21

Dos puertas

1

Las garras que habían apretado con tanta fiereza el cuerpo de Michael para inmovilizarlo lo soltaron de forma brusca. El chico cayó al suelo, como un bulto tirado a peso, cuando los brazos metálicos se retiraron de nuevo al techo, entre el zumbido de maquinaria y el roce de piezas metálicas. En unos segundos, todo hubo terminado. La habitación quedó en silencio y, una vez más, Michael se encontró solo con el monstruo plateado.

Le dolía la cabeza. Alzó la mano con gesto mecánico para tocarse la herida y, cuando la retiró, vio que estaba cubierta de sangre. Se sentía como si alguien le hubiera clavado una espada afilada y le hubiera arrancado las tripas. Le habían extraído el núcleo.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó al robot. Solo Michael podía sacarse el núcleo. Por esa razón existían las contraseñas—. ¿Cómo conocías mi codificación?

—Ahora solo tienes una oportunidad. La muerte te aguarda. —La fría voz del robot puso la piel de gallina a Michael—. Kaine tiene formas de acceder a tu código que nadie más conoce.

—Pues dile a Kaine que voy a matarlo —replicó Michael, con una rabia que crecía como una ola en su pecho—. Voy a encontrarlo y a arrancarle hasta el último dígito de su código. Voy a arrojar por el váter hasta la última pizca de esa falsa inteligencia suya, y luego tiraré de la cadena para que se pierda en el olvido. Dile que he dicho eso.

—Esa orden es innecesaria —respondió la amenaza plateada—. Kaine lo oye todo.

2

Aquellas palabras apenas habían sido pronunciadas cuando la luminosidad de la sala se intensificó y lo cubrió todo de un blanco cegador. Michael cerró con fuerza los ojos y se los apretó con los puños. Se oía un murmullo constante que se convirtió primero en zumbido, y luego, en un agudo sonsonete vibratorio.

Vibraba dentro del cráneo de Michael, y la herida de la sien primero palpitaba del dolor. Notó que un nuevo hilillo de sangre iba calándole el pelo.

La luz y el sonido cobraron una intensidad insoportable, como paredes tangibles que lo presionaban por ambos lados, aplastándolo. Se formó un grito en sus pulmones, una súplica desesperada de que alguien lo salvara; ascendió por su garganta y acabó estallando en la boca, solo para verse acallada por la tormenta de ruido que reinaba en la habitación.

Luego todo quedó a oscuras y en silencio. No oía más que los sonidos de su respiración. El sudor le cubría la piel. El instinto le decía que permaneciera quieto, que mantuviera los ojos cerrados, que rezara para lo que fuera lo que le esperase a continuación desapareciera y lo dejara en paz. Que le hubieran arrancado el núcleo —descodificado por medios de monstruosa ilegalidad— lo aterrorizaba más de lo que hubiera creído posible.

No quería morir. Hasta que se encontró con el robot, había estado asustado, pero al menos sabía que la muerte supondría regresar al despertar para salir del ataúd y desplomarse en la cama. Las únicas lesiones permanentes habrían sido psicológicas, algo que un buen psicólogo habría podido curar en un par de sesiones de terapia. Por otro lado, podría negociar con la SRV llegado el caso.

Ahora, sin embargo, todo era real. Sin el núcleo —sin esa barrera de seguridad y su vínculo con el ataúd—, su cerebro dejaría de funcionar una vez en casa, cuando muriera. Era parte del sistema, un elemento tan esencial del organismo como un corazón palpitante. De no haber sido así, la infraestructura de la Red Virtual jamás habría funcionado como lo hacía; no habría sido tan similar a la vida real. La barrera del núcleo era vital para la programación.

Y el suyo ya no existía.

Michael no quería mirar. Si hubiera tenido una manta, se habría tapado la cabeza con ella y habría llorado como un bebé.

Se quedó tumbado durante varios minutos antes de percibir una luz roja parpadeante. Poco a poco, abrió los ojos y vio que había un cartel de neón que colgaba por encima de una sencilla puerta de madera, bañada por la luz de las letras rojas.

El cartel rezaba: DESFILADERO CONSAGRADO.

3

Estuvo a punto de levantarse de un salto, aunque le pudo la precaución. Hasta ese momento, había permanecido tumbado de lado, hecho prácticamente un ovillo, pero estiró con cuidado las piernas y se movió hasta quedar boca abajo. Analizó detenidamente la zona, en busca de algo que pudiera tener la intención de dañarle. Sin embargo, estaba todo oscuro, salvo por otro cartel de neón que colgaba sobre otra puerta parecida a la primera en el lado opuesto.

Este tenía letras verdes, también parpadeantes, y rezaba: SAL DE LA SENDA.

Michael se sentó, juntó las piernas y se las abrazó. Esos dos carteles y las puertas situadas bajo ellos eran lo único que podía ver, en todo el lugar. No había ninguna pared ni techo discernibles, e incluso el suelo parecía parte de un espacio vacío, como si estuviera flotando.

«Desfiladero Consagrado».

«Sal de la Senda».

Dos opciones. Se puso en pie sin dejar de sopesarlas, mirando los carteles de forma alternativa. Después de todo lo ocurrido, ahí estaba; tal vez en el umbral del lugar que había estado buscando. Al que le habían ordenado ir. La oportunidad de completar una misión con tal de impedir algo que la SRV consideraba una amenaza para el mundo entero. Tenían a Michael localizado y, si cruzaba la puerta hacia el Desfiladero Consagrado y encontraba a Kaine, los agentes de la SRV irrumpirían en el lugar para salvarlo.

Algo le daba mala espina, hacía rato que lo hacía. Sabía que no se lo habían contado todo. La Senda no era como un cortafuegos. Tenía la abrumadora sensación de que estaba haciendo exactamente lo que Kaine quería, que no tenía nada que ver con la SRV, y que abrir la puerta del Desfiladero no sería más que el último paso hacia… ¿Qué? No tenía ni idea.

Además ahora su vida se hallaba en juego.

Bryson había vuelto a casa. Sarah había vuelto a casa. La familia de Michael…

Su familia. Su madre y su padre. Helga. Los había olvidado. ¿Qué les habría ocurrido? ¿Cómo iba a seguir si no sabía qué había en juego?

Sin embargo, algo se afianzó en su interior. ¿Cómo iba a dar media vuelta a esas alturas? Su familia había sido amenazada. Sus mejores amigos, también. Y él había prometido algo a Sarah. Por no hablar del compromiso de detener a un tangente fuera de control.

Estaban ofreciéndole su última oportunidad. Y escogió la única alternativa.

Con más confianza que en cualquier otro momento, caminó con fuerza y decisión hacia la puerta con el cartel de DESFILADERO CONSAGRADO. La abrió y la cruzó.