuando terminamos los cigarros los apagamos en el platillo.

—Perdona —dije—. Ha sido una tontería.

—Tal vez no.

—¿Qué quieres decir?

—Perdona. Ha sido una tontería —repitió las mismas palabras con las que yo me había disculpado.

Volvió el silencio. ¿Qué había querido decir? No podía pensar, el dolor me impedía concentrarme. Intenté alejarme del sufrimiento; al fin de cuentas no era mío sino del cuerpo. El Espejo del Alma tampoco funcionaba. Logré dormirme.

Me despertaron las voces de Rosalía, el Madriles y los Primos. Se oía a Rosalía eufórica y chispeante; nunca la había sentido así. ¿Tendría algo de razón Almudena? Juré vengarme de mi esposa por la poca consideración de, sabiendo mis dolores, entrar gritando en el cuarto. Además, encendieron la luz.

Tuve que aplacar mi rabia para volverme a dormir y tardé bastante en hacerlo.

Cuando me desperté no quería abrir los ojos. Temía que la pequeña molestia que sentía se transformase en el terrible dolor del día anterior. Así fue, y ocurrió de golpe, nada más levantar la cabeza de la almohada.

Nos despedimos de Almudena, el Madriles y los Primos y fuimos al bar. No había cenado la noche anterior y tenía hambre. Desayuné, a pesar del dolor, un bocadillo de tortilla de chistorra y bebí más de un litro de agua. Salimos, como siempre, los últimos.

Villafranca Montes de Oca – Burgos

Nos esperaba un día muy duro. Teníamos que atravesar Montes de Oca, uno de los pasos más peligrosos de la peregrinación, donde tanto lobos y osos como bandoleros y buscavidas, fueron antiguamente los dueños del terreno. Actualmente, los peligros provienen de lo escarpado del camino y del riesgo de perderse, aunque se ha dado algún caso de robo y se comenta que más de un fugado de la justicia se oculta entre sus bosques.

Tras una breve pero dura ascensión nos topamos con una fuente de la que Rosalía, como no, tenía cosas que contar:

—Es la fuente de Mojapán. Aquí los peregrinos medievales mojaban los chuscos para ablandarlos.

No le conteste. Un poco más adelante volvió al ataque:

—Esto era frontera de Navarra en el siglo…

—Por favor, Rosalía. No sabes cuanto me duele la cabeza. ¡Cállate!

Me miró con los ojos entornados, debía haberlo practicado en un espejo, y aumentó la velocidad de su paso. Estaba enfadada.

A las doce llegamos a San Juan de Ortega. Ahí, más que bar, había una choza donde el alcalde en funciones, el oficial era su hijo que estaba de viaje, servía tras unas maderas que hacían de barra. Sentados, bebiéndose una cerveza, encontramos a Almudena y a su novio. Me preguntaron que tal estaba y les respondí que bien.

—Se te ve mala cara —comentó Almudena.

—Y está de lo más impertinente —añadió Rosalía.

—Lo que tú digas bonita. ¿Por qué no te va a ver la iglesia y me dejas un rato tranquilo? —respondí.

—Desde luego —contestó ofendida—. ¿Venís? Yo os explicare la iglesia. Es preciosa y vais a ver que cenotafio románico tiene.

Se fueron los tres, dejándome con una cerveza en la choza. El alcalde en funciones intentó darme conversación, tenía expuesta una preciosa colección de bastones hechos por él, pero pronto se dio cuenta de que yo no estaba para charlas.

Antes de media hora apareció Almudena:

—Tu mujer sabe mucho de iglesias —comentó al sentarse.

—Demasiado. ¿Qué quieres tomar?

—Mi novio parece que se empieza a interesar por esos temas —creí entender una advertencia—. ¿Qué bebes tú?

—Cerveza.

—Pues otra.

Fui a levantarme, pero Almudena me lo impidió:

—Ya voy yo que tú estás enfermito.

Pidió dos cervezas, las pagó y se sentó a mi lado. Me preguntó desde cuando me dolía la cabeza, si me dolía a menudo… De haber sido Rosalía la habría hecho callar, pero con Almudena estaba a gusto. Hasta que llegó mi esposa.

—Pues con esta ya hablas aunque te duela la cabeza —recriminó.

No le contesté. ¿Para que?

Oímos voces a lo lejos y al poco vimos aparecer miles de soldados. Estaban de maniobras por las cercanías. Decidimos irnos, pero en el último momento a Rosalía se le antojo sacar una foto de no sé qué elemento de la iglesia.

—Es que se me ha olvidado antes.

Mentira. Lo que quería era que no continuásemos el camino junto a la pareja. A mí, por el dolor de cabeza, casi me daba igual.

Fuimos a la iglesia, y en cuanto mi mujer empezó a detallar el templo la dejé sola:

—Te espero fuera.

Volvimos en silencio al camino y consumí las últimas fuerzas que me quedaban. Cuando buscaba una sombra bajo la que tumbarme llegamos a Atapuerca. Vi bar Ana y decidí, sin consultar, quedarnos ahí a comer.

Dentro estaba la pareja. Almudena, hablando con una niña, nos dedicó una sonrisa perfecta mientras el Madriles levantaba la mano como saludo.

—Esta niña tan guapa me esta diciendo que su gata ha tenido mininos —explicó Almudena.

—¿Os los traigo? —preguntó la niña ilusionada.

—Tráelos —dijo Almudena.

Fue milagroso. Bastó con que sujetara un gatito en mis manos para que el dolor de cabeza desapareciera completamente. Disfruté de la falta de dolor y durante la comida conté chistes y anécdotas del viaje. No solté el gato en ningún momento; Se terminó durmiendo en mi regazo.

Cuando tuve que devolver el gatito sentí una oleada de dolor que me inmovilizó durante unos segundos. Quedaban pocos kilómetros hasta Burgos, y gracias a la esperanza de llegar tuve fuerzas para intentarlo.

Salimos del bar a las tres y media de la tarde, cuando el sol se pavonea. Notaba el dolor como un ser vivo que iba corroyéndome el cerebro.

Andábamos en silencio por una meseta plagada de matojos gigantes, que seguro son algún árbol del que desconozco el nombre. Paramos bajo uno de ellos, eran las cuatro de la tarde. Corría una pequeña brisa y decidimos, el Madriles fue quien lo propuso, echar una siesta.

Desenrollamos los sacos de dormir y nos tumbamos encima. Yo me coloqué el sombrero que usaba para protegerme del sol sobre los ojos y procuré, ya que no creía poder dormirme, descansar un rato.

En contra de todo pronostico llegó el sueño, un sueño que mantenía al dolor en un segundo plano siempre que no moviera bruscamente la cabeza. Me despertaba a menudo pero volvía a dormirme enseguida. Hasta que un siseo me despejó de inmediato y retornó el dolor. Un dolor corrosivo. Abrí los ojos y frente a mí descubrí a Almudena mirándome fijamente. Lo reconocí: Era Bafo.

—Sígueme tú.

De no haber estado junto a Rosalía y el Madriles le hubiera gritado que se fuera, que me dejara en paz. Quería volver al sueño y a la falta de dolor. Pero no estaba solo, y por miedo a despertarlos tuve que seguirlo hasta detrás de un matojo gigante.

—Tú métete dentro.

El matojo estaba hueco y en su interior podían sentarse cuatro personas con cierta holgura. Fue un cambio agradable introducirme en lo fresco y verde de la luz matizada por las hojas.

—Puedo curarte a ti lo de la cabeza. Puedo, incluso, conseguir que no te vuelva nunca a ti lo de la cabeza —su voz sonaba amable. Entró en el matojo y se sentó frente a mí—. Yo nunca te he hecho daño a ti. No te equivoques tú de enemigo.

—Sé quien eres. No insistas. Nunca conseguirás mi cuerpo.

—¿Qué es un cuerpo? Importa es consciencia y esa tú nunca perderás.

—Ni el cuerpo tampoco. Te lo aseguro.

Había degradado a Bafo de peligroso a molesto.

—Yo voy enseguida. Yo sólo quiero tú pienses sobre lo que ofrezco: La inmortalidad. Tú podrás ir cambiando de cuerpo y nunca será aburrido porque tú elegirías si hombre, mujer, niña, joven… ¿Tú imaginas abanico de posibilidades? —por un momento me sentí tentado. No era mala la oferta. Bafo se debió dar cuenta de mi inseguridad—. ¿Tú quieres este precioso cuerpo? Yo lo cambio por el tuyo.

—¡No! —Grité recordando que si cedía no sería para convertirme en otra persona, sino en un bafo necesitado de emociones cada vez más intensas, degradándome hasta eliminar cualquier escrúpulo para conseguirlas.

—Piensa, piensa tú lo que yo te digo a ti. Además que tu inteligencia quedaría libre de apoyarse en el cerebro tuyo y se expandiría como tú ni imaginas; lograrías tú todo lo que te propusieras. Tú serías rico y poderoso. No tendrías límites tú. Y piensa también tú, y no lo olvides, que yo no te he hecho daño a ti pero yo puedo hacértelo, y ese dolor de cabeza te parecerá a ti una tontería. Ahora yo me voy, pero yo no me voy, seguiré contigo. Tú piensa, piensa.

En ese momento parpadeó, y al abrir de nuevo los ojos reconocí a Almudena en su mirar. Estaba perpleja, observando todo a su alrededor, no reconociendo lo que veía.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—Dentro de un matojo —respondí sonriendo, como no dándole importancia.

—¿Qué hacemos aquí?

—Te has levantado, me has dicho que te acompañara, hemos visto que esto estaba hueco y hemos entrado a mirar —dije intentando mostrar naturalidad—. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque no me acuerdo de nada. Vámonos. Tengo miedo.

—¿Por qué?

—No lo sé, no lo sé. Vámonos.

Nos volvimos a los sacos de dormir. Me coloqué el gorro tapándome los ojos y mantuve la postura para simular que dormía. El dolor impedía hasta el pensar. Poco tiempo después, Almudena nos advirtió que debíamos continuar andando.

—Se hace tarde. Y si queremos llegar a Burgos…

Enrollamos los sacos y en silencio nos pusimos en marcha. Íbamos en fila india: el Madriles, Almudena, Rosalía y yo, que intentaba no quedar atrasado. Al llegar a un bar de Cardeñuela me arrojé sobre una silla y tardé un tiempo en recuperar el ritmo respiratorio necesario para hablar.

Pedimos unas cervezas y una botella de gaseosa para mezclar. Me bebí lo mío casi de trago. Almudena y su novio propusieron salir enseguida porque se estaba haciendo tarde. Decidí que Rosalía y yo nos quedaríamos un rato más en el bar.

Se despidieron hasta encontrarnos en el albergue de Burgos. Yo, que tenía la intención de dormir en un hotel, no dije nada.

Rosalía estaba enfadada. Tanto por los precedentes como porque no la había consultado sobre quedarnos un rato más. Mejor, así no me daba la paliza. Mi mujer, por vengarse, habló durante el rato que estuvimos en el bar de Cardeñuela con un grupo que, al rato, nos preguntaron si queríamos que nos llevasen en coche hasta Burgos:

—¡No! —Contestó Rosalía con una gran sonrisa.

La odié; no por la respuesta sino por su intención de perjudicarme.

Pagamos las consumiciones y volvimos al camino. Estaba muy cansado. El día fue duro de verdad. Llegamos a Villafría, un barrio de Burgos, a las nueve y cuarto. Cuando vi un hotel insistí en quedarnos a dormir. Rosalía prefería andar hasta el albergue de Burgos:

—Hemos quedado en el albergue con los Madriles.

—Vete si quieres. Yo me quedo aquí —dije rotundo. Luego disculpé mi intransigencia—. No puedo dar ni un paso más. Y mañana nos cogemos un día de descanso. Como siga doliéndome la cabeza iré al medico.

Rosalía decidió quedarse conmigo, aunque noté que sopesaba otras posibilidades. Cogimos una habitación, nos duchamos y después de cambiarnos de ropa bajamos al comedor.

Cenamos casi con ansia. Luego, ya en la habitación, escribí el diario, muy poco, y me tiré a la cama. Andamos ese día algo más de veinticinco kilómetros, superando los Montes de Oca con un calor que parecía de encargo. No mentí cuando le dije a Rosalía que ni podía dar un paso.

Al despertarme, mi primer pensamiento fue hacia el dolor de cabeza. Volví a sufrirlo, pero sería el último día; sólo tenía que desprenderme de Rosalía el tiempo suficiente para ir a la catedral donde encontraría el remedio. Me vestí y metí prisa a mi esposa para desayunar y salir hacia Burgos, a pocos kilómetros. Rosalía estaba enfadada y ni preguntó por mi dolencia.

Llegamos a Burgos sobre las diez de la mañana y buscamos un hotel. Estaban completos casi todos los de la ciudad pero por fin encontramos una habitación, a la que no podíamos acceder hasta después de las doce del mediodía.

—Mira Rosalía, tú haz lo que quieras. Yo voy a un medico. A la una de la tarde estaré aquí.

Sin respuesta por su parte ni más explicaciones por la mía, cogí la mochila y me dirigí hacia la catedral. Casi corría porque eran las doce menos cuarto, y aún sabiéndola cerca, ignoraba como llegar a ella. Fue fácil; vi las torres y con ese punto de referencia pronto me encontré ante sus puertas. Eran las doce menos cinco.

Me paré a tomar aire:

—Ultreya —dijo una anciana que pedía limosna—. Dele por caridad una moneda a esta pobre posadera, señor peregrino.

Busqué entre mis bolsillos. Llevaba monedas pero le extendí un billete de mil pesetas. Era sin duda quien me eliminaría el dolor; una anciana pequeña y delgada, con una muy cuidada y larga melena gris. Vestía vaporosa y ajada blusa de mil colores y una falda blanca y limpia que no ocultaba unas rodillas que parecían descarnadas por puro blancas y huesudas. En su rostro explotaba la risa y de metralla saltaban arrugas desde la boca hasta los ojos.

—Tenga.

—¿Habría dado lo mismo de no dolerle la cabeza?

—Seguramente no.

—Sincero. Me gusta. ¿Qué, duele?

—Sí.

—¿Mucho?

—Sí, mucho.

—Muy bien. Venga.

La catedral es como un inmenso joyero que protegiese del exterior su especial ambiente de recogimiento. En su interior, y recubiertos de sordo murmullo, grupos de turistas se movían coordinadamente cual bandada de estorninos.

Avanzando entre ellos con seguridad, la anciana me guio hasta el altar mayor, sacó sin precauciones una gran navaja, miró hacia los lados, y cuando creyó que nadie la miraba cortó, ante mi espanto, un pequeño trozo de madera de una imagen.

—Venga.

Volví a seguirla hasta una pequeña capilla oscura donde pidió que me arrodillara, y mientras afilaba la astilla que acababa de cortar, recitó el mantra que había oído en Torres del Río y en Santo Domingo de la Calzada. Me miró y repetí con ella la oración. Cuando más despistado estaba, clavó la astilla justo en mi entrecejo y eyaculé en un orgasmo espectacular pero sin placer. Fue humillante. Cuando extrajo la astilla casi repetí la experiencia. Ella me miraba a los ojos y creo que disfrutó de mi vergüenza. Del entrecejo supuraba un liquido tan pringoso como el semen.

Me dejó de rodillas en mitad de la capilla, mojado, confuso e inmóvil, después de, creo, bendecidme en un idioma que pudo ser latín o cualquier otro, ya que mi atención estaba prestada a otros menesteres. Tardé un rato en darme cuenta de que no me dolía la cabeza. Era una sensación extraña; de vacío. Me quité la mochila que todavía llevaba puesta y observé si el semen había provocado mancha en el pantalón: Sí y enorme. Decidí cambiarme ahí mismo.

Poco después salía de la catedral, con un pantalón limpio y sin calzoncillo, buscando la anciana para esquivarla, pero se había ido.

No quería volver al hotel y todavía tenía tiempo antes de la una, que era cuando había quedado con Rosalía. Encontré un bar enfrente de la catedral y me senté en su pequeña terraza. Estaba feliz y capaz de disfrutar de una cerveza, del andar nervioso de hormigas que acarreaban enormes trozos de comida, e incluso del calor.

Pedí para acompañar a la cerveza un pincho “Cojonudo”, que se compone de dos huevos de codorniz, un trozo de chorizo y un poco de jamón. Una gran sonrisa reinaba en mi cara y algún viandante me miró sorprendido.

Era la una menos cuarto. Pensaba en ir hacia el hotel cuando vi a Rosalía que se dirigía a la catedral. Un hombre se volvió para observarla. No me molestó. Mi mujer era guapa, muy guapa. Nada tenía que envidiar a Almudena y me gustaba mucho más el color del pelo de mi esposa que el azul teñido de ella. De no ser mi esposa, la habría mirado con deseo, pero portaba, aparte de la mochila, todo un pasado que le restaba meritos.

Últimamente no había sido el mejor de los maridos, aunque el dolor de cabeza me disculpara por ello. Me propuse intentar arreglar lo nuestro, pero ella también tendría que poner de su parte. En caso contrario, no suplicaría por mantener un matrimonio que me provocaba esa sensación de perpetua incomodidad. ¡Aunque estuviera embarazada de mí!

Me asaltaron los comentarios de Almudena sobre la intimidad que estaba alcanzando Rosalía con su novio y la reacción que tuvo cuando, en la catedral de Santo Domingo, le dije que si tenía cuernos era porque ella me los habría puesto. Concluí que sólo se podía dudar de su moralidad desde el rencor. Para probar mis razones procuraría a partir de entonces examinar su comportamiento. Yo, el que podía utilizar el Espejo del Alma, no tendría ningún problema en confirmar que Rosalía podía ser un mal bicho pero nunca infiel; entre otras cosas porque, para ella, siempre había sido el sexo un sacrificio.

Por todas partes se veían carteles de una exposición: “Las Edades del Hombre: Libros y Documentos en la Iglesia de Castilla y León”; Supe que, a poco que me descuidase, terminaría viéndola por la tarde. Eso podía convertirse en escollo para mis intenciones de solucionar nuestro enfado. Pensé por un momento aplazar la reconciliación hasta el día siguiente; que fuese ella sola a la exposición mientras yo paseaba por Burgos disfrutando de mi falta de dolor; era extraño no sentirlo. Pero decidí sacrificarme. Pagué la consumación, me coloqué la mochila y fui en busca de Rosalía a la catedral para invitarla a ver esa tarde la exposición.

La encontré frente al altar mayor, de rodillas, rezando. Me puse a su lado, procurando no molestarla, hasta que me miró:

—¿Qué haces aquí?

—Te he visto entrar. Ya no me duele la cabeza. Me han metido una inyección y desapareció el dolor. Perdona si he sido estos días un poco brusco, pero tú no sabes que tortura he padecido.

—Se te veía en la cara —aceptó la excusa.

—Para celebrar que ya estoy bien, te invito a comer y después veremos la exposición “Libros y Documentos en la Iglesia de Castilla y León”.

Me miró asombrada. Dudaba. Tardó un momento en soltar la sonrisa.

Por fin pudimos disponer de la habitación en el hotel. Nos cambiamos de ropa y fuimos a comer. Tenía ganas de conversar y reírme con Rosalía, pero cuando llegó la ocasión no encontré un tema sobre el que pudiéramos hablar. El comodín en esos casos era la peregrinación, pero había que retroceder muchos días hasta el último momento compartido sin rencor:

—Hace calor, eh.

—Bastante.

Después de comer nos echamos la siesta, y más tarde vimos la exposición; yo la vi y la escuché. Y la volví a escuchar cuando cenamos, otra vez con las copas y también en la cama. Cuando cerré los ojos había frases que se repetían en mi cabeza con la voz de Rosalía. Creo que fue una venganza y que su intención era el que me volviese el dolor de cabeza. Tardé en dormirme.

Me desperté en mitad de la noche asustado. Miré hacia todos los lados no encontrando el motivo de mi miedo. Intenté recuperar el sueño pero estaba inquieto. De repente recordé que la anciana de la catedral se había llamado posadera: “Dele por caridad una moneda a esta pobre posadera”, dijo. ¿Sería Burgos la Posada del juego de la Oca? ¿Sería la anciana la Mujer de la Posada? La Monja del Puente nos pidió que diéramos recuerdos de su parte a la Mujer de la Posada y no lo hice. ¡Le había fallado a la monja!

No pude sumergirme en el sueño hasta tomar la decisión de que sólo me iría de Burgos tras cumplir con el deseo de la monja aunque eso me costase un disgusto con Rosalía.

Mis primeros pensamientos al despertarme fueron por este orden: El dolor que no estaba, la anciana mendiga, a la que seguía manteniendo mi intención de trasladar los saludos de la monja, y Rosalía, sobre como le comunicaría que nos quedábamos en Burgos un día más, o por lo menos hasta después de las doce, hora en que aspiraba a volver a localizar a la mendiga que me curo el dolor. Dar la noticia fue sencillo:

—Lo siento, Rosalía. Tenemos que quedarnos porque me duele la cabeza. El medico me dijo ayer que con una inyección bastaría pero que a poco que sintiese dolor fuera hoy a su consulta. Dijo que sino me pongo otra inyección, el dolor volvería mucho más intenso.

—Tampoco te fíes mucho de los médicos. Yo que tú no haría caso.

—Tengo que ir, Rosalía. Si quieres podemos salir después de las doce y media.

—Prefiero quedarme otro día. Hay en Burgos muchas cosas que ver. A la tarde podemos ir a las Huelgas. ¡Te lo explicaré todo!

La miré asombrado. Rosalía era muy poco sutil si eso había sido una amenaza, pero, además, poseía una dimensión sádica que desconocía. Si lo había dicho pensando en agradarme es que era tonta y no se enteraba de nada. Me decidí, por eliminación y sin creérmelo todavía, por la dimensión sádica, ya que Rosalía podía ser muchas cosas pero no tonta.

Nos preparamos tranquilamente, desayunamos en una terraza, leímos los periódicos y quedamos en que después del médico iría a buscarla al hotel.

—Y sino estoy, te esperas.

¿Fue chulada o ruego? Si era chulada sería la segunda del día, y sus formas poco elaboradas significarían que ella buscaba el enfrentamiento de forma deliberada y segura de alcanzar sus objetivos; en ese caso tendría que responder en consecuencia y no me apetecía discutir. No tenía prisa, podía elegir el momento; para que Rosalía utilizase chuladas tan poco sutiles debía estar, obligatoriamente, cegada por la ira y sería fácilmente manejable. La peregrinación me estaba resultando más útil para conocer a mi esposa que para reconciliarme con ella.

—Claro cariño —contesté despreocupado.

Su rostro se descompuso por un momento.

Mientras iba a la catedral, una sonrisa en mi cara simulaba felicidad, pero en realidad iba sumando, al daño que me había hecho Rosalía, todo el que creía que intentó hacerme desde el mismo día en que nos conocimos.

La anciana no estaba en la puerta de la catedral. Eran las doce menos diez. Mientras la esperaba se me acercó un cura alto, vestido con sotana y muy delgado:

—No querrás entrar así en la catedral ¿verdad?

Se había dirigido a mí de forma prepotente y tuteándome. Estuve a punto de contestarle una grosería.

—¿A que se refiere?

—Al pantalón corto.

—¿Al pantalón corto?

—¡Sí! A la casa de Dios hay que entrar vestido de forma decente.

—Perdone padre pero soy peregrino. Comprenderá que con este calor no se puede andar hasta Santiago con pantalón largo, camisa y corbata —contesté reprimiendo mi enfado. Creía que con esa razón bastaría para que se disculpase.

—Como si quieres ser el rey de la Conchinchina. Así no puedes entrar.

—Me quiere decir que tampoco podré entrar en la catedral de Santiago.

—Si estuviese en mi mano, ¡no!

En ese momento, lo juro, se acercaba un grupo de turistas, y la mayoría de las mujeres no es que llevasen pantalón o falda corta, es que no llevaban nada; lo amplio de sus camisetas les cubría un tercio de muslo.

—Y a esas… ¿Les va a dejar entrar?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porqué son turistas y a mí me da la gana.

Cerré los puños. Después del comportamiento de Rosalía tenía pocas ganas de soportar a la intransigencia hecha cura.

—Y claro… No tendrán hojas de reclamaciones para que me pueda quejar.

—Pues no —sonrió—. Esto es un edificio privado, de la iglesia. Aquí mandamos nosotros.

—Pero somos todos los que, con los impuestos, pagamos la conservación de vuestros edificios privados. Y también somos todos los que te pagamos el sueldo.

—No le he dado permiso para que me tutee.

—Tú has empezado a hacerlo. ¿Quieres unas hojas de reclamaciones? Tampoco tengo. ¡Es de locos no dejar entrar en una catedral a un peregrino vestido de peregrino! Pienso escribir a los periódicos.

—Puede hacer lo que quiera.

—Ahora sí. Antes me habrías condenado a la hoguera.

Iba mascando rabia cuando escuché una voz conocida:

—¡Ultreya, peregrino! ¿Le da una limosna a esta pobre posadera?

Era la mendiga. Repetía vestuario y estaba sentada en la misma silla del bar que había ocupado yo el día anterior. Sobre la mesa, un vaso de vino, otro de cerveza y dos “Cojonudos”. Busqué en el bolsillo y le di un billete de mil pesetas que guardó enseguida bajo la camiseta, sobre sus flácidos pechos.

—Ahora me da mil pesetas y no le duele la cabeza. Siéntese. Lo miré ayer y le he pedido lo mismo.

—Gracias.

—¿Gracias? Me invita, ¿no?

—Desde luego. Pero tutéeme por favor.

—Has reñido con un bafo.

—¿Bafo?

—Sí. Muchos son curas. Así pasa su chulería más desapercibida. Acojona pensar que alguno pueda llegar a Papa.

—Se le notaría. —Contesté jocoso.

—Son muy listos. No se le notaría. Este te ha echao el ojo y por eso no te ha dejao pasar a la catedral.

—¿Por qué?

—¿Qué Camino es el tuyo?

—El de los Momentos.

—Debe ser bonito… Hay Caminos en que se necesita leer las piedras de iglesias y catedrales. El bafo ha intentao que no pases a la catedral por si lo necesitas pa tu Camino. O pa joder. Son así.

Era un placer escuchar a la anciana. Su voz firme pero amable me envolvía en un aura de tranquilidad. Olvidé a Rosalía, el cura y las cartas a los periódicos. En mi cara se había instalado un reflejo de placidez. Casi olvido lo que me había llevado ahí:

—Tengo que darle recuerdos de la Monja del Puente. Es usted La Mujer de la Posada, ¿verdad?

—Yo misma. Y también tengo algo para ti. Toma, te dará suerte. Es con lo que te curé ayer —me entregó una astilla de, aproximadamente, cinco centímetros y afilada en uno de sus extremos—. Ten cuidao desde Carrión de los Condes hasta Cebreiro, son los Dados y deberás pasarlos. Otra cosa: Los que hacen la peregrinación a Santiago tienen la suerte de vivir tres vidas: La primera hasta que se empieza la peregrinación. ¿Qué nota le pondrías a tu primera vida?

—¿Sin pensarlo? No sé. Estoy satisfecho de ella pero no sé si orgulloso.

—Otra es durante la peregrinación, que no te confundas, puede ser más vida que las otras dos. La tercera empieza cuando termina el Camino. ¡Aprovecha las que te quedan! Ahora, antes de que se me suelte la lengua, brindemos: ¡Por el Camino! ¡Ultreya!

—¡Por el Camino! ¡Ultreya! —respondí levantando mi cerveza como ella había hecho con su vino.

Se metió los dos huevos de codorniz, el trozo de chorizo y el de jamón en la boca, todo junto. Luego, sin terminar de tragar, apuró de un trago su vaso de vino. Se levantó, cogió unas bolsas de plástico que había dejado en el suelo a su lado, y sin decir palabra pero levantando la mano como despedida, se fue alejando hasta que dejé de verla.

Me dio pena perderla. Cuando acabase la peregrinación volvería a buscarla, me preocuparía por la vida que llevaba e intentaría mejorársela. Con poco dinero, pensé calculador, tal vez podría ofrecerle una vejez más digna. Me dolían las privaciones que debía sufrir a su edad. Llamé al camarero, pedí otra cerveza, y le pregunté si conocía a la mujer que había estado sentada conmigo:

—Sí. Antes se le veía todos los días pidiendo en la catedral, pero desde que la echaron los curas sólo viene por aquí muy de vez en cuando. Es una buena mujer aunque tiene sus rarezas.

—¿La echaron los curas?

—Sí. Dijeron que molestaba a los turistas.

—Esos curas son unos…

Refrené la rabia, me tranquilicé, y ya sosegado, juré venganza contra la chulería y la injusticia.

Bebí la cerveza, pagué lo que debía y di tranquilamente una vuelta por Burgos y sus bares. Cuando llegué al hotel eran las dos menos cuarto. Rosalía me esperaba:

—Llegas tarde.

—No tengo la culpa. La consulta estaba llena.

—¡No tendrás que volver mañana!

—No.

Pedí consejo en el hotel sobre un buen sitio para comer y nos dirigieron a Los Trillos, un asador del que nos dieron garantías de salir satisfechos.

Comimos el menú que para dos personas se componía de: Ensalada, medio cordero asado, manzanas asadas, pan y vino. Estaba todo riquísimo y más de una vez añoraría tanto las viandas como su servicio.

Durante la comida, Rosalía explicó reiteradamente los monumentos y templos que había visto esa mañana. Mentía; era imposible que hubiese visitado tantos sitios en sólo dos horas. Ella sabía cuanto me aburrían sus monólogos sobre arte e historia y los utilizaba para incomodarme. Mi delito: Obligarla a quedarse un día más en Burgos. Se había iniciado una guerra.

En cuanto comprendí las intenciones de Rosalía, provocar un enfado, dejó de molestarme su incontinencia verbal. Aguanté la lluvia de datos, fechas, sucesos y leyendas con estoicismo. No me costó mucho esfuerzo. Hasta conseguí divertirme.

Tomamos cafés y yo me bebí tres copas de una botella de aguardiente que, gentileza de la casa, nos dejaron sobre la mesa. Con un puro en los labios, el estomago satisfecho, amodorrado y feliz, salí del asador con la cháchara imparable de Rosalía explicándome al detalle la Cartuja de Miraflores. Era un sonido monocorde y repetitivo que podía relajar; bastaba con olvidar que provenía de Rosalía y aceptarlo como ruido de fondo. Me sentí orgulloso de mi autocontrol.

Paseamos por la orilla del río Arlanzón. Vimos mucha gente bañándose y pasé envidia. Hacia tanto calor que sudábamos incluso andando a paso lento y sin mochila.

Cuando abrieron al publico el Monasterio de las Huelgas Reales ya estábamos esperando para entrar. Recorrimos el Monasterio, un precioso cementerio de ilustres, junto a un grupo de turistas guiados por una monja. Como Rosalía no me dejaba oír las explicaciones de la guía, le pedí, por favor, que se callara.

—¿Te interesa más lo que dice esa que lo que digo yo?

—No, pero doy por hecho que cuando salgamos de aquí tendré que escuchar todo lo que sabes sobre el monasterio. Mientras tanto, ¿puedes callarte por favor?

Rosalía se calló.

—¿Estás enfadada? —pregunté al rato.

—¿Yo? ¡No!

—No grites. Es que te veía muy seria.

—Pues no lo estoy —susurró.

—Perdona.

Acompañé el “perdona” con una sonrisa; no fue difícil, disfrutaba jugando con sus reacciones. Ella luchó sin cuartel por corresponderme con otra que pareciera sincera pero le nació mueca.

A partir de entonces utilizó la técnica del silencio y yo la de la amabilidad. Ella sabía que manejábamos armas similares pero no podía darse por enterada porque sería reconocer su ataque. Rosalía sufrió el verme disfrutar de la tarde incluso en su compañía.

Paseamos por el casco antiguo de Burgos y cenamos en una de sus muchas tasca. Mantuvimos el silencio pero nos agredíamos con sonrisas, y ya en el hotel, metidos en la cama y apagada la luz, me despedí:

—Hasta mañana Rosalía. Ha sido un día espléndido. Gracias.

Mi esposa murmuró algo.

Mientras esperaba el sueño, medité sobre las consecuencias y posibilidades de esa guerra estúpida; sabía que podía terminar en un terreno en el que fuera imposible recular. Tenía una duda: ¿Rosalía también era consciente de las consecuencias de un enfrentamiento o creía que todo se saldaría con un enfado pasajero? No creía que fuese tan tonta, por lo que seguro que buscaba algo permanente: ¿La separación? Me era fácil imaginar a Rosalía diciéndome a la cara su deseo de separarse, pero no la creía tan maquiavélica como para intentarlo a través de hacerme la vida imposible. Si de algo carecía mi esposa era de la capacidad de disimulo, por lo que pronto saldría de dudas.

Ese día, veintiuno de julio de mil novecientos noventa, habíamos puesto el despertador a las cinco; antes de lo acostumbrado porque estábamos descansados después de dos días en Burgos.

Burgos – Hantares

A las seis en punto salíamos del hotel llevando las tiras reflectantes porque era todavía de noche. Hacia frío. Íbamos en silencio, por la orilla de la carretera, yo con la linterna en la mano que encendía en cuanto veía un coche de frente.

No habríamos andado más de una hora cuando Rosalía pidió un descanso.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Me encuentro débil, pero se me pasará cuando desayune.

Descansamos tres veces y todavía no veíamos Tardajos; la Guía del Peregrino debía estar equivocada ya que había calculado que llegaríamos al pueblo mucho antes de lo que lo hicimos. Para el segundo descanso ya había salido el sol y pude observar a Rosalía:

—Estás muy pálida. ¿Quieres que nos volvamos a Burgos y cojamos un hotel?

—Ahora lo que quiero es desayunar y Tardajos esta más cerca que Burgos —contestó arisca.

No le tuve en cuenta la respuesta. Estaba enferma, tal vez los primeros síntomas del embarazo. Me preocupé pensando si sería perjudicial para ella o el bebé que continuara andando bajo un sol que ya a esas horas de la mañana quemaba. Recordé haber visto en un reportaje de televisión como, en muchos sitios de África, es costumbre que las mujeres trabajen duramente hasta minutos antes de parir. No me convenció la excusa pero sirvió para que me conformase con estar pendiente de ella.

Por fin llegamos a Tardajos. En la puerta del bar, en un banco, estaban tres peregrinos de Madrid descansando. Nos saludamos efusiva pero brevemente porque necesitábamos comer y beber: Rosalía medio litro de agua, dos piezas de bollería y un café con leche. Yo un litro de agua, dos raciones de tortilla de patata y dos cafés con leche.

—¿Qué tal estás, Rosalía?

—Creo que mejor.

—Me alegro.

—Gracias.

Nos sentamos fuera con los peregrinos, que discutían hasta donde llegar ese día.

—Nosotros pensamos dormir en Hantares —dije.

—Entonces puede que nos veamos —contestó uno de ellos.

No era unánime la opinión porque otro quería llegar más lejos.

Se extrañaron de que no hubiéramos coincidido en el albergue de Burgos, y sintiéndome en la obligación de excusar mi búsqueda de comodidad durante la peregrinación, les expliqué mi dolor de cabeza y que por esa causa dormimos en hotel.

Se despidieron con un “hasta luego” y nosotros nos quedamos un poco más porque Rosalía quiso beberse otro café con leche. Yo me tomé un café solo.

Rosalía sufrió una arcada nada más probar el café y salió corriendo a la calle. Fui tras ella, frenándome al verla vomitar en una esquina. Cuando terminó, le pregunté que tal estaba, pero respiraba arrítmicamente y no pudo contestarme. Volvió a vomitar mientras la miraba a distancia, sin saber que hacer.

—Tú tranquila —se me ocurrió decirle.

—Vete al bar. Ahora mismo estoy ahí.

Entré al bar y ojeé un periódico. Como tardaba, pedí una cerveza y otra ración de tortilla de patata. Después café, copa de anís y un purito pequeño.

La felicidad utiliza extravagantes disfraces y muchas veces la despreciamos por no reconocerla. Ese día logré arrancarle el antifaz y me recreé en su rostro hasta que Rosalía entró por la puerta. El color había vuelto a su cara y andaba con esa elegancia altiva que la caracteriza.

—¿Estás mejor?

—Mucho mejor.

—¿Quieres tomar algo?

—No.

—Pero lo has vomitado todo. Estás en ayunas, y en tu estado…

No sé a que estado me referí, si al embarazo o a los síntomas de debilidad que había mostrado durante la mañana. Rezumó naturalidad mi respuesta cuando ella preguntó, creo que sinceramente sorprendida:

—¿Qué estado?

—Estabas pálida, hemos tenido que parar varias veces porque no podías más, y ahora acabas de vomitar todo el desayuno.

—Ya estoy bien.

—Te recuerdo que según la guía hoy nos toca un día duro. Además, parece que el sol va a calentar.

—¡Te he dicho que estoy bien!

—Perfecto. Perdona. Yo sólo me preocupaba por ti. Entonces… ¿Continuamos?

—Sí, desde luego.

No me había equivocado respecto al sol. Ya a media mañana nos había calentado el agua de las cantimploras hasta que el beber dejo de ser un placer.

Al llegar a Hornillos del Camino, me frustré ante la impresión de que no habría bar en ese pueblo. Por si acaso se lo pregunté al único señor que vimos por la calle.

—¿Bar? ¿Aquí? ¡Nooo! Pero pueden ir a lo de los peregrinos. Ahí les darán algo.

Según la Guía del Peregrino, en Hornillos del Camino no había albergue, pero ya había aprendido que, entre la guía y un lugareño, hay que inclinarse, casi siempre, por el lugareño. No obstante insistí.

—¿Tienen albergue aquí?

—Sí. Una catalana sin novio ha alquilado la casa y ha puesto uno de esos.

Me quedé con ganas de preguntarle por qué no tenía novio.

—¿Dónde está?

—Mire usted, tire todo para allá, luego recto a la derecha y verá una casa con la puerta rojiza. Ahí esta Lourdes. ¡Se pondrá más contenta…!

A pesar de las instrucciones y de que la puerta de la casa era marrón, como todas las del pueblo, llegamos enseguida al refugio.

Lourdes era una mujer joven y animosa que nos recibió amablemente pidiendo permiso para sacarse una foto con nosotros:

—Lo hago con todos los que pasan por aquí para guardarla como recuerdo.

Nos ofreció café y contó que había creído buena la idea de utilizar sus vacaciones en alquilar una casa en la que pudieran descansar los peregrinos.

No era sólo una obra de caridad, también la movían impulsos sanamente egoístas: Pensó que sería divertido. No se arrepentía de la decisión. Nos contó mil anécdotas reviviendo cada detalle y pidió que la escribiésemos cuando termináramos nuestro camino.

Sacamos dos latas de mejillones y comimos los tres; Rosalía parecía haberse recuperado, habló animadamente con Lourdes e incluso rio con las anécdotas.

Repusimos el agua de las cantimploras, nos despedimos de nuestra benefactora y volvimos al páramo, al calor y al: “¿Qué cojones pinto yo aquí?”.

No había una sombra, no soplaba la brisa ni se veía una nube. Del sol se desbordaban olas viscosas y envolventes que dificultaban cualquier esfuerzo. Como tortura el horizonte, tan lejano, tan desierto de edificios a los que llegar. Avanzábamos con la cabeza gacha, las rodillas dobladas y los brazos flácidos, arrastrando el bastón.

Nos pareció un milagro: De donde no había nada surgió Hantares, nuestro destino.

Buscamos desesperadamente el albergue, y cuando lo encontramos vimos a los tres peregrinos madrileños con los que habíamos coincidido en Tardajos:

—Bienvenidos. ¡Ya habéis llegado! —nos saludó uno de ellos.

—Sí, pero por casualidad. Ponen este pueblo un kilómetro más lejos y me quedo por el camino —dije secándome el sudor.

—Hoy ha sido una paliza.

—Si —respondió Rosalía—. ¿Vamos dentro? Tengo ganas de descansar.

—¿No vais a la piscina?

—¿Piscina?

De haber sabido que tenían piscina habríamos llegado antes. Era un premio inesperado por las dificultades de la jornada; más de treinta y cuatro kilómetros sufridos paso a paso. De ese día podía haber surgido un mal recuerdo, pero ese momento se transformó en promesa de futura añoranza.

—Nos preparamos y nos vamos.

—¿Prepararos? Cogéis la toalla y el bañador y venís. Ya os duchareis en la piscina.

—Tengo que ponerme el bañador —dijo Rosalía.

—Pues ahí os esperamos. ¿Comeréis con nosotros?

—¿En la piscina?

—¡Claro! Pero hay que encargar la comida. ¿Os apuntáis?

—¡Desde luego! —exclamé feliz.

Cuando se fueron, Rosalía dejó su mochila en una litera y se volvió hacia mí.

—Gracias por no consultarme si quería ir a la piscina y comer con ellos.

Estuve tan cerca de insultarla que me dio miedo. La miré a los ojos:

—Perdona. Tenía que haberte consultado.

—No me tienes ningún respeto —gritó.

—Perdona —contesté sin levantar la voz—. Ahora, entre nosotros: ¿Quieres ir a la piscina o tienes un plan mejor? Si tienes un plan mejor, te prometo no recriminarte el sacrificio de dejarme sin tu presencia mientras como en la piscina. Sabes que por ti soy capaz de cualquier sacrificio. Siempre que haya piscina donde comer, claro.

—Tal vez no quiera ir a la piscina contigo —respondió con rabia contenida.

—Pues si prefieres, te dejo sola en el albergue.

—¿Sola? ¡Ja! Ya tendré quien me haga compañía. Tú eres quien va a acabar solo.

Otra vez me sorprendió Rosalía. ¿Ella amenazándome con otro hombre? Seguía sin creerla capaz de serme infiel, pero me di cuenta de que era muy diferente a como la suponía.

—No amenaces con dejarme. Hazlo y te daré las gracias. ¿Recuerdas que estoy haciendo la peregrinación por ti? Ya esta bien de hacerme la vida imposible. Ahora quita esa cara de asco y no juegues conmigo, te lo advierto. ¿Quieres guerra? Te lo voy a poner fácil: Provócame esta tarde delante de los madrileños y sabrás de lo que soy capaz. Ahora me voy a la piscina; si quieres vienes y sino te quedas. O te vas.

Rosalía se sobresaltó y cogió aire en tres bocanadas seguidas y trabajadas. Noté sus nervios. Abrió la boca pero no dijo nada.

—Así me gustas. Calladita.

Cogí una toalla y salí en busca de la piscina. Por la calle me encontré a dos peregrinos desconocidos; uno de ellos catalán, el otro guipuzcoano. Nos saludamos, los engolosiné con la piscina, y sin pasar por el albergue fuimos los tres hacia ella.

Corrí a la ducha en cuanto la vi para lanzarme después a la piscina. Fue una experiencia casi mística; como si nunca antes hubiera sentido el agua sobre mi piel. Cuando salí me encontré con Rosalía. Vino hacia mí con una sonrisa forzada:

—¿Hacemos las paces? Tenemos que hablar, pero mientras tanto vamos a procurar estar a gusto. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Entonces se acercó y me dio un leve beso en los labios que yo no correspondí.

Comimos los siete juntos: Los tres madrileños, el catalán, el guipuzcoano, Rosalía y yo. Fue un rato delicioso durante el que relajé las defensas contra los ataques de mi esposa. Nos echamos la siesta después de otro baño bajo la raquítica sombra de un proyecto de árbol. Me despertó el catalán:

—¿Os vais a quedar aquí a pasar la noche? Nosotros nos vamos a Castrojeriz aprovechando que ya no hace tanto calor.

—¿Todos?

—Sí. Los cinco.

A pesar de que yo quería quedarme en Hantares, desperté a Rosalía para consultar su opinión:

—Lo que quieras. —Me contestó.

—Prefiero quedarme, pero si prefieres nos vamos.

Eran más de las ocho cuando fuimos al albergue. Cenamos a base de latas, y cuando Rosalía se metió en la cama, decía notarse todavía un poco débil, yo salí a dar una vuelta por el pueblo. Estaba oscuro y no vi a nadie por sus calles. Disfruté del paseo. Volví al albergue, escribí el diario y me acosté agotado.

Hantares – Frómista

Nos levantamos a las seis de la mañana. El camino era agradable y totalmente diferente a lo pasado el día anterior. Hasta Castrojeriz, donde desayunamos, paseamos entre sombras y el frescor de la mañana. Después nos esperaba un páramo pelado en que el sol reinaba incluso en el cerebro. Descansamos un poco en Iterga del Castillo, pasamos por Iterga de la Vega, ya en Palencia, y llegamos para comer a Boadilla del Camino, donde nos esperaba un espléndido rollo del siglo XV del que dejé que Rosalía me contara sus características artísticas e historia.

Encontramos un bar. Nos sentamos y pedimos una cerveza.

—¿Se puede comer aquí?

—Sí, o en el patio. Donde queráis.

Antes de decidir visitamos el patio; pequeño y con varios árboles que proyectaban sombra a una sola mesa. Era fresco e íntimo, un paraíso al que ni Rosalía encontró defectos a pesar de que las cajas de botellas almacenadas le daban un aspecto desordenado.

Comimos tranquilos, como si hubiéramos llegado al destino, y bebimos varios litros de gaseosa mezclada con poca cerveza. Luego, cafés, dos cada uno, y yo una copa de pacharán y un puro pequeño. Las personas del bar nos atendieron con una amabilidad que reflejé en el diario. Mi estado de ánimo se podía describir como: ¡Satisfecho!

Media hora después de comer, ya pensando en qué pedir para quedarnos un rato más, Rosalía me dijo que teníamos que hablar. A mí no me apetecía iniciar una discusión durante la que mantenerme alerta; prefería sestear. Decidimos de mutuo acuerdo aplazar la conversación hasta la noche.

—Entonces, ¿te importa que vayamos a ver la iglesia? —propuso Rosalía.

Preguntamos al camarero si la podíamos visitar y nos informó de que primero teníamos que localizar a una mujer, Carmen, que era quien tenía las llaves.

—¿Podemos dejar aquí las mochilas?

—¡Por supuesto!

Seguimos las instrucciones del camarero y al poco encontramos la casa de Carmen, que era una mujer indignada; fue quejándose durante todo el camino del estado ruinoso de la iglesia.

Tenía razón, porque el templo literalmente se caía a pedazos a pesar de guardar en su interior auténticos tesoros; imágenes y cuadros ante los que Rosalía quedo tan impresionada que no hizo el menor comentario. Se mantuvo inmóvil ante varias de las obras, iluminando espacios en penumbra con su pequeña linterna. La pila bautismal era una maravilla y ante ella hasta yo me indigné del estado del recinto.

—No hay derecho —protestaba Rosalía—. Nos pasa como a los italianos, que tenemos tanto arte que parece que nos sobre. Objetos de mucho menos valor que estos son mimados en cualquier otro país europeo, y no digamos en América que carecen de historia —tenía toda la razón; Después de oír ese comentario, o muy parecido, un mínimo de cinco veces diarias, me había convertido en un defensor tenaz de esa certeza.

Invitamos a Carmen a un café durante el que siguió protestando mientras Rosalía le hacía los coros. Poco después nos despedimos de ella y de los camareros, cogimos las mochilas y volvimos al camino. Nos faltaban pocos kilómetros hasta Frómista, pero se nos hicieron eternos; sobre todo porque Rosalía volvió a sentirse débil y caminamos despacio.

—En Frómista tenemos que escuchar misa. Si se puede, me gustaría hacerlo en la iglesia de san Martín —pidió Rosalía en uno de los descansos que hicimos.

—Como quieras.

En Frómista encontramos el albergue y en él al cura.

—Buenas tardes padre. ¿Puede cuñarnos las credenciales?

—Ahora no. Lo siento. Tengo que dar la misa dentro de cinco minutos.

—¿La va a dar en la iglesia de san Martín? —preguntó Rosalía.

—En la catedral de san Martín —puntualizó el cura—. Pero sí, ahí voy a celebrar.

—Entonces lo acompañamos.

Mientras caminábamos, el cura y Rosalía se enfrascaron en una conversación sobre la iglesia. Así me enteré que es el ejemplo más representativo del románico español, que había sido mandada construir en el siglo XI por Doña Mayor, viuda del Rey de Navarra Sancho el Mayor, y restaurada en mil ochocientos noventa y cuatro por un arquitecto y escritor del que no recordaron el nombre pero sí el apellido: Aníbal.

Me impresionó la iglesia, de formas rotundas, pero tan recogidas que podía pasar más por ermita que por catedral. Su aspecto impone, y no sé por qué, me recordó a la piedra que surgía del suelo en Santo Domingo de la Calzada.

Fue la primera vez que vi a Rosalía no prestando atención a las palabras de un cura durante la misa. Notaba como sus ojos resbalaban por los capiteles e incluso se permitió levantarse para pasear por las naves:

—Demasiado arte para nosotros —mascullaba.

Después de la misa, el cura nos selló las credenciales del peregrino, con prisas porque estaba a punto de empezar un festival de folklore. Lo acompañamos y vimos el espectáculo entre el público. Cuando terminó, cenamos en un restaurante situado en un primer piso que, por la cordialidad con que nos recibieron, parecía un hogar que admitía invitados. En mitad de la cena sugerí iniciar la conversación que Rosalía había intentado mantener después de comer en Boadilla del Camino:

—Prefiero hablar mañana. Hoy estoy un poco mareada —contestó.

No insistí.

Frómista - Villalcazar de Sirga

El veintitrés de julio, lunes, nos levantamos a las ocho de la mañana, salimos a las nueve, desayunamos en Población de Campos, y por perdernos llegamos a Revenga del Camino.

Nos recibieron como héroes, informándonos que nosotros sí estábamos en lo cierto, que el verdadero camino no sólo pasaba por ahí sino que encima se ahorraban kilómetros, pero que el alcalde, de no sé que pueblo paralelo, mintió sobre el trazado del Camino para que así figurase en las guías y los peregrinos pasaran por esa localidad. Estaban enfadados y me notificaron, muy serios, que había denuncia presentada en la Diputación de Palencia.

Antes de salir del pueblo entramos en una tienda para comprar comida, y una señora mayor, metida en carnes, que esperaba a que la atendieran, volvió a explicarnos, ante el asentimiento de las presentes, lo misma historia. Les dimos la razón, que remedio, pero Rosalía exclamó cuando abandonamos el pueblo:

—¡El Camino, el Camino! Antes no había un camino y cada peregrino iba por donde buenamente podía. Pero claro —puntualizó sosegándose—, si se ahorran kilómetros es más fácil que pasaran por aquí.

A las doce paramos a comer en un pequeño parque a las afueras de Villamentero de Campos; tres pinos, una fuente y cuatro mesas con bancos incorporados. Noté que Rosalía, tras un mordisco a su bocadillo de chorizo, tuvo una arcada:

—¿Estás bien?

—No lo sé. ¿Te importa que nos quedemos aquí un rato? Necesito descansar.

Después vomitó.

Me salió el atávico instinto de protección ante la hembra. Hice guardia frente a ella y la dejé descansar hasta las tres. Cuando la desperté, preocupado por tantas horas de siesta, ella me gimió que la dejase dormir un rato más. A las cuatro de la tarde la convencí, todavía nos quedaban unos cuantos kilómetros hasta el destino, de que quizás andando se encontraría mejor. Me hizo caso y mi excusa resultó un buen consejo. Poco a poco, descansando varias veces, llegamos a Villalcazar de Sirga. Nos sentamos en un bar, y reconfortada con un caldo, siempre, para casi todo, el mejor remedio, hasta me ofreció una sonrisa:

—Gracias.

Yo, que la noté endeudada por sentirse protegida durante su enfermedad, intenté aprovechar la ocasión:

—¿Te parece que hablemos de lo nuestro?

—¿Ahora? No es el mejor momento. Me ganarías.

Y tiró una sonrisa burlona. Había olvidado que Rosalía era capaz de provocar admiración. No sólo era inteligente sino además muy lista, me conocía bien y aceptaba, como buen jugador de mus, las circunstancias como arma honorable. La respeté aún más al nombrarla digno rival. Casi, por un momento, me propuse emplear toda mi energía en recuperarla en vez de combatirla.

Rosalía quiso probar sus fuerzas paseando por el pueblo. Nos quedaban muy pocos kilómetros para nuestro destino y estaba dispuesta a llegar andando. No me sirvió mi insistencia en querer llamar por teléfono a Carrión de los Condes, preguntar si había taxi, y si así era pedir que viniera a buscarnos.

Tal vez me sintiese más cercano y comprometido con Rosalía ese día, cuando debía cuidar de ella, que en los mejores momentos de nuestro matrimonio; sufría su dolor, priorizaba su felicidad y husmeaba el futuro buscando dificultades para evitarlas antes de que la incomodasen.

Durante el paseo llegamos a la iglesia, que visitamos, y escuché comentarios que atendí sin recelo.

¡Era tan sencillo! Bastaba con que ella se comportara siempre como entonces y que yo tuviera la misma predisposición. Creía que a mi no me costaría esfuerzo cumplir mi parte. Con que Rosalía estuviera dispuesta a cumplir la suya…

Frente a la iglesia había una oficina para el peregrino, tal vez fuera de Turismo, y cuando pasamos junto a ella escuchamos como nos llamaban:

—¡Eh!, peregrinos. ¿Vais a dormir aquí?

—No. Pensamos ir hasta Carrión de los Condes.

—¿Por qué no os quedáis? Tenemos un albergue estupendo.

Luego, los jóvenes nos contaron la historia de Pablo el Posadero, ganador de mil premios por el esfuerzo empleado en revitalizar el Camino:

—Ahora está en Galicia para que Fraga le condecore. Él fue quien donó la casa para albergue, y no sólo paga todos sus gastos sino que también da en el asador sopa y vino gratis a los peregrinos.

Por los comentarios escuchados, Pablo era no sólo parte importante del patrimonio local sino principalmente de cada uno de sus habitantes. Desconozco la Villalcazar de Sirga antes de Pablo el Posadero, pero cuando la conocimos estaba volcada hacia el peregrino, presumiendo de su disposición y compitiendo por hacerse importante en el Camino.

Rosalía cedió. Después de tentarla con una cena en el asador, acordamos quedarnos ahí una noche a pesar de que habíamos andado poco más de quince kilómetros. Yo no tenía prisa por llegar a Carrión de los Condes porque recordaba la advertencia de la Dama de la Posada: “Ten cuidado desde Carrión de los Condes hasta Cebreiro; son los Dados del juego de la Oca y deberás pasarlos”.

Volvimos al bar donde habíamos dejado las mochilas, bebimos unas cervezas y Rosalía, que recuperó el apetito, pidió un bocadillo de tortilla de patatas; se lo sacaron tan grande que lo compartimos.

—¿Luego ya cenarás? —pregunté entre bocado y bocado.

—Seguro.

Fuimos al albergue que era un caserón con camas en todas las habitaciones. Rosalía se tumbó un rato y yo me mantuve sentado a su lado, pendiente de cualquier capricho que le pudiera satisfacer.

Mientras ella mantenía los ojos cerrados, la observé detenidamente y percibí una imagen de niña indefensa. Sentí tal cariño que lo analicé receloso. Cuando entornó los ojos y me sorprendió la mirada, cebó aún más mis sentimientos con una sonrisa dulce, sincera y agradecida.

—Te quiero —se me escapó.

Deslizo sus párpados volviendo a sonreír, reptó un poco y apoyó su cabeza en mi regazo. Lucía un gesto de beatitud. Al poco, titubeante, cogió dulcemente mi mano y se mantuvo tan inmóvil como yo, que reprimía mis ansias por abrazarla sin reparos. ¡La quería!

Se me durmió la pierna y dediqué la molestia al dios de la caballerosidad, pero me alegré de que se incorporase cuando oímos el sonido de la puerta al abrirse.

—¿Viene alguien?

—Parece que sí.

—¡Con lo a gusto que estaba!

—Yo también, sino fuera porque tengo la pierna dormida… —dije mientras andaba, cojeando, para facilitar la circulación de la sangre.

—Pobrecico. ¿Por qué no me has despertado?

—Estaba feliz.

Le dio igual los pasos que se acercaban. Rosalía dejó la cama para darme un beso sin tiempos, superficial pero pleno de ternura, durante el que perdí la tierra, el cielo e incluso el molesto cosquilleo de la pierna. Nos separamos cuando apareció un peregrino con gorra de visera y un bastón retorcido que lo superaba en tamaño. Llevaba cosida sobre la camiseta una gran cruz de Santiago toscamente recortada en tela roja.

Se llamaba Alfredo y era de Jaén. Había registrado el edificio habitación por habitación hasta encontrarnos. Sabía que estábamos porque le habían comentado en el bar que nos quedábamos a dormir.

No pidió permiso; entró en el cuarto, se sentó en la cama, y sin dar tiempo a que le dijéramos nuestros nombres contó que era iniciado en ciencias ocultas e intentó demostrar que el Camino de Santiago era un potente emisor de energía que potenciaría sus poderes mágicos. Pidió que guardáramos secreto sobre sus confidencias, ya que corría peligro porque sus conocimientos incomodaban al poder.

—Cuando reine acuario, todo saldrá a la luz y seré reconocido como guía espiritual. Entonces me vengaré de quienes me llaman loco.

El gesto con que acabo la frase lo delató; no sólo estaba loco, además era peligroso. Rosalía lo escuchaba alucinada y yo con prepotencia: Seguro que yo era el único en esa habitación que había tenido experiencias sobrenaturales y estado en contacto con saberes ocultos. Pero yo, si pregonara mi historia, sospecharía de la sinceridad o la cordura de quienes afirmasen creerme.

No bastó con una excusa para librarnos de él. Casi tuvimos que huir del albergue llevando nuestras mochilas porque no nos fiábamos de que fueran respetadas.

Todavía estaba cerrado el asador y volvimos a la iglesia porque Rosalía quería rezar para solicitar la inspiración divina; no dijo más pero intuí que era sobre nuestra relación.

Se mantuvo mucho tiempo arrodillada, tanto que estuve tentado de decirle que la esperaba fuera, pero, por no interrumpirla, aguanté hasta que se levantó diciendo que al día siguiente quería andar hasta Carrión de los Condes y dedicar el tiempo libre a nosotros:

—Tenemos muchas cosas que poner en limpio —declaró enigmática.

Me cogió de la mano, salimos de la iglesia y dimos un paseo en silencio hasta que abrieron el asador.

Encontramos el asador en penumbra y desierto. Saludamos a gritos hasta que se presento un camarero con aires de labriego reciclado: Dedicó la bienvenida con tal arte que fue un espléndido prólogo para la cena que aparecería en todas mis futuras conversaciones sobre el Camino.

Primero nos sirvieron la sopa, sabrosa y espesa, con la que obsequiaban a los peregrinos; Una sopa capaz ella sola de alimentar con suficiencia a cualquier persona por muy dura que hubiese sido su jornada.

Después pedimos lechazo, los dos, y resulto ser el mejor asado que habíamos catado en nuestras vidas; tanto que, aún sin hambre, pedimos otra ración para compartirla, y posteriormente otra más.

Durante la cena nos esforzamos en buscar conversaciones que nos unieran, y de entre ellas resulto la más atractiva el ataque sarcástico y feroz que hicimos sobre Alfredo, el peregrino que se creía poseedor de los secretos más ocultos del esoterismo.

Como postre, sutiles almendradas; pesaban nada y se deshacían en la boca dejando sólo sabor. Bebimos cuatro jarras de vino y terminamos el banquete con cafés, copas y yo puro. Salimos del establecimiento con el estomago hinchado, pensamientos inestables y las manos entrelazadas.

El albergue había aumentado su número de peregrinos; otro solitario, este de Salamanca, que llevaba un llamativo sombrero de paja incluso dentro del caserón, y una pareja de holandeses que cenaban latas de conserva.

Acaparaba la conversación Alfredo, que pretendía convencer al de Salamanca de que, si lo acompañaba en su peregrinar, podría beneficiarse de los conocimientos que atesoraba sobre el Camino.

Ultimada su cena, los holandeses nos contaron iniciaron su peregrinación en Holanda, que ya habían llegado a su destino, Finisterre, y que entonces recorrían el Camino a la inversa; calcularon en ocho los meses que necesitarían para su especial peregrinar. Ella, que se llamó artista, realizó unas esculturas en Finisterre para plasmar lo que el Camino le inspiraba y nos enseñó las fotos de su obra; una de ellas, titulada “Palio”, la tengo pegada en mi diario desde ese día; No supo negarse a dármela después de que yo se la pidiera.

Nos retiramos a dormir mientras Alfredo insistía en su oferta de viajar juntos al peregrino del sombrero de paja.

En el diario escribí que dormimos en una cama de matrimonio; un lujo impensable en nuestra aventura. Sí recuerdo que el colchón era de los antiguos, blando y abrazador. Rosalía se despidió con un “buenas noches” y yo con un beso en su boca que mantuve hasta que se activaron los pensamientos.

Me desperté alertado por un ruido fuerte, posiblemente un portazo, y oí murmullos de entre los que identifiqué al peregrino del sombrero de paja; “Ya salen”, pensé. Miré el reloj; eran las seis de la mañana. Poco después escuché el silencio: Volvíamos a estar solos.

Habíamos planeado llegar ese día a Carrión de los Condes, y como estábamos aproximadamente a cinco kilómetros, no teníamos prisa por levantarnos. Además, pensé, cuanto antes alcanzásemos nuestro destino más tiempo íbamos a tener para aburrirnos en él. No me apetecía continuar la peregrinación: Todo el día andando, sufriendo sólo para llegar a cualquier pueblo donde perderse unas horas, dormir y volver a caminar. No tenía sentido. Si al menos se solucionaran nuestros problemas matrimoniales… O no. ¿Quería en realidad arreglar el matrimonio? ¿Creía que sería beneficioso para mi felicidad? No lo sabía. Miré a Rosalía a la luz de un rayo de sol que encontró el agujero de la persiana. Estaba preciosa y sonreía. De vez en cuando hacia un mohín con la boca, como un bebe que mamase. Me volvió la ternura y la suspicacia. ¿Realmente compensaban esas sensaciones su comportamiento cuando se encontraba despierta? El día anterior volvió a engatusarme con su dulzura, pero… ¿Cuánto duraría su buen humor? Ya era hora de que tomase una decisión firme. No podía seguir toda la vida decidiendo romper nuestro compromiso y dándole poco después una nueva oportunidad.

Estaba hastiado de todo: Peregrinación, Rosalía, Bafo y extraños personajes que me involucraban en un alucinado juego de la Oca. ¿Qué pasaría si volviera a Pamplona, que Bafo me robaría el cuerpo? Estaba convencido de que podía evitarlo con mi voluntad. Además, Bafo tenía razón: Quienes me habían provocado dolor fueron esos que se proclamaban amigos y que en vez de sisear decían “ultreya”. Y… ¿Si eran ellos tan peligrosos como Bafo?

Volví a mirar a Rosalía. ¿Qué pasaría con ella y con mi hijo si Bafo conseguía sus propósitos? Era imprescindible que me separase de ella antes de que eso ocurriera para alejarla del peligro. ¿Quería separarme de ella? Concluí que para tomar una decisión necesitaba conocer la reacción de Rosalía ante su próxima maternidad; eso podía inclinarme ante Bafo o la familia. Pero primero, antes de que ella supiera que estaba embarazada, teníamos que hacer el amor; debía provocarlo.

Seguí elucubrando hasta que la modorra llevó mis pensamientos por parajes ocultos en los que mi espíritu se limpió de pesimismo. Me dormí.

Rosalía me dio un beso en los labios y desperté antes la sonrisa que los ojos.

—¿Qué tal estás? —pregunté.

—Creo que bien. Un poco débil, pero como hoy va a ser día de descanso espero recuperarme para mañana.

Eran las diez y después de prepararnos fuimos al bar para desayunar.

Villalcazar de Sirga – Carrión de los Condes

El camino hasta Carrión de los Condes transcurre al lado de la carretera y es agradable de recorrer. El sol parecía la ventana de todos los infiernos, pero no me asustaba porque íbamos a soportarlo poco tiempo. Sólo la enfermedad de Rosalía hizo duro el trayecto. Recayó al poco de empezar a andar y tuvimos que parar más de seis veces para que ella corriera hacia algún lugar protegido donde evacuar su vientre.

Rosalía no sabía como disculparse e insistía en pedirme perdón a cada paso.

—Mira Rosalía, la peregrinación es como el matrimonio: Para lo bueno y para lo malo.

Me sonrió. Se encontraba bien de ánimo, incluso alegre, y protestaba por las limitaciones que le acarreaba la enfermedad. Yo estaba preocupado por si todo era un síntoma del embarazo y la peregrinación lo perjudicaba.

Al llegar a Carrión de los Condes entramos en un bar donde yo bebí una cerveza mientras Rosalía visitaba el servicio. Cuando salimos, en la puerta nos encontramos al peregrino del sombrero de paja:

—Buenos días —saludó—. ¿Os vais a quedar hoy aquí?

—Sí.

—Yo también. Acabo de estar en la Oficina de Turismo para cuñar mi credencial. Si vais ahí, felicitar a la chavala; es su cumpleaños. ¿Os habéis enterado de lo de Alfredo?

—¿El guía espiritual? —preguntó Rosalía con sorna.

—El mismo. Se largó solo, a las tres de la madrugada ¡en pelotas!

—¿Desnudo?

—¡Sí!

Nos reímos un rato comentando su locura, y tras despedirnos del peregrino fuimos hacia la oficina de Información y Turismo.

—Buenos días y felicidades —saludó Rosalía.

—¿Cómo sabes que es mi cumpleaños? —preguntó mientras se levantaba sonriendo.

—Lo he visto en tu aura. ¿Puedes cuñarnos las credenciales?

—Si, claro, pero… ¿Cómo sabes que hoy es mi cumpleaños? —insistió ya más seria.

—Tengo poderes.

Yo la miraba incrédulo. Rosalía se comportaba con soltura y absoluta naturalidad. Su actuación era creíble, tanto que me di cuenta de que la había infravalorado y la supe capaz de engañarme.

—No me lo creo —contestó la chica de la oficina a la defensiva mientras nos devolvía las credenciales después de cuñarlas y escribir la fecha.

—Da igual. Era todo una broma —reculó mi esposa.

—Entonces… ¿Cómo sabes que hoy es mi cumpleaños?

Parecía asustada.

—Me lo he inventado.

—¿Inventado? Tampoco me lo creo.

—Mejor. Hay cosas que a tus veintiséis años es mejor no creer.

La chica dio un paso atrás y palideció. Abrió los ojos y aspiró ruidosamente. Empezó a hablar pero no pudo. Volvió a intentarlo.

—No puedes saber que tengo veintiséis años. Es imposible.

—¿Recuerdas? Tengo poderes —contestó dirigiéndose hacia la puerta con una sonrisa en los labios.

Yo estaba tan asombrado como la joven. Lo del cumpleaños nos lo había dicho el peregrino del sombrero de paja, pero no imaginaba como se las había apañado Rosalía para averiguar la edad.

—Es fácil —me explicó después—. Cuando escribió la fecha en mi credencial se equivocó, y en vez de este año puso el de su nacimiento. Es lógico, ha escrito toda su vida esa fecha terminándola en sesenta y cuatro. ¡Sólo tuve que restar! —dijo entre carcajadas mostrándome su credencial; en la mía también figura el mil novecientos sesenta y cuatro como año—. Esa chica, desde ahora, es una ferviente defensora de los poderes extrasensoriales: ¡Tiene pruebas!

Hacía años que no le oía una carcajada a Rosalía y me contagié de su alegría.

Encontramos el albergue, una pequeña casa adosada a la iglesia de Santa María del Camino. Nos recibió una señora mayor que era la hermana del cura. Hablaba mucho, marcaba su territorio y estaba en continuo movimiento. Nos juzgó, le caímos bien, y pronto recibimos trato de sobrinos.

Disfrutamos de una ducha caliente y Rosalía se tumbó un rato en la litera mientras la hermana del cura le preparaba un remedio que, según ella, iba a curarla de todos sus males.

Poco después, Rosalía se bebía de trago un zumo de limón caliente, que le supo asqueroso, e inmediatamente una infusión de la que alabó generosamente el sabor. La señora presumió de haber cogido las hierbas para la infusión del pequeño pero funcional huerto al que se accedía directamente desde la habitación de las literas.

Cuando se fue la señora, Rosalía dijo encontrarse mejor y se animó a lavar la ropa sucia: “Con este sol enseguida está seca”, dijo. Mientras tanto, yo me tumbé en una litera para leer el periódico que había comprado después de nuestra visita a la oficina de turismo.

Se escuchaba a Rosalía frotando la ropa bajo un grifo abierto, alguna mosca, una de ellas luchando contra el cristal, pajaritos en el huerto… Dejé el periódico, cerré los ojos y planté una sonrisa. De repente me impactó un grito desgarrador que llamaba por su nombre a la hermana del cura, y esta, al rato y también a gritos, contestó que esperara, que enseguida bajaba.

Cuando aún no me había recuperado, entró en la habitación una señora metida en carnes, vestida con un chándal azul pálido, y llevando colgada de sus manos varias bolsas de plástico; de una de ellas sobresalía media lechuga y unos tallos verdes.

La señora se sentó en una silla, y tras preguntarme si era peregrino, como me llamaba y en que ciudad vivía, empezó a detallar las maravillas que podíamos ver en Carrión, y de entre todas, las que atesoraba la iglesia que nos acogía:

—¿Has visto el pórtico? ¿Lo has visto?

—Todavía no —respondí disculpándome.

Me sentía arrastrado por la resaca que provocaba la señora metida en carnes. La silla gemía bajo ella, pero no por el peso, que también, sino porque al moverse rozaban las patas del asiento sobre el suelo. Cada palabra que salía de su boca incorporaba una exclamación y las frases podían confundirse con arenga; era el tono del que me habría avergonzado de haber sido utilizado en público por mi madre.

—No te lo pierdas, ¡eh! ¡No-te-lo-pier-das! Ahí esta escrito, o como se diga, vamos, en las piedras, con figuras, la historia de cien señoritas que se daban como… ¡Como…! ¡Tributo! Eso, tributo, que no me salía. La leyenda del tributo de las cien doncellas. Que el cura me ha dicho que al final resulta que no es leyenda sino que, ¡vamos!, que pasó realmente. Que todos los años se daban cien señoritas a los sin Dios para que no atacasen el pueblo. ¡Vamos! ¡Creo! O algo así. Y en el pórtico también están, fíjate que cosas, los signos del zodiaco. A mí me lo explico quien sabía de esas cosas. ¿Has visto el templo de Santiago? ¡Vamos! Seguro que tampoco. Claro, acabaras de llegar. ¿Dónde has dormido esta noche?

Me sentí no impulsado a contestar sino obligado a hacerlo:

—En Villalcazar de Sirga.

—Poco has andado hoy, ¡eh pillastre! Pues no puedes dejar de ver el pórtico del templo de Santiago. Mucho mejor que el de esta iglesia, y mira que el de esta iglesia es curioso, pero nada como el del templo de Santiago. Prométeme que lo verás. Es una maravilla. Una autentica maravilla. Ahí esta nuestro señor Dios, y no veas que Dios: ¡Majísimo! Tienes que rezarle un padrenuestro con un ojo cerrado para que cuando te mueras haga la vista gorda con tus pecados. El cura dice que eso son tonterías, pero, vamos, digo yo que por probar no se pierde nada. Además, seguro que él también lo ha hecho. ¡Vamos que si lo ha hecho! ¿Quién esta ahí? —preguntó refiriéndose al ruido que hacia Rosalía al lavar.

—Rosalía, mi esposa, que esta lavando ropa.

—Voy a saludarla. Encantada de hablar contigo, ¡eh!

Yo sí me quedé encantado de que se fuera, a pesar de que no me libré de seguir escuchándola desde la distancia.

Rosalía acabó pronto, quizás influida por la señora, y cuando ya habíamos decidido irnos a dar una vuelta llegó el cura que nos saludo ceremoniosamente; Era alto, enjuto y su cara tenía el color de la cera virgen. Se ofreció a enseñarnos el templo, pero tendría que ser después de la misa que iba a celebrar dentro de pocos minutos; nos invitó a participar en ella y aceptamos.

La misa fue breve y no presté demasiada atención porque, desde el principio, observé sobre las piedras unas marcas que me intrigaron. Esas marcas, supe después, eran firmas de canteros medievales.

Tras la misa, el cura cumplió su palabra y nos mostró la iglesia como un consumado guía. Rosalía le discutió alguno de sus datos, algo que logró hacerlos cómplices.

En el pórtico, el cura se explayó relatándonos lo que describían sus imágenes en piedra: La leyenda del tributo de las cien doncellas. Utilizó, lógicamente, un lenguaje mucho más preciso que el utilizado por la señora metida en carnes.

El cura y Rosalía hablaban de siglos, épocas, estilos y símbolos. Yo me sentía desplazado y quise intervenir:

—Y también esta representado el horóscopo, ¿no?

Rosalía se volvió hacia mí sin poder evitar un gesto de hastió por frivolizar tan interesante tema. Supe que se arrepentía de su impulso cuando el cura, muy serio, respondió que tenía razón, y que un joven estuvo durante meses investigando el tema para escribir una tesis.

Tuve que forzar la despedida con el cura. Antes de separarnos, Rosalía le preguntó como ir a la iglesia de Santiago.

El Pórtico de la iglesia de Santiago es impresionante. De entrada me saturé de formas, pero cuando reparé en el Pantocrátor el tiempo se detuvo lo suficiente como para vislumbrar su poder. El resto, tras el éxtasis frente al Creador, es digno no sólo de haber sido nombrado Monumento Nacional sino también ser Tesoro Cultural de la Humanidad, pero es arte, arte que rozaba la perfección pero sólo arte. Hasta Rosalía quedó muda ante ese pórtico del que sabía tantos datos. Más tarde me comentó que, posiblemente, fuera obra del maestro Mateo, que fue quien realizó la catedral de Santiago de Compostela.

Rompí el silencio contándole a Rosalía lo que me había aconsejado la señora metida en carnes, y los dos, después de aclarar que no creíamos en tonterías, rezamos fervorosamente un padrenuestro con un ojo cerrado.

Hicimos varias fotos y fuimos a la búsqueda de un lugar donde comer, sabiendo que volveríamos a visitar el Pantocrátor antes de irnos de Carrión.

Rosalía se encontraba lo suficientemente bien, gracias según ella a los remedios de la hermana del cura, como para atreverse con una ensalada mixta y un solomillo de novillo. Yo comí alubias blancas con guindillas y criadillas de toro. Lo regamos con buen vino y terminamos como siempre; cafés y yo copa y puro.

Volvimos al albergue para que Rosalía se echara la siesta. Mientras tanto, salí a dar una vuelta por los alrededores, es decir, hasta el bar más cercano, en cuya terraza me senté para disfrutar tranquilamente de una copa de pacharán. Se me acercó un peregrino londinense que no dominaba el castellano pero que utilizaba el mimo con maestría. Intenté comunicarme con él en ingles pero se negó; Prefería gesticular. Así me contó que, como los holandeses que habíamos conocido en Villalcazar de Sirga, él ya habían llegado a Santiago y entonces se volvía, también andando, hasta Pamplona donde cogería un tren.

Me reí hasta la lágrima observando como el peregrino londinense explicaba, con gestos, hasta el último detalle de la juerga que se corrió en Casa Chomina, un bar de Rabanal del Camino del que me enseño el cuño que le habían puesto en su credencial. Se levantaba, describía las cantidades de alcohol y mostraba los efectos. Luego reía a carcajadas sujetándose a las paredes. Los transeúntes frenaban el paso volviéndose para observarlo e incluso alguno se detuvo. Cuando se dio cuenta de la expectación creada, les hizo la reverencia con una sonrisa exagerada. Le aplaudieron.

Dijo tener tanta prisa como hambre y le pedí un gran bocadillo de tortilla de patata en el bar, siendo recompensado por ello con dos sonoros besos en las mejillas. Esa noche pensaba dormir en Frómista. No le dije nada pero dudé que lo consiguiera; eran casi las cinco de la tarde.

Me despedí del londinense cuando se acabó el bocadillo y la segunda cerveza, que también pagué, y decidí ir al albergue para despertar a Rosalía.

No hizo falta que la despertase, ya se había encargado de hacerlo el peregrino del sombrero de paja, que cuando llegué estaba insistiendo en acompañarnos en nuestra travesía del día siguiente. Le dijimos que no, varias veces, y como parecía no entender el significado de esa palabra nos fuimos del albergue sin más explicaciones. Desde entonces, cada vez que nos referíamos a él lo llamábamos el Pelma, a pesar de que ya sabíamos que se llamaba Lucas.

Rosalía andaba muy seria y callada; parecía triste. Le pregunté como se encontraba y respondió, sin mirarme, que muy bien. Al poco se paró y me pidió que fuéramos al monasterio de san Zoilo. Yo simulé estar encantado.

En el monasterio nos recibió un señor que supuse sería cura o fraile por sus modales reposados y la conversación cadenciosa.

—No. De usted no. Prefiero que me tuteéis. Llamadme Joaquín.

Él nos guio por el edificio hasta un claustro en el que la luz bullía desde su centro, formando contra las sombras ilusiones bellísimas con colores extravagantes.

Rosalía no prestaba atención a las maravillas escultóricas ni a las explicaciones que sobre ellas nos iba dando Joaquín. Cuando abandonábamos el claustro, Rosalía le pidió, sonó a súplica, que nos dejase solos unos minutos. Pareció que se iba a negar, pero algo debió entender en los ojos de mi esposa porque sonrió y aceptó retirarse.

Rosalía propuso sentarnos y lo hicimos bajo unos arcos tallados como filigrana. Quedamos unos segundos en silencio.

—¿Qué pasa? —me atreví a preguntar.

Ella mantuvo el suspense otro momento y después tomó aire e impulso:

—Te quiero Fermín. Siempre te he querido y siempre te querré, pero hay un obstáculo para que nuestra relación funcione.

—¿Cuál? —mi voz no reprodujo lo que quise decir, más bien un sonido poco inteligible, y tuve que repetir la pregunta—. ¿Cuál?

—¿Tu tienes algún secreto que pueda afectar a nuestro matrimonio?

Por supuesto que lo tenía: Bafo, el obsceno acto sexual con ella, el embarazo, Minerva, Paulina…

Me encontraba en un estado de absoluto aturdimiento. Los pensamientos no surgían porque mis sentidos estaban alerta buscando la huida. El mantener la conversación se convirtió en un calvario.

—Tal vez —respondí.

—¿Crees que si me lo dijeras sería beneficioso para nuestra relación o que la dañaría?

—Si tienes algo que decirme: ¡Dímelo! —exclamé.

—Por favor. Necesito que me contestes sinceramente a unas preguntas.

—De acuerdo, pregunta —no podía evitar mirar convulsivamente hacia la puerta buscando la salvación a través de la llegada de Joaquín.

—¿Crees que sería beneficioso para nuestro matrimonio el que me contaras ese secreto?

No lo provoqué y supongo que sería como defensa, pero desterré sentimientos y respondí, apoyado por el Espejo del Alma, con absoluta asepsia, olvidando que se trataba de una conversación intima y tratándola como una respuesta de examen:

—¿Beneficioso? No lo creo. Justamente se podría pretender que gracias a la comprensión no fuese perjudicial, pero… Suponte, es un ejemplo, que te cuento que hice algo horrendo porque las circunstancias me obligaron a ello, y tú no sólo entiendes mi razonamiento sino que además admites que era imposible actuar de otra forma. ¿Eso bastaría para evitarte los sentimientos negativos hacia mí, de quien te sientes victima, aunque comprendas que yo soy otra victima? No creo que la razón humana alcance a tanto.

—Tienes razón —murmuró—. Pero… Sino me lo contases… ¿Podías mirarme a la cara sintiéndote limpio o te perseguiría siempre el complejo de culpa?

—La respuesta es la misma, idéntica que la anterior, sólo que ya no hablamos de dos personas sino de una sola: ¿Es capaz de perdonarse uno a si mismo de algo vergonzoso aunque sepa de su incapacidad para haberlo evitado? Pero, más aún, ¿serviría de expiación el contarlo? ¿No es preciso primero solucionar el asunto con la propia conciencia y sólo después plantearse si es conveniente o no compartirlo con la otra persona? ¿No estaremos hablando de egoísmo y lo que pretendes es descargar las culpas en mí para intentar que mi perdón provoque el tuyo? —lo dije de seguido, pensándolo según lo oía. Tenía sentido pero yo no era consciente de que sabía esas cosas.

—Imagínate —contraatacó—, es otro ejemplo, que una mujer hace una cosa mala al poco de casarse y que eso le ocasiona un problema: Si lo cuenta puede que se destroce el matrimonio, y sino lo cuenta se envenena poco a poco por dentro. ¿Qué tendría que hacer?

La conversación se había convertido para mí en una competición. Había matado la conciencia de que hablábamos de nosotros y respondía convencido, sin plantearme la duda, de conocer todas las respuestas, ansiando las preguntas que me permitieran probarlo.

—Tal vez le ayudase el permiso de la otra persona para olvidar —resolví.

—Tal vez —dijo pensativa—. En ese caso… ¿Preferirías no saberlo?

—Puede ser, pero ahora… Después de todo lo dicho…

—Necesito que elijas. ¡Por favor! Ayúdame. Esta en juego nuestro matrimonio y tal vez mi cordura. Me he portado mal contigo y creo que tiene la culpa ese secreto que va corroyendo mi alma. Quiero romper con el pasado, empezar de nuevo, pero para eso: ¿Hacemos un trato por el que lo pasado pasado está, procuramos olvidar y nos comprometemos a luchar por sacar lo nuestro adelante o nos lo decimos absolutamente todo y que sea lo que Dios quiera? Te juro que yo no puedo vivir como hasta ahora, y creo que tú tampoco.

Lloraba sin gimoteos, sólo derramaba lágrimas. Me dio pena y eso rompió el hechizo. Volví a sentir que hablamos de nosotros y reconocí el sabor de la inseguridad. Hasta mi voz cambió cuando pregunté a la defensiva:

—¿Tengo que contestarte ahora? —quería no sólo aplazar la decisión sino también el tema. El agobio me dificultaba hasta el respirar.

—Llegaremos a León dentro de dos o tres días, ¿no?

—Creo que sí —contesté.

—¿Lo pensamos y continuamos la conversación ahí?

—De acuerdo.

—Hasta entonces, lo juro, procuraré hacerte feliz. Como si fuéramos unos recién casados. Nunca he dejado de quererte. ¡Lo juro! —exclamó con un gemido final.

Me dio un beso. El beso más insípido que había recibido; entre otras causas porque tenía los labios tan secos que carecían de sensibilidad.

Recibí a Joaquín con una intensa sensación de desahogo, porque, mientras estuviéramos con él, podía simular que no había escuchado la propuesta de Rosalía ni las connotaciones que eso acarreaba: ¿Me había sido infiel? ¿Sería otro el motivo de su desazón? Lo que fuera tenía que ser al menos tan condicionante para nuestro matrimonio como el que ella hubiese mantenido relaciones sexuales con otro hombre.

Seguimos la visita al monasterio, y cuando Joaquín nos explicó ante sus tumbas la vida y milagros de los Condes de Carrión, me volvió el agobio porque en breve nos despediríamos de él y volvería a estar a solas con Rosalía.

Salimos del monasterio agarrados de la mano, pero enseguida Rosalía me abrazó por la cintura. Así avanzamos por la calle. Ella parecía asustada, cohibida, mientras que yo intentaba disimular un rechazó que me llevaba hasta la nausea.

Me decepcionó el Pantocrátor de la iglesia de Santiago porque creí que pese a mi estado sería capaz de provocarme las mismas emociones de la mañana, pero se había convertido en sólo arte como el resto del pórtico.

Terminamos en una terraza, con las manos entrelazadas, ella buscando mi mirada y yo procurando esquivársela para que no se percatara de la incomodidad que sentía ante su persona.

Cenamos en una tasca y nos retiramos pronto al albergue. Ahí nos esperaba el cura para leernos una poesía que había compuesto sobre el trayecto que andaríamos al día siguiente; debería haberla escuchado con más atención porque no llegamos a conocer el paisaje descrito en la oda; Nos equivocamos de camino por culpa del Pelma. Había pedido que lo despertáramos para acompañarnos aunque sólo fueran los primeros kilómetros, y nosotros, por no discutir, en vez de negarnos, programamos el despertador para que sonara muy temprano, huir del albergue y sacarle unos kilómetros de ventaja con los que lograr que no nos alcanzara.

Esa noche dormí mal; me despertaba a menudo sobresaltado por imágenes de Rosalía mirándome prepotente mientras era acariciada por un hombre sin rostro.

A la mañana siguiente, después de vestirnos a oscuras y encendiendo las linternas lo justo para encontrar las cosas, sin lavarnos ni hablar por no despertar al pelma, cuando salíamos por la puerta, oímos su voz que nos pedía que le esperáramos, que enseguida se preparaba. Hicimos como sino lo oíamos y apuramos el paso.

Carrión de los Condes – Mansilla de las Mulas

No se veía nada y encendimos las linternas. Según el plano de la Guía del Peregrino, teníamos que llegar a la carretera para, poco después, desviarnos por un camino de tierra que no encontramos.

Suponíamos que estábamos perdidos, pero esperamos a llegar a Cervatos de la Cueza para preguntar. Ahí, en un bar, una señora que lo limpiaba nos confirmó que estábamos perdidos. Luego nos aconsejó, de malos modos, que siguiéramos por la carretera en vez de volver a buscar el Camino. Le pedimos un café y se negó a servírnoslo. Le rogué que encendiera la maquina para comprar tabaco y contestó que esa zona estaba recién fregada y no quería que se la pisara. Intentó excusarse en que durante la noche había tenido que estar en el bar hasta tarde, pero sus modales no encontraron nuestra comprensión. Tuve que utilizar todo mi poder de contención para no decirle a la cara lo que pensaba sobre ella como persona.

Encontramos en el pueblo una panadería y después de aprovisionarnos de pan y rosquillas intentamos localizar un banco donde desayunar. No lo había.

Mi humor se iba descomponiendo a cada minuto que pasaba y amenazó con explotar cuando, a las afueras del pueblo, sentados al borde de un vertedero, sobre el único apoyo que encontramos, un árbol podrido, me percaté de que la mortadela que pensaba comerme en bocadillo estaba pasada.

Respire hondo y blasfemé. Rosalía intentó aplacarme con una lata de pulpo pero la rechacé. Ella también era mi enemigo y en ese momento reprimí los deseos de insultarla por su infidelidad. Comí sólo pan, mordiéndolo con violencia y masticando con rabia.

El sol se sumó a la tortura y durante el andar no tuve otro pensamiento que el juramento continuo de retirarme tanto de la peregrinación como del matrimonio. Al poco se nos acabó agua y tabaco y volví a blasfemar. Creí que Rosalía me miraba asustada y le pedí perdón.

—Tranquilo. Lo entiendo y me sumo a cada blasfemia. Ya me confesaré —contestó con una sonrisa forzada.

Horas después, mi genio se camufló tras la angustia cuando el cuerpo empezó a exigir agua para continuar el camino; los músculos se habían apelmazado, el sol me quemaba la cabeza a pesar del sombrero y mi garganta estaba obstruida por una pasta pegajosa que la supuse blanca. El sudor parecía acabar todo en mis ojos, que escocían hasta el extremo de que a veces caminaba a ciegas.

A eso de las doce vimos a lo lejos, en mitad del páramo, junto a la carretera, un merendero. Aceleramos el paso convencidos de que habría una fuente, pero al llegar comprobamos que no. Era increíble, un merendero sin una sombra ni agua. Quien lo hubiera proyectado daba pruebas de una falta de previsión digna de ser proclamada, y de haber sabido el nombre del sádico ya le habría trasmitido mis convicciones.

Estábamos dispuestos a caer en el peor de los pecados del peregrino, del que todos reniegan, el auto-stop, cuando un coche, al pasarnos, tocó con insistencia la bocina y un poco más adelante dio la vuelta: ¡Era Román!

Dijo que al ser fiesta, era veinticinco de julio, precisamente la festividad de Santiago de Compostela, patrón de España, decidió hacernos una visita. Había preguntado en varios albergues por nosotros y en el de Carrión de los Condes le dijeron que andábamos por un camino intransitable para los coches. A pesar de eso, decidió continuar por la carretera por si coincidía, como había ocurrido, que fuésemos por ella. En el diario lo describí como el milagro del infierno. Hasta Rosalía se mostró simpática y agradecida con mi amigo.

Nos llevó en coche hasta Lédigos, donde en un bar bebimos, entre Rosalía y yo, cuatro jarras de cerveza con gaseosa y comimos dos latas de almejas con vinagre. No recuerdo el nombre del bar, pero lo reconocería en caso de toparme con él porque en su terraza de sólo una mesa disfruté como pocas veces lo he hecho.

Román nos invito a comer en Sahagún y me aconsejó que probara la cecina. Era la primera vez que la cataba y me pareció exquisita. Durante la comida seguimos con la cerveza con gaseosa y tanto Rosalía como yo ya notábamos sus efectos. Terminamos con sorbetes, café, y copa. Román me ofreció un puro de los que él llevaba y lo saboreé durante la sobremesa.

Aprovechamos que Rosalía fue al baño para comentar la juerga en los Sanfermines con las americanas, y yo, que la sentía como algo lejano y olvidado, me contagié de su euforia. Terminamos comportándonos igual que adolescentes en celo; como disculpa el alcohol.

Román quería comprar cecina en Mansilla de las Mulas y nos propuso acercarnos hasta ahí. Fui más rápido que Rosalía, era fácil serlo si tenemos en cuenta que a ella el alcohol la había adormecido, y con la excusa de que así nos librábamos del pelma, acepté en nombre de los dos.

En Mansilla le invitamos a Román a otro café y hasta Rosalía se atrevió con una copa de licor de melocotón. Esperábamos a que abrieran la carnicería, que ya nos habíamos informados de que lo iba a hacer a pesar de ser fiesta.

Llegada la hora, Román compró dos mazos de cecina y pidió al carnicero que cortase un trozo en lonchas finas:

—Tomad, para que os acordéis de mí cuando os las comáis.

Nos despedimos de él, Rosalía dándole dos besos, y fuimos en busca del albergue, encontrándonos con que ese mismo día se inauguraba y por lo tanto no podíamos dormir ahí. Tuvimos que buscar un hotel y cogimos habitación en el hotel La Estrella, donde después de acomodarnos intentamos dormir la siesta.

Al poco, sentí levantarse a Rosalía y correr hasta el baño para vomitar.

—¿Qué tal estás? —balbuceé.

—Borracha pero contenta —respondió con un intento de sonrisa.

Volvió a la cama y se abrazó a mí. Nos mantuvimos un rato quietos, y ya casi me había dormido cuando sentí frotarse a Rosalía contra mi cuerpo. Poco a poco su respiración se fue entrecortando y con los ojos cerrados raptó hasta mi boca, la besó y no separó sus labios mientras se desbotonaba la blusa que llevaba como camisón. Yo sólo vestía un calzoncillo y ella no encontró obstáculos para que su lengua se deslizara hasta mis pezones. El sólo recuerdo de la obscenidad empleada por mi esposa en nuestra última relación me cohibía, y por olvidarla, aún sabiendo que era incapaz de repetir la experiencia porque entonces no fue ella sino su cuerpo poseído, le di media vuelta y fui yo quien le lamió los pechos.

Rosalía olvidó simular sus gemidos y estos me azuzaban para seguir haciéndola gozar. Estuve largo rato recorriendo su cuerpo hasta que rocé la vagina e hice que botara sobre la cama. Encontré su clítoris e intenté manipularlo, pero ella, cogiéndome la mano, se introdujo uno de mis dedos en la vagina. Llegó al orgasmo mientras se movía tanto que me era difícil mantener el apoyo de mis labios sobre su pezón. Cuando mi dedo ya se había insensibilizado, se incorporó para sentarse sobre mí y hacerme el amor dulcemente, tanto que olvide mis recuerdos y sus secretos. Eyaculé amándola intensamente.

Rosalía me dio un beso postrero, tan fétido de vómito como los anteriores, y me dedicó una sonrisa y mil te quieros. Dormimos abrazados.

Nos despertamos con resaca y dolor de cabeza. Bajamos al bar donde nos bebimos dos cafés con aspirinas. No teníamos mucha hambre y nos conformamos con cenar ahí mismo unos bocadillos de carne.

Fuimos a un salón del hotel y pasamos las horas viendo la televisión. Rosalía se esforzó en agradarme, y cuando me acostumbré fui feliz en su compañía.

En el intermedio de una película de miedo sobre hormigas, nos saludo el dueño del hotel. Dijo que los peregrinos no éramos caminantes, éramos andariques. Acto seguido contó un chiste:

—Esto es un peregrino sucio, con el pelo largo y lleno de greñas, sin afeitarse hace semanas, sudando y oliendo mal, que se acerca a una señora muy fina y le pregunta: “¿Voy bien para León?” Y la señora le contesta: “Estupendamente, sólo te falta el rabo”.

Después del chiste, nos invitó a unas copas que bebimos en su compañía mientras terminaba la película.

Mansilla de las Mulas – León

Estábamos tan cerca de León que al día siguiente salimos a las once de la mañana y llegamos a las dos y media de la tarde, justo para localizar un bar donde comer en la entrada de la ciudad. Fue un trayecto desagradable por la cantidad de coches, pero que a pesar del calor se nos hizo liviano.

Tuvimos que preguntar por el albergue de peregrinos a varias personas, y por fin una señora nos acompañó hasta la catedral, que desde la distancia semeja ser una erizada defensa frente al cielo, trocándose al acercarnos en un edificio casi cálido. Cuando penetramos nos encontramos con una orgía de luz y color que se desparrama de sus más de cien ventanales y que transforma las naves en un escenario por el que te mueves con sensación de ser personaje en un mundo virtual.

Disfrutamos del escenario y presté atención a las explicaciones que Rosalía no pudo evitar darme. Cuando salimos, nuestra percepción del tiempo, el espacio y la luz, se habían modificado y andábamos incrédulos por la calle.

Accedimos al albergue por una puerta a un lado de la catedral y ahí nos encontramos a dos peregrinos con los que habíamos coincidido en santo Domingo de la Calzada; la Maestra y el Pirata. Mientras Rosalía comentaba con la pareja las últimas aventuras, fui a cumplimentar nuestro ingreso en un albergue que como cama te cede un trozo de suelo.

Saludé al cura que estaba detrás de un mostrador y este, al verme, salió corriendo después de pedirme que esperara un momento. Al rato, llegó acompañado de un anciano completamente calvo, al que se le notaba la calavera justamente forrada con piel casi transparente. Vestía una sotana demasiado grande y tan nueva que conservaba las marcas de su doblado original. Andaba muy despacio, apoyándose en quien lo acompañaba. El sentarlo en la silla fue lento y laborioso. Cuando se acomodó, el otro cura pidió que me sentara en la silla al lado del anciano mientras me cuñaba las credenciales del peregrino.

—¿Sabes que estás en el Pozo? —me preguntó el cura viejo con una voz que parecía provocada al inspirar.

No lo sabía. En realidad no sabía ni de que me hablaba. Hacia más de quince años que no jugaba a la Oca y mi recuerdo sobre las casillas se había apagado.

—No.

—Pero sí que has pasado el primer Dado.

—¿Del juego de la Oca?

—Sí.

—¿Estoy en el Pozo?

—Sí.

Él dejó de hablar y yo de preguntar. Estuvimos un rato callados durante el que sospeché que el cura se había dormido, a pesar de mantener los ojos abiertos, porque de vez en cuando parecía roncar suavemente. Al final volvió a hablar:

—No te quedes en la catedral, búscate otro sitio. No bebas alcohol y aparece esta noche a la puerta del Cordero de la Real Colegiata a la una de la madrugada. Ven solo. Es importante. Otra cosa: Ten mucho cuidado, los bafos son aquí muy poderoso; cosas de la catedral y la luz. Demasiada energía.

A un gesto, vino el cura que esperaba a pocos metros de nosotros, con mi ayuda levantó al cura anciano de la silla y se lo llevó casi arrastrado por donde habían venido.

Cogí las credenciales y fui en busca de Rosalía que me informó, nada más verme, de que el Pelma estaba durmiendo en una de las habitaciones. Era imposible que hubiese llegado andando. Seguro que había hecho auto-stop.

Con la excusa de huir del Pelma propuse a Rosalía dormir esa noche en un hotel. Nos despedimos de la Maestra y el Pirata y andamos por León hasta localizar el hotel Don Suero.

Ya en la habitación, le sentí a Rosalía seria y supe por los síntomas que se preparaba para iniciar la conversación. Por pereza, y también miedo, lo reconozco, intenté esquivarla, pero ella me recordó que teníamos algo pendiente.

—Ya lo sé —contesté compungido.

—Sólo tienes que contestarme a una cosa —dijo—. ¿Quieres que te lo cuente todo?

—¡Ya lo sé! —exclamé con rabia—. Me has puesto los cuernos.

—Sí —musitó bajando la mirada. Y tras un largo silencio que yo no rompí—: Antes de conocerte me gustaba un chico que estudiaba en el seminario. Le quedaba poco tiempo para cantar misa y yo, al no querer competir con Dios por su persona, lo idealicé. Esa fue la época en que quise hacerme monja, y así lo habría hecho de no aparecer tú. Poco después de casarnos, en una cena que hicimos los recién licenciados, coincidimos en el restaurante con él, que se estaba despidiendo de unos amigos porque al día siguiente se iba como misionero a Pakistán. Hablamos y me invitó a su piso para regalarme un recuerdo porque tenía muchas cosas que no se podía llevar. Sin saber cómo ni por qué, terminamos en la cama. Yo no quería. Te lo juro. Yo, no quería —se calló esperando que dijese algo, mas yo nada dije—. Intenté olvidarlo pero no pude. Me daba asco cada vez que me mirabas, cada vez que me tocabas. Me daba asco yo, ¡eh! Hacer el amor era un tormento porque me sentía una puta en tu cama. Poco a poco me fui secando por dentro y creí que todo se solucionaría cuando me quedase embarazada. ¡Pero no me quedaba!

Lágrimas hinchadas de vergüenza marcaban su cara. Notaba que quería abrazarme, ocultar su rostro en mi pecho, pero no la invité a que lo hiciera. Poco después se derrumbó en la cama y lloró entre gritos apagados por la almohada. Me daba tanta pena que veía ante mí a la Rosalía herida, no a la esposa infiel. Sin que mi voluntad interviniera en el hecho, vi como mi mano se apoyaba en su nuca y después de notarle un estremecimiento la acaricié. Rosalía saltó como un muelle hasta mi cuello y se enganchó a él con rabia mientras repetía que me amaba. Lloramos los dos.

—¿Aun le quieres? —pregunté con la voz afectada.

—¡No! —gritó—. Creí quererlo, pero era una cría. ¡En mi vida sólo te he querido a ti! Por favor, por favor, no me dejes. No me dejes.

—Te quiero —le dije, aunque me arrepentí de inmediato de la afirmación. No porque fuera falsa sino porque creía que no merecía consuelo.

Estuvimos mucho tiempo así, abrazados. Yo más por no enfrentarme a la Rosalía infiel que por estar a gusto con la postura. Al fin, ella se retiró un poco y me preguntó:

—¿Y ahora qué?

—Ahora me voy a dar una vuelta solo. Necesito pensar.

No era para pensar por lo que me fui del hotel, fue por cobardía: Quise huir de todo, hasta el extremo de que pensé en ceder ante Bafo para empezar de nuevo en otro cuerpo. Luché por anular esos pensamientos por miedo a que Bafo tuviera acceso a ellos y se aprovechara de mi debilidad. Anduve durante horas sin rumbo por León, procurando mantener mi mente en blanco. En ningún momento equiparé su infidelidad a mi relación con Minerva; sentía que Rosalía me había humillado mientras que en mi caso sólo la había obviado; apoyaba mi teoría valorando el cargo de conciencia que nos había dejado la experiencia: A ella casi la destroza mientras que a mí poco más que me incomodaba. Quizás ni eso.

Cuando quise darme cuenta eran las nueve de la noche. No había llegado a ninguna conclusión ni lo había intentado. Tenía hambre. Entré en un bar y comí un bocadillo mientras miraba la televisión.

Por hacer tiempo hasta la una me metí en el primer cine que encontré e intenté concentrarme en la película. No lo conseguí; La imagen de Rosalía eclipsaba la pantalla.

Eran pasadas las doce cuando salí del cine. Pregunté la dirección a seguir para llegar a la Real Colegiata y a las doce y media estaba frente a la puerta que me dijeron era la del Cordero. Tenía media hora de espera, y por hacerla más liviana busqué un bar cercano donde pedir un refresco.

A la una menos cinco aguardaba ante la puerta del Cordero, y mientras escuchaba la campanada que marcaba la una apareció un monje.

—¿Jacobo?

—Sí.

—¿Has bebido alcohol esta tarde?

—No.

—Sígueme.

Bordeamos la Colegiata hasta pararnos frente a una pared en la que, sin manipulación por parte del monje, al menos yo no me percaté de maniobra alguna, se abrió un amplio agujero con forma de triangulo. Entramos agachados hasta una especie de descansillo y encendió una vela que me entregó mientras la puerta se cerraba sola.

—Baje las escaleras amarrándose a la barandilla —dijo señalándome una trampilla abierta en un rincón del suelo—. Tenga cuidado que resbala. Abajo le esperan.

Los escalones parecían de cristal por tan brillantes y resbaladizos; la barra que recorría la pétrea pared me salvó de más de una caída. Abajo estaba, sentado en una enorme silla de madera, el cura anciano que había visto en la catedral, que entonces vestía un hábito viejo de monje ajustado con un trozo de cuerda.

—Ya sabes que tu nombre es Jacobo —afirmó como saludo.

—Desde luego. Y usted, Dajaier, ¿no? —pregunté jocoso, recordando los nombres de Santo Domingo de la Calzada.

Se rio con ruido de piedras rozando y sufrió después un ataque de tos.

—No, no. Llámame Roberto. Ayúdame —pidió mientras intentaba levantarse.

Ya en pie, apoyó sobre mí todo su peso y me dirigió por un pasillo con paredes de húmedas piedras grandes y cuadradas en el que al fondo, a más de diez metros, se suponía una puerta porque escapaba un hilo de luz blanca a ras de suelo.

Sujetaba el cuerpo del anciano con una mano mientras con la otra llevaba la vela. Habríamos avanzado mucho más rápido si Roberto me hubiera permitido que lo cogiera en brazos, pero no me atreví a proponérselo.

Al abrir la puerta quedé momentáneamente cegado por su intensa luminosidad. La habitación era redonda y recubierta de lo que parecía nácar. Las paredes se extendían formando un techo cónico y brillaban tanto que era difícil verlas. La luz provenía de lo alto pero su potencia no permitía averiguar el origen.

En el centro, una mesa de madera toscamente desbastada, y sobre ella una botella de cristal que contenía liquido rojizo y un vaso de metal, grande, abollado y que parecía sucio.

—Apaga la vela, déjala encima de la mesa y siéntame ahí —pidió señalando con su tembloroso dedo hacia una de las dos anchas y macizas sillas de madera con respaldo bajo que brillaban como lacadas.

Después de acomodarlo me senté enfrente y esperé a que el anciano se recuperara del esfuerzo. Al rato, Roberto me pidió que vaciara la botella en el vaso y que se lo pasara. Lo recibió con las dos manos y bebió un gran y ruidoso trago.

—Ahora tú —ordenó con esa voz que parecía filtrada por un paño.

—¿Qué es?

—Tú bébetelo, y que no se te caiga ni una gota porque eso vale más que la catedral y toda su luz.

Probé el viscoso liquido que llenaba la boca y se resistía a recorrer la garganta provocándome arcadas.

—Venga, bébelo todo.

Apuré de un trago el liquido sobrante y me esforcé en controlar el estomago que amenazaba con vomitarlo.

—Tranquilo, es un poco espeso pero… ¿Ya estás mejor?

—Sí.

—Bien. Lo que has bebido te convertirá en bafo durante un rato. Suficiente como para que aprecies la naturaleza de tu enemigo. Pero acuérdate de seguir las instrucciones: Dirige tu atención al monje con cicatriz, juega un poco con las percepciones si te atreves, pero recuerda, recuerda, que tienes que hacer un gran esfuerzo para recuperar tu cuerpo en cuanto suene la campanilla. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Lo de la campanilla es vital.

—Que recupere el cuerpo cuando suene la campanilla, ¿no?

—No lo olvides.

—No.

—Mientras hace efecto, necesito que me cuentes todo lo relacionado con Bafo. ¡Todo!

Me enfrenté a un intrincado problema. Hasta entonces, cada vez que pensaba en mi historia con Bafo la sentía lineal. Sin embargo, para entonces la historia ya se engarzaba con sensaciones, sentimientos y revelaciones, siendo fácil perderse y no tanto el hacerse comprender.

Inicié mi relato con su génesis, la cena de la Nochebuena no cristiana, y lo continué sin complicaciones hasta que llegué a la noche en que dormimos en Torres del Río. Ahí, filosofando sobre lo recordado, me encontré de repente sin saber de qué estaba hablando.

—Continúa.

Dejé varias veces los temas inconclusos; el cerebro parecía anquilosado, rebelde a mostrar mis experiencias por más que lo intentara. Miré a Roberto por comprobar si entendía la historia y lo encontré distinto, no más joven sino menos gastado. Sus ojos, hasta entonces encharcados, lucían vivos, y los labios caídos se habían reafirmado en un gesto decidido.

Roberto movió una mano y vi como se desdoblaba en mil manos que cubrían el trecho recorrido. Sentí un profundo mareo y cerré los ojos.

—Tranquilo, tranquilo. Todo esta bien. Sigue hablando —escuché muy a lo lejos.

No me costó continuar el relato a pesar de mi estado semiinconsciente. Las palabras salían sin esfuerzo y poco a poco me fui reduciendo a oyente de lo que yo decía. Así describí mis problemas matrimoniales y la confesión de infidelidad que me había hecho Rosalía. Mantenía los ojos cerrados pero la intensa luz transformaba en traslúcidos a mis párpados.

—¿Y si Rosalía no ha sido infiel? ¿Y si ha sido Bafo el que ha provocado que ella así lo crea y te lo diga para debilitarte y cedas a sus pretensiones? —¿lo dijo Roberto? ¿Lo pensé yo? No lo sé.

Sentí que, de ser mentira, la infidelidad la había cometido yo porque ella merecía que en ese tema dudase antes de su sinceridad que de sus convicciones morales. Utilizaba el Espejo del Alma con una soltura que la supe recién estrenada y con él descubrí que para sentirme engañado bastaba con que Rosalía creyera haberme sido infiel. Me extrañó mi estupidez.

La luz ya no me molestaba e intenté abrir los ojos, pero tras un primer intento fallido no insistí. Seguí elucubrando sobre Rosalía: Si el Bafo le había inspirado un falso recuerdo, el problema estribaba en que para ella no lo era. Para ella era tan verdad como el hecho de estar recorriendo el Camino de Santiago. Tal vez con el tiempo, y sino hablábamos de ello, en el caso de que fuera mentira, un falso recuerdo inducido por Bafo para debilitarme, Rosalía lo olvidase porque no sería un recuerdo con todas sus connotaciones sino un engaño sin otro arraigo a la realidad que su convencimiento. Pero… ¿Podría yo vivir con esa cicatriz en nuestro matrimonio? ¡Cicatriz! Roberto me había pedido que prestara atención al monje con cicatriz. Lo hice.

Los monjes que estaban a mi alrededor recitaban el salmo aprendido en Torres del Río. La consciencia corría tras recuerdos nunca experimentados. Recordé a mi madre enferma, y su muerte entre el gesto impasible y desconcertante de Jimena, mi hermana. Me recreé, como en esa madrugada, en los labios resecos de costra blanca que parecían musitar una maldición, y en su mano sarmentosa sujetando cuan garra la sábana blanca, manchada de fluidos que la enfermedad le extrajo hasta exprimirla. Ese día dejé de creer en Dios, pero no en considerarlo una posibilidad lo suficientemente probable como para mantener los hábitos. Mentía, todo eran excusas, no había abandonado los hábitos por pereza, lo había hecho por no saber que hacer fuera de los muros y la disciplina que me protegen. Tal vez los hermanos que me acompañan en esta extraña ceremonia sean tan farsantes como yo. Tú si serás un farsante pero no yo, yo no lo soy, yo soy un creyente convencido aunque no lo suficiente como para prescindir de las comodidades que me ofrece el convento y llevar a cabo la misión apostólica que, creo, Dios me ha encomendado. Él sabrá perdonarme. ¿No es bondad infinita? ¡Entonces! La estancia es increíblemente bella aunque extrañamente inasible. Mil veces he contemplado extasiado los capiteles historiados y las románicas pinturas al temple que decoran bóvedas y paredes del panteón. Quiero elevar los ojos para ver la mandorla que contiene el Pantocrátor pero no puedo desviar la mirada del cuerpo delgado y moreno de ese peregrino que espera el sonido de la campanilla para salir de su estado cataléptico.

La noche anterior, el padre Jacinto se había presentado en el convento, y después de hacernos jurar secreto, amenazándonos con la peor de las salas del infierno en caso de incumplirlo, nos enseñó el extraño salmo que ahora todos repetimos. Luego nos dio ordenes precisas de cual era nuestra misión: En esencia, beber de una pócima, recitar el salmo, mantenernos tranquilos, e, insistió, no hablar de lo que fuese a ocurrir ni siquiera entre nosotros. Se me hicieron eternas las horas hasta que esta tarde llegó al convento, reunió a los hermanos elegidos y nos trajo hasta el Panteón de los Reyes de san Isidoro, donde hemos bebido en silencio la pócima verde y amarga que nos mareó, e iniciamos a recitar, bajo la supervisión del prior que marca la cadencia, el salmo durante horas, hasta que otros monjes a los que no conozco trajeron procesionalmente dos cuerpos; el del padre Nicasio y el del peregrino, los acomodaron en el suelo y se sumaron al grupo. ¿Dónde esta el cuerpo aparentemente sin vida del Padre Nicasio? ¡A ver si se nos muere de verdad! Al anciano le quedan pocos trotes. Yo, sin embargo, me resisto. Yo no lo hago. Escucho un cuerpo caer a mi lado pero no lo miro. Es el del que se ha resistido. ¡Que se joda! La campanilla.

Lucho contra la inercia de no esforzarme y consigo sentir el frío suelo de piedra donde estoy tumbado. Intento abrir los ojos pero ni los párpados me obedecen Alguien me incorpora y me da a beber en un recipiente que, al apoyarse en mis labios, lo noto pesado.

—Tranquilo, bebe despacio. Todo está bien.

Deslizo los párpados justamente para ver que estoy rodeado de monjes en una habitación con columnas y techo pintado. Cierro de nuevo los ojos y me deslizo hacia un sueño apacible durante el que siento como me levantan y trasladan de lugar.

Lo primero que vi fue luz y después a Roberto, reclinado en la enorme silla de brillante madera negra. Tenía los ojos cerrados y los brazos apoyados en el regazo. De sus labios entreabiertos se suspendía un hilillo de baba. Sólo el temblor de sus manos impedía considerar la posibilidad de que estuviera muerto. Parecía mucho más pequeño y vulnerable que cuando lo conocí en la catedral. Sobre la mesa estaba volcado, junto a la vela, el vaso viejo donde bebimos el contenido de la botella que tenía a mi lado.

Al intentar acomodarme en la silla comprobé que mis músculos no me obedecían. Tardé un rato en poder moverme, y cuando lo conseguí miles de agujas me recorrieron el cuerpo. Reconocí los síntomas: Falta de circulación sanguínea, algo que alguna vez me había ocurrido, aunque anteriormente solo en las extremidades y entonces hasta lo sentí en el corazón. O eso me pareció.

La puerta se abrió a mi espalda mientras hacía ejercicio intentando recuperar el control de mi cuerpo. Entró un monje con gesto preocupado.

—Hola Jacobo, soy Dajaier. ¿Qué tal estás?

—Bien pero…

—¿Qué?

—Nada.

—Dímelo —pidió con una sonrisa.

—Yo a usted nunca lo he visto pero lo conozco. Usted es el padre Jacinto.

—¿Y él? Preguntó señalando a Roberto.

—Él es Roberto.

—¿Seguro?

No, no estaba seguro. Había un nombre que bullía intentando salir.

—¿Nicasio?

—Vámonos —ordenó sin aclararme si estaba o no en lo cierto.

Al ir a coger la vela de encima de la mesa me dijo que no lo hiciera, que con la luz de la suya nos bastaba. Abandonamos a Roberto, o Nicasio, y fuimos, tras recorrer el pasillo y subir las escaleras resbaladizas, a la habitación a la que había accedido desde la calle.

—¿Qué tal estás? —Insistió.

—Bien —le respondí sin mucho convencimiento.

La habitación era pequeña y sin muebles. La luz de la vela justamente servía para delimitarla.

—Cuéntame qué has sentido.

—He soñado que estaba en la Basílica Real de San Isidoro.

—¿La conocías anteriormente? ¿Habías oído hablar de ella?

—No.

—¿Qué más has soñado?

—Que era un monje. O varios.

—Bien. No lo has soñado. Mi nombre para ti es Dajaier, como me llame en realidad no importa. Has estado en el Panteón y has poseído a varios monjes. Lo que hayas averiguado por ese medio sobre ellos es más sagrado que el secreto de confesión, así que guarda silencio —acepté su palabra sin resistencia. Me hallaba en un estado de absoluta confusión y no por lo que escuchaba sino por los efectos del sueño que todavía no me habían abandonado, teniendo la sensación de que sino me mantenía alerta volvería a caer en él—. Durante estas horas has sido bafo. ¿En que pensabas al principio, antes de poseer a los monjes?

—En que tal vez la infidelidad de mi esposa fuese mentira, que tal vez Bafo la hubiera inducido a creerlo así para debilitarme.

—Bueno, eso es mucho pensar, pero con bafos nada es imposible. ¿Ves? Gracias a recrearte en esa emoción te mantuviste activo, vivo. Sin ella te hubieras quedado colapsado, estático, muerto o como si lo estuvieras. No es una muerte como la que nosotros entendemos pero sí lo más parecido a morir. Por eso los bafos necesitan emociones. La forma de conseguirlas es a través de un cuerpo y es el tuyo el que ese bafo en particular ha elegido. Ten cuidado. Sin un cerebro que utilizar, los bafos tienen muy restringida la facultad para tomar decisiones, por lo que de vez en cuando poseen el cerebro de una persona dormida y programan sus futuros actos, en tu caso, por ejemplo, antes de hacerte efecto lo que has bebido, te han dicho que debes recuperar el cuerpo al oír la campanilla, tú no habrías tenido por ti mismo la iniciativa de hacerlo. Si tu bafo no consigue tu cuerpo se agostará y tal vez muera. No lo sabemos seguro. Sabemos que bafos vencidos han vuelto a aparecer incluso décadas después, y si lo sabemos es porque buscan a la persona con la que había tenido contacto antes. Parece que se crea una especie de dependencia entre el bafo y la víctima. Sin embargo, otros bafos desaparecen sin dejar ningún rastro.

—Pero si de vez en cuando poseen cerebros… ¿Por qué no se quedan con el cuerpo?

—Necesitan permiso. Son incapaces de vencer el instinto de supervivencia del ser humano. Pero tienes que irte, es tarde, ya sabes lo necesario. No pases otra noche en León, la ciudad es peligrosa para ti. Y ni se te ocurra volver a la catedral. Ahora espera un poco.

Me dejó la vela, y sin despedirse bajó a oscuras la escalera. Poco después de que el sonido de sus pisadas dejaran de oírse, se abrió la puerta triangular a mi espalda y vi a otro monje que me llamaba.

—Jacobo, salga, rápido.

Así lo hice. Él, antes de darme tiempo para reaccionar, entró en la habitación y al poco me encontré en la calle, solo, sin saber que hacer.

Llegué al hotel y golpee la puerta hasta que Rosalía me abrió.

—¿Qué te pasa?

—Nada. Necesito dormir. Mañana hablamos —respondí.

—¿Estás bien?

—Sí. Ya hablaremos mañana.

Era claro que había llorado, y antes de dormirme se me escapó decirle que la quería. Ella gimió y me cogió la mano con fuerza. Sus llantos me sirvieron de nana.

Me levanté sobresaltado, pensando que era mucho más tarde que las once que marcaba el reloj. Rosalía no había querido despertarme, y cuando abrí los ojos la vi recelosa hacia mi reacción por su infidelidad. Le pedí por favor que esperara hasta que pudiera poner mis pensamientos en orden. Luego me preguntó que tal estaba y le contesté con tal mirada que inmediatamente propuso dedicar ese día al descanso. Yo me negué. Esa noche quería dormir lejos de León, la catedral y su luz.

Me sentía amodorrado, en la cabeza parecía tener un rodamiento que la golpeaba por dentro cada vez que la movía y la garganta se negaba a tragar el engrudo que se había alojado en ella. Necesitaba cafés, aspirinas, cigarrillos y una farmacia para reponerme. Tampoco hubiera despreciado una cerveza.

Desayunamos con prisas, visitamos una farmacia y nos pusimos en marcha pasadas las doce, aprovechando un día perfecto para andar pero que prometía estropearse; las nubes que entonces nos protegían del sol amenazaban con descargar su agua sobre nosotros.

León – San Justo de la Vega

Al salir de León se levantó una brisa fresca de la que disfrutamos y que calmó mis síntomas. Aunque me sentía bastante bien, aplacé pensar sobre nuestro problema matrimonial para cuando mi cerebro recuperase su velocidad de crucero.

Las nubes iban oscureciendo el día y pronto tuvimos que parar para colocarnos los ponchos de plástico verde y grueso que nos aislaban eficazmente de la lluvia pero que impedía la transpiración, convirtiéndose enseguida en algo parecido a una sauna ambulante; el sudor terminó pegando nuestras camisetas al cuerpo para resbalar después por las piernas.

La lluvia formó una muralla de agua que danzaba al ritmo del viento. A las dos y media llegamos a San Miguel del Camino y decidimos comer en un asador porque era imposible seguir andando en esas condiciones; aún no sabíamos que sólo era el principio del peor día de nuestra peregrinación.

Durante la comida en el asador, Rosalía se comportó con un servilismo extremo, y apiadándome de ella quise darle esperanzas para calmar su tortura. Le cogí la mano:

—Necesito que me prometas una cosa.

—Lo que tú quieras.

—Olvídalo todo hasta que hablemos. Si me ayudas tal vez podamos arreglarlo —le pedí asiéndome a la esperanza de que su confesión fuera una treta de Bafo; esperanza a la que no daba la menor credibilidad pero a la que igualmente me aferraba.

Le nació una sonrisa que se transformó en mueca cuando cerrando los ojos con fuerza saltaron desde ellos lágrimas a borbotones.

—Te quiero. Eres mi vida. No sé como he podido fallarte —gemía.

—Pero me has prometido que lo olvidaras todo hasta que hablemos —le advertí.

—Lo intentaré.

Me puse teatralmente serio y le obligué no a que lo intentara sino a que lo olvidara. Me lo juró.

A pesar de que seguía lloviendo, aunque menos que antes, volvimos al camino a las tres y media. Quince minutos más tarde caía una tromba de agua impresionante que sufrimos hasta que una hora después entramos en un bar de Villadengos del Páramo, un pueblo que tuvimos que abandonar porque en él no había ni albergue ni hotel.

Llegamos a donde habíamos planeado dormir, pero el orgullo de peregrino nos impidió quedarnos donde no éramos bienvenidos, y a pesar de que el tiempo empeoraba y que nuestras condiciones y aspecto eran más propios de sobrevivientes en algún desastre medieval que de andariques del siglo XX, decidimos continuar hasta San Justo de la Vega.

Con la decisión tomada y ya preparados anímicamente para enfrentarnos a las inclemencias del tiempo y la noche, escuchamos que nos llamaban desde un bar: Eran el Pirata y la Maestra.

—El albergue es por ahí —nos señalaron en dirección contraria a la que llevábamos.

—A cualquier cosas llamas albergue —contesté.

Entramos en el bar, y sentados junto a una ventana contra la que chocaba viento preñado de agua, nos tomamos un café caliente. Les explicamos nuestros planes y ellos intentaron convencernos para que desistiéramos de lo que calificaron como locura:

—Pero ¿cómo vais a salir de noche y con este tiempo? —se espantó la Maestra.

No hacía falta utilizar el Espejo del Alma, ni siquiera ser demasiado perspicaz, para descubrir que entre el Pirata y la Maestra se había creado un vinculo de complicidad que prometía prosperar hacia sentimientos más vinculantes.

Criticamos al alcalde, el albergue, y de paso al Pelma, y después de llamar por teléfono al hotel Ideal de San Justo de la Vega para reservar una habitación, nos despedimos saliendo con los ponchos a la noche, el viento y la intensa lluvia.

Encontramos un quiosco de chucherías, y al comprar unos caramelos para el camino, la señora que lo atendía nos explicó el porqué de lo asqueroso del albergue: Nos dijo, textualmente, que muchos peregrinos éramos drogadictos y dejábamos las jeringuillas tiradas por todas partes como sucedió el año en que cedieron las escuelas para albergue.

Nos fuimos por demostrarnos que nuestra dignidad no se vendía por protección y ayuda frente a los elementos, y que para ello estábamos dispuestos a jugarnos la vida en una carretera en obras y sin arcén, de noche, diluviando, teniendo que saltar para que no nos atropellaran los coches cada pocos metros a un terraplén por el que lo normal era que nos hubiéramos despeñado. En ningún momento nos arrepentimos de la decisión.

Probamos salir de la carretera y avanzar por la zona de obras pero los pies se nos hundían en el barro, y volvimos otra vez al asfalto, para poco después desviarnos por un camino con la esperanza de que fuera un atajo y en el que tuvimos que desandar nuestros pasos y rezar para que el próximo coche sólo nos rozara.

Las linternas empezaron a fallar, tal vez por la humedad; de vez en cuando teníamos que golpearlas para que funcionaran. Nuestros pies creían andar sobre esponjas empapadas de tanta agua como acumulaban los calcetines. Rosalía y yo nos dábamos ánimos a pesar de que los ponchos dificultaban, además de la visión, oír con claridad el mensaje.

Llegamos a San Justo de la Vega con espíritu de mártir. Según el podómetro, habíamos superado los cincuenta y dos peores kilómetros de nuestra peregrinación. Nos recibió gente maravillosa que se volcó con nosotros, y a pesar de ser la una de la madrugada nos prepararon la cena, “tendréis que conformaros con lo que haya”, mientras nos duchábamos en la habitación.

Esa noche Rosalía se comportó como si la infidelidad nunca hubiera existido y yo me conformé con creer que la había olvidado; fue curioso descifrar que lo que a mí más me molestaba, como si fuera repetir la ofensa, era el recuerdo que se mantenía en mi esposa.

Cenamos excelente queso y embutidos. Mientras bebíamos café, se acercaron un grupo para interesarse por nuestra proeza; les impresionó el aspecto con el que nos vieron llegar.

Ya en la habitación, Rosalía me reventó varias ampollas con un cuidado tan exquisito como inútil, porque mis pies estaban insensibles además de blancos y arrugados.

Mi último pensamiento antes de dormir fue para el juego de la Oca. Recordaba sus reglas, son sencillas, pero tenía que informarme sobre las casillas posteriores a la del Pozo.

Al día siguiente desayunamos, compramos un trozo del magnífico chorizo que nos habían servido para cenar, y nos despedimos del hotel agradecidos por el trato recibido.

San Justo de la Vega – Astorga

Estábamos a pocos kilómetros de Astorga y decidimos premiarnos por la proeza del día anterior: Elegimos para alojarnos el lujoso hotel Gaudí, paseamos por la localidad, nos hartamos de comer cocido maragato, coincidimos en sentirnos incómodos por la atmósfera del Palacio Gaudí, nos aprovisionamos de sus famosas mantecadas, y después de cenar en un buen restaurante, vimos la televisión en la habitación de hotel hasta que el sueño nos venció.

El día veintinueve de julio oímos misa en una pequeña iglesia y posteriormente buscamos la catedral para deleitarnos con su agobiante fachada. Desayunamos tranquilamente leyendo los periódicos, presenciamos a los muñecos vestidos de maragatos del ayuntamiento avisándonos a golpe de campana que eran las doce del mediodía, y antes de salir descubrimos, en una preciosa farmacia, que la mochila de Rosalía pesaba algo más de ocho kilos y la mía dieciocho exactos.

Astorga - Riegos de Ambrós

Hacía mucho calor, pero parecía que nos estábamos acostumbrando a las altas temperaturas porque andábamos alegres, con soltura y sin juramentos. Comimos unas latas en El Ganso y llegamos a las cuatro menos cuarto a Rabanal del Camino.

En el bar Casa Chomina, el mismo en que el peregrino londinense se corrió una juerga memorable que explicó con gestos en Carrión de los Condes, encontramos a la Maestra ante un café con leche sin probar.

Nos contó que el Pirata tenía prisa por llegar a Santiago porque se le estaban acabando las vacaciones y que ella no había podido seguir su ritmo. Parecía triste.

Quedaban muchas horas de sol, el pueblo no tenía demasiados alicientes y, por lo que nos dijo la Maestra, el albergue carecía de comodidades. A pesar de los kilómetros ya andados, decidimos seguir e intentar llegar hasta Ponferrada.

Le comentamos a la Maestra nuestra decisión y nos pidió que tuviéramos cuidado porque se habían visto lobos por la zona. Rosalía la invitó a acompañarnos, pero ella prefirió quedarse por miedo a la noche.

A pocos kilómetros de Rabanal está la Cruz de Ferro, uno de los monumentos más queridos del Camino de Santiago y sin duda el más humilde: Sobre un montón de piedras se eleva un tronco en cuyo extremo hay sujeta una sencilla cruz. Las piedras se han amontonado gracias a una tradición milenaria que obliga a cada peregrino a trasladar una roca desde Rabanal para arrojarla en la base del monumento. Los motivos de la tradición se pierden en la historia pre-cristiana. Cuando le comenté a Rosalía que yo pensaba cumplir con el rito, me contestó que ella no participaba en supersticiones estúpidas.

A la salida del pueblo cogí una piedra, y aunque intenté hacerlo sin que mi esposa se enterara, ella estaba alerta y me dedicó una mirada con la que reprobaba mi acción. Parecía que los buenos tiempos de nuestro matrimonio habían vuelto a morir antes de que pudiera reconocerlos.

La temperatura era perfecta para caminar, y a pesar de lo empinado del camino y del mal humor de Rosalía, disfruté recorriéndolo. Llenamos las cantimploras en una fuente y paramos en el pueblo abandonado de Focebadón para merendar las mantecadas compradas en Astorga.

Focebadón impresiona como un cadáver al que inconsciente e irracionalmente procuramos no molestar; durante el tiempo que estuvimos entre sus ruinas hablamos poco y en voz baja.

Mientras me colocaba la mochila para continuar, sentí una extraña inquietud a la que no encontré otro motivo que el opresivo silencio del pueblo en ruinas. Creo que Rosalía tampoco fue inmune a la influencia de Focebadón, porque en cuanto dimos los primeros pasos se volvió nerviosamente locuaz, y explicó sin importarle si era escuchada, las pasadas glorias del lugar.

La extraña inquietud, una especie de hormigueo que me afectaba tanto al cuerpo como al espíritu, se convirtió repentinamente, como una revelación, en la certeza de que en breve sufriría un ataque de Bafo; más que intuición parecía el mensaje de un sentido nunca antes experimentado.

Dejé adelantarse a Rosalía, que hablaba en esos momentos de hospitales y albergues, de eremitas y abades, para dedicarme de forma obsesiva a buscar al enemigo entre sombras, nubes y el siseo del viento. No lo encontré pero sabía que estaba ahí, al acecho.

Paso a paso, mi humor se fue volviendo opaco hasta que una angustia infinita se me instaló en el ánimo; era una sensación viscosa cuyo recuerdo sigue repugnándome.

Caminaba tras Rosalía sin otra voluntad que la de incrementar mi desgracia flagelándome con lo peor de mí mismo. Busqué como huir de mi realidad y contemplé la oferta de Bafo como una honrosa opción al suicidio.

Me ofusqué con la idea de que el único lugar donde encontraría alivio sería en Focebadón, y a cada metro que avanzábamos me desesperaba pensando cuanto tardaría en llegar si corriera hacia sus ruinas. Por fin me decidí, pero al dar media vuelta me sacó Rosalía del ensueño:

—¿Qué haces?

—Nada, que me ha parecido ver un águila —disimulé.

—Parecía que querías escaparte.

—¡Qué tontería!

La interrupción de Rosalía me sirvió para aclarar las ideas y reconocer así a Bafo como el inductor de mis angustias. Para combatir sus efectos, primero me desembarace de la apatía y después, utilizando el Espejo del Alma, viviseccioné mis emociones hasta averiguar como desactivarlas, encontrando en el proceso un tope, como una membrana espiritual que protegiera conocimientos embozados dispuestos a aflorar si eran convenientemente estimulados.

Aún rasgando dicha membrana, la angustia se resistió a declararse vencida, pero eso ya no me importaba porque había recuperado la autoestima arrebatada. Cuando contemple la Cruz de Ferro, me declaré ganador y solté tal carcajada que asusté a Rosalía.

—¿Qué pasa?

—¿Que qué me pasa? Que hemos llegado a la Cruz de Ferro.

—Tampoco es para tanto.

—¡Joder que no!

Encontramos a una pareja de peregrinos franceses de no menos de setenta admirables años sentados mirando la cruz, y mientras Rosalía intentaba hablar con ellos, yo me acerqué al sencillo monumento para arrojar la piedra que traía desde Rabanal sobre los millones de ellas que había en su base. Después, arrodillado ante la Cruz de Ferro, recé mi padrenuestro más sentido, buscando la ayuda divina para luchar no sólo contra Bafo sino también contra la tentación de considerar su oferta.

Las emociones pasadas me habían debilitado y me senté junto a Rosalía, que, pertinaz, seguía intentando comunicarse con los venerables peregrinos. Como no conocíamos el francés ni ellos el español, terminamos sonriéndonos.

Por miedo a que la noche nos sorprendiera antes de alcanzar nuestro destino, propuse seguir la marcha. Homenajeamos a los ancianos con un “aur voir” y me adelante a Rosalía para marcar un ritmo rápido a nuestros pasos.

Estaba tan contento y orgulloso por mi victoria sobre Bafo que no me privé de tararear mientras recorríamos una carretera desierta tanto de coches como de peregrinos.

Atravesando las ruinas de Monjardín volví a intuir la presencia de Bafo, y supe que estaba en lo cierto cuando, mientras Rosalía llenaba su cantimplora en la bucólica fuente del pueblo, contemplé como su sombra se transfiguraba en la del diablo; cuernos y rabo incluidos. Sufrí un vahído, producto del susto, que me obligó a sentarme en la piedra más cercana.

Con la primera mejoría intenté analizar el rostro de Rosalía por averiguar si estaba poseída, pero debí simular mal mi interés, porque ella se dio cuenta de que no me comportaba con normalidad y estaba pendiente de mis gestos. Volví a buscar la sombra y no me sorprendió encontrar de nuevo la del diablo.

Al seguir andando dejé que Rosalía fuera delante, y sin que se percatara le metí en uno de los bolsillos exteriores de su mochila la tau, que mantenía en mi cuello desde que me la regalaron en Torres del Río, con la esperanza de que sirviera para protegerla. Supe que había acertado al contemplar disolverse la diabólica sombra hasta formar la silueta de mi esposa.

Seguimos andando, atravesamos El Acebo y llegamos ya de noche a Riegos de Ambrós. Yo no podía continuar. Estaba tan cansado que me sentía enfermo.

Entramos en el bar y preguntamos si nos podían servir algo de cenar.

—No os preocupéis que algo ya encontraremos —contestó la señora que servía en la barra.

Después de cenar, Rosalía sintió frío y entramos en el bar para tomar los cafés, pero al contacto con su ambiente, caliente y lleno de humo, sufrí un mareo intenso acompañado de sudores fríos. Volví a la calle en busca de aire fresco pero me desmayé antes de alcanzar una silla.

Al despertar, descubrí a todo el pueblo interesado en mi lipotimia:

—Eso es un corte de digestión —decía uno sin quitarse el puro de la boca.

—¿Habéis andado hoy muchos kilómetros? —le preguntaba otro a mi esposa.

—A ver si va a ser una insolación —dudaba una mujer mayor que me miraba hierática desde su silla.

—Va a ser debilidad. ¿Ya coméis bien? Tener en cuenta que peregrinar desgasta mucho —se preocupaba la señora que servía en la barra.

No tardé en recuperarme y en querer huir de tanta consideración. Siguiendo el consejo de un anciano, nos retiramos a dormir después de agradecerles tantos desvelos. Fuimos acomodados en el almacén del bar, donde colocaron, entre cajas de bebidas, dos colchones; uno en el suelo y otro sobre una desvencijada cama de muelles. Yo, caballeroso, insistí en que mi esposa disfrutara del somier y ella aceptó enseguida, demasiado rápido para mi gusto teniendo en cuenta la lipotimia que acababa de sufrir.

La angustia sufrida, la sombra que desprendió Rosalía y el desmayo en el bar, me convencieron de que Bafo continuaría su acoso durante la noche. Aguanté sin dormir, y cuando mi esposa cayó al sueño me levanté, busque la tau en el bolsillo exterior de su mochila y se la coloqué bajo la toalla que utilizaba de almohada.

Me dispuse a hacer guardia toda la noche, pero el sueño acechaba, y en una de esas ocasiones en las que no es fácil discernir la realidad, escuché a la mendiga anciana de Burgos aconsejándome que empleara la astilla que me había regalado.

Encontré, utilizando la linterna, el pequeño trozo de madera al fondo de mi mochila, y al apretarla en mi mano sentí tal fuerza que la puse junto a la tau, debajo de la toalla de Rosalía, para que fuera ella quien se beneficiara de su presunto poder a pesar de que, pensé, quizás no se lo mereciese.

La noche se fue llenando de los sonidos habituales en un pueblo, y de entre ellos creí escuchar ruidos raros y siseos que desaparecían en cuanto esmeraba la atención; debían ser producto de mi imaginación.

La mente buscaba con ahínco el camino que sortease mi resistencia al letargo y hubo momentos en los que una dulzura extrema me hacía desfallecer. Bafo llegó a degradarse como enemigo respecto a un sueño contra el que utilice toda mi fuerza de voluntad.

Mantenía la guardia por Rosalía y también por su embarazo; lo creía una obligación que cumplía con soberbia. Fue pasando el tiempo entre modorras, cigarrillos y recuerdos que a veces se confundían con alucinaciones oníricas.

Minerva también se infiltró en mis pensamientos, pero su recuerdo era tan turbio que no me reconocí en la experiencia, y cada vez que la revivía sólo podía hacerlo como espectador. No era preciso encaminar mis disculpas hacia la droga o el alcohol porque me sentía inocente, ajeno, y, curiosamente, incrédulo por lo ocurrido aquella noche de San Fermín que parecía tan lejana.

Decidí no contarle a Rosalía que le fui infiel con Minerva; Bafo había sido determinante, y la confesión sin detallar su influencia sería menos veraz que el callarla. Además, no sólo me arrepentía de lo ocurrido sino ya también del recuerdo que me dejó, y creí que eso era suficiente pago por una traición en la que no me sentía involucrado.

El problema de Rosalía era que no le absolvían las circunstancias y le torturaba el recuerdo: Se creía culpable de un delito infame y confiaba en que mi veredicto le fuera más favorable para aceptarlo como propio. Su sinceridad no estaba basada en la honorabilidad sino en el interés. Mi problema era no sentirme libre para decidir mi reacción porque me sentía esclavo del embarazo de mi esposa.

En algún momento me quedé dormido y evoqué a Friné, una mujer atractiva a la que había que saber mirar porque no cumplía ninguno de los inducidos cánones de belleza. Al día siguiente supe que estaba dormido mientras pensaba en Friné porque no la conocía y había encontrado normal el recordarla. Sin embargo, ese nombre me sonaba.

Me despertó un rayo de sol que impactó en mi ojo. Rosalía dormía y aproveché para sacar la astilla de madera y la tau de debajo de la toalla. Volví a tumbarme en el colchón e intente infructuosamente que la mente retornara al recuerdo de Friné.

Riegos de Ambrós – Ponferrada

Salimos del pueblo a las diez y media de la mañana, después de abonar en el bar el impagable alojamiento y los cafés con leche y dos bollos que habíamos desayunado. Yo estaba eufórico pero a Rosalía le dolía la tripa, por lo que decidimos andar ese día sólo hasta Ponferrada, el génesis de los bafos en el Camino de Santiago según el Dajaier de Santo Domingo de la Calzada.

Almorzamos dos huevos fritos con chorizo en Molina Seca, donde coincidimos con un grupo de peregrinos que habían salido esa noche desde Rabanal del Camino. Entre ellos no estaba la Maestra.

Por ser amable con Rosalía, pensé que tal vez su dolor de tripas fuera un síntoma del embarazo, intenté sacar un tema de conversación inocente:

—Hoy he soñado con un nombre que me suena pero no sé de que: Friné —dije mientras aplastaba la yema de un huevo con el pan.

—Era una puta —me contestó arisca.

Intenté razonar mi desinterés en el nombre:

—Te aseguro que yo no conozco a ninguna puta con ese nombre. Mejor dicho, creo que no conozco a ninguna puta. Cuando me he despertado esta mañana me vino a la cabeza ese nombre. Sólo eso —balbuceé.

No osé preguntar como sabía que Friné era el nombre de una puta, y me molestó que ofendiera gratuitamente al recuerdo de mi sueño.

Conversamos con los peregrinos que comían en otra mesa y quedamos con ellos para tomar una cerveza en Ponferrada, donde también pensaban dormir.

El resto del trayecto lo hicimos en silencio y mi último intento de hablar, un comentario sobre la cantidad de cigüeñas que había en un vertedero junto a la carretera, resultó infructuoso.

Llegamos a Ponferrada a las tres y media de la tarde y encontramos el albergue cerca del castillo, en las dependencias de una parroquia. El cura que lo atendía, estricto, distante y educado, nos advirtió, mientras cuñaba las credenciales, que a las once en punto de la noche se cerraba la puerta con llave y el que no estuviera dentro tendría que dormir en la calle.

No tengo ninguna anotación en el diario sobre el albergue, pero lo recuerdo como una especie de acogedora bodega llena de literas. Elegimos, dejando encima las mochilas, el lugar donde dormiríamos esa noche.

Rosalía me dijo que tenía que hacer unas compras, y al ofrecerme para acompañarla contestó que no, que era cosas de mujeres; Pensé que tal vez fuera a comprar algún método para comprobar si estaba embarazada.

Me duché mientras la esperaba. Ella aseguró que no tardaba más de diez minutos pero una hora después todavía no había llegado. Cuando lo hizo, traía varias bolsas e iba comiendo cerezas:

—¿Te apetecen? —preguntó.

Se disculpo por la tardanza diciendo que había comprado jabón para lavar la ropa, gel de baño, dentífrico y calcetines. Estaba atento por si comentaba algo de esas cosas de mujeres, pero no dijo nada.

Rosalía se duchó y después comentó que tenía que lavar ropa pero que antes le gustaría comer algo y visitar el castillo. Acepté el plan de inmediato; yo también tenía hambre. Al salir nos encontramos en la puerta a un indigente que preguntaba por el cura.

Conseguimos en la terraza de un bar, a pesar de la hora, unos platos combinados, y alargamos con los cafés una sobremesa disfrutando del fresco de la sombra. Rosalía seguía de mal humor y me molestó el que actuase como sino se sintiera en deuda conmigo por su infidelidad, mientras que yo, la victima, le había no sólo dedicado mi vigilia esa noche sino que también dejado como protección la tau y la astilla.

Abandonamos la terraza y nos acercamos al castillo para encontrarlo cerrado hasta el día siguiente a las diez y media de la mañana. Sobre su puerta destacaba una gran tau grabada en la piedra que Rosalía miró de soslayo mientras murmuraba algo en voz baja; el mismo murmullo que había escuchado al pasar, camino del castillo, frente a una librería esotérica también llamada “Tau”.

Subimos la cuesta hacia el albergue, volviendo a pasar por la librería esotérica y repitiéndose los murmullos desaprobadores de Rosalía. Cuando ya veíamos el albergue, le sorprendí un gesto de dolor:

—¿Qué te pasa?

—Nada, me duele un poco. Debe de ser la menstruación. Hace días que tenía que haberme bajado.

El vahído me dejo un ligero mareo, del que no serían inocentes las pocas horas que había dormido esa noche, y sugerí visitar la iglesia del albergue. Mientras Rosalía rezaba arrodillada, yo, sentado en un banco, meditaba sobre su infidelidad: Me sentía humillado porque mi esposa parecía dar por cierto el que no le impondría penitencia, y se comportaba como creyéndose absuelta por sólo haberse atrevido a confesarlo. Se iba a llevar una sorpresa, me prometí.

Al salir de la iglesia, Rosalía se escudó tanto en que tenía que lavar ropa como en su dolor de ovarios para sugerirme que la dejara sola en el albergue mientras yo daba un paseo por Ponferrada; algo que acepté altivo.

Lo primero que hice fue encaminarme hacia un quiosco para comprar el periódico, pero sólo tenían prensa local.

—Pruebe en la librería esa de ahí arriba —me aconsejó el quiosquero.

La librería esa de ahí arriba era “Tau”. En el escaparate habían colocado un cartel en el que se ofrecían para ayudar en todo lo necesario al peregrino.

Los dueños, Mª Ángeles y Antoine, me recibieron como a un amigo en cuanto vieron la tau que colgaba de mi cuello.

No tardaron en contarme que eran catalanes y que, disfrutando de una economía saneada, lo dejaron todo porque asumieron que su deber era servir tanto a los peregrinos como al castillo:

—Es que, como somos reencarnaciones de caballeros templarios, estamos emocionalmente dispuestos a entregar todo, incluso nuestra vida, por los peregrinos. ¿Verdad tú? —preguntó Antoine a su esposa, y sin esperar respuesta cambió de tema para ponerme al corriente de los desvelos por defender al castillo y lograr su restauración—. ¿Puedes creerte que el alcalde quería construir un campo de fútbol en el patio de armas? Menos mal que lo paramos. Ahora estamos en una campaña de recogida de firmas para restaurarlo. ¿Quieres firmar?

—Desde luego, pero eso de que querían hacer un campo de fútbol dentro del castillo será una exageración, ¿verdad? —pregunté con tono falsamente ofendido mientras firmaba una petición al alcalde sobre la restauración del castillo.

—¿No lo has visitado esta mañana?

—No. Hemos ido esta tarde pero estaba cerrado —respondí a Antoine.

—¿Ves? ¿Cómo se puede tener cerrado al publico esa maravilla? Parece que les molesta el castillo. ¿A que hora vas a salir mañana?

—No lo sé.

—Si sales después de las diez y media pásate por aquí y verás si es verdad o no eso de que querían hacer un campo de fútbol. No sé cuantos camiones de tierra descargaron. Te enseñaremos también unas habitaciones donde los templarios realizaban sus ceremonias secretas. Este castillo, restaurado, podía ser la principal atracción turística de Ponferrada, pero parece que no se dan cuenta de lo que tenemos aquí.

—Es que en España tenemos demasiado arte como para valorarlo.

En ese momento entró una señora y Antoine se dirigió hacia ella para atenderla: Escuché que quería comprar esencia de no sé qué para revitalizar la memoria de su hijo.

—Arte e historia —puntualizó Mª Ángeles.

—¿Qué? —distraído por Antoine y la clienta, había perdido el hilo de la conversación.

—Que sí, que tenemos demasiado arte para valorarlo, pero lo mismo pasa con la historia —respondió.

Era su turno de hablar, aprovechando que su marido atendía a la clienta, y lo utilizó en explicarme la energía que desprendía el castillo y que era claramente percibible en las antiguas cuadras, en un agujero en el patio, que no sabían a donde conducía pero que estaban dispuestos a averiguarlo, y especialmente en las dos habitaciones donde, suponían, los templarios realizaban sus ceremonias mágicas:

—Sospechamos que dentro del castillo, enterrado o en alguna habitación secreta, se encuentra el Santo Grial —susurró—. No sería extraño porque la tau que hay en la puerta… ¿La has visto?

—Sí.

—Pues, según los templarios, ese era el símbolo de máxima espiritualidad, y la colocaban como señal para que los iniciados supieran que ahí había actividad parapsicológica.

Intenté averiguar si era cierto que sabían tanto sobre los templarios:

—¿Has oído hablar de los bafos?

—¿Bafos? ¿Te refieres a Baphomet?

—¿Baphomet?

—Baphomet es una mentira que se inventó la iglesia oficial como excusa para perseguir a los templarios y quedarse con sus tesoros.

—De acuerdo, pero ¿qué era?

—Un demonio al que la iglesia les acuso de adorar. Espera un poco.

Mientras volvía, ojeé una de las revistas sobre dietética que tenían encima del mostrador. Apareció enseguida, con un gran libro abierto por una página en la que se veía un dibujo de Baphomet. Lo reconocí enseguida; era Bafo.

Como el libro era pesado y no podía llevarlo durante la peregrinación, le pedí por favor que me lo enviaran a Pamplona. Insistí en pagarlo entonces pero ella se negó:

—No digas tonterías. Cuando te llegue, tú nos envías el dinero.

—De acuerdo. Os llamaré por teléfono cuando ya esté en Pamplona.

Me despedí después de comprarles un periódico de tirada nacional y fui al bar donde habíamos comido para leerlo en su terraza mientras bebía una cerveza.

Con la cerveza ya en la mano, pensado sobre Mª Ángeles y Antoine, su librería, el castillo, Bafo y la tau, noté como me deflagraba la certeza de que, durante la peregrinación, tanto el Dajaier de Santo Domingo de la Calzada como la mendiga de Burgos o Roberto en León, me habían reconocido porque llevaba la tau regalada en Torres del Río.

“Claro, pensé, la tau no me la regalaron para que me protegiera sino para que me localizaran.”

Orgulloso de mi descubrimiento, nació una gran sonrisa en mi rostro. Dejé el periódico y me recreé en la contemplación del espectáculo que generaba la calle.

De repente, un cambio en mi cerebro; como si en vez de estar en el nivel del pensamiento me encontrara en uno nuevo, donde se procesan las ideas. Reconocí la sensación como la misma que había experimentado camino de la Cruz de Ferro y que comparé con el romperse de una membrana. Sentí vértigo al intuir una nueva visión que me cambiaria la perspectiva sobre la vida y el ser humano. Perdí el control y soñé por segunda vez encontrarme ante Friné, que en esa ocasión decía ser mi dama.

La ensoñación acabó tan repentinamente como llegó, quedándome el temor a que me estuviera volviendo loco y que mis extrañas vivencias fueran fruto de una mente enferma. Supuse que el mero hecho de plantearme la posibilidad garantizaba que mi cerebro funcionaba correctamente, pero por si acaso procuraría vigilarlo.

Pedí otra cerveza y dejé pasar el tiempo. Todavía sufría la sensación de irrealidad ocasionada por vislumbrar un potencial que no tenía ni idea de cómo utilizar.

Pagué lo consumido y me dirigí al albergue con la intención de sugerir a Rosalía que cenásemos temprano para meternos pronto en la cama. Estaba agotado.

En el dormitorio sólo encontré, tumbado en la parte inferior de la litera más apartada de la puerta, al indigente que cuando salimos al mediodía nos preguntó por el cura:

—Buenas tardes —le saludé.

—Hola. ¿Tienes un cigarrillo?

—Sí. Tenga —dije acercándome y dándole uno.

—¿Fuego?

—También.

Le ofrecí el mechero. Cuando me lo devolvió, encendí yo también un cigarro.

Había varias mochilas encima de las literas y supuse que algunas serían de los peregrinos con los que coincidimos a la hora del almuerzo. Seguramente Rosalía estaría con ellos. Me tumbé en la cama para repasar el periódico, pero el indigente se acercó en busca de conversación. A mí no me apetecía hablar, y después de otro cigarro y algún comentario sobre el calor que hacia esos días, me despedí diciéndole que iba en busca de mi esposa.

—¿Te vas a llevar el periódico?

—Toma.

Salí a la calle, me senté en una terraza desde la que se podía vigilar el acceso al albergue y pedí una cerveza. Ya oscurecía y estaba aburrido. Cuando acabé la cerveza pedí otra, una ración de ensaladilla rusa y un bocadillo de ternera con pimientos. Rosalía tendría que cenar sola.

Ya había acabado el café y tenía la copa de pacharán mediada cuando vi llegar a Rosalía con la Maestra; Parecían discutir, pero Rosalía se calló al sorprenderme sentado en la terraza del bar. Fue tan brusco su cambio que la Maestra barrió el espacio con su mirada hasta localizarme. Sin duda hablaban sobre mí.

Las invité a sentarse y tomar algo, pero la Maestra dijo que tenía que hacer unas compras antes de que cerrasen las tiendas. Se trataba de una excusa pueril ya que las tiendas hacía mucho que habían cerrado.

Rosalía pidió un café con leche.

—Ya veo que has cenado —recriminó.

—Como no venías y tenía hambre… —me disculpé.

—Esto tenemos que aclararlo.

—No hay nada que aclarar. Te he estado esperando y tenía hambre.

—Me refiero a lo nuestro, a nuestra relación —dijo despacio, como recitando una lección.

—De acuerdo. Mañana lo hablamos —respondí despreocupadamente.

—Mañana no. Hoy y ahora.

A pesar de que al ser yo la victima me creía con derecho sobre plazos y condiciones, me molestó mucho más el tono autoritario que el mensaje apremiante. Pero estaba cansado, y la conversación sobre la infidelidad de Rosalía y sus consecuencias exigía tanto esfuerzo que me daba pereza iniciarla. Además, tenía miedo a las consecuencias de la postura que había decidido adoptar: Iba a mentirle, jurarle si era preciso que nunca la engañé con otra mujer. Estaba convencido de que actuaba correctamente, pero, mientras esa mentira no saliera de mi boca, estaba a tiempo de replanteármela. Intenté aplazar una vez más la conversación:

—De verdad, Rosalía, he pasado una muy mala noche y estoy destrozado. Te juro que mañana hablamos. Cuando quieras: A la mañana, a la tarde o a la noche. Por favor, déjalo hasta mañana —no me importaba suplicar porque al día siguiente aclararía las dudas sobre mi orgullo.

—Te he dicho que hoy y ahora.

Descubrí en su egoísmo que Rosalía era una y era la que había sufrido durante mi vida matrimonial. En algún momento de esos días creí vislumbrar a la esposa ambicionada, pero incluso entonces, admití, tuve que esforzarme por disfrutar en su compañía. Un violento espasmo desatascó el sumidero por donde se desechan los sentimientos cuando entendí lo inútil de seguir buscando en ella a la mujer con la que creí casarme.

Incorporé el cuerpo en la silla, coloqué las dos manos sobre la mesa, eliminé toda expresión del rostro, y me concentré en la pelea:

—De acuerdo. Hablemos.

—Lo que quiero es que nos dejemos de tonterías y seamos sinceros. Yo no sé lo que tú piensas, pero yo estoy dispuesta a olvidarlo todo e intentar empezar de nuevo.

Justamente pude reprimir mi indignación. Respiré profundamente, esbocé una sonrisa que maté bruscamente, la miré a los ojos… Y se los taladré:

—Perdona, el que tendrá que olvidar seré yo, ¿no? Tú podrás ofrecerme olvido en el hipotético caso de que te ponga los cuernos que te debo.

—¿Qué? —preguntó buscando tiempo para reaccionar. Sus gestos iban describiéndome, detalle a detalle, todas sus dudas e indecisiones.

—A ver si aclaramos un poco las cosas: Que yo sepa, la que se ha acostado con un cura eres tú, ¿no?

—Y tú eres un santo, ¿verdad? ¿Tú nunca me has sido infiel? Porque a saber que hacíais tú y esa que murió en el incendio.

Rosalía pasó del desconcierto al enfado. Optó por el ataque y yo decidí aplastarla. Con una sonrisa, que subrayaba mi instinto de caza, contesté indignado:

—¡Jamás te he sido infiel! Y Paulina, “esa que murió en el incendio”, era, además de una amiga, toda una dama. De ella sólo recibí dos castos besos en los labios; los que daba a todos sus amigos cuando saludaba o se despedía.

Era una trampa tan burda que no creí que cayera en ella, e incluso me arrepentí de haberla expuesto, pero iba a llevarme una sorpresa:

—¿Besaba a todos sus amigos en los labios?

—Sí —contesté falsamente despreocupado.

—O sea, que tu amiga no era ninguna santa.

—Yo —dije muy despacio—, conozco a una mujer que es mucho más puta que ella.

Rosalía abrió y cerró la boca varias veces y todas ellas de forma distinta. Se puso roja y al poco palideció. Yo la miraba sin disimular la curiosidad. En el instante en que iba a hablar llamé al camarero.

—Tráigame por favor otra copa de pacharán. ¿Quieres algo esposa mía?

—¡No!

Rosalía esperó nerviosa a que se retirara el camarero.

—Espero que te disculpes por lo que me has llamado.

—Sólo después de que te reconozcas mucho más puta que Paulina.

—No estoy dispuesta a aguantar que me insultes —bramó.

—No es insulto. Supongo que te sabrás mucho más puta que Paulina, ¿no? Si lo dudas, no tienes más que comparar los hechos.

Gesticuló mucho, pareciendo querer decir tantas cosas que no se decidía por ninguna. Se puso en pie, me miró fijamente, y apoyándose en la mesa dijo con odio en el mirar:

—Me tenía que haber casado con un autentico hombre capaz de hacerme un hijo.

—Lo que tú digas —respondí muy tranquilo.

—Hemos acabado. ¿Te enteras? ¡He-mos a-ca-ba-do!

—¿Me lo juras?

Parecía tener todavía más cosas que decir, pero huyó cuando vio llegar al camarero con mi copa de pacharán. La bebí despacio, pensativo, sin saborearla.

Cuando terminé de beber, di una vuelta por Ponferrada sin reparar en lo que se cruzaba ante mis ojos. Iba como sonámbulo, sólo espectador de los recuerdos que sobre el matrimonio generaba mi mente.

Entré en una tasca y pedí una copa de pacharán, pero no tenían y me tuve que conformar con anís. El bar era pequeño y estrecho, olía a vino agrio y en las mesas nos acomodábamos gente silenciosa mirando dentro de las copas.

Llegué al albergue a las once menos cinco y me encontré con la Maestra sentada frente a la puerta.

—Te estaba esperando —saludó—. ¿Estás bien? Tu mujer me ha contado que habéis discutido.

—Ha sido más que una discusión —aclaré.

—¡Bah! Para mañana olvidado.

—No lo creo. Ni lo deseo.

—Oye, que ella me ha pedido que sigamos juntas la peregrinación, pero yo no quiero líos.

—Por mi parte no los tendrás. Me alegro que vaya contigo. Así sé que está bien acompañada.

—Gracias. Ya verás que pronto lo arregláis.

—Dios no lo quiera. ¿Entramos ya? Son las once.

—Tranquilo, el cura trabaja en su despacho y me ha dicho que mientras haya luz en esa ventana puedo estar aquí fuera.

Fumé en silencio mientras la Maestra miraba hacia el cielo estrellado. Cuando se apagó la luz de la ventana, nos levantamos y ella dijo sujetándome el brazo:

—Soy tu amiga. ¿Lo sabes?

—Lo sé —contesté intuyendo que decía la verdad.

El dormitorio estaba a oscuras pero se oían susurros, crujidos de los sacos de dormir, y se veía la punta incandescente de algún cigarro.

Recordando la posición de mi litera fui hacia ella y pasé junto a Rosalía que se hacía la dormida. Desenrollé el saco y me desnudé temiendo que la conciencia dificultase mi descanso.

Todos los pensamientos conducían a Rosalía. Había superado el orgullo de la victoria, y entonces, tumbado en la cama, revolviéndome en el saco de dormir, procurando no hacer ruido, me corroía la vergüenza por mi desproporcionada reacción…

Culpaba a Rosalía, creía que se merecía lo ocurrido e incluso si otro en mis circunstancias hubiera actuado igual, me libraría muy mucho de censurarlo. Pero esa certeza no me absolvía, ni evitaba reconocerme como alguien capaz de actuar de modo tan desalmado frente a su esposa. Podía haber conseguido los mismos resultados de forma más elegante. Era mera cuestión de estética.

Quería dormir para huir de mis sentimientos, pero ya desconfiaba de que la cantidad de alcohol bebido esa noche actuara como narcótico. A pesar de que en ocasiones rocé el letargo, bastaba con el más leve sonido para que me despejara. Cuando fui incapaz de seguir soportando los ronquidos, salté del saco de dormir para tranquilizarme fumando un cigarro en el baño.

Me encontraba tan defraudado por mi comportamiento que pensé seriamente en rendirme ante Bafo, pero de inmediato me alerté porque esa angustia, aún diferente, era de la misma naturaleza que la sufrida antes de llegar a la Cruz de Ferro. Tal vez Bafo hubiera influido en la situación con el propósito de debilitar mi voluntad. Recordé que me hallaba en Ponferrada y que ahí se iniciaron los bafos en el Camino de Santiago; era previsible que él se presentara esa noche. Debía prepararme.

No me costó localizar dentro de mi mente la membrana rasgada y la traspasé decidido. De repente, sentí como todo cambiaba; no sólo la vergüenza y aflicción eran ajenas a mí, sino que sobre todo lo era el cuerpo. Pude contemplar los pensamientos íntegros: Nacimiento, manipulaciones, crecimiento, deshechos, cambios, bifurcaciones, resultado… Supe que hasta entonces sólo fui consciente del pensamiento elaborado, sin percatarme de los cambios que sufría en el proceso.

Todo se redujo al principio a experimentar con la nueva percepción para después buscar nuevas posibilidades. Si tan ajeno era al cuerpo, tal vez pudiera abandonarlo, me dije, y bastó pensarlo para conseguirlo.

Es previsible que Bafo se presente y debo estar preparado, recordé. Fue esa la idea salvadora porque me descubrí convertido en bafo. Una rabia inmensa e irracional se abrió paso entre el desconcierto y ataqué no sé a qué, quien ni cómo. Sentí tal fuerza que perdí el sentido, pero al recuperarlo noté al cuerpo abrazando mi alma.

No recuerdo como llegué a la cama ni que pensé mientras esperaba dormirme. Sé que al día siguiente escuché el despertar de Rosalía y no abrí los ojos hasta que ella salió del albergue. Me levanté a las nueve, cuando sólo quedábamos en la habitación el indigente y yo.

A las diez llegaba al bar donde discutí la noche anterior con mi esposa, y de entre todas elegí para sentarme la misma mesa de la terraza. El sentimiento de culpa había desaparecido y disfrute de un café con leche y churros.

Cuando entré en la librería Tau, encontré a Antoine ordenando los periódicos.

—Buenos días, Fermín. Mª Ángeles te acompañara a visitar el castillo. Es que yo he quedado con una señora para leerle las cartas.

—¿Sabes leer las cartas?

—Desde luego. ¿Quieres que te las lea? —se ofreció.

—No gracias. Me dan miedo esas cosas —mentí. En realidad, no creía que las cartas pudieran proporcionarme otra cosa que la sensación de estar siendo estafado.

Compré un periódico e intenté ojearlo, pero llegó enseguida Mª Ángeles. Dejé en la librería la mochila y el bastón y bajamos hacia el castillo.

El castillo impresiona, sobre todo porque es fácil imaginar lo que fue en sus momentos de esplendor. M ª Ángeles como cicerone recordaba a Rosalía por la facilidad para vomitar datos, fechas y leyendas. Me explicó el patio, mostrándome indignada las muestras del intento de convertirlo en campo de fútbol, el hueco en el centro cuya finalidad aspiraba descubrir, y lo que aseguró fueron las cuadras:

—¿Ves esas argollas? Ahí debían atarse los caballos.

Después de comprobar que estábamos solos, nos descolgamos por una pared y entramos en una habitación bajo la que ella intuía un gran tesoro psíquico:

—Tal vez el Santo Grial este enterrado aquí abajo —susurró señalando hacia el suelo.

Continuó explicando una teoría que aunaba, no recuerdo muy bien cómo, esa habitación con la que después visitaríamos y poderosas fuerzas místicas, pero no hice caso porque estaba concentrado en averiguar si ese sonido casi inaudible era o no un siseo.

Tuve que ayudarle a escalar la muralla que habíamos saltado, y otra vez en el patio, me guio hacia una puerta cerrada con un candado, miró hacia todos los lados y extrajo con facilidad la argolla que sujetaba el cierre a la pared.

La habitación era pequeña, con una roca que surgía del suelo que recordaba a la que me sirvió de tortuoso asiento en Santo Domingo de la Calzada. La piedra estaba rebozada con lo que me parecieron restos de cera, aunque cuando se lo pregunte a M ª Ángeles, ella afirmó con rapidez, quizás demasiada, que eran cagadas de pájaros:

—Se sienten atraídos por la magia de la piedra y cagan sobre ella. Ya verás, súbete encima y tú también notarás esa energía.

Me puse en pie sobre la roca siguiendo sus indicaciones.

—Noto como un cosquilleo —confirmé. En realidad no sentía nada. Mentí para no frustrar a mi guía.

Mª Ángeles tenía prisa por volver a la librería y yo prefreí quedarme en el castillo. En cuanto la vi marchar, entré en la habitación y anduve lentamente, sin ningún propósito, alrededor de la piedra.

Casi seguro que el sonido era siseo, y por conjurarlo recité el mantra que me habían enseñado en Torres del Río. Nada ocurría. Me senté en la roca, sin duda mucho más cómoda que la de santo Domingo de la Calzada, y encendí un cigarro. Se hacía tarde y decidí irme en cuanto terminara de fumar.

Me sobresalté al escuchar abrirse la puerta; era un anciano con la cara despellejada, barba multicolor y mirada plastificada. Vestía ropa vieja y sucia. No parecía el guarda del castillo.

—Buenos días. ¿Es usted Jacobo?

—¿Quién es usted?

—Sólo un mensajero.

—¿De quién?

—No sé su nombre. Tengo que decirle…

—¿Por qué no ha venido él personalmente?

—Sólo soy un mensajero, y si me deja cumpliré con el mandao. Tengo que decirle que después de lo… —durante la fracción de segundo que se mantuvo en silencio le noté un cambio sutil.

—¿Eres Bafo? —Pregunté sin miedo.

—No.

—¿Quién eres?

—Un mensajero.

Se incrementaron los siseos pero no sabía si venían de dentro o de fuera de mi cerebro.

—Tu matrimonio roto y advierto que tu hijo morir sino aceptas tú ceder tu cuerpo. ¿Qué dices tú? —su rostro no había sido especialmente expresivo, pero, de repente congeló el gesto, dejó de parpadear y la boca mantuvo el molde de la última sílaba. Su cara pareció convertirse en una estropeada mascara de cera.

—No pienso ceder mi cuerpo. Lo tengo decidido.

—Escucha tú: Hemos ofrecido a ti todo lo que ser humano pueda desear, desde hijo hasta inmortalidad. Si aceptas tú, serás ayudado para conseguir tu primer cuerpo y con él poder tú enamorar de nuevo a tu esposa y vivir con hijo tuyo. Serías tú feliz con poder tú para manipular a tu mujer y hacerla la mujer a la que tú aspiras. Sólo a cambio de un cuerpo que podrías tú sin problemas reponer. Lo has despreciado tú y en tu hembra morirá tu hijo. Tú con tu negativa estás asesinándolo.

—Pero yo…

—¡Cállate tú y escucha! —los siseos se incrementaron y descubrí que los tenía dentro de la cabeza. ¿Estaría también la voz del anciano sólo dentro de mí?— tu obcecación pone en peligro a uno de nosotros. ¡Tú sigues los dictados de esos ignorantes que nos consideran malditos! ¿Es que no sabes tú pensar por tu cuenta? Pues bien, si tú eres tan obtuso, quédate tú con misterios y “ultreyas”, mas no olvides que tú has pagado por estupidez con la vida de tu hijo.

Cambió el gesto y supe que ya no era el mismo con el que acababa de hablar. Miró asombrado, recompuso el rostro, y dándose media vuelta se marchó en silencio. Salí detrás para observar su sombra, pero sólo reflejaba la de un anciano cansado.

Subí hacia la librería Tau para recoger la mochila y el bastón, y cuando me preguntaron, halagué el castillo tan exageradamente que posiblemente fuera una forma de desviar la atención, ya que estaba abrumado por lo ocurrido y no quería que me lo notasen. Después, excusándome con que se me había hecho tarde, concretamos sobre el libro que me enviarían por correo y me despedí.

Creía que Ponferrada se reducía a poco más que lo contemplado hasta entonces, pero tuve que atravesarla y comprobé que es muy grande, o al menos muy larga. Antes de abandonarla, paré en un bar, pedí un café con leche y pregunté por el teléfono.

Llamé primero a la sucursal donde trabajaba. En teoría, al día siguiente, uno de agosto, se acababan mis vacaciones, pero había acordado con Alejandra, una empleada, que me supliría los días que necesitara para terminar la peregrinación. Cuando hablé con ella le dije que llegaría a Pamplona una semana después y estuvo de acuerdo en atrasar sus vacaciones hasta entonces.

Quisieron ponerse al teléfono el resto de empleados, y a cada uno tuve que explicarles la peregrinación. Al principio presumía de gesta, pero después fui esquematizando la respuesta:

—Oye, os dejo que no tengo monedas —mentí.

Sin abandonar el teléfono llamé a Román. Me contó que trabajaba hasta el día tres y que pensaba irse dos semanas a Andalucía. Preguntó por la peregrinación y por Rosalía.

—Sigo la peregrinación solo.

—¿Qué ha pasado?

—¡Hemos roto!

—Pero… ¿Roto, lo que se dice roto, o sólo una bronca?

—No creo que lo nuestro tenga arreglo.

—¿Cómo te encuentras de ánimo?

—Muy bien. Sorprendentemente bien.

—¿De verdad?

—A lo mejor, cuando vuelva a Pamplona, necesito que me invites a cenar en tu sociedad para subirme la moral.

—Eso está hecho. En cuanto llegue de Andalucía, lo primero que voy a hacer es llamarte y preparar la cena. ¿Dónde estás ahora?

—Saliendo de Ponferrada.

—Oye, de verdad ¿Te encuentras bien?

—Que sí. De verdad.

—De todas formas, ya sabes lo que dicen: Que hay dos clases de matrimonio, los que acaban bien y los que duran toda la vida.

Nos despedimos entre bromas, bebí otro café y continué el camino. Me había hecho bien hablar con Román y mis compañeros de trabajo.

Ponferrada - Villafranca del Bierzo

El calor era fundente, cada paso se convirtió en tortura, estaba desanimado y no encontraba ningún aliciente para seguir la peregrinación. Esa era una sensación conocida porque me había acompañado durante muchos de los kilómetros del Camino. La diferencia estaba en que ya no tenía a quien ocultar mis debilidades. Ese día en particular, me escuché decir muchas más veces que de costumbre el ya típico: “Pero… ¿Qué cojones pinto yo aquí?”.

Pensaba en mi hijo no nacido aunque no lloré su pérdida. Me preocupaba mucho más Rosalía. ¿Sospecharía que estaba embarazada? Yo, en mi ignorancia de macho, suponía que habría alguna diferencia que ella hubiera notado. ¿Me esperaría por el Camino para hablar del tema? Decidí que seguramente me esperaría.

Paré en el asador el Mesón del Apóstol, en Cacabelos, y disfruté por poco dinero de un trato exquisito y comida sabrosa y abundante.

A la salida del pueblo habían acondicionado el río para formar una piscina. Cedí a la tentación; dejé mis cosas debajo de un árbol, me puse el bañador y entré en un agua calma, fresca y acogedora.

Fumé un cigarro a la sombra mientras escribía el diario, y en cuanto me sequé volví a bañarme. A las cinco y media de la tarde abandoné con pena el lugar.

Sobre las ocho llegué agotado a Villafranca del Bierzo. A causa de las ampollas parecía que andase sobre cristales rotos y llevaba por el roce de la mochila despellejadas las axilas; al ser la primera vez que ocurría le eché la culpa a no haberme secado lo suficiente después del baño en el río. Sino hubiera esperado encontrarme a Rosalía en el albergue de Villafranca, ese día habría andado menos que los veintidós kilómetros que marcaba mi podómetro.

El albergue de Villafranca estaba recuperándose de su segundo incendio; habían intentado incinerarlo tres veces pero solo ardió dos. Llamaban a ese refugio con paredes y techo de plásticos y como suelo la tierra, dividido en cinco compartimentos, cuatro de ellos dormitorios y el quinto comedor: “Ave Fénix”.

Tuve que esforzarme para localizar un sitio donde colocar el saco de dormir. ¿De donde salió tanto peregrino? Busqué la mochila amarilla de Rosalía, y aunque entre tantas no la encontré, mantuve las esperanzas de verla aparecer en cualquier momento. Incluso durante la ducha afinaba el oído por si escuchaba su voz.

Si en algún punto del Camino de Santiago disfruté del espíritu peregrino fue sin duda en ese albergue. Ahí todos nos sentimos, más que compañeros, convergentes, y los albergueros, la familia Jato, resultó el prototipo de lo que se les suponía. El padre, excéntrico vocacional, tenía no sólo experiencia como peregrino hasta Santiago sino que también llegó a Roma. Se decía poeta y cuasi me obligó a leer parte de su obra. Mantenía la teoría de que los peregrinos estábamos imbuidos de una energía especial que los perros percibían. Es el personaje más famoso del Camino y tiene su leyenda como curandero. A mí me limpió las llagas de las axilas con una crema amarilla, que hizo su efecto de forma tan fulminante que al día siguiente pude cargar la mochila sin más problemas que los dieciocho kilos que pesaba.

La madre, todo dulzura, siempre con un gesto amable y una sonrisa en los ojos, parecía orgullosa de que su sino fuera hacernos la vida agradable a quienes, como yo, pasábamos por sus dominios.

Los hijos eran la suma de sus padres: Amables y serviciales sin rozar en ningún momento el servilismo. Carecían de lujos y daba la impresión de que no les compensaba el precio por conseguirlos. Eran encantadores y educados. Además, salieron guapos.

Para cenar y desayunar en el albergue debía notificarlo con anticipación y lo hice en cuanto me lo advirtieron.

Fueron llegando peregrinos que habían aprovechado el tiempo libre para bañarse en el río. Entre ellos vi a la Maestra.

—Hola Pamplonas. Menudo día de calor, ¡eh!

—Desde luego. ¿Dónde esta Rosalía?

—¿No lo sabes? Se ha quedado en Ponferrada. Me ha dicho que se volvía a Pamplona.

—¿Qué tal estaba?

—Bien. Un poco seria.

Ella quería ducharse, el agua del río le pareció poco limpia, y yo tenía que lavar mis calcetines porque Rosalía se había llevado mis pares de repuesto y sólo tenía los que estaba utilizando. Como también se llevó el jabón, tuve que utilizar champú.

Intimé con un grupo de peregrinos bullangueros, y mientras esperábamos la cena saqué un trozo de la cecina regalada por Román en Mansillas de las Mulas. Les dije que era cecina de burro y alguno se negó a probarla a pesar de que acabé jurando que no, que era de potrillo.

Uno sumó varias latas a mi invitación, otro sacó una bota de vino con la que tuve que exhibirme, una chica sacrificó un chorizo entero, no sé quien compró patatas fritas, aceitunas y cervezas, apareció una guitarra, supongo que la prestó la familia Jato, y convertimos la chabola de plásticos en el escenario apropiado donde celebrar una fiesta. Se nos fueron sumando hasta ser más de veinte, pocos dejaron de cantar alguna copla sobre su tierra y todos me hicieron los coros cuando fui obligado a entonar el famoso “Los estudiantes navarros”:

Los estudiantes navarros, mecagüenla.

Los estudiantes navarros, chispún,

jodete patrón, saca pan y vino, chorizo y jamón,

y el porrón,

cuando van a la posada, mecagüenla,

cuando van a la posada, chispún,

jodete patrón, saca pan y vino, chorizo y jamón,

y el porrón,

lo primero que preguntan, mecagüenla,

lo primero que preguntan, chispún,

jodete patrón, saca pan y vino, chorizo y jamón,

y el porrón,

donde duerme la criada, mecagüenla,

donde duerme la criada, chispún,

jodete patrón, saca pan y vino, chorizo y jamón,

y el porrón.

Y sino tiene criada, mecagüenla.

Y sino tiene criada, chispún,

jodete patrón, saca pan y vino, chorizo y jamón,

y el porrón,

donde coño duerme el ama, mecagüenla

donde coño duerme el ama chispún,

jodete patrón, saca pan y vino, chorizo y jamón,

y el porrón.

Y si tampoco hay ama, mecagüenla

Y si tampoco hay ama, chispún,

jodete patrón, saca pan y vino, chorizo y jamón,

y el porrón

a la mierda la posada.

¡¡mecagüenla!!

Cuando nos cansamos de los cantos, alguien pidió direcciones para escribirnos después de alcanzar nuestro destino, y al poco nos afanamos en recopilar las señas del resto:

—Yo ya tengo tu dirección. Fue la primera que apunté. ¿Te acuerdas? En Santo Domingo de la Calzada —dijo la Maestra.

No me acordaba ni me extrañaba. El intercambiar direcciones es algo habitual entre peregrinos y había perdido la cuenta de a quienes ofrecí esa información. Continuamos la juerga mientras ayudábamos a colocar platos, vasos, cubiertos y servilletas sobre la mesa.

Cenamos entre risas. Ya bebía un excelente café acompañado de anís, no tenían pacharán, cuando una de las hijas me trajo un trozo de papel.

—¿Qué es? —pregunté sin desdoblarlo.

—Para ti —dijo sonriendo.

Creí que era una broma infantil, pero me encontré con un mensaje en el que no reconocí la letra de Rosalía: “Te espero en la Iglesia de Santiago”.

—¿Quién te ha dado esto? —pregunté a la niña.

—No te lo puedo decir.

—Pamplonas, ¿te ha salido admiradora? —se burló en voz muy alta una peregrina.

Después de que todos negasen tener conocimiento sobre la nota, le pregunté a Jato padre si en ese pueblo había una iglesia de Santiago.

—¿Piensas retirarte de la peregrinación?

—No. ¿Por qué?

—En esa iglesia hay una Puerta del Perdón.

—¿Qué es eso?

—Si un peregrino, por incapacidad para continuar el Camino, entra por esa puerta, obtiene los mismos favores espirituales que si hubiera llegado a Santiago de Compostela. ¿Qué camino vas a seguir mañana?

—¿Es que hay varios? —nada más hacerle la pregunta recordé que todos los Caminos son distintos y que al mío lo había bautizado como el de los Momentos. Pero Jato no se refería a eso.

—Hay dos: Por el monte y por la carretera. La carretera acompaña pero al monte hay que vencerlo. A ti, en particular, te aconsejó que vayas por el monte y ganes una oca por si te hace falta.

—¿Ganarme una oca?

—Sí. ¿No te has enterado de que el juego de la Oca es el mapa del Camino?

—Algo he oído.

—Pues eso. En realidad yo aconsejo a todo el mundo que vaya por el monte, e incluso me ofrezco a llevarles la mochila para aliviarles el trayecto. Tú tendrás que hacerlo con mochila: Son las reglas.

—¿Has visto mi tau? —pregunté mostrándosela, esperando que la aceptase como contraseña y fuera más explícito.

—Muy bonita —sonrió—, pero te están esperando en la iglesia, ¿no?

—¿Cómo lo sabes sino has leído la nota?

—Pura deducción. Has preguntado por ella, ¿no?

Dio por terminada la charla y ordenó a una de sus hijas más pequeñas que me acompañara hasta la iglesia de Santiago. Cuando estábamos frente a ella, se despidió:

—Es que me toca ayudar a mi madre a fregar los platos.

Lo sabía improbable, pero mientras empujaba la puerta del templo mantenía la esperanza de que fuera Rosalía la remitente de la nota. Tampoco me hubiera sorprendido toparme con Bafo, pero en absoluto esperaba ver a Friné, y sin embargo ahí estaba, esperándome.

—¡Friné! —exclamé.

A pesar de la penumbra vi palidecer su cara morena y adelantar el labio inferior en una mueca que descifré como de sorpresa. No sólo era idéntica a mi sueño sino que también reconocí el escenario, e incluso su olor de aire estancado y escaso. Por un momento dudé si estaba o no despierto.

A Friné le calculé sobre veintiocho años a pesar de que su rostro, encumbrado en un pulido y largo cuello que parecía una columna de carne maciza, mantenía los rasgos que nos provocan ternura en una niña: Ojos grandes de mirada expectante, marcados mofletes, sonrisa perenne… Su corta melena la llevaba recogida en una descuidada coleta de la que escapaba un mechón que recordaba, por color y forma, el ala descolocada de una golondrina herida. Era atractiva, aunque había que saber mirarla porque no respetaba ninguno de los inducidos cánones de belleza.

—¿Cómo sabe mi nombre?

—Te he visto en sueños —respondí.

—¿Es usted un bafo?

—No. Soy Jacobo y llevo la tau —dije mostrándosela.

—Pero… ¿Cómo sabe mi nombre?

—Lo he soñado —insistí.

—No puede saber mi nombre porque no se lo he dicho a nadie desde que lo elegí —su tono sonaba más a disculpa que a razonamiento. Parecía a punto de llorar.

Su gesto me hizo recordar por primera vez que en ese momento del sueño, al girarme veía entre lo oscuro de la iglesia a un señor que avanzaba hacia mí aplaudiendo, la misma escena que cuando me di la vuelta se desarrolló ante mis ojos, pero esta vez lo reconocí: Era el señor que en Torres del Río me había regalado la tau, acompañado en el coche y hablado conmigo durante esa noche de tormenta.

—No. No lo soy —respondí.

—Me alegro de volver a hablar contigo. Yo también fui Jacobo —dijo dirigiéndose a mí.

—¿Tú fuiste Jacobo?

—Sí. También me acosó un bafo. Ahora soy el Moisés de la Impotencia.

—¿Moisés de la Impotencia? —pregunté jocoso.

—Sí —respondió lanzándome una mirada que me inmunizó contra futuras tentaciones de gastarle bromas sobre el nombre—. Si vences al bafo tú serás el Moisés de los Momentos. ¿Te gusta más tu nombre?

—Sí, desde luego.

—Son cosas de la tradición. Si aceptas ayudarnos recibirás un colgante que será tu escudo de armas. Mira este, siempre que lo veas sabrás que yo estoy de por medio —dijo mostrándome un extraño medallón que no debo describir—. El tuyo lo deberás llevar cuando quieras que te identifiquen como Moisés.

—Oye, esto parece una secta —comenté receloso.

—Bueno… Son unos paranoicos de los secretos, se creen depositarios de la verdad absoluta, practican ceremonias milenarias de cuya efectividad en algún caso yo no estoy tan convencido, pueden llegar a ser fanáticos… Sí, se les puede llamar secta, pero sólo con su ayuda existe una posibilidad de vencer a los bafos.

—¿Tú no eres uno de ellos? —pregunté por haberme percatado de que no se incluía en la exposición.

—Bueno… Sí y no. Somos otra cosa. Nos llaman cuando hace falta nuestra experiencia. En todos estos años he tenido que ayudarles en tres ocasiones y esta es una de ellas. La Dama es la encargada de mantenernos en contacto.

—¿Telepáticamente? —pregunté mirando a Friné que nos observaba con expresión de no escuchar nada de lo que decíamos.

—Normalmente por teléfono —se rio—. Pero contigo vete a saber; cada uno desarrolla facultades distintas. Bueno, a lo que iba: Ten cuidado después del Camino; nuestra peregrinación acaba no en Santiago sino en Finisterre, pero en realidad es entonces cuando comienza y puede ser un infierno. Muchos no nos adaptamos a la vida normal y alguno acaba alcohólico, drogadicto o incluso suicidándose; se han dado casos. Somos distintos y tenemos que aceptarlo. ¡Y ocultarlo! Olvídate de impresionar adivinando nombres o ganando a las cartas; el ser humano puede reaccionar visceralmente ante algo que no entiende. Otra cosa, no bajes la guardia en ningún momento; ¡hasta yo podía ser un bafo! No tengo ni idea, ni quiero saber, qué precio vas a tener que pagar para salir con bien de esta, pero garantizo que no te saldrá barato. A lo que íbamos… De aquí en adelante, hasta el fin del Camino, tendrás que contar sólo con tus fuerzas; nosotros no podremos ya ayudarte —recitó como si se lo hubiera aprendido palabra a palabra—. Escucha, procura, sobre todo mañana, que sea el Camino quien te recorra. ¿Sabes donde están los últimos Dados del juego?

—En Cebreiro.

—Sí. Ahí tendrás que averiguar si puedes continuar o debes volver hasta Carrión de los Condes para repetir el Camino.

—¿Cómo lo sabré?

—A partir de aquí eres tú el guía. Ahora me voy y te dejo con tu Dama unos minutos. Por cierto, no te quejaras de Dama, ¡eh! Si vieses la mía… Ya me voy. Mucha suerte, compañero.

—Gracias —respondí mientras él se daba la vuelta yéndose hacia la puerta—. ¿Nos volveremos a ver?

—Todavía no sé descifrar el futuro —exclamó jocoso.

Al cerrarse la puerta recordé mil dudas y salí tras él para planteárselas. Habrían pasado no más de diez segundos pero no lo encontré. Me lo tomé con filosofía; pocas cosas tenían ya el poder de sorprenderme, pensé. Volví a la iglesia.

Friné me esperaba sin haber cambiado el gesto:

—No puede saber mi nombre porque no se lo he dicho a nadie desde que lo elegí.

—Ya te han confirmado que no soy un bafo. Y ese señor parecía saber de lo que hablaba —dije molesto por la incredulidad de Friné.

—¿Qué señor?

En el templo se formo un silencio sin matices.

—El que acaba de salir —respondí titubeante.

—Excepto usted, nadie ha entrado ni salido de la iglesia. No mientras yo he estado aquí —afirmó rotunda.

“El ser humano tiende a reaccionar visceralmente ante algo que no entiende”, escuché a mis espaldas con claridad. Al volverme y comprobar que estábamos solos tuve un momento de pánico. Miré a Friné, la vi tensa y recelosa y entendí que tendría que llevar a la practica el consejo.

—Era una broma.

—Déjese de bromas y dígame como sabe mi nombre —insistió.

—Si quieres mantener tu nombre en secreto, te recomiendo que no firmes las notas —aleccioné.

—¿Qué nota?

—La que me has mandado al albergue.

—¿La nota que le he mandado al albergue?

—Sí.

—¡Yo no he firmado esa nota! —exclamó enfadada.

—Entonces, explícame como sé tu nombre —pregunté con calma.

Durante la lucha que se desarrollaba en el cerebro de Friné, algo patente por las sutiles muecas de su rostro, intenté recapitular lo ocurrido con el extraño personaje que se hacia llamar Moisés de la Impotencia, pero no encontré una explicación coherente.

—¿Tiene ahí la nota? —preguntó dócilmente.

—¡Desde luego que no! La rompí en mil pedazos en cuanto la leí —mentí.

—Perdone. Juraría que no la había firmado.

—No pasa nada pero que sea la última vez. Bueno, vayamos a lo que nos interesa —dije por cambiar de tema—. Y por favor, tutéame.

—De acuerdo. Estoy aquí para pedir que te ofrezcas a ayudarnos. Cuando acabes la peregrinación tendrás una experiencia sobre los bafos que podemos necesitar para luchar contra ellos. Incluso pudiera ocurrir que nos las tengamos que ver de nuevo con el mismo bafo que ahora te acosa, y quién mejor que tú para combatirlo.

—Desde luego. Supongo que tú, como mi Dama, serás la encargada de mantenernos en contacto. ¿Te doy mi número de teléfono?

—¿Quién te ha dicho que yo soy su Dama?

—Tú, ahora mismo.

—¿Seguro?

—Sí. Pero a lo que íbamos, ¿necesitas mi número de teléfono?

—Si las señas que ponen en tu credencial son las correctas, no hace falta —en la credencial, que había sido manejada durante el Camino por multitud de manos, todas las que la cuñaron, figura mi nombre, apellidos y dirección. Con esos datos, averiguar el número de teléfono es sencillo.

Me explicó lo del escudo de armas, el colgante que recibiría, y concretamos un protocolo para verificar nuestra autenticidad ante un contacto. En la iglesia hacía calor y salimos para pasear por el pueblo disfrutando del frescor de la noche. Durante el paseo me puso al corriente de la cofradía a la que pertenecía. La invité a tomar un café y me llevó a una tasca.

Le hice varias preguntas respecto a los bafos y me contestó que cumplen o no las amenazas según su conveniencia, tranquilizándome diciendo que me había convertido en la única opción de Bafo para lograr un cuerpo, que no tendría ya capacidad para atacar a personas ajenas a mi peregrinar como Rosalía o Román, aunque acabó con un “creo” que me inquietó. Respecto a la veracidad de sus palabras, me dio la misma respuesta. Friné estaba convencida de que los bafos son demonios.

—Es mejor que me vaya ahora. Tal vez no volvamos a vernos aunque te llamaré cuando termines el Camino para saber que tal te ha ido —se despidió, después de acabarse el café, con un gracioso mohín.

Jato escribía en un cuaderno, tal vez me esperase. Él era el único que no dormía en el albergue:

—¿Qué tal la cita?

—Bien —contesté lacónico.

—¿Quieres un café?

—¿Con pacharán? —pregunté más animado.

—Ya te he dicho que de eso no tenemos, pero guardo una botella para las ocasiones especiales. ¿Te apuntas?

—Desde luego. ¿Qué celebramos?

—Tu incorporación.

—¿Mi incorporación a qué?

—A las personas que caminan hasta Cebreiro con mochila y por la montaña —contestó con una sonrisa.

Se le olvidó el café pero no lo echamos en falta. Bebimos varios vasos de esa botella tan especial y brindamos con cada uno de ellos sin aclarar por qué o por quién. Escuché con paciencia el relato de sus peregrinaciones, sus viajes en bicicleta y los perros que le ladraban. A la una de la madrugada, Jato me mandó a la cama.

—Mañana tienes un día duro.

Llevaba varias noches mal durmiendo y bastó acomodar el cuerpo, después de retirar varias piedras de debajo del saco, para derramarme hacia un sueño profundo, cálido y agradable.

Desperté bruscamente a las seis de la mañana, agobiado ante lo opresivo del saco de dormir. Intenté recuperar el sueño pero era imposible mantenerme quieto. No se oía sino algún ronquido y el lejano canto de pájaros madrugadores. Salí del saco con cuidado para no despertar al resto de peregrinos y fui al baño donde me duché con agua fría porque no había caliente.

Todavía recuerdo que el ruido de la ducha me proporcionó sensación de soledad, como si lograra aislarme del mundo. Era un estado gratificante, incrementado de forma masoquista por lo frío del agua.

Apagaba la ducha cuando escuche un “ultreya” que me sobresaltó; era Jato despertando a los peregrinos. Al verme gritó:

—¡Hombre, el Pamplonas! ¿Preparado para vencer a la montaña?

—Prefiero hacerme amigo suyo —respondí alegre.

—Casi estoy tentado de decirte que ya no hace falta que vayas por el monte.

—Entonces iré por la carretera —le desafié.

—He dicho casi. Tú iras por el monte. Son las normas.

—¿Quién marca esas normas?

—¿No lo sabes? ¡Tú marcas las normas!

—Y ya que soy yo quien las marca, ¿no podía cambiarlas para que me lleves la mochila en coche?

—Ni lo sueñes —se rio—. Tráeme tu credencial, quiero escribirte algo, y date prisa que tienes que desayunar para coger fuerzas.

Durante el desayuno, se ofreció a llevar en coche hasta Cebreiro las mochilas de quien quisiera atravesar la montaña.

—Menos a ese —dijo señalándome. Todos creyeron que estaba enfadado conmigo.

—No gracias, no estoy tan loco —se oyó exclamar—. Hace años un amigo mío fue por ahí y casi se lo comen los lobos.

Sólo un peregrino aceptó la propuesta de que le llevase la mochila. El resto prefirió la carretera.

Jato tenía que acompañar a su hija mayor, creo que a Pontevedra, para que cogiera un tren; Tras desearme suerte se despidió dejándome como obsequio la certeza de que sin la familia Jato, el Camino de Santiago sería peor y menos instructivo: No he vuelto a verlos pero los sigo añorando.

Cuando en el albergue sólo quedaban la mujer e hijos de Jato, arrojé el cigarro, me coloqué bruscamente la mochila, di dos saltos para sentir su peso y me dirigí a grandes zancadas hacia la montaña. Las rozaduras de las axilas estaban tan curadas que las postillas se cayeron con el agua de la ducha y en su lugar apareció una piel rosada pero resistente que soportó sin queja la mochila.

Villafranca del Bierzo – Cebreiro

No hacia falta salir del pueblo para iniciar la ascensión, tan pronunciada que en mi diario la describí como escalada. Pronto me escuché jadear.

El paisaje era desolador: Algún descastado había incinerado el bosque y mi espíritu se solidarizó con la naturaleza enlutada. El olor a quemado dificultaba la respiración, dejando la sospecha de que un trozo de madera chamuscada se alojaba en la garganta. Y a cada paso nacían, con tétrico chasquido, nieblas de ceniza. Salieron de mi boca insultos a borbotones hacia quien despreciaba de forma tan brutal la vida, sabiendo que en realidad eran disculpas por mi condición humana. Cuando me desahogué, procuré como desagravio sentirme montaña y compartir con ella su angustiada incomprensión.

Vencía los desniveles con espíritu tan afectado que desbancó del protagonismo al sufrimiento y el cansancio. Ni las ampollas, acumuladas desde que Rosalía me abandonó, lograron aminorar mi marcha. Alcancé la cumbre y el camino se hizo cómodo, aparecieron árboles vestidos y disfrute del verde y su frescor. Retomé la sensación de soledad experimentada esa mañana bajo la ducha y contemplé desde lo alto al mundo y a labradores empeñados en trabajar pequeños rectángulos de terreno con la ayuda de vacas. Era un paisaje impresionante en el que la naturaleza explotaba un exhibicionismo impúdico ante el que me supe inferior.

Atravesé la montaña sin haber tenido en ningún momento dudas sobre la dirección a seguir a pesar de que no encontré camino ni busqué las flechas amarillas que lo señalizan. Salí a la carretera como si alguien me hubiera guiado hasta ese punto. Sentir la montaña fue una experiencia mágica que no habría podido vivir junto a Rosalía. Seguía pensando en ella aunque no la añoraba.

En Portela encontré una moderna cafetería. Dentro estaban, pidiendo los almuerzos, varios de los peregrinos con los que había coincidido en Villafranca del Bierzo y me sumé al grupo. Mientras que yo me enfrentaba a un gran bocadillo de lomo con pimientos, empujado por el segundo vaso de cerveza con gaseosa, tres peregrinas de sobre treinta años se lamentaban de que no lograban adelgazar a pesar de los kilómetros recorridos y del hambre que pasaban.

—Eso es sois muy bajas para vuestro peso —aclaró quien untaba pan en sus grasientos huevos fritos.

Rechacé la invitación para caminar juntos, y al quedarme solo llamé a Pamplona convencido de que Rosalía estaría en casa. Insistí varias veces pero nadie cogió el teléfono.

Volví al camino cuando el calor espesaba el ambiente y jugaba a quebrar las líneas del horizonte. Me declaré dominado por la temperatura y procure admitirla como compañera. No encontré alivio pero dejé de sentirme agredido.

Fui entrando en un sopor que calmaba mis penurias físicas pero incrementaba las sensibilidades, y lloré amargo la muerte de mi hijo.

Atravesando el pueblo de Vega de Valcarce escuché una voz que me llamaba:

—¡Peregrino, peregrino!

—Buenos días —saludé al anciano arrugado que gritaba desde una ventana.

—¿Qué haces con esta calor? ¡A ver si te me va a dar un mal!

—No se preocupe. Tengo práctica.

—¿Te apetece un vaso de vino fresco?

—Encantado.

—Empuja la puerta. Está abierta.

Entré en una bajera silenciosa por enorme y sombría. Al fondo se veía una escalera, y antes de que llegase a ella escuché al anciano que las bajaba dificultosamente con una jarra y dos vasos. Subí para ayudarle pero él no se dejó:

—¡Que ya puedo! —protestó—. Ven vamos a sentarnos aquí —dijo señalando un banco de madera negra que recorría la pared.

Sirvió dos vasos de vino y me ofreció uno de ellos. El vino era excelente, el anciano agradable y casi mendigaba un rato de compañía, pero yo estaba muy sudado, sentía el frío de la bajera y tuve miedo de enfriarme. Sintiéndolo mucho me despedí del anciano a pesar de que probó a tentarme con un queso que decía tener.

Al abrir la puerta, una bocanada de aire caliente me hizo desfallecer. Esperé un poco para habituarme, pero el anciano, desde lo oscuro, me gritó que la cerrase, “que entraba la calor”.

No tenía otra salida que seguir adelante, sobre el pringoso asfalto, y tan solo esa certeza me empujaba a continuar: “Pero… ¿Qué cojones pinto yo aquí?”.

Se convirtió en obsesión el localizar bares; hacia todos me lanzaba por su sombra y una silla, pedía gaseosas con unas gotas de vino, y cada vez me costaba más abandonarlos. Y de nuevo buscaba otro bar al que arrojarme. Visité todos los que había entre los pueblos Vega de Valcarce y Ruitelan.

Al llegar a Ruitelan me declaré vencido. Decidí quedarme a comer en el pueblo y después plantearme si continuar, coger un autobús o esperar a que se echase la noche y con ella una temperatura más apropiada para el esfuerzo.

Encontré una de esas tiendas de pueblo con televisión donde venden desde latas de conserva hasta pilas y seguramente relojes; tenían expuestos tres polvorientos chaquetones de lana oscura que daban calor con sólo mirarlos.

Atendían el comercio, con paredes encaladas, suelo de madera y techo decorado por grandes vigas barnizadas, dos mujeres que serían madre e hija. Les pregunté si podía comprarles unas latas y comerlas en la mesa que había junto a la pared, y ellas, alborotadas, contestaron que “desde luego”, que “no faltaba más”: Empecé con una lata de berberechos y gaseosa:

—Para los berberechos, ¿quieres limón o vinagre?

—Vinagre.

Quien podía ser la madre salió de la tienda por una puerta, tras la que se veía una cocina, para traerme la botella de vinagre y la de gaseosa, de litro y empezada pero muy fría. Después de los berberechos les pedí una lata de atún en escabeche, pero la hija me ofreció un tazón de caldo:

—Lo hemos hecho para nosotras, pero si quieres… Hay de sobra para los tres.

—¿Con este calor?

—Precisamente.

—¡De acuerdo! —respondí al desafió.

Al rato, llegó con un enorme tazón que derramaba humo según lo iba trayendo.

El caldo estaba delicioso y me impacientaba el no poderlo beber a grandes tragos por lo que quemaba. Sudaba copiosamente pero el cuerpo me urgía a seguir bebiendo. Al acabarlo, me ofrecieron otro tazón que acepté encantado.

El bar estaba protegido del sol con postigos en la puerta y las ventanas, pero eso no impedía que algún rayo de luz intensa me recordase que yo ahí estaba de paso.

Terminé de comer a base de latas y saqué el diario para escribir mis últimas experiencias. La mesa se fue ocupando con un vaso de café de cazuela, otro de orujo que me recomendaron porque se lo hacia un pariente y que, a pesar de que había sido recién sacado del frigorífico, quemaba más que el caldo, y como no tenían puros, mi paquete de tabaco, el encendedor y un platillo que hacía de cenicero. Estaba feliz.

Sólo me incomodaba la piel, sobre todo la de los muslos. Rosalía se llevó en su mochila la crema solar y había andado todo el día sin protección. En la tienda tenían una buena provisión de cremas y compré la que me recomendaron. Me la extendí de inmediato, con generosidad para gozar de su frescor.

A las cuatro menos cuarto de la tarde terminé de escribir el diario afirmando que salí de Ruitelan a las cuatro en punto y esperé a que fuera esa hora para despedirme de las señoras. El precio que pagué por lo consumido, incluida la crema y las dos copas de orujo, me pareció una miseria, pero no me atreví a dejarles propinas para no ofenderlas.

A la salida del pueblo me encontré al que seguro es el peregrino más extravagante de los que conocí: Después de recorrer desde Alemania el Camino de Santiago, repetía lo andado en sentido inverso. Más o menos como la pareja que encontramos en Villalcazar de Sirga o el mimo de Carrión de los Condes, pero este con la particularidad de que lo hacia descalzo y procurando, con grandes aspavientos, mantenerse en equilibrio sobre la línea blanca que delimita el arcén porque, aseguraba, quemaba menos que el negro asfalto:

—Estás en la cárcel —advirtió como saludo en un español recién aprendido.

Yo no supe a que se refería y para aclarármelo sacó la joya: Una pequeña caja metálica, con fichas imantadas y dados, que se convertía al abrirse en un tablero del juego de la Oca.

Mientras él intentaba hacerse entender, yo me extasié frente a las pequeñas casillas: Los Puentes, Logroño y Santo Domingo de la Calzada; La Posada, Burgos; Los Dados, Carrión de los Condes y Cebreiro; El Pozo, León; El Laberinto, Ponferrada; La Cárcel, según el peregrino ahí mismo, y tenía su lógica ya que la casilla estaba situada en el tablero justo antes que los segundos Dados y estos eran sin duda Cebreiro. La Muerte… No sabía donde estaba la Muerte. De cada casilla guardaba un recuerdo indeleble.

El peregrino sacó un mapa en alemán y me señaló un rio, lo que podía ser un valle y un pueblo, todos ellos con el nombre de Valcarce. Entendí que me lo mostraba como prueba que decía la verdad, de que estábamos en la Cárcel.

Después recogió sus cosas, se despidió con un gesto de la mano y continuó haciendo equilibrios sobre la línea blanca mientras yo, divertido, lo miraba alejarse.

El calor parecía haber aumentado y mantuve mi filosofía de recorrer, sobre el licuado asfalto y en línea lo más recta posible, el espacio entre bares. El Camino se transformó en una sucesión de cuestas, cada una más empinada que la anterior.

Los bares no eran los clásicos de una ciudad. En la mayoría de los casos se trataba de entradas de casas transformadas o de tiendas que también servían bebidas. En todos ellos recibí un trato exquisito aunque en ocasiones falto de entusiasmo. Yo, para ellos, era un turista alejado de su mentalidad.

El camino se hizo montaña que debí conquistar utilizando a veces el bastón como pértiga. El paisaje de valles encajados era estremecedor y vertiginoso. Aliviaban mi soledad grandes pájaros que planeaban por debajo de mi atalaya.

Recorrí aldeas empinadas de gente pausada y silenciosa que en algún caso conducía vacas. Conocí aldeas desiertas y aldeas habitadas mayormente por perros pequeños, miedosos y ladradores. Aldeas todas ellas con olor a cuadra, humo y superstición.

A las nueve de la noche escalé un repecho y tras un pequeño muro descubrí que había conseguido evadirme de la Cárcel. ¡Estaba en Cebreiro!

Me tiré al suelo sin tiempo para quitarme la mochila. Era una posición incomoda que mantuve hasta que se me relajó la respiración. A mi alrededor, diseminados por grupos, una multitud de peregrinos hablaba animadamente. Pero… ¿De donde salía tanto peregrino? Se habían multiplicado desde Villafranca del Bierzo. Abrí los ojos y presté atención a detalles como el color de la piel y lo usado del calzado. Más de uno, muchos, empezarían en ese punto su peregrinación y alguno miraba con aprensión mi aspecto, reconociendo la patina que deja el Camino en un peregrino experimentado.

Me levanté dirigiéndome hacia la persona que tenía más cerca:

—Perdona. ¿Sabes donde está el albergue?

—Sí. Las pallozas —contestó señalando hacia un punto con la mano.

Las pallozas son edificios de piedra y paja cuyos orígenes pueden datarse en el Neolítico. Dormir en ese lugar es un privilegio que actualmente esta vedado por una acertada política de conservación.

Le agradecí la información y me fui hacia donde había señalado. Antes de llegar a las pallozas, aunque muy cerca, encontré a la Maestra junto a siete peregrinos, todos conocidos míos. Bebían cerveza bajo un árbol frente a la puerta de la iglesia.

Nos saludarnos efusivamente y me dijeron que esperaban al cura para que les cuñase las credenciales. Me quedé con ellos y compartimos cotilleos y cervezas.

Comentaban indignados la desgracia de una anciana a la que acababan de ver llorar desconsolada porque su familia, con la excusa de que se preocupaban por ella, le había ordenado abandonar la peregrinación. La anciana se llamaba Marisol y tuve ocasión de cenar esa noche en su compañía; era guapa, distinguida y elegante. Su máxima ilusión era caminar hacia Santiago sin descartar coger autobuses cada vez que le apeteciese. No se marcaba otra meta que intentarlo, y llamaba a esa aventura la última de su vida.

El cura, al que oímos llegar, era joven y entusiasta. Saludaba en voz alta proponiendo enseñarnos la iglesia antes de cuñarnos las credenciales.

Nos dirigía hacia el templo relatando el famoso milagro que, según la leyenda, ocurrió un domingo del siglo XIV durante una impresionante tormenta de nieve y viento; el cura la llamó turbulenta cellisca: Un monje celebraba la misa sin devoción alguna, convencido de que, a causa de la tormenta, nadie sería testigo de su desidia. Por eso, cuando después de la consagración vio entrar a un campesino, vecino de un pueblo cercano, se burló de él preguntando como se le había ocurrido ir hasta ahí entre lobos y nieves para sólo ver un poco de pan y vino. Nada más decir esas palabras, contempló el pan convertirse en un trozo de carne roja y el vino transformarse en sangre. Cuentan que el monje murió de la impresión.

Antes de entrar al templo, nos metió en una habitación donde había una preciosa pila bautismal de la que el cura detalló tanto sus aspectos artísticos como históricos.

Ya en la iglesia, tuvimos que esquivar focos, trípodes y pantallas que impedían disfrutar de su espíritu. El cura explicó que habían estado sacándole fotos al Cáliz y la Patena para una exposición.

Los peregrinos estábamos divididos en dos grupos: Los que escuchábamos al cura y los que iban por su cuenta, pero la iglesia era pequeña y terminábamos reuniéndonos en todos los puntos de interés, como la custodia donde se guardan el Cáliz, la Patena y las redomas que, en teoría, todavía conservan la carne y la sangre del milagro.

La imagen de la Virgen, el Cristo crucificado, las razones por lo rojizo de las piedras… Nada se salvó de la verborrea del cura. Escupía fechas y datos con velocidad digna de Rosalía.

En algún momento de la visita se me inició una desazón que creció hasta que fui consciente de ella. El Espejo del Alma se había activado espontáneamente, y a través de él contemple al cura como a un ser violentamente tentado por la vanidad; guardaba un secreto y buscaba desesperadamente una excusa para quebrarlo. A partir de entonces dejé que la intuición me dirigiera e intenté mostrarme amable e interesado por lo que contaba. De vez en cuando le hacia una pregunta, pero sólo cuando era seguro que podría lucirse con la respuesta. No tardó el cura en dedicarme sonrisas y cada uno de sus comentarios sobre la iglesia y sus tesoros.

—Debes estar orgulloso de ser el guardián de esta maravilla, ¿verdad? —le pregunté.

—Sí —contestó mientras en su cara se labraba la duda.

—Es una misión de mucha responsabilidad —continué el ataque.

—Desde luego —el parlanchín respondía mascullando cada sílaba.

—Claro que aquí no tendrás muchos alicientes —rematé sin compasión.

—¿Qué no? ¡Espera un poco!

Llegó dubitativo, arrepintiéndose, pero ya no tenía remedio porque todos lo rodeamos admirados de que trajera el Cáliz y la Patena del milagro. Sin darle tiempo para reaccionar, pedí que me los dejara.

El primer día de agosto de mil novecientos noventa tuve en mis manos tan sagrados objetos. ¡No podía creerlo! Aparte de valiosísimas reliquias, son los símbolos de Galicia y como tales figuran en su escudo, por lo que en ese momento tuve, simbólicamente, a Galicia en mis manos.

Mientras sujetaba las reliquias pensé que ese era la señal de que podía continuar el camino. ¡Había superado los Dados!

El grupo de peregrinos insistían en que les pasara los objetos sagrados, pero el cura se horrorizó ante el espectáculo y casi me los arrancó de las manos. Sin decir palabra volvió a la custodia, los guardo en ella y se metió ostentosamente la llave en el bolsillo. Luego, con cierta brusquedad, nos pidió de nuevo que lo esperásemos y se fue por la habitación donde estaba la pila bautismal. Volvió con el cuño para estamparlo violentamente sobre nuestras credenciales.

Salimos de la iglesia en silencio y con prisas, cohibidos como si hubiéramos cometido sacrilegio. En la puerta nos separamos; mientras que el resto de peregrinos se dirigió al mesón, la Maestra se ofreció para acompañarme hasta la palloza donde dejaría mi mochila y bastón.

Me preguntó por Rosalía y le contesté que no había podido localizarla, que lo volvería a intentar después de la cena. No pude extenderme en la conversación porque llegamos a la palloza, que parecía mucho mayor vista desde dentro; tal vez la oscuridad justamente rasgada por la luz de mi linterna desnutrida fuese la causa de la sensación. Apoyadas en la pared vi tantas mochilas que tuve que buscar un hueco donde dejar la mía. Lo hice en el único espacio libre que encontré, al lado izquierdo de la puerta.

Ya camino del mesón sacamos la conversación comodín: La peregrinación y lo dura que resultaba; la Maestra reconoció, bajando la voz, que ellos fueron todo el rato por carretera y que incluso alguno había cogido un autobús en el pueblo al pie de la última gran cuesta:

—Yo no, ¡eh! —aclaró.

Del mesón recuerdo el comedor y de este la televisión, encendida pero muda; esa noche transmitían el esperado show de Madonna, famosa cantante americana, y más de uno cenó sin mirar el plato. No escuché que pidieran subir el volumen, quizás porque el ambiente del comedor era bullanguero, propio de gente que esperaba ansiosa los primeros rayos de sol para iniciarse en el Camino de Santiago, creyéndolo una aventura intrascendente. Nuestra mesa, plagada de curtidos peregrinos, era mirada con respeto.

Encargamos la cena, y mientras hacíamos planes sobre el día siguiente, en el que nos enfrentaríamos al temido Alto do Poio, se acercó una señora mayor preguntando quién de nosotros había tenido en sus manos el Cáliz y la Patena:

—Yo he sido —respondí.

—Si te pregunto que has sentido, ¿sabrías responderme?

Era Marisol, que de anciana sólo tenía los años y la experiencia. Me ponía a prueba porque no buscaba conversación sino un indicio desde el que poder recrear mi vivencia. No hacia falta utilizar el Espejo del Alma para averiguarlo, bastaba con observar su mirada expectante.

—¿Que qué he sentido? No lo sé. Temo que me esforcé tanto en descubrir su magia que olvide sentirla —contesté sincero.

Marisol se rio. Buscó una silla vacía y preguntó si podía sentarse con nosotros. Todos saltamos como un resorte invitándola a quedarse, y ella, sabiéndose querida, lo agradeció con sonrisa de adolescente coqueta.

Alguien inició la conversación preguntándole si iba a abandonar la peregrinación como le exigía su familia. Ella pidió que cambiáramos de tema.

—Todavía estoy aquí, todavía soy uno de vosotros. No me deprimáis. Pamplonas, ¿te importaría dar una vuelta conmigo después de cenar? Quisiera pedirte un favor.

—Será todo un placer —respondí orgulloso de que me hubiera elegido.

Durante la cena habló poco, prefirió escuchar, a veces con los ojos cerrados, nuestros comentarios sobre el Camino. Supe que era así como disfrutaba y procuré que la conversación girara sobre las anécdotas experimentadas durante la peregrinación. Los momentos que pasé con ella compensaba no sólo los más de cuarenta kilómetros recorridos ese día, también los anteriores. Marisol podía ser un buen motivo para peregrinar hasta ella.

Nos hartamos de paella. Las camareras parecían poco partidarias de la igualdad de trato y nuestras raciones llegaban antes y eran más generosas que la de los pipiolos. Como postre, seguimos el acertado consejo de probar el queso típico de Cebreiro.

Terminamos la cena con cafés, orujo, y yo un puro que sabía a fin de fiesta. Más que relajado, me sentía distanciado de un cuerpo plagado de cansancio, agujetas y ampollas; cuerpo que sufrí cuando tuve que levantarme para intentar, repetida e infructuosamente, contactar con Rosalía por teléfono.

Volví al comedor dudando si preocuparme por no saber donde estaba mi esposa o aliviarme pensando que se encontraría en casa de sus padres. Decidí esperar al día siguiente para, en caso de no localizarla entonces en nuestra casa, llamar inmediatamente después a la de mis suegros. Los ojos de la Maestra me trasladó su pregunta sobre Rosalía y yo, mientras me sentaba, le contesté negando con la cabeza.

El comedor se fue quedando vacío y todos estábamos cansados. Pagamos la cuenta y nos despedimos afectuosamente de las camareras, invitando a una de ellas, que insistía en la envidia que le dábamos, a que se uniera a nuestra peregrinación.

—¡Qué más quisiera!

Hacía frío y nuestra vestimenta no era la más adecuada. Habíamos olvidado que Cebreiro es montaña y gallega, por lo que toda moderación es ajena a su filosofía. Marisol pidió cambiar nuestros planes de pasear por los de volver un momento al restaurante para hablar. Yo estuve de acuerdo.

Las camareras nos autorizaron a tomar la última copa de orujo, Marisol prefirió café con leche muy caliente, y nos sentamos en la misma mesa que acabábamos de abandonar. El sonido de vajilla chocando, escobas barriendo y camareras adecentando el comedor para el día siguiente, fue un bálsamo que nos hizo sentirnos convidados en vez de clientes.

—Quiero pedirte un enorme favor pero me da vergüenza: Vas a pensar que chocheo —me dijo Marisol a bocajarro.

—Tú pide lo que quieras que si algo tengo claro es que no chocheas —respondí convencido.

—Me parece que mi familia no estaría de acuerdo contigo. Pero te lo voy a terminar contando, así que mejor antes que después. Mira, esto nunca lo he contado. Yo tenía una amiga, mi amiga. Se llamaba Matilde. Cuando teníamos más o menos doce años, ella se tuvo que ir con sus padres como inmigrantes a América e hicimos un pacto: Por la noche procuraríamos que nuestros espíritus se juntasen para compartir experiencias. Yo, durante muchos años, cumplí con el pacto y de esa forma ella me enseñó América e incluso conocí a sus novios. Es una tontería, pero hay cosas que, aunque sean mentira, no las habría podido saber de otra forma que por medio de Matilde. ¿Ves como chocheo?

—En absoluto.

—¿De verdad? —preguntó jocosa—. Pues el favor va más o menos por ahí: Lo que te pido es que durante la peregrinación, cuando te acuerdes, imagines que yo voy contigo. Sólo eso.

—No sólo te lo prometo sino que, además, me parece una idea preciosa. Entonces… ¿Es verdad que nos abandonas?

—Mi familia no me da permiso para la última aventura —contestó con una sonrisa triste y vieja que rezumaba nostalgia.

¡Permiso! Había olvidado que yo también necesitaba un permiso para continuar la peregrinación, pero… ¿Quién tenía el poder para autorizarme a continuar? ¿Tal vez Marisol? Había dado por cierto que el tener en mis manos el Cáliz y la Patena fue la seña, pero decidí, como símbolo, recibir el permiso de Marisol.

—Y tú, ¿me das permiso para que yo continúe mi peregrinación?

Ella me miró sin entender, pero siguió lo que creyó un juego:

—Desde luego, con la misión de que te acompañe mi espíritu —respondió muy seria.

—No sólo eso. Además, te prometo, aparte de que llegaremos juntos a Santiago, que cumpliré por dos veces con los ritos esos de poner la mano en la columna, el cabezazo al Maestro y el abrazo al santo. Una vez por ti y otra por mí.

—Has hecho feliz a una vieja —suspiró.

—Te aseguro que es todo un placer.

—Gracias. No sabes lo que significa para mí. Otra cosa: ¿Escribes un diario de la peregrinación?

—¡Claro!

—Cuando termines la peregrinación, ¿te importaría mandarme en una carta el resumen del diario? Sé que estoy abusando, pero es el último intento de sentirme válida.

De repente sentí un ataque de ternura. Quería hacerle un regalo que trascendiese sus pretensiones. ¿No iba a ser un Moisés, el Moisés de los Momentos? Pues probaría mis poderes.

—Un resumen no. Te voy mandar toda mi historia en el Camino. Más aún, y esto que no salga de entre nosotros, te doy mi palabra de que si antes de dormir me dedicas una oración, durante tu sueño vivirás mis experiencias de ese día. Mejor dicho, nuestras experiencias, ya que tú vendrás conmigo —ella me miró asombrada—. No hace falta que me creas: Prueba esta noche y comprobaras que funciona. ¿Crees que chocheo?

De inmediato me avergoncé de mis palabras, porqué, aún valorando mi buena intención, las reconocí como un instrumento de vanidad. No había planeado el mensaje y ni siquiera creía que fuera posible, pero ya no tenía otro remedio que reafirmarme en lo dicho sino quería quedar como un idiota. O como alguien que se burlaba de una adorable ancianita.

Marisol me miró fijamente. Su cara no mostraba ninguna emoción. Al rato sonrió:

—No sé por qué pero te creo. Ahora vamos corriendo a la cama que estoy ansiosa por acudir a nuestra cita en el sueño.

Nos intercambiamos las direcciones, que apuntamos en servilletas, y quisimos pagar lo consumido, pero las camareras se negaron a cobrarnos. Al salir del mesón, Marisol cogió mi mano y al llegar a la palloza me frenó:

—Dame dos besos —no fueron dos sino una batería de ellos en cada mejilla—. Has hecho feliz a una vieja. ¡Aunque me hayas mentido o estés loco!

—Mira Marisol, loco puede que lo esté, pero nunca te mentiría.

Le acompañé con mi linterna de luz gastada hasta donde estaba su mochila y esperé mientras se metía en el saco. Luego fui hasta mi sitio, al lado de la puerta, y me preparé para dormir.

En realidad no confiaba en extraños poderes con los que cumplir mi palabra, pero aún suponiendo que los tuviera, tampoco sabía como utilizarlos. La paja del suelo resultó mullida y me venció el cansancio de inmediato.

Me despertó una mano dulcísima que notaba desde hacía rato sujetando la mía. Ella estaba a mi derecha, seguramente sentada, apoyada en la puerta. Abrí los ojos pero sólo vi oscuridad. Apreté su mano para mostrarle que estaba despierto y sentí que me respondía de igual manera.

—¿Marisol? —susurré.

La oí levantarse y abrir la puerta, de la que entró una claridad tan tenue que era apreciable sólo por comparación con lo negro del interior, pero suficiente para reconocer el perfil de Marisol.

Salí del saco de dormir y la seguí vestido como estaba; una camiseta que justamente ocultaba el calzoncillo. Hacía frío e iba descalzo, pero supuse que la entrevista sería breve.

Marisol había desaparecido de igual forma que el Moisés de la Impotencia. Me quedé quieto un momento, sin reaccionar. Volví hasta la mochila y saqué la linterna con la intención de dirigirme a la iglesia por si ella caminaba hacia ahí, pero antes enfoqué el lugar donde estaba su saco y la encontré dentro de él, dormida. Deslicé la cansina luz sobre la pared buscando otra puerta por donde podía haber entrado, pero no la había. Escuché a un peregrino protestando y tuve que apagar la linterna. Estaba tan despierto que me iba a ser difícil recuperar el sueño. Decidí salir a fumar un cigarro.

Silbaba un viento helador contra el que luché para encender el cigarro, y subí hasta la puerta de la iglesia entre piedrecillas que se clavaban, casualmente, en las zonas más sensibles de mis pies llagados.

Empujé la puerta y me sorprendió notar como cedía. Entré por calentarme en el templo sin ventanas que atesoraba la noche y avancé hacia donde estaban expuestos el Cáliz y la Patena. La linterna ya solo servía para descubrir siluetas y casi alumbraba menos que la brasa del cigarro.

Me mantuve largo rato ante los sagrados símbolos de Galicia, doliéndome de que no pudiera utilizar a Rosalía como testigo de que habían estado en mi poder, porque sin pruebas, ¿quién me creería?

Busqué un rincón donde aplastar el cigarro, y justo mientras lo hacía se apagó la linterna: “Ahora es cuando pasa algo raro”, pensé.

Me aproximé al Cristo utilizando el mechero como única iluminación, y por tranquilizarme intenté rezar, pero me sentí no escuchado. Le acerqué la llama al rostro y miré su cara; parecía aburrido, fantaseé que de mis rezos a esas horas: Eran las cuatro y veinte.

El encendedor estaba tan caliente que tuve que prescindir de sus servicios. Agité la linterna y le extraje un velo sutil y amarillento que solo creaba contornos. Sabía que ese conato de luz no iba a durar mucho y temí quedarme a oscuras en tan claustrofóbico escenario: Abandoné la iglesia con sensación de huida.

El trayecto hasta la palloza lo hice procurando pisar de forma que mis pies sufriesen lo menos posible las puntiagudas piedrecillas. Sólo se oía el viento y mis dientes chocando a causa del frío.

Recordaba más mullida la paja y menos ruidosos los ronquidos, pero la calidez de la palloza compensó esas molestias acompañándome hasta la frontera del sueño.

Me despertó el guirigay que formaron los peregrinos al prepararse, distinguiéndose claramente, por el tono de sus voces, pipiolos de experimentados. Recordé a Marisol y mi promesa. No descartaba el que ella hubiera soñado conmigo y mi Camino, pero en ese caso estaba dispuesto a otorgar el mérito a la autosugestión, aunque mantenía agazapadas esperanzas de que yo poseyera alguna misteriosa facultad que me permitiera cumplir con mi palabra. ¿Acaso no iba a ser el Moisés de los Momentos?

Marisol ya tendría formada una opinión de mis poderes dependiendo de sí había o no soñado conmigo, pero yo no conocía sus conclusiones. Fui cobarde y me hice el dormido. Que fuera ella quien me despertara y tomara la iniciativa. De esa forma no me equivocaría al excusar mi fracaso o al mostrar humilde naturalidad ante su admiración.

Hubo gritos, incluso insultos, cuando alguien sorprendió a un pipiolo fumando dentro de la palloza, algo terminantemente prohibido por lo peligroso de manejar fuego en un lugar donde el suelo y el techo están formados por paja. Ya me planteaba si era creíble el que siguiera durmiendo con tal alboroto cuanto escuché la voz de Marisol pidiéndoles que se callaran:

—¿No veis que el Pamplonas está dormido?

—Pues ya es hora de que se despierte, ¿no? —opinó un pipiolo.

—Un respeto, chaval —recriminó Marisol—. No tienes ni idea de quien es.

El resto de peregrinos experimentados le dieron la razón a Marisol, supongo que sin otro motivo que el quitársela al pipiolo. Marisol me había defendido con tal aplomo que ningún novato se atrevió a poner en duda sus palabras preguntando quién era yo para merecer ese respeto, pero a partir de ese día noté, incluso en personas que no habían estado en la palloza, que se me miraba de forma distinta.

Descifré de las palabras de Marisol que no la había defraudado, pero todavía esperaba que viniera a despertarme. No lo hizo y escuché como partían los peregrinos. Cuando me supe solo, formé una sonrisa y abrí los ojos.

Por la palloza se filtraba una luz lánguida en la que danzaban partículas de polvo y paja. Me incorporé con un suspiro de satisfacción y apoyé la espalda en la pared; tuve la impresión de que, mientras permaneciera en la palloza, el mundo se mantendría estático, esperándome. Dejé caer mis párpados para disfrutar el momento y me sentí físicamente poseído por una inmensa paz. Sin abandonar la sonrisa, recité lentamente el mantra del Camino.

Noté una corriente que cruzaba mi columna vertebrar hacia el cerebro, tan intensa que me preocupó el que pudiera dañarme: La cabeza empezó a latir con ritmo creciente, como si algo en su interior la golpease sistemáticamente con intención de reventarla. Al rato, la sensación fue disminuyendo hasta desaparecer. Abrí los ojos con alivio.

La palloza había cambiado. Busqué la diferencia y la encontré en su espíritu, que entonces parecía frío y desangelado como si le hubieran robado el alma, un alma formada por tristezas y alegrías de peregrinos que hasta entonces durmieron bajo su techo de paja.

Entendí que si mi intuición no me fallaba, arrebataba al Cebreiro un tesoro mayor que el guardado en su iglesia, y que con él recibía la obligación de emplearlo convenientemente, pero… ¿Cómo? ¿Cuál era su utilidad? ¿Era ese el permiso que necesitaba para continuar el Camino?

Salí de la palloza y busqué a Marisol para despedirme. En Cebreiro no hay muchos sitios para esconderse y pronto sólo me faltó la iglesia donde mirar. Tampoco estaba, pero sí la colilla que aplasté contra el suelo la noche anterior.

Ni el Cristo ni la Virgen parecían dispuestos a ofrecerme respuestas a lo ocurrido en la palloza. Terminé rezando frente al Cáliz y la Patena, junto a las criptas donde cuentan que reposan los cadáveres de los protagonistas del milagro: El cura y el campesino.

Cebreiro – Sarria

Profundamente defraudado porque Marisol se había marchado sin despedirse, salí de Cebreiro a las ocho menos cuarto con un calor que asustaba, tanto por la dificultad que añadiría al caminar como por la amenaza respecto a la temperatura a la que me enfrentaría horas más tarde. Recordé la noche y añoré su frío.

Alcanzar el Alto do Poio fue toda una proeza. No era el peor trecho de los recorridos durante mi peregrinación, pero esa certeza no alisaba lo empinado de la carretera. Sólo la belleza del paisaje distraía de las penalidades.

Cansado y sudoroso, me crucé al entrar en el bar del Alto do Poio con peregrinos que ya salían. Nos saludamos, y mientras comentábamos la pendiente ya superada, descubrí dentro del bar la sonrisa de Marisol.

—¿Vas a continuar la peregrinación? —pregunté esperanzado.

—¡Qué más quisiera! He andado hasta aquí para quitarme el antojo y darte una sorpresa. ¡A que ya pensabas que no iba a despedirme!

Tenía los ojos llorosos, pero su sonrisa lograba eclipsarlos. Bebía café con leche y yo pedí una cerveza pequeña y un litro de gaseosa para mezclar; a esa hora tan temprana ya me sentía deshidratado. Cuando la consumición estuvo servida, Marisol me cogió la mano y miró fijamente hacia el fondo de mis ojos:

—Demuéstrame que lo de esta noche no ha sido autosugestión.

El tono de su voz era más ansioso que retador. Tenía que convencerla de que no estaba jugando con sus esperanzas. Decidí arriesgarme. Y, si era preciso, mentirle.

—Yo te prometí que soñarías mi peregrinación y lo has hecho. ¿Más pruebas? Tú has soñado una peregrinación más de sentimientos que de paisajes; la verdadera peregrinación. Probablemente seas incapaz de reconocer una montaña que yo haya visto, pero sí lo que sentí al observarla. Tú esta noche has pasado mi calor y mi sed, te has cansado y gozado como yo, e incluso hemos probado la misma comida —dogmaticé.

A cada palabra buscaba su confirmación en el gesto de Marisol, siendo yo el primer asombrado de que asintiera con tal energía ante un discurso que, de pensarlo, no me habría atrevido a pronunciar. Bastó desbloquear unos frenos imaginarios para que surgieran espontáneas las palabras. No era nueva la experiencia pero fue la primera vez que me dio miedo. ¿Quién decía esas palabras? Desde luego que salían a través de mi boca, pero si yo no decidía el mensaje… ¿Quién lo hacia?

El subconsciente, me respondí. Él fue quien hizo la promesa a Marisol y quien la cumplió, pero… ¿Era mío ese subconsciente? ¿Lo dominaba? Sentí vértigo al vislumbrar que en realidad el subconsciente era quien manejaba los poderes que fantaseaba poseer yo.

—¿Quién eres? —susurró Marisol asustada.

Supe a que se refería pero lo disimulé:

—¿Yo? ¡El Pamplonas!

—No me refiero a eso y tú lo sabes. ¿Quién eres?

—Un peregrino que está encantado de hacerte un favor —respondí humilde.

Por cambiar de conversación, pedí al camarero que me sirviera huevos fritos con chistorra.

—¿Quieres tomar algo? —le pregunté.

—Otro café con leche. Gracias. Háblame de ti. Si esto va de tus sentimientos, debo conocerte bien para saber a que atenerme.

Los huevos fritos con chistorra y el café con leche se enfriaron por falta de atención. Hablé sin parar ni controlar lo que decía, explicándole aspectos de mí que nunca habría imaginado reconocer y otros que curiosamente iba descubriendo según avanzaba la conversación. Nuestras manos se mantuvieron juntas, y de no ser por la edad podrían habernos tomado por enamorados.

Nos despedimos bruscamente, sin alharacas, disfrazando lo que era un adiós definitivo.

El trayecto hasta Triacastela se hizo cómodo porque llevaba la mente extasiada con mis dudas sobre el subconsciente. Encontré cobijo tras la simbólica membrana que rasgué cuando me dirigía a la Cruz de Ferro, y desde ahí contemplé mi cuerpo andando a su antojo junto al fantasma de Marisol.

Sentí un vahído al entender que quien controlaba el cuerpo era mi subconsciente, pero me tranquilicé al descubrir que tenía poder para impedírselo. Permití que él me llevara, viera, escuchara, oliera y decidiera durante el trayecto. Acepté que el subconsciente era un buen tipo, alguien digno de confianza. Él fue quien me pidió que tomara el control cuando vio a una peregrina de las pipiolas que lloraba sentada bajo un árbol.

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

Entre hipidos me contestó que casi la atropella un coche y como, por esquivarlo, se había tirado a una zanja torciéndose el tobillo. Que le dolía mucho, pero más la posibilidad de tener que abandonar en su primer día el Camino por culpa de la lesión.

—¿Puedes andar?

—Si me ayudas, yo creo que sí.

Faltaba poco más de un kilómetro hasta Triacastela, pero sola no habría llegado. Le quité su mochila e intenté llevársela, primero colocándomela delante y luego en brazos. Al final, la sujetamos con una cuerda encima de la mía y le ofrecí un brazo para que se apoyara. El fantasma de Marisol compartía mis dificultades y en una ocasión tuve el humor de guiñarle un ojo.

Hacía tanto calor que una nube de mosquitos se desplazaba delante mía, aprovechando la sombra que yo proyectaba. Sólo lo complicado de volverme a cargar las mochilas impidió que parase cada minuto a descansar. La certeza de que Tiacastela estaba cerca, y la admiración que creí ver en los ojos de la pipiola, me dieron fuerza para seguir.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté jadeando bajo el peso de las mochilas.

Bastó esa pregunta para que me contara su vida: Se llamaba Natalia, era valenciana, estaba recién licenciada en biología y decidió realizar la peregrinación desde Cebreiro como terapia para desconectar de los estudios. También me contó lo que había escuchado sobre mí: Que inicié la peregrinación en Francia, por lo que se me consideraba el decano de los peregrinos españoles, que me enfadé con mi mujer, que siempre salía el último del albergue y que no dejaba bar sin visitar. Es sorprendente como corren las noticias por el Camino.

Media hora más tarde llegamos al pueblo y nos encontramos en el bar con un nutrido grupo de peregrinos que apuraban sus consumiciones. Al vernos entrar, ella cojeando y yo derrengado con las dos mochilas, vinieron corriendo a socorrernos.

—¿Qué os ha pasado? —preguntaban.

Natalia tomó el protagonismo y explicó con todo lujo de detalles como ese coche, depredador de peregrinos, la tiró a una zanja. Yo, a un lado, sin fuerzas ni para apoyarme en el bastón, procuraba, entre estertores y toses recuperar el aliento.

Natalia se descalzó. Tenía el tobillo muy hinchado. Le aconsejaron que colocara el pie sobre una silla y lo dejara reposar. Me ofrecí a quedarme con ella en el bar, comer tranquilamente y decidir después si ella podía o no continuar andando. Esther y Fernando, una pareja del grupo de peregrinos experimentados con los que había tenido escasa relación, decidieron acompañarnos.

—¿Comemos de picadera? —propuso Fernando.

—¿Picadera?

—Sí. Vamos pidiendo cosas para picar: Unas rodajas de chorizo, jamón, patatas fritas, unas aceitunas… Lo que nos apetezca.

Estuvimos de acuerdo y empezamos pidiendo chorizo, queso y jamón, que devoramos entre anécdotas del viaje y chistes del Camino mientras bebíamos cerveza con gaseosa:

—Os propongo un problema de matemáticas —dije—. Suponed que dos peregrinos españoles salen de Cebreiro: El primero a las siete de la mañana andando a una velocidad de seis kilómetros por hora y el segundo a las siete y media caminando a cinco kilómetros por hora. ¿En que punto se encontrarían?

—Che, si el primero sale antes y corre más, no se encontrarán nunca —exclamó Natalia, orgullosa de su perspicacia.

—Te equivocas. Si son españoles, se encontraran, siempre, en el primer bar.

—Tienes razón —dijo Esther—. Ocurre siempre.

—Y los extranjeros hasta traen café soluble y se lo beben frío para desayunar. Esos no gastan en bares —añadió Fernando.

Tras encargar la segunda ronda de lo mismo, el camarero nos ofreció una mesa con sombra en la calle. Aceptamos encantados, y sin apenas darnos cuenta, disfrutando de conversaciones intrascendentes salpicadas de cerveza con gaseosa, platos de fiambres, quesos, empanada gallega, berberechos en vinagre y algún comentario filosófico, dieron las cinco y media de la tarde.

Natalia se había resignado a ir en coche hasta Sarria y esperar que, durante la noche, el tobillo se recuperara lo suficiente como para continuar la peregrinación al día siguiente. Se despidió apenada después de que el camarero, todo amabilidad, localizara entre sus clientes a quien iba en coche en esa dirección y se prestara a llevarla.

Dejé que Fernando y Esther se adelantaran mientras yo telefoneaba a Pamplona. Lo hice un mínimo de cinco veces, pero, o no estaba Rosalía en casa o no quería coger el teléfono. Cuando llegase a Sarria volvería a intentarlo. Me planteé llamar a casa de sus padres, pero me dio tal pereza tener que dar explicaciones que lo aplacé para el día siguiente.

Compré pilas para la linterna, calcetines en una tienda cerca del bar, y venciendo mi desgana me eché al Camino.

A la salida de Triacastela hay que elegir entre seguir por la carretera o utilizar el antiguo Camino. Me decidí por este último y comencé un recorrido diabólico, subiendo y bajando continuamente, sin un bar donde refugiarse, con la cantimplora vacía y todas las fuentes secas. El calor logró fundirse con el aire, transformándose en un fluido viscoso y ardiente que repugnaba a los pulmones.

El caminar se hizo mecánico mientras la mente se auto flagelaba recriminándose el no haber optado por la carretera. De haberlo hecho, supuse que me habría topado con bares.

Dos horas después de abandonar Triacastela encontré a una mujer mayor, vestida de negro, que cubría su cabeza con un gran y sucio pañuelo de cuadritos azules. Me miró y salió corriendo antes de que pudiera pedirle un vaso de agua. Seguí mi camino insultando por lo bajo a tan poco hospitalaria señora, pero al poco escuché una voz que me llamaba.

Era la anciana del pañuelo sucio que corría detrás de mí con una jarra en la mano. Me dijo, en un híbrido entre castellano y gallego difícilmente entendible, que al verme había ido a sacar agua del pozo.

Se lo agradecí tragando la jarra sin respiro, y cuando la anciana preguntó si quería más le dije que sí, que para llenar la cantimplora. Atravesamos una cuadra habitada por gallinas negras y vacas hasta un patio donde la anciana, negándose a que le ayudara, extrajo del pozo un cubo de agua fresca con la que llené la cantimplora, tirándome, ante la sonrisa desdentada de mi benefactora, el resto por la cabeza.

Me invitó a descansar en una banqueta y ella se sentó en otra a mi lado. Saqué el paquete de tabaco y la anciana me pidió un cigarro. Terminamos fumando los dos, en silencio, a la fresca de la sombra y al calor de mugidos y cacareos.

Al irme le quise dar el paquete de tabaco pero, como ella se negó a admitirlo, lo dejé encima de la banqueta y me despedí dándole dos besos que recibió entre risas agudas y chillonas.

Estaba contento, descansado y con agua en la cantimplora. Me eché al camino con un optimismo que consumí mucho antes de alcanzar la carretera.

Vi la ciudad, tan lejos que temí no llegar. A las once menos cuarto de la noche entraba en el primer bar de Sarria, donde estaba esperándome Natalia:

—Recordando el chiste de los bares me he dicho: Seguro que entran en este.

—¡Que no era un chiste! —le respondí como saludo.

Natalia me contó que había estado en el albergue, donde dejó su mochila, y después hizo auto-stop en el centro de Sarria hasta que un coche la trasladó hasta el primer bar de la ciudad que veíamos los peregrinos.

Pedí una gaseosa, y ya sentados le expliqué jocosamente la suerte que tuvo al recorrer en coche ese trecho del Camino. Ella se reía y estuve tentado de mostrarme ofendido, pero ni tenía fuerzas para disimulos.

Media hora más tarde llegaron Esther y Fernando.

—¿Ves como no era un chiste? —enfaticé al verlos.

Ellos fueron por la carretera, pero por su aspecto, tampoco guardarían buen recuerdo del trayecto: Se sentaron hablando de calor, sed y cansancio.

Natalia interrumpió sus lamentos:

—Me han dicho que el albergue se cierra a las diez. No sé si nos dejaran entrar a estas horas.

—A mí no me importa dormir en la puerta de una iglesia —dijo Esther.

—A mí tampoco —apoyó la idea Fernando.

—¿Tienen camas en el albergue? —pregunté yo.

—No. Hay que dormir en el suelo —informó Natalia.

—Pues, si está el albergue cerrado, dormimos en la iglesia —decidí.

—Pero yo tengo la mochila en el albergue —protestó Natalia.

—No te preocupes. Te dejo mi saco —ofrecí caballeroso.

Estábamos a las afueras de Sarria y todavía nos faltaban varios kilómetros hasta llegar al centro. Natalia creyó que sin mochila podría seguir nuestro ritmo, pero tuvimos no sólo que adaptarnos al suyo sino que, además, mi brazo volvió a convertirse en bordón.

El albergue estaba en lo alto de una gran cuesta y para coger fuerzas entramos en un bar en el que pedimos bebidas, un plato de jamón y otro de queso:

—¡Que no me acordaba! —exclamé—. Por la mochila debo tener todavía un poco de cecina.

La encontré en el fondo, dentro de una fiambrera. Ellos no conocían la cecina y les encantó. Después de acabarla pedimos cafés, y para brindar por nuestra amistad, unas copas de orujo.

A la una de la madrugada llamamos por teléfono al albergue, cuyo número encontramos en la guía telefónica, y les preguntamos si nos abrirían las puertas. Nos dijeron que sí.

La cuesta que hay que superar para alcanzar el albergue es la última y dura prueba del trayecto hasta Sarria, pero la escalamos dándonos ánimos unos a otros. Natalia se había adueñado de mi brazo y se acercaba tanto a mí que por primera vez la miré como mujer y no como a pipiola.

El traje de peregrina le favorecía a esa joven flaca y de pelo corto y amarillo a la que el sol todavía no había curtido como peregrina. Sus luminosos ojos verdes eran tan expresivos que daba la impresión de que utilizaba las palabras como complemento. Sujetaba mi brazo con tal fuerza que notaba su pecho pequeño y duro. Sentí una erección.

En el albergue abrió la puerta un cura que nos acompañó hasta una habitación desnuda de muebles en la que dormían peregrinos. Pero… ¿De donde salían tantos? Se habían vuelto a multiplicar desde la última vez que los vi en Cebreiro. Me reafirmé en la sospecha de que muchos trampeaban para lograr la Compostelana.

Pensé en Marisol y de los sentimientos que soñaría si podía trasmitírselos esa noche; concluí que había sido un buen día a pesar de las penalidades. La erección se hacía notar bajo mis calzoncillos y me masturbé en un silencio que rompí al tener que buscar en la mochila papel higiénico con que limpiarme.

Después, pedí al subconsciente que si era posible, influyera en la curación del tobillo de Natalia.

A pesar de los más de cuarenta y dos kilómetros que según el podómetro había caminado, el duro suelo me impidió dormir con fluidez. Al día siguiente me desperté cansado y dolorido.

Se escuchaba el jolgorio que formaban los peregrinos despiertos y convencidos de que, a partir de entonces, los durmientes no merecen respeto.

Abrí los ojos, busqué entre la multitud a Natalia y la vi dirigiéndose hacia mí con una sonrisa que trascendía sus labios hasta alcanzar la mirada:

—¡Pamplonas! Que tengo el pie bien. Además, he soñado contigo, con que me lo curabas.

Más que impresionarme, la noticia sirvió para confirmar que mi subconsciente era un buen tipo y que Marisol seguiría recibiendo mis emociones en forma de sueños. Tendré que averiguar como darle las gracias al subconsciente, pensé. Y tal vez hasta le ponga nombre; Si mi consciencia se llama Fermín, ¿por qué el subconsciente no iba a merecer al menos un apodo?

—¿Necesitas que te reviente alguna ampolla? —me sorprendió Natalia al ofrecerse sin preámbulos para semejante operación.

—¿Ya sabes como se hace?

—Sí. Se lo he visto hacer a esa pareja. ¿Tienes jeringuilla?

—¡Ah, no! A mí ese sistema de la jeringuilla no me convence nada.

—Me han dicho que es lo mejor para las ampollas y que casi no duele.

—Lo que tú digas, pero con mi sistema no es que casi no duela, es que no duele.

—¿Tu sistema es el de coserte un hilo en la ampolla?

—Sí.

—Me han dicho que de esa forma se puede infectar.

—Te pueden haber dicho lo que sea y es fácil que tengan razón, pero a mí, eso de meter una aguja en la ampolla, extraerle el liquido por aspiración y luego introducirle mercromina a presión, me da repelús sólo de pensarlo, así que me niego a que te me acerques con una jeringuilla.

—De acuerdo, te las coso.

—¿Lo has hecho alguna vez?

—No pero lo haré con mucho cariño.

—Te lo agradezco, de verdad, pero hoy no porque llevo dos días sin ducharme.

—Che, no importa, tus pies no me dan asco.

Mientras ella me reventaba las ampollas vinieron varios de los peregrinos a saludarme, y durante las conversaciones pudo parecer que no valoraba la acción de Natalia. En realidad, disfruté cada segundo que empleó en arreglarme los pies.

No era partidario de compartir mi Camino, pero acepté hacerlo cuando Natalia me preguntó si podía acompañarme. Se preparó con prisas y esperó paciente a que yo terminara de vestirme.

—Me han robado la navaja —comentó al salir del albergue.

—¿Cuándo?

—Supongo que ayer por la tarde, mientras os esperaba en el bar.

Fue el único robo del que tuve noticia durante la peregrinación, y por limpiar esa mancha del Camino de Santiago, que me avergonzaba como propia, quise compensarla dándole una sorpresa.

Sobre Sarria se había posado una tupida niebla que no sólo ocultaba el sol sino también todo lo que estuviera a más de dos metros de distancia. Una niebla esponjosa y dúctil que revoloteaba seductora alrededor de cualquier objeto más denso que ella.

Bajamos la cuesta preguntándonos de que sádico habría partido la idea de colocar en ese lugar el albergue. Paramos en un cajero automático para sacar dinero, pero un mensaje en su pantalla nos aviso que no podía atendernos porque estaba sin línea. Entramos en la caja de ahorros y el cajero, esta vez humano, nos presentó oralmente la misma excusa, aunque dándonos esperanzas de que en menos de una hora podría solucionarse el problema.

Compré un periódico en cuya portada se podía leer en grandes letras que Irak había invadido Kuwait, y desayunamos en el mismo bar que cenamos. Pasada una hora le pedí a Natalia que se quedara guardándome la mochila mientras intentaba sacar dinero.

Entré en la caja de ahorros presentándome como director de una sucursal parecida a donde ellos trabajaban y todo fueron facilidades y gestos de complicidad. Tras recibir el dinero que necesitaba, les pregunté donde podía comprar una navaja y un empleado me acompañó entre la niebla hasta una cuchillería en cuya puerta nos despedimos después de agradecerle el favor.

La cuchillería era pequeña pero bien surtida y quien me atendió sabía su oficio:

—Así que usted quiere una navaja. Supongo que es peregrino, por lo que querrá algo práctico.

—Desde luego —confirmé.

—La navaja que quiere comprar… ¿Es para usted o para otra persona?

—Para otra persona.

—Eso me parecía. Me he fijado en la funda de navaja que lleva en el cinturón. ¿Es para un hombre o para una mujer?

—Una mujer —admití aturdido por la velocidad con que me dirigía el vendedor.

—¿Es un regalo?

—Sí.

—Bien. Yo le aconsejo esta preciosidad.

Me mostró una coqueta navaja multiusos con empuñadura de acero y madera.

—Me la quedo —exclamé entusiasmado—. ¿Cuánto cuesta?

—Siete mil ochocientas veinticinco pesetas, pero para usted, por peregrino, se la dejo en seis mil.

—¿Lleva funda?

—No, pero tengo una perfecta que se la dejaría en mil pesetas.

Me enseñó una funda de cuero basto y negro con trabilla para llevarla en el cinturón.

—También me la quedo.

Pedí que envolviera mi compra en papel de regalo y la transporté con el mismo mimo que hubiera empleado en una delicada flor.

—¿Has podido sacar dinero? —me preguntó Natalia sin apartar la mirada del paquete que llevaba en la mano.

—Sí. Toma. Es para ti —dije dándoselo.

Arrancó el papel y miró la navaja. La alegría vino después. Primero abrió los ojos y la boca con expresión de sorpresa, que mantuvo estable hasta que yo insistí:

—Es para ti.

—No puedo aceptarla —dijo con lágrimas en los ojos.

—El Camino te quitó una navaja y el Camino te proporciona otra. Yo no soy más que un instrumento del Camino —pontifiqué emocionado, esforzándome en reprimir unas lágrimas que picaban de tanto luchar por salir.

Se arrojó a mi cuello y me abrazó con fuerza mientras repetía: “Gracias, gracias, gracias”. Yo me rendí y lloré sobre su cabeza.

Había comenzado una lluvia fina pero intensa que casi hacia la misma función ocultadora que la niebla. Pedimos yo una cerveza, ella un refresco, y esperamos por si el tiempo mejoraba. Natalia colocó la funda en su cinturón, pero mantuvo la navaja en la mano, mirándola, investigando sus usos, acariciándola…

Sarria – Portomarín

A las once y media decidimos ponernos en marcha, protegido yo con el poncho y ella con una especie de capa que también le cubría la mochila. Natalia estaba feliz, y de vez en cuando me giraba para sorprender la sonrisa que iluminaba su capucha. “Que no se me olvide llamar a Rosalía”, pensé con sensación de culpa.

“Soy una peregrina”, le escuché murmurar varias veces.

No tardó mucho en aparecer un sol inclemente que me hizo suspirar por la anteriormente maldecida lluvia; de igual manera que al salir de Cebreiro aprendí a valorar el frío de la noche montañesa.

Mis fuerzas eran escasas y lo achaqué al mal dormir sobre el suelo, pero no podía defraudar a Natalia mostrándole mis debilidades y utilicé su tobillo recién recuperado para detenernos de vez en cuando a descansar:

—Es mejor que no lo fuerces. Hasta Portomarín hay veinte kilómetros y podemos hacerlos sin prisas —ilustraba.

—Pero lo tengo bien. No me duele y la inflamación ha desaparecido.

—Por si acaso, que los abusos tarde o temprano se pagan.

—Te advierto que puedo acostumbrarme a tus mimos.

De sombra en sombra, entre las que alguna vez creí ver a Marisol, llegamos a Mercado da Serra, todavía cerca de Sarria, y en cuanto vi un cartel donde ponía “Tabaco”, me apresure a entrar por si había suerte. La hubo, porque a pesar de que no podía considerarse bar, en la pequeña habitación de paredes sucias, decorada una de ellas con la cocina en la que burbujeaba una cazuela y otra con el frigorífico al lado del teléfono gris, vendían también, aparte de tabaco, bebidas que se podían degustar acomodados en una mesa desconchada.

El matrimonio que servía el bar era muy mayor y nos recibieron con ansia, procurando satisfacernos en todos los detalles. Parecía que no tenían muchos clientes y cada moneda que conseguían era una nueva esperanza de que la vida no los derrotaría.

—Tenemos cerveza, vino, “anaranjada” y limonada, señoritos. ¿Qué quieren beber? —preguntó la señora que parecía tener, aparte de unas piernas horribles, la voz de mando en el local.

El marido, alto y flaco, apoyado en la pared, miraba en silencio con una sonrisa apacible.

—Yo una cerveza —dije mirando a Natalia, esperando que ella se decidiera.

—Yo otra.

—Dos cervezas para los señoritos —pidió la señora al marido que se dirigió al frigorífico—. ¿Saben lo de Kuwait? Lo hemos oído en el transistor y luego ha salido en la televisión. Que pena, ¿verdad señoritos? Con lo bonito que era.

Nos habíamos enterado por la prensa y comentamos la noticia entre los “qué pena, ¿verdad señoritos? Con lo bonito que era” de la mujer y el mudo asentimiento del marido.

Sirvieron las cervezas en unos vasos de cristal que supusimos limpios a pesar de verlos opacos, tal vez de tan usados.

La mujer, tras asegurarse de que si queríamos alguna otra cosa la llamaríamos, se fue a revolver lo que nos dijo que eran patatas. El marido, de pie junto a nosotros, observaba con su apacible mirada.

Terminamos las cervezas y pedimos otra con una botella de gaseosa, pero como no tenían, la tuvimos que mezclar con limonada, de la que nos sacaron una botella de litro.

—¿Quieres que nos quedemos a comer aquí? Un sitio más peregrino no hemos de encontrar —propuse en voz baja, procurando esquivar la escucha a la que estábamos sometidos por parte del marido.

—El sentido del humor es una prueba de inteligencia, ¿sabes? —me aduló Natalia—. Eres un maestro del chiste peregrino.

Hasta entonces no había relacionado la palabra peregrino con su otra acepción: Raro, extraño, distinto. Hice un chiste sin darme cuenta y lo reconocí bueno.

—Entonces, ¿qué? ¿Nos quedamos en tan peregrino lugar? —insistí.

—Desde luego —sonrió Natalia.

—¿Sirven comidas? —pregunté al marido.

El marido, sin contestar, se desplazó cuidadosamente hasta medio metro de su mujer y le preguntó si ese día tenían algo que darnos de comer.

—Tenemos filetes con patatas fritas y de primero lechuga morada, señoritos —nos gritó la señora desde la cacerola.

—¿Tú que dices? —consulté a Natalia.

—¿Yo? Encantada.

Al confirmar que aceptábamos la propuesta, sorprendí una mirada entre el matrimonio e intuí que nos estaban vendiendo su comida.

—Sino es molestia, claro —comenté para darles una excusa con la que rechazarnos y evitar su ayuno.

—No es molestia no, señorito. Gracias señorito.

—A la menor nos lo dice, ¡eh! Que a nosotros no nos importa irnos a otro sitio.

—Nosotros encantados señorito. ¿Verdad? —preguntó a su marido que asintió engrandeciendo la sonrisa.

Natalia me miraba sorprendida, y yo, en voz baja, le confesé mis temores de dejarlos en ayunas.

—¿Qué hacemos? —me preguntó.

—Comer y disfrutar de su sacrificio.

—¿Y ellos?

—Parece que necesitan más los cuatro duros que nos van a cobrar que los filetes.

Conectaron la televisión, y al aparecer los tanques entrando en Kuwait volvimos a escuchar el: “Que pena, ¿verdad señoritos? Con lo bonito que era” de la mujer acompañado del silencioso asentimiento del marido.

La lechuga morada, algo nuevo para mí, resultó basta, los filetes tiernos aunque finos, las patatas fritas abundantes y la bebida fresca. Fue un buen momento el que pasamos ahí, a pesar de la mirada apacible que sólo nos abandonó mientras comía en un rincón sus patatas.

Atemorizados por el calor, alargamos la sobremesa con café de puchero y copa de un orujo que, según afirmó la señora, lo hacia ella.

—Ahora están duros con esto del licor casero —masculló el marido sin casi mover la boca.

Se hacía tarde y nos quedaba mucho trecho que recorrer. Natalia quiso contribuir a pagar la comida pero yo me negué:

—Entonces, yo te invito a cenar —afirmó rotunda.

Me cobraron una miseria que casi doble con la propina. Les agradecimos el trato y nos echamos al camino y al calor.

Natalia había cogido ya costumbres peregrinas y andábamos uno detrás del otro incluso cuando lo estrecho del camino no hacían previsible el toparnos con coches. La escuchaba cantar mientras yo disimulaba las ganas de tirarme bajo cualquier sombra. A las cinco y media volví a utilizar su tobillo como excusa y nos resguardamos del sol bajo un árbol. Coloqué el saco de dormir sobre el suelo para tumbarme encima, la mochila como almohada y me encendí un cigarro. Natalia puso su saco en perpendicular al mío y apoyó su cabeza en mi estomago.

—¿Te molesto?

—En absoluto.

—Me alegro porque no pensaba quitarme.

Cerró los ojos y yo, tras un segundo de indecisión, apoyé la mano en su mejilla. Ella, sobresaltada, se incorporó sujetando mi mano y nuestras miradas se retaron. Sentí como tomaba una decisión. Volvió a tumbarse colocando mi mano sobre su rostro, aceptando la caricia. Algo había nacido y me inundó la duda.

No tenía escrúpulos en serle infiel a Rosalía, pero mis sentimientos hacia Natalia amenazaban evolucionar hacia una relación más estable. Natalia pareció recorrer el mismo proceso porque preguntó:

—¿Qué pasa con tu matrimonio?

—Supongo que ella ya habrá iniciado los trámites para la separación. Y sino, lo haré yo en cuanto llegue a Pamplona.

Nada contestó. Poco a poco, las caricias fueron perdiendo intensidad hasta que mi mano se frenó sobre su cuello. Quedamos dormidos y sufrí una pesadilla con mi esposa como protagonista.

Me desperté una hora más tarde, y al reanudar las caricias escuché ronronear a Natalia:

—Quiero quedarme aquí —gimió con acento infantil.

—Nos tenemos que ir —advertí.

—No quiero —refunfuñó mimosa.

El subconsciente se apoderó de mi mano y la introdujo por el cuello de la camiseta de Natalia, bajo la que danzó un dedo respetuoso con la frontera que marcaba el sujetador. No fue el tacto sino sus gemidos quienes me hicieron temer perder el control. Saqué la mano:

—Tenemos que irnos, ¡ya! Que sino, la liamos aquí mismo.

Natalia buscó mis labios y los besó; al principio de forma casi imperceptible para ir adquiriendo intensidad hasta lograr que la piel se me hiciera permeable a su alma.

Las piedras y ramas por las que rodamos marcaron los cuerpos, pero era un sufrimiento aplazable y los sentidos estaban obcecados con otras sensaciones. Gruñíamos con agresividad, movidos por algún instinto atávico que no entendimos. Los movimientos se hicieron bruscos y abandonamos toda precaución hacia el dolor, tanto el padecido como el provocado; arañábamos y mordíamos con avaricia posesiva.

Las prendas saltaban sin orden ni respeto a su integridad, pero, al verla por fin desnuda, me detuve unos segundos para observarla retorciéndose sobre el suelo, con la cara encendida y los pechos blancos, pequeños, tan tensos y brillantes como un espejo por el que mi dedo, negro de sol, se deslizó lenta pero imparable, venciendo, tras breve lucha, la resistencia del altivo pezón.

—¿Tensveativos? —escuché.

—¿Eh?

—¡Preservativos! ¿Tienes?

—No —respondí con voz opaca.

—Mejor.

Saltó encima de mí y conjugamos mil caricias que fueron todas una.

Frené los ímpetus hasta lograr una misma mirada cómplice, y desprecié el físico para centrarme en las emociones que trasmitían los ojos de Natalia. Cada jadeo fue compartido, y sus orgasmos, trallazos que aguardaban turno impacientes, pude gozarlos intensamente una vez que obvié la sorpresa por sentirlos.

Mi eyaculación ya se anunciaba y me preparé para obsequiársela. Fijé en mí sus ojos y eliminé todo pudor que pudiera interferir. Sonreí con calma, acompasé las respiraciones y la conduje por mis sensaciones hasta que se atrevió a dirigirlas.

Natalia fue quien controló mi orgasmo, y al hacerlo no sólo lo experimentó sino que jugó con sensibilidad femenina hasta introducirnos en desconocidos recovecos del placer.

La experiencia trascendió el aspecto sexual. Fue, pensé, un prodigio con que se adornó el subconsciente para mostrarme sus habilidades. Natalia se derrumbó sobre mi pecho, y entre tiernas caricias, dos cuerpos palpitantes se plantearon lo ocurrido.

—¿Qué ha pasado? —escuché gimotear a Natalia.

—Que la hemos liado.

—No me refiero a eso, che.

—Lo sé.

Mantuvimos el abrazo hasta que nos desencajamos con cuidado. Fue fácil volverse a mirar y un dulce beso certificó la ausencia de arrepentimiento.

No quería caminar; me creía incapaz de hacerlo. Lo que de verdad necesitaba era parar un coche, pedirle que nos trasladara al hotel más cercano y dormir. Dormir abrazado a Natalia hasta despertar harto de cama con sábanas.

Pero no había coche que parar y me vi obligado a andar entre calor, cuestas y la falta de fuerzas. Natalia, por el contrario, parecía plena de energía y la escuchaba tararear a mi espalda.

A las diez de la noche acabamos una de las jornadas más agotadoras de mi peregrinación entrando en la impresionante mole de la iglesia-fortaleza de san Nicolás, que encontramos abierta a esas horas porque un cura la mostraba a un grupo de peregrinos pipiolos. Estuvimos el tiempo justo para que nos cuñaran las credenciales y fuimos hacia el moderno albergue de Portomarín, donde, por primera vez durante el Camino de Santiago, tuve que pagar cien pesetas para poder ducharme.

Mereció la pena; logré la temperatura perfecta del agua y me enjaboné con generosidad. Natalia se duchaba cerca y le escuché canciones que me supieron antiguas y añoradas; canciones que ya conocía de mi olvidada vida anterior a la peregrinación.

Natalia salió de la ducha mientras yo disfrutaba, apoyado con las manos en la pared, del masaje que provocaba la fuerza del agua sobre mi espalda.

—Pamplonas, ¿tienes ropa para cambiarte? —me preguntó.

—Sí —respondí entre el fragor de la ducha.

—Entonces te lavo la que has usado hoy.

—Gracias.

—Y si tengo que reventarte ampollas me avisas cuando salgas de la ducha.

—Gracias. ¿Tú tienes ampollas?

—Toda una colección, como buena peregrina.

—Guárdamelas. Esas las mimaré yo.

—Eres un cielo —escuché con una sonrisa declarar a Natalia.

Salí de la ducha al rato y la encontré limpiando mis calcetines:

—Están rotos —avisó sacando varios dedos por el agujero del talón.

—Pues no gano para calcetines. Tendré que comprar.

—Mañana a primera hora. Antes de salir.

—De acuerdo.

—Ya esta encargada la cena. El alberguero me ha aconsejado un “restorán” y ha llamado por teléfono para reservar mesa.

—Estás en todo —piropeé.

Natalia tenía seis ampollas, tres en cada pie, y las cosí con tal mimo que fui recompensado con un beso en los labios. No sé cuantas ampollas soportaban mis pies pero no menos de cuatro. Acabó mi cura con más besos.

Cuando llegamos al restaurante lo encontramos vacío. No tuvimos que elegir el menú porque Natalia había pedido por teléfono que nos prepararan una cena típica gallega: Pote, empanada, marisco, queso, una tarta creo que de almendras…

Supuse que el café y las copas de orujo, Natalia lo tomó de hierbas, daba fin a tan suculenta cena, pero faltaba la sorpresa. Cuando la señora que nos había servido la cena le susurró algo al oído, Natalia me dijo:

—Una autentica cena gallega no puede terminar sin una buena queimada.

—Si vas a corresponderme así, recuérdame que te invite a comer todos los días —exclamé.

—No me tientes —respondió con una sonrisa llena de picardía.

La anciana que nos esperaba iba vestida de luto riguroso, en el que destacaba la toquilla de una tela brillante que parecía no admitir las arrugas. Nos miró fijamente un rato, y con movimientos de la mano invitó a que la acompañáramos unos metros hasta un recodo, a la vuelta del restaurante, donde había en el suelo tres banquetas y en medio una vasija de barro y cuatro tazones del mismo material.

Al sentarnos, nos hizo una casi imperceptible reverencia con la cabeza como saludo, y sin más protocolo bebió un trago del líquido de una botella, también de barro, que ocultó bajo la falda. Lo degustó lentamente, escupiéndolo acto seguido dentro de la vasija donde vació otra botella de lo que supusimos, acertadamente, que era orujo. Miré a Natalia pero no vi asco sino sorpresa en su cara. Nos sonreímos mientras la anciana echaba al liquido unas bayas y unos trozos de lo que parecía fina corteza de árbol. Sacó un frasco de entre los pliegues de su ropa, añadiendo parte de su contenido a la vasija; era de consistencia parecida a la miel pero de un color negro con reflejos verdosos. Lo revolvió lentamente, utilizando un palo pelado en toda sus superficie a excepción del pequeño trozo por donde lo sujetaba con las yemas de los dedos.

La anciana vestida de negro no parecía reparar en nosotros y mucho menos en las miradas que nos cruzábamos. Yo ya buscaba una excusa para no beber lo que tenía todo el aspecto de terminar siendo una repugnancia con babas.

Con uno de los tazones cogió un poco del liquido, al que añadió el viscoso jarabe con reflejos verdosos. Buscó otra vez entre los pliegues de su negra ropa y sacó un encendedor que nos provoco miradas jocosas; el encendedor también era negro. Acarició con su llama el liquido del tazón hasta que se propagó por toda su superficie y después la sumergió, poco a poco, en la vasija. Sentimos el calor del fuego y el chisporroteo que se formaba al ser revuelto con el palo. Volvió a echar jarabe negro en el tazón, colocándolo posteriormente sobre las llamas hasta que se licuó, para arrojarlo lentamente en la vasija, que lo recibió con chispas multicolores.

Creí oír un susurro y presté atención: Salía de los inmóviles labios de la anciana, que fue elevando la voz hasta ser perfectamente audible a varios metros de donde estábamos. Era un conjuro que duró varios minutos. Cuando acabó de recitar, las llamas se convirtieron en azules y la anciana vestida de negro las apagó ahogándolas con el negro mandil que llevaba.

Llenó un tazón, bebió un trago, y mientras repetía lo que parecía una plegaria, fue vertiendo liquido hasta formar un circulo en el que los tres quedábamos dentro. Llenó el resto de los tazones y nos dio uno a cada uno quedándose ella con el tercero. Después, me miró profundamente, elevó su tazón en un brindis y dijo:

—Queimada especial para el futuro Moisés. ¡Ultreya! —dijo con voz cavernosa sin estridencias.

No me creía que hubiera dicho esas palabras. Tuve que recapitular para aceptarlas:

—¿Qué?

—Tú eres Jacobino, ¿verdad? Te veo la tau.

—¿Qué dice? —preguntó Natalia.

—Peligráis, sobre todo ella que es inocente. Aquí estará protegida, yo me encargo de eso. Tú, futuro Moisés, huye esta misma noche y no pares hasta encontrarte lo más lejos posible de nosotras. Todavía eres perseguido. Todavía puede conseguirte. Beber —ordenó.

No tuvimos opción a la duda. Nada más escuchar la orden, nos llevamos los tazones a los labios y degustamos un liquido caliente y dulzón cuyos vapores traicionaban al alcohol que no eliminó el fuego. Estaba bueno, muy bueno.

Recordaba a Bafo como algo ya olvidado y sentí un ahogo al enfrentarme de nuevo a su amenaza.

Cuando la anciana vestida de negro vio que habíamos acabado, extendió su mano pidiéndonos los tazones para volverlos a llenar.

A cada trago el escenario se fue achicando hasta quedar reducido al circulo que la anciana vestida de negro había formado con la queimada. Mis pensamientos caían vertiginosamente, alternándose sin lógica.

De repente sentí una sombra que nos acechaba con movimientos felinos. Me puse a la defensiva, pero me tranquilizó la mano de la anciana que se posó en mi brazo. Miré hacia Natalia y la vi absorta, como en trance. En ese momento, cuando se apaciguaba mi ánimo, una figura con ojos llameantes se me enfrentó gruñendo. La mano de la anciana vestida de negro apretó mi brazo dándome valor, y al saberme seguro pude analizar la figura: No tenía forma, o las tenía todas, su tamaño variaba y se adaptaba al terreno.

Algo explotó en mi cabeza y caí en lo oscuro, donde me asaltaron imágenes incomprensibles que fueron tomando significado según se conjugaban entre ellas. Contemplé el Camino de Santiago como un juego de la Oca a tamaño real, en el que no sólo el escenario eran casillas sino que también lo eran las personas que se habían cruzado en mi peregrinar; cada árbol y piedra, cada momento vivido, cada ser, parecían creados exclusivamente para que yo me desenvolviera según un plan previsto, empujándome a trampas que debía evitar si quería alcanzar la meta. Entendí que la filosofía del juego iba más dirigida a procurar la derrota del contrario que a buscar una victoria. El perder representaba la muerte, y esa era una casilla que todavía no había superado. En ese tablero, Natalia peligraba porque, yendo conmigo, se transformaba en un punto débil a través del cual poder atacarme.

Sentía el cerebro encerrado en un espacio que le había quedado pequeño. Abrí los ojos y vi a la anciana vestida de negro que parecía esperar a que yo despertara. Pero… ¿Me había dormido?

—Tienes que irte —recordó la anciana con su hablar monótono.

Natalia me miraba asustada:

—He tenido unas visiones muy raras. ¿Qué nos han hecho beber?

—No lo sé, pero tranquila que no era nada malo. ¡Supongo!

—¿Vas a dejarme sola?

—¡No! —enfaticé—. Durante lo que resta de peregrinación sentirás mi presencia. Yo te protegeré. Pero no podemos ir juntos. Sería peligroso. Sobre todo para ti.

—No entiendo pero te creo —respondió entre lágrimas—. ¡Vete ya, che! Pero antes dame tu dirección.

—Yo se la daré —interrumpió la anciana—. Tú tienes que irte, ¡ahora! Mientras estés aquí, nosotras peligramos. Tu, niña, dormirás conmigo esta noche, es más seguro.

No dudé que la anciana tendría mi dirección; si la sabía mi Dama, no era extraño que la conociera toda persona que estuviera al tanto de la extraña partida del juego de la Oca que yo estaba jugando.

Natalia se me colgó del cuello dándome un beso apresurado. La anciana nos separó:

—¡Tienes que irte! ¡Tienes que…

La anciana vestida de negro no esperaba que yo le diera dos besos en las mejillas como despedida. Tras un momento de indecisión, le nació una sonrisa que parecía forzada por unos músculos no entrenados para tales posturas. Cogió mi mano y profundizó en mis ojos:

—Mereces ser Moisés y siento que no lo seas. De verdad.

Me emocioné, y transformé esa energía en euforia. Sin mirar atrás fui hacia el albergue y entré con cuidado para no despertar a los peregrinos. Se oían ronquidos y voces inconexas, producto, supongo, de alguna pesadilla.

Tras colocarme la mochila y coger el bastón, ya salía cuando escuché una voz que me llamaba. Era la Maestra:

—¿Qué haces Pamplonas?

—Me voy.

—¿A estas horas?

—Sí.

—¿No huirás de esa amiguita rubia que te has echado? —recriminó.

—Algo de eso hay —respondí al ser la única razón coherente que se me ocurrió.

—¿Qué sabes de tu esposa?

—Nada.

—Cuando hables con ella, dale recuerdos.

—Sin falta.

Quiso levantarse de la cama pero no la dejé, me acerqué a ella y le di dos besos. Quedaba poca peregrinación y era muy probable que no la volviera a ver. Prometimos escribirnos.

Portomarín - Alto del Rosario

Desde Portomarín me sumergí en la noche, que vetada de reflejos plateados rebullía espesa. El calor parecía posarse sobre el cuerpo como una gasa negra que se deshacía en jirones a cada soplo de aire.

Llevaba la linterna colgada de la muñeca pero no la utilizaba; me conformaba con la luz que derramaban las estrellas, suficiente para marcar la línea blanca que señala el arcén y que era por la que me guiaba.

La carretera me permitía despreocuparme al menos hasta Gonzar, donde debía, según la Guía del Peregrino, desviarme por un camino. Permití al subconsciente tomar el control de mi caminar y yo, afectado todavía por el alcohol de la queimada, me dejé arrullar con el eco de los últimos acontecimientos.

Había abandonado a Natalia, pero tenía la certeza de que la anciana vestida de negro la informaría lo suficiente como para que entendiera que lo había hecho motivado por su seguridad.

Creo que fue el concepto de seguridad lo que me hizo reaccionar. Sin tiempo a meditarlo active el Espejo del Alma, y a través de él contemplé a un peregrino delgado, quemado por el sol y mirada febril, que detenido en la carretera formaba un puzzle con piezas desechadas: La conversación con el Moisés de la Impotencia, en la que me aconsejaba no fiarme de nadie. “Hasta yo puedo ser un bafo”, advirtió; su comentario de que tendría que contar con sólo mis fuerzas porque ya no podrían ayudarme hasta llegar a Finisterre; la anciana vestida de negro que, a pesar de reconocer la tau como identificativo y haberme saludado con un ultreya, había confundido mi nombre de iniciado llamándome Jacobino en vez de Jacobo… Y sobre todo, el sentir de la anciana porque no era Moisés cuando era imposible que lo fuera hasta acabar la peregrinación. ¿O se refería a que ya no podría ser Moisés? No me fue difícil recordar exactamente lo que dijo: “Mereces ser Moisés y siento que no lo seas. De verdad.” Cada vez que repasaba sus palabras, más me parecían una disculpa. Como si ella se sintiera responsable de que yo no llegara a serlo.

Me pareció increíble que no hubiera reparado antes en esos detalles. Pero no tenía tiempo para buscar razones; debía actuar y decidí volver sobre mis pasos.

La mochila frenaba mi marcha y la oculté cerca de una fuente, tras un pequeño matorral. Utilizando el bastón para darme impulso, con la respiración forzada y a veces astillada por un gemido, me dirigí hacia la vieja vestida de negro. No sabía donde estaba ni como encontrarla, pero iba hacia ella.

Mientras caminaba, procuré concentrarme en la cara de la anciana pero se imponía la imagen de su toca de tela brillante. Poco a poco, mi mente se cubrió con la textura de la prenda que parecía no admitir arrugas y la vi transformarse en un circulo incandescente, como un fuego negro que no desprendiese luz ni calor.

La imagen saltó de la imaginación a la realidad y contemplé la llama negra encima de Portomarín. Me froté los ojos, un poco teatralmente, lo reconozco, hasta convencerme de que esa llama estaba ahí, señalándome un lugar.

Apresuré el paso, entré en Portomarín y recorrí varias calles hasta una casa de dos pisos recién pintada. Me detuve y recapacité; No tenía certeza de que dentro se encontrara Natalia. Era más lógico que la llama negra fuera producto de mi imaginación. No obstante, decidí tocar el timbre.

Me abrió la vieja vestida de negro, que al verme retrocedió torpemente unos pasos:

—Peligramos. Debes irte ahora. Corre —exclamó.

—¿Dónde esta Natalia?

—A salvo. Debes irte. ¡Ahora!

—No me iré sin Natalia.

—Debes irte.

—He dicho que no sin Natalia. Y si hace falta, entraré yo a buscarla.

Me miró intensamente y comprendió que hablaba en serio.

—Como quieras. Sígueme —aceptó.

La casa estaba impoluta y olía a bizcocho. Caminé detrás de la anciana, descubriéndole una chepa en la que hasta entonces no había reparado.

—Espera aquí. Ahora viene —dijo con su voz cavernosa abriendo una puerta y encendiendo la luz.

Era una habitación pequeña, con dos sillones que parecían nuevos, una mesa camilla, una gran televisión, sobre la que estaba el retrato en sepia y negro de una joven enmarcada en madera, y un mueble repleto de figuritas de porcelana. Dos bucólicos paisajes colgaban de las paredes blancas.

No fue el frío en los pies sino una intuición la que me impulsó a mirar hacia abajo y contemplar una sombra tan oscura que parecía un agujero en el que creí hundirme. Brinqué asustado hacia la puerta e intenté abrirla. No pude, el pomo estaba fijo. La anciana me había encerrado.

La sombra se retorció hasta dividirse en cuatro, que flotando sobre el suelo me rodearon. Salté sobre ellas, las esquivé, pero no cesaban de perseguirme. Las golpeé con el bastón sin lograr resultados. Los muebles dejaban poco espacio para la defensa y de vez en cuando alguna sombra me rozaba provocándome un frío seco y profundo que me debilitaba.

Comprobé una vez más que la puerta estaba cerrada. Añoré la astilla que me regalo la Mujer de la Posada en Burgos y que estaba en mi mochila, detrás del pequeño matorral en la carretera. Utilicé la tau como escudo, pero eso no impresionaba a las sombras que parecían hacerse más ágiles. Sabía que perdía la batalla. Cada vez me costaba más saltar y esquivar. Cada vez las sombras me alcanzaban con más facilidad.

Desesperado por sentirme las últimas fuerzas, empujé con el bastón a la sombra más cercana y vi que lograba desplazarla. Eso me dio esperanzas; Tal vez no pudiera vencer pero si mantenerlas a distancia.

Se abrió la puerta bruscamente, apareciendo la vieja vestida de negro con un martillo que manejaba con torpeza. Al esquivar el golpe, ella perdió el equilibrio y yo aproveché para emplear toda la fuerza de mis brazos en estrellar mi bastón en su cabeza.

Salté sobre la vieja sin reparar en si estaba inconsciente o muerta, y tras salir de la habitación recorrí la casa gritando el nombre de Natalia hasta localizarla dormida sobre el suelo de un cuarto sin luz ni muebles.

Intenté despertarla, pero no reaccionó a mis gritos, zarandeos ni bofetadas. Parecía drogada. La cogí en brazos y me apresuré en salir de la casa, vigilando por si aparecían sombras que me cortasen el paso.

Cargué con ella hasta que me fallaron las fuerzas, y entonces, en un callejón, tras dejarla en el suelo, me derrumbé. El miedo, el cansancio, la tensión soportada o la suma de todo ello, me forzó un lloro desesperado del que surgían gemidos desgarradores.

Al rato, ya desahogado, me enfrenté al problema de qué hacer con Natalia. Seguía sin reaccionar y me sabía incapaz de cargar con ella lo suficiente como para alejarnos del acoso de las sombras. Me encendí un cigarro.

Se me ocurrió, ya que la consciencia de Natalia me era inalcanzable, probar si mi subconsciente era capaz de tomar el control de su cuerpo.

He padecido pocos sustos en mi vida comparable a ver, nada más pensarlo, como Natalia se incorporaba como un zombi y me miraba fijamente. Necesite convencerme de que era yo quien provocaba el prodigio y no las sombras.

—Sígueme —ordené.

Caminé unos pasos y ella me siguió con una soltura que no levantaba sospechas.

Decidí no ir al albergue por miedo a que algún peregrino quisiera hablar con ella y descubriese su estado.

Me dirigí hacia la salida de Portomarín con prisas y comprobé que ella se adaptaba a mi paso. No paramos hasta que encontré mi mochila detrás del arbusto.

Encendí un cigarro mientras Natalia, como una estatua, esperaba mis instrucciones; no se sentó hasta que yo lo ordené. Bebí de la fuente y llené la cantimplora. Ofrecí agua a Natalia pero no reaccionó.

Continuamos andando hasta Gonzar, donde cambiamos la carretera por el antiguo Camino de Santiago. Natalia iba detrás mía sin afectarle la velocidad que yo marcaba ni el que tuviéramos que enfrentarnos a una permanente cuesta arriba.

Atravesamos varias aldeas de pocas casas sin alterar su silencio. Había veces que me creía solo de tan callada que iba mi acompañante, teniendo que girarme a menudo para confirmar que me seguía. Busqué el fantasma de Marisol pero no apareció. También pensé en Rosalía y me alegré de que hubiera escapado de los peligros del Camino.

En uno de los descansos se me ocurrió aprovecharme de la insensibilidad de Natalia, y desde entonces la hice cargar con mi mochila; favor que me hizo sin queja.

El sol nos sorprendió atravesando el Alto del Rosario. No había colocado el podómetro a cero, pero, según la Guía del Peregrino, Natalia caminó más de veinte kilómetros. Calculé que en mi trayecto de ida y vuelta para rescatarla yo habría cubierto otros diez.

Merecíamos un descanso y nos lo tomamos debajo de un árbol; coloqué la mochila como almohada y mandé a Natalia que se tumbara apoyando su cabeza en mi estomago. Dediqué mi último pensamiento a Marisol y sonreí al imaginar su reacción si recogía mis sensaciones de esa noche. Me quedé dormido acariciando castamente la cara de Natalia.

Fue un despertar angustioso. Creía que las sombras me habían atrapado. Era Natalia que me zarandeaba preguntando dónde estábamos y que hacíamos ahí.

La dejé hablar hasta averiguar que su último recuerdo era el de la anciana vestida de negro dándole el primer tazón de queimada. Conociendo ese dato, me dispuse a contarle un cuento:

—¡Menuda borrachera cogiste ayer! —exclamé jocoso.

—¿Borrachera?

—Y menos mal que vine contigo, porque podía haberte pasado cualquier cosa.

—¿Por qué? —preguntó sin que la sospecha desapareciera de sus ojos.

—Porque te empeñaste en andar de noche, y en el estado en que estabas…

—Me parece todo muy raro.

—A mí también, pero eso ocurrió. Y además, me extraña muy mucho que no te acuerdes de nada —contesté muy serio—. Claro que ante la duda puedes preguntar a la señora que nos preparó la queimada.

—¿Dónde está mi mochila y mi bastón?

—Una autentica peregrina no los necesita.

—¿Qué?

—Eso es lo que decías, y se debió enterar todo Portomarín porque lo gritaste en cada esquina.

—No me habrás echado nada en la bebida, ¿verdad?

—¿Para aprovecharme de ti? —sonreí.

—Por ejemplo.

—Te recuerdo que, de haber querido, no hubiera necesitado echarte nada para que termináramos la noche haciendo el amor. En vez de eso, ya ves, de niñera.

—No me habrás hecho nada raro, ¿verdad?

—¿Tú que crees?

—¿Qué hago con mi bastón y mochila? —preguntó sin contestarme.

—Por tu comportamiento, debía decirte que es tu problema, que bastantes me has provocado esta noche. Pero voy a ser bueno. Estamos cerca de Palas de Rei. Llamamos desde ahí al albergue y pedimos que envíen tus cosas en autobús.

Alto del Rosario – Arzúa

A las once y cuarto entramos en un bar de Palas de Rei, pedimos el desayuno, y mientras nos lo servían llamó Natalia a Portomarín por teléfono. El alberguero le tranquilizó diciendo que no se preocupara, que le mandaba su equipaje en el primer autobús que saliera hacia Palas de Rei.

—¿A que hora llega? —le pregunté cuando me explicó lo dicho por el alberguero.

—No me lo ha dicho pero es igual —mintió—. Tú vete en cuanto acabes el desayuno porque estoy agotada y me voy a quedar aquí descansando hasta mañana.

Entendí que no quisiera continuar el Camino conmigo. Tampoco me importó; después del malentendido me sentía incomodo con ella. Comí rápidamente el filete de ternera con patatas fritas, bebí un café y me despedí.

Cuando estaba en la calle, escuché que me llamaba:

—¡Pamplonas, Pamplonas!

—¿Sí?

—No me has dado tu dirección.

Entramos de nuevo en el bar y le apunté mis señas en una servilleta. Al despedirme, ella me dio un beso en la boca:

—Gracias por todo, Fermín. Y perdona. Es que estoy rara. Tal vez deje la peregrinación. No sé, me da la impresión de no controlarla.

Mientras salía del Palas de Rei me pregunté que habría sido de nosotros sin la interferencia de la vieja vestida de negro. Una duda que se ha reactivado después de escribir estas líneas.

La despedida de Natalia me dejó sensaciones enfrentadas. Por una parte sentí que me quitaba un peso de encima al saberla a salvo de Bafo, pero por otra parte me alejaba de una mujer con la que me había encontrado a gusto y relajado, algo que no conseguí creo que nunca con Rosalía. ¿Qué si se me ocurrió contarle la verdad sobre Bafo y mi peregrinación? No, y mientras caminaba pensé que debería, al menos, habérmelo planteado. ¿Qué pensará hoy de la experiencia que sufrió ese cuatro de agosto?

Me enfrenté a cada paso considerándolo una victoria sobre el Camino, golpeando el suelo con el bastón como si quisiera castigarlo. Comparé los ríos secos que atravesaba con mi cantimplora vacía. Subí y bajé cuestas negándome a descansar a pesar de que mis músculos lo suplicaban. El sol había acartonado mi piel y el sombrero creaba sobre mi cabeza un efecto invernadero, pero esquivé las sombras y permití libertad al sudor para que formara su cauce. Tropecé con las raíces de un roble y me ofendió su prepotencia al insultarlo. Me negué a comprobar si las fuentes sacaban agua y atravesé pueblos mirando fijamente al frente para que ningún bar, si lo había, me tentase con su entrada. Estaba enfadado y buscaba el sufrimiento para disculpar mi humor. Fantaseaba no conque Bafo moría sino conque yo lo mataba.

Me di un respiro cuando recorrí un trozo de calzada romana, homenajeando a Rosalía pensando que nuestro problema es que tenemos tanto arte que no sabemos valorarlo. Mi hijo malogrado me extrajo lágrimas que no investigué.

Poco antes de Furelos, en la puerta de un restaurante al que ya había decidido despreciar, vi a un señor con gran bigote que levantaba los brazos y me llamaba. Era Román:

—¡Fermín! ¡Mecagüen tu padre!

Román no estaba solo. Traía consigo los ecos de un Fermín ya olvidado. Lo miré desde mi atalaya de peregrino curtido en batallas inconcebibles y me asaltó la traumática certeza de que el Camino de Santiago no era sino un paréntesis que se cerraría en breve para condenarme a la existencia del extraño Fermín cuyo máximo logro era el ser director de una pequeña sucursal bancaria.

Me costó reaccionar, y en ese intervalo dudé de si esa imagen era real o una alucinación producto del calor, el cansancio y la falta de sueño. Otra posibilidad que tomé en consideración fue el que pudiera ser una artimaña de Bafo. Román, ajeno a mis elucubraciones, seguía agitando un brazo mientras utilizaba la otra mano como visera sin moverse de la puerta del restaurante:

—¡Fermín!

No me alegré de verlo. Lo consideré una ingerencia en mi peregrinación. Pero sabía que su presencia era símbolo de amistad y me acerqué sonriendo:

—¿Qué haces aquí?

—El gilipollas.

—¿Por qué? —pregunté más animado.

—Porque en vez de estar de vacaciones en la playa, rodeado de preciosidades en top-less, me encuentro aquí, en mitad de la nada. Y todo por tu culpa, so cabrón. Pero vamos dentro que aquí hace un calor que fríe los sesos.

Sus insultos estaban adobados de sonrisa cómplice por lo que me sabía sin motivos para ofenderme. Entramos en el restaurante y pedimos en la barra dos cervezas y una ración de berberechos con vinagre.

—Ahora, cuéntame qué haces aquí —insistí.

—Estaba preocupado por ti.

—¿Por mí?

—Después de lo que me contaste sobre la bronca con tu mujer y que ella se había ido dejándote solo, te creía hundido en la depresión.

—Pues no.

—No hace falta que lo jures. Ya me han contado que has tenido que salir corriendo en mitad de la noche para librarte de una rubia peligrosa que te perseguía.

—¿Quién te ha contado eso?

—Es vox pópuli. He preguntado por ti a todos los peregrinos que veía por la carretera y te aseguro que eres famoso. ¡Vamos, que te van a sacar en las coplas! ¿Es verdad que hasta se dejó la mochila y el bastón para salir corriendo detrás de ti?

—Más o menos —galleé.

—¡Qué cabrón! ¿Has comido?

—Todavía no.

—¿Qué pasa, que los peregrinos no coméis?

—De vez en cuando.

—Pues ya toca. Y mientras comemos me cuentas. ¡Jodó que delgado estás! Esto de la peregrinación es mejor que el gimnasio.

—Sobre todo si en el gimnasio te quedas en el bar bebiendo cervezas.

Eran las tres y media de la tarde y al camarero no le hizo ninguna gracia tener que prepararnos una mesa a esas horas. El restaurante tenía poca variedad, pero nos conformamos con una buena ensalada, solomillo y vino:

—Pero esta noche nos buscamos un buen sitio para hartarnos de marisco —Propuso Román.

—Tengo que terminar la peregrinación.

—Desde luego. Tú me dices donde quedamos y a que hora. Te recojo, nos hinchamos de marisco hasta reventar, nos corremos una juerguilla y te vuelvo a donde quieras.

—De acuerdo.

—¿Cuándo llegas a Santiago?

—No lo sé. Espera un poco.

Consulté la Guía del Peregrino y me sorprendió el que, previsiblemente, entraría en Santiago de Compostela al día siguiente.

—Supongo que mañana, pero luego voy a Finisterre.

—¿Andando?

—No si tú me llevas en coche.

—Eso está hecho.

Me fusiló a preguntas sobre Natalia, a quien llamaba la Rubia, y tuve que mentirle, que remedio, viéndome en la obligación de presumir sobre lo irresistible que resultaba para las mujeres.

—Te creo porque lo he comprobado, pero la verdad es que, feo no es que me parezcas, pero tampoco te habría descrito como un adonis. Claro que con lo moreno que estás… —dudó—. No, ni moreno te veo irresistible.

—Menos mal.

Se interesó por lo ocurrido con Rosalía y sólo necesité una frase para ponerlo al corriente:

—Ya estaba harto de chorradas.

—En serio. ¿Qué tal estás?

—Sin duda mejor que con ella.

—Pues eso es lo importante.

Durante la comida, comentó sobre el bar Cernin y quienes ahí nos reuníamos, pero me sonó a cotilleos sobre extraños, y a pesar de que lo escuché con atención, era un tema sin alicientes para ese peregrino en que me había convertido.

Me embargó la euforia. Mi cuerpo deshidratado reponía líquidos a base de vino y el cerebro notaba los efectos del alcohol. Tomamos cafés, orujo y unos puros enormes porque eran los únicos que había en el restaurante.

Miré en la Guía del Peregrino y quedé con Román a las nueve de la noche en un bar de Arzúa en el que según la guía podía alquilarse habitaciones. Tenía por delante un trayecto de dieciséis kilómetros, pero en el estado etílico en que me encontraba me parecieron hasta pocos. Además, los recorrería sin mochila porque Román la llevaría en su coche.

A las cuatro y media de la tarde nos despedimos. Él se quedó en el bar y yo me enfrenté al Camino y su espantoso bochorno.

Los primeros kilómetros fueron un placer andarlos. La ausencia de mochila compensaba el calor extremo de esa tarde calmada, tan silenciosa que parecía que hasta los pájaros hubiesen huido del burbujeante sol que entonces llevaba de frente.

En las afueras de Melide cinco peregrinos descansaban bajo una sombra, y entre ellos reconocí al que se hizo notar en la juerga que montamos en Villafranca del Bierzo por su carácter extrovertido y pésima voz para el canto.

—Pamplonas, ¿y la mochila? —me gritó.

—Me la llevan en coche —respondí sin frenar mi marcha.

—Tú sí que sabes —se admiró.

El trecho de Melide a Boente se hizo eterno. Acarreaba una galbana mucho más pesada que la mochila, y en cada sombra era tentado para echarme a dormir la siesta. Intenté utilizar el subconsciente pero no lo encontré. Seguramente, pensé, estará agotado del esfuerzo nocturno.

De Boente recuerdo su agradable cuesta abajo entre vientos que, cual ríos, utilizaban sus calles como cauce.

Seguí a ratos la carretera, atravesé diminutos pueblos y bosques de eucalipto, donde me agencié unas ramas por lo refrescante de su aroma, bajé hacia valles y subí laderas que me recordaban lo forzados que llevaba los tobillos. Incluso creo que Bafo intentó atacarme, pero estaba tan influenciado por la modorra que no le hice el menor caso; supongo que de haber sido él habría insistido. Pensé en Marisol y me recreé en su recuerdo.

Lo primero que hice en Arzúa fue entrar en la Parroquia de Santiago para que me cuñaran la credencial del peregrino; cuando ya había localizado al cura, me di cuenta de que la llevaba en la mochila y me tuve que disculpar por molestarlo en vano. El cura, amablemente insistió en que si hacía falta me esperaba hasta que volviera con la credencial.

Encontré el bar donde había quedado con Román y bebí una cerveza mientras el camarero iba a preguntar a la dueña si tenían habitaciones libres. Una vez conseguido el cuarto, hasta tuve tiempo de darme una ducha, aunque me vi en la obligación de ponerme después la misma ropa sudada porque la limpia también estaba en mi mochila.

Cuando bajé al bar, Román hablaba animadamente con el camarero frente a un vaso de ribeiro.

—Toma, calamidad, no pensarás salir así conmigo, ¿verdad? Que uno tiene una reputación que mantener —dijo dándome una bolsa.

—¿Qué es?

—He pasado por un pueblo donde había un mercadillo de ropa y te he comprado esto. Pruébatelo.

Subí de nuevo a la habitación ya con mi mochila, volví a ducharme rápidamente y me puse la ropa que había comprado Román: Un pantalón blanco, quizás de lino, que se ajustaba a la cintura con una cuerda y cuyo roce, acostumbrado al pantalón corto, me sorprendió. Completaba el regalo una camisa color crema. Cuando me miré al espejo sufrí un sobresalto. Estaba habituado a mi imagen de peregrino, tanto que no reparé en que tal vez fuera poco indicada para ir a una marisquería, pero con la ropa nueva tuve que compararme a mi aspecto anterior a la peregrinación. Sabía que había adelgazado y que estaba muy moreno, pero no creía que la mutación fuera tan drástica.

—Y Román tiene el valor de decir que no estoy irresistible —me dije en voz alta—. ¡Lo que hace la envidia!

Bajé al bar y sorprendí a Román preguntando al camarero donde podíamos cenar buen marisco. El camarero le sugirió que fuéramos a Noia, a una marisquería que él conocía:

—Y además no es cara —añadió.

—¡Esto es otra cosa! —exclamó Román al ver mi aspecto—. Venga, vamos que es tarde.

—Dígales que van de parte de Sisebuto y seguro que les atienden por muy tarde que lleguen —aconsejó el camarero.

—¿Te llamas Sisebuto? —pregunté.

—No, yo me llamo Pío, pero si le dicen que van de mi parte lo mismo no cenan. Mejor díganles que van de parte de Sisebuto —respondió serio.

Disfruté en el breve viaje en coche, tanto del menguado paisaje nocturno como de lo rápido que pasaba. Noia apareció como una ciudad pulcra y tranquila, poseedora de un mar rizado que seguro influía en el carácter de sus habitantes.

Encontramos pronto la marisquería. Era una tasca vieja, con su alma tan seca y astillada como el suelo. Una tasca cuya carta se podía deducir a través de las manchas que decoraban los mandiles de camareros que corrían frenéticos por el comedor. Una de esas casi extintas tascas alegres y ruidosas, llena de humo y olor a pescado.

Bastó el nombre de Sisebuto para que viniera el dueño, con pinta de rudo pescador, a saludarnos:

—¿Qué tienen de bueno para cenar? —preguntó Román.

—¿Aquí? ¡Todo! Pero yo les aconsejo a ustedes que pidan el menú degustación de la casa.

—Pues la degustación, ¿no?

—Claro que sí.

—¿Cenarán ustedes con ribeiro?

—Desde luego.

—Entonces, si me permiten ustedes, y como amigos de Sisebuto, están invitados a una botella.

Comimos hasta hartarnos y seguimos comiendo. Bebimos la botella del obsequiado ribeiro y dos más por nuestra cuenta. La conversación se volvió bullanguera e intranscendente.

Cuando nos sirvieron los cafés, acompañados de orujo y un purito, las fuerzas me abandonaron y recordé a Román que yo, nada más cenar, me retiraba a dormir.

—Una copica tomaremos, ¿no?

—No puedo. De verdad.

—No me digas que vas a despreciarme una copa después de venir desde Pamplona a consolarte por tu separación —chantajeó.

—Una —cedí.

Volvió el dueño para interesarse sobre si nos había gustado la cena:

—Y el orujo. ¿También les ha gustado a ustedes? Es que lo hace mi padre en el pueblo.

—Excelente.

—Esperen un poco que ahora mando que les traigan a ustedes otro vasiño a cuenta de la casa.

No fue otro vaso lo que trajeron sino la botella, que dejaron encima de la mesa para que nos sirviéramos a voluntad; hasta que le cobraron la cuenta a Román bebimos otras dos copas cada uno.

Al despedirnos, volvió a salir el dueño y pidió que saludáramos de su parte a Sisebuto, algo que prometimos hacer. El vino y el orujo habían hecho efecto; Román llevaba tan enorme sonrisa que su cara parecía una caricatura excesivamente coloreada.

Dimos una vuelta por Noia con el coche hasta localizar una agradable terraza donde sentarnos para tomarnos un café.

—¿Y otro orujo?

—Yo no puedo —contesté—, ya estoy borracho.

—¡Si ahora te vas a meter a la cama! Venga, otro orujo que tenemos que celebrar.

—¿Qué?

—Primero lo celebramos. Luego ya buscaremos las razones. ¿Has visto que minifalda? —me señaló una chica sentada a pocos metros de nosotros.

—A mí, más que la minifalda me gustan sus piernas.

—¡Jodó! ¡Y Parecía tonto!

Tomamos otra copa e insistí en que me llevara a Arzúa. Estaba cansado.

—Sí, yo también, que llevo un montón de kilómetros encima.

Ya en el coche, propuso localizarme al día siguiente para comer juntos, pero yo no quería interferencias ni ayuda en el final de mi peregrinación. Después de concretar la cita para la noche, me dejó en la puerta del bar donde había alquilado la habitación. Él dormiría en un hotel de Santiago de Compostela.

—Entonces… A las nueve en la puerta de la catedral, ¿no?

—Sí.

—¿Seguro que no quieres que te lleve la mochila en el coche?

—No, gracias.

Tuve que llamar varias veces para que me abriera la puerta una despeinada señora en camisón. La cama con sábanas me esperaba, y al meterme en ella justo pude recordar mi promesa de compartir mis aventuras con Marisol antes de que el sueño me succionase.

Parecía haber transcurrido un solo latido cuando desperté recordando el involuntario favor que nos hizo Sisebuto. El sol entraba por la ventana de la pequeña habitación sin baño, y su molesta luz me hizo meter la cabeza bajo las sábanas para aguantar un rato más en la cama. Eran las diez y media del cinco de agosto, el día que descubrí rojizos mis hasta entonces negros pelos del sobaco y los supuse abrasados por el sudor.

Guardé en el fondo de la mochila la ropa usada durante la noche, pagué la habitación y desayuné un café con leche y un bollo en el bar de la fonda. Pregunté por Pío, el camarero que nos recomendó la marisquería, y como trabajaba por las tardes, pedí al que entonces servía en la barra que le diera las gracias por el favor.

Volví a la parroquia de Santiago, esta vez con la credencial del peregrino, y después de que el amable párroco me la cuñara, recé sin fe ni esperanza para que en ese último día de peregrinación me evitara el acoso de Bafo.

Arzúa – Santiago de Compostela

Me eché al Camino, abandonando Arzúa muy consciente de que esa tarde entraría en Santiago de Compostela, por lo que convertí cada paso en un homenaje a todos los que durante más de mil años pisaron esos suelos. Para ello desprecié cuanto pude la comodidad de la carretera y me aventuré por antiguas sendas que en la Guía del Peregrino figuraban como cortadas, teniendo alguna vez que dar media vuelta y desandar lo ya caminado. Las ampollas de los pies sentían cada piedra, y de tanto secarme el sudor, la cara terminó escociéndome como si la tuviera despellejada. No evité el calor, hice esfuerzos por sufrir, y procure guardar esas sensaciones incorruptas en el recuerdo como esencia de lo vivido durante mi peregrinar.

Serían las dos de la tarde cuando adelanté a un grupo de presuntos peregrinos sin mochila que me saludaron con frases de aliento: “Ya lo hemos conseguido”, “Hoy, a dormir en Santiago”, “Ya queda poco, ¡animo!” Me fijé en sus zapatillas y comparé nuestros morenos; eran pipiolos. Seguramente en su primer día de marcha. Quisieron intimar con un autentico peregrino, pero huí de ellos prefiriendo la compañía del fantasma de Marisol, que hizo acto de presencia en muchos momentos y en una ocasión sentí su caricia.

A las cuatro de la tarde llegué a Santa Irene, poco más que una capilla y un bar, en el que entré para tomarme una cerveza con gaseosa y terminé comiendo dos bocadillos de lomo con jugosos pimientos verdes pequeños y picantes. El camarero intentó darme conversación, pero la desprecié porque su intrascendencia alteraba mi espíritu. Salí del bar dos minutos después de que llegaran pipiolos.

A partir de entonces el camino se hizo cómodo y entre sombras y eucaliptos disfruté de la caminata, a pesar de que el calor era tan intenso que a cada paso oía el chapoteo de mis pies por el sudor acumulado en los calcetines.

Bordeé un campo de fútbol y un aeropuerto, y entre bosque y bosque atravesé coquetos valles. En ningún momento me abandonó el sol y agradecí su tortura, porque, habiendo sido una constante en mi peregrinar, quería despedir mi viaje en su compañía.

En Lavacolla encontré apoyados en una pared a un grupo de auténticos peregrinos y me paré un momento con ellos para fumar un cigarro.

—¿Vas a lavarte?

—¿Lavarme?

—Si, aquí hay que lavarse para entrar limpios en Santiago, lo dice la tradición. Por eso se llama el pueblo Lavacolla.

No respeté la tradición. Me pareció más digno entrar en Santiago de Compostela con el sudor y el polvo de todo buen peregrino. Fumé con ellos un segundo cigarro mientras comentábamos la poca ilusión que nos hacía alcanzar la meta.

Nos despedimos y continué mi andar solitario. Más adelante vi grandes grupos en bicicleta. Su comportamiento, entre otras cosas, dejaba bien a las claras que peregrinos éramos muy poquitos, confirmándome la idea de que esa noche en el albergue dormiría entre mucho turista con pretensiones.

Tras superar una pendiente me impactó la visión de la ciudad ya iluminada. Era Santiago de Compostela. Me desembaracé de la mochila, encendí un cigarro y esperé las sensaciones que sin duda me embargarían. No experimenté salvo impaciencia. Otro cigarro y más atención. ¿Por qué llamaban a ese triste lugar el Monte del Gozo?

Defraudado, me colocaba la mochila cuando escuché el insistente piar de un pájaro; era un sonido machacón con el que lo había dotado la naturaleza para que no pudiera ser desatendido. Con la mochila colgando de un hombro, lo busqué hasta encontrarlo debajo de un árbol. Era marrón, como un gorrión pero algo mayor, y se confundía con la hierba ayudándose por la noche que se echaba. Lo reconocí como cría porque mantenía a los lados del pico ese amarillo que pierden cuando son adultos.

No se resistió a que lo cogiera, y en cuanto lo hice abrió la boca en un grito desgarrador. Su cuerpo lleno de aristas estaba frío, y mientras lo presionaba con una mano sobre mi estomago para darle calor, saqué de la mochila un trozo de pan que llevaba desde hacía días.

Le ofrecí migas, pero como parecía no saber que hacer con ellas se me ocurrió ablandarlas con saliva. Tampoco así las aceptó. Me fijé que al meterme el pan en la boca parecía prestar atención, pensé que tal vez comería de mis labios y lo intenté sujetando una miga entre ellos. La primera vez sentí su pico pero no supe si comió o se cayó la miga al suelo. Esperanzado, introduje otra miga en mi boca, la humedecí hasta casi licuarla y volví a ofrecérsela. Fue entonces cuando el pájaro, en una reacción fulminante, se introdujo cual saeta todo él hasta mi garganta.

Justamente logré sujetarlo por las patas, pero antes de regurgitarlo con una arcada, sentí como me insuflaba un aire fétido que llenó mis pulmones. Era Bafo. Pero ese soplido, ¿era su último aliento? Lo noté flácido entre mis dedos, lo arrojé asustado y entre toses que me hicieron vomitar corrí desesperadamente.

Los últimos kilómetros los superé aterrorizado, gimiendo en cada respiración, con el corazón dolorido y los pies tan insensibles que a veces tropezaba por no dominarlos.

De haberlo pensado entonces, habría resuelto que el Monte del Gozo era la Muerte del juego de la Oca, pero me hubiera equivocado, porque en cuanto entré en la ciudad reconocí a Santiago de Compostela como la macabra casilla por las sensaciones que provocaba. Fue tanta mi decepción que incluso logré dejar en un segundo plano la experiencia con el pájaro, que me seguía repugnando, pero proporcionándome a la vez una sensación de fortaleza, de triunfo sobre el enemigo. Hasta logré esbozar una sonrisa cruel al suponer que Bafo había muerto, que yo lo había matado.

Analicé a las personas con quienes me cruzaba y nadie me dedicó una mirada ni una sonrisa de bienvenida, dándome la impresión de que yo no estaba entre ellos, que era un espectro de otra época. Pero eso no iba a amilanarme. Ofrecí mi mano al fantasma de Marisol y recorrimos las calles con una prepotencia ofensiva, si la hubieran descifrado, para los espectadores de nuestro desfile triunfal. Con tan grata compañía, ni me importo toparme a la catedral dándome la espalda.

Eran las diez y media de la noche y lógicamente Román se había aburrido en la espera. Llegué tarde a nuestra cita, y conociéndolo supuse que me localizaría en el albergue, pero al llegar a él, un cura me informó que lo estaban restaurando. No recuerdo la dirección de colegio que lo suplía durante las obras, sí que tuve que esforzarme en una cuesta hasta alcanzarlo parecida la que superé en Sarria con Natalia de mi brazo. Natalia, cuanto la añoré entonces. De haber estado juntos, quizás no habría reconocido a la Muerte en Santiago de Compostela.

Cuando entré al colegio que hacía funciones de albergue y vi tantas personas en su interior, dudé entre la indignación y la carcajada. Esos varios cientos que se decían peregrinos, ¿de donde salían? No del Camino de Santiago. Seguro.

El ambiente era festivo, pleno de gritos y risas de pipiolos, tan orgullosos que eclipsaban la sutil dignidad de los peregrinos auténticos, estos con alegría contenida, casi falsa, preguntándose donde estaban los fuegos artificiales que esperaban les surgiesen del corazón alumbrándoles el rostro para celebrar la gesta, planteándose que tal vez no lo fuera, que tal vez el andar tantos kilómetros soportando penalidades sólo sirviera para reconocerse como capaces de haberlo hecho. Nada más. Nada menos.

Todas las camas parecían ocupadas, y mientras recorría la enorme estancia tuve que pararme en varias ocasiones para saludar a peregrinos conocidos:

—¿Ya sabes lo del Pirata?

—¿Está aquí el Pirata?

—Sí, supongo que se habrá ido a cenar.

—¿Qué le ha pasado?

—Llegó ayer, y esta mañana, al pedir la Compostelana, el cura le ha preguntado si había hecho la peregrinación por motivos religiosos. Como ha contestado que no, le ha dicho el cabrón de cura que no se la daba, que la Compostelana sólo era para personas que hacían el Camino movidos por la fe.

—No fastidies.

—Menuda bronca ha montado, creo que hasta ha insultado al cura. Mañana va a volver a intentarlo, pero después de la que ha liado hoy…

Otro peregrino se extrañó de que ya estuviera en Santiago porque calculaba que me debían faltar varias etapas. Creí descubrir la sospecha en sus palabras, pero antes de excusarme, un pipiolo desconocido con ansías de protagonismo contó los cotilleos que sobre mí y Natalia corrían por el Camino. Cotilleos que no me molesté en desmentir.

—Claro, por eso has corrido tanto.

—¡Pamplonas, Pamplonas!

Era el Madriles saludándome eufórico.

—¿Dónde está Rosalía?

—No lo sé. Supongo que en Pamplona.

—¿Y eso?

—Nos hemos enfadado.

—¡No jodas! Pero lo solucionaréis, ¿no?

—No lo creo.

—Ya se os veía mal.

—¿Y Almudena? —pregunté por cambiar de conversación.

—Duchándose. Luego vamos a salir para cenar por ahí. ¿Te apuntas?

—No, acabo de llegar y todavía tengo que encontrar una cama, ducharme, lavar ropa…

—Si es por eso, te esperamos. Mira, ahí viene la Almudena.

Almudena corrió hacia mí con una enorme sonrisa, y sin decir palabra, me abrazó tan fuerte y largamente que terminé por preguntarme si el Madriles no se incomodaría.

—¡Pamplonas! Que alegría.

Me ayudaron a buscar un sitio donde dormir y después de asearme salimos los tres del albergue. No lavé ropa, me puse la que llevé ese día, sucia de Camino y húmeda de sudor.

Junto al colegio, había un grupo de peregrinos y el Madriles los invitó a unirse a nosotros.

—Gracias pero no —contestó el que vestía una camiseta recién estrenada—. Si salgo soy capaz de dormir en la plaza del Obradoiro antes de volver a subir la maldita cuesta.

Compramos postales en una pequeña tienda que permanecía abierta a pesar de la hora, y mientras nos poníamos al día de nuestras historias por el Camino, escribimos a familiares, amigos, y yo también al banco y al bar Cernin. A escondidas escribí una postal a los Madriles, contándoles que mientras la redactaba estábamos juntos, en Santiago, comiendo empanada y bebiendo ribeiro.

—¿Ya se te curó el dolor de cabeza? —se interesó Almudena.

—Sí, fui al médico en Burgos.

Almudena no preguntó por Rosalía y supuse que el Madriles le habría contado nuestro enfado mientras yo me duchaba.

Recorrimos varias tascas, y hartos de pulpo, empanada y ribeiro, volvimos a encarar la cuesta que pareció menos empinada, quizás porque nos apoyábamos en canciones y bromas. Ya vencida la cuesta recibí un beso de Marisol y volviéndome hacia su fantasma le guiñé el ojo.

De vuelta en el albergue, el portero me dijo que había estado un señor preguntando por mí y que dejó una nota. Era de Román y en ella decía que al día siguiente me esperaba en la puerta de la catedral a la una de la tarde.

Las brasas de los cigarros, alguna linterna que se encendía brevemente y los constantes cuchicheos intercalados por esporádicos gritos pidiendo silencio, daban vida a la enorme y ya oscura habitación en la que me orienté con el recuerdo hasta localizar mi cama. No tuve problemas, estaba en el extremo más alejado de la puerta, frente a una ventana.

Tardé en dormirme y dediqué ese tiempo de insomnio a Bafo; tan orgulloso estaba de la hazaña de haberlo vencido que hasta disculpé la experiencia con el pájaro, algo que después de los años sigue provocándome repugnancia y hasta casi vergüenza, como si hubiera sido victima de una violación. En los momentos en que no pensaba en Bafo, recapitulé sobre las personas que hicieron inolvidable la peregrinación. Al día siguiente, prometí, les dedicaría una oración.

El albergue se despertó temprano y estruendoso, pero yo estaba tan a gusto en la cama que remoloneé hasta que sentí como alguien me cogía el hombro:

—¡Pamplonas! Tú, como siempre, el último.

Al abrir los ojos contemplé una gran sonrisa y un pañuelo anudado como sombrero.

—¡Pirata! —grité incorporándome en la cama—. Ya me han contado que no te quieren dar la Compostelana.

—Y a mí tus aventuras con la Rubia.

—No hagas demasiado caso. Habladurías.

—¡Ya! ¿Te vistes y nos despedimos con un buen desayuno?

—Enseguida me preparo.

Tenía que elegir entre la ropa usada, sucia y húmeda, y la que me regaló Román, pero seguía peregrino y estaba acostumbrado al polvo y al sudor.

Se nos unieron los Madriles y los tres peregrinos que se negaron acompañarnos en nuestra salida nocturna, a los que no conocía, pero como eran de los auténticos, durante el desayuno de cafés y bollos fue fácil encontrar un tema de conversación: El Camino de Santiago y la cantidad de falsos peregrinos que había en el albergue.

Pronto les entró las prisas porque querían ir a la estación para informarse del horario de trenes. Propusieron acercarse a la catedral para cumplir con los ritos.

A las diez de la mañana en punto coloqué, la primera vez pensando en Marisol, los dedos sobre la columna de la catedral de Santiago de Compostela, di dos cabezazos al Maestro Mateo y abracé repetidamente la estatua del apóstol Santiago después de tener que hacer cola detrás de mucho disfraz de peregrino.

Salimos de la catedral dirigiéndonos a una pequeña oficina donde solicitar la Compostelana. Antes de llegar, le pedí al Pirata que me diera su credencial y nos esperara en un sitio discreto. No había planeado qué iba a hacer, pero estaba decidido a conseguirle el documento. No pensaba echar mano del subconsciente ni utilizar el Espejo del Alma, para ese propósito me bastaba con mi propia inventiva.

Un cura inquisitivo fue examinando los cuños de las credenciales del grupo hasta que me tocó sentarme frente a él.

—Vengo a por dos Compostelanas, la mía y la de mi amigo.

—¿Por qué habéis hecho la peregrinación?

—Yo por motivos religiosos. Él hizo una promesa a Santiago por curar a su madre enferma.

El cura cogió las credenciales y las miró hoja por hoja.

—¿Por qué no ha venido tu amigo a pedirla?

—Está en el hospital con un pie llagado.

—Bien. Yo le tramito la Compostelana, pero tendrá que venir él a recogerla.

—Pero no podrá salir del coche.

—¿Qué?

—Es que esta tan mal que un medico se ha prestado a llevarlo en coche hasta la estación donde cogeremos el tren. El pobre no puede andar un paso. ¿Saldrá usted al coche para dársela? Claro que puedo pedirle al medico que me dé un justificante de su lesión si usted me da una nota afirmando que es la única forma de que consiga la Compostelana.

—¿Tan mal está?

—Muy mal.

—De acuerdo, pásate dentro de una hora y tendrás preparadas las dos Compostelanas.

—Gracias padre.

Las risas que estallaron cuando les conté mi actuación hicieron volver las cabezas de quienes paseaban en ese momento por la plaza del Obradoiro.

—¡Gracias, eres un amigo! —me dijo el Pirata—. Esto hay que celebrarlo. ¡Os invito a una queimada!

—¿A estas horas?

—¿Cuándo sino si dentro de poco nos vamos cada uno por su lado?

Entramos en una tienda de recuerdos, compramos alguna chuchería y preguntamos a quien nos atendió por un lugar donde podían prepararnos una buena queimada.

—¿A estas horas?

En el bar indicado no estaba todavía la señora que se dedicaba a realizar las queimadas y decidimos que, mientras ellos iban a la estación de tren, yo haría unas gestiones que no especifiqué. En realidad, lo que hice fue meterme en la catedral, donde, sentado en un banco con el sonido de una misa de fondo y el diario de peregrino abierto sobre los muslos para no olvidarme de nadie, fui desgranando oraciones por las personas con las que había contraído deudas de gratitud durante el Camino, sin olvidar el Padrenuestro y el Avemaría que prometí a la Monja del Punte. También recé por Rosalía. Y por bafo al que casi añoré.

Al terminar la misa fui a la oficina, recogí las Compostelanas y me encontré con el resto del grupo en el bar donde una señora mayor ya preparaba la queimada. Los saludé agitando los documentos y me recibieron con risas y aplausos.

La queimada resultó exquisita y descubrimos que las doce del mediodía no era mala hora para beberla, aunque Almudena se negó a una tercera taza.

La despedida estuvo plagada de juramentos sobre un próximo encuentro. Almudena me dio un casto beso en los labios, delante del Madriles, que todavía saboreo.

Llegué tarde a mi cita con Román, que me esperaba impaciente:

—Que pasa, ¿qué los peregrinos no sabéis de puntualidades?

—Perdona.

—Nada, nada. ¿Qué vamos a hacer?

—Me llevas a Finisterre, ¿no?

—¡Claro! Comeremos por el camino.

Santiago de Compostela - Finisterre

Lo hicimos en un precioso restaurante cuyos ventanales daban al mar, donde degusté el mejor salpicón de marisco que nunca haya probado.

Ya en Finisterre, pedí a Román que me dejara solo una hora y bajé entre piedras hasta el mar, donde encontré un lugar propicio para desnudarme y quemar la ropa que había usado en la peregrinación.

Encender fuego no sólo era difícil sino también peligroso; El viento trasladaba las chispas hasta donde no podía controlar sus efectos, pero era un rito del que no quería prescindir, e insistiendo conseguí convertir la ropa y las zapatillas en cenizas que ofrecí al mar, a excepción de las que eligieron el viento para viajar.

Vestido con la ropa regalada por Román, me invadió un extraño vacío cuanto monté en el coche. Poco a poco fui replegándome tras la membrana desgarrada y dejé participar al subconsciente en la conversación que Román insistía en mantener.

—Por el camino, alguna juerga nos correremos, ¿no? —dijo Román.

—¡Claro!

Tenía miedo. Miedo a una vida que conocía por referencias de otra persona; la que yo había sido. La mendiga de Burgos tenía razón al decir que los peregrinos experimentábamos tres vidas: Antes, durante, y después del Camino de Santiago.

Pamplona: Septiembre 1999 - Julio 2000