El Camino de Santiago rezuma historia y arte además de espiritualidad. Desde comienzos del siglo IX, tras difundirse la leyenda del hallazgo misterioso de la tumba del apóstol, el lugar se convirtió, después de Jerusalén y Roma, en el tercer centro de peregrinación de la cristiandad. El número de personas que deambulaban por el Camino, no todas con buenas intenciones, obligó a crear una infraestructura que en muchos casos todavía perdura: Hospitales, albergues, castillos, catedrales, iglesias… Rosalía defendía que nadie debería ser licenciado en la carrera de Historia del Arte sin que lo hubiera recorrido al menos una vez.
El Camino de Santiago tenía para mi esposa otros alicientes que los meramente profesionales; Rosalía es profundamente religiosa y le apasiona andar. Parecía hecho a su medida. Por el contrario, mi opinión era que dedicar las vacaciones a caminar ochocientos kilómetros podía considerarse claro síntoma de masoquismo. Además, yo era creyente pero no tanto. Cada vez que Rosalía sacaba el tema yo aplazaba la decisión, convencido, supongo que ella entonces también, de que nunca peregrinaríamos hacia Santiago.
Había conocido a la que sería mi esposa gracias a Marisa, una de sus tías. Rosalía iba para monja, pero Marisa, que era amiga de mi madre, no estaba de acuerdo con la decisión y se propuso buscarle novio. Un día, después de mucho insistir sobre lo guapa que era su sobrina, me pidió que la llamara por teléfono. Lo hice un sábado de marzo y me esforcé hasta lograr que aceptara tomar café conmigo.
Rosalía tenía entonces veintiún años y estaba en tercero de carrera. No era baja de estatura, lo que venía muy bien a mi más de metro ochenta, y su pelo brillante, largo y negro, del que se desprendía un flequillo que le daba un aire a modosa, lo llevaba coronado con una diadema de terciopelo rojo. No usaba pinturas ni maquillaje y olía a niña recién lavada. Vestía un abrigo rojo que le cubría por debajo de las rodillas, jersey gris perla y una falda marrón. Sin cerrar los ojos puedo recordarla en ese día con todos sus detalles; como el anillo de pelo de elefante con apliques de plata que todavía luce, o el reloj de esfera dorada en el que tan difícil era descifrar la hora porque las agujas destacaban muy poco sobre el fondo.
Supe enseguida que si buscaba una aventura rápida no tenía ninguna posibilidad. Cinco meses después, el primero de agosto, me declaré durante una cena en el restaurante más caro de Pamplona.
El noviazgo fue tranquilo, falto de sobresaltos. Nos veíamos poco porque ella estudiaba su carrera y yo, además de trabajar en un bufete, preparaba oposiciones para secretario de juzgado. Quedábamos los sábados a la noche y los domingos por la tarde, y eso no siempre. Pero todos los días, al menos una vez, nos llamábamos por teléfono. Cuando estábamos juntos, hablábamos del futuro amarrándonos de la mano. Al despedirnos, un beso. Poco más. Ni hablar de mantener relaciones prematrimoniales. Eran pecado. Y eran pecado otras muchas cosas de las que me tuve que privar, entre ellas los amigos. No me importaba; estábamos enamorados. Yo tenía la novia más decente del mundo y nos íbamos a casar.
El veinticinco de mayo de mil novecientos ochenta y cinco nos casamos. Rosalía, que había terminado la carrera, empezó a escribir una tesis doctoral sobre, y lo recuerdo bien porque yo era quien le pasaba los apuntes a limpio, “La influencia sociocultural del arte románico en el norte de España”, pero consiguió plaza de profesora en un colegio privado y, aunque nunca abandonó la tesis doctoral, la fue aplazando.
Yo cambié el bufete y las oposiciones por el trabajo en un banco y en poco tiempo logré ser director de una pequeña sucursal. Cuando me licencié en derecho tenía otras aspiraciones y habría rechazado el puesto, pero terminé acomodándome a cerrar el banco sobre las tres y media y olvidarme de números hasta el día siguiente. Además, estaba relativamente bien pagado, y sumando a mi sueldo el sueldo de Rosalía, nos daba para vivir holgadamente e incluso con algún lujo.
Éramos muy diferentes pero nos declarábamos una pareja feliz. Sólo nos faltaban hijos y los esperábamos ilusionados.
Al poco de empezar a dar clases, Rosalía dio muestras de impaciencia, haciéndose la mimosa para que la consolara por no estar todavía embarazada. Al segundo año ya era difícil convencerla de que no había motivos para preocuparse, pero tampoco quería ir al ginecólogo, lo creería pecado. Ese año aprendí a esquivarla cuando le intuía el mal humor.
Un día, buscando no recuerdo qué en la habitación que teníamos reservada para nuestros futuros hijos, encontré tres cajones repletos de chupetes. Me asusté pensando que tal vez se hubiera obsesionado con la maternidad hasta el extremo de afectarle psicológicamente y tomé una determinación: Si hacía falta la llevaría a la fuerza al ginecólogo. Así se lo dije. Era la primera orden directa que le daba, y con lo arisca que se había vuelto esperaba que se negara entre gritos. En vez de eso, sacó una voz nueva, dulce y aniñada y me contesto: “Lo que tú digas amor”. Fue tal la sorpresa que tuve que disimularla. Habían pasado más de tres años desde que nos casamos y nuestra relación estaba deteriorada hasta el extremo de que no poder relacionar a Rosalía con aquella chica callada, de abrigo rojo y flequillo perfecto, a pesar de que seguía llevando el mismo anillo de pelo de elefante.
Le acompañé en la sala de espera del ginecólogo y tuve que sufrir las miradas y gestos que ponía Rosalía por estar rodeada de mujeres embarazadas. Fue sólo el principio. Me pidió que entrara con ella en la consulta y no supe negarme. Estuve a su lado, cogiéndole la mano, mientras le metían por la vagina lo que no quise ver para rascarle lo que no quise oír. Miraba Rosalía al techo con ojos muy abiertos y yo oteaba a mi izquierda, por encima de ella.
A mí no me pareció ningún pecado lo que le estaban haciendo a Rosalía. A mí me pareció una asquerosidad que cualquier mujer debería evitar a un marido sensible. A partir de ese día, el cuerpo de Rosalía perdió atractivo sexual. Pocas veces la había visto desnuda a plena luz y reconozco que me excitaba imaginándomela. A partir de entonces, mi imaginación era más dada a plasmármela tumbada en la camilla, con las piernas abiertas, una sábana por encima, los labios prietos y la mirada extasiada como ante una aparición.
Luego me tocó a mí. Me tocó, en presencia de mi esposa, donde ningún hombre había puesto antes sus manos. Y me hizo cosas que perdonarán no explique. Después me dio dos frascos. Para muestras. Ya supondrán.
Salimos de ahí azorados, sin dirigirnos la palabra. Dentro dejamos nuestra dignidad, un poco de sangre y cinco mil pesetas.
Simulamos olvidar la experiencia hasta que llegó el día en que debíamos volver a la consulta para que nos dieran los resultados de los análisis. Fui yo quien sacó el tema, pero Rosalía ya había pensado una excusa para no acompañarme: Dijo que tenía una reunión del claustro de profesores a la que no podía faltar. ¡Mentira! Pero de tener que ir, prefería enfrentarme solo al espectáculo de embarazadas que, yo sabía, pronto estarían encima de una mesa, con las piernas abiertas y los ojos mirando al techo. Me tuvieron una hora en la sala de espera.
La consulta duró menos de diez minutos. Más que suficientes para decirme, con gráficos, eso sí, que no había encontrado ninguna anomalía. Se levantó para acompañarme. Ya en la puerta me paró, sujetó mi brazo y dijo que nuestro caso no era tan raro, que había conocido embarazos tras más de diez años de intentos fallidos. Aconsejó paciencia y aclaró que sería la enfermera quien me cobrara la minuta.
Salí convencido de que se habían acabado los problemas. En cuanto Rosalía se enterara de que tarde o temprano llegarían los hijos, olvidaría sus obsesiones y renacería nuestra relación. Estaba deseando decírselo.
Era noviembre y hacía mucho frío, pero el banco y la consulta estaban cerca y fui andando. No pedí permiso para ausentarme al jefe de sucursales y temía que hubiera ocurrido algo durante mi ausencia. La menor de las incidencias debía ser comunicada inmediatamente a la central, y un ejemplo de incidencia es el que un cliente se quejara por creer tener más dinero en su cuenta de lo que figuraba en el extracto; algo habitual. Si por cualquier circunstancia se enteraban de que me había ausentado del trabajo, podía encontrarme en la delicada situación de tener que dar explicaciones.
La razón por la que no había pedido permiso era el que tenía que solicitarlo con al menos veinticuatro horas de antelación, y yo, hasta el último minuto, creí que no me haría falta. Estaba convencido de que Rosalía sería incapaz de vencer la curiosidad sobre lo que diría el ginecólogo y se brindaría a ir ella en mi lugar a la consulta. Me equivoqué, y corría entonces por la calle, asustado por si me pillaban en falta. No obstante, mi apuro no fue obstáculo para que, al ver una floristería, emplease sin prisas varios minutos en elegir la más bonita entre las orquídeas. Creo que fue la primera vez que paseé una flor con orgullo. Me desvié antes de llegar al banco para guardarla en el maletero del coche. No era oportuno el que apareciera, tras una urgencia que me había apartado del trabajo, con una flor en la mano.
Ningún problema en el banco. Había venido un cliente, dueño de un comercio, con una consulta sobre el funcionamiento del datáfono que tenía conectado a una cuenta de la sucursal, pero le dijeron que yo estaba haciendo unas gestiones y que volviera un poco más tarde. Tuve que firmar varios papeles, dar conformidad a dos talones y ponerme en la ventanilla un rato mientras Verónica, una cajera, se iba a tomar café. Poco después, cuando ya había conseguido encerrarme en mi despacho, llegó el dueño del comercio. El problema era que el datáfono le pedía el “pik” incluso cuando por el tipo de tarjeta no hacía falta utilizarlo. Si hubiera comentado el tema la primera vez que vino, cualquiera de los empleados le habría dicho que eso no tenía ninguna importancia, que se resolvía pulsando la tecla “aceptar” sin introducir ningún dígito.
Al quedarme de nuevo solo, encendí un cigarro y llamé por teléfono a mi madre. Tenía otras ideas además de la orquídea para sorprender a Rosalía.
—¿Mamá?
—¡Fermín! Cuanto tiempo. ¿Qué tal estás? ¿Y Rosalía? ¿Estáis bien?
—Sí mamá. ¿Qué tal estás tú?
—Bien. Las piernas, que ya no me responden como antes, pero por lo demás bien. ¿Sabes con quién me encontré el otro día?
—No lo sé. Pero no tengo tiempo. Es que te llamo desde el trabajo.
—Estuve con Pío. ¡Más majo…! Vino corriendo a saludarme y me dio dos besos. Te manda recuerdos.
—¡Pío! Sí. ¿Qué vida lleva?
—La buena. Tiene un trabajo muy importante aunque no me enteré bien de qué. Algo de máquinas creo. Pero se le está cayendo el pelo.
—Bien. Oye, es para preguntarte cómo haces ese pollo que le gusta tanto a Rosalía.
—¿Pollo al chilindrón?
—No sé. Ese que pones en salsa.
—¡Al chilindrón!
—¿Es fácil de hacer?
—Muy fácil. Venir a comer un día de estos Rosalía y tú. ¡Que hace mucho que no venís! Antes veníais todos los domingos pero ahora hace meses que no sé de vosotros sino es por teléfono.
—Te prometo que iremos pronto. De verdad. Pero dime cómo se hace porque quiero darle una sorpresa.
—¿A quién?
—A Rosalía.
—¿Lo vas a hacer tú?
—Sino es muy difícil…
—Pues lo que te decía: Venís cuando queráis, ves cómo lo hago y luego nos lo comemos. Haré un bizcocho para postre. Ese con pasas que te gusta tanto.
—Pero mamá, es que tenemos algo que celebrar y quiero darle la sorpresa esta noche.
—No me digas que…
Juro que estaba convencido de que la intención para llamar a mi madre era averiguar cómo se hacía ese pollo que tanto le gustaba a Rosalía, pero ahora dudo sobre si, en el fondo, la receta no era más que una excusa para terminar contándole que podíamos tener hijos, que todo era cuestión de tiempo. Aunque ella disimulaba, yo sabía que sufría al ver nuestro matrimonio fracasado. Un día, sin venir a cuento, mi madre me dijo, hablando muy rápido, que tranquilo, que se solucionaría cuando llegara un hijo. Terminé contándole todo: Los problemas en la relación, nuestros enfados, la falta de comunicación, el que más de una vez había pensado en la separación… Pero que estaba todo solucionado. Que no había razón para que no fuéramos padres. Y que lo íbamos a ser. La oí llorar. Yo también lo hice.
—Hijo mío, ¿a que hora llega Rosalía a casa?
—Suele venir después de las ocho —contesté secándome los ojos, preocupado por si de repente se abría la puerta y me los sorprendían llorados.
—Pues tú vente a casa a las siete. Para entonces yo te he preparado el pollo al chilindrón más rico que haya comido Rosalía en su vida. Luego, cuando ella llegue, lo calientas un poco en el microondas y ya está.
—Gracias mamá. Ahí estaré. Ahora te dejo porque tengo trabajo. Gracias de nuevo.
—De nada hijo, de nada. Y dale un beso a Rosalía de mi parte.
Ese día tenía prisa por cerrar la sucursal y me movía nervioso en el despacho viendo como el tiempo no avanzaba. Después teníamos que cuadrar las cuentas y conseguirlo podía costarnos media o dos horas. No hubo problemas y a las tres y veinticinco envié los datos vía ordenador a la central. Quince minutos después recibía la confirmación y casi a empujones eché a los empleados.
Antes de coger el coche para ir a casa pasé por una bodega cerca del banco, que no cerraba al mediodía, y compré una botella de champán y otra de licor de melocotón; el preferido de Rosalía. Ya en casa comprobé que mi mujer se había ido al trabajo. Mejor. De haber coincidido con ella tendría que decírselo, y prefería sorprenderla por la noche, nada más entrase por la puerta. Y sin haberse recuperado de la sorpresa, pero con las ilusiones ya renovadas, cuando supiera que hoy podía ser la noche que creásemos a nuestro hijo, o mañana, o pasado, pero cualquier día, le daría la orquídea y una copa de champán, la conduciría a la mesa que habría vestido para la ocasión, le ayudaría a sentarse… Y mientras tanto diciéndole cuanto la quería, que todo volvería a ser perfecto, que siempre me tendría a su lado. Luego sacaría el pollo, y…, no diría que lo había hecho mi madre. Le diría que le pedí la receta. Si me preguntara, juraría que ella era la primera en enterarse de la noticia. El postre. Me olvidaba del postre. Una tarta. La ocasión lo merecía. Tal vez consiguiera que colocasen un mensaje con chocolate. Todo saldría perfecto. Terminaríamos la noche haciendo el amor y lo haríamos bien.
Rosalía trabajaba todas las tardes y por las mañanas sólo los lunes. Nuestros horarios eran totalmente dispares. En mis tardes sin ella yo acudía al bar Cernin, muy cerca de mi casa, para jugar al mus, y a veces, cuando la comida que Rosalía me dejaba preparada no me apetecía, incluso a comer.
Mi compañero en las cartas era Román, ejecutivo de cuentas de una caja de ahorros. Íbamos juntos al gimnasio, pero la mitad de los días no pasábamos del bar. No me acuerdo que hacía Rosalía en sus mañanas libres. Supongo que me lo contaría, igual que supongo que ella sabía en que empleaba yo mis ratos de asueto.
Daba por hecho que esa tarde iba a ser diferente y no lo fue tanto. Comí en la cocina después de haber calentado en el microondas lo que me había dejado Rosalía en un plato, y a la misma hora de siempre, las cinco, bajé al bar, pero esta vez no para jugar la partida de mus sino a buscar consejo sobre donde comprar la tarta.
Luis estaba sirviendo unos cafés.
—Ponme a mí uno con leche y una copa de anís —pedí.
Me senté en un taburete, y mientras fumaba, medité sobre los mensajes que mandaría colocar en la tarta. Dudaba entre dos que había pensado durante la comida: “Pronto lo conseguiremos” o “Sigamos intentándolo”. Más que dudar sobre el mensaje, dudaba sobre cómo se lo podía tomar mi mujer. Yo prefería el segundo por sus connotaciones y resultar más festivo. Lo descarté para no correr riesgos. Luis ya se acercaba con mi consumición y una sonrisa.
—¿Tú sabes donde puedo comprar una buena tarta? —pregunté.
—Desde luego.
Me aconsejó que la comprara en una reputada pastelería de Pamplona.
—Yo, para el bar, gasto todo ahí —añadió.
—¡Señores! Se os saluda —gritó Román desde la puerta su presentación habitual—. ¿Dispuesto a seguir la recomendación divina de enseñar a quien no sabe? —me preguntó según se acercaba.
—Hoy no. Lo siento. No tengo tiempo.
—Si es por lo de la tarta lo hacemos por teléfono —terció Luis—. Así que, si os atrevéis, esperamos a que venga mi hijo para que se quede en la barra y nos jugamos una a cara-perro.
Luis y Andrés eran nuestra habitual pareja contraria. Entre nosotros se había formado una rivalidad jocosa que no dejaba pasar ocasión sin burla ni burla sin respuesta. Es lo normal en un juego del que todos se proclaman los mejores jugadores del mundo y se ponen a tu disposición para demostrarlo con una cena como apuesta. La cena o las consumiciones no son lo importante ni por lo que jugamos; somos fieles a una regla no escrita por la que no podemos apostar nada que eclipse el autentico premio; poder humillar al contrario hasta la próxima partida. Pero esa humillación, pese a ser pública y contumaz, la recibimos con una sonrisa sarcástica y comentarios tipo: “Cosas más raras se han visto, pero sólo una vez. Ya veremos en la próxima partida”. Nuestra amistad estaba cimentada en desprecios y era una buena amistad.
—¿Que no nos atrevemos? —exclamé falsamente ofendido—. Primero solucióname lo de la tarta. Luego me presto gustoso a ganarte unas consumiciones.
—Que se vea —contestó mientras empezaba a llamar por teléfono.
Cuando contestaron al teléfono dijo quién era y les puso en antecedentes de lo que yo quería. Después me pasó el aparato.
En la pastelería tenían muchas tartas y el pastelero quiso detallármelas todas. Cuando mencionó la que creía que más le iba a gustar a Rosalía, exclamé:
—¡Esa, la de hojaldre y crema!
—¿De cuatro o de seis raciones?
Elegí la de seis. ¡Que fuera hermosa! Pregunté si podían poner un mensaje con chocolate y me contestó que para eso no había tiempo. Le dije que no importaba y quedamos en que la recogería antes de las ocho.
—Y ahora —grité a Román—, vamos a hacer una escabechina con estos pipiolos.
—Eso hay que demostrarlo con las cartas, porque ayer os dejamos las dos partidas en cero y creo recordar que no es la primera vez —respondió Luis.
—Eso es porque Dios es bueno. ¡Sino de qué! Por cierto, al que no veo es a tu compañero. Seguro que se ha rajado. Todavía estás a tiempo de hacerlo tú también. Nos invitas a unas copas y así nos ahorramos el tiempo de ganároslas.
Estaba, más que alegre, eufórico; esa noche sería muy especial y lo celebraba con antelación. Había subido el volumen de mi voz. Era feliz.
Andrés llegó enseguida y nos pusimos a jugar. Ganamos por tres a una en la primera partida, perdimos la segunda por el mismo tanteo y ganamos tres cero la tercera. Después de robarles dos consumiciones de café, copa y puro, “porque jugar con estos dignos principiantes es robarles”, insistía Román, nos levantamos de la mesa y fuimos hacia la barra lanzándonos bravuconadas. A la última consumición, como de costumbre, invitamos los vencedores.
Eran las siete y cuarto cuando salí del bar Cernin y a las siete y media aparcaba el coche en doble fila enfrente de la pastelería. La tarta me desilusionó un poco; yo la había imaginado redonda y no rectangular. Mientras la envolvían llamé a casa de mi madre. Estaba preocupada porque tardaba mucho en llegar. Me excusé con mentiras y le pedí que bajara con el pollo a la calle, que enseguida pasaba por ahí. La noté frustrada. Le habría gustado tener tiempo para sonsacarme todos los detalles; los ginecológicos y los de la sorpresa que preparaba esa noche. Dijo que no me preocupara, que me esperaba en el portal.
Salí de la pastelería mirando hacia el coche por si le veía una multa pero tuve suerte. A las ocho y cinco estaba ya en casa después de haber recogido el pollo de mi madre. En una ciudad grande todavía estaría camino de la pastelería, pensé satisfecho.
Preparé la mesa y coloqué en medio una vela sin encender. Metí el pollo al microondas, y como Rosalía no había llegado todavía, me cambié de ropa; elegante pero no demasiado formal. Me estaba peinando cuando escuché el sonido de la cerradura.
Salí a recibirla con la orquídea y mi mejor sonrisa, que se heló al ver su expresión hierática.
—¿Qué pasa?
—Nada. Que te he preparado una sorpresa para celebrar lo que me ha dicho el ginecólogo —contesté a la defensiva, con una sonrisa huidiza, tentando para que trocase su postura. Intentando empezar de nuevo.
—Pues bien que me has llamado al trabajo. Si era tan importante…
Volvió a conseguir que resultase yo el malo. Pero ni lo era ni creía que tampoco ella lo fuera. He recordado muchas veces esa noche y mis reacciones, y puedo afirmar que en ese momento la veía inocente, traumatizada por el hecho de creer que nunca sería madre. En cuanto supiera que seriamos padres, que no existía obstáculo que lo impidiese, se alegraría y terminaría pidiéndome perdón por su comportamiento en esos años. Luego, con tiempo, iría dulcificando su carácter para, una vez por fin embarazada, explotar ese potencial de amor que en un tiempo le supe ver.
—¡Quería darte una sorpresa! Toma. Es para ti —dije dándole la orquídea y otra oportunidad.
—¡Una flor! Sabes que no me gustan las flores.
Le podía haber dicho tantas cosas… La flor misma llevaba mil mensajes: Que la entendía a pesar de sus enfados, que continuaba a su lado y quería seguir estándolo, que la perdonaba sin necesidad de que me lo pidiese… ¡Que la amaba y era lo más importante en mi vida! No le dije nada. Ya estaba bien de tonterías. Además, sí que le gustaban las flores.
—El ginecólogo dice que no ha encontrado ningún fallo en nuestros sistemas reproductores. Estamos bien los dos.
Le di la noticia con leve acento engolado. Luego detallé la fiesta que había preparado para ella y reproché su actitud con la mayor asepsia posible, mostrándole decepción más que enfado. Había reservado mi sonrisa para tiempos mejores. Rosalía me miraba sin reaccionar, como no entendiendo lo que le estaba diciendo o no le afectase.
—¡Que podemos ser padres, joder! —insistí.
—O sea, que has preparado una fiesta sorpresa con el pollo de tu madre para celebrar que el medicucho ese no ha encontrado nada y que estamos como siempre, ¿no? Pues por mí puedes meterte el pollo y a tu madre por…
No supe contestar ni pensar ni moverme. Estaba bloqueado. Me sentí hundido, humillado. Víctima de la peor de las injusticias. No había hecho falta el que acabara la frase. No habría hecho falta ni que la iniciase. El mensaje iba implícito en el odio que rebosaba de sus ojos. Cuando recuperé la capacidad de reacción, Rosalía pasaba altiva a mi lado. No intente detenerla. No habría sabido qué decirle.
Fui al comedor y me tiré en mi sillón. Desconozco cuanto tiempo estuve sentado ahí ajeno a todo, incluso a mis pensamientos. Poco a poco fui despertando del sopor y sentí nacer una rabia que no quise frenar. Salté del sillón con todos los músculos en tensión, los puños tan apretados que me dolían los nudillos y los dientes rechinando. Yo creía que el rechinar de dientes era, excepto a causa del frío, una exageración literaria, pero la experiencia me demostró que es un hecho real.
—¿Qué me meta el pollo y a mi madre por el culo? ¿Qué me meta a mi madre por el culo? ¡Puta! Lo que mereces es una buena hostia. Si te la hubiera pegado a tiempo a lo mejor todo sería distinto —murmuraba dando vueltas por el comedor, regodeándome en mi ira.
Me entró la cordura al verme ante la puerta de nuestra habitación con el pomo ya en la mano. Recapacité y me retiré en silencio hacia el sillón. Estuve un rato dándole vueltas a lo ocurrido. Ella sabe que está equivocada pero el orgullo no le deja reconocerlo, pensaba. Seguramente ahora estará llorando en la cama, avergonzada por lo ocurrido. Tal vez en ese momento se estuviese realizando la metamorfosis y dentro de poco saldrá con una sonrisa, las lágrimas cayéndole incontenidas y una frase de disculpa. Si así sucediese, yo sería el hombre más comprensivo del mundo.
Pero no salía. Quizás no había entendido que ya no tiene motivos para amargarse. Su comportamiento sólo se explicaba por un error. Había que hacer algo, y lo hice.
Una vez más me levanté del sillón de un salto y avancé decidido hacia la habitación. No sabía cómo se lo diría, pero tenía claro el mensaje. ¡Era tan claro! Abrí la puerta y me encontré la oscuridad.
—Rosalía —llamé suavemente.
—¡Estoy durmiendo!
—¡Levántate ahora! Quiero hablar contigo.
La orden fue cortante y conseguí que se levantara de la cama. Se colocó ante mí con actitud desafiante. No importaba, bastaba con que entendiera lo que le decía. Me esforzaba en contener la ira que volvía a hacer acto de presencia, pero Rosalía y su sonrisa sardónica no ayudaban a que lo lograse. Con brusquedad volví a explicarle lo del ginecólogo y lo de la fiesta sorpresa. Ella me dejó hablar, y luego, sin abandonar la sonrisa:
—Lo que tenía que haber hecho es casarme con un hombre de verdad, no con un guiñapo como tú —dijo masticando sílaba tras sílaba.
Le pegué. Le habría pegado a mi propia madre. Fue una reacción explosiva que la tiró de un vuelo hasta la cama. A partir de entonces no fui capaz de perdonar que me hubiese obligado a realizar una acción de la que sigo pensando que es lo más ruin a lo que un hombre puede llegar.
Y volví al comedor y al sillón, donde decidí, y lo juré, que haría mi vida, que no me afectaría lo más mínimo los absurdos de Rosalía. Para demostrarlo, calenté el pollo en el microondas y me senté en la mesa con la vela encendida y la botella de champán delante. Simulé felicidad como si alguien me estuviese observando, quizás yo mismo, e intenté comer. No pude. De la tarta sí comí un trozo a la fuerza. Me acabé la botella de champán y bebí no sé cuantas copas del licor de melocotón mientras miraba una televisión que no veía. Luego hice limpieza: Recogí la mesa, tiré el pollo a la basura colocándolo encima para que se viese bien y vacié lo sobrante del licor por la fregadera, dejando la botella junto a la de champán sobre la mesa de la cocina, una al lado de la otra. A la tarta, no sé por qué, le clavé despacio, recreándome, un gran cuchillo en el centro. La orquídea corrió mejor suerte. La saqué de la caja y la acomodé encima del televisor. No tenía culpa y era preciosa.
Me tiré bamboleante sobre la cama de la habitación que teníamos reservada para nuestros futuros hijos; Era la primera vez que dormíamos separados. Padecí un sueño pesado y huidizo. Una de las veces que me desperté, recordé lo del cuchillo y la tarta y me levanté para quitarlo. Tampoco sé por qué. Miré el reloj de pulsera, eran las cinco, y entonces me di cuenta de que no tenía despertador. Quizás eso influyese en que el resto de la noche fuera toda un mal llevarme con el colchón.
Rosalía nunca se levantaba antes de irme yo al trabajo, pero ese día la oí salir de la habitación a las seis y media. Seguía creyendo en mis razones para pegarle, pero eso no evitaba arrepentirme profundamente por haberlo hecho. Intenté continuar durmiendo. No lo conseguí y abandoné la cama para hablar con mi esposa. La encontré en el salón, sentada en su sillón.
—Buenos días —saludé.
—Buenos días —contestó ella.
—Perdona por lo de ayer, pero reconoce que me provocaste.
—Lo siento.
—Yo también.
Seguimos pidiéndonos perdón como en una rueda sin que se nos notase demasiado el arrepentimiento. Cortó las disculpas bruscamente, levantándose del sillón, yéndose a la cocina. Yo no sabía si volvería, estaba atónito. Volvió trayéndome el desayuno. Me lo había preparado para pedirme perdón, pensé. Un buen desayuno. De los que a mí me gustan: Zumo de naranja, tostadas, galletas, mermelada de fresa y café con leche. Tenía tiempo de sobra y disfruté. Mientras comía no ahorre elogios hacia lo bueno que le había salido todo. Rosalía me miraba desde su sillón, encumbrando su mejilla y ojo morados. Estuve tentado de pedirle que mintiera si alguien le preguntaba por sus lesiones. Pero no me atreví. Rosalía esperaba a que terminara de desayunar para dejar las cosas claras.
—Quiero pedirte perdón por lo de ayer. Creo que lo hiciste con buena intención, pero yo sé que nunca tendremos hijos.
—¿Por qué si el ginecólogo ha dicho…?
—¡Dios no lo quiere! Dios me quería como monja y he incumplido sus designios. Él me quería como su esposa y yo me casé contigo. No te echo la culpa, pero, sino se hubiese metido la tía Marisa por medio, yo ahora sería feliz.
—¡Y yo también!
Me salió ese exabrupto. Tal vez, de repetirse la experiencia, no le respondería así, pero lo hice y no me pesa. Ella me miró con resentimiento.
—También —aceptó.
Todo estaba dicho. A partir de entonces mantuvimos una relación escasa y fría. Ya no me preparaba la comida, pero excepto eso y el que tuve motivos sobrados para suponer que ella estaba planteándose si nuestra sexualidad era pecado, poco cambió entre nosotros. Seguíamos viéndonos sólo a las noches y nuestra conversación pocas veces pasaba del saludo cortés, aunque demostramos, cuando lo exigían las circunstancias, ser absolutamente capaces de mantener diálogos durante largo tiempo sin decirnos absolutamente nada, como el día en que vinieron sus padres a visitarnos.
Me hice asiduo a comer en el bar Cernin, compartiendo mesa muchas veces con Román, que aunque vivía con su madre no se llevaba demasiado bien con ella; algo de que a sus años quería controlarle los horarios. Román supo escuchar con paciencia mis desgracias conyugales y me contó sus problemas con el divorcio, aconsejándome para cuando me enfrentara al mío. Ampliamos, después de más de tres años, los registros de nuestra amistad, reducida hasta entonces a juegos de cartas y bravuconadas machistas.
En esa época pasé malos ratos durante los que me planteaba la manera de arreglar el matrimonio, pero pronto descubrí que en la nueva situación estaba mucho más cómodo que cuando las discusiones eran habituales y el trato nada espontáneo. Llegó un día en que dejé de lanzarle a Rosalía puentes que nos unieran para no correr el riesgo de que los atravesara.
No tardé en aceptar la primera invitación de Román para irnos una noche de juerga. En los últimos ocho años, desde que conocí a Rosalía, no había ido más que dos veces a una discoteca; era pecado.
Me reencontré con las risas, los coqueteos y alguna amiga de mi adolescencia. Todo había cambiado, sobre todo las mujeres, que parecían haber domado viejos demonios hasta convertirlos en angelotes cornudos. Las risas eran más abiertas y los coqueteos menos sutiles. Los besos naturales y uno en particular delicioso; los que daban algunas como saludo en la boca cada vez que llegábamos o nos íbamos. Mantenían la moral intacta pero presumían de cargarla. Habían aprendido a contar chistes verdes y se sonrojaban. Todo un placer nuevo, inocuo y olvidado.
Román se reveló como un perfecto guía en esa jungla. Conocía todos los sitios y en todos era bienvenido. Las noches que estaba animado, y eran muchas, se convertía en el rey de la fiesta. Su secreto con las mujeres se basaba en que las adoraba y gozaba de su presencia. Yo disfrutaba con sólo verlo entre ellas, dominando la situación con su bigote y sonrisa. Era un ser original al que terminé admirando, y que en alguna ocasión me sorprendí imitándolo.
Mantenía un curioso juego con las mujeres: La conquista a distancia lo llamaba. Para ello, hacia comentarios halagüeños sobre una mujer a otras mujeres. La intención era que el mensaje, aún trastocado, le llegara a la interesada facilitándole su conquista. Y funcionaba. Casi siempre, a los pocos días, la mujer elegida cambiaba su comportamiento hacia él. Las variables del juego eran el comentario, la mujer portadora del mensaje, el tiempo que se invertía en el proceso y el número de personas que intervenían. Más de una vez aceptó retos para demostrarnos la validez de su técnica.
No presumía de ello pero tenía muchas proposiciones para acabar la noche en otros brazos que los de Morfeo. Se negaba siempre y sabía hacerlo sin que ellas se molestasen lo más mínimo. Meses después, me dijo que estaba enamorado de una mujer, casada con un hombre que la maltrataba, y que sufría enormemente por ello. Me hizo esa confidencia en una memorable noche de vicio y perversión durante las fiestas de San Fermín. No ha vuelto a sacar el tema.
Román no ha cambiado desde entonces: Es alto, algo barrigudo, se proclama poeta y piensa raro. Se adorna con el mismo bigote engolado que causa sensación tanto por su tamaño como por su originalidad. Viste impecable y despliega exquisitos modales. Por contra, su hablar peca de ceremonioso y mantiene su risa ruidosa y zafia. Está divorciado y tiene tres hijos a los que no consigue ver. Le da vueltas a todo y de todo saca las más peregrinas conclusiones, como que ser maricón es cosa de hombres; “¿O acaso has conocido alguno que no lo sea?” O que los hombres, para las mujeres, sólo somos un efecto secundario del embarazo, al igual que las arcadas o los antojos. Esa frase fue tan repetida que todos la aprendimos y alguna vez la recitamos a coro.
En aquel entonces, Román bebía mucho. Después de llegar más de una noche a mi casa absolutamente borracho, decidí restringirme el alcohol; él bebía brandy con coca-cola y yo cerveza. Aún y todo, él bebía bastante más, pero nunca parecía tan borracho como yo cuando lo estaba. Corría la voz de que consumía cocaína.
No me comportaba como un hombre casado. Ni siquiera me consideraba un hombre casado. Me convertí en uno de esos numerosos moscones que pululan alrededor de las mujeres que se ofrecen. No buscaba sexo. Coqueteaba con todas y a todas les hacia promesas de futuras provocaciones, pero no consumé más que unos besos sin malicia y unos toqueteos públicos y por lo tanto más guasones que eróticos. No sentía impulsos sexuales, todo era un juego. Tal vez estuviese, desde lo del ginecólogo, con la sexualidad reprimida.
Ni un reproche recibí de Rosalía. Seguíamos durmiendo en la misma cama y por lo tanto sabía cuando y en qué condiciones me metía en ella. Incluso alguna vez me pareció oír como olisqueaba, buscando quizás rastro de mujer. Nunca se me ocurrió camuflar mis experiencias. Contárselas tampoco, desde luego. Pero es que no consideraba que hiciera nada malo y era claro que de nuestro matrimonio sólo quedaban las formas y el cuerpo presente. El divorcio era algo tan desagradable que siempre iba dejando para más adelante el planteármelo. Como ya no me afectaba el humor de Rosalía, tampoco me sobraba ella. Se había convertido poco más que en un peralte de mi cama.
Según avanzaba diciembre me encontré con el problema de los compromisos familiares: Ese año nos tocaba pasar la Nochebuena en casa de los padres de Rosalía y en Navidad comer en la de los míos. Se acercaba el día y todavía no habíamos hablado sobre si iríamos ni sobre qué regalos llevar. Yo estaba indeciso; dudaba entre tomar la iniciativa o seguir esperando a que la tomase Rosalía.
Para el día veintitrés, un grupo de los conocidos de la noche habíamos decidido celebrar una particular Nochebuena. Ya que en esa noche tan emotiva no podíamos elegir la compañía, elegiríamos la noche en que celebrarla. Petra, promotora de la propuesta y la más lenguaraz de nuestras amigas, nos cedió su casa y se comprometió a preparar unos fritos y comprar el postre. Cuando me lo propuso, acepté encantado confiando en que Román también vendría; así fue y nos encargamos de los mariscos. Alfredo, un carnicero de la parte vieja de Pamplona, traería gorrín asado en el horno del panadero de Ororbia. Susana, al ser camarera, podía conseguir el alcohol al costo y se decidió que ella y Paulina nos surtieran de bebida.
No había que ser demasiado suspicaz para ver que iba a ser una cena de parejas. Susana y Alfredo eran, por llamarlo de alguna forma, la pareja oficial. Habían pasado ya por separaciones, reencuentros, enfados y arreglos. Susana era una de esas mujeres feas de cara pero con una puesta en escena impecable. Le llamábamos la Rubia. Alta y de buena figura, sabía vestir de forma que no puedes evitar mirarla. Era seria, en su trato un poco infantil y de genio vivo, pero podía ser entrañable e incluso divertida. Tenía sobre los treinta y cinco años, dos hijos y un ex marido con el que batallaba para que le pasara la pensión a la que estaba obligado. Gracias a la ayuda de su familia, contaba a menudo, había logrado sobrevivir. Entonces trabajaba de encargada en una de las más reputadas cafeterías de Pamplona y le ayudaba con los niños una hermana mayor soltera que vivía con ella. Escondía su relación con Alfredo para que no se enterasen sus hijos, e incluso delante de nosotros simulaban los arrebatos, aunque no su cariño.
Alfredo andaría por los cuarenta. Era el dueño displicente de una pequeña carnicería. Soltero, en su juventud había sido un gran juerguista. Tenía gracia contando sus vivencias; si empezaba sólo callaba cuando le notaba el gesto a Susana. Sus padres habían muerto dejándole unos terrenos en Ororbia que vendió en cuanto tuvo ocasión. Le dejaron también en el pueblo varias casas que tenía alquiladas. Con dinero suficiente como para no preocuparse por sus pequeños vicios, empezó a descuidar su negocio; el horario de apertura y cierre era totalmente anárquico, y a pesar de que su género seguía siendo de primera calidad, no era todo lo variado que había sido. Continuaba con la carnicería porque decía que le gustaba. Alfredo era grande en todas sus dimensiones, sobre todo la cabeza que era redonda y calva.
A Román sin duda se lo adjudicaría Petra. Formaban una pareja platónica y sandunguera que disfrutaban mutuamente de sus ocurrencias y desplantes. Petra, delgada, pequeña y muy ágil, tanto de cuerpo como sobre todo de mente, se encargaba por propia iniciativa de pedir las consumiciones cuando el local estaba lleno y no se podía llegar a la barra, o de protestar sobre cualquier cosa que a los demás nos incomodara reclamar. Vivía sin agobios económicos; su marido le habría dejado dinero, o a lo mejor sus padres, el caso es que no necesitaba trabajar. Le decíamos la Viuda Alegre.
Paulina estaba destinada a ser mi pareja, y no creo que lo fuera de forma accidental. Me sentía tan a gusto con ella que me habría avergonzado proponerla como integrante de la cena. Alguien lo hizo por mí y se lo agradecí. Paulina, con su pelo corto entreverado de rubio en castaño y su vestir informal, rebosaba sensual feminidad por todos sus poros, contrastando su espectacular físico con una fragilidad y timidez que me conquistaban. Su tímida sonrisa y su mirar desde abajo sabían extraer todo mi instinto de protección. Con ella yo era un caballero andante, dispuesto siempre a que, por ejemplo, el pudor no le hiciese perder ese último bombón con que nos obsequiaban en algún pub. Tenía veintiocho años y era un orgullo el que se hubiera fijado en mí, despreciando a tanto moscón que la pretendía. Estaba separada y trabajaba en una tienda de su propiedad de esas en las que lo mismo te venden un caramelo que un lápiz que el periódico.
El día veintitrés, y como previo a la Nochebuena, comimos juntos todos los empleados de la sucursal. El restaurante cobraría, como todos los años, la factura en la central del banco. No ponían pegas, así que comimos lo que quisimos. Alguna, como siempre, se excedió. A mí me daban igual esas bajezas de las que incluso presumían. Terminamos los cafés y las copas después de las seis y llamé por teléfono al bar Cernin. Román también, como es tradición, había comido con los compañeros de trabajo, pero ya me esperaba en el bar.
—Supongo que te habrás reservado para la cena ¿verdad? Te lo pregunto porque hay marisco como para parar un tren. ¡Buenísimo! Tenemos que recogerlo a las ocho ya cocido —fue su saludo en cuanto Luis le pasó el teléfono.
—Gracias por encargarte del marisco.
—De nada hombre. Ha sido gracias a un cliente. Yo no he hecho nada.
—De todas formas, gracias. Tenemos que hacer cuentas. ¿Qué te debo?
—Luego hablamos. Pero… ¿Vas a traer o no vas a traer hambre?
—En la comida me he puesto como un cura con tres parroquias, pero tranquilo que para esta noche me repongo.
—Ya veremos ¿Vienes a tomar café o quedamos más tarde? Es que tengo cosas que hacer. Mañana cena familiar y todavía no sé qué les voy a regalar —gimió.
—Quedamos mejor luego. Si quedamos a las ocho menos cuarto, ¿nos dará tiempo de recoger el marisco e ir a casa de Petra?
—Desde luego. Entonces, a las ocho menos cuarto. ¿Aquí en el Cernin?
—Ahí estaré.
Lo que yo tenía que hacer era ir a mi casa y esperar pacientemente a que Rosalía me comunicara los planes para el día siguiente.
Al entrar en casa lo hice procurando meter ruido y que mi esposa me oyera llegar. Me serví una copa de pacharán, me senté en el sillón y puse la televisión. Era sábado y Rosalía no trabajaba. Estaría en nuestra habitación, haciendo ganchillo; últimamente hacía mucho ganchillo, aunque yo no había visto ningún fruto de su labor.
Al rato me decidí y entré en el cuarto. Rosalía dormía la siesta. Seguro que me escuchó, pero no movió un sólo músculo. Vi la oportunidad y saqué del cuarto la ropa que ya tenía pensado lucir esa noche. Me imaginaba a mi mujer nerviosa por no saber que estaba pasando a sus espaldas. Tal vez no le importase, pero a mí me hacia ilusión pensar que ella se preocupaba por mis actos.
Guardé la ropa donde no la viera si se levantaba y me terminé la copa de pacharán. Estaba nervioso. Pulsaba obsesivamente el mando a distancia de la televisión diciendo: “No hay nada, no hay nada”. Al final la apagué. Ya no había tiempo de comprar los regalos. Y Rosalía sin dar muestras de vida. Enfadado por el comportamiento de mi esposa empecé a prepararme para la fiesta.
El malhumor se esfumó y los nervios se incrementaron, pero eran distintos, más intensos y agradables; se me escapaba la risa durante el afeitado. No había tenido esas sensaciones desde mis primeras citas con chicas, y al igual que entonces bailé sin música ni ritmo, por la mera necesidad de moverme, canté a un micrófono inexistente mirándome al espejo, boxeé con mi reflejo e hice posturitas diciéndome alabanzas. No estaba mal a mis treinta y tres años, las pocas veces que iba al gimnasio hacían su efecto y casi no tenía barriga. A mí también se me estaba cayendo el pelo, pensé peinándome con esmero. Por primera vez me preocupé por mis pocas arrugas, planteándome sino me estaría haciendo viejo para esos comportamientos. Decidí que no y me reñí muy seriamente por ese absurdo pensamiento.
Recién duchado comprobé mis uñas. Las de los pies estaban poco presentables pero no se verían y las dejé así. Ahora que lo pienso, estrenaba calzoncillos especialmente comprados para la ocasión. No sé porque esa diferencia entre los calzoncillos y las uñas de los pies si estaba convencido de que no se iban a ver ninguno de los dos. Había elegido, sin pretenderlo pero consciente del hecho, la misma ropa con la que esperaba a Rosalía el día de la orquídea y el pollo. Para el frío llevaba un abrigo color arena.
Cuando llegó Román al bar Cernin me acababa la tercera cerveza. Venía enfadado. El presupuesto para regalos familiares se le había triplicado.
—No te quejes que lo mío es peor. Todavía no sé si mañana cenaré con los suegros o tendré que llamar a una bocatería. Y no sé qué prefiero. ¿Por cierto, abren las bocaterías en Nochebuena?
—Antes que eso te vienes a cenar conmigo. No te van a tratar peor que a mí, y si yo puedo aguantarlo…
—Venga no será para tanto.
—¿Qué no será para tanto? El año que viene les van a dar a todos muy mucho por el culo. Para entonces ya estarás separado y nos lo montaremos juntos.
Bebiendo otra consumición, me dijo que esa tarde le había llamado Alfredo para quedar en un bar de la parte vieja de Pamplona e ir los tres juntos a casa de Petra. Fuimos a recoger los mariscos, donde tomamos otra cerveza, y mientras los preparaban me acerqué a un cajero automático para sacar dinero. En ese intervalo, no sé de dónde consiguió Román un clavel que se colocó en el ojal de la chaqueta. Vestía un traje azul oscuro que parecía recién sacado del sastre.
Alfredo esperaba bebiéndose un vino y por acompañarlo nos pedimos unas cañas. Román me lanzó una mirada y se volvió a Alfredo.
—Mira a Fermín; esta nervioso cual principiante.
—Que, ¿por la Paulina?
—Seguro.
—¡Y con razón! ¡Menuda chavala! —me justificó Alfredo con una sonrisa cómplice.
No repliqué porque cuando decidí como hacerlo ya se había cambiado el tema de conversación, y entonces Alfredo glosaba las virtudes del gorrín que nos íbamos a cenar esa noche.
—Nos lo traerán recién hecho —añadió.
No tardamos en llegar a la casa de Petra, un precioso chalet de dos plantas en las afueras de Pamplona. Nos esperaban ahí las tres vestidas de largo, con unos trajes similares pero de distinto color: Paulina rojo, Petra muy escotado y negro y Susana azul, como sus ojos, aclaró coqueta. Estaban bellísimas, sobre todo Paulina que me miraba, fantaseé, buscando mi aprobación. Mi primera reacción fue de sorpresa; iluminaban cual linterna en un pozo oscuro. Habían ido a la peluquería y se les notaba recién maquilladas. Lucían tal armonía que seguro no era casual; después nos enteramos que llevaban más de diez días buscando los trajes, decidiendo peinados… Sonreían orgullosas de nuestro pasmo. El primero en reaccionar fue Alfredo:
—¡Joder! Si salimos con vosotras así por la calle seguro que terminamos a hostias. Nos las iban a querer quitar a guantadas.
Esa fue la salida para que los tres nos enzarzáramos en una pelea dialéctica por ver quién les piropeaba más y mejor. Nos cortaron ellas, azoradas, disimulándolo, llamándonos zalameros.
—Cómo se nota que no sois nuestros maridos.
—¡Ni vosotras nuestras mujeres! —exclamé.
Fuimos hacia el salón. Habían decorado la casa con motivos navideños: Un nacimiento en la entrada, guirnaldas por los techos y paredes, cintas navideñas, postales de Papa Noel, y un pino originalmente adornado con una larga pieza de tela dorada que lo bordeaba desparramando su extremo por el suelo. Pidieron, a los que teníamos calendario en el reloj, que lo adelantáramos un día para que marcase el veinticuatro. Entonces Petra pulsó un mando a distancia y se escuchó un villancico.
—Ya estamos en Nochebuena. Felicidades.
Todo fueron besos y saludos; incluso nos besamos los hombres. Luego, Susana nos sorprendió con una voz limpia y potente cantando el villancico que sonaba por los altavoces. Una voz que nos provoco escalofríos emocionándonos hasta las lágrimas. Nos sumamos a su voz, pero poco después fuimos callando, supongo que avergonzados por mostrar nuestros sentimientos. Empezamos a hablar y movernos de forma descontrolada. Petra, sentada en una silla, lloraba a pesar de la sonrisa que iluminaba su rostro. La rodeamos no sabiendo qué hacer.
—¿Qué te pasa, Petra? —tomó el mando Román.
—¡Cabrones! Creía que iba a ser la única nochebuena sin llorar y me obligáis a llorar de alegría.
Se levantó y nos abrazó uno a uno. Largamente. Yo no había sentido tanto cariño ni en los mejores tiempos con mi esposa.
Miré a Paulina, ella me miró a mí, y sumé sus lágrimas a las mías… Nos separaba poco más de un metro pero nada más; tampoco Rosalía. Me reconocí enamorado y no me daba la gana pensar en las consecuencias. Sentí como avanzaba hacia ella y se rompió el hechizo. Mejor dicho, lo eclipsó el análisis del hecho. Nadie se dio cuenta. O todos disimularon.
Seguimos alternando con total soltura lágrimas y risas. Comenzó de nuevo Susana otro villancico y la seguimos entre hipidos, silencios, graznidos, mucho amor y ninguna vergüenza. No recuerdo haber estado nunca tan unido a otra gente que esa noche. Y me acordaría. Seguro.
Petra abrió una botella de champán y brindamos en el salón antes de pasar al comedor. Paulina y yo ocupamos los lugares más distantes dentro del grupo y evitábamos las miradas.
Ya en el comedor, empujé la silla para ayudar a sentarse a Paulina, y ella, al ponerme yo a su lado, me acercó la boca despacio, tanto que tuve tiempo de pensar, y me dio un beso breve y suave en los labios. Casi no lo noté, pero lo sentí. ¡Cómo lo sentí!
Lo habíamos hecho delante de todos sin preocuparnos por ello. Nos dieron un instante para mirarnos a los ojos y luego aplaudieron.
—Ahora yo —dijo Petra alborotada. Le dio un beso a Román y este, cuando se separaban, se lo devolvió.
Susana sonrió y besó sonoramente en la mejilla a Alfredo. Mi beso había sido el más etéreo, pero sin duda el más impactante.
Nos prohibieron ayudarlas y empezaron a sacar la cena. De primero unos fritos de jamón y queso, pimientos del piquillo rellenos unos de merluza y otros de ajoarriero, croquetas… Sacaron también una especie de pequeños sobres de hojaldre relleno de lo mismo que los fritos y que, dijeron, habían estado toda la tarde preparando entre las tres. Todo delicioso, aunque las emociones restringieran el hambre.
—Pero es que esto se come sin hambre —me regañó Susana, que la tenía a mi derecha, mientras me servía en el plato dos sobrecitos más.
Vino y champán corrían incontrolables y nunca faltaba quien se prestara a llenar vasos y copas. Paulina y Susana habían contribuido a la cena con más de doce botellas entre champán, vino y licores, y todavía insistían en pagarnos parte de lo traído por los demás porque lo suyo les resultó barato. Tuvimos que levantarnos de la mesa y fingir que nos íbamos sin cenar para que se callaran.
Mientras sacaban los mariscos, Alfredo llamó por teléfono. Había quedado con un amigo para que, en cuanto le llamara, viniera en coche desde Ororbia con el gorrín recién sacado del horno.
—Recalentado esta bueno, sí, pero es que es pecado mortal recalentar estos gorrines. Ya diréis cuando lo probéis.
Creímos que no llegaríamos a catarlo después de tanto marisco: tres langostas, cuatro centollos, nécoras, gambas, langostinos, percebes… Nos hacía hasta daño imaginar el comer más por muy gorrín asado en horno de panadero que fuera. Menos mal que lubricábamos continuamente nuestras gargantas con champán, excepto Alfredo que prefería vino.
—¿Sabéis el chiste ese de un hombre que le dice a otro: Estoy empachado, he comido demasiado. Quiero vomitar pero no puedo? El otro le contesta: Metete dos dedos por la garganta. Joder, responde el primero, si me entraran dos dedos me metía dos plátanos —contó Paulina de corrido.
Alfredo, que en ese momento lo que se estaba metiendo era una abundante porción de langosta en la boca, la aspersó hacia todos nosotros. Empezamos a reírnos sin control ni motivo; el chiste nos quedaba muy lejos. Era una carcajada llena de espasmos, como si quisiéramos parir por un sitio equivocado. Quedamos agotados. Bebimos todos un buen trago, alguno entre toses.
No había pasado media hora desde el aviso cuando oímos una bocina. Alfredo saltó de la silla, acabó su copa de vino de un trago y fue directo hacia la puerta.
—¡Jolín que prisas! —dijo Petra con la boca llena, admirada de la agilidad de Alfredo.
No tardó en volver acompañado de un aroma delicioso y una gran bandeja recubierta con papel de aluminio.
—Le he invitado al amigo a un vaso de vino por el favor, pero tenía prisa.
Descubrió la bandeja y nos presentó uno a uno el gorrín cortado por la mitad, desde la cabeza hasta las ancas. Las alabanzas recuperaron el ambiente festivo.
—Ahora un brindis por el gorrín. ¡Vaciando la copa! —ordenó Susana.
Me tocaron costillas pero se las cambié a Paulina por un muslo porque ella las prefería. Fue la cosa más sabrosa que había comido hasta el momento, y los demás parecían opinar igual porque nos lo acabamos. Los bocados se deshacían diseminando un sabor rotundo y casi efervescente. Era de consistencia tan suave que al principio sorprendía. El pan untado en su salsa resultó un concentrado de todo lo expuesto. Me resigné a cargar sin arrepentimiento con una barriga para el resto de mi vida. Contra el postre me declaré vencido. Entonces se recurrió a la paradoja de las grandes cenas.
—Hemos hecho sorbete para bajar la comida y que nos entre el turrón.
—A mí no me entra ni un solo plátano —exclamé.
—Tú bébete el sorbete y verás. Es bueno para desengrasar —me recomendó Paulina sonriendo mientras me dejaba la copa encima de la mesa. Cuando se sentó a mi lado, me dio un besito en los labios que me supo a limón.
—Veo que tú ya has catado el sorbete —le dije.
—Sí, para probar si estaba bueno antes de servirlo.
—Esta buenísimo, al menos en tus labios —respondí.
Todos se alborotaron y quisieron que sus parejas les dieran un beso después de mojar los labios en el sorbete. Petra y Susana no se hicieron de rogar, e incluso Paulina repitió el beso pero esa vez con sorpresa, ya que, al juntarse nuestros labios, sentí un hilito de sorbete derramándose de su boca hacia la mía. Cuando nos separamos casi proclamo la sorpresa, pero una mirada a Paulina me hizo ser prudente. Tal vez por eso recibí otro beso, esta vez sin sorbete aunque sus labios mantenían el frescor del limón.
Llenaron la mesa de turrones e iniciamos la sobremesa entre risas y bromas. Alabamos la cena de forma exagerada y agradecimos todos, al resto, lo que había contribuido a que la noche resultase un éxito. Comparamos esa Nochebuena con la que nos esperaba al día siguiente, y Román hizo una parodia durante la que nos reímos tanto que acabamos una vez más doloridos. Concluimos que era esa nuestra Nochebuena, o Navidad, o lo que fuese. El caso era estar de acuerdo, sentirnos unidos. Brindamos por ello.
Ya en el salón tomamos cafés y copas y los hombres puros. Nos cedieron, sin palabras, a Paulina y a mí el sofá de dos plazas. El resto estaban sentados en grandes sillones de piel rojiza.
Susana se puso seria y anunció que se retiraba; tenía de invitados a su familia para la Nochebuena del día siguiente, pero insistimos en que se quedara un poco más y cedió:
—Pero sólo media hora, ¡eh!
Los villancicos creaban una atmósfera especial, remarcada por la luz de unas velas, flotando en un liquido rojo dentro de una especie de peceras, que Petra encendió en la mesita de mármol y cristal sobre la que reposaban ceniceros, copas, botellas, caja de puros, cajetillas de cigarros, encendedores…
El ambiente se hizo íntimo y durante la conversación la mano de Paulina se unió a la mía para, después de unos tanteos, ya no separarse. No tardamos en fijar nuestros ojos y darnos un beso y luego otro y otro más. Y un último en el que las lenguas no intervinieron pero los labios ejercieron de extremidades prensiles y acariciadoras.
Nos llegaban ecos de la conversación que el resto mantenía ajenos a nuestras efusiones, y aún sin prestar atención escuché villancicos.
Susana mató el encanto cuando se levantó y dijo que se iba. Alfredo le pidió que lo acercara con su coche a casa confesándose borracho. Tardamos más de quince minutos en las despedidas, conjurándonos para repetir la experiencia.
Al quedarnos solos, Petra acercó su sillón al de Román y le cogió la mano. Paulina se acurrucó contra mi costado y yo le acaricié la cara. Pero el entorno se había vuelto hostil; Todos nos sentíamos observados por los demás.
Al tiempo, cuando ya no era el primer silencio en el que nos sorprendíamos, Román se levantó, y cogiendo el teléfono me preguntó qué hora era.
—Las dos y media pasadas —contesté expectante.
—Buenas noches. ¿Hospital Maternidad Virgen del Camino? Quería preguntar que tal va lo del niño. Vale. Bien, bien. Espere un momento —dijo Román al teléfono—. Qué la María todavía no está de parto —nos informó tapando el auricular con la mano—. Si queremos para hoy al Niño Jesús, tendrán que provocarlo. ¿Qué hacemos: Que le provoquen el parto o dejamos la Navidad para el veinticinco?
—¡Que se lo provoquen! —gritó Petra con una voz desafinada por el alcohol.
—¿Óigame? Sí. Que se lo provoquen. Gracias. ¡Ah! Feliz Navidad.
—Un brindis por la Navidad —pidió Petra cuando Román colgó el teléfono.
Volvimos a ensalzar la cena pero ahora sin casi entusiasmo. Paulina bostezaba acurrucada contra mi costado, y yo, agotado y notando los efectos del alcohol, ya planeaba la huida. Petra, la más despierta, no quería que acabase la fiesta; “La noche es joven”, insistía. Puso música y sacó a bailar a Román.
—Venga, vosotros también.
Bailamos una canción. Luego lo dejamos. Paulina se fue al baño y Petra decidió hacer más café:
—A ver si nos despejamos.
—Yo me voy —dije en voz baja a Román.
—¿Solo o con Paulina? —me preguntó con una sonrisa apagada en la que se leía el cansancio.
—Solo. No estoy en condiciones —me excusé.
—Entonces te acompaño. O me quedo dormido aquí. Se está de maravilla —dijo acomodándose en el sillón.
Llegaron las dos juntas. Con los cafés. Hablaban animadamente, emocionadas.
—Ya sabemos lo que vamos a hacer. ¡Espiritismo! —Anunció festiva Paulina.
Hubo una pequeña disputa; Román no creía en esas cosas y yo tampoco. Él partía de la base de que si era sólo un juego no tenía gracia y sino lo era prefería abstenerse. A mí me daba igual. Pensaba que eso del espiritismo era una tontería sin sentido. Pero quería irme a casa; estaba cansado y habíamos bebido demasiado.
A Román lo convenció Petra con carantoñas y a mí Paulina recriminándome que sino cedía estropearía la fiesta. En cuanto aceptamos, empezaron los preparativos bajo las instrucciones de Paulina que dijo entender de esas cosas. Acercamos unas sillas alrededor de una mesa camilla mientras Petra iba colocando velas encendidas por encima de los muebles; “cuidado con las velas”, recuerdo que insistió varias veces Román. Luego Paulina apagó la luz.
—No os sentéis todavía. Formar un círculo, cerrar los ojos y concentraros —ordenó muy seria Paulina, y cambiando de voz por otra más grave y ceremoniosa—: Fuerzas sutiles pero poderosas, os invocamos.
Sentí miedo. No creo ser cobarde pero esa noche me espanté sin motivo aparente. Busqué a mi alrededor como si esperase un enemigo y al verlo me relajé. Era sin duda el alcohol quien hacia que la sombra que derramaba alguna vela se pareciera al diablo. Estaba clarísimamente apoyado contra una pared desde la que me miraba riendo.
Petra puso una música ambiental y la sombra, al instante, inicio un baile sinuoso que se hizo extremadamente sensual sobre el cuerpo de Petra cuando esta la atravesó. Parecía burlarse de mí, como si pretendiera provocarme.
—Mejor quita la música —pidió Paulina.
Petra volvió a pasar por delante de la sombra que sólo tembló.
Ya sentados al rededor de la mesa camilla, y mientras Paulina pedía que nos cogiéramos de la mano, vi claramente como de la sombra nacían dos extremos esterilizados que raptaron hasta posarse en las manos de Paulina. En ese momento ella se estremeció, quizás de frío.
Si quería coger la mano de Paulina debía tocar a la vez la sombra. Lo hice. Unas alucinaciones no iban a nublar mi inteligencia, decidí.
—Callaros, cerrar los ojos y concentraros profundamente —ordenó Paulina.
Paulina preguntó si había algún espíritu, varias, muchas veces.
—Dar un golpe para decir “sí” y dos para decir “no”.
—O sea, para que nos entendamos: Sino estáis, dar dos golpes —apuntilló Román.
Se me escapó la risa.
—Así no se puede hacer nada —protestó Paulina.
—Perdona.
Luego pidió Paulina que si había algún espíritu presente tirara algo, encendiera una luz, apagara las velas o abriese una ventana. Nada sucedía. De vez en cuando entreabría mis ojos buscando la sombra. Parecía haber desaparecido. La encontré al tercer o cuarto intento. Estaba superpuesta a Paulina y más que nunca me pareció diabólica. Tuve miedo por segunda vez y por segunda vez quise reírme de mi imaginación. Intenté concentrarme en otras cosas. Petra movía rítmicamente la cabeza arriba y abajo mientras Román tenía los ojos cerrados y el gesto irónico. Paulina seguía reclamando espíritus. Unas veces casi por favor y otras ordenándolo.
—¿No estamos en Navidad? Llama al espíritu de la Navidad. Eso no puede ser tan difícil. Dicen que en estas fecha está siempre presente —bromeó Román.
—Pues tendrás que llamar al espíritu de la Navidad del grupo. No al de la Navidad cristiana —sugirió Petra.
—No os tomáis nada en serio. Para seguir así lo dejamos.
—Venga, tú llama al espíritu de nuestra Navidad. ¡Joder, menos que con los otros espíritus que has invocado no va a resultar! —dijo Petra.
—Esto no son tonterías —se enfadó Paulina.
—Pues sino lo haces tú, lo haré yo —respondió Petra—. Espíritu de nuestra Navidad. Espíritu de la Navidad no cristiana. ¡Yo os invoco!
Nunca he sido beato, pero invocar delante de esa sombra, por muy paranoico que yo mismo me creyera en ese momento, al espíritu de la Navidad no cristiana, aunque no creyera en él, era mucho más de lo que mis creencias religiosas estaban dispuestas a aceptar. Decidí golpear el suelo con el pie para boicotear la sesión con la excusa de una broma. Elegí el momento, abrí un poco los ojos y vi como la sombra se giraba. Se enfrentó a mí sin nada en que apoyarse. Una sombra tan suspendida en el aire como mi pie. Era imposible. Más que paranoico estaba borracho. Entonces comprendí que la sombra tenía los ojos cerrados. Lo supe cuando contemplé horrorizado como se deslizaban sus párpados para descubrirme las llamas que de ellos salían. Grité.
Grité una fracción de segundo antes que los demás. Ellos no supieron que, cuando se puso en marcha el equipo de música estruendando la habitación, yo ya había iniciado el grito. La sombra me miraba con sus ojos llameantes. Desapareció al encender Petra la luz para desconectar el quipo musical. Nos mirábamos sin decir palabra hasta que Román soltó una carcajada.
—¡Qué cabronas! Lo habéis preparado todo.
—¿Qué dices? —pregunté.
—Que estas nos ha dado un susto de muerte encendiendo el equipo de música con el mando a distancia. ¡Jodó que susto me habéis dado!
—Y a mí también —dije yo intentando asimilar la noticia.
—Os juramos que no hemos preparado nada. Tú no has hecho nada, ¿verdad? —Preguntó Petra a Paulina.
Nadie reconoció ser el culpable y el mando a distancia se hallaba encima del equipo musical, pero pudo ponerlo ahí Petra cuando fue a apagarlo. Estábamos tan asustados que ninguno se fijó. No obstante, resolvimos que fue un fallo del aparato. Es antiguo y se le notan achaques, dijo Petra. La creímos. Yo no comenté sobre lo que había visto. ¿Qué iba a decir?
La fiesta había dado lo mejor de si misma y decidimos finalizarla. Paulina se quedaría a dormir con Petra para ayudarla al día siguiente a limpiar lo que habíamos manchado. Al despedirme, di dos besos a Petra en las mejillas y uno suave en los labios a Paulina, que me correspondió con una sonrisa, apretando mi mano breve pero cariñosamente.
En el coche de Román, durante el trayecto hasta mi casa, hablamos poco y sólo cuando me dejó frente al portal comentamos unos minutos sobre lo bien que había resultado la noche.
—Además, tú has triunfado con Paulina.
No me apetecía hablar sobre el tema y le respondí lacónicamente que sí, que ya veríamos.
—Y sigo pensando que lo del susto ha sido obra de esas —añadió.
—Seguro —acepté.
—Si es así, hay que reconocer que como broma es cojonuda —concluyó.
Mi último recuerdo antes de dormir fue para Paulina y el beso de despedida que nos dimos. No me sentía infiel hacia Rosalía, más bien la consideraba culpable por haberme condenado a buscar lo que ella debía ofrecerme: Cariño.
Rosalía me despertó a gritos: “Te llaman al teléfono y dicen que es importante”. El despertador digital marcaba las once y trece, por lo que eran las once menos dos minutos ya que acostumbro a tenerlo un cuarto de hora adelantado. “Hasta las once en punto”, planeé. Me arrebujé en la manta aplazando el momento de sumergirme en la realidad. No creía en la importancia de la llamada; sería algún familiar para felicitarme las fiestas y Rosalía se habría inventado lo de importante para joderme; era su estilo. Salí de la cama a la hora acordada utilizando lo abotargado de mi cabeza como referencia para ordenar mis recuerdos. Las piezas se fueron uniendo mientras buscaba sonriente la bata con la que salir al comedor, donde estaba el teléfono descolgado, esperándome.
Era Román. Ni siquiera saludó. Se lanzó a balbucear y entre imprecaciones y lamentos me daba pistas para que formase una historia imposible.
—A ver, despacio, ¿qué ha pasado?
Tardó un rato en serenarse lo suficiente como para explicarse de forma coherente: Esa noche se había declarado un incendio en el chalet de Petra en el que murieron ella y Paulina, farfulló mientras comentaba que todavía no habían recuperado los cuerpos y que el fuego seguía incontrolado.
Al principio no me afectó. ¿Cómo iba a afectarme semejante sin-sentido? Ese estado duró poco tiempo, quizás menos de un segundo. Después, cuando la realidad se fue abriendo camino, relacioné la sombra y sus ojos llameantes con el incendio, pero eso también duró un instante. Eran elucubraciones de autodefensa. Se me habían muerto dos amigas con las que estuvimos bromeando hasta horas antes. Fue tal la impresión que todavía mantenía un resquicio para la duda.
—¡Cagüen la leche, Román! ¿Seguro, no? ¡Que hoy no son los inocentes!
—¿Cómo voy a bromear con esto?
—¡Pero es que es imposible!
Le creía, desde luego, pero seguía insistiendo en los “no puede ser”, expresiones ya más de consternación que de incredulidad. Román me cortó diciendo que había quedado con Alfredo y Susana para ir juntos al chalet. Nosotros, como no, en el bar Cernin lo antes posible.
Román me esperaba montado en el coche. Yo estaba en ayunas y aspiraba al menos a beber un café con leche antes de enfrentarme con la parte más asquerosa de la realidad. El estomago me pedía a ruidos que, después de los excesos de la noche, lo aplacara con algo que pudiera digerir sin complicaciones. No sugerí entrar al bar Cernin para desayunar pero sopesé la posibilidad de hacerlo.
Fuimos en busca de Alfredo, que daba vueltas en la puerta del mismo bar donde lo recogimos la noche anterior. Hacia frío y tenía la cara roja. Miraba el reloj.
Mientras esperábamos en el coche, pensaba: ¿Por qué no entramos al bar y tomamos un café con leche y un bollo para acallar mis vísceras? Una aspirina tampoco me vendría mal, apuntillaba. Pero seguí sin atreverme a proponerlo; Mi sensibilidad sería juzgada.
Llegó Susana. Era la que tenía más detalles de la tragedia porque le había llamado la policía. De alguna forma se enteraron de la fiesta, hicieron preguntas y salió su nombre. De ahí a los nuestros sólo faltó un paso. Debíamos, nos dijo, pasar por comisaría para declarar.
En los asientos traseros del coche, Susana apoyaba la cabeza en el hombro de Alfredo mientras contaba entre lágrimas lo ocurrido: A eso de las seis de la madrugada llamó Petra desde el teléfono que tenía en la habitación a los bomberos. Había fuego en su casa y no podía salir por la ventana porque estaba enrejada. Oía, insistía histérica, desesperados gritos de Paulina. Petra murió abrasada antes de que el fuego cortase la comunicación telefónica. Tres de los bomberos, que se turnaron durante la agónica llamada, sufrieron ataques de nervios.
A los días nos enteramos que fue un cortocircuito, y no alguna vela como temía Román, el causante del incendio que, cebándose en los adornos navideños, llegó hasta el gran deposito de gasoil que había en el sótano para alimentar la calefacción.
Cuando llegamos, el chalet vomitaba fuego a presión por las ventanas y se notaba su calor desde la distancia. Todo a su alrededor estaba en silencio. Pero eso no es verdad. Tras un tiempo de pasmo se escuchaba gritar a los bomberos. Y sobre el sonido de sus voces, el crepitar voraz y agresivo de las llamas.
Se me habían muerto dos amigas y de entre ellas Paulina, la de los besos que no volvería a recibir. Lloré sin aspavientos ni vergüenza, manteniendo fija la mirada en el chalet que habíamos ocupado hacía tan pocas horas. “No puede ser”, repetía.
Pero había una parte de mí que me sorprendía incluso en esos momentos; una lucidez que me permitía analizarlo todo con frialdad. Me había desdoblado y el que llevaba el mando era yo en sereno que contemplaba al yo dolorido con gesto casi irónico.
Ocurrió de forma espectacular. De repente, sin prólogo sonoro ni movimiento previo, el techo se desmoronó, y de entre polvo y humo creció una llamarada cristalina en rojo sangre. De ella se fue formando, ante mi espanto y entre silbidos, primero los brazos, después los cuernos, las piernas, la cabeza y por último un pene obsceno y brutal del que salían chispas como agua de un surtidor. Su forma no se disolvía como acostumbra el fuego sino que la figura se mantenía perfectamente delimitada y estable. El pecho se inflamaba en una respiración ruidosa y potente. Los amplios brazos tenían una movilidad pasmosa e imposible pero sabían frenarse en seco. Las piernas eran columnas macizas. Los cuernos le nacían de una cabeza con boca, nariz y orejas.
Pareció fijarse en mi. Se inmovilizó durante muy largos segundos, y cuando ya no podía soportar más la tensión, “¿es que nadie más lo ve?”, abrió sus ojos de oro fundido sin pupila, me sonrió con una boca perfecta, sacó la lengua, gruesa, viscosa, y la lanzó hacia mí hasta lamerme el rostro.
“Algo que ha explotado por el incendio y una esquirla le ha impactado en la cara. Suele ocurrir”. Me dijo el medico cuando desperté en la ambulancia de los bomberos. Tenía una quemadura en el entrecejo. No era grave, le preocupaba más el golpe que había provocado mi inconsciencia aunque no hallaron marca ni herida. Me pusieron una crema y vendaron mi cabeza.
Me creí la explicación. Era mucho más coherente que las visiones de un cerebro desquiciado por el dolor y el ayuno. Susana se hizo enfermera; cogió mi brazo y no lo soltó hasta que nos fuimos. Fueron firmes en impedirme ver los cuerpos de Paulina y de Petra ya recuperados; “Te desmayarías de nuevo”.
El fuego iba siendo vencido ahora que los bomberos podían tirar agua a través de donde había estado el tejado. El diablo desapareció; “Seguramente nunca existió. De haber ocurrido lo que recuerdo, todos lo hubiera visto”, me convencí. Poco más teníamos que hacer ahí así que nos fuimos. Mi estado sirvió de excusa para la huida.
Al llegar a casa escuche quejidos y lloros de Rosalía en la cocina. Estúpido de mí, pensé que ella se había enterado del incendio y me sorprendió que sufriera tanto por la suerte de mis amigas. Ignoraba que la policía había venido en mi busca, y al no encontrarme le hicieron unas preguntas. No sé lo qué le sugirieron o lo qué imaginó, pero juzgando por los gemidos debió sentirse dolida y humillada en extremo.
No me había oído llegar, y cuando con un hilo de voz le saludé, ella abandonó de inmediato el llanto, giró la cabeza sin prisas y me agredió con una mirada fija, entornada y larga. ¿Qué pasaba? Ella me lo dijo, tensa, sin brusquedades ni sentimiento. Luego, mientras las lágrimas se reiniciaban, me preguntó por qué le hacia eso: “Yo no te he hecho nada. No me lo merezco”, gimió.
Yo, el que me creía un mártir de sus histerismos, me transformé en verdugo y vislumbré la posibilidad de que ella me hubiera sentido siempre así. Noté un dolor profundo y espeso que nacía de mi vergüenza. Sentía lo ocurrido, sobre todo por ella, insistí, y también sentía el incendio, las muertes y la policía que había estado en casa, pero no era culpable. No había hecho nada malo. Todo era fruto de la mala suerte. Ella no me escuchaba, hablaba de escándalos, periódicos y habladurías, y me echó en cara que hubiese elegido las Navidades para airear mis vicios. Anunció, según se iba llorando, que a partir de entonces ella dormiría en el otro cuarto y me comunicó que esa noche cenaríamos en casa de sus padres. “Y tú con esas pintas”, reprochó mi vendaje blanco manchado de amarillo en la frente, donde habían colocado la crema para la quemadura.
La seguí disculpándome por el pasillo, y repetí las disculpas a través de la puerta cerrada de la habitación reservada para esos hijos que entonces veía imposibles. Las peticiones de que la dejase en paz surgieron efecto cuando temí las quejas de los vecinos por sus voces rayanas en la histeria.
Me senté en el sillón rebuscando mis culpas hacia Rosalía. Conseguí verlo desde su punto de vista y encontré motivos sobrados para su enfado: Mi poca sensibilidad ante su problema con el embarazo, que si bien es verdad que yo actúe conforme a la razón, ella se hundió en la depresión sin que yo intentara ayudarla. Mi obligación era pensar más en sufrimientos que en razones y no lo hice. Reconocí que durante mis noches de juerga entre mujeres ella no estaba en mi pensamiento. Los besos, deseos, comentarios, fantasías, coqueteos y miradas, habían sido todo agresiones a esa joven con anillo de pelo de elefante y apliques de plata que olía a niña recién lavada. Yo era un autentico desalmado y ella, por ser la perjudicada, tenía derecho a elegir desde que perspectiva juzgarme. Ya no buscaba mi absolución, pedía que se tuviesen en cuenta los atenuantes. Mientras no me diese oportunidad de explicarme, me sentiría un desgraciado por lo que ella pensaba que yo le había hecho.
Me acerqué al cuarto de los niños con una humildad que no me conocía. Golpeé suavemente la puerta, y sin alzar más que lo justo la voz, le pedí por favor que me dejara hablar. Fue inútil. Dije que la quería y me fui a la habitación que desde entonces sería sólo mía.
La cena de Nochebuena en casa de los padres de mi mujer fue tensa pero no por nuestra culpa; pasaba todos los años. La familia de Rosalía es profundamente religiosa, y como suele ocurrir en estos casos, les había salido un hijo ateo que no perdía oportunidad de criticar el derroche de la fiesta y lo absurdo de la religión. Atacaba por todos los frentes: Que no se festejaba el día ni el mes auténtico, que no sé qué tanto por ciento de la humanidad se muere de hambre mientras aquí los cristianos a ponerse como cerdos, que si las riquezas del Vaticano, que si las sobrinas de los curas, que con Dios como bondad infinita todos nos salvaríamos sin posibilidad de que existiera el infierno, que si era justo no teníamos nada que agradecerle, que justo y bueno a la vez no podía ser… Todos los años contaba lo mismo con los mismos datos. Se me hacía más sospechoso de resentimiento que de ateísmo. Su esposa le miraba con embeleso y a veces parecía que sólo hablaba para ella.
La familia de Rosalía no se enteró del incendio y nuestro distanciamiento. Ella mostró sus dotes de actriz e incluso se permitió servirme el vino con una sonrisa, pero eso no impedía que yo me sintiera tan avergonzado como si todos conocieran mi pecado; dijimos que la venda era porqué me había saltado aceite mientras freía unos filetes. Tampoco se enteraron por otros medios porque al día siguiente, por ser Navidad, no había periódicos y debió parecerles una historia pasada para incluirla en posteriores ediciones.
La Nochebuena fue el primer obstáculo de una época en el que al día siguiente tocaba pasar examen en la comida navideña con mi familia, y de ahí no salimos tan airosos. Al ser hijo único cenamos Rosalía, mis padres y yo, y es muy difícil simular cuando eres el constante centro de atención. Mi padre pareció no darse cuenta, pero en la mirada de mi madre leí un amargo reproche.
También hice frente a familiares y amigos que llamaban por teléfono para felicitarnos las fiestas y preguntaban después por mi esposa. Desplegué una variedad de excusas creíbles para ocultar que Rosalía, encerrada en su cuarto, no respondía a mis llamadas: “Esta en el baño”, “ha bajado a comprar”, “¡qué casualidad! Acaba de meterse en la cama”, o en la ducha, o lo que se me ocurriese. “Pues que me llame en cuanto pueda”. “No te preocupes que yo se lo digo”. “¡Ah! Y feliz Año Nuevo”. Hubo llamadas a las que no respondí.
Estuve el día veintiséis en el entierro de Petra y poco después en el de Paulina. Me había quitado la venda para no llamar la atención y vi con alegría que no quedaba más rastro que un leve enrojecimiento.
En el cementerio, Alfredo, Susana, Román y yo, los cuatro sobrevivientes de la cena maldita, nos mantuvimos juntos, casi apretados, como protegiéndonos del resto. Busqué al diablo entre las sepulturas pero no lo encontré.
Delante de mí, a pocos metros, ante mi indiferencia, cubrieron el ataúd donde estaban los labios que yo había besado hacía tan pocos días. Hurgué entre mis sentimientos pero ningún dolor salió a flote.
Ese mismo día, después de comer, acudí a declarar a la comisaría. No hacía falta; Culpaban del incendio a un cortocircuito y la investigación estaba cerrada. Creí descubrir entre los policías que me atendieron una mirada irónica e intuí que eran los que habían hablado con mi esposa provocando con ello el cisma matrimonial.
La última vez que vi a Alfredo fue esa tarde, en el funeral. Murió meses después, creo que en mayo, por culpa de un ataque de ciática; cruzaba una carretera, se agachó para coger algo y no se pudo incorporar. Lo atropelló una moto cuyo conductor también falleció en el accidente.
Para la Nochevieja esquivé invitaciones y estuve toda la noche solo, frente al televisor, mientras Rosalía sin cenar se emboscaba en el cuarto. No la vi desde el día veinticinco por la tarde hasta el ocho de enero que tuvo que ir a trabajar. Ni salía para comer. Sospechaba que se había creado su propia despensa pero sufría imaginándola en huelga de hambre para torturarme.
Aprendí por qué el corazón ha sido considerado la víscera del amor: Porque duele hasta literalmente temer su implosión. Es un dolor constante que te despierta por las noches con sensación de peligro.
Estuve tres meses en los que buscaba la soledad porque en compañía me sentía examinado y estaba a la defensiva para evitar que se notara mi desgracia. Meses de tardes con la televisión encendida y olvidada, de películas de vídeo que no terminaba de ver, de comidas forzadas y sin placer, de libros sin provecho ni recuerdo, de lágrimas y reproches.
Dejé de ir al bar Cernin y esquivé a Román que me creyó traumatizado por la tragedia. Al principio, hasta que desistió por mis negativas, insistía en que saliese de casa para no darle vueltas todo el rato a lo ocurrido, e incluso intentó, sin éxito, chantajearme comprando unos chuletones para comerlos en una sociedad gastronómica de la que era socio: “No jodas Fermín, que ya esta comprada la carne”. Por supuesto que no comenté nada de lo que había creído ver en el chalet de Petra y durante el incendio. En aquellos momentos no me lo creía ni yo.
En esos meses, solo y sin iniciativa, como un don Tancredo que acepta lo que le venga rezando para que pueda soportarlo, la sucursal se convirtió en un bálsamo. Sobre todo al principio. Las fiestas de Navidad, hasta después del día de los Reyes Magos, son una época de mucho trabajo entre los que acuden a sacar dinero para sufragarse las juergas y los comerciantes que ingresan los efectos de tanto consumismo. Lógicamente, también se incrementan en la misma proporción la tasa de incidencias. Distraído entre números conseguía olvidar de vez en cuando el dolor de mi corazón y terminé haciéndome adicto a ello. Adicto a esos olvidos que se reconocen cuando vuelve el sufrimiento. Una sensación que sólo se saborea después de que ha terminado porque el reencuentro con el dolor significaba que habías estado un tiempo sin él.
Mi pequeña afición se convirtió en obsesión cuando comencé a calcular la duración del olvido: “Si a las doce y cuarto estaba mal, que me acuerdo porque miré el reloj mientras Verónica comía el bocadillo, y ahora son la una y veintidós, el olvido ha podido durar sobre cincuenta minutos”. Apuntaba los tiempos en una libreta que siempre llevaba encima porque nunca sabía cuando se iba a producir el pequeño milagro de olvidar el dolor…
De tanto atender mi dolor descubrí un día que no era mío, que era del cuerpo. Más que dolerme, era partícipe del dolor. Esa revelación hizo que me aficionara a investigar esa cosa tan rara que me pasaba en el lado izquierdo, justo en el corazón, y que cada vez tenía menos que ver con Rosalía aunque ella siguiera siendo la causa.
Era prodigioso poder jugar con el dolor y llegué a conseguir incrementarlo o disminuirlo hasta lo soportable, aunque en cuanto bajaba la guardia él volvía a tomar el mando. Un día me corté en un dedo para investigar otros dolores. Aclaro que no coqueteaba con el masoquismo; aceptaba el dolor como peaje. Claro que sino era mío el dolor, puede que tampoco lo fuese el cuerpo. Eso me desconcertó al principio, pero conseguí imaginar un cuerpo ajeno a la consciencia, como un instrumento a mi servicio no tan perfecto como me habían hecho creer. Entrada la primavera, me quedé más de una tarde absorto con mis pensamientos, sentado en un banco de alguna plaza.
Tenía ratos en los que me reía de mis elucubraciones, pero eso también lo utilizaba como razón; “¿Cómo te vas a fiar de un cerebro que cree cada vez una cosa distinta? Eso sin contar que es capaz de ver al diablo”. Llegué a la conclusión de que el cerebro es tan influenciable que me pareció poco probable el que no lo estuviera siempre.
Miedo, orgullo, hambre, sed, amor y todas las demás sensaciones pertenecían al cuerpo, y eran sólo alarmas, defensas o defectos de una maquinaria a la que no era ajeno porque estaba ligado a sus incoherencias y podía darme un disgusto en cualquier momento; “Mírate como sufres por un mero desequilibrio hormonal y sin embargo eres incapaz de dolerte por la muerte de tus amigas”.
Sospeché que el ser humano funcionaba por estímulos sin que el raciocinio interviniera sino en casos extremos, y se me ocurrió que, tal vez, existiera una formula para manipularlo. Sospecharlo y fantasear en utilizar la formula con Rosalía fue un mismo pensamiento. Quise alejar la idea por despreciable, ya que se trataba de menospreciar la voluntad de mi esposa forzándola a optar por una decisión previamente tomada por mí; el que ella no fuera consciente de que la estaba manejando me hacía dudar de lo licito de la acción; “¿Era capaz de aceptar esa responsabilidad?” “Sí, si es por el bien de ambos”, concluí. Además, si ella me había juzgado sin defensa, era moralmente aceptable que luchase contra la sentencia con las armas que considerase oportuno.
Bastó decidirlo para que me entrara una inquietud obsesiva por acumular referencias sobre mi esposa. Todos los días por la tarde me encerraba en el despacho de casa y en poco tiempo llegué a completar varias libretas con datos sobre ella: Vicios, preferencias, virtudes, manías, debilidades y todo lo que se me ocurría procurando no obviar el menor detalle. Cruce los datos una y otra vez: Religión con amor y enfado, gustos musicales con estética contra placer, aficiones con vocación e indumentaria… Conseguí mil resultados contradictorios a los que intenté extraer la esencia, su verdad oculta. Con todo ello monté una estrategia y analicé la forma de llevarla a cabo. Encargué una carta astral y los biorritmos de mi esposa, aunque estos datos no fueron decisivos porque no creía en ellos. Desmenucé mis experiencias con Rosalía rebuscando también ahí la llave que me abriría el acceso al control de sus emociones. Cuando tuve el plan definido volví a pulirlo una y otra vez hasta que convencerme de haber parido la piedra filosofal que me daría poder sobre su alma.
He dicho que no creía demasiado en los biorritmos, pero por si acaso utilicé el día que marcaban como más apropiado para acceder a ella. El siete de junio, según la anotación de la libreta, esperé hasta que llegó del trabajo y la frené en el pasillo cuando iba hacia su habitación.
—Quiero hablar contigo. Escúchame y no interrumpas.
—¿Me vas a pegar de nuevo? —preguntó altiva.
—Sólo si es necesario. Escucha. Esto es un ultimátum: Sino encontramos una solución, mañana mismo contrato a un abogado para iniciar los tramites del divorcio. Mira, yo no he hecho nada para merecer este castigo, así que, o estás equivocada o eres un monstruo, tú dirás. Supongo que creerás tener una razón para tu comportamiento, pero yo por más que busco no la encuentro. Mientras no me expliques los motivos, tú eres la mala y yo el inocente que sufre porque te apetece hacerme sufrir. Así lo veo. Quiero proponerte un arreglo: Peregrinar juntos hasta Santiago de Compostela para que Dios nos ayude en lo nuestro —le dije con voz neutra.
Mi actuación no se desvió una coma del guión y la entonación se ciñó escrupulosamente a lo ensayado. Me supe vencedor cuando ella me miró a los ojos y con desprecio respondió que nuestro matrimonio no lo arreglaba ni Dios. “Pues que lo arregle el diablo”, respondí según lo previsto. Se impresionó por la respuesta, la sentí asustada. Llegó a su cuarto, ya había abierto la puerta, cuando se volvió.
—Dame unos días para pensarlo.
Había ganado. Aceptó una semana después, exigiéndome a cambio el juramento de que fuese cual fuese el resultado del viaje no pediría el divorcio. La separación era permisible para ella pero no así el divorcio. Se lo juré.
Hablamos de la fecha de salida y aclaramos que dependía de cuando me pudiera coger yo las vacaciones, ya que ella, ventajas del profesorado, tenía libre los meses de julio y agosto y parte de junio y septiembre. Dejó claro que no me acompañaría en los entrenamientos y que cuando nos viéramos obligados a concretar algo, dejaríamos previamente una nota en la mesa de la cocina para reunirnos por la noche. Fue la conversación más larga que habíamos mantenido desde hacía meses.
A partir de entonces, ella se iba todos los días a andar con una mochila, pero yo decidí que, si para andar hay que practicar andando, ya practicaría durante los ochocientos kilómetros que forman el Camino de Santiago. Además, mantenía esperanzas en que no hiciera falta culminar la peregrinación para ablandar a Rosalía. Por de pronto, había conseguido que ella me viese interesado en solucionar lo nuestro, tanto como para estar dispuesto a sacrificarme recorriendo durante un mes el Camino. Rosalía no podría esquivar la evidencia de que me importaba y constataría que hasta el extremo de soportar un castigo que creía injustificado. La solución a mis desvelos estaba en marcha, y pudiera ocurrir que sucediese antes incluso de iniciar la peregrinación. Todo eso y mucho más había conseguido con mi método. Estaba orgulloso.
Para prepararme, en vez de caminar volví al gimnasio y ahí me reencontré con Román. Él me contó que Alfredo había muerto atropellado por una moto en Valencia. No me afectó la noticia. No más que si se tratase del amigo de un conocido. También supe, aunque no lo pregunté, que Susana había dejado de acudir a los sitios habituales y que incluso antes de que muriera Alfredo era raro verlos por la noche. Justamente comentamos sobre Paula y Petra, pero lo suficiente como para que me incomodara comprobar que seguía insensible hacia su terrible destino.
Román me arrastró al bar Cernin y no tardé en comer ahí con asiduidad. Me habían echado en falta y eso alimentó mi autoestima. Además, mi suplente como compañero de mus no era del total agrado de Román, y cuando volvimos a aliarnos se encontró con que yo había mejorado mucho, tanto que a los contrarios les era difícil engañarme. Gracias a mis ejercicios de introspección, con sólo jugar unas manos conocía a la pareja rival hasta el extremo de casi adivinar las cartas que llevaban.
Vivía un momento dulce y el dolor del corazón estaba tan olvidado que ya ni procurándolo conseguía que volviese, pero seguía despertándome alguna noche con ansiedad y tardaba en recuperarme. Creo que tiré a la basura las agendas donde apuntaba la duración de los olvidos. Ahora, desde la lejanía del tiempo, considero esa práctica como síntoma de la depresión en la que me vi envuelto, y quizás dichas distracciones lograron que la superase.
Pocos días después, Rosalía encontró encima de la mesa de la cocina una lista de lo que yo creía que necesitaríamos cargar durante el Camino:
—Una Guía del Camino de Santiago.
—Mochilas
—Bastones
—Linternas
—Navaja multiuso
—Podómetro
—Tiras refractarias
—Ropa
—Botiquín
—Documentación
—Crema solar
—Cantimploras
—Ponchos para la lluvia
—Toallas
—Tarjetas de crédito
—Papel higiénico
—Pañuelos de papel
—Cámara de fotos
—Carretes
—Pegatinas para marcar los carretes
—Abrelatas
—Parrilla
—Sartén
—Pastillas para hacer fuego
—Catalejos pequeños
—Sombreros
—Riñoneras
—Gafas de sol
—Neceser
—Aceiteras
—Cubiertos
—Fiambreras
—Red
—Cuerda
—Despertador
Ella añadió: Libretas para escribir los diarios y crema para después del sol.
El día uno de julio de mil novecientos noventa, a las siete de la mañana, Rosalía y yo esperamos en el portal de nuestra casa a Román para que nos llevara en su coche hasta San Juan Pie de Puerto, en Francia. Durante el viaje de dos horas exactas, incluyendo en ellas el desayuno que tomamos al llegar, Rosalía no abrió la boca ni siquiera para saludar; me disculpé ante Román por su comportamiento con una mirada cuando nos dimos la mano al despedirnos. Él, con una sonrisa, no sé si me perdonó o compadeció. A las nueve en punto atravesamos las murallas de la villa. No recordaba haber estado nunca tan solo frente a mi esposa. El Camino se me presentó eterno.
Eterno y cuesta arriba. Debíamos atravesar los Pirineos, cordillera ante la que se rindieron desde peregrinos a ejércitos. Había menospreciado lo empinado de la primera etapa y lo pagaba con mi orgullo.
—¿Queda mucha cuesta? —preguntaba a Rosalía que me esperaba en las curvas.
Ella decía que no, y lo decía según aseguraba para animarme, aunque yo creo que disfrutaba de su ventaja. La respuesta me la dio el conductor de un coche que paró a nuestro lado cuando ya llevábamos más de tres horas andando:
—¿Vais a Santiago?
Era francés, pero, como todos los fronterizos, hablaba casi perfectamente el español. Nos contó que él también estaba haciendo el Camino pero a plazos; cada mes reservaba un fin de semana para recorrer uno o dos trayectos y había llegado hasta Burgos; “Claro que volver haré en septiembre. Prefiero temperatura más fresca”.
Nos felicitó por valientes porque él lo había iniciado en Roncesvalles: “Es que hasta Roncesvalles es todo p’arriba y luego todo p’abajo”. Glosó las dificultades que nos aguardaban y se ofreció a adelantarnos con el coche: “Y quitaros lo peor”. Antes de que yo respondiera, Rosalía se negó. Y lo hizo rápido la jodida. Desde entonces me apoyé, para seguir avanzando, más en el resentimiento hacia ella que en mi bastón. Hice propósito de no volver a rebajarme pidiéndole ayuda, pero ese propósito no resultó duradero porque convertí cada curva en sospechosa de ocultar un mayor desnivel: “¿Queda mucha cuesta?”, insistía a pesar de saber que sí, que hasta el monasterio de Roncesvalles.
El paisaje era impresionante. Desde nuestra altura se desparramaban cientos de montañas en gris y marrón hasta formar mil modelos distintos de valles domesticados en cuadros de colores y gargantas orgullosas de sus verdes. Más de una vez paramos para contemplar esa maravilla y decidí, cosa que no he cumplido, regresar un día en coche para recrearme en semejante espectáculo.
Parábamos por eso y por el cansancio, sobre todo el propio: Los músculos se atrofiaban y era más difícil que doloroso el moverlos. Los ojos me picaban por el sudor y se me había acabado el agua de la cantimplora; Llevaba la lengua tan seca que botaba en la boca, y el hueco de la traquea tan disminuido por un algo viscoso que el aire silbaba al atravesarla. ¿Qué iba a hacer sino tragarme el orgullo, empujándolo con el agua que tuve que mendigar a Rosalía y que esta me dio con mirada de conmiseración?
Durante un descanso comimos chorizo, jamón y queso, y cuando nos volvió el hambre, sobre la una de la tarde, decidimos parar un rato para freírnos unos filetes que traíamos desde Pamplona. Inútil intento ya que en la zona, lagartijas y pájaros muchos, pero ramas contadas y húmedas. Nos conformamos con un bocadillo de jamón y queso a secas porque se había acabado el agua. Después de comer, el cigarro me supo a medicina.
No tardamos en ponernos de nuevo en camino. Según la Guía del Peregrino, a pocos kilómetros estaba la fuente de Roldán y urgía llegar a ella. Cuando la encontramos, y no fue fácil, cedí a Rosalía el honor de beber primero. El agua caía escasa pero fresca y la disfruté como no lo habría hecho con el mejor de los vinos.
La frontera de Francia con España era una mera valla que atravesamos saltándola. Nadie nos dijo nada y nadie pudo decirnos porque hacía horas que no veíamos más que ovejas, vacas, enormes caballos, lagartijas y muchos pájaros. El terreno se hizo liso y en algunos tramos cuesta abajo, pero pronto cambio mi suerte comenzando de nuevo la subida. El paisaje había cambiado totalmente y nos movíamos entre árboles y matojos que ocultaban el camino. Tengo anotado en el diario que había arenas movedizas pero seguro que es una exageración.
A las cinco menos cuarto de la tarde llegamos al Monasterio de Roncesvalles. ¡Lo conseguimos! El podómetro marcaba que habíamos andado, subido más bien, 28 kilómetros y setecientos treinta metros.
Nos presentamos como peregrinos al primer cura que vimos. Era un hombre grueso de calva inmaculada que se asombró de que hubiéramos salido de San Juan Pie de Puerto. Nos metió en un cuarto casi vacío a excepción de varias sillas, una mesa rústica sin adornos y sobre la encalada pared una cruz de madera. Sugirió que nos quitásemos las mochilas y se interesó por nuestra aventura. Después de haber escuchado los detalles con atención, pidió que esperásemos mientras iba a llamar al hospitalero.
Cuando salió el cura me levanté de la silla; estaba eufórico. No sé si por la proeza lograda o efecto rebote del esfuerzo realizado, pero en ese momento me sentía capaz de repetir la gesta. Me asomé al gran ventanal que era el único punto de luz en la habitación. Fuera había movimiento: Niños que corrían, grupos paseando tranquilamente, una pareja haciéndose fotos, peregrinos que llegaban para iniciar al día siguiente su Camino, un perro ladrando… Era sorprendente, no por lo que veía sino porque no esperaba verlo. Tras un día con un silencio roto poco más que por mis gemidos y los de alguna rapaz, llegamos al monasterio, un edificio enorme y mudo en el que apareció un cura con tiempo suficiente como para prestar atención a un relato seguramente oído tantas veces como peregrinos hubiesen hecho la ruta, y de repente, detrás de una ventana, me encuentro con domingueros. Había olvidado que Roncesvalles es uno de los más importantes centros turísticos de Navarra. No hubiese creído que a mí, urbanita convencido, me repugnase esa visión, pero así fue.
Al oír abrirse la puerta me volví. Era otro cura que saludó presentándose como el hospitalero. Se sentó en una silla y abrió con una llave el cajón de la mesa.
El cura apuntó nuestros nombres en unas hojas dobladas en zigzag que serían nuestras credenciales de peregrino y preguntó si íbamos a Santiago andando, en bicicleta o a caballo. Mientras escribía la respuesta, nos informó que esas eran las únicas opciones para conseguir el diploma que acreditaba que habíamos hecho la peregrinación. Seguro que no lo llamó diploma, pero a fin de cuentas es un diploma en latín que mientras escribo lo tengo presente.
Tras responder más preguntas y con las credenciales en la mano ya marcadas con el primer cuño, nos pidió que lo acompañáramos y subimos tras él dos tramos de escalera.
—Ahí tenéis los baños y la ducha con agua caliente, aquí está el dormitorio y esto es un cepillo por si queréis echar algo para ayudar a mantener el albergue.
Todo estaba reluciente y olía a limpio. Sobre cada una de las literas había una manta.
—Si pasáis frío cogéis las que queráis de otras camas. No creo que hoy esto se llene.
—Pero… ¿Esto se llena alguna vez? —pregunté admirado de la enorme habitación.
—Alguna vez, y alguna vez también la otra habitación, la que está ahí —contestó mientras se iba.
Sobre cuatro literas había mochilas y ropa. Nosotros elegimos las camas distanciándonos de las ya ocupadas.
Después de ducharnos, le sugerí a Rosalía ir a tomar una cerveza, pero ella declinó la invitación diciendo que prefería descansar un poco sobre la cama. Quedamos en que la esperaba en el bar, y le recordé que debíamos terminar la cena antes de las nueve porque a esa hora comenzaba la misa donde seríamos protagonistas de una ceremonia que se realiza sin cambios desde la Edad Media: La Bendición del Peregrino.
Una de mis rarezas es que me siento incomodo estando solo en un bar. En casos así, leo un periódico o bebo convulsivamente para aparentar hacer algo. Ese día no me ocurrió. El bar estaba lleno pero no tardé en apropiarme de una mesa y sentarme con una cerveza y un plato de chorizo. Me dolían todos los músculos y cojeaba por las ampollas de los pies, pero era una sensación de la que me sentía orgulloso. Salía de mi nirvana lo imprescindible para pedir provisiones; bebí tres cervezas y comí un platillo de chorizo y otro de jamón antes de que llegara Rosalía.
No recuerdo qué cenamos pero sé que mucho y bueno porque anoté en el diario: “Nos hemos puesto en la cena como un cura con tres parroquias. Teníamos hambre”. Después del café y la copa nos dirigimos a la iglesia temblando; el aire que se había levantado no encontraba dificultad para traspasar nuestra liviana ropa.
—¿Ves eso? Es la Vía Láctea. Le llaman también el Camino de Santiago porque lleva la misma dirección —expliqué a mi esposa que seguro ya lo sabía. No me contestó.
Localizamos la iglesia por lo característico de su puerta y al abrirla nos encontramos con que el interior prologaba la oscuridad de la noche hasta el fondo, donde la luz de velas formaba una burbuja de claridad rojiza y temblona.
Avanzábamos cohibidos por los silencios del escenario y el sabor caduco del aire. Nos sentamos en la tercera fila detrás de cuatro personas: “Los de las mochilas del dormitorio”, supuse acertadamente. A su altura, pero en los bancos de la derecha, una pareja se cogía de las manos mirándose a menudo. Cada vez que sorprendían la mirada del otro les estallaba una sonrisa que iluminaba más que las velas. Los observé largamente, envidioso de la aventura que habían iniciado, tan diferente de la mía aunque llevásemos el mismo camino.
Empezó la misa que era cantada; Lo que le faltaba a la oscuridad para que me iniciase un sopor contra el que luchar con desventaja antes de caer dulcemente vencido. Un siseo me despertó sobresaltado. Tardé unos segundos en ubicarme en la realidad. El siseo había venido de mi izquierda y descubrí a su dueño protegido por las sombras detrás de una columna; dudé sobre si el custodio de mi vigilia sería un gracioso o un ortodoxo de las formas.
Por distraerme y espantar el sueño hice balance de los arañazos y magulladuras que el Camino había dejado en mis piernas. Me remangué el pantalón corto por comprobar que el sol ya marcó su frontera en los muslos y me cambié el reloj de muñeca para que al día siguiente cogiera color la marca que me había dejado.
Después de comulgar, pedí a Dios que nuestro matrimonio terminara pareciéndose al de la pareja que se miraba con tanta ternura, ofreciendo los sacrificios que me deparara el Camino como pago por el favor. Mis negocios con el Divino fueron interrumpidos por la llamada del cura a los peregrinos.
Acudimos siete: La pareja que seguía con las manos entrelazadas, dos de los cuatro que teníamos delante, el del siseo y nosotros. El del siseo era mayor, sobre los sesenta años, delgado y aparentemente en forma a pesar de su pelo blanco y escaso. Llevaba la ropa impecable hasta el extremo de que parecía recién salido de una tienda especializada: Pantalón corto de pana con peto, camisa a cuadros, calcetines blancos y botas. Cuando se cruzaron nuestras miradas sonrió y lanzo un siseo. Parecía simpático.
Nos arrodillamos frente al altar en dos filas y recibimos la Bendición del Peregrino; un acto emotivo durante el que sentí por primera vez que Dios me estaba mirando.
Salimos en silencio de la iglesia, distanciados en grupos, sin mirar atrás. Tenté a Rosalía con un café y me lo aceptó. Parecía más cercana e incluso acompasamos el andar. Hasta ese momento, el día no había sido el más apropiado para lograr una reconciliación y hubo cuestas en las que considere la peregrinación un error como herramienta para solucionar problemas matrimoniales, pero tras la Bendición del Peregrino estaba imbuido de una ternura especial, casi femenina, que ofrendé a mi mujer consiguiendo una perspectiva distinta de ella y nuestra relación.
Rosalía estaba guapa vestida con un pantalón corto, mostrando sus delgadas pero fuertes piernas, y esa camiseta con la leyenda “Yo sobreviví al terremoto de Pamplona” en referencia jocosa al ligero movimiento sísmico que habíamos sentido no hacia mucho en la ciudad. Su cara enrojecida por el sol le daba un aspecto saludable y bucólico, acentuado por una cola de caballo que desnudaba su cuello. Volví a mirarla como hembra y no me conforme con recuperar sólo su corazón. Nunca había estado tan excitado por Rosalía y también eso me excitó.
Del bar fuimos directamente al dormitorio. Hubiera preferido quedarme sentado debajo de un árbol y recrearme en lo vivido durante el día, que era mucho y nuevo, pero hacía frío y era consciente de que en pocas horas volvería a enfrentarme a una jornada, que esperaba ansioso, de cansancio y sacrificios.
Estaban las luces apagadas y no menos de doce personas durmiendo. Encendimos la bombilla del pasillo, localizamos nuestras mochilas y comprobé no habían sido abiertas. Dormí en el saco con calzoncillos y calcetines por el frío en los pies, despreciando la manta, al contrario que Rosalía que se echó una por encima del saco de dormir. Nos dimos las “buenas noches” por primera vez en meses y creo que me quedé dormido de inmediato.
Desperté por el frío. No se veía nada y el viento silbaba entre ronquidos. Quise averiguar qué hora era pero descubrí que no llevaba puesto el reloj. Palpé dentro del saco y por encima del colchón. No estaba y sabía que en la mochila, a mis pies, tampoco. Era un reloj barato que había comprado para llevar durante la peregrinación, pero por sufrir conmigo los rigores del primer día de Camino merecía un respeto. Hice memoria y la última vez que recordé habérmelo quitado fue durante la misa, cuando comprobaba la marca que dejó al protegerme esa zona del sol; quizás no me lo hubiera colocado bien y se habría caído. Me tranquilicé pensando que si habían respetado las mochilas abandonadas sobre las literas, la misma suerte correría el reloj hasta que lo recuperase por la mañana.
Intenté infructuosamente volver a dormirme, pero el sueño era violentado por imágenes y sensaciones del Camino. Fui consciente de que estaba empeñado en una empresa gigantesca que de haberla sabido valorar no habría osado iniciar, pero tras vencer a los Pirineos ya no me daban miedo ni mis debilidades.
Los pensamientos saltaban sin control ni relación: Decidí que al llegar a Pamplona aligeraría la mochila de objetos que reconocí por la experiencia como poco útiles y recreé mi entrada ya peregrino en mi ciudad. Añoré el reloj, y antes incluso de planear la estrategia para recuperarlo, había bajado de la litera con cuidado de no despertar a Rosalía que dormía debajo. La ropa la tenía a mano, la linterna en uno de los compartimentos exteriores de la mochila y las zapatillas de deporte en el suelo. Con todo en un bulto salí a ciegas hasta el pasillo donde me vestí. Volví a entrar para coger tabaco y mechero, y con un cigarro encendido en los labios bajé hasta la puerta de entrada, que sujeté con una piedra para que no se cerrase porque desde fuera no se podía abrir.
El frío viento del Pirineo lamió mi poco protegido cuerpo provocándome temblores que dispersaron los últimos flecos del sueño. No hacia falta luz, sobraba con las estrellas, e iluminado por ellas llegué hasta la iglesia. Seguro que está cerrada, pensé. Me equivocaba porque la puerta cedió sin ruido ni resistencia.
Fui absorbido por lo negro del templo, donde las estrellas no alcanzan, y cuando la puerta se cerró tras de mí encendí la linterna. La iglesia estaba distinta, casi no la reconocía. Los últimos ecos de la Bendición del Peregrino reptaban entre columnas y viejos fantasmas parecían vigilarme. Llegué hasta el altar y me arrodillé para mostrar respeto. Cuando creí ganado el permiso divino, retrocedí hacia el banco donde había estado sentado.
El reloj era de plástico negro pero fácil de ver por su tamaño. Echaba la primera ojeada cuando, desde detrás de una columna, protegido entre sombras, oí un siseo:
—¡Psst! ¿Buscas tú esto?
Me quedé bloqueado de tanta tensión como almacenaron mis músculos, preparados para huir o luchar. Al reaccionar, cuando venció la teoría de que quien estaba entre sombras era el peregrino simpático de la misa, le enfoqué con la linterna. Era él, pero no llevaba el pantalón de pana con peto ni la camisa a cuadros ni las botas ni los calcetines. Iba descalzo, vestido con sólo una camiseta y llevaba mi reloj en la mano, mostrándomelo. Debía pasar frío, pensé. Bajé la linterna para no deslumbrarlo y avancé hacia él sin que mis ritmos más vitales se hubiesen todavía normalizado, con una sonrisa inútil porque la oscuridad del templo impedía su lucimiento. Él me frenó.
—¡Espera tú! Antes de venir enchúfame tú la cara mía —pidió.
Supuse a que se refería, levanté un poco la linterna cumpliendo sus instrucciones, y a la misma velocidad que mi gesto fue surgiendo en la pared y como sombra el perfil del diablo.
Me quedé quieto, sin saber que hacer, admirado de mi frialdad, de poder pensar, de que pudieran sorprenderme mis reacciones estando en presencia de a quien tanto debía temer. Y odiar.
—¿Quién eres?
—Tú llámame Bafo. Ven tú y siéntate aquí. Y apaga tú ese trasto. Encenderé yo unas velas que he encontrado.
—Pero… —protesté sin moverme del sitio, sujetando la linterna como si fuera un arma.
—Tú tranquilo. No te me histericies. Y apaga eso.
—¿Eres el diablo?
—O tu ángel de la guarda —gruñó.
—No creo que seas mi ángel de la guarda. Tienes aspecto de diablo.
—¡Bah! Prejuicios y manipulaciones. Di tú más bien que la imagen de diablo que ha adoptado la iglesia se calca sospechosamente a lo que desprendo yo como sombra, pero la iglesia, como cualquier ente a la defensiva, acostumbra a desprestigiar lo que le es ajeno. Venga, tú acércate aquí. Estamos en la iglesia, el hogar de tu Dios y de esa virgen, santa María de Roncesvalles, que además es reina de los Pirineos. No deberías tú temer nada, o… ¿O es que tú me tienes más miedo a mí que confianza en tu Dios?
La respuesta podía ser blasfema y por lo visto mis sentimientos también. Mentí:
—En absoluto. ¿Qué quieres? —contesté mientras me acercaba.
—Primero que tú creas en mí.
Si era eso lo que pretendía no había duda que lo consiguió. Me senté a unos dos metros de él, que fundía cera sobre el suelo para sujetar en ella tres velas largas cuya luz no me permitía estudiar los rasgos del extraño compañero de noche.
—¡Claro que creo en ti! Creo en el diablo. Siempre he creído. Y en Dios… Y en la Virgen… —proclamé.
—Mas yo busco en ti otra creencia no basada en la fe. La fe es la constatación de que el instinto supera a la inteligencia. Aclaremos. Yo pertenezco a otra especie distinta a la tuya, mas a mí me es muy fatigoso el explicarlo. Yo utilizo para comunicarme el cerebro de este hombre, algo tan ajeno a mi naturaleza que me ocasiona a mí un terrible esfuerzo. Tú no sufras, aún con errores nos entenderemos.
—¿Por qué estás aquí?
—Primer paso: Mostrar a ti que existo. ¿Quieres tú una prueba para creerme?
—No hace falta.
—Tal vez no para ti. Para que tú aceptes nada y por lo tanto nada me debas a mí, te voy a conceder sin permiso el mayor de tus deseos, el que tú has pedido tras la comunión a tu Dios.
—¿Qué? —pregunté sabiendo la respuesta pero no dándole ninguna pista por si él la ignoraba.
—Rosalía despertará mañana ansiando tu amor. ¡Te arreglé a ti los problemas!
—¿Esto es un sueño? —pregunté nervioso.
—¿Ves? Sin pruebas tú eres capaz de creer que lo has soñado. Otorgándote el deseo mato las dudas.
—Espera, antes de que me concedas el deseo quiero pensarlo. Es que así, en frío…
—A tu Dios tú se lo has pedido —dijo con tan clara fingida inocencia que me hizo sospechar la posibilidad de haber caído en una trampa.
—Pero no para mañana —busqué un razonamiento. Cualquier razonamiento.
—Ya me puedo ir.
—¿Por qué?
—Porqué he conseguídolo. Tu Dios te es tan poco de fiar a ti que osas pedir deseos por impulso, sin tú plantearte consecuencias. A mí te da miedo pedirme lo mismo porque tú sabes que el deseo se cumplirá. ¿Conclusión? ¡Tú crees en mí!
Tenía razón pero no quería reconocérselo al diablo. Busqué la sombra para cerciorarme de lo que había visto pero las velas no la mostraba. Encendí la linterna sin previo aviso y volvió a surgir el perfil. No había ninguna duda de quien era: Los cuernos se extendían hasta el extremo de lo iluminado y en el rostro huesudo y extraño se apreciaba una perilla puntiaguda. Las extravagancias de las piedras del templo otorgaban volumen a la sombra.
—¿Por qué estas hablando conmigo?
—Vosotros me renacisteis a mí.
—¿Cuándo?
—Una Nochebuena no cristiana. ¿Tú recuerdas?
Un escalofrío tiritó mi cuerpo.
—¡Dios mío! Tú provocaste el incendio.
—¡Sí! Me acababais de despertar a mí y yo estaba necesitado. ¿Sabes tú que Paulina murió pensando en ti? ¡Conmovedor! Dio un toque épico a la velada. La parte dramática corrió a cargo de Petra explicándole a los bomberos su tortura. Una velada digna de ser recordada, te lo aseguro a ti.
—¿Qué hiciste con mis amigas?
—Alimentarme yo.
—¿Te las comiste? ¡Imposible! Los cadáveres estaban calcinados pero enteros. Creo.
—Este cuerpo es prestado. Yo no tengo un soporte físico que mantener y yo necesito otra clase de comida: Sensaciones.
—¿Sensaciones?
—Si, como la impotencia que sufrieron tus amigas mientras se enfrentaban a su destino, o la angustia por el fuego, o el miedo ante la muerte… Sensaciones.
—¿Qué quieres de mí? —pregunté aterrado.
—Permiso para acceder a tus sensaciones. No hay problema en que yo tome prestado un cuerpo mientras duerme, pero un cuerpo por si mismo no genera emociones aprovechables. Nacer deben de persona consciente que no evite compartirlas conmigo. Distinto lo de tus amigas, tan asustadas que bajaron defensas hacia mi intromisión. De cuatro que me despertaron yo he consumido a dos. Quedáis dos, y de no aceptar tú, yo haré la oferta a tu amigo, Román se llama, ¿verdad? Si tú rechazas, tu fin será mucho más lento y doloroso que el de tus amigas. Cuando me despertasteis a mí estaba ansioso, y como ya sabrás tú, para disfrutar de la comida hay que no tener hambre. Contigo sería especial; Yo buscaría tus terrores más ocultos y yo te enfrentaría a ti a ellos. Tú experimentar harías dolores nunca imaginados por humano, incluso yo modificaría tu umbral del dolor para incrementar tu capacidad de sufrimiento. Yo no estoy sólo hablando del físico. Yo te convertiría a ti en un muestrario con que asustar a detractores. Quede claro que esto no una amenaza, a mí no me gusta amenazar, degrada las sensaciones. Si aceptas tú, saldrás con bien de nuestro acuerdo. ¡Y con tu alma intacta! No sufrirás tú ni yo robaré tus sentimientos, yo los aprovechare mientras tú experimentas. A cambio, yo usaré partes de tu cerebro nunca antes utilizadas por ti y que posteriormente estarán a tu disposición. Habrás notado tú que tu percepción ha cambiado y que tú puedes contemplar tus emociones desde fuera, como en un espejo. Ese es síntoma de que yo he utilizado tu cerebro.
—¿Cuándo me has utilizado?
—Mientras tú dormías. Para yo comprobar si tú eras válido a mí. Y también para evitarte a ti sufrimientos por la muerte de tus amigas.
—¿Por tu culpa no puedo sentir la muerte de mis amigas?
—Por mi culpa, por mi culpa… Deberías tú agradecérmelo a mí, ¿no? Pero yo lo hice por una razón, y es que tú no puedes condenarme a mí por algo que no te importa a ti. El que tú seas mi enemigo no beneficia a mis planes.
—Nunca tendrás mi permiso. ¡Aunque me mates!
—¿Por qué yo soy el diablo?
—Sí, te pareces y te comportas como un diablo.
—Aclaremos: Diablo eres tú.
—¿Estás loco? —pregunté perdiéndole por primera vez el respeto.
—Tú eres un buen hombre y te consideras tú un buen cristiano, ¿verdad? —en su tono se apreciaba el cinismo.
—A grandes rasgos, sí —respondí aparentando seguridad.
—Y… ¿Has calculado tú, buen hombre, cuantas vidas humanas has pagado tú por la cena? —preguntó levantando la voz.
—¿Cuántas vidas humanas he pagado por la cena? ¡Por supuesto que ninguna! ¡He pagado con dinero! —contesté haciéndome el ofendido.
—Es lo mismo. ¿Tú, cuantas vidas humanas podrías salvar con el dinero que pagado por la cena? —volvió a su voz calmada y cadenciosa.
—Eso no es justo —me defendí.
—¡Claro que no! ¿Cuánto echas tú los domingos en cepillo de iglesia, buen cristiano?
—Un mínimo de dos mil pesetas —mentí.
—Seguro que tú das todo lo que a ti te sobra. Sería diabólico si tú no lo hicieras. ¿Cuántos muertos te costó a ti la casa donde vives o el coche que tú te compraste o el que en un futuro tú te comprarás? —preguntó irónicamente.
—Sacas las cosas de contexto.
—Hablamos vidas, no contextos —bramó—. ¿Te gustan a ti fuentes que hay en Pamplona? Las he visto yo muy bonitas.
—Sí. Desde luego.
—Mientras tú las mirabas… ¿Se te ha ocurrido a ti pensar en personas que están muriéndose de sed?
—No.
—¡Tú asombras! ¿Ni por estética? Y, ¿qué tú crees más pecado: Ser consciente y no hacer nada por remediarlo o el que ni siquiera tú te hayas dado cuenta?
—No lo sé —contesté compungido, abrumado.
—¿Conoces tú a alguien que se escandalice por estás cosas incluida Iglesia? ¿Alguien que se niegue a matar árboles para limpiarse el culo con su papel?
—No.
—¿En cuantos créditos tú te has metido?
—En varios —reconocí atento, buscando el ataque.
—¿Alguno para tú mandar comida, medicinas, mantas o proporcionar agua a quien lo necesita?
—No.
—Déjate tú de sentir superior y llamar a mí diablo. Si yo lo fuera y buscara un alma pura, de seguro que no sería la tuya y posiblemente ninguna humana —mientras hablaba se puso de pie despacio, con esfuerzo, y desde lo alto me miró con ojos que, sin desprender luz, lograban descollar de entre lo oscuro de la iglesia. Estaba aterrorizado. Su voz, que se había embrutecido y rebotaba en los muros de piedra, parecía salir no de la garganta sino a través de ella; Una sensación muy clara y extraña que no olvidaré—. Hablaremos de negocios otro día —añadió—. Ahora yo me voy. Nos volveremos a ver. Por cierto, lo que ha salido en tu frente es mi puerta de entrada y nadie se dará cuenta.
Me palpé la frente y encontré en el entrecejo, donde había recibido la quemadura durante el incendio del chalet de Petra, unos bultitos; como granos pequeños. Abrí la boca para quejarme pero no tenía nada que decir. ¡Era todo tan raro!
Arrancó una vela de su base de cera y tras sisearme fue andando hacia la puerta, arrastrando una sombra alargada y poco definida pero inconfundible.
Me quedé en la iglesia, junto a las dos velas, absorto en nada, mirando el reloj, palpándome el entrecejo. Fumé un cigarro y cuando lo aplasté contra el suelo fui consciente de donde estaba y de que no debía haber fumado ahí. Apagué las velas y las dejé en un rincón. Caminé como un sonámbulo hacia el dormitorio sin reparar en el frío de la noche pirenaica. Me desnudé sin precauciones, y antes de trepar a mi litera, di un beso a Rosalía en el mismo lugar en el que me habían salido los bultos. No sé porque le di el beso ni tampoco me explico como no pasé por el baño para mirar mi frente en el espejo. No me recuerdo pensando.
Nos levantamos a las siete de la mañana y bajé de la litera con mucho cuidado porque a cada movimiento sentía agujas que atravesaban mis músculos. Rosalía se dio cuenta y me lo echó en cara:
—Si hubieras entrenado como yo, ahora no tendrías esas agujetas —dijo con una sonrisa para evitar que me sintiera molesto.
Quise dejar para más adelante el análisis de lo ocurrido esa noche por miedo a que desaparecieran las últimas esperanzas de que hubiera sido un sueño, pero reconocí que Bafo tenía razón; incluso con la marca del entrecejo, cinco granitos que se hacían más patentes rozando la zona con los dedos, podía dudar de la experiencia.
Me afeitaba cuando entró el peregrino que miraba a los ojos de su pareja durante la misa. Saludó con una sonrisa y me informó, mientras se enjabonaba la cara, que para ellos era el primer día de peregrinación. Estaba eufórico y tal vez utilizase la conversación como desahogo porque no callaba. Yo contestaba poco más que monosílabos y eso que manifestó curiosidad admirativa por mi experiencia desde San Juan Pie de Puerto. En cualquier otra circunstancia me habría pavoneado, pero ese día mi mayor deseo era que el pelma ese me dejara en paz.
—Ayer soñé contigo —giré sobresaltado ante la voz de Bafo, encontrándome al señor que siseaba—. Antes que nada: Buenos días. Pues sí, he soñado contigo, que hablábamos en la iglesia y hacía mucho frío.
El señor que siseaba me obligó a enfrentarme al hecho, ya irrefutable, de que pocas horas antes había mantenido una conversación con el diablo y que éste aspiraba a compartir mis sensaciones.
—¿Os han dado los paraguas? —soltó de sopetón el pelma que no se resignaba a ser obviado.
—¿Qué paraguas? —pregunté agradecido de cambiar el tema.
Nos informó que la Diputación de Navarra había hecho unos paraguas especiales para ser regalados en Roncesvalles a los peregrinos. Tras pedirlos nos dieron dos; uno para Rosalía y otro para mí. Es rojo, con la leyenda “Camino de Santiago” y el escudo de Navarra en blanco, una tira fluorescente para hacernos ver cuando andásemos de noche, de un metro sesenta centímetros de altura, lo acabo de medir, y con una vieira plateada en el extremo. Muy bonitos, tanto que tengo uno decorando la entrada de casa, pero absolutamente inútiles para la peregrinación porque a los pocos kilómetros se soltaron las vieiras y el resto amenazó con desmembrarse. Como queríamos conservarlos de recuerdo, en vez de servirnos de apoyo como era su finalidad, terminamos cargándolos con el cuidado debido a un objeto delicado.
Salimos de Roncesvalles a las ocho de la mañana, desayunamos en Burguete y a las diez y media almorzamos y compramos pan en Mezquiriz. Vigilaba cada peseta porque, después de la conversación con Bafo, los gastos tenían filosofía.
El trayecto era un paseo comparado con lo sufrido el día anterior. Es curioso, nunca me han gustado los perros pero ese día ambicioné uno. Me lo imaginaba corriendo entre los bosques que atravesamos, bañándose en los ríos, disfrutando de los amplios campos, persiguiendo a las ardillas que se cruzaban a nuestro paso, buscando palos que le habría tirado y olfateando en agujeros que serían madrigueras. Era tan bello el paisaje que me volví avaricioso de él. Quería disfrutar de todos sus detalles, incluso los que me pasaban desapercibidos. Me hubiera gustado ser yo el que corriera, se bañara y persiguiera las ardillas, el que alcanzara los palos mientras estuvieran todavía en el aire y aspirara esos olores que nacían de la tierra.
Pero eran momentos contados. Enseguida me distraía recreando lo vivido la noche anterior, recordando de forma obsesiva cada momento, cada frase, cada entonación, cada detalle de su extraña forma de hablar. Bafo había dado un repaso a la hipocresía humana que me había abierto los ojos, y ante ellos, yo, con el consuelo de que no estaba solo, era una pésima persona. Estaba de acuerdo con su diagnóstico: Si Dios existe, tendrá muy vacío el Paraíso.
En varias ocasiones intenté romper la maldición que me impedía sufrir por el terrible final de Paula y Petra, mis amigas, pero sólo conseguí asustarme al comprobar el poder que tenía Bafo sobre mis sentimientos.
Ni me fijaba en las señales que marcan el Camino, y a pesar de que Rosalía evitó que nos confundiremos muchas veces, varias no supo impedirlo y tuvimos que volver sobre nuestros pasos.
Rosalía observaba mi humor. Anteriormente se habría ofendido, pero ese día intentó agradarme y hacía comentarios para mostrarme su buena disposición. Lo agradecí y procuré corresponderle, pero enseguida volvía a mis ensoñaciones.
Llegamos a Zubiri sobre las cinco de la tarde. Muchos peregrinos pasan ahí la noche, pero, a pesar de que estaba muy cansado y los pies me dolían, insistí en seguir hasta Pamplona. No quería dormir otra noche en un sitio desconocido donde Bafo pudiera acosarme.
En Larrasoaña hicimos un alto para merendar, pero unos chicos del pueblo nos aconsejaron que siguiéramos andando si queríamos llegar a Pamplona de día. Les hicimos caso; si temía dormir fuera de casa, más temía encontrarme con lo oscuro de la noche.
Habían tirado el puente de Anchoriz para construir uno nuevo y debimos atravesar el río por unas tablas que no ofrecían muchas garantías. Pasó primero Rosalía, y mientras yo cruzaba la inestable estructura, un obrero que trabajaba en el puente nos gritó que tuviéramos cuidado con el diablo. Casi me caigo al escucharlo. Rosalía se sintió interesada y preguntó el porqué del aviso.
—¿No habéis oído la leyenda del santo? —se extrañó mientras venía hacia nosotros.
Ofreció un trago de su bota de vino y contó que un santo, del que no se acordaba el nombre aunque aseguró que era muy famoso, estaba haciendo el Camino de Santiago por una promesa. Al poco de salir de Roncesvalles, una persona que afirmaba estar poseída por el demonio le pidió ayuda. El santo se encerró con esa persona en una cueva y durante cuarenta días rezó en ayunas. Mientras, el diablo resistía burlándose de su bondad y lo tentaba con comida, agua, riquezas y mujeres. Al cabo de los cuarenta días, el santo consiguió librar al hombre del diablo, pero no pudo encerrarlo en la cueva como era su intención. El diablo siguió al santo mostrándolo lo que conseguiría si le entregaba el alma, cosas tan maravillosas que empezó a flaquear su voluntad. Pidió ayuda a Santiago y éste apareció en un enorme caballo blanco que lanzaba chorros de vapor por las narices y sacaba chispas con los cascos. Santiago bajó hasta el río, y cogiendo agua bendijo el puente.
—Ese roto que veis ahí. Dice la leyenda que desde entonces, los diablos que intentan atravesarlo se quedan en el puente sin poder escapar.
Seguro que el trabajador no se creía la leyenda, pero yo, a pesar de no ser demasiado crédulo para según que cosas, hubiera preferido atravesar el río por el puente viejo. Oí durante la peregrinación mil leyendas parecidas, pero esa era la primera, y después de lo ocurrido durante la noche se dispararon todas mis paranoias. Aceleré el paso para llegar pronto a Pamplona.
En Zabaldica dejamos a un lado el Camino y atajamos por Huarte. Para llegar a Pamplona nos faltaba recorrer un paseo con bancos de madera de cuya comodidad puedo dar fe porque los probé todos. No podía dar un paso más. Los pies me dolían y los notaba sangrantes. Entramos en Pamplona a las once menos cuarto de la noche, después de andar según el podómetro cincuenta y un kilómetros y trescientos metros.
No había sido un buen compañero de viaje y quise recompensar a Rosalía sus esfuerzos por hacerme pasar un día agradable: La invité a cenar en el bar Cernin. Ni subimos a casa. Nos sentamos en la terraza dejando a nuestro lado bastones y mochilas.
Luis nos dio la bienvenida obsequiándonos con una jarra de refrescante sangría para celebrar nuestro triunfo: Era el dos de julio de mil novecientos noventa y nos parecía imposible que el día anterior hubiéramos salido de Francia. Nadie habría supuesto que Rosalía y yo éramos una pareja en crisis. Hablamos todo el rato sobre lo vivido en esas poco más de treinta y seis horas y acordamos quedarnos tres días en Pamplona para recuperarnos.
Subimos a casa y la sentí extraña, como si hiciera meses que no entraba en ella. Me quité las zapatillas de deporte y los calcetines para descubrirme unos pies absolutamente arrugados y blancos. Tenía ampollas que Rosalía se brindó a atravesarme con un hilo para drenarlas. Rosalía no tenía ampollas ni agujetas ni parecía cansada. Se preparó un café, y con él fue muy lentamente hacia su cuarto, quizás esperando una palabra que la hiciera retroceder para quedarse conmigo.
Parecía irreal lo de la noche anterior. Desde el sillón también parecía irreal el Camino, Roncesvalles y el que hubiera querido tener un perro. Me levanté, y mirándome en el espejo vi en la frente, sobre los cinco puntitos, una mancha roja que supuse era de tanto tocarme.
Fui pronto a la cama, estaba agotado. Más de una vez durante la noche tuve que cuidar la postura por el dolor de mis músculos.
Al día siguiente me desperté ronroneando como gato satisfecho. Había dormido hasta tarde, serían las doce, y me hallaba en ese estado de placidez en el que no es fácil distinguir lo onírico de lo real. Fue el recuerdo de Bafo el que me despejó de forma fulminante. Debía enfrentarme a una realidad que no podía esquivar y tomar alguna decisión antes de volver al Camino, que según lo acordado sería dos días después.
Buscaría ayuda. Me negaba a ponerme en manos de profetas de la parapsicología, gente a la que considero sin excepción engañada o mentirosa. Un sacerdote era lo más indicado pero… ¿Qué le iba a contar, que celebramos con unas amigas una parodia de la Nochebuena, y que durante una sesión de espiritismo, al convocar el espíritu de la Navidad no cristiana, creí ver la sombra del diablo? Mi párroco no me permitiría continuar después de oír lo de “parodia de la Nochebuena”, y callándome esa parte pensaría que la sombra fue una ilusión óptica. Rosalía mantenía una estrecha relación con el párroco ya que participaba en cuantos actos realizaba la parroquia, así que inmediatamente me interrogaría sobre donde estaba entonces mi esposa, que clase de amigas eran las que me acompañaban en la blasfema ceremonia y que relación mantenía yo con ellas. Si a eso le añadía que al día siguiente, con la resaca y sin probar alimento, volví a ver la imagen del diablo entre el fuego, él respondería sin dudar que era consecuencia del trauma por haber perdido unas amigas de forma tan dramática. Por supuesto que no haría mención a que me tuvieron que tratar de un golpe en la frente durante el incendio porque sería darle razones para respaldar su teoría de que: “Todo es un espejismo aunque quizás deberías visitar a un psiquiatra”. Una vez aclarado que no estaba loco, relataría mi encuentro con Bafo y seguro que tomaría mi historia como algo más que una ensoñación; rogaría que lo esperara, y en breve aparecería Rosalía preocupada por él diagnóstico que por teléfono le habría hecho el cura sobre mi salud mental, y entonces sí que tendría un problema. No podía contar con mi párroco y por extensión con ningún otro cura; últimamente están muy descreídos sobre manifestaciones espirituales, tanto de santos como de diablos.
No censuraba el comportamiento ajeno. Yo mismo actuaría de igual manera. Claro que, si consideraba la historia increíble, ¿por qué me la creía? Tal vez fuese verdad el que no podemos fiarnos de nuestros sentidos, y además, lo ocurrido siempre había sido en un estado alterado de conciencia; una vez por el alcohol, la segunda por la desgracia junto a la debilidad, y la tercera por el cansancio acumulado. Me tranquilicé pensando que las visiones tal vez fueran provocadas por un ataque de locura transitoria.
Procuraba relajarme, olvidar momentáneamente el tema ya que no se me ocurría la forma de arreglarlo, cuando oí la puerta de la habitación abrirse. Temí que fuera Bafo pero era Rosalía. Vestía un casto camisón rosa, miraba al suelo y parecía cohibida. Se quedó quieta, esperando algo. Por fin se decidió y soltando un lazo que llevaba al cuello dejó que el camisón resbalara por su cuerpo exhibiéndolo durante unos segundos para que lo observara, como si ese gesto hubiera sido mil veces practicado. Estaba tan sorprendido que ni siquiera vi el aspecto sexual de la situación hasta que se metió en la cama y me abrazó. Empotró su cabeza en mi pecho y se mantuvo quieta. Fui a decirle algo pero me hizo callar con un gruñido. La abracé con fuerza. Notaba sus pechos moviéndose altivos por una respiración forzada. Era más sugerente, mucho más, su respiración que los pechos. Estuvimos así largos minutos hasta que me pareció oírla llorar.
—¿Estás llorando?
No me contestó, pero no había duda; sentía sus lágrimas en mi piel. Levantó la cara, llevaba los ojos cerrados, reptó hacia mi boca y la beso una y otra vez: Mil besos, todos leves, suaves, como caricias, sin pasión pero plenos de amor. No sé cuanto tiempo estuvimos besándonos pero pareció una eternidad que se me hizo corta.
Sólo acariciaba su espalda, no intente hacerlo con sus pechos ni sus nalgas porque sería degradar la experiencia. Nuestro acto era puro amor, en absoluto sexo. Ni fue sexo el acoplarse despacio vagina y pene, procurándonos olas de sentimientos comunes que nos permitían compartir las almas. Llorábamos los dos a borbotones, expulsando viejos y absurdos rencores. Lágrimas sagradas que hacían reconocernos como unidad frente al todo.
Durante el orgasmo ascendimos juntos por un géiser de emociones. Mantuvimos el abrazo pero llegó el momento de las dudas: ¿Cómo comportarme después de eso? ¿Cómo se comportaría Rosalía? Decidí enfrentarme a ello cuando fuera preciso y volver a disfrutar del abrazo y de mi mujer tan cerca.
Rosalía salió de mí. Alzó la cara y se encontraron nuestros ojos; los míos esquivos, los suyos fijos y orgullosos. Empezó a besarme el pecho con tanta delicadeza como había empleado antes en la boca. ¿Qué estaba haciendo? Apoyó sus uñas en mi estomago y lo fue rayando zigzagueante. No sabía lo que ocurría, era impensable ese comportamiento en Rosalía. Sentí las uñas pasearse por mis testículos y al presionarlos noté inflamarse de nuevo el pene. Inició con los labios, o con la lengua, no estoy seguro, el mismo camino que había recorrido la mano, y mientras se entretenía acariciando mi lubricada virilidad, comenzó a succionarme los testículos. Creí volverme loco al sentir su lengua recorriendo la costura de mi miembro más sensible hasta alcanzar su cúspide y saborearla sin prisas, disfrutándola egoístamente. Necesitaba eyacular, buscaba el desahogo. Sujetó de nuevo mis testículos y me folló como puede follar una puta a un principiante, con seguridad, sabiéndose dueña, controlando tiempos y espacios, gozando y haciéndome gozar sin tabúes ni presentes. Fue al momento del orgasmo, con ella encima de mí, mirándome a los ojos, leyendo los misterios de mi alma, cuando noté su dedo perforándome el culo, obligando a licuarme todo yo dentro de ella.
Sin apartar la mirada, sonriendo, extrajo el dedo, y ante mi incredulidad lo chupó lasciva. Se levantó dejándome sin palabras que no habría sabido utilizar, temblando todavía con los estertores del orgasmo. Sonrió de nuevo:
—¡Psst! Aparece tú esta noche, a las once en una terraza de la plaza del Castillo. Cualquiera. Yo te encontraré. Y tú tranquilo, tu mujer no se ha enterado —dijo mientras salía de la habitación. Era la voz de Rosalía, pero no costaba reconocer tras de ella el marchamo de Bafo.
Me sorprendió una arcada violenta y con ella la urgencia de alcanzar el baño para vomitar. Y seguir vomitando habiendo nada en el estomago. Caí sentado a lo frío de la baldosa. Temblaba. Estaba inerme, con el alma indefensa frente a quien quería dominarla. Y tenía a Rosalía como rehén. Una profunda nausea me extrajo líquido verde que resbaló por mi pecho desnudo.
Llegué como un zombi hasta la cama y me dejé caer en ella. Me rondaba la idea del suicidio como única forma de librarme del acoso diabólico. Los motivos para ello eran nobles y Dios no lo tendría en cuenta cual ofensa sino más bien como prueba de fidelidad. Mientras meditaba la forma de hacerlo, me desdoblé y pude observar como iba encogiéndome sobre la cama hasta adoptar una postura fetal. ¿Por qué yo? ¿Por qué no me ayudaba Dios? Necesitaba hablar con mi madre. Incluso me conformaba con llamarla por teléfono y escuchar en silencio su insistencia en saber quién era. Pero ni con eso podía consolarme, porque teníamos el teléfono en la sala y me espantaba la posibilidad de encontrarme con Rosalía; Sería imposible simular los sentimientos que aflorarían en cuanto viera sus ojos. Estaba preso en mi habitación. Introduje mi dedo pulgar en la boca y lo succioné mientras lloraba mansamente.
El sexto piso donde vivíamos era lo suficientemente alto para mis planes, pero si me tirara desde él organizaría un escándalo del que no quería ser protagonista; más que nada por mis allegados. Miré hacia arriba y vi que la lámpara del techo colgaba de un gancho que seguramente soportaría mi peso. Debería retirar la cama y colocar una silla desde la que dar el salto. Eso haría, pero… ¿Y si Bafo se vengaba en Rosalía? Tal vez debería ir a la cita esa noche y actuar después según lo que en ella ocurriera. Quizás me ahorrase un suicidio.
Soporté varias horas sentado en una silla al lado de la puerta, esperando oír a Rosalía saliendo de casa. Lo hizo sobre las seis. Poco después lo hice yo, alerta por si me la encontraba en las cercanías. No había comido en todo el día y tenía hambre. Fui al bar Cernin y devoré un bocadillo de tortilla de patata y varias cervezas que entraban como agua fresca y sabían a descanso.
En el bar encontré a Román, Andrés y Luis, que servía en la barra. Me preguntaron sobre la peregrinación y les puse al corriente sin ningún entusiasmo. Ellos achacaron mi humor al cansancio.
Cuando termine el bocadillo organizamos una partida de mus que consiguió hacerme olvidar las preocupaciones. Incluso relaté en clave de humor las fatigas del Camino. Se rieron de mis penalidades, pero asomaba a sus burlas un profundo respeto hacia la hazaña. Cenamos ahí mismo y rechacé después la invitación de Román para irnos de juerga. Yo tenía planes con el diablo y casi estaba impaciente porque llegara la hora.
A las diez de la noche salí andando hacia la plaza del Castillo. El día había sido cálido y no se me ocurrió coger una chaqueta para la noche. Entonces no importaba porque la temperatura rozaba lo agradable, pero sabía que al poco de estar sentado al aire libre echaría de menos una prenda ligera de abrigo.
Gracias a mis amigos me había distraído, pero, según se iba acercando la hora, me enfrenté al hecho de que lo ocurrido esa mañana con mi esposa era comparable a la violación de Rosalía en mi presencia sin que hubiese sabido qué hacer por evitarla. Pero me tenía que esforzar en sentirme furioso; noté la misma insensibilidad que cuando intentaba compadecerme por la muerte de mis amigas.
Me impuse rezar para enfrentarme al diablo y por el camino fui desgranando padrenuestros y avemarías en voz baja. Se me ocurrió iniciar un rosario, pero era una idea estúpida porque la última vez que lo había rezado era un niño e ignoraba incluso de cuantos misterios se componía y qué se rezaba en ellos.
Llegué a la plaza del Castillo, busqué la terraza menos concurrida y me senté en su mesa más aislada. Pedí al camarero un café con leche y una copa de pacharán.
Las fiestas de San Fermín se iniciaban tres días después y ya se notaban los preparativos. Estaba engalanada la plaza con bombillas rojas y blancas, una orquesta tocaba en el quiosco y seguro que las terrazas habían subido los precios. Grupos de gitanas se distribuían por las mesas ofreciendo flores, y sino les comprabas intentaban leerte el futuro en las líneas de la mano. Luego, como último recurso te suplicaban una limosna. Los gitanos, en cambio, se brindaban muy dignos a limpiarte los zapatos y no hacían ascos si algún gracioso les pedía que lo hiciesen con sus alpargatas o zapatillas de deporte; Desde su seriedad escupían en el betún y lo extendían por donde fuese menester, tela, cuero o plástico, aunque eso lo estropease de forma permanente. Tras limpiarlos, es un decir, clavan unos hierros en los tacones que meten ruido al andar y destroza el calzado cuando los arrancas. Los gitanos, demasiado orgullosos para insistir, miran mal si los rechazas, casi con odio. Sus hijos también van por su cuenta de mesa en mesa. Son deliciosos. Saben poner caras de pena que quisieras retratar. Se te quedan mirando con la mano extendida: “Deme algo”. Si intuyen la menor posibilidad de que la insistencia dé algún fruto, y sino también por si acaso, te lanzan una retahíla de desgracias familiares. “Deme algo”. Al final terminas dando algo a esas fábricas de mocos.
Gente rara con más pinta de mendigos que de turistas se habían hecho fuertes en los jardines de la plaza; lugar que muchos de ellos no abandonarían hasta el final de las fiestas. Un grupo de estos a los que en Pamplona llamamos “pies negros” y que tienen fama de llegar a la ciudad con cincuenta pesetas, pasarse diez días sin hacer nada de provecho e irse hacia la próxima fiesta con cinco mil en bolsillo, vomitaban fuego y hacían malabarismos esperando una propina pocas veces concedida. Es igual, están acostumbrados a alimentarse con vino barato y eso lo tienen garantizado porque, en el momento en que alguno de ellos roba una cartera, algo difícil por el pulso que gastan aunque las borracheras ajenas les facilitan la labor, lo celebran entre todos y entonces, si la suerte les había mirado de frente, hasta hacen acopio de drogas.
Todavía faltaba un cuarto de hora para las once cuando alguien me siseó al oído. Al volverme contemplé un rostro embriagador: La boca de labios delgados mostraba sus preciosos dientes superiores al crear una sonrisa enmarcada por leves arrugas en forma de comillas españolas. Sus ojos eran húmedos, brillantes y provocaban confianza. Era rubia de pelo muy fino que le caía hasta casi los ojos. El resto de la melena procuraba ocultarla bajo una gorra con visera, pero se le escapaban mechones por todas las partes; seguramente premeditado porque le quedaban francamente bien. Al acercarse a la silla me resigne a no pasar desapercibido como había sido mi intención: Vestía sandalias desde las que nacían unas piernas largas, casi desproporcionadas, que morían al poco de introducirse en unos diminutos pantalones vaqueros que descubrieron un gajo de sus nalgas al sentarse. Completaba el atuendo una camiseta blanca de tirantes tersos por la presión que sobre ellos ejercían los pechos, tan forzados contra la camiseta que no dejaban mucho espacio para la sorpresa. Pocas mujeres de Pamplona se habrían vestido así y menos para acudir por la noche a una terraza de la plaza del Castillo, por lo que deduje que sería una de las extranjeras llegadas a la llamada de los Sanfermines.
—Buenas noches Fermín —su hablar confirmó la teoría. Lo hacía como una extranjera, que habiendo aprendido muy bien el idioma, no pudo hacerlo con la pronunciación de ciertas letras como la “r”, la “g” o la “j”—. Yo soy Bafo.
Me sobresalté porque había olvidado quien era. Personifiqué a Bafo en el peregrino de pantalón de pana con peto, pero ahora, ¿cómo sentirme ofendido ante esa mujer que se acariciaba el pelo con unas manos pequeñas y sin joyas? Tuve que simularlo.
—¡Esta mañana has violado a mi mujer! Así lo veo yo.
—Tú equivocado. Esta mañana tú has hecho sexo con lo físico de tu mujer. Ella, como ser pensante, no ha participado. En todo caso, su subconsciente mantendrá una mejor predisposición hacia ti. Tampoco yo era ella, no has hecho tú sexo conmigo. ¿Tú tranquilo?
El físico eclipsaba su esencia diabólica. Tenía que estar atento para no caer en la trampa.
Se me acercó una gitana: “Cómpreme una rosa para esta señorita tan guapa y que sean muy felices. Solo quinientas pesetas, que la señorita lo merece y le dará mucha suerte.”
Me negué categóricamente. La gitana dejó de insistir cuando creyó que había dicho la última palabra, pero al irse cambié de idea. Creo que fue la primera vez en mi vida que hice algo de forma tan fría y consciente: La llamé, elegí muy despacio de entre las flores la que me pareció más bonita, y mirando a los ojos a mi acompañante entregué una moneda de quinientas pesetas a la gitana.
—Unas muertes más son poco precio para comprarte una sonrisa —dije mientras le ofrecía la rosa.
Ella sacó una sonrisa de la que se contagiaron los ojos, y tras mantenerla un instante, soltó una carcajada llena de brillos.
—Vaya con los reflejos humanos, casi te doy yo un beso a ti —era Bafo y siempre lo había sido. No me importaba, mejor dicho, podía obviarlo—. Sujeta tú un poco la flor —pidió, y cuando lo hice me miró durante largos segundos, tantos que empecé a buscar si sus ojos llevaban mensaje—. ¿Sabes por qué te he pedido esto a ti? —preguntó recuperando la rosa.
—No.
—La próxima vez que ella te vea a ti caerá rendida a tus pies. Lo que llamáis vosotros flechazo. A no tardar haremos el amor, pero entonces será sólo ella. Por cierto, cuando tú veas al camarero, encarga tónica con ginebra que parece que a este cuerpo le apetece.
Ese cuerpo se había acomodado en la silla en una postura que forzaba, aún más, sus pechos contra la camiseta. Adiviné sus pezones y noté una erección. Busqué al camarero, pedí lo que ella quería, y cuando volvimos a estar solos pregunté con aplomo.
—¿Me estás tentando?
—También, mas no sólo eso. Veo el efecto que te provoca a ti y ya disfruto de las sensaciones que yo conseguiré en ese encuentro. Trocando tema: Tu mujer está preñada.
—¿¡Qué!?
No sentí la emoción que durante mucho tiempo supuse experimentaría al recibir esa noticia. En realidad me asusté. ¿Cómo se lo diría a Rosalía? Ella creía que hacia meses que no practicábamos el sexo. Bafo pareció adivinar mi problema.
—Tú tranquilo, terminareis haciendo el amor ella y tú antes de que le deba llegar su próxima menstruación y ella creerá que ese fue el momento en que se preñó. Será un final feliz.
Estaba a merced del diablo. Nada podía hacer por evitarlo y eso me libraba de cargos de conciencia. Además, era difícil negarle algo a esa mujer mientras se acariciaba la nuca.
—¿Qué es lo que tendría que hacer?
—Pocas cosas, entre ellas acostarte tú con este cuerpo, pero antes tú aceptarás la cocaína te ofrecerán.
—¿Qué?
—La cocaína desinhibe y yo aprovecho para coordinarme contigo. Después de eso ya podré hacerlo siempre que tú no lo evites.
—¿Podré evitarlo?
—Yo, ante una persona consciente sólo puedo insinuar un pensamiento, y no siempre funciona. En absoluto yo puedo ordenar hacer o decir algo. Sin embargo inspirando yo la duda de si pica un ojo puedo conseguir fácil el guiño. Que decida quitarse un reloj por curiosear la marca que el sol le dejó a él tampoco me es difícil a mí. Con el siseo pasa lo mismo. Incluso que un periodista considere poco estimulante el escribir sobre un incendio una madrugada de Nochebuena es también posible para mí, aunque muy caro en estímulos. Tú me debes mucho a mí.
—A pesar de todo, no me fío.
—Si yo quiero poseerte puedo hacerlo mientras tú duermes, pero yo no quiero poseerte a ti, me basta con poder compartir tus emociones. ¡Y no digo que las dividamos entre los dos! Necesito que tú las sientas plenamente para que puedan serme provechosas a mí. Yo tengo que ir. ¿Beso como anticipo?
—Prefiero esperar a que seas tú.
—A que sea ella —me corrigió—. Se llama Minerva.
Minerva se fue mientras admiraba su parte más trasera. Recordé que me acostaría con ella y mi pene volvió a excitarse.
No sé cuanto tiempo tardé en darme cuenta que había hecho un pacto con quien podía ser el diablo. Rebuscando entre lo ocurrido no encontraba una palabra de aceptación, pero sentía que había cedido. En caso necesario lo negaría. No había pruebas de ello. De mi boca no salió en ningún momento una afirmación concreta.
Tenía frío. Pagué las consumiciones y fui hacia casa, aunque terminé en el bar Cernin. Si me hubiera encontrado con Román, seguramente nos habríamos ido de juerga a pesar de mis agujetas. Estaba contento. ¡Qué lejos sentía entonces la peregrinación y a Rosalía!
En el bar Cernin encontré a Luis y Alfredo. Tomé con ellos una copa y no pude evitar el comentar sobre Minerva. Defendiendo sus atractivos frente a quienes decían que yo los exageraba, terminé declarándola la mujer más atractiva del mundo. Mis detractores me retaron a que la llevara un día al bar para probar mis palabras.
—Claro que la traeré —galleé—, pero si tengo razón me pediréis perdón de rodillas un día que el bar esté lleno. ¿De acuerdo?
—Hecho.
A eso de las dos subí a casa. Esa noche, y por primera vez desde hacía muchos años, un sueño me provocó un orgasmo. Y fue fantástico.
Me desperté sobresaltado por mi estado anímico impaciente y bravucón, como si me urgiera disfrutar de una propiedad nueva y ansiada. El motivo que se me escapaba en esos primeros momentos de vigilia me asaltó de inmediato: Rosalía estaba embarazada. ¡Iba a ser padre! La noticia que la noche anterior me había afectado cual circunstancia ajena que modificaría mi vida, ahora la sentía como el anuncio de una vida a la que teníamos que responder dotándola de circunstancias. ¿Sería niño o niña? ¿Cómo lo llamaríamos? No me planteé su aspecto, lo importante es que ya estaba aquí. Remoloneé un rato en la cama, fantaseando con ese pequeño ser, que viviendo en secreto dentro de Rosalía ya me llenaba de una ternura que rozaba la violencia.
Salí del cuarto entre alegre y comprometido. Oí a Rosalía en la cocina y fui a verla. Ya no la relacionaba con quien protagonizó la procaz relación sexual del día anterior sino como a la madre de mi futuro hijo.
—¿Te apetece un café? —ofreció.
Acepté, y mientras ella colocaba la cafetera yo la estudiaba por si notaba algún cambio. En mi ingenuidad, contemplaba la idea de que un embarazo, aún tan temprano, influyese en el carácter de la madre. Me habría gustado decirle que la quería, que ahora sí tenía futuro lo nuestro porque éste era autónomo incluso de nosotros mismos, pero tenía que camuflar mis sentimientos al menos hasta que ella compartiera la noticia de su embarazo. La contemplé con nostalgia al entender que nunca volvería a ver a Rosalía como la niña de flequillo perfecto que olía a recién bañada.
—Quizás tengamos que salir más tarde —me dijo a bocajarro.
—¿A dónde?
—A la peregrinación. Es que ayer me llamó una compañera del instituto y me comentó que habían preparado una cena de San Fermín el día nueve porque antes no había forma de reservar mesa en ningún restaurante. Debo ir porque, como me han hecho delegada de curso…
—Perfecto —respondí—. Así descansamos.
Luego, esquivándome la mirada, sugirió que si me apetecía podía acompañarla. Decliné la oferta excusándome:
—Sois todos profesores y hablareis de vuestras cosas.
Después de beber el café me despedí de ella y fui al bar Cernin donde, nada más entrar, Luis me recordó la promesa de llevar al bar a esa mujer a la que tanto había ensalzado la noche anterior. Dudaba de mi palabra como yo, de haber sido él quien así la hubiera descrito, dudaría de la suya. Mientras me tomaba un café con leche y un bollo, me di cuenta de que la maternidad de Rosalía impedía a Minerva ser su rival, y precisamente por eso, las reconocía como complementarias; era tan incapaz de proyectos procaces sobre Rosalía como sentimentales hacia Minerva. En mi ánimo no había espacio para la infidelidad, pero el único freno era el respeto que debía a la madre de mi hijo; de tener la garantía de que Rosalía nunca lo sabría, sería hasta aceptable, pero no tan importante como para jugarme el matrimonio.
Fui a la sucursal bancaria donde trabajaba para comentar lo de mis vacaciones, pero antes de hacerlo, Alejandra, una empleada, me pidió que cambiase unos días con ella. Venían al día siguiente, me contó, dos amigas con las que no se había visto desde hacia mucho tiempo y se iban a quedar hasta el domingo. A cambio de trabajar por ella esos días, Alejandra se comprometió a suplirme durante el tiempo que necesitara para acabar el Camino; después ya arreglaríamos en caso de que el trato fuera perjudicial para alguno de los dos.
Se interesó por la peregrinación y hablamos un rato, pero estábamos a primeros de mes, con las vacaciones y los Sanfermines ya a la vista, y eso se notaba en el trabajo. Los clientes esperaban haciendo cola y sugerí a Alejandra que fuera para ayudar a Verónica. Al quedarme solo llamé a mi superior en la central para comunicarle lo acordado con Alejandra. No puso pegas. Hablé después un rato con el resto de los empleados, y tras despedirme hasta el día siguiente, fui a la plaza del Castillo y me senté en la misma mesa que la noche anterior. Pedí un pincho de tortilla de patata y una cerveza. Estaba contento, iba a ser padre.
Vi a los mismos “pies negros” y alguno más que se les había sumado. También observé personas cargadas de mochilas con cara de sorpresa; no podían creer que en esa ciudad tan tranquila, de gente apacible que paseaba, iba a la compra o tomaba el sol sentados en los bancos que bordean la plaza, se celebraría dentro de pocos días la fiesta que marcaría un hito en sus vidas y recordarían como una locura de juventud fuese cual fuese su edad.
El día seis de julio me sorprendió encontrar encima de una silla de mi cuarto la ropa sanferminera: Pantalón y camisa blanca, pañuelo y faja roja y alpargatas a juego. Me vestí reservando anudarme el pañuelo para después del Chupinazo, que escucharía desde la puerta de la sucursal. Rosalía había tenido el detalle de entrar mientras yo dormía para dejarme la ropa preparada.
Me encanta el día seis de julio. Hasta las doce del mediodía, la gente ya va vestida de fiestas pero todavía no ha cambiado de cara y siguen con la misma de todos los días, en la que o se reflejan los problemas o se ocultan las alegrías. Luego, a las doce en punto, en una catarsis colectiva y fulminante, después de ajustarse el pañuelo rojo al cuello, los rostros se iluminan, la moral se relaja y hasta los convencionalismos están mal vistos.
Terminé, como todos los seis de julio, bebiendo más de lo conveniente. Luego al bar Cernin, donde lo celebré con Román, Luis y Alfredo. A las cuatro de la tarde, borracho como una cuba, me tiré en la cama para dormir la siesta hasta las nueve. Al despertar recordé que no había comido. Tenía una resaca importante y necesitaba una cerveza.
Cené en casa; Rosalía compró marisco para solemnizar las fiestas de San Fermín. Bendijo la mesa y después, mientras cenamos, utilizamos la peregrinación como tema recurrente con el que matar los silencios. A Rosalía se le notaban ganas de arreglar lo nuestro y yo lo estaba deseando. Sólo faltaba dar un paso, pero reconozco que me daba pereza darlo.
Tras la cena la invité a tomar algo por el centro de Pamplona para ver el ambiente, pero había tal cantidad de gente que acabamos en un bar del barrio de San Juan, donde no llegan las músicas estridentes ni los pies negros pero sí la alegría sanferminera y las gitanas, que ya cobraban a mil pesetas la rosa, con sus maridos e hijos. Llegamos a casa tarde y un poco bebidos.
Me sentía responsable de mi hijo no nacido y tal vez por eso acentué mi recelo hacia la oferta de Bafo; No sólo resolví aparcar cualquier trato con él, sino que durante esos días, por esquivar a Minerva, procuré no salir del circuito que comprendía mi casa, el trabajo y el bar Cernin. Sabía que Bafo estaba tentándome con sexo para compartir mis emociones, pero… ¿No sería eso lo mismo que compartir el alma para después adueñarse de ella? Tenía la ventaja de que todo lo ofrecido era superfluo y no me era imprescindible para aspirar a la felicidad. Lo único que podía afectarme era que entrase en el mismo lote el embarazo de Rosalía. Procuré quitarme esa idea de la cabeza por si Bafo tenía acceso a mis pensamientos y se aprovechaba de ello para encontrar mi punto más vulnerable.
Román me invitó a cenar en una sociedad gastronómica, y como me dio a elegir el día, opté por el nueve, el mismo en el que Rosalía saldría con sus compañeros de trabajo. Cuando como prueba de buena voluntad se lo comenté a mi esposa, ella, lejos de molestarse, para lo que desde luego no tenía motivos, pareció aliviada: “Me daba pena dejarte solo en casa”. Una estupidez por su parte porque fue ella la que me acostumbró a la soledad de la casa.
Planeamos salir el día once hacia Santiago: “El nueve juerga, al siguiente descansar y al otro nos vamos”. Casi siempre que estábamos juntos hablábamos de lo mismo, y supongo que el tema de la peregrinación nos seguiría sirviendo durante meses después de haberla terminado. Si dos días daban para tanto…
El nueve llegó y desde la mañana me sentí nervioso. Estaba convencido de que sería la noche en la que debería enfrentarme a la decisión de mantener o no una relación sexual con Minerva. Era contrario a caer en la tentación, pero temía por mi firmeza frente a semejante mujer. Además, estaba el tema de la cocaína. Si Román me hubiera invitado a cenar en un restaurante, quizás le habría dado una excusa para no ir, pero en las sociedades gastronómicas cada uno lleva su propia comida y seguro que Román ya habría comprado la nuestra. Sería la segunda vez que le despreciaba en las mismas circunstancias una cena en la sociedad. Me sentí obligado a ir.
La sociedad gastronómica de la que mi amigo es socio está situada en una enorme bajera donde, entre los que jugaban en grupos de cuatro o seis al mus, los que pululaban a su alrededor comentando en susurros la partida, y un señor dormido sobre una de las mesas, sumaban más de treinta hombres sin rastro de mujer. Una nube se deslizaba bajo el techo absorbiendo las hebras que salían de más puros que cigarrillos.
Se conocían todos, y según pasábamos saltaban los saludos hacia Román y de este a los demás. Me comentaron después, mientras cenábamos, que el señor dormido sobre la mesa llevaba años entrando a la sociedad el día seis a las doce del mediodía con provisiones sobradas y se iba el catorce después de las doce de la noche; la misma política que los pies negros, pensé divertido.
De otra habitación salían protestas y risas. Era la cocina. Inmensa, monstruosa, como la maquinaria engrasada de un viejo trasatlántico. Ruidos de frituras, de pucheros golpeados, el abrir y cerrar de cajones, frigoríficos, hornos, y el zumbido de un extractor de humos con insuficiencia respiratoria, se unían a los consejos dogmáticos sobre la manera de mejorar lo cocinado por el vecino. Hacía calor y todos sudaban.
—¡Señores! —gritó Román para hacerse oír de entre la tenaz discusión que mantenían—. Os presento a un buen amigo: Fermín el Peregrino. El mejor compañero de mus y con el que os pienso ganar la fregatina, el café, las copas, el puro y la cena no, porque ignoráis los más elementales conceptos del arte de la gastronomía, mientras que yo, experto bromatólogo, voy a prepararle a mi amigo el mejor estofado de toro que jamás se haya degustado en esta gloriosa ciudad.
Como respuesta, se disputaron el orden en que ofrecerme catas de lo que cocinaban.
—Prueba esto y después dile a tu amigo Román, que ya son ganas el tener un amigo así, si sé cocinar o no. Al menos, garantizo no envenenarte como él tiene por costumbre.
—¡Nada! Una intoxicación leve, hace más de cinco años, y para mí que fue el exceso de vino, porque las setas fíjate si estaban buenas que estos cabrones no dejaron ni de muestra para que la analizara el hospital —me informó Román con cara de complicidad.
—Si te queda mal sabor de boca con lo que te da ese, lo arreglas catando estos menudicos que estoy haciendo. Román, ¿le has contado a tu amigo cuando casi quemas la sociedad?
—¿Mal sabor de boca mi ajoarriero con langosta? Te advierto que no es que no hayas probado nunca semejante delicia sino que tampoco lo harás esta noche.
—Exageraciones. No paso nada, que se me quemó el aceite. ¡Jodó! Por un perro que maté me llaman mataperros.
—No pasó nada porque Dios no quiso y porque el vecino al ver humo nos avisó —replicaron desde el otro extremo de la cocina—. Pero toma, Fermín el Peregrino, dime si esto es o no gloria bendita.
Un grupo, que discutía agriamente sobre si era mejor echar brandy o ron a los solomillos de toro que asaban en uno de los hornos, me tomó como árbitro, pero cuando me decidí por el brandy los contrarios volcaron sobre mí su decepción.
—Y parecía que entendía.
—Pues claro que entiende, ha dicho brandy.
—Yo opino que sí, que brandy, pero también un chorretón de vinagre.
—¿Vinagre? Tú estás loco. Lo que necesita es ron y no poco. Por cierto, ¿dónde está esa bota que no corre?
—Aquí.
—¡Qué raro que la tengas tú!
Una bota con vino voló de lado a lado de la cocina. Todos la manejaban con pericia, pero eso no evitaba el que alguno, para regocijo del resto, se manchase la camisa: “A ver cuando aprendes, que ya tienes edad”. De vez en cuando entraban los espectadores de las partidas de mus, y tras armarse de tenedores o cucharas atacaban los alimentos sin permiso, atreviéndose incluso a dar consejos:
—¡Joder Alberto! No me untes el pan en la salsa que se queda el guiso seco y además lleno de migas.
—Perdona. Una vez más que no le he pillado bien los matices y luego cojo un tenedor. A esto le vendría bien otra guindillica.
—No tienes que coger ni tenedor ni nada, joder. Si te aburres pon la mesa.
—No puedo. Se están jugando al mus a ver quién la pone.
—Le falta sal a esto —se oía por otro lado.
—Pues no se nota porque es la tercera vez que metes la cuchara.
—Si solo he hecho una cata. ¿Habéis echado ron a los solomillos?
Todos hablaban sin dejar por ello de vigilar sus obras maestras. Las conversaciones se cruzaban sin interlocutores fijos y no era raro el que alguien atendiera dos o más cuestiones.
—¿Qué sabéis de Gustavo? No lo veo desde que se casó.
—A ese lo han enganchado bien. Y a los solomillos lo que le va es el brandy, o si me apuras, vino tinto.
—No digas tonterías. ¡Está bueno este ajoarriero con gambas!
—Es langosta —especificó lo que no hacia falta porque saltaba a la vista— además, ¿no tenías prohibido catar mi ajoarriero?
—Perdona. Se me había olvidado. Toma un menudico para que me perdones. ¡Tú! ¿Qué haces?
—Echarle brandy —respondió otro.
—No jodas. Si Miguel le ha echado ron.
—Es igual. Tú no digas nada. Malo seguro que no es. ¿Le echo un poco de vinagre? Dicen que así queda más jugoso.
—¡Ni se te ocurra!
—Le has echado otra guindilla, ¿verdad? ¡Esa bota!
El olfato se insensibilizaba y el gusto también, sobre todo después de más de una hora catando sin parar platos, todos distintos, que al final parecían saber igual.
Justamente había frito un huevo en mi vida pero enseguida me dieron una cuchara de palo para vigilar una cazuela de manos de cerdo y no tardé en pontificar sobre qué condimento favorecía o no a una receta. Tampoco me cargaba de responsabilidad porque siempre había quien me llevaba la contraria.
¡Lo que disfruté en esa cocina! Cuando alguien comentó que querían obligar a admitir mujeres en las sociedades gastronómicas me puse incondicionalmente en contra. Ante mujeres nunca nos habríamos comportado con esa naturalidad por miedo al ridículo.
—Si hacen eso, soy capaz de ponerme en huelga de hambre.
Debió ser un buen chiste porque todos rieron.
Con lo catado y el ambiente podía haber sido la mejor cena de mi vida. Me era imposible pensar en meter al cuerpo más comida, pero a la hora de la verdad di buena cuenta de los espárragos frescos y del enorme plato del excelente estofado de toro que preparó Román. De postre, sorbete de limón y champán con canutillos.
Si competían por el mejor menú no lo hacían de forma menos ardiente con los vinos. Todos habían traído el mejor y obligaban a probarlo para descartar dudas. Terminé empapuzado, feliz y eufórico.
Tras un rato de placidez encontramos una pareja a la que retamos al mus, jugándonos el recoger la mesa y fregar los platos, vasos y los cacharros que habíamos utilizado en la cocina. Ganamos, y mientras ellos cumplían su trabajo volvimos a ganar a otra pareja el café y dos copas de pacharán.
—¿Cómo puedes quererme un órdago a chica con un dos? —se desesperaban.
—Sabía que te ganaba.
—No digas tonterías. Eso es que no sabes jugar y tienes mucha suerte.
A partir de entonces perdimos los puros y una copa de pacharán pero ganamos otra partida.
—A estos lo que les pasa es que no saben jugar sin cartas, como esos que si la baraja no tiene ocho reyes se aburren —dije a los que miraban la partida.
—Oye, que no te hemos faltado.
—¡Era broma!
Después, sobre las dos de la madrugada, salimos Román y yo hacia la plaza del Castillo para tomar la última copa. Saltábamos al ritmo de una jota a voz en grito, como esos críos que maldecimos las noches que no nos dejan dormir. Definitivamente, hay momentos en los que entre amigos sobran las mujeres.
En una terraza de la plaza pedimos dos güisquis y estuvimos más de una hora contemplando el mejor espectáculo de los Sanfermines: La calle. Cotilleábamos de todos y de varios entre carcajadas. No creo que exista en el mundo un escaparate del absurdo como la plaza del Castillo alguna noche de fiestas.
Román se levantó para saludar a un conocido, y al seguirlo con la mirada descubrí a Minerva sentada junto a otra mujer que apoyaba la cabeza sobre la mesa. Por la postura, o borracha o exhausta.
Sentí como si una luz me impactara y anulase todo el alcohol que corría por mis venas. De repente estaba completamente lúcido, tanto que podía observarme los sentimientos según se iban creando, y también analizar como interactuaban con procesos que terminaban provocando, o no, excitación, orgullo, vergüenza, miedo o confusión. Era tan nítida la sensación que intenté descifrarla: Al igual que para verme la marca que Bafo había dejado en mi entrecejo necesitaba utilizar algo que permitiese la ilusión de que me observaba desde fuera, para descubrirme el alma precisaba otra clase de espejo y yo lo tenía; el espejo del que habló Bafo: El Espejo del Alma. Recordé alguna lectura sobre ascetas y me pregunté si ellos también habrían estado en contacto con Bafo.
Procuré olvidar que tenía a Minerva sentada detrás, pero no pasaba desapercibida y Román ya se había fijado. Era normal porque llevaba los mismos pantalones cortos de la primera noche y una camisa azul, anudada por encima del ombligo, no lo suficientemente abotonada como para disimular sus espléndidos pechos. De su amiga, por la postura, sólo pude apreciar la exuberante cabellera rojiza, caoba la describiría con posterioridad Román, y que vestía camiseta blanca de manga corta. Ninguna de las dos lucía el pañuelo rojo de fiestas.
—¿Has visto eso? ¡Jodó que mujeres! —exclamó Román cuando volvió a mi lado.
—No me digas que quieres ligártelas.
—¿A esas? Daría un huevo por tirarme incluso a la borracha.
—Pues te advierto que si vamos a por ellas es con la que te ibas a quedar —presumí dándome cuenta de que era muy capaz de resistirme al sexo pero no a la vanidad.
—¡Psst! Eso tendríamos que verlo.
—Cuando quieras —respondí con aplomo, consciente de haber oído el siseo.
—¿Seguro?
—¿Tienes miedo? —reté.
—Espera un poco. Voy al baño.
—¿A qué vas al baño?
Hice la pregunta incluso antes de haberla pensado. Fue un acto reflejo. Como si tuviera conectada una alarma que saltase al menor indicio de cocaína.
—¿Por qué lo preguntas?
Lo entendí como una invitación para que hablara sin tapujos. No me atreví.
—Por nada. Vete al baño. Aquí te espero.
—¡Psst! Por si te interesa, voy a meterme cocaína.
—¿Eres Bafo?
—¿Qué?
—Una broma —reculé—. No la he probado nunca.
—Pues si quieres…
—Espera un poco. Voy a decirle al camarero que le eche un ojo a las consumiciones.
Poco después subimos unas escaleras. Román estaba tan nervioso como yo y me iba dando explicaciones sobre lo que íbamos a esnifar; “Verás como te gusta”.
Encerramos en el baño de caballeros, sacó un sobrecito, una tarjeta de crédito y un mechero. Volcó del sobrecito un pequeño montón sobre la cartera y con el mechero lo aplasto hasta formar una masa plana, blanca y destellante que se convertía en fino polvo al golpearla con el canto de la tarjeta. Después formo dos líneas de unos ocho centímetros cada una y me pidió un billete:
—Me pasa siempre lo mismo. Cuando voy a hacer el rulo me doy cuenta que tengo los billetes en la cartera donde pongo las rayas —se disculpó.
Le ofrecí un billete de cinco mil y Román lo enrolló.
—Toma, métetelo por la nariz, tápate el otro agujero y aspira profundamente.
Se le olvidó prevenirme sobre estornudar encima de las rayas, que es lo que hice en cuanto noté el polvo entrando por la nariz.
—No pasa nada. Espera que hago otras. Pero ahora ten cuidado porque no la regalan.
Había esnifado muy poco, pero lo suficiente como para superar mis recelos. En la siguiente raya pude evitar el estornudo. No olvidaba que estaba abriendo la puerta de mis sentimientos a quien seguía creyendo un diablo.
—Toma el billete.
—Primera norma: Nunca compartas el rulo. Además de una marranada puedes pillar alguna enfermedad. Déjame otro billete —me aleccionó.
Salimos del baño mucho más amigos de lo que habíamos entrado. Me sentía contento y alborotado, con una seguridad que, comprendí, podía traerme problemas sino la controlaba.
—Entonces, Román, me decías que querías ligarte a esas tías, ¿no? —le pregunté bajando las escaleras.
—¿Tu crees que con lo buenas que están nos las habrán respetado?
—Tú tranquilo.
No le faltaban motivos a Román para desconfiar. Cuando llegamos, vimos a un grupo de mozos que las incordiaban. La que hasta entonces dormía sobre la mesa competía en belleza con Minerva. El rostro ovalado de piel oscura, ocre diría Román, y labios firmes, reflejaba intensa serenidad. Sus ojos claros miraban asombrados como les cantaban, bastante desafinado por cierto: “Que buenas están las yankees, las yankees, las yankees, que buenas están las yankees, las yankees que buenas están”, un arreglo de la típica canción que dice: “Que guapa esta María, María…”, y que lógicamente se cambia el nombre por el de la mujer, u hombre, a quién se quiere halagar. Minerva los observaba divertida, lo que preocupó a Román.
—¡A que nos las quitan esos niñatos!
—¿Quitárnoslas? Mira esto.
Me acerqué al grupo que cantaba, y después de pedirles fuego para mi puro, crucé durante un segundo, sólo uno, la mirada con Minerva. Fue suficiente. Al rato, y dejando a su amiga con los cantantes, se nos acercó muy seria. No hablaba nada de español pero nosotros sí algo de inglés y el mensaje era sencillo. Quería saber si me conocía.
—Sí. Me llamo Fermín y tú eres Minerva.
—Así que esta es la famosa Minerva —exclamó Román.
Minerva me miró con cara de asombro; Le sonaba pero no sabía de qué.
—Espera un poco —dije antes de levantarme para volver dos minutos después con una rosa por la que pagué ochocientas pesetas. Noté en sus ojos, al recibirla, que reprimió no sé que reacción. Posiblemente un beso.
El grupo de cantantes pelmas se había cambiado de mesa dejando a la amiga de Minerva con cara de pánfila despreciada.
—Dile que venga con nosotros —me pidió Román.
Al poco, los tres nos enzarzamos en una conversación con intermedios en los que descifrar las dudas del idioma, mientras que la amiga de Minerva, que se llamaba algo parecido a Celín, parecía vegetar con los ojos abiertos. Bebían las dos tónica con ginebra, a las que por supuesto las invitamos. Media hora después aceptaban la cocaína que les ofreció Román, incluso oí a Celín decir que la necesitaba.
Los cuatro en un baño era poco practico por el poco espacio y porque teníamos que guardar las formas; Pamplona es durante esos días una ciudad enloquecida que lo permite todo pero que no olvida. Terminamos urgentemente las consumiciones y nos dirigimos a la cercana plaza de toros. Estaba oscuro y no se veía a nadie, pero ellas parecían confiadas. Minerva se había colgado de mi hombro y Celín utilizaba a Román como apoyo para no caerse.
Nos sentamos en un banco en la parte trasera de la plaza de toros e iluminé con un mechero el escenario donde Román iba formando cuatro rayas de cocaína. Luego me pidió un billete y volvió a disculparse por haber utilizado la cartera antes de sacarlos de ella.
Si la primera raya me había excitado, la segunda consiguió iluminarme; Creía saberlo todo, sobre todo tenía opinión y necesitaba proclamarla. No confundamos, no había incrementado mis conocimientos pero desaparecieron las dudas. Celín se recuperó de repente, transformándose en simpática y hasta cariñosa. Para entonces, Minerva me había dado varios besos en la mejilla que parecían rastrear la comisura de los labios mientras yo acariciaba su pecho. Román era más audaz y también menos discreto. Sus manos recorrían el interior de la camiseta de Celín y alguna vez su cabeza desapareció dentro de ella.
Nos separaba una barandilla de los jardines de la Media Luna y hacia ahí fuimos para tumbarnos en la hierba, bajo unas estrellas que casi no pude contemplar porque, de inmediato, se me arrojó Minerva, y durante la media hora siguiente acepté, de diferentes maneras, el trato con Bafo. No sé si fue la cocaína, Bafo, Minerva o las circunstancias, pero el orgasmo que tuve fue superior a la suma de los que había tenido con Rosalía la mañana en que fue poseída por Bafo. Para Minerva también parecía haber sido una experiencia placentera, porque después de terminar no paraba de darme besitos en los pezones.
He dicho media hora, pero no sé si fue más o menos el tiempo que empleamos en hacer el amor. Al terminar sentí que la otra pareja también había acabado. Ofrecí cigarros y sólo aceptó Román. Mientras miraba las estrellas en silencio, con mi brazo como almohada de la cabeza de Minerva y su pecho como apoyo de mi mano, escuché otro siseo que no me sobresalto.
—¡Psst! ¿Otra rayita?
—Venga.
Ellas también querían. Volvimos a la cartera, los mecheros, uno para aplastar y el otro para dar luz, la tarjeta y las disculpas por pedir billetes. Cuando nos metimos cada uno su raya, Román, en un ingles peor que el mío, pidió a Celín y Minerva que extendieran la mano, y cuando lo hicieron les echó un poco de cocaína, indicándoles que era para que nos la extendiesen por el pene. Comprendí que ellas sabían lo que él quería porque se rieron: “¡Psst! Ahora túmbate y déjate hacer”, me indicó Román.
No puedo precisar lo que sentí ni lo que me hizo. Sólo sé que desde pocos segundos después hasta lo que creí la eternidad me disolví en el proto-orgasmo. No era yo quien gozaba sino el placer quien me poseía. Cuando incluso me había olvidado de mí, Minerva se ensartó en el pene de forma brutal, gritando histérica y moviéndose como una epiléptica. Al final sucedió lo inevitable: Mi pene reventó, y juro que, cuando llegue a casa, lo examiné sorprendido por encontrarlo sólo erosionado.
Quedé exhausto, sin poder controlar lo que reconocí como estertores. El cuerpo saltaba, a pesar de soportar el peso de Minerva, como si lo atravesase una corriente eléctrica, que era realidad lo que sentía. Impresionaba hasta el miedo cualquiera de esas sensaciones.
Minerva, derrotada, gemía empalada en mi sexo. Parecía no haber ultimado sus placeres porque, a cada uno de mis espasmos, ella soltaba un gritito sordo. Besaba despacio mi boca, poniendo infinito cuidado mientras me abrazaba con cariño egoísta. Fue una sorpresa el notar sus caderas adquiriendo un movimiento cadencioso y la deje hacer para no defraudarla con un rechazo inmediato, pero antes de que le comentase lo imposible de sus pretensiones, un cosquilleo hizo plantearme la posibilidad de no hacer el ridículo si lo intentaba una vez más.
Procuraba concentrarme en lo que hacía porque la menor interferencia, como la música que llegaba desde tal vez la plaza del Castillo, me despistaba y temía que la flacidez acechase. Sentí la luz de un mechero y oí susurrar a Román. Poco después éramos interrumpidos:
—Ni la saques Fermín. Toma, os hemos preparado una raya —susurró mi amigo.
Me incorporé apoyado por Román y esnifé la droga. Mientras Minerva me imitaba, contemplé excitado como Celín acariciaba los pezones de mi pareja y fantaseé con que los impregnaba de cocaína. Más tarde, cuando los lamí, se me quedó dormida la lengua, o sea que sí, que se los impregnó y por los síntomas a conciencia.
—Venga Fermín. Deja bien alto el pabellón. Os esperamos en el banco de antes.
La cocaína incrementó mi confianza lo suficiente como para disfrutar de un sexo tranquilo y relajado durante el que fui plenamente consciente de con quien y cómo lo hacia, algo opuesto a los anteriores coitos en los que casi buscaba la eyaculación como desahogo de la tensión acumulada. Entonces sí hubo sentimiento: Gozaba disfrutando del placer de Minerva, observando su cara, fantaseando con lo que ella pensaba, acoplándome a sus gemidos, aunándolos a los míos.
¿Qué ocurrió? De repente me sorprendí flotando sobre mi cuerpo sin proceso intermedio alguno. No sentía placer ni dolor, sólo apatía. Creo que estaba todo en silencio. Ahora, cuando lo recuerdo, sigue sin provocarme ninguna emoción.
Al acabar, un beso lleno de sensualidad y carente de sexo; lo sé porque me sorprendió poderlo saborear. Había recuperado el cuerpo. Buscamos las prendas desperdigadas por la hierba, y cogidos de la mano, parándonos cada dos pasos para besarnos, fuimos en busca de Román y Celín.
Román nada más vernos me felicito por la proeza:
—Yo que pensaba presumir de dos y vas tú y me superas. Sí señor, que sepan lo que es un macho ibérico. Claro que a esta no la he dejado con las ganas. Lo malo es que llegan a su tierra y son unas desgraciadas porque no encuentran ya quien las satisfaga.
Estaba amodorrado. Pensaba despacio y me costaba hablar. ¿Sería todo causa de la cocaína o Bafo me había engañado? Por lo que entendí, él buscaba aprovecharse de lo que yo sintiera. En ningún momento habló de que me robaría el cuerpo para hacerlo por mí. Además, dijo, lo recuerdo bien, que podría impedirlo siempre que quisiera y no tuve ocasión de optar. Me obsesionaba la necesidad de hablar pero nada se me ocurría. Cuando iba a decir la primera palabra, confiando en que otras la seguirían, noté un gran picor en la garganta que me hizo toser violentamente.
—Tranquilo, Fermín, tranquilo. El macho ibérico necesita un caramelo. ¿Tenéis un caramelo? —preguntó en ingles a Minerva y Celín, que no tenían—. Y es que los grandes esfuerzos precisan de una convalecencia adecuada.
Lo que tanto me había costado encontrar, algo que decir, llegó como una inspiración:
—Entre que yo no puedo hablar y tú que no puedes callar, que pareja hacemos —dije intercalando palabras con toses.
Él se mostró falsamente ofendido, recordando que antes era yo el charlatán:
—Cosas de la coca. ¿Una rayita?
—¿Otra? —pregunté entre carraspeos.
—¿No quieres?
—¿Por qué no?
Bastó el que Minerva y Celín intuyesen que hablábamos de cocaína para que se lanzaran a un parloteo en su idioma al que no hice ningún esfuerzo por descifrar. Mis pensamientos aprecian moverse entre puré de guisantes. Estaba asustado, inerme, con un cerebro colapsado y un cuerpo al que tanto costaba sacar una palabra.
Veía a Román preparando las dosis mientras Celín le sujetaba el mechero. Estábamos sentados en el mismo banco de antes de hacer el amor. Minerva, en cuanto me descuidaba, me daba un beso en el cuello. El carraspeo continuo parecía alejarla de mi boca.
—Antes de meterte esto, ¿por qué no vas a beber un poco de agua de la fuente?
A pocos metros, tras una esquina, hay una fuente. No se veía desde nuestra posición, pero sabía donde estaba porque de niño jugué en ese mismo parque. Fui sin poder apartar a Minerva de mi cintura y casi tuve que suplicar que me soltara cuando quise agacharme para beber. Al volver, mi garganta parecía ligeramente calmada. Las rayas de cocaína estaban preparadas y la que esnifé me despejó lo suficiente como para poder pensar con cierta soltura.
Quería librarme de las mujeres. No estaba cómodo con ellas. Habían perdido su magia y sentía rechazo ante los besos de Minerva. Además, estaba receloso de que hubiera notado algo raro durante la última cópula.
No nos costó desembarazarnos de ellas, bastó con pagarles un taxi que las llevasen al camping, donde tenían una tienda de campaña que compartían, dijeron, con sus novios. Mientras íbamos a la parada de taxis de la plaza del Castillo explicaron, en un inglés cada vez más farragoso, que se habían perdido de ellos. Al despedirnos, besos y la promesa de encontrarnos al día siguiente en el mismo lugar y hora en que habíamos coincidido. Yo sabía que no acudiría.
Ya solos, propuse irnos a casa. Quería estudiar lo ocurrido y sus consecuencias, pero Román insistió en tomar la última copa, y la verdad es que no puse mucho empeño en desairarlo. Fuimos a un elegante pub cercano donde agradecimos lo mullido de sus sillones y pedimos una botella de champán para celebrar nuestra machada. Ahí es nada, en una noche de fiestas ligar a dos preciosas extranjeras, lucirnos sexualmente y encima con un amigo de testigo para respaldar el relato. Poco a poco me iba animando. Ya no me salía artificial el entusiasmo que mostraba para equipararme a Román. Además, no sé si tras el primer trago o la tercera copa, se me curó el picor de la garganta.
Estaba la botella mediada cuando Román propuso otra raya y acepté. Nos levantamos los dos dirigiéndonos al baño para encerramos.
Pensaba que el final de la botella sería la señal de retirada hacia nuestras respectivas casas, pero Román tenía otros planes. Me pidió que esperase, y al volver traía detrás de él a un camarero con otra botella de champán. En vez de sentarse enfrente, en el sillón que había utilizado hasta entonces, lo hizo en el que estaba a mi derecha.
—¿Otra botella?
—Eres mi mejor amigo y quiero contarte algo, pero no se lo digas a nadie. Por favor, eh, por favor.
—Prometido.
Habló de una historia de amor de la que se sentía cautivo. Historia secreta al ser ella casada; Una mujer adorable y desgraciada que sufría el sadismo del marido por amor a unos hijos que, ella notaba, aprendían del padre a despreciarla.
—Unos niños de ocho y de diez años. ¿Cómo se puede ser malo a esa edad? —me preguntó repetidamente con lágrimas en los ojos.
Un día, Román vio como el marido le pegaba una bofetada.
—Delante mío, ¿entiendes? A pocos metros, en mitad de la calle. Y yo callado, sin poder hacer nada por no comprometerla. Algún día, escúchame bien, mataré a ese cabrón.
Habló de como curaba las heridas de la amada y de lágrimas pletóricas de impotencia que intentaba ocultarle porque se sentía culpable de lo que a ella le pasaba:
—Mi obligación es, debía ser, defenderla, ¡y no lo hago! Ella me lo impide, dice que por sus hijos, pero ¿un hombre enamorado permitiría que eso lo detuviera? Creo que no. Esa certeza me mata.
Hacía años que mantenían la relación y juró repetidamente que esa noche le había sido infiel por primera vez.
—Pero entre nosotros: Si el follar es pecado, Dios hizo a estas a mala leche —se excusó con una sonrisa triste, intentando desdramatizar. Sus ojos no le dejaron.
—¿Una raya? —ofreció como escape. Se le notaba incomodo.
Parece mentira como una confidencia puede cambiar la relación entre dos amigos. Si en ese momento no me hubiera ofrecido la raya, y roto por ello el ambiente intimista, yo le hubiera contado mis temores sobre Bafo.
La botella se terminó y pedimos por teléfono un taxi para ir a casa. Los efectos del alcohol consumido durante la noche fueron parcialmente contrarrestados por los de la cocaína, pero esta se había acabado, y al levantarnos de los sillones admitimos sin vergüenza que éramos incapaces de andar el poco más de un kilómetro que nos separaba de nuestros hogares.
—¡Menudo peregrino estás hecho!
Nos despedimos cuando ya el sol lucía, y quedamos a la tarde en el bar Cernin.
Intentando no meter ruido, porque suponía que Rosalía dormía después de su cena, entré en casa y fui hasta el baño, donde me limpie la zona genital con cuidado porque el pene me escocía al contacto con la mano; había zonas muy brillantes que parecían despellejadas. Creí que lo iba a encontrar en peor estado, ya que durante la noche lo sentí dolorido. Nunca me había pasado y lo acepté como una condecoración a la virilidad; algo honroso. Ya estaba arrepentido de mis actos, pero no del recuerdo que me dejarían.
Caí desnudo sobre la cama. Sudaba como una fuente y enseguida empapé las sábanas. No podía respirar por la nariz porque la tenía totalmente obstruida. Creía que el cansancio vencería a las incomodidades y me dormiría enseguida pero no fue así. Poco después tuve que levantarme para ir al baño donde me soné con fuerza sobre un trozo de papel higiénico, y como ya eran las ocho menos cinco, fui al comedor para ver el encierro por televisión mientras fumaba un cigarro. A las ocho y cuarto estaba de nuevo en la cama con el rollo de papel higiénico a mano.
Procuré dormir, pero en mi cabeza estallaban ráfagas de imágenes: De Minerva, de Rosalía, de Celín acariciando los pechos de Minerva, de Minerva frotando con cocaína los pezones de Rosalía… Noté una erección. Me masturbé y considere ese presunto efecto secundario de la cocaína como otra condecoración.
Respecto a Bafo, era todo tan confuso… No tenía fuerzas ni ganas para pensar en ese tema, pero era consciente de que no podía aplazar mucho tiempo un análisis detallado, aunque unas pocas horas más no agravarán el problema, pensé. Además, durante la peregrinación me sobraría tiempo para dedicárselo.
Ya que no podía dormir, procuré descansar, y es posible que hubiera momentos en los que traspasara la frontera del sueño. Me levanté a las dos de la tarde con la sensación de que me habían colocado cincuenta kilos sobre la cabeza, y con la garganta tan reseca que dolía al tragar. Rosalía estaba en la cocina y pareció alegrarse de verme. Si esperaba un poco estaría lista la comida; jamón con melón. Le di las gracias, y cogiendo una cerveza fui al comedor donde puse la televisión autonómica, dedicada esos días en exclusiva a las fiestas. La cerveza fría fue una bendición.
A la tarde, Román no acudió a la cita en el bar Cernin. Me bebí dos cervezas. Estaba mareado y me encontraba muy débil, tanto que no tenía ganas de comentar a Luis las aventuras con las extranjeras; ya se encargaría Román de hacerlo. Seguro.
Subí a casa, vegeté frente a la televisión, cené y para las diez estaba dormido.