El disco flotante
—¡Bajad hasta aquí! —gritó Sarah desde el interior de la trinchera.
Michael se dio cuenta de que estaba mirando el charco de nieve ensangrentada donde había estado tendido el tipo hacía unos segundos. ¿Qué estaba ocurriendo? La voz que oyó durante el último ataque le había dicho que estaba haciéndolo bien, ¿qué había dicho aquel desconocido sobre Kaine? ¿Qué significaba todo aquello?
Michael tenía la profunda y terrible sensación de que Kaine sabía exactamente lo que estaban haciendo y dónde se hallaban. Y se preguntó si era posible, ¿querría el jugador que Michael adivinara dónde se encontraba?
—¡Tío!
Cuando el chico volvió a centrarse en la trinchera, Bryson estaba mirándolo.
—¿Qué estás haciendo? —le gritó.
—Pensar —respondió Michael. Era plenamente consciente de lo estúpido que había sonado—. Lo siento —añadió. Había gente cargando contra ellos desde todas las direcciones cuando bajó como pudo al foso medio derretido junto con sus amigos.
Bryson negó con la cabeza.
—De verdad que no podemos llevarte a ninguna parte.
—¿Te ha dicho algo ese tipo? —preguntó Sarah.
Michael asintió con la cabeza.
—Sí, pero ya te lo contaré luego. Estamos a punto de recibir un montón de visitas desagradables. Lo de ahí fuera parece un desfile de zombis, y nosotros somos la comida.
—Es por allí —indicó Bryson, e hizo un gesto para que lo siguieran.
Habían avanzando a duras penas por el centro de la trinchera casi cinco metros cuando Bryson señaló una zona de la pared donde alguien había hecho trizas la lona. En la mayor parte del foso destellaba el hielo blanco, pero había un punto desde donde emanaba un leve fulgor violáceo.
Los gritos y alaridos de los jugadores que se acercaban se oían cada vez más alto.
—Nada como el presente —dijo Sarah. Se volvió hacia Michael—. Tú quédate haciendo guardia mientras Bryson y yo intentamos averiguar qué hacer.
Mientras Michael tomaba posiciones, Bryson desgarró un enorme fragmento de la lona negra. Por detrás de ella, se había abierto un túnel de dos metros de alto en la pared de hielo. Michael no sabía dónde había empezado exactamente, pero, en algún momento, en el interior del túnel, el espacio oscuro se transformó en una palpitante luz violeta. Resultaba imposible distinguir qué había más allá, cuanto más se esforzaba en mirar, más se le nublaba la vista.
—¡Son esos malditos enanos! —gritó alguien desde arriba.
Cuando Bryson y Sarah entraban en el túnel, Michael vio a un hombre que empuñaba una espada alargada.
No lo dudó: se volvió de golpe y siguió a sus amigos hacia la luz violeta.
El estruendo de la guerra de Groenlandia no tardó en acallarse; el túnel se hallaba en silencio, como si se hubiera cerrado una puerta tras ellos. Y cuando Michael se volvió para mirar, descubrió que eso era exactamente lo que había ocurrido. La trinchera de la que acababan de escapar ya no estaba allí. Había sido reemplazada por el extraño fulgor violeta.
Se giró y se sintió aliviado al ver que no había perdido ni a Bryson ni a Sarah. Seguían a cuatro patas, como él, solo que ellos estaban concentrados, moviendo los ojos en todas direcciones, bajo los párpados cerrados, modificando, como locos, el código.
—He logrado conectar con una especie de mapa o guía —anunció Sarah, con los ojos todavía cerrados—. ¿Lo veis?
Bryson asintió en silencio.
—Es una señal muy débil. Tendremos que seguir comprobando el código para no perderlo.
—¿Qué está ocurriendo? —les preguntó Michael—. ¿Qué hago?
Sarah se volvió hacia él.
—El portal no está bloqueado. Pero sería muy fácil perderse aquí dentro. Y cuando digo «perderse», quiero decir para siempre. Por lo que he podido averiguar, hay una serie de marcadores en el programa. Si los seguimos, podríamos llegar al primer nivel de la Senda.
—Vale.
Sarah alargó la mano a tientas y dio un golpecito a Michael en el hombro.
—Sigo pensando que tiene que haber alguien que vigile, por si algo nos ataca. ¿Puedes hacerlo? ¿Mientras Bryson y yo seguimos revisando el código?
Michael se encogió de hombros, aunque sus amigos no pudieron verlo.
—Claro. Mantener los ojos abiertos. Es fácil.
—Me gustan los tíos que saben cumplir órdenes —comentó Bryson con sonrisa maliciosa.
Sarah se echó hacia atrás y se alejó de Michael.
—Vamos. Es por aquí.
Fue avanzando a cuatro patas, seguida por Bryson y luego por Michael, y empezaron a abrirse paso hacia el fondo del túnel.
Transcurrieron varios minutos sin que nada cambiara. Michael sentía una presión sofocante en el pecho, pero cada vez que se detenía para inspirar hondo, se relajaba y conseguía volver a respirar con normalidad. El silencio también resultaba extraño; no era silencio propiamente dicho, sino un zumbido constante. Durante un rato, supuso que los otros dos permanecían callados porque estaban concentrados en el código, pero entonces se le ocurrió algo. Cuando los llamó, no salió sonido alguno de su boca. Era como si alguien le hubiera dado al botón para quitar el volumen, y, por alguna razón, fue lo más terrorífico que había sentido en aquel extraño túnel hasta entonces.
Continuó moviéndose, reptando por el suelo, concentrado en las piernas de Bryson. Le espantaba la idea de que su amigo pudiera desaparecer en cualquier instante y dejarlo solo. Empezaban a dolerle las manos y las rodillas, y a dormírsele los brazos y las piernas. Cada minuto que pasaba, se sentía más desorientado y mareado.
Avanzaron sin pausa, arrastrándose pesadamente como una hilera de hormigas. Habían recorrido al menos un kilómetro y medio, tal vez tres. Michael no tenía el cuerpo acostumbrado a ese ritmo. El pánico comenzaba a atenazarlo desde dentro; una sensación claustrofóbica que amenazaba con apoderarse de él. No obstante, se obligó a contenerla, a superar cada instante, a avanzar cada centímetro, paso a paso, con la confianza en las dotes de hackers y programadores de sus amigos. Jamás pensó que se sentiría tan agradecido de ver el culo de Bryson: un rayo de luz en aquella neblina violácea.
Seguían avanzando a cuatro patas y en silencio cuando algo cayó con fuerza sobre Michael y empujó su cuerpo contra el suelo. Quedó boca abajo, sin aliento. El miedo se tornó pánico, y se puso a gritar y a patalear. Apenas podía moverse. La mente empezó a nublársele y se apoderó de él una sensación de locura, como si hubiera perdido el control de sus actos.
Entonces terminó. Todo terminó. El túnel violeta, el silencio, la presión que lo empujaba contra el suelo. Se hallaba tumbado sobre una dura superficie gris. Metió las manos por debajo de su cuerpo y logró ponerse de rodillas. Y contempló, con sorpresa, lo que le rodeaba.
Sus amigos y él se encontraban a gatas al borde de un gigantesco disco de roca de varios metros de diámetro que, por lo visto, se hallaba suspendido en el aire. Enormes cúmulos de nubes tormentosas pendían sobre sus cabezas, e iban aumentando y disminuyendo de tamaño como si tuvieran vida propia. Los rayos restallaban, los truenos retumbaban y el aire estaba cargado de humedad, como si estuviera a punto de llover.
Michael no tenía ni idea de dónde estaban; jamás había visto un lugar así en la Red Virtual. Y, a pesar de lo extraño que resultaba todo aquello, se sintió aliviado de haber abandonado el túnel.
—¡Mira! —Bryson le hizo un gesto con la cabeza para que mirara a sus espaldas.
Michael se volvió de golpe y localizó el centro del disco. Cuando llegaron estaba vacío, lo habría jurado, pero ahora había una anciana sentada en una mecedora, cuya madera crujía cuando la mujer se balanceaba, lentamente, adelante y atrás. Iba vestida con una túnica recta de lana gris. Michael pensó que tenía aspecto de abuela.
—¡Hola, jóvenes amigos! —saludó con voz ronca—. Acercaos y dad solaz a vuestro espíritu.
Michael se limitó a mirar a la anciana, quien, como sus amigos tampoco se movían, dejó de balancearse y se inclinó en dirección a los chicos.
—¡Por todos los dioses! Mejor será que traigáis esas grupas hasta aquí, deprisita, o tendréis que pagar un precio infernal. No os diré más. ¡Ya!
Sorprendido por el abrupto cambio de tono, Michael se levantó como pudo, Bryson y Sarah lo imitaron, y avanzaron hacia el centro de la plataforma para reunirse con la mujer.
—Sentaos —les ordenó. Sus resquebrajados labios se hallaban hundidos hacia dentro, como si no tuviera dientes, y su voz era ronca.
Hicieron lo que les había dicho. Michael cruzó las piernas por debajo del cuerpo y esperó con gran expectación. Las cosas como esa eran raras, pensó, aunque no tanto, en realidad; había pasado media vida dentro del Sueño y se había acostumbrado a la aparición de personajes extraños como ese. La mayoría de las veces resultaban inofensivos, pero reflexionó que, si habían llegado hasta la Senda, esa mujer podía estar relacionada con Kaine, lo cual era sinónimo de problemas.
La mujer bajó la vista hacia ellos, y sus ojos eran el único rasgo en ella que no parecía centenario. Tenían una mirada penetrante y luminosa, pese a que el resto de su apariencia era ajada y maltrecha. Tenía la piel amarillenta y arrugada; formaba colgajos pegada a sus frágiles huesos. El pelo, ralo y canoso era escaso. Sus viejas manos reposaban sobre el regazo, como raíces arbóreas llenas de nudos y retorcidas formando una maraña.
—¿Dónde estamos? —preguntó Sarah—. ¿Y quién es usted?
La anciana enfocó la vista.
—¿Preguntas quién soy? ¿Que dónde estás? ¿Que qué es este lugar, qué es esto, para qué y cómo? ¿Que de dónde venimos y adónde vamos? Se te escapan las preguntas de la boca, muchacha. Pero las respuestas se ocultan entre las nubes.
La mujer iba mirando de un lado a otro mientras hablaba, y fue moviendo los ojos con parsimonia hasta enfocarlos en un punto muy lejano. Michael miró a Bryson, quien enarcó las cejas como advirtiéndole de que mantuviera el pico cerrado, para variar.
—Tú —espetó la anciana. Levantó una de las manos del regazo, la agitó levemente, y con un dedo doblado señaló a Michael—. Atrévete a hacer un comentario ingenioso y será tu fin.
Su expresión se había endurecido, fruncía el entrecejo, y en ese preciso momento Michael supo que no le convenía enfadar a la mujer. No le habría extrañado que se transformase en dragón y se los comiera a todos. Al fin y al cabo, estaban en el Sueño.
—¿Tu cerebro ha procesado mis palabras con claridad? —preguntó, y la piel del contorno de los ojos se le arrugó aún más al entrecerrarlos—. ¿Te ha quedado claro?
Bryson le propinó un codazo en las costillas.
—Sé buen chico.
—Sí —le respondió Michael—. Claro como el agua.
La vieja asintió con la cabeza y se repantingó de nuevo en la mecedora, para volver a balancearse.
—¡Mocosos!, al menos podríais saludar como Dios manda a una anciana antes de empezar a escupir vuestras preguntas.
—Lo sentimos —habló Sarah—. De verdad. Hemos sufrido mucho aquí, y solo queríamos saber cómo seguir adelante. Estamos buscando un lugar llamado Desfiladero Consagrado.
—¡Oh, sé muy bien qué están buscando esos corazones vuestros! La Senda solo lleva a un destino, y ese destino solo tiene un camino. Aunque el Desfiladero Consagrado está lejos de donde os encontráis sentados en este momento. Hasta ahí puedo contaros.
Michael empezaba a impacientarse.
—Entonces ¿qué necesitamos saber?
Ella volvió a extender el dedo, y su uña amarillenta lo señaló directamente.
—Este ya no tiene permiso para hablar. Como diga una palabra más, me esfumo.
Bryson alargó un brazo de golpe y tapó con la mano la boca de Michael, antes de que este pudiera decir nada más.
—Lo ha pasado mal para llegar hasta aquí —lo justificó Bryson, con exasperación en el rostro—. Es algo más vulnerable que nosotros dos. No se preocupe. Mantendrá la boca cerrada, ¿verdad, Michael? Asiente una vez para decir que sí, como un buen chico.
Pese a que Michael sintió ganas de darle un bofetón, asintió una vez con una sonrisa y se quitó la mano de su amigo de la cara.
La anciana volvió a posar las manos en su regazo y comenzó a hablar.
—Me llaman El Morral, y no os importa el porqué. Estoy aquí para vigilar la Senda. A veces nos topamos con intrusos vagando por sus parajes. No creo que haga falta que os diga que no será un recorrido muy agradable. Nada agradable. Algunos sabelotodos podrían decir que se trata de una ironía, pero el único propósito de la Senda es intentar evitar que las personas la recorran.
Hizo una nueva pausa.
—Aquí las cosas son distintas —prosiguió—. No son como en ningún otro lugar de la Red Virtual. Habéis tenido que hackear y reprogramar el código para llegar hasta aquí, pero, a partir de este punto no solo podéis confiar en ese recurso. Tendréis que ser inteligentes. Y valientes. Y hay una norma que debéis recordar por encima de todas. Cuando la oigáis, vais a desear que vuestros oídos os hayan engañado.
—¿Cuál es? —preguntó Sarah.
El Morral calló un segundo, y Michael estuvo a punto de echarse a temblar de impaciencia.
—Si mueres estás acabado —añadió por fin—. Acabado como un conejo en la guarida de un león. Os devolverán al Despertar, y las posibilidades de regresar a la Senda son tantas como las de ir caminando de Venus a Marte. Es imposible. Habéis llegado hasta aquí, es una realidad, gracias a cierto grado de valor y algunas habilidades para el juego. Pero ahora ya os tenemos calados, fichados, no hay forma de que os dejen entrar dos veces.
Michael tragó saliva con dificultad e intercambió una mirada de preocupación con sus amigos. Aquello iba en serio. Incluso en los juegos más brutales de la Red Virtual se participaba con el conocimiento de que la muerte no era más que un revés. Simplemente un retraso. Y eso ayudaba a que la gente fuera hasta allí y jugara sin reparos, arriesgándose y haciendo cosas que jamás habría hecho en la vida real. Por eso era divertido: siempre podías regresar e intentarlo de nuevo.
Pero si lo que había dicho esa vieja era cierto, Michael y sus amigos solo tendrían una oportunidad de conseguir lo que querían. De haber sido igual en Demonios de la Destrucción, habrían estado acabados hacía ya días.
—Estáis haciéndolo como veteranos —declaró El Morral—. Debo reconoceros eso. Pero las cosas son distintas en la Senda; no se ha creado ningún cortafuegos más eficaz. Sin duda.
Michael estaba a punto de enloquecer por la prohibición de hablar, aunque, en realidad, no sabía lo que le hubiera gustado decir.
Por suerte, Bryson sí habló.
—Vale, si morimos, nos envían de regreso al Despertar. Entendido. ¿Qué más puede decirnos?
El Morral rio antes de responder.
—Solo hay dos formas de salir de este disco. La primera es saltar a la muerte y regresar al Despertar.
«Esa opción no es válida», pensó Michael.
—¿Y la segunda? —preguntó Bryson.
La mujer sonrió, con lo que se le movieron las miles de arrugas de la cara.
—Adivinar qué hora es.
En cuanto la vieja pronunció esas palabras, toda la estructura sobre la que estaban sentados cayó varios metros. A Michael le dio un vuelco el estómago, y alargó la mano para agarrarse a algo y sujetarse.
Un rayo iluminó el cielo y, a su alrededor, empezaron a aparecer y a desaparecer aberturas siguiendo un ritmo constante; abismos de oscuridad total suspendidos en el aire a solo unos metros del borde la roca.
El disco de piedra comenzó a girar sobre su eje, y volvió a desestabilizar a Michael. El chico cayó boca abajo sobre la piedra y fue resbalando hasta el borde cuando el disco se detuvo en seco. La mecedora de El Morral no se movió, y la vieja se reía a carcajadas desde su posición elevada.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Sarah—. ¿Por qué nos movemos?
Michael retrocedió a gatas para sentarse cerca de la mecedora, en el centro.
—Ya os he dicho lo que hay que hacer —replicó El Morral—. Revisar el código no os servirá de nada ahora.
—¿Qué se supone que debemos hacer? —le preguntó Michael, olvidando la orden de permanecer callado—. ¿Cómo averiguamos la hora?
La mirada de la vieja se cruzó con la del chico, la tenía nublada por la furia.
—Solo tengo tres palabras más que deciros, trío de liantes, y luego me iré.
—Pues, adelante —respondió Michael, aliviado de que no hubiera reaccionado ante el hecho de que él había roto su silencio.
El disco se desplazó de nuevo, y todo el mundo se sujetó como pudo para no caer. Michael miró hacia el borde del círculo de piedra y vio que los rectángulos negros seguían apareciendo y desapareciendo. En todo el perímetro, se arremolinaban oscuras nubes, se alargaban, se desintegraban y luego volvían a formarse.
El Morral se removió en su asiento y recuperó la atención de Michael.
—Escuchadme bien —ordenó, inexpresiva—. Porque no pienso repetirlo.
—Vale —dijo Sarah—. Estamos listos.
«Siempre al grano, así es Sarah», pensó Michael. Se acercó más a la mecedora y se preparó para escuchar con atención, para no perderse nada. El Morral habló con claridad, pero sus palabras fueron una especie de acertijo:
Antes de escoger cuál es la hora bruja,
sueña con la torre de más alta aguja.
Y no vayas a partir con mucha premura,
contempla la oscuridad y la hueca luna.
La anciana soltó una última risotada antes de desaparecer con su mecedora.
Michael se concentró en ir memorizando las palabras de la vieja a medida que las pronunciaba, por eso, prácticamente no se dio cuenta de que había desaparecido. Sin embargo cuando cerró los ojos con fuerza para repasar lo que había escuchado, le decepcionó descubrir que solo recordaba la mitad del acertijo.
—Chicos, ¿os habéis quedado con eso? —preguntó Bryson a sus amigos.
Michael lo miró, sintiéndose hundido.
—Hummm… puede que sí. Casi todo. ¿Una parte?
Sarah cambió de posición y los tres quedaron frente a frente. Estaba a punto de decir algo cuando el disco volvió a rotar y describió un giro de noventa grados. Los rectángulos oscuros, que Michael imaginó que eran una especie de portales, siguieron el mismo patrón de antes, apareciendo y desapareciendo entre destellos.
—Está bien, creo que lo recuerdo —dijo Sarah.
Bryson proyectó su pantalla de red y el teclado, y tomó nota de las palabras que Sarah iba diciendo. Ella se acordaba de casi todo, y los tres dedicaron un minuto, más o menos, repasándolo, comparándolo con lo que Bryson y Michael recordaban. Pronto el grupo se puso de acuerdo. Michael, sin embargo, estaba paralizado.
Alzó las manos con gesto de frustración.
—Esa vieja bruja podría habernos dicho algo más.
—Bueno —intervino Bryson—, ha dicho que teníamos que averiguar la hora. Supongo que así sabremos, al menos, cuándo ha empezado la vida para nosotros sobre este platillo volante de piedra.
Sarah soltó un gruñido.
—Venga, chicos. Podemos hacerlo.
—Ya lo sé —respondió Michael—. Mirad, tenemos esta cosa que no para de girar, los portales que llevan a alguna parte y un acertijo sobre la hora bruja. Y, como ha dicho Bryson, El Morral nos ha dicho que averiguáramos la hora. Vamos, que es pan comido.
—Y estamos encima del disco, que gira como un reloj —añadió Sarah.
Bryson se levantó de un salto.
—Podríamos resolver el acertijo, escoger el lugar que corresponda a la hora correcta y saltar por uno de esos rectángulos negros.
—Pero ¿cómo sabremos dónde están los números? —preguntó Michael. Antes de que sus amigos respondieran, no obstante, empezó a gatear hacia el borde del disco para tener mejor visibilidad.
—¡Cuidado! —le gritó Sarah—. ¡Esta cosa podría moverse en cualquier momento!
Apenas había pronunciado la última palabra cuando la roca volvió a girar y tiró a Michael de lado. El chico rodó varios metros y perdió toda orientación. Soltó un embarazoso chillido, pegó las palmas de las manos a la piedra y logró frenarse. El disco se detuvo y él levantó la vista.
Se libró por tres metros, pero podía imaginar las futuras bromitas de Bryson si lograban ponerse a salvo. Michael se puso en pie, apoyándose sobre las manos y las rodillas, y gateó de nuevo hacia el borde, con los brazos y las piernas lo más separados posible para mantener mejor el equilibrio. Uno de los portales se abrió justo delante de él, y era de una profundidad infinita. Era tan negro que la oscuridad parecía casi viva.
Lentamente gateó hasta situarse a apenas treinta centímetros del borde. Se tumbó boca abajo y se arrastró unos centímetros más. Mientras lo hacía, el portal que tenía delante desapareció y se vio sustituido, de forma instantánea, por el color y el movimiento del cielo nublado. Michael cerró los ojos y bajó la cabeza, y cuando los abrió, vio que había algo grabado en el disco, en el mismo borde. Observó la piedra más de cerca. Habían aparecido unos números: un uno y un dos de gran tamaño. El número doce.
Se volvió y dijo a gritos a sus amigos:
—¡He encontrado la medianoche!
Sarah respondió de inmediato:
—¡Vuelve antes de que esta cosa te envíe volando al cielo!
Michael se desplazó hacia la izquierda hasta que encontró el número once. En cuanto lo vio, se volvió como pudo y se puso de nuevo a cuatro patas. El disco giró de nuevo y el chico se quedó quieto, agarrándose con firmeza para no moverse hasta que la rotación terminase, luego retrocedió a gatas hasta sus amigos.
—Está numerado —les explicó—. Como un reloj.
Sarah asintió con la cabeza.
—Bien hecho. Bryson se está encargando de marcar el lugar con las piernas.
Michael miró a su amigo. Se encontraba sentado con las piernas estiradas y los pies señalando hacia el punto donde Michael había estado hacía unos segundos.
—Vaya, sí que sois listos.
—Vale, ahora viene la parte fácil —dijo Bryson—. Descifrar el acertijo. —Su pantalla de red seguía flotando delante de él, y se volvió hacia los otros.
Michael se inclinó para volver a leer el acertijo.
Antes de escoger cuál es la hora bruja,
sueña con la torre de más alta aguja.
Y no vayas a partir con mucha premura,
contempla la oscuridad y la hueca luna.
—Tiene que ser una clave sobre las fases de la luna —dedujo Sarah—. ¿Alguno conoce las fases de la luna?
—¿O cuándo se vería oscura y hueca? —añadió Bryson—. ¿Ocurre cuando hay luna nueva, cuando está toda negra? ¿O quizá se refiere a un eclipse?
El disco volvió a girar y se quedaron quietos.
Sarah parecía muy concentrada.
—¿Qué puede ser la torre? Quizá sea un símbolo de algo, y cuando hay luna nueva y… ¡Vaya, tíos! No sé de qué narices estoy hablando.
Michael permaneció sentado observando a sus dos amigos. Algo le decía que se hallaban muy perdidos. Totalmente. Aquello no tenía nada que ver con la luna de verdad, ni con una torre ni con fases ni ciclos. Era algo más, y estaba a punto de descubrir el qué, aunque no lo lograba.
—¿Michael? —preguntó Sarah—. Tú eres el genio, ¿qué opinas?
Él la miró, pero no habló. Estaba dándole vueltas a todo, procesándolo, estaba a punto de averiguarlo.
—¿Y bien? —lo presionó Sarah—. ¿Qué estás…?
Ocurrieron dos cosas al mismo tiempo que la interrumpieron. La primera: un sonido que Michael no había oído jamás, como el estampido sónico de miles de aviones a reacción. Fue tan atronador y cercano que a Michael se le taparon los oídos. A la par, un destello de luz cegadora iluminó el cielo con gigantescos rayos de fuego blanco, que agujerearon el disco de piedra a unos seis metros de donde se encontraban sentados. A Michael le pitaban los oídos y empezó a ver manchas.
—¿Y ahora qué? —oyó decir a Bryson, aunque fue como si lo oyera hablar a través de una gruesa cortina.
Michael estaba aturdido. Había quedado tendido de espaldas por la fuerza de la explosión. Se puso boca abajo y se arrodilló de nuevo. Justo al hacerlo, un restallido atravesó el aire, como el desprendimiento de un glaciar. Se volvió de golpe hacia la fuente del sonido y vio que el disco de piedra estaba rompiéndose: finas fracturas se extendían en forma de tela de araña desde el punto donde había impactado el rayo. Siguieron abriéndose a medida que la tela de araña iba expandiéndose. Michael se sintió horrorizado al darse cuenta de algo: todo el disco quedaría hecho añicos en cualquier momento.
—¡Levantaos! —gritó—. ¡Agrupaos!
Mientras sus amigos se levantaban y se acercaban a él, a Michael se le aclararon las ideas, y se centró como una mira telescópica. La respuesta se le antojó tan evidente que sintió ganas de reír a carcajadas.
—¡Las diez en punto! —gritó—. ¡Tenemos que pasar por las diez en punto!
Entonces el disco giró, y los tres se sujetaron entre sí. Fragmentos de roca salieron volando de los bordes más alejados de la roca y desaparecieron en el abismo. La imparable tela de araña de grietas seguía expandiéndose y ensanchándose, a punto de cubrir toda la superficie. No tenían tiempo.
—¡Venga! —gritó Michael, y empezó a avanzar en la dirección que parecía la correcta; sin las piernas de Bryson señalando la medianoche, no tenían forma de saberlo con certeza. Los portales negros continuaban su danza de apariciones y desapariciones.
—¡No! —Bryson lo detuvo—. ¡Es por aquí! —Señaló hacia el otro lado del disco.
Michael había aprendido a confiar en el instinto de jugador de su amigo hacía mucho tiempo, así que no discutió. Se dio media vuelta y siguió las indicaciones de Bryson. Bajo sus pies, la piedra les parecía arena, grumosa y como si se desplazara con cada paso que daban. A la derecha, retumbó el estruendo de la piedra al fragmentarse, y, horrorizado, Michael contempló cómo se separaba del disco un fragmento de unos tres metros de diámetro y caía al abismo de nubes.
—¡Mirad! —gritó Sarah, señalando a la izquierda, a la parte que acababa de desaparecer.
Estaban lo bastante cerca como para distinguir el número cuatro. Bryson se había equivocado.
—¡Lo siento! —gritó.
El disco giró de nuevo y los arrojó a todos al suelo. Aterrizaron uno encima del otro y se levantaron como pudieron. Michael bajó una mano y sintió una punzada de pánico cuando solo tocó aire. Se había raspado el codo con la piedra y retiró el brazo, con un movimiento rápido, de una abertura de bordes irregulares, justo en el momento en que Bryson tiraba de él para sacarlo de allí. Michael volvió a caer sobre Sarah, quien soltó un gruñido y le propinó un empujón, pero él no se soltó. El disco estaba temblando, como si se encontraran en el epicentro de un terremoto, y los terribles sonidos de la roca al romperse inundaban la atmósfera sin tregua.
Michael sabía que ya no podían seguir a salvo. Se levantó de un salto y cogió a sus dos amigos de las manos.
—¡Vamos!
Tirando de ambos cruzó el disco a toda velocidad, saltando sobre los numerosos agujeros que se habían abierto. A su izquierda, otro enorme fragmento de piedra del borde se rompió y cayó al vacío, luego, se precipitó uno más a su derecha. En el centro, donde antes se encontraba la vieja El Morral en su mecedora, una parte explotó y lanzó una lluvia de rocas, y la mortecina luz violeta de las nubes atravesó el agujero cuando el fragmento rocoso desapareció. Michael continuó avanzando, corriendo y saltando, sin dejar de mirar el lugar opuesto a las cuatro en punto que acababan de abandonar. En ese instante, no había ningún portal en el lugar donde lo necesitaban.
Se encontraban a escasos metros cuando el disco giró y los lanzó, una vez más, contra la piedra. Los estruendos de la fragmentación de roca sonaron con más fuerza que nunca, y Michael no tuvo que mirar hacia atrás para saber que la mitad del disco había desaparecido en el abismo. Se puso de rodillas, también lo hicieron sus amigos, y se dirigió hacia las diez en punto. Seguía sin aparecer el portal.
—¡Vamos! —gritó de nuevo Michael al vacío—. Vamos, asqueroso pedazo de…
Entre parpadeos apareció un rectángulo negro, un espacio plano que flotaba a unos pocos metros. Michael sabía que no duraría mucho, que cabía la posibilidad de que no lograran atravesarlo al saltar. Pero hacía tiempo que se había agotado el margen para pensar.
Se puso de pie y empujó a Bryson hacia el portal. Bryson corrió, saltó a través de la oscura superficie y se vio engullido por la negrura. Sarah fue justo detrás de él. Resbaló, pero consiguió acertar en el mismo lugar. Lo hizo.
Se produjo una nueva explosión atronadora, y el mundo se llenó de luz y sonido. Michael corrió hacia delante, se acuclilló y saltó justo en el momento en que el disco giraba de nuevo. El impulso lo hizo volverse y quedó de cara a la piedra en fragmentación: estaba volando de espaldas. Vio lo que quedaba del disco, un mar de piedra y una neblina de polvo. Durante un instante, no supo si su cuerpo estaba yendo en la dirección correcta ni qué le ocurriría. Ese único instante se prolongó una eternidad.
Pero entonces chocó de espaldas contra el portal y el cielo se tornó negro.