Reunión de mentes
Michael estaba aterrado.
La agente Weber y los demás en ningún momento le habían contado cómo, ni cuándo, iban a seguir su localizador e irrumpir en el programa. Sintiéndose profundamente indefenso, se pegó cuanto pudo a la barandilla y continuó observando todo lo que ocurría debajo. Horrorizado, advirtió que el hombre —no, el tangente— estaba mirándolo directamente.
Michael estuvo a punto de dar media vuelta y salir corriendo cuando la voz atronadora de Kaine lo hizo detenerse, antes de que pudiera realizar cualquier movimiento.
—¡Michael!
Fue como una orden; esa única palabra lo dejó paralizado.
—He estado esperando —añadió Kaine señalando hacia arriba, en dirección al chico, con un dedo doblado—. Pacientemente. A ti. Hay cosas que tienes que saber, jovencito. Estos amigos míos son todos testigos.
«¿Dónde está la SRV? —se preguntó Michael—. ¿Dónde están?». No tenía ni la más mínima idea de qué responder al tangente, de modo que permaneció callado.
—La Doctrina de la Mortalidad —prosiguió Kaine—. Su hora ha llegado, Michael. Cada uno de nosotros ha escogido un humano al que usar. Y pronto estaremos listos para aplicar la doctrina. En realidad es bastante simple. Los tangentes también merecen una vida. Y aquí es donde empieza. Hemos preparado los recipientes, los cuerpos están listos y esperando, los cerebros vacíos y preparados para ser recargados con una nueva vida. Una vida mejor. Y así, al subir la inteligencia tangente a los cuerpos humanos, iniciaremos la siguiente fase de la evolución.
Michael se mareaba. ¿Subir el programa de los tangentes a los humanos? Le fallaba el pulso.
—Y tú eres más importante en todo esto de lo que jamás podrías haber imaginado —anunció Kaine. Sonrió y dejó a la vista unos dientes torcidos y amarillentos.
En ese momento, el dolor estalló en el cráneo de Michael.
El chico gritó al tiempo que se desplomaba. El mundo era una agonía.
En algún punto al borde de perder el sentido, oyó la gélida voz de Kaine, que se elevó como un glaciar que se resquebrajaba.
—Traédmelo.
Michael se negaba a abrir los ojos hasta que hubiera terminado, se negaba a ser testigo de las terribles visiones que acompañaban a los ataques.
Oyó pisadas, botas sobre piedra. Gritos. Ecos. El sonsonete metálico.
Con todo la sensación agónica seguía creciendo en su cabeza. Unas manos lo agarraron por los brazos y tiraron de él para ponerlo de pie. Una nueva oleada de dolor barrió su cabeza, descendió por su cuello y le atravesó el cuerpo. Era incapaz de tenerse en pie, sentía que lo llevaban a rastras por el suelo.
Sin embargo, siguió con los ojos fuertemente cerrados, y el dolor no cedió.
A lo largo del gran vestíbulo, con el tembloroso resplandor de las antorchas sobre sus párpados, Michael fue consciente de que estaba gimoteando, notaba las lágrimas en las mejillas, pero no le importaba. No le importaba siquiera que lo hubieran descubierto, que lo estuvieran trasladando. No había cabida para ningún sentimiento que no fuera el dolor.
Entonces este paró —de forma tan repentina como antes—, y una conciencia súbita del peligro que corría en ese momento estalló en su interior.
Se le abrieron los ojos de golpe.
Dos hombres —ataviados con cota de malla y el pelo enmarañado— lo llevaban a rastras, y otros dos de aspecto similar marchaban por delante. Se aproximaron a una imponente puerta de madera con molduras de acero y antorchas a ambos lados, que lamían el aire con sus llamas.
Uno de los hombres se adelantó y tiró del pomo, y la puerta se abrió de golpe. El chirrido de las bisagras atravesó la atmósfera. Michael sabía que no podía permitir que lo llevaran al otro lado. Debía reaccionar, salvarse de algún modo. No le quedaba tiempo para esperar a la SRV.
Contó mentalmente hasta tres y usó todas sus fuerzas para revolverse y zafarse de los dos hombres. Se tiró al suelo y empezó a rodar para alejarse antes de que sus captores pudieran reaccionar. Pasó deslizándose por su lado, se levantó de un salto y salió corriendo. Tenía que haber una puerta o alguna salida que no hubiera visto antes. Los gritos y ruidos de la persecución de los soldados —el roce del cuero, el traqueteo del metal y las fuertes pisadas— se iban intensificando a sus espaldas.
Michael corría a toda velocidad, buscando, en la distancia, cualquier vía de escape. Decidió que, si no lo lograba, volvería al balcón y saltaría a la galería; no había mucha distancia hasta el suelo, y podía amortiguar la caída aterrizando sobre el público de Kaine.
Dobló una esquina, y entonces se produjo una explosión repentina en el edificio, que lo lanzó despatarrado al suelo adoquinado, donde derrapó con la barbilla y los codos. Fragmentos de las paredes y el techo de piedra se desplomaron a su alrededor; el aire estaba cargado de polvo y sofocaba la atmósfera. Michael tosió e intentó levantarse. Algo captó su atención a unos metros de distancia, donde había aparecido un enorme agujero en la pared.
Una mujer lo atravesó, vestida con uniforme azul marino y la cara cubierta con un casco oscuro y reflectante. Entre los brazos sostenía un arma que parecía sacada directamente de un juego de ciencia ficción: era brillante, lustrosa, con gatillo y cañón corto. Miró a Michael —o al menos él creyó que lo hacía—, luego pasó por encima de un fragmento de pared y apuntó a algo que se encontraba detrás del chico.
Michael se volvió justo a tiempo de ver un brillante destello azul, y un arco de luz impactó contra los soldados que lo habían perseguido. Sus cuerpos estallaron envueltos en llamas y se desintegraron.
En ese momento, la mujer estaba arrodillándose junto a él, hablándole.
—Gracias por guiarnos, chico. A partir de aquí, nos encargamos nosotros. Ahora vete.
Michael no perdió ni un segundo en discutir. No cabía duda de que la mujer era de la SRV.
Se levantó como pudo y corrió hacia el agujero de la pared. Se oían explosiones a lo lejos, entremezcladas con graves ruidos sordos, gritos y el zumbido eléctrico de las armas láser al disparar. El polvo hacía que el aire resultara asfixiante.
Michael saltó por encima de una pila de piedras, cruzó una nube de escombros y apareció en otro vestíbulo. Por puro capricho, giró a la izquierda. Todo el castillo se estremeció, lo cual lo propulsó en dirección a la pared para acabar lanzándolo contra el suelo.
El chico se levantó y continuó avanzando. Apareció un pasillo a la derecha y lo siguió descendiendo por la pendiente, que describía un círculo. Un grupo de soldados se aproximaba cargando hacia él desde la dirección contraria, y se tiró de cabeza al suelo, donde se arrastró para esconderse detrás de una pila de escombros. Los hombres, sin embargo, pasaron corriendo por allí, seguidos por un grupo de agentes de la SRV con las armas en ristre. Estos últimos dispararon rayos láser que incineraron a varios soldados. Nadie pareció percatarse de la presencia de Michael.
El chico se levantó de nuevo, tosiendo por el polvo y echó a correr.
El pasillo se ensanchaba y daba paso a una gran cámara, en cuyo centro crepitaba una hoguera; armaduras, espadas y hachas de guerra cubrían las paredes. Michael vio una salida al fondo de la sala y se encaminó hacia ella. A mitad de camino, el suelo se tambaleó bajo sus pies y lo arrojó hacia delante. Todo el edificio pareció estallar por los aires de súbito, y Michael cayó boca abajo, y llovieron enormes fragmentos de piedra que se desplomaban sobre el suelo a su alrededor; uno se desintegró junto a su cabeza. El chico se dio la vuelta para ponerse boca arriba, vio otro fragmento que estaba cayéndole sobre la cara y se alejó rodando justo a tiempo. Y entonces el mundo entero se vino abajo.
Michael se arrastró hacia delante impulsándose con las manos y las rodillas al tiempo que trataba de esquivar las piedras que le llovían. Estas iban explotando al impactar contra el suelo, le cortaban la cara y le llenaban los pulmones de polvo, pero él siguió avanzando. Llegó a la salida, volvió a ponerse de pie y se lanzó a la carrera por otro largo pasillo. Esa estructura era más estable, pero el polvo caía desde arriba mientras las explosiones continuaban. Rugidos atronadores en la distancia. Se topó con otro grupo de soldados a la fuga y pegó la espalda a la pared para verlos pasar. Ellos también lo vieron, pero no se detuvieron.
Quince metros más allá, pasó por delante de unos agentes de la SRV. Uno de ellos le hizo un gesto de asentimiento cuando lo adelantaron corriendo. Michael no entendía por qué nadie lo detenía. Era como si la gente de Kaine quisiera verlo muerto y la SRV quisiera proteger al chico que les había facilitado el acceso. Pero todos parecían ignorarlo.
Continuó avanzando, siguiendo el camino descendente. A la izquierda, a la derecha, salón tras salón, corriendo. Explosiones y gritos. Soldados y agentes. Una lluvia de polvo y piedras desplomadas. Disparos de láseres cegadores y chillidos. El olor a ozono y a carne quemada. De algún modo, Michael logró escabullirse y dejar atrás todo aquello, sin que nadie lo detuviera ni lo atacara. Cruzó un pasillo más y descendió una escalinata señorial que conducía hasta otra cavernosa sala. Bajó los peldaños de tres en tres, saltó hasta la planta baja, aterrizó sobre el suelo y corrió hacia un arco enorme con dos grandes portones de madera abiertos, que dejaban a la vista la oscuridad que había tras ellos.
En todo el perímetro de la gigantesca cámara había soldados luchando contra agentes; Kaine había programado para sus secuaces armas a la altura de las de los intrusos. Haces de luz blanca y finas flechas luminosas surcaban el aire, impactaban contra las paredes y desintegraban los cuerpos. Alaridos de dolor y rugidos de batalla. Michael pasó a toda velocidad a través de todo ello sin dejar de fijarse por dónde ir, agacharse, rodar por el suelo, levantarse de un salto, esquivar obstáculos.
Llegó al enorme arco de la salida y corrió hacia la noche.
La luna proyectaba su resplandor desde el cielo y se reflejaba en los cascos de los incontables agentes de la SRV. Estaban alineados como piezas de ajedrez, listos para unirse al ataque contra los muros del castillo que se elevaban por detrás de Michael. Los agentes se dividieron cuando él se acercó y abrieron un pasillo para dejarlo pasar. Había algo extraño en toda esa situación, algo que no encajaba. Todos esos agentes en el exterior mientras la contienda se recrudecía en el interior. Kaine y sus seguidores de inteligencia artificial, poderosas entidades en el sueño, se habían visto sorprendidos con la llegada de esos hombres.
No tenía sentido. Kaine parecía demasiado evolucionado para permitir que aquello ocurriera. Pero Michael no sabía cómo interpretarlo.
Siguió corriendo, dejándolos a todos atrás, por un claro hacia un bosque de altos árboles que crecían en dirección a las estrellas. Solo deseaba encontrar un lugar donde esconderse. Se dejaría caer a los pies de un imponente roble, para poder pensar. Descansar y pensar, discernir qué ocurría.
Se detuvo en la linde del bosque, se volvió para observar con detenimiento el asedio al castillo. Rayos láser impactaban contra los muros de la gigantesca estructura de piedra. Las llamas crecían y los cuerpos caían. Los agentes no paraban de entrar en masa, como una exhalación, pero seguía habiendo algo que no encajaba.
Michael contuvo la respiración, dio la espalda al caos y se adentró en el bosque, reptando por el suelo hasta que encontró el gran árbol que esperaba localizar: un grueso tronco unas cinco o seis veces más ancho que su cuerpo. Se ocultó del castillo tras el tronco y se desplomó en el suelo. Cerró los ojos.
El más puro agotamiento se apoderó de él y se quedó dormido.
No había forma de saber cuánto tiempo había transcurrido. Veinte minutos, una hora, tal vez dos. Soñó cosas tan estrambóticas que su mente no lograba asimilarlas. Estaba sumido en una bruma de delirios por la locura que había presenciado durante el transcurso de solo un par de días.
Se despertó de pronto.
Alguien lo agarró por el cuello de la camisa y tiró de él hacia arriba con tanta fuerza que el cuerpo de Michael quedó suspendido en el aire. Luego lo arrastró por encima de las agujas de pino que cubrían el manto del bosque. El chico pataleó en un intento de poner los pies en el suelo, retorciéndose para liberarse. Pero no le sirvió de nada.
Pasaron junto a incontables árboles, y su captor no mostraba intención alguna de frenar. Michael se entregó; no tenía sentido luchar, se limitó a esperar a que todo acabara.
Le daba la sensación de que, como mínimo, lo habían arrastrado a lo largo de un kilómetro y medio. Pese a que tenía el cuerpo dolorido, cerró los ojos y esperó que terminase pronto.
Al final la persona lo arrojó al suelo sin previo aviso. Michael se hizo un ovillo, inspiró con fuerza y tosió al expirar. Volvió a oírse el chirrido de una puerta que se abría, pisadas sobre el suelo de madera, murmullos de conversación que Michael no lograba distinguir. Se volvió para mirar al lugar de donde procedían las voces y vio una pequeña cabaña de piedra con un hombre enorme apostado en el porche, de espaldas a él.
El individuo se giró hacia Michael, con la cara oculta por las sombras, y se acercó pisando con fuerza hacia donde él yacía. Antes de que el chico pudiera pronunciar palabra, el hombre tiró de él para ponerlo en pie y llevarlo en dirección a la cabaña. Llegaron a la puerta, y su captor lo empujó para que entrara, de forma que el chico tropezó y cayó al suelo. Apenas había aterrizado cuando el hombre lo cogió por la espalda de la camisa para levantarlo de nuevo, luego lo lanzó sobre una silla que estaba colocada frente a un rugiente fuego en un hogar de ladrillo.
Michael estaba aterrorizado, era incapaz de tener ni una sola idea racional. Pero sus ojos localizaron de inmediato otra silla delante del fuego. Había un viejo sentado en ella, con las piernas y los brazos cruzados. Con una sonrisa en la cara arrugada, una mirada de furia que no cuadraba con ella.
Era Kaine.
—Lo has logrado, Michael —sentenció el tangente—. No puedo creer que de verdad lo hayas logrado.