12

Una terrible advertencia

1

Michael acababa de caer muerto, una vez más, a causa de una granada en buen estado. Si había aprendido algo de Demonios de la Destrucción era que daba igual las veces que te explotara el cuerpo, la cosa no mejoraba.

Sarah estaba esperándolo en el túnel. Se encontraba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y las piernas cruzadas por debajo del cuerpo, y parecía agotada. Michael se sentó frente a ella, y su amiga le dijo en voz baja:

—Lo he encontrado. —Sonaba exhausta.

Michael se sentía igual de vacío y creía saber por qué: habían pagado un precio demasiado alto. Sabía que jamás volvería a ser el mismo.

Aunque sintió cierto alivio.

—¿Dónde? —preguntó al fin, y por la forma en que Sarah lo miró, supo que se sentía tan aliviada como él.

—Está a cinco trincheras de las tiendas, cerca del centro, a la izquierda. Hay cinco o seis personas dentro; quién sabe qué clase de armas tendrán. Acababa de localizar el portal antes de que me mataran.

—Nos irá bien —le dijo Michael—. Esperaremos a Bryson y se nos ocurrirá un plan. A lo mejor incluso logramos hacerlo sin tener que saltar ahí dentro y ponernos medievales con todo el mundo.

Ella le dedicó una sonrisa. Fue débil y breve, pero lo animó.

—Al menos ya sabemos dónde está. No creo que hubiera podido aguantar mucho más ahí fuera, corriendo de una trinchera a otra, preguntándome de qué divertida manera moriría a continuación.

—Después de esto, haría sin pensarlo un viajecito al espacio para matar extraterrestres.

Sarah cruzó la mirada con Michael y se quedaron así, ambos en silencio, compartiendo la experiencia que acababan de vivir. Entonces el dolor estalló en la cabeza del chico.

2

Michael cayó al frío suelo y quedó hecho un ovillo, apenas consciente de que Sarah se encontraba a su lado, inclinada sobre su hombro, exigiéndole a gritos que le dijera qué ocurría. Michael no lograba pronunciar palabra. Se agarraba la cabeza, balanceándose adelante y atrás mientras el dolor palpitaba en el interior de su cráneo. Recordaba muy bien lo que le había ocurrido en el callejón, cuando estaban en casa, y se negaba a abrir los ojos.

Las visiones. Esas sangrientas y horribles visiones. No sabía si los efectos para su mente serían los mismos en la Red Virtual que en el Despertar, pero no deseaba averiguarlo. Mantuvo los ojos cerrados con fuerza y esperó a que el dolor remitiera.

Al final, tal como había pasado antes, el malestar se desvaneció en un segundo. Nada de recuperación lenta ni dolor persistente. En un momento se sentía morir y, al instante, se encontraba de maravilla. Aunque creía haber oído una voz…

Según Sarah, el episodio había durado tres minutos; para Michael podría haber durado una hora. Ella lo rodeó con un brazo por los hombros y lo ayudó a incorporarse. Él se apoyó contra la pared y miró al techo. ¡Qué semana tan maravillosa había tenido!

—¿Ya estás bien? —preguntó Sarah.

Michael se volvió hacia ella.

—Sí. Cuando termina, termina del todo. Ahora ni siquiera me duele. —Sin embargo, estaba agotado y muerto de miedo; llevaba unos días sin sufrir ningún ataque, y esperaba que hubieran cesado.

Sarah le pasó los dedos por el pelo.

—¿Qué te ha hecho ese monstruo? —murmuró.

Él se encogió de hombros. Supuso que su amiga se refería al KillSim.

—No lo sé. Solo recuerdo que sentí como si me sorbiera el cerebro. Tal vez lo hizo, al menos en parte.

—Pero habías estado un tiempo sin sufrir ataques, ¿no? Esperemos que cada vez sean menos. Puede que al final paren del todo.

Bryson regresó desde el juego, con deslumbrante expresión de orgullo en el rostro, y Sarah retiró la mano de la cabeza de Michael.

—¡Escuchad! ¡Lo he encontrado! —exclamó Bryson—. He encontrado el portal.

Sarah sonrió con suficiencia.

—Pues vaya una cosa —dijo—. Te he ganado, tortuga.

Pero entonces sonrió con sinceridad. Michael sintió el corazón algo menos vacío, pese a que seguía preocupado. Esperaba que fuera solo por el delirio del ataque, aunque habría jurado haber oído una voz, el susurro de una frase en su cabeza.

«Estás haciéndolo bien, Michael».

3

Bryson describió la trinchera a la que se refería y, de hecho, era la misma que Sarah había encontrado. Michael y sus amigos estrujaron sus agotados cerebros para trazar un plan. Tenían que acercarse lo suficiente, y contar con el tiempo suficiente, para poner a prueba el portal y hackearlo para acceder a su código. Sin embargo, saltar al interior de la trinchera, con los cuchillos en ristre, era lo último que ninguno de ellos quería volver a hacer.

Y ese fue el motivo de que Michael pensara en granadas. Lo habían matado con ellas tres o cuatro veces, así que sabía que eran efectivas. Y habría mentido si hubiera dicho que no tenía el más mínimo deseo de venganza.

Cuando lo sugirió, Bryson dijo:

—Bueno, suena bien, pero necesitaremos unas cuantas para asegurarnos de que explotan.

Sarah respondió:

—Reuniremos un montón y empezaremos a lanzarlas. Programaré una chispa espectacular del juego Locos por las armas y esperemos que eso las active.

Michael agarró su mochila, bajó la cremallera y la vació.

—Empecemos a cargar.

4

En cuanto las tres mochilas estuvieron cargadas, se las colgaron al hombro, se pusieron los guantes y las gorras, y volvieron a salir por la puerta a la atmósfera ventosa.

Michael y Sarah siguieron a Bryson por el lado izquierdo del valle, con la precaución de mantenerse por debajo de la cresta de la montaña, para que no se les viera. Cuando llegaron al punto final de la ascensión, se tiraron al suelo, boca abajo, y fueron arrastrándose hasta la cima.

Entonces se le ocurrió algo a Michael.

—¿Y si esperamos al amanecer e intentamos llegar antes que nadie? —Lo que en realidad quería decir era: «Por favor, no me hagáis bajar corriendo otra vez hasta ese infierno». No sabía cuánto más podría aguantarlo.

—A mí también me da miedo —admitió Bryson—. Aunque no podemos permitirnos perder otra noche. Vamos a intentarlo. Con o sin guardianes.

—Está bien —accedió Michael a regañadientes—. Pero recordad: o entramos todos o ninguno. Si cruzamos solos el portal, podrían devolvernos otra vez al principio.

—Está bien —dijo Bryson—. ¿Y qué tal si no nos matan? Nos estamos malacostumbrando.

—Amén a eso —respondió Michael—. Morir está ahora entre las cosas que menos me gustan.

Michael volvió a mirar hacia el espacio abierto. Tenían que superar docenas de batallas, así como pasar por otras diez trincheras, más o menos. Las probabilidades de llegar al portal sin verse envueltos en una contienda eran muy elevadas. Y a juzgar por la expresión en el rostro de Sarah, ella pensaba igual.

—Está bien —accedió, adoptando de pronto una actitud de mando—. Creo que podemos pasar, pero tenéis que hacer lo que yo haga. Si uno de nosotros es interceptado, habrá que detenerse a luchar.

—Entendido —contestó Bryson—. Permanecer juntos. Y ahora vamos a hacerlo.

Michael sintió que el corazón se le disparaba como los pistones de un coche de carreras.

—Sí —fue todo cuanto acertó a decir.

—Vamos. —Sarah se puso de pie y echó a correr ladera helada abajo.

Michael y Bryson se apresuraron para alcanzarla.

5

Les costó una hora llegar a la trinchera, y tuvieron que combatir para lograrlo. Algunas veces era un solo hombre o mujer; esos fueron los fáciles. Pero libraron un par de contiendas mucho más difíciles: grupos de dos, tres o cuatro soldados que perseguían a su reducida comitiva, todos a una. El único aspecto positivo de haber muerto tantas veces es que Michael y sus amigos habían adquirido la experiencia —y cierta ayuda de sus poderes mejorados gracias a la programación— para vérselas con esos atacantes.

En esa ocasión no iban a morir. Michael no paraba de jurárselo a sí mismo, una y otra vez. Cada minuto que pasaba, estaba más cansado, pero contaba con grandes dosis de adrenalina y su energía parecía reactivarse con cada nuevo enfrentamiento.

Al final llegaron a unos metros del borde de la trinchera donde se encontraba el portal. El grupo estaba ensangrentado y amoratado, con la ropa hecha jirones. Bryson había perdido la mochila, y lo único que les quedaba era un cuchillo. Sin embargo, durante un breve instante, estuvieron solos.

Sarah se puso de rodillas, bajó la cremallera de su mochila y volcó su provisión oculta de granadas sobre el suelo helado. Michael añadió la suya mientras Bryson corría hacia el borde de la trinchera para echar un vistazo y comprobar cuántos guardianes había dentro.

—Son unos cinco o seis —informó al regresar, y se arrodilló junto a ellos para ayudarlos—. ¡Empezad a quitar las anillas y a lanzar las granadas! Están ahí sentados con las pistolas, fumando.

Michael se puso manos a la obra. Agarró una granada, tiró de la anilla y la arrojó al alargado y estrecho foso. No se detuvo para ver qué ocurría. Cogió otra y repitió la acción: la lanzó al mismo sitio. Luego lo hizo con otra. Y con otra. Bryson y Sarah fueron igual de rápidos y, en cuestión de segundos, habían arrojado más de una docena al interior de la trinchera.

Entonces Sarah cerró los ojos, y sus órbitas se movieron con rapidez debajo de los párpados mientras manipulaba el código. Un intenso destello de luz se prendió en su pecho, lo bastante intenso como para que Michael tuviera que protegerse con un brazo a modo de visera. Miró con los ojos entrecerrados y advirtió que el haz de luz salía disparado de su amiga e impactaba en el interior de la trinchera, como un cometa incandescente.

Michael vio a un hombre que ascendía por la pared del foso, al fondo. Abrió la boca para avisar a sus amigos, pero entonces se produjo una explosión ensordecedora en el interior de la honda trinchera. Destellos de fuego iluminaron el día, y la metralla metálica salió disparada en todas direcciones.

—¡Vamos! —gritó Sarah, que ya estaba de pie y avanzando hacia la escalerilla.

El hombre al que Michael había visto al principio estaba tumbado boca abajo, fuera de la trinchera, con un enorme desgarrón en la espalda del abrigo. Era pura sangre y destrucción.

Michael iba corriendo detrás de Sarah, con Bryson a su lado. Llegaron al borde del foso. Michael corrió por el lateral, buscando supervivientes, pero lo único que vio fue muerte. Observó cómo los cuerpos iban desapareciendo uno a uno.

Los tres amigos alcanzaron la escalerilla justo cuando el hombre que se encontraba fuera de la trinchera se volvió boca arriba. No estaba muerto, pero sí agonizante, y su mirada delataba que lo sabía.

Sarah empezó a descender por los peldaños, como Bryson. Michael estaba justo detrás de ellos cuando el hombre lo alcanzó, lo agarró por un brazo y lo obligó a volverse. Tenía una fuerza sorprendente a pesar de las condiciones en que se encontraba. El chico pudo zafarse, pero antes de girarse de nuevo, el moribundo empezó a murmurar algo, con los labios temblorosos por el esfuerzo y estremeciéndose de los pies a la cabeza.

Michael se acercó más aún, pues creía que había oído su nombre.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

El soldado hizo un último esfuerzo para hablar y lo soltó de sopetón. Michael oyó hasta la última palabra.

—Cuidado con Kaine. No es quien crees.

Entonces el hombre murió, y su maltrecho cuerpo se desvaneció en el aire.