Tres demonios
Le costó un rato, pero al final Michael consiguió que el aire volviera a fluir con normalidad por sus pulmones. Inspirando con profundidad, una bocanada tras otra, se dirigió hacia Bryson y Sarah. No les hacía falta hablar, sabían qué hacer. Los tres se volvieron y se encaminaron hacia el pasillo en la trastienda del vestíbulo.
Una voz conocida se alzó por detrás de ellos, y Michael se volvió y vio a Ryker de pie sobre el quiosco de las palomitas, una vez más.
—¡No tenéis ni puñetera idea! —les gritó—. Creéis que sabéis lo que buscáis, pero no tenéis ni idea.
A Michael esas palabras le sonaron a mal agüero. Sabía cómo funcionaba el sueño, y se preguntó si tendrían algún significado más profundo que les daría problemas. ¿Estaba hablando del portal o de algo más importante? Como del mismísimo Kaine.
—Anda, vete a lamerle las heridas a tu vieja —le respondió Bryson.
Antes de que Ryker pudiera responder, los tres salieron corriendo. Michael tenía la esperanza de no volver a ver a esa chica nunca más.
El pasillo se tornó oscuro y a continuación frío, y Michael empezó a temblar. Aunque no había ninguna fuente de luz, veían lo suficiente como para continuar avanzando, y el corredor llegaba hasta el infinito. De manera gradual, cuando se dieron cuenta de que nadie los seguía, fueron ralentizando la marcha y, mientras caminaban sin tregua, la temperatura fue cayendo progresivamente. Michael no tardó en ver su propia respiración.
Supuso que habían recorrido algo más de un kilómetro y medio antes de que nadie hablara.
—Esta es la entrada más rara a un juego que he visto en mi vida —dijo Bryson, rompiendo el silencio.
—No creerás que es una trampa, ¿verdad? —preguntó Michael—. A lo mejor nos han metido en otro juego porque no teníamos acceso.
—Eso es ilegal —respondió Bryson.
—Así que es un allanamiento de juego —repuso Michael.
Bryson se encogió de hombros.
—Sí, lo que tú digas.
—Mirad allí arriba. —Sarah estaba señalando hacia delante—. Las paredes han cambiado. Y cada vez hay más luz.
Echaron a correr de nuevo y pronto llegaron a un lugar donde las paredes estaban cubiertas de hielo que parecía brillar desde el interior. De pronto Michael pudo ver con más claridad y percibió que todo era diferente.
—¡Maldita sea! —exclamó Bryson, y se miró el cuerpo.
Su vestimenta había cambiado. Ya no llevaba su ropa de diario, sino un acolchado mono blanco para la nieve con bolsillos y todo tipo de utensilios enganchados a las correas. Michael advirtió que tenía unas tiras en los hombros y que tanto él como sus amigos llevaban, además, mochilas llenas hasta los topes. El chico no se percató de su peso hasta que hubo revisado, con detenimiento, su nuevo uniforme.
Tensó ligeramente las correas de la mochila y empezó a revisar el cinturón que llevaba. Tenía cinco granadas, una cantimplora, una navaja y una bobina de cuerda.
—Bueno, supongo que esto responde a nuestras preguntas —anunció—. Estamos dentro.
—Y parece que estamos en un frente del glaciar —añadió Sarah.
La veta de oro —por lo que combatía todo el mundo— discurría, en gran parte, por debajo del glaciar de Jakobshavn, uno de los más grandes de Groenlandia. Pero los frentes de guerra llegaban también hasta la tundra, una detestable masa fangosa y pantanosa.
—Más vale que tengan armas de verdad esperándonos allí arriba —dijo Bryson, asintiendo en dirección al túnel—. No sé si hoy podría soportar tener que luchar con una navaja, ya sea en un juego o fuera de él.
Michael sacó su cuchillo y lo miró: contundente, gris y afilado.
—Sí, yo tampoco.
—Pues ya somos tres —añadió Sarah mientras reemprendían la marcha—. Podríamos codificar elementos de otro juego para usarlos aquí. Solo espero que no acabemos en la cárcel por nada de todo esto.
Michael agitó la mano para desestimar el comentario.
—Estamos haciendo todo esto por la SRV. No van a meternos en la cárcel por cumplir órdenes. —Sin embargo, ni siquiera mientras lo decía estaba seguro de tener razón.
—Ah, ¿sí? —respondió Sarah—. ¿Estás seguro de eso? ¿Estás seguro de que todo esto es supersecreto? Se harán los locos cuando acudas arrastrándote a ellos en busca de ayuda, dirán que nunca han oído hablar de ti.
Michael sabía que sus amigos podían ver la ansiedad en su mirada.
—Pues con mayor razón debemos encontrar a Kaine.
Guardaron silencio y apretaron el paso; iban corriendo por el largo túnel congelado. El equipo era pesado y empezaba a poder con Michael; era consciente de que iba más despacio. Entonces el túnel empezó a describir una pendiente, lo que hacía el camino aún más duro.
—Pero ¿qué longitud tiene este puñetero túnel? —preguntó Bryson.
Nadie respondió. Nadie podía hacerlo.
Por fin llegaron al final del recorrido: una puerta metálica permanecía cerrada con una pesada barra anclada a dos enormes guías de acero. Había bancos de madera pegados a las paredes, y una enorme taquilla abierta llena de metralletas y munición. Michael se tomó un instante para recuperar el aliento.
—Supongo que, cuando mueres ahí fuera —dijo Sarah—, acabas volviendo a este lugar.
—Seguramente. —Bryson se puso a rebuscar en la taquilla—. Pero tengo noticias para vosotros, no pienso morir ahí fuera.
—Yo tampoco —aseguró Michael—. Sigamos. Vamos a continuar.
Sarah y él imitaron a Bryson, y pronto cada uno tuvo un arma pesada y varios cargadores de munición. Michael cargó la suya y comprobó el peso y los ajustes, había usado armas parecidas muchas veces. A lo mejor, después de todo, no tendrían que correr el riesgo de hackear otros juegos.
—A mí solo me preocupa el frío —comentó Sarah—. Puede que sea uno de los motivos por los que este juego es un S. A. La mayoría de los chavales entrarían como locos, creyendo que lo único que importa es matar a gente. Debemos asegurarnos de ir parando de vez en cuando para calentarnos y así no sufrir congelación.
Bryson estaba negando con la cabeza.
—No puede ser ese el motivo. Tiene que haber algo peor ahí fuera. Mucho peor. Es difícil que califiquen un juego como S. A.
Michael estaba totalmente de acuerdo. Todos habían visto un montón de juegos que no eran S. A., y muchos de ellos incluían algunas experiencias psicológicas realmente espeluznantes.
—Al menos lo hemos estudiado. Solo nos queda empezar. Encontrar esa entrada a la Senda.
—Preparaos para que se os congele el culito —dijo Bryson mientras seguían caminando y levantaban la barra de las guías. La tiraron al suelo, al que cayó con un estruendo metálico, y luego fue rodando hasta detenerse a los pies de Sarah.
—Has nacido para ser soldado —dijo la joven.
Bryson le guiñó el ojo, luego abrió la pesada puerta tirando de ella. Una ráfaga de frío polar y remolinos de cristales de hielo invadieron el túnel. Era el frío más intenso que había sentido Michael en toda su vida.
Bryson gritó algo ininteligible, luego se adentró en el mundo de Groenlandia. Michael y Sarah lo siguieron.
El cielo era de un azul intenso, y Michael se dio cuenta de que, en realidad, no estaba nevando; la escarcha no era más que nieve y hielo levantados del suelo por un viento feroz. Al menos no tendrían que arrostrar, además, una tormenta de nieve.
El viento empujaba a Michael con violencia. Era tan fuerte que parecía que iba a arrancarle la ropa. Cuando salió del túnel, tropezó y cayó sobre nieve helada. Las manos —que había utilizado para amortiguar la caída— le ardían, se le habían dormido por el frío, y sabía que no aguantaría ni diez minutos sin guantes. ¡Qué tonto por haber olvidado un detalle así! No había nadie cerca, así que Michael y los demás se tomaron un instante para manipular el código y crear gorras y guantes que abrigasen. En cuanto los tuvieron puestos, Michael se sintió mejor, pero no mucho más. Opinaba que había sido más difícil de lo habitual hackear el programa, sobre todo para algo tan simple, y se preguntó si esos serían los primeros efectos más graves del cortafuegos de Kaine.
Michael se ajustó la mochila sobre los hombros y preparó el arma para defenderse. Resultaba más difícil colocar el dedo sobre el gatillo con los guantes puestos, aunque podía maniobrar bien. Tras echar un vistazo a su alrededor, observó que estaban rodeados por campos cubiertos de blanco en todas las direcciones y que no había ni un alma. No obstante, a lo lejos, el humo ascendía flotando hacia el cielo, y lo marcaba con una alargada mancha negra.
Sarah se acercó y habló a voz en cuello.
—Parece lógico que la acción esté desarrollándose en esa dirección. —Señaló la columna de humo—. Los mapas muestran que debemos caminar hacia el norte desde el punto de inicio, en línea recta. Basándonos en la posición del sol…
—¡Sí! —respondió Michael gritando—. ¡Sigamos!
Bryson se quedó parado a varios metros de distancia, mirándolos como si ya supiera lo que tenían que hacer. Michael señaló hacia el lugar que había indicado Sarah, y Bryson asintió. Se dirigían hacia la batalla.
Michael pensó que caminar fatigosamente contra el viento y la nieve era mucho peor que cualquier contienda. Cada paso suponía un esfuerzo, sobre todo por la resistencia que oponía el vendaval y porque se le hundían las botas en el gélido suelo, casi un centímetro con cada pisada. Iba agarrando el arma con más fuerza a medida que avanzaba, impaciente por acercarse más y saber qué estaba ocurriendo en el frente. «Ten cuidado con lo que deseas», se dijo a sí mismo con tristeza.
Cuando por fin coronaron una cima, contemplaron un panorama de verdadero horror a sus pies. En cuanto lo vieron, los tres amigos se echaron al suelo. Michael amartilló el arma, apuntó el cañón hacia delante y se apoyó en los codos para tener mejor visibilidad.
Un vasto valle se extendía a lo largo de kilómetros en todas las direcciones y estaba plagado de trincheras, dispuestas de forma aparentemente aleatoria, cavadas en la nieve y el hielo. Un tosco camino se abría en el centro de todo. Cada trinchera parecía forrada por dentro con una especie de material oscuro; debía de ser para evitar la humedad. Michael no llegaba a distinguir el fondo de los amplios fosos, pero, cada cierto tiempo, asomaba por ellos una cabeza y aparecía un soldado que se aventuraba al exterior. Del otro lado del valle, al final de un largo pasillo entre las trincheras, se habían instalado unas tiendas, aunque resultaba imposible adivinar cuál era su finalidad.
Lo que más perturbó a Michael fue la sangre. Mirara a donde mirara, salpicaba el paisaje, que, salvo por el rojo fluido, era níveo. Estaba concentrada a lo largo de ese pasillo central. Allí se libraban incontables batallas, en su mayoría cuerpo a cuerpo y brutales. El chico logró ver a un hombre que estaba apuñalando a otro en el pecho y que luego saltaba sobre su víctima para hundir aún más la hoja de su arma. A unos cuatro o cinco metros de allí, una mujer estaba degollando a un soldado al que había atacado por la espalda. Otros grupos se daban puñetazos y luchaban cuerpo a cuerpo. Un espectáculo de horror, mirara a donde mirara.
Nadie parecía haberse percatado de la presencia de los recién llegados en la cima de la colina.
Michael bajó el arma y se volvió hacia Bryson, que estaba a su izquierda, y luego hacia Sarah, a su derecha.
—¿Qué es este lugar? No hemos librado guerras como esta durante al menos cien años. Parecen un montón de neandertales luchando por ver quién consigue una cueva. Sé que al investigar descubrimos que este sitio resultaba caótico, pero es una verdadera locura.
—Y la ubicación de las trincheras no tiene ningún sentido —apuntó Bryson—. Ni los uniformes: veo al menos cuatro tipos distintos, y algunos de los que están luchando entre sí visten el mismo. ¿Y por qué tener tiendas y trincheras en la misma zona?
Sarah se arrastró un poco hacia delante para que todos pudieran verse.
—Empiezo a entender por qué este juego es un S. A. No creo que Demonios tenga mucho que ver con la verdadera guerra de Groenlandia. El escenario puede que sí, pero no mucho más.
—Entonces ¿qué sentido crees que tiene? —le preguntó Bryson—. Quiero decir, ¿por qué no nos han encomendado una misión como parte del juego? Algo. ¿La gente viene a este lugar solo para molerse a palos antes de volver a por más?
—A lo mejor es precisamente eso —respondió Michael. Se le ocurrió algo sobre las tiendas—. Y a lo mejor reciben una recompensa cuando han acabado. Algo que unos chicos inocentes como nosotros no deberían ni ver ni hacer. —Sonrió—. «El descanso del guerrero», es algo que solía decir mi padre.
—Demonios de la Destrucción —dijo Bryson como ausente—. Bueno, eso es exactamente lo que parece lo de ahí abajo.
Con las armas apuntadas en ristre, empezaron a descender por la larga ladera hasta el caos que tenían a sus pies. La sangre roja sobre la nieve blanca no hacía más que aumentar el horror de la escena a ojos de Michael. Los sonidos de la batalla viajaban con el viento, y eran tan horribles como el panorama general. Gruñidos, alaridos y rugidos sedientos de sangre. Por algún motivo, sin embargo, Michael no oyó muchos disparos.
—Un momento —dijo, pues se le ocurrió algo terrible—. ¿Estas cosas funcionan? —Apuntando el cañón hacia el cielo, agarró la metralleta y apretó el gatillo. Se oyó un clic, pero eso fue todo. Asqueado, la tiró al suelo.
Bryson probó la suya y la lanzó a lo lejos cuando esta no disparó.
—¡Tiene que ser una broma! Esto no es más que un falso juego para bestias. ¿Por qué no se limita esta gente a volver a la época oscura?
—¿Vale la pena que gaste fuerzas en apretar mi gatillo? —preguntó Sarah. Lo hizo y, por supuesto, no ocurrió nada. La arrojó hacia atrás con despreocupación y siguió avanzando hacia la batalla—. Intuyo que nos espera un duro trabajo de programación.
Michael no se atrevió a reconocerlo delante de sus amigos, pero estaba más que aterrorizado. Habían pagado un montón de pasta por sus ataúdes, para que la Red Virtual fuera de un realismo radical, lo cual era genial para los placeres de la vida. Sin embargo, no era tan genial cuando podían apuñalarte, golpearte y estrangularte. Michael había hecho un montón de cosas dentro del Sueño, pero lo que le esperaba allí abajo tenía peor pinta que cualquier cosa que hubiera experimentado. Estaba dirigiéndose hacia la más pura brutalidad. Y recurrir a la programación para obtener otras habilidades o armas, manipulando el código, no parecía la opción más halagüeña, teniendo en cuenta lo difícil que había sido programar las gorras y los guantes.
Batallas desperdigadas salpicaban el perímetro del valle, aunque gran parte de la contienda se concentraba en el centro, alrededor de las trincheras. El ruido había ido incrementándose de forma gradual a medida que descendían por la colina, y resultaba tan brutal que Michael estuvo tentado de dar media vuelta y salir corriendo. Oír los alaridos de dolor hacía que la visión empeorase. Los gorjeos ahogados, los gritos enloquecidos y las risotadas de júbilo. Tal vez la risa fuera el sonido más difícil de digerir.
Además no pasaría mucho tiempo antes de que los soldados se percataran de su presencia.
—No es que hayamos planificado una estrategia —declaró Sarah—. Las descripciones del juego en realidad no eran más que un montón de mentiras. ¿Nos separamos o seguimos juntos?
Bryson sacó su cuchillo y lo agarró con una mano enguantada. Michael imaginó que, bajo la tela, los nudillos de su amigo estaban tornándose blancos.
—Será mejor que permanezcamos juntos —sugirió Bryson—. Nos costará más tiempo adivinar en qué trinchera se encuentra el portal a la Senda, pero supongo que estos jugadores son expertos en la lucha. Tendremos que ser un equipo para sobrevivir.
—Me parece bien —respondió Michael, y percibió el miedo en su propia voz. Sacó su cuchillo e intentó recordar si había jugado alguna vez a algún juego donde hubiera tenido que enfrentarse a otra persona solo con un arma blanca, hasta la muerte. Por lo general, los jugadores contaban un armamento más sofisticado—. Necesitamos algo más que esto.
—Si lo hacemos, llamaremos la atención —replicó Sarah—. Podrían querer aliarse con nosotros. —Señaló la trinchera que les quedaba más próxima, a su izquierda—. Vamos a rodearla. Iremos por fuera y luego describiremos una espiral para no dejarnos ninguna trinchera.
Michael y Bryson se mostraron de acuerdo; recondujeron el paso y se dirigieron hacia la primera trinchera.
—¡Mierda! —exclamó Bryson, mirando hacia la derecha.
Michael se volvió hacia el mismo lugar y vio a tres soldados que corrían a toda velocidad hacia ellos. Dos hombres y una mujer. Al verlos los desconocidos empezaron a gritar y a hacer gestos con sus armas ensangrentadas. La mujer llevaba una alargada barra metálica entre las manos. A Michael se le revolvió el estómago al distinguir algo que parecía un pedazo de carne clavado en la punta.
Bryson tenía razón. Esas personas eran unas bestias.
—Luchad duro —indicó Sarah con tranquilidad—. Y recordad: vale morir.
«Esa parte no necesitábamos recordarla», se dijo Michael.
Sus amigos y él tiraron las mochilas y adoptaron pose de batalla, con los cuchillos en ristre. Cuando los soldados que se acercaban estuvieron a unos seis metros de distancia, Michael pensó en las granadas que llevaba en el cinturón. Se preguntó si tampoco funcionarían, aunque ya era demasiado tarde para comprobarlo. Los atacantes se hallaban lo bastante cerca como para que el odio en su mirada fuera visible, y los tres estaban gritando lo que Michael supuso que serían obscenidades en otro idioma, mientras la saliva les salía disparada por la boca.
Cuando se encontraban a menos de un metro, los soldados se separaron, como si tuvieran decidido de antemano a quién iba a atacar cada cual. La mujer fue a por Michael, lo que no pintaba bien. Parecía peor que los otros dos juntos, con su negra melena salvaje y apelmazada por el sudor, con manchas de sangre en el rostro y varios dientes de menos. Y esa barra. Esa terrible barra con el trofeo ensartado en la punta. A Michael se le revolvieron las tripas.
Con un chillido ensordecedor que le recordó a los KillSims, la mujer levantó el palo y lo agitó en dirección a la cabeza de Michael al arremeter contra él. El chico se agachó, sin perder de vista la larga espada que llevaba ella en la otra mano, con la que intentó acuchillarle la cara mientras agitaba la barra en dirección a su hombro. Desviándola con el antebrazo, Michael cayó de espaldas y rodó por el suelo, en un intento de alejarse de la mujer. Con el rabillo del ojo, la vio saltar y luego aterrizar, limpiamente, sobre el suelo, como una acróbata. Michael estaba librando la batalla de su vida.
Su atacante lucía una sonrisa en el rostro, y se había detenido, como si quisiera deleitarse con el miedo que debía reflejarse con toda claridad en la cara de Michael. Sin embargo, el chico tenía la experiencia suficiente para no sentirse del todo acorralado. Si esa mujer iba a atizarle, él se aseguraría de provocarle unos cuantos dolores.
Levantó su cuchillo.
—Esto no es necesario —dijo—. Lo único que queremos es echar un vistazo. —Esas palabras sonaron ridículas, incluso al mismo Michael.
Ella frunció el ceño, confundida, y luego habló. Michael no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, ni siquiera sabía de qué idioma se trataba, pero parecía enfadada.
El chico retrocedió un paso, como si estuviera asustado, a punto de salir corriendo, pero se arrojó hacia delante, esperando pillarla con la guardia baja. Sin embargo, en lugar de batirse en retirada, la mujer sonrió incluso con más ganas, con cara de alegrarse por el ataque. Michael levantó su cuchillo de golpe, fingiendo querer apuñalarla, si bien dio un salto y levantó ambas piernas en dirección al pecho de su atacante. Ella intentó agacharse, pero reaccionó demasiado tarde, y los pies de Michael impactaron contra ella. Lanzando un grito ahogado, se tambaleó hacia atrás y cayó de lado.
Pese a que el chico también impactó contra el frío suelo, volvió a levantarse enseguida, corrió hacia la mujer, que estaba apoyando las manos en el suelo para darse impulso y así ponerse en pie. Él la empujó con el hombro y la tumbó; ambos cayeron, uno sobre otro, y empezaron a dar vueltas, hasta que dejaron de rodar, cuando Michael se encontraba encima. Aunque ella había perdido el cuchillo, de algún modo, había conseguido seguir aferrada a la barra de hierro. La agitó en dirección a Michael y a él se le cayó el cuchillo; agarró la barra con ambos puños y luchó por arrebatársela a su enemiga, pero ella era demasiado fuerte. Uno tiraba hacia la izquierda y el otro hacia la derecha, si bien ninguno la soltaba. Al final Michael apretujó la barra y tiró de ella hacia abajo, con lo que la golpeó contra la boca de la mujer.
El horrendo estrépito de los dientes al romper desestabilizó a Michael, que estuvo a punto de soltar la barra. La mujer gritó y perdió su rudimentaria arma, pues se llevó ambas manos a la cara. Emitía alaridos mientras luchaba por zafarse de Michael, pero él la retenía por el torso, sujetándola con los muslos, como un jinete a horcajadas que se negaba a dejarse tirar por su montura. Ahora la barra era toda suya. Michael la levantó y volvió a tirar de ella hacia abajo con todas sus fueras. Se oyó un golpe seco, terrible y tremendo, y la mujer quedó inmóvil y en silencio.
En cuando dejó de moverse, Michael se levantó de un salto y cogió su cuchillo, agarrando bien la barra y el arma blanca, listo para luchar si era necesario. Sin embargo, ella seguía paralizada.
El chico se quedó igual, respirando con dificultad, con el aire helado quemándole los pulmones, hasta que alguien lo atacó por la espalda y le golpeó con tanta fuerza que echó la cabeza hacia atrás y esta chocó contra la cara de su atacante. Juntos aterrizaron en el suelo, y Michael notó cómo abandonaba sus pulmones hasta la última gota de aire. Su atacante lo puso boca arriba sobre el suelo, lo montó a horcajadas y apresó sus brazos con las piernas. La cara del hombre pendía sobre la de Michael, enrojecida y cubierta de cortes, penetrándolo con su enfurecida mirada de ojos azules. El desconocido medía el doble que la mujer que había atacado al chico y sostenía un cuchillo contra su cuello.
No le importaba lo que Sarah hubiera dicho; quería usar el código para conseguir un arma de otro juego. Cerró los ojos y se perdió en el mar de la programación, sopesando, a toda prisa, las opciones que tenía. Pero era demasiado tarde.
El hombre que tenía encima le habló en el mismo idioma desconocido que la mujer, luego deslizó con tranquilidad la hoja por el cuello de Michael. Un dolor frío e implacable se recrudeció en su cogote, seguido por la calidez de la sangre que empezaba a manar de su cuerpo.
Al cabo de unos segundos, murió.