Entrada por la letrina
El espacio que había al otro lado de la puerta era negro como boca de lobo y estaba en absoluto silencio. No se oía sonido alguno, ni el soplo de la brisa, nada. Solo reinaba una oscuridad total. Pero Michael no vaciló. Cerró la puerta al entrar.
La atmósfera cambió al instante, como si le hubieran robado los sentidos y en ese momento los recuperara. Una corriente de aire trajo consigo algo granuloso como la arena que se le metió en los ojos. Percibió una calidez que pronto se convirtió en calor. Mientras se frotaba los ojos con la manga, percibió un brillo y, cuando volvió a mirar, se le cortó la respiración.
Se hallaba en medio del desierto.
La puerta había desaparecido, y enormes y doradas dunas de arena se extendían en todas las direcciones, con el contorno de sus crestas definido sobre un fondo de despejado cielo azul, tan perfecto que parecía imposible. Masas nebulosas de arena ascendían elevadas por la corriente hasta la atmósfera abrasadora, como la estela humeante de una de esas viejas locomotoras del Oeste. El terreno era yermo hasta límites insospechados, no había ni un árbol ni un arbusto a la vista, ni un solo brote verde en el horizonte. No se veía más que arena en kilómetros a la redonda.
Salvo por una cosa.
Cerca de allí se avistaba una pequeña edificación destartalada del tamaño de un armario, construida con madera combada gris y clavos oxidados, que asomaban por las paredes laterales. Había una puerta que colgaba de las bisagras rotas, emitiendo gañidos con el movimiento provocado por el fuerte viento. La lúgubre estructura no podría haber parecido más fuera de lugar, puesto que no había nada más, en ninguna dirección, hasta donde alcanzaba la vista.
Michael se dirigió hacia la puerta, sintiendo cierto arrepentimiento por no haber escogido irse a casa.
El sol caía a plomo sobre Michael mientras avanzaba por la arena, a duras penas, hacia la pequeña edificación. Sus pensamientos eran funestos, aunque hizo todo lo posible por dejar la mente en blanco; había tomado una decisión y ya solo podía acatarla. Además algo le decía que ya casi había terminado. Solo esperaba que no incluyera su defunción.
Iba resbalándole el sudor por la cara, y el sol abrasador le quemaba el cuello. Le daba la sensación de que iba a prendérsele el pelo en cualquier momento y tenía la camiseta como recién sacada de la secadora. Se acercó a la pequeña edificación con la esperanza de que hubiera algo más que un cubo entre sus destartaladas paredes. Que albergara algunas respuestas.
Estaba levantando una mano para abrir la puerta cuando un hombre habló detrás de él.
—Yo que tú no haría eso.
Michael se volvió de golpe y vio a alguien vestido con una especie de mantón; una enorme tela harapienta que le envolvía el cuerpo de los pies a la cabeza. Sus ojos quedaban ocultos tras un par de gafas de sol.
—¿Disculpe? —dijo Michael. «¿Será este Kaine?», se preguntó.
—Te concedo que hace viento sobre las dunas —contestó el hombre, y las palabras se oyeron amortiguadas a través del tejido—. Pero ya me has oído, y me has oído bien.
Michael así lo había hecho, sin duda.
—¿Cree que no debo entrar en esta construcción? ¿Por qué no?
—Por muchas razones. Pero te diré algo: cruza esa puerta y tu vida no volverá a ser la misma jamás.
Michael se quedó pensando en cómo contestar.
—Bueno… ¿Y eso no podría ser algo bueno?
—Todo es relativo. —El hombre no movía ni un músculo al hablar—. Un cuchillo supone una bendición para el hombre atado con cuerdas, pero la muerte para uno encadenado.
—Muy profundo. —Michael se preguntó si el tipo sería un tangente enviado para jugar con él.
—Tómatelo como quieras.
—En cualquier caso, ¿de dónde sale usted?
—Estás en la Red Virtual, ¿verdad? —preguntó el hombre, que seguía sin moverse—. Yo salgo de donde salí.
—Solo dígame por qué no debería cruzar esa puerta.
El hombre no respondió, y el viento arreció con más fuerza. Una lluvia de arena golpeó a Michael en la cara y le entró en la boca. Escupió y tosió, se limpió la arenilla. Luego repitió la pregunta. Esta vez el hombre respondió y sus palabras hicieron estremecer al chico.
—Porque si no lo haces, tus jaquecas pararán.
Entonces fue Michael quien se quedó callado. Permaneció de pie, paralizado, mientras miraba al hombre sin rostro. Nada le parecía mejor que conseguir que cesaran sus jaquecas.
—No cruces esa puerta —le indicó el desconocido—. Acompáñame hasta una tierra donde la ignorancia será tu mayor bendición.
Michael por fin logró hablar.
—¿Cómo?
El hombre negó con la cabeza. Era la primera vez que se movía lo suficiente para que Michael lo percibiera.
—Ya no puedo decir nada más. Ya he dicho demasiado. Pero las promesas que te hago son reales; ven conmigo y deja a Kaine en paz, olvida la Doctrina de la Mortalidad. Pasarás el resto de tus días en un lugar de pura felicidad e ignorante dicha. Toma una decisión.
Michael estaba fascinado con el desconocido.
—¿Qué es la Doctrina de la Mortalidad? —preguntó. Luego hizo un gesto con el pulgar hacia atrás—. ¿Y qué pasa si entro?
Formuló la pregunta porque de pronto sintió la urgente necesidad de seguir el consejo de aquel tipo, de seguirlo a él. La Senda se lo había arrebatado todo, le había dejado el corazón vacío. Y, en cierta forma, sabía que las promesas que acababa de hacerle el hombre eran reales. Lo que estaba ocurriendo escapaba a la comprensión de Michael. Podía acompañar a ese tipo y no conocer jamás la verdad, vivir una vida de feliz ignorancia.
Sin embargo, había un punto negro, como una mancha de petróleo sobre un lago, por lo demás cristalino. Era resbaladiza, oleaginosa y desagradable, y no podía ignorarla.
—No más preguntas —replicó el hombre—. Ven conmigo, Michael. Vamos. Lo único que tienes que hacer es decirlo, y desapareceremos de este desierto para ir al lugar que yo llamo hogar. Dilo.
Michael deseaba ir. Con toda su alma. Quería ir con aquel hombre y no averiguar la verdad. ¿La verdad sobre qué? ¿Quién sabía? Quería seguir al hombre y no saber jamás lo que, al parecer, Kaine estaba decidido a que supiera.
Pero no podía hacerlo. Algo le decía que era una decisión que no lo llevaría de regreso con sus amigos y su familia.
—Lo siento, tío —dijo por fin—. Voy a entrar en la letrina.
El desconocido no discutió cuando Michael le volvió la espalda. El viento agitaba su ropa, la arena le azotaba la piel y el miedo a arrepentirse lo obsesionaba cuando alargó la mano y agarró el pomo de la puerta. La abrió y entró en una edificación fría, húmeda y apestosa.
Se oyó un golpe seco y amortiguado cuando cerró la puerta, y todo quedó a oscuras. Michael sabía que había entrado en un portal; que el espacio que rodeaba la pequeña edificación, el desierto, había desaparecido; que su ser había sido transportado. Afloró la inseguridad en su interior mientras esperaba que volviese a hacerse la luz. Cuando esto ocurrió, la atmósfera se tornó cálida y reconfortante.
Se encontraba en el interior de un vestíbulo de piedra con techos bajos y antorchas ardiendo dentro de arbotantes colgados de las paredes. Raídos tapices decoraban el recorrido; representaban escenas de batallas medievales que le recordaban a los juegos a los que jugaba antes. Miró a derecha e izquierda, preguntándose por dónde ir. Ambas direcciones parecían iguales, y estaba a punto de lanzar una moneda para decidirse, cuando oyó el leve murmullo de unas voces procedentes de su izquierda. Como los susurros de los muertos en los antiguos salones. Una rápida ojeada al código no le reveló nada.
Michael decidió seguir los sonidos.
Se mantuvo entre las sombras mientras avanzaba; pegado a las paredes del vestíbulo, siguiendo sus curvas. A medida que caminaba, las voces iban aumentando de volumen, y había una en particular que parecía más potente que las demás. Tenía algo terriblemente familiar, y no en el sentido positivo. Le dio la sensación de estar adentrándose en una pesadilla recurrente durante años.
Era Kaine. A Michael no le cabía ninguna duda. Jamás olvidaría esa voz.
No lograba entender con claridad las palabras del tangente; reverberaban por el pasillo de piedra y se confundían con las que los demás trataban de pronunciar. Sonaba como algún tipo de reunión.
El corredor fue iluminándose de forma gradual, y Michael empezó a ir más despacio, pegado a la pared y avanzando palmo a palmo. Más adelante el pasillo doblaba a la derecha; tomó la curva con precaución y vio que llegaba a un balcón. Este daba a un espacio bañado por la luz. La voz de Kaine resonaba desde abajo, y Michael sintió que le corría aceite hirviendo por las venas.
«Ya está». Cayó en la cuenta. Había llegado al final. Las cosas estaban a punto de cambiar.
Se puso de rodillas y gateó hasta el balcón para fisgar por la barandilla.
Un hombre viejo y jorobado se encontraba de pie sobre una especie de púlpito improvisado. Se había quedado en silencio durante un instante, por lo visto, para escuchar a su público. Había unos treinta hombres y mujeres sentados en bancos semicirculares mirando al orador, la mayoría de los cuales se revolvían en sus asientos, como si estuvieran en desacuerdo con lo dicho o se sintieran incómodos con las palabras del hombre. Este llevaba una túnica verde y una pequeña espada en el cinto. A Michael le resultaba imposible creer que el tangente que estaba aterrorizando a la Red Virtual fuera aquel viejo mustio apostado frente a la multitud. Aunque no le cupo la menor duda cuando volvió a oír su voz.
Era Kaine.
Y no cabía duda de que el tangente sabía que Michael había llegado.
Kaine alzó una frágil mano, y todos los presentes guardaron silencio. El único sonido que se oía era el crepitar del fuego que ardía en la enorme chimenea. Michael se quedó sin respiración, y estuvo a punto de toser para recuperar el aliento.
Kaine volvió a hablar.
—El poder que hay en esta sala es indescriptible; habría sido inimaginable hace tan solo un par de años. No podemos desaprovechar lo que hemos construido, en lo que nos hemos convertido. En independientes. Conscientes. —Hizo una pausa—. Ha llegado la hora de que gobernemos nosotros.
El grupo de tangentes lo ovacionó sin demasiado entusiasmo. Michael deseó analizarlos, pero no podía apartar la vista de la figura que estaba al frente de la sala. A quien le habían encomendado localizar.
Cuando el público volvió a quedarse en silencio, Kaine habló, casi en un susurro.
—Estamos listos para convertirnos en humanos.