En las trincheras
Michael detestaba el incómodo lapso de veinte o treinta segundos después de haber muerto en un juego donde uno iba agotando vidas, como Demonios de la Destrucción. Se experimentaba un vacío perturbador y oscuro antes de llegar a la vida siguiente. Estaba pensado a propósito, para que los jugadores experimentasen la sensación real de morir, para darles un momento con el fin de valorar lo ocurrido y entender cómo se sentirían si hubiera sucedido en realidad. Un rato para pensar: «¿Y si de verdad hubiera estirado la pata? ¿Y si aquí se acabara todo?».
Esta vez, mientras Michael esperaba que terminase ese lapso, se sentía molesto. Apenas habían empezado y ya lo habían matado. ¡Ni siquiera había tenido la oportunidad de echar un vistazo a una maldita trinchera! ¿Cómo narices podrían registrarlas todas? Tamborileando mentalmente con los dedos, permaneció tumbado y en silencio. Al final apareció una luz ante él y fue intensificándose hasta que lo llevó de regreso al mundo de la Red Virtual.
Se le abrieron los ojos de golpe y se vio tumbado ante la puerta que conducía al territorio nevado donde acababan de asesinarlo. La barra volvía a estar en su sitio, bloqueando el paso. Lanzó un suspiro de alivio, contento de no haber sido enviado de regreso al vestíbulo. No habría tenido fuerzas para lograr despistar a Muro de Piedra y a Ryker, la vaquera cabreada.
Gruñendo por los dolorosos efectos secundarios de sus dos peleas —si es que podía llamar así al segundo y condenado forcejeo—, Michael se incorporó. Se encontraba solo en el túnel, por lo que supuso que Bryson y Sarah seguían vivos o que habían muerto y ya habían regresado al mismo lugar.
Seguía vestido, de pies a cabeza, con atuendo para la nieve, y llevaba a la espalda la mochila llena hasta los topes. Tras una revisión rápida de las armas del armario —ninguna de ellas funcionaba— y una prueba, algo descabellada, de las granadas de mano —que tampoco funcionaban—, retiró la pesada barra de la puerta y volvió a colarse en la atmósfera de aire gélido y ventoso. Mientras caminaba iba pensando cómo podría usar el código para ayudarse a sí mismo en esa guerra brutal.
A lo lejos Michael vio a dos personas que ascendían, con dificultad, por la larga y blanca ladera. Estaba seguro de que se trataba de sus amigos: la larga melena castaña que asomaba por debajo de la gorra de esquí de Sarah y los andares arrogantes de Bryson eran inconfundibles incluso desde esa distancia. Sabía que no lograría alcanzarlos, así que decidió tomar otro camino. En lugar de descender directamente a la batalla, como un idiota —pues pensó que, en realidad, la primera vez ni siquiera sabían qué les esperaba allí—, planeó bordear el lugar por la derecha y seguir la pendiente de la colina hasta encontrar una entrada más discreta a la contienda. Había avanzado unos treinta metros cuando vio que Bryson y Sarah habían decidido lo mismo, aunque se habían dirigido hacia la izquierda.
«Bien», pensó Michael. Tal vez, de forma conjunta, conseguirían inspeccionar aunque fuera un par de trincheras antes de que algún montañés chalado o alguna loca volviera a rajarles el pescuezo.
El viento hacía restallar la ropa de Michael, y el hielo y la nieve se le clavaban en la piel destapada de la cara. Empezó a notar los labios como papel quemado: a punto de resquebrajarse si se atrevía a humedecérselos de nuevo. Le parecía mentira, pero deseaba volver a entrar en acción para que la sangre empezara a bombear.
Los sonidos de la batalla —los gritos y alaridos persistentes que habían oído antes— se intensificaron a medida que Michael se acercaba a la cima de la colina. Se acuclilló y empezó a gatear, agradecido de llevar los gruesos guantes puestos.
Llegó al borde del precipicio y se tumbó boca abajo, luego se tomó un instante para echar un vistazo general. A lo lejos, a la izquierda, Bryson y Sarah pasaban corriendo de un montículo a otro, se detenían un instante tras cada uno de ellos antes de desplazarse hasta el siguiente. No parecía que los hubieran visto todavía, y estaban acercándose a las trincheras situadas en la zona más periférica, donde había menos concentración de gente. La parte más importante de la batalla seguía desarrollándose en el alargado y sangriento pasillo que se abría en el centro de las trincheras.
Los aceros que entrechocaban, los alaridos animales y los gritos primitivos llegaban viajando con el viento hasta Michael. Seguía sin poder creer que alguien participara de forma voluntaria en una brutalidad así. Mientras observaba una de las contiendas más próximas a él, vio a un hombre apuñalando a otro, sin parar de gritar a voz en cuello. A pesar de todo lo que había visto en innumerables películas y experimentado en juegos, tuvo que desviar la mirada. Ese lugar era un infierno.
«Céntrate —se dijo a sí mismo—. Evita que te vean, y concéntrate en las trincheras».
Permaneció justo por debajo de la línea de visibilidad desde aquellas batallas en el valle y se arrastró al estilo militar por la nieve helada. Preocupado por que su mochila lo delatase, acabó quitándosela y tirándola, puesto que, para empezar, no sabía ni para qué la llevaba encima. Le sorprendería llegar a vivir lo suficiente como para necesitar comida o ropa de recambio.
Fue descendiendo hasta la derecha del valle, sin ser visto hasta ese momento. Varias hileras de trincheras se extendían entre él y la batalla principal en ese instante, aunque era imposible tener buena visibilidad para saber cuántas personas le esperaban en su interior. Se detuvo tras un pequeño montículo de nieve congelada y se armó de valor. Todavía tenía muy fresco el recuerdo de la hoja rajándole el pescuezo, como si siguiera sintiendo el dolor.
Cerró los ojos y se concentró, un segundo, en el código de cuanto lo rodeaba. Parecía esquivo y difícil de leer, como si el mar de cifras y letras se arremolinara en una tormenta feroz. Le costó un par de minutos, pero al final logró aferrarse a una línea de código de programación que había usado en un juego llamado Mazmorras Delmar. Eso daría a su cuchillo una propiedad mágica: proyecciones, desde la punta, de una fuerza invisible que podría pasar desapercibida.
Menos daba una piedra.
Como había tenido que hacer en algunas ocasiones en el sueño, Michael se dedicó a sí mismo un discurso motivador, un recordatorio de que, a pesar de la mala pinta que tenía la situación, en realidad no moriría si lo mataban. Sufriría dolor, sí. Terror, también. Quedaría traumatizado para siempre, tal vez. Aunque, al menos, seguiría vivo al final del día.
Ojos cerrados. Respiración profunda. Ojos de nuevo abiertos. Se sacó del cinturón el cuchillo mejorado con el código de programación y lo agarró firmemente con la mano derecha.
Se levantó y salió corriendo en dirección a la trinchera más cercana.
El corazón le latía con fuerza y el aire helado le inundaba los pulmones con toda su crudeza, pero Michael se obligó a olvidarlo todo y correr lo más rápido posible. Un par de soldados se percataron de su presencia, aunque se encontraban en el extremo más alejado de la trinchera a la que Michael se dirigía, y ninguno se acercó a él; siguieron atizándose.
De pronto el chico tenía el borde de la trinchera a sus pies. Se detuvo en seco y miró hacia abajo, echando un vistazo rápido al interior: unos cuatro metros y medio de profundidad. Estaba vacía salvo por un banco de madera y un camino con hielo medio derretido que recorría el foso por el centro. Las paredes se hallaban cubiertas con lonas negras, sujetas por arriba con viejos neumáticos, cacerolas y sartenes. No había soldados dentro.
Como Michael no vio con claridad ningún portal, estuvo a punto de dar media vuelta y seguir corriendo hasta la siguiente trinchera, pero se detuvo. ¿Quién sabía qué aspecto tenía un portal o si el punto débil del código podía identificarse con facilidad? De pronto fue consciente de la tarea tan compleja que tenían entre manos. Les llevaría una eternidad registrar todas las trincheras de arriba abajo. Y ni siquiera sabían, con exactitud, lo que estaban buscando.
Con un suspiro, Michael encontró una escalerilla y bajó para iniciar el registro.
Las lonas negras que cubrían las paredes de la trinchera eran fáciles de apartar. Michael retiró una y se agachó para mirar por debajo de ella, luego caminó por el lateral del foso, de un extremo a otro, recorriendo con las manos esa parte helada, de arriba abajo. Pero eso era todo lo que había: hielo y nieve helada. Nada sospechoso ni fuera de lo común. Cada cierto tiempo, cerraba los ojos para detectar anomalías en el código o cualquier cosa que llamara la atención. Sin embargo, todo era normal.
Cuando salió de debajo de la lona, ya al fondo de la trinchera, echó una ojeada para comprobar que el lugar seguía vacío, luego pasó a la otra pared.
Nada.
Mientras Michael subía la escalerilla para salir del foso, intentó no pensar en todo el tiempo que acababa de desperdiciar. No habría forma de saber qué trinchera contenía el portal hasta que él y sus amigos las hubieran registrado todas, una a una. Volvió a suspirar. Supuso que ningún esfuerzo era una pérdida de tiempo.
Al menos eso fue lo que se dijo a sí mismo. No logró desprenderse de la desesperante sensación de que jamás encontrarían el camino que estaban buscando. Les quedaban al menos otras cien trincheras donde mirar.
Nadie estaba corriendo en su dirección, al menos no de momento. Y con un vistazo al campo de batalla se dio cuenta de que no había ni rastro de sus amigos.
Michael se dirigió a la siguiente trinchera.
Tampoco había nadie en el interior de esa.
Michael descendió y empezó su búsqueda. Se coló por debajo de una lona y fue recorriendo un lateral, luego recorrió el otro, e iba revisando el código de vez en cuando. No obstante todo parecía normal. Allí no había nada.
Ascendió hasta el exterior, desanimado pero listo para revisar el espacio siguiente. Había bajado la guardia, por eso se sorprendió al ver a una mujer allí de pie, esperándolo. Vestida con el mismo uniforme de camuflaje de invierno que llevaba él, parecía limpia y fresca, como si acabara de salir del túnel. Su rostro habría resultado hermoso de no haber sido por el gesto feroz que lo demudaba.
—Micky me ha dicho que aquí podría matar a alguien fácilmente —dijo—. No hay nada como un chaval perdido que se ha colado sin permiso. Me vendrás al pelo para empezar el juego. —Su expresión se había relajado algo mientras hablaba, aunque volvió a torcerse con gesto feroz cuando terminó de hablar.
—¿«Fácilmente»? —repitió Michael—. ¿Qué te hace pensar que va a ser fácil? —Retrocedió un paso con despreocupación, dejando las suelas de las botas a la altura del borde de la trinchera. Quería tener pinta de persona acobardada que intentaba actuar con valentía.
—¿Cuántas veces has estado aquí dentro? —preguntó ella, relajando de nuevo su terrible rostro para volver a tensarlo cuando terminó de hablar.
—Es mi primera vez —respondió él con inocencia—. Pero ya he matado a alguien. No está mal, ¿no?
Ella sacudió la cabeza.
—Así voy a disfrutar un montón.
Michael se limitó a sonreír de oreja a oreja y a decir:
—Adelante.
Quería que ella hiciera el primer movimiento, y funcionó. La mujer se dirigió hacia él, con su rostro feroz enrojecido.
Echó hacia atrás un puño y, justo antes de golpear a Michael, él se tiró al suelo, hacia un lado. Sabía que corría el riesgo de resbalar y caer por el borde al interior de la trinchera, pero estaba dispuesto a correrlo para evitar otro enfrentamiento. Apretó el mango de su cuchillo que lanzó un relámpago de energía invisible al torso de la mujer, y ella salió disparada hacia delante.
Voló hacia Michael y cayó gritando al suelo de la trinchera. Antes de darle tiempo a incorporarse, Michael ya estaba corriendo hacia la trinchera siguiente. Con suerte la mujer se habría roto una pierna.
Había un hombre durmiendo en el banco dentro de la trinchera siguiente. Salvo por él, el lugar estaba vacío. Michael se puso como loco de contento. Corrió hacia la escalerilla y bajó. Al principio pensó en realizar un registro rápido sin molestar a ese tipo, pero luego cambió de opinión. El hombre podía despertar mientras Michael se encontrara bajo la lona, y el chico se vería completamente expuesto a un ataque. No podía correr ningún riesgo.
Michael permaneció junto al hombre dormido, observando cómo su pecho se hinchaba y se deshinchaba. Puesto que no quería acercarse demasiado, sacó silenciosamente su espada, apuntó y le lanzó un rayo láser al cuello, intentando no vomitar cuando el soldado se despertó de golpe y se llevó la mano a la herida sangrante. El hombre cayó del banco y, por segunda vez ese día, Michael tuvo que recordarse que, en realidad, no había matado a nadie. Aunque… parecía tan real…
El tipo sangró hasta que su cuerpo quedó exangüe, luego desapareció.
Un registro rápido, aunque exhaustivo, de la trinchera reveló una vez más que Michael no había dado en el blanco. Tres registradas, docenas por registrar. Soltó un quejido.
—¿No estás contento por ahí abajo?
Levantó la vista y vio a un hombre y a una mujer de pie, justo por encima de él, en el mismo borde de la trinchera. La mujer iba pasándose una granada de una mano a otra.
—Pues no, estoy tomándome un respiro, eso es todo. —Por suerte, ya tenía la ropa sucia y salpicada de sangre. Encajaba mucho mejor en el entorno; parecía estar en su salsa.
—Solo es un estúpido crío —dijo el hombre a la mujer—. ¿Crees que te puedes librar usando códigos de otros juegos? Además está claro que eres un principiante.
Michael entrecerró los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—Es que todavía no has echado a correr. Me parece que estás bastante seguro de que esta granada no funciona.
Michael iba a responder, pero antes de poder pronunciar palabra, la mujer tiró de la anilla y lanzó la granada. Esta aterrizó emitiendo un sonido de húmeda salpicadura a los pies de Michael. El chico se quedó mirando, desafiante, a ambos soldados. Ellos dieron media vuelta y salieron corriendo.
Cuando la granada explotó, Michael la sintió. Esta vez experimentó una fuerte explosión de dolor tan agudo y breve que no tuvo tiempo ni de gritar. Luego llegó el negro abismo que llamaban muerte.
Volvió a despertarse al principio, en el túnel helado. Bryson estaba allí sentado y no pareció sorprendido en lo más mínimo cuando Michael apareció ante él.
—Es un asco que te maten ahí fuera —dijo Bryson—. Me duele. —Hizo una pausa—. Todo.
—Sí, a mí también. —Michael se levantó y se estiró, y sintió el dolor y los golpes causados por sus dos muertes. No era exactamente lo mismo que las heridas reales, el ataúd estimulaba los nervios para que hubiera reacciones físicas, aunque bastaba para que no olvidaras el dolor demasiado pronto.
—¿Cómo le va a Sarah? —preguntó.
Bryson se encogió de hombros.
—No lo sé. Hemos tenido que separarnos.
—¿Cuántas trincheras habéis visto?
Bryson levantó dos dedos de su mano enguantada.
—Pero todavía nada.
—¡Tío! —espetó Michael—. Vamos a tardar años en hacer esto.
—Ni hablar, lo conseguiremos —respondió Bryson, que se puso de pie para colocarse a su lado—. ¿Estás divirtiéndote?
Michael se quedó mirándolo un segundo.
—No, odio hasta el último minuto de esto —dijo finalmente, luego levantó su cuchillo—. He acabado tomando prestada una cosita de Mazmorras Delmar.
—Sí —respondió Bryson despreocupadamente, con el rostro torcido por una mueca—. Es raro lo mucho que les gusta matar a estos viejos, como si fueran animales. Necesito programarme un poco de ayuda.
Michael asintió en silencio.
—Vamos a encontrar ese puñetero portal.
Y salieron por la puerta.
Los días siguientes fueron un verdadero infierno para Michael.
Murió veintisiete veces, de todas las formas imaginables, dentro de los límites de ese circo helado. Algunas muertes fueron peores que otras, pero siempre seguía regresando a ese lugar. El truco del cuchillo lo ayudó un par de veces, y probó con otras cosas, como una habilidad especial de salto de Saltadores del cañón y velocidad aumentada de Corriendo con Furias. Resultaba difícil aislarlas y programarlas, y lo único que consiguieron fue retrasar la llegada de su inevitable destino.
Pero él insistía.
Curiosamente todos los días sonaba un cuerno en el ocaso, y las batallas cesaban de forma inmediata. Las personas que habían estado luchando como fieras de pronto eran colegas, y echaban a andar, a menudo a cojear, hacia las enormes mesas donde se servía la cena, agarrados por el hombro, riendo.
Michael y sus amigos se reunían con ellos para comer, luego se dirigían hacia el lugar donde habían dispuesto focos de calor y sacos de dormir. La primera noche, los chicos habían intentado escabullirse hasta las trincheras para seguir registrándolas, pero se toparon con un cortafuegos temporal y estaban demasiado cansados para hackearlo. La programación de seguridad del gélido lugar superaba lo habitual.
A la mañana siguiente, volvían a empezar. Matar, matar y morir asesinados. Dolor y sufrimiento. Matar un poco más, volver a morir asesinados. Por primera vez en toda su vida, Michael entendió por qué los auténticos soldados que regresaban de guerras reales lo pasaban tan mal a la hora de asimilar todo cuanto habían visto y hecho. Y lo que les habían hecho a ellos. Si Michael tenía alma, estaba empezando a filtrársele por los poros.
El único consuelo que le quedaba era que sus amigos y él seguían juntos. No decían gran cosa, ni tenían mucho tiempo, pero al menos estaban juntos.
Al final de la tarde del tercer día, Sarah encontró el portal.