Un cuerpo de plata
Durante las horas siguientes, Michael intentó no pensar. No tenía tiempo de sentirse triste ni de regodearse en la autocompasión. Había prometido a Sarah que recorrería el resto del camino, y eso era lo único en lo que podía concentrarse. Lo ayudaba saber que ella no estaba realmente muerta, aunque cada vez que el recuerdo de sus últimos momentos se colaba en sus pensamientos lo invadían oleadas de dolor.
Y ese fue el motivo por el que tuvo que obligarse a olvidarlo todo. A desconectar.
Apareció otro largo túnel atravesado por ríos de lava en varios tramos. Michael saltó por encima de ellos con extrema precaución. Se aproximaba a un punto muy peliagudo, donde el magma salía disparado hacia abajo, de forma esporádica, por una grieta del techo. Esperó, calculó, confió en su instinto. Por los pelos no murió abrasado al cruzar corriendo. Poco después todo un lateral del túnel se derrumbó justo después de que pasara él; por allí surgió a borbotones un río burbujeante de roca fundida, entre salpicaduras y fuego abrasador, que salió fluyendo tras él. Michael corrió, corrió todo lo deprisa que pudo, con la orilla de aquel río infernal pisándole los talones. Pero al final la lava empezó a enfriarse y el chico pudo ir más despacio.
Ya no había más túneles ni enormes cavernas. Sí lava por todas partes. El calor había alcanzado temperaturas imposibles y continuaba intensificándose. Michael tenía el cuerpo chorreando de sudor, y la garganta más seca que en toda su vida: como un desierto, como un paisaje lunar. Habría bebido agua del arroyo más mugriento, de un pantano, de una depuradora. La codiciaba, pero allí no la encontraría; poco a poco fue quedándose sin fuerzas, y el hambre le provocaba dolor de estómago.
Sin embargo, siguió adelante, sin tregua, en la dirección en que lo enviaba el código, la Senda.
Con el pensamiento centrado únicamente en la programación.
Transcurrieron horas. Y ni una sola sin que Michael creyera que la siguiente sería la última de su vida. Que se desplomaría y no sería capaz de volver a moverse hasta que se deshidratara por el calor y muriera, para luego regresar al Despertar, a su ataúd.
Estaba descendiendo hasta otro túnel sin fin cuando se golpeó en la cabeza con una piedra que sobresalía del techo. Gritó y se agachó, luego se acuclilló y giró sobre sí mismo, como pudo, para calcular las dimensiones de su entorno. El dolor lo había devuelto a la plena conciencia. Y le impactó descubrir que el pasadizo de piedra negra se había estrechado. Se había reducido tanto que solo quedaba espacio para dos personas que avanzaran apretujadas. La luz también había disminuido de forma significativa, aunque Michael seguía viendo bastante bien.
Más adelante tendría que empezar a gatear.
El pánico y una sensación repentina y sobrecogedora de claustrofobia lo atenazaron. Las preguntas asediaban su agotado cerebro: ¿había hecho algo mal? ¿Se había saltado algún desvío? ¿Una puerta? ¿Un portal? El chico se hizo un ovillo, abrazándose las piernas contra el pecho, y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, con los ojos cerrados, obligándose a recuperar la calma.
Poco a poco, el ataque cedió. Michael se tumbó y, a pesar de hacerlo sobre un suelo de piedra, se quedó dormido prácticamente al instante.
Cuando se despertó, con todo el cuerpo tenso y dolorido, observó como se estrechaba el túnel y supo que debía seguir avanzando en esa dirección. En cada tramo del trayecto a lo largo de la montaña volcánica, había ido registrando el código en busca de vías alternativas por las que continuar, y, hasta ese momento, aquel había sido el único camino. A todas luces, la Senda estaba diseñada únicamente como viaje de ida. Y a esas alturas él no podía abandonar.
El hambre lo hacía retorcerse de dolor, lo debilitaba. Sin embargo, no era comparable a la sed, que le había dejado la garganta como algo que fuera resquebrajándose expuesto al sol del desierto.
Agua. Habría matado a cualquiera que se hubiera interpuesto entre él y un solo vaso de ese líquido.
Se levantó gimiendo, dándose impulso con las manos y las rodillas, y gateó por el rugoso suelo del túnel; solo alzó la vista para inspeccionar el camino que tenía por delante. Pronto tuvo que tumbarse boca abajo e ir arrastrándose con los brazos mientras se impulsaba apoyando los pies en el suelo, como si fuera un soldado que reptara por debajo de una alambrada en un campo de entrenamiento militar. Las paredes también iban estrechándose, y no pasó mucho tiempo antes de que le costara estirar los brazos lo suficiente para conseguir hacer palanca.
Y entonces se quedó atascado.
Pese a que había sentido claustrofobia antes, en ese momento el miedo era algo monstruoso que arrasaba su cerebro. Se revolcó, gritó a voz en cuello. Pero quedó tan calzado en el pasadizo que no lograba ni avanzar ni retroceder. Los ecos de sus gritos regresaban a él, y la piedra negra parecía aproximarse para dejarlo sin aire en los pulmones. Trató de cerrar los ojos y analizar el código, aunque su mente no se concentraba y tuvo que desistir.
Michael pataleaba y se retorcía, clavaba las uñas en la tierra.
Logró deslizarse unos centímetros hacia delante. Redobló sus esfuerzos, empujó con los dedos de los pies, tiró con los dedos de las manos, flexionó y estiró los músculos, y consiguió avanzar de nuevo. Y otra vez. Treinta centímetros, sesenta, noventa.
Una luz azul apareció ante él, como un pedazo de cielo. Habría jurado que no estaba ahí antes, ¿sería una salida? No había ni brisa ni rastro de vida, tampoco había nubes. Solo azul, un inexplicable agujero de color.
Volvió a gritar, preparándose para poner todo su empeño en llegar a ese lugar. Era un portal. Tenía que ser un portal.
Gruñó, se retorció, clavó los dedos en la polvorienta roca y, centímetro a centímetro, logró moverse. El azul intenso se hallaba más cerca. A varios metros. A un par de centímetros.
Cuando lo alcanzó, sintió que estaba a punto de perder la cabeza. No le quedaba ni un solo pensamiento coherente, únicamente un deseo desesperado de alcanzar la pared de azul, sin importar qué le deparase.
Lanzó los brazos hacia delante para atravesar el portal y los vio desaparecer como si se hubieran sumergido en líquido. A continuación algo lo agarró por las manos desde el otro lado y tiró del resto de su anatomía por el portal. Su cuerpo voló hacia delante y abandonó el volcán para siempre.
Michael impactó contra un suelo metálico, y dejó la cara pegada sobre su dura y fría superficie. Una luz blanca y cegadora inundaba el nuevo espacio, bañando al chico con su luminosidad. Con un fuerte gemido, se impulsó para despegar el vientre del suelo y darse la vuelta, y entrecerró los ojos para averiguar dónde estaba. Se hallaba envuelto en un blanco prístino, a su alrededor no había nada más. No. A la derecha, había una sombra borrosa que hendía la luz, una forma humana.
—¿Dónde estoy? —preguntó Michael con la voz rota, sintiendo vergüenza por cómo sonaba al hablar.
La voz que le respondió era mecánica, robótica. Profunda y electrónica.
—Estás en una encrucijada de caminos, Michael. Has llegado al punto sin retorno.
Michael parpadeó, intentó enfocar la vista. El ser que estaba hablándole no era en absoluto humano; a pesar de su apariencia. Tenía cabeza, hombros, dos brazos y dos piernas. Sin embargo estaba hecho totalmente de metal plateado. No se veían ni puntos de unión ni remaches en la lisa superficie exterior. La cara no tenía ni ojos ni nariz ni boca. Solo una diminuta visera de color verde sin ninguna inscripción. El robot permaneció inmóvil frente a Michael.
El chico miró a su alrededor, al resto de la sala, pero estaba vacía, salvo por la luz blanca y cegadora. Se encontraba en una habitación desierta con un robot.
Con todo solo podía pensar en una cosa.
—¿Tienes algo de agua? —Se sentó sobre los talones y se quedó mirando a su extraño acompañante.
—Sí —respondió el ser con voz mecanizada—. Ahora tu cuerpo será recargado.
Un disco se separó del suelo delante de Michael y se hundió en las profundidades. El chico vio cómo resurgía con un plato de comida y un vaso grande encima, y se detenía justo a la altura de su pecho.
—Come —ordenó el robot, que seguía sin moverse—. Tienes cinco minutos hasta que suba la apuesta.
Michael se moría de sed y de hambre, tanto que no le importaba que el robot lo hubiera amenazado de forma velada. Solo podía pensar en la comida que tenía delante. Un pedazo de carne, judías verdes y zanahorias. Una gran rebanada de pan. Un vaso de agua.
Michael atacó el plato. Primero se bebió de un trago la mitad del agua, disfrutando de una oleada de puro éxtasis mientras esta le humedecía la garganta. Luego cogió el filete con dos dedos y dio un tremendo mordisco. Comió un par de zanahorias y judías verdes mientras seguía masticando la carne. Volvió al filete. A las verduras. Otro sorbo de agua. Carne y verduras. Se atiborró.
Nada le había sabido tan delicioso jamás.
Cuando hubo devorado hasta el último bocado y hubo bebido hasta la última gota, Michael se limpió la boca con la manga y alzó la vista en dirección a la cara verde e inexpresiva del robot.
—He terminado. Gracias. —Aunque su estómago estaba pasándolo algo mal para digerir el repentino festín.
La criatura plateada retrocedió un par de pasos hasta apoyar la espalda en un rincón apartado de la sala. Al mismo tiempo, el disco que había servido de soporte a la comida de Michael descendió y desapareció en el suelo. Michael volvió a centrar su atención en el autómata.
Este volvió a hablar.
—Te encuentras en el punto sin retorno. La encrucijada. Hasta ahora tu muerte habría acabado con tu búsqueda de lo que se encuentra al final de la Senda, pero no tu vida real. Tus compañeros están de vuelta en sus hogares, sanos y salvos.
—Hum… —empezó Michael—. Me alegro de que estén a salvo. Pienso reunirme con ellos muy pronto.
El robot prosiguió como si no lo hubiera oído:
—Ya no tendrás el consuelo de saber que tu muerte no es el verdadero final. El resto de tu viaje, incluido el Desfiladero Consagrado, si es que accedes a su sagrado reino, supondrá que tu vida real estará en juego.
Michael sintió una punzada en las entrañas. ¿De qué estaba hablando esa cosa?
—Comenzar operación —dijo el robot. Dos palabras que hicieron que Michael se levantara de un salto, repentinamente lleno de energía, pero sin saber adónde ir.
Un ruidoso tamborileo llenó la sala, seguido por el sonido de alguna clase de maquinaria. Michael levantó la vista, horrorizado, y vio unos brazos metálicos que descendían desde el techo blanco, con los extremos equipados con varios instrumentos. Lo primero que llegó hasta él fueron unas garras con bisagras. Intentó correr, pero esas cosas eran demasiado rápidas. Dos garras los apresaron por los brazos, se cerraron y tiraron de él hacia arriba, elevándolo por los aires. Otras dos lo agarraron por las piernas y se las separaron para ponerlo derecho, pero con los brazos y piernas en cruz. Pese a que luchó para zafarse, las garras eran firmes, inamovibles.
Otros brazos se arremolinaron a su alrededor. Uno colocó una banda en torno al cuello de Michael, y otra, en la frente, con lo cual lo obligaron a agachar la cabeza y mantenerla inmóvil. Una banda más se deslizó sobre su pecho y se lo apretó con fuerza hasta casi hacerle daño. En cuestión de segundos, Michael se había visto elevado por los aires e inmovilizado.
—¿Qué estás haciéndome? —gritó el chico—. ¿Qué está ocurriendo?
El robot no respondió, no se movió. Michael cerró los ojos a toda prisa para examinar la programación, pero parecía como una lengua extranjera en un borrón de movimiento constante, del todo inaccesible. Se oyó un zumbido y el ruido de algún tipo de maquinaria que se activaba a su derecha; aunque aguzó el oído, no podía volver la cabeza para ver qué estaba ocurriendo. Percibía algo a solo unos centímetros de distancia, aunque apenas distinguía ningún objeto con su visión periférica. Luego empezó a oírse el peor ruido de todos, como un taladro estridente que zumbaba con mayor rapidez a medida que se aceleraba.
—¿Qué estás haciendo? —volvió a gritar Michael.
Luego estalló un dolor en el interior de su cabeza. Chilló cuando algo se le clavó en la carne y le desgarró la piel. Se quedó sin aire en los pulmones e inspiró una bocanada, luego volvió a gritar.
El dolor era insoportable. De pronto el robot se situó delante de él una vez más, con la visera verde a unos centímetros de la cara del chico.
—Tu núcleo ha sido destruido —sentenció—. La muerte real te espera en caso de que fracases.