A través del suelo
Michael había oído hablar del club. Todo el mundo dentro de la Red Virtual había oído hablar del club Negro y Azul. Aunque, en realidad, jamás había conocido a nadie que hubiera estado allí, porque era imposible entrar, a menos que fueras muy rico, muy famoso o que estuvieras en lo más alto de la jerarquía criminal. O, por supuesto, que fueras político, lo que te convertía en todo lo anterior.
Michael y sus amigos no pertenecían a ninguna de esas categorías y, lo que era peor, eran adolescentes. Sus habilidades para la codificación eran lo bastante avanzadas como para darse una apariencia más adulta, y podían generar carnés falsos en menos tiempo de lo que Helga tardaba en preparar unos gofres. Sin embargo, todo el mundo intentaba entrar con malas artes en el Negro y Azul, y al club se le daba de maravilla descubrir las triquiñuelas.
Michael, Bryson y Sarah se quedaron en la acera de enfrente, observando a la gente que hacía cola en la entrada. Michael calculó que habrían gastado más dinero en las joyas y la ropa de diseño que llevaban de lo que la mayoría ganaba en un año. Sangre vital era el único lugar en la Red Virtual donde no todo el mundo podía tener el aspecto que quisiera. Para poseer objetos de lujo, había que ser lo bastante rico como para comprarlos en el mundo real y saber cómo relacionarse, flirtear o estafar, y así llegar hasta donde uno deseaba. O ser realmente bueno en la codificación y como hacker.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Bryson—. Yo no soy capaz ni de colarme en el vestuario de una tienda de ropa para chicas, mucho menos en el Negro y Azul.
Michael estaba estrujándose el cerebro.
—Esa tal Ronika no puede estar metida ahí dentro las veinticuatro horas. ¿Y si esperamos a que salga y luego la seguimos hasta su casa?
Sarah respondió con una especie de gruñido.
—Esa opción me da escalofríos, por no mencionar que no tenemos ni idea de cómo es. Además te olvidas de que esto no es el mundo real. Este podría ser perfectamente el único lugar al que va siempre durante el Sueño; podría sumergirse y elevarse directamente por un portal de la trastienda. Sobre todo, si es tan famosa como Cutter nos ha dicho. Y dudo de que sea una tangente, teniendo en cuenta el cargo que ocupa. Las clases directivas son siempre humanas.
Bryson suspiró con exageración.
—Si al menos tuviera cinco minutos para estar con ella… Se quedaría tan atontada con mis encantos que nos daría la información antes de poder reaccionar.
—Hummm… sin comentarios —dijo Michael.
En esa ocasión, Sarah soltó un gruñido en condiciones.
—Recuérdame otra vez por qué soy amiga tuya.
Michael prosiguió sin pausa:
—Escuchad, odio tener que decirlo, pero solo tenemos una oportunidad.
Bryson y Sarah lo miraron perplejos, aunque él sabía muy bien que estaban pensando lo mismo. Cometer abiertamente un acto delictivo siempre era el último recurso.
Con una sonrisa maliciosa, añadió:
—Habrá que entrar por un atajo.
Michael siempre había pensado que hackear un entorno simulado dentro de la Red Virtual sería muy parecido a colarse en un edificio en el Despertar. Eran necesarias planificación e inteligencia. Y, como en el mundo real, si dabas un paso en falso, podías acabar con los huesos en la cárcel, en caso de que la SRV te echara el guante.
—Poned cara de no ser sospechosos —les indicó—. Y seguidme.
—Tío, ¿por qué has dicho eso? —se quejó Bryson—. Ahora voy a parecer más culpable que nunca.
Tomaron un camino alternativo para llegar a la parte trasera del club. Se alejaron varios bloques de su destino con la esperanza de que, si alguien estaba mirándolos, no intuyera lo que planeaban. A medida que avanzaban, iban quedándose más callados, y Michael intentó iniciar una nueva conversación; el objetivo era parecer un grupo normal de amigos que habían salido a dar una vuelta.
—Sin ánimo de ofender, pero estoy un poco harto de oírte hablar de cómo cocina tu niñera —repuso Bryson al final cuando doblaron la última esquina; el club se encontraba a unos treinta metros—. Sobre todo, porque no la conozco y, seguramente, no voy a conocerla nunca.
Sarah se había situado en cabeza de la marcha, y Michael deseó que fuera una señal de que se sentía segura de lo que estaban a punto de hacer.
—No estaría mal vernos fuera de aquí, en casa de Michael —sugirió Sarah—. Entonces Helga podría prepararnos una de esas cosas de las que tanto fardas.
—¿Está buena Helga? —preguntó Bryson.
Michael se estremeció solo de pensarlo.
—Como mínimo tiene sesenta años. A lo mejor hasta setenta.
—¿Y? No has respondido a mi pregunta.
Sarah se detuvo y Michael estuvo a punto de arrollarla. Se encontraban a solo un par de bloques del club. Una pequeña puerta negra era lo único visible de la parte trasera del local. Incluso sin letrero, algo decía a Michael que ese, sin duda, era el Negro y Azul: dos tipos enormes, con la cabeza tan grande como el torso y sin cuello que los separase, apostados delante de la puerta, mirando fijamente a todo el que pasaba, como si llevaran días sin comer y les encantara el olor a carne humana cruda. Todo club tenía sus gorilas, pero el aspecto de esos era monstruoso.
—Esto debería ser fácil —murmuró Bryson.
Sarah se volvió de golpe y susurró que dejaran de mirar en dirección al club.
Algo en la expresión de la chica impulsó a Michael a escucharla.
—¿Qué estás maquinando?
—No puedo ni imaginar con qué tipo de cortafuegos está protegido el entorno de este sitio. ¿Podemos hackearlos? Claro. Pero, al llegar a esta calle, se me ha ocurrido algo. —Se arriesgó a echar un rápido vistazo a los matones—. Creo que podemos entrar sin usar un atajo.
La expresión de Bryson reflejó exactamente lo que sentía Michael.
—¿De veras? —preguntó—. ¿Y cómo planeas pasar por delante de esos encantadores asesinos en serie de la puerta?
Sarah se limitó a entornar los ojos.
—Hablo en serio. No tenemos que hackear nada para entrar al club, solo necesitamos hackear a los gorilas. Acceder a sus archivos personales. Luego entraremos tranquilamente por la puerta.
Siguió explicando los detalles, y Michael recordó por qué le gustaba tanto esa chica. Debía de ser la más lista de la historia.
Tardaron cuarenta y tres minutos en conseguirlo.
Los tres se sentaron con la espalda apoyada en la pared y se conectaron en red para analizar la programación. A Michael le encantaba el proceso: cerraba los ojos y se concentraba en el ataúd para acceder a los elementos esenciales de la misma Red Virtual, al código fuente de todo cuanto habían visto a su alrededor. Hacía falta instinto y mucha experiencia para llevarlo a cabo en colaboración con otros, pero a sus amigos y a él se les daba muy bien. Era otra de las razones por las que congeniaban.
En cuanto aislaron el código de los dos gorilas, accedieron a sus programas y descargaron un par de archivos personales de esos tipos a sus propios sistemas. Luego volvieron a sumergirse en sus auras de la Red Virtual. Lo que habían planeado era un gran farol, pues parecía una alternativa más rápida que intentar superar todos los cortafuegos del club, que debían de ser muchos.
Cuando Michael volvió a abrir los ojos, sintió que el sudor le corría por su rostro simulado. Habían traspasado, con mucho, los límites legales de la manipulación de código, y estaban a punto de ir incluso más lejos. Con tan poca planificación, el chico sabía que el riesgo que corrían era demasiado elevado como para estar tranquilo.
Sarah se levantó de golpe.
—Vamos a darnos prisa antes de que se den cuenta de que hemos hecho algo.
Sus amigos se levantaron como pudieron para seguirla, y cuando se acercaban a los mastodontes que vigilaban la puerta trasera del Negro y Azul, a Michael lo asaltó un pensamiento repentino aunque reconfortante: la SRV les había pedido que lo hicieran. Tal vez les concedieran cierto margen para hacer cosas que «técnicamente» violaban la ley.
El matón de la izquierda fue el primero en verlos; miró a los tres adolescentes que se acercaban con expresión muy divertida. Sabía que le habían echado el ojo y seguramente se relamía ante la posibilidad de negarse a otro torpe intento de acceso al club. Se hizo crujir los nudillos y soltó una risotada socarrona al tiempo que propinaba un codazo a su compañero.
—Hazlo tú —susurró Michael a Sarah, pues se puso nervioso de pronto—. Ha sido idea tuya.
—Amén —añadió Bryson.
Se detuvieron a escasos metros de los gorilas. El que estaba a la derecha se sumó a su compañero para mirarlos.
—Dejad que adivine —dijo el de la izquierda. Michael vio que ambos hombres eran prácticamente idénticos—. ¿Queréis ofrecernos una piruleta para que os dejemos entrar a jugar? ¿Unos conejitos de gominola?
Su compañero soltó una risotada, como el restallido de un trueno.
—No perdáis el tiempo, chavales. Id a los recreativos a matar marcianitos. O al club de adolescentes que está al final de la calle. No os queremos ver la jeta por aquí.
Michael no podía creer lo nervioso que estaba. Había hecho un montón de locuras, pero ahora que se jugaba tanto, le temblaban las rodillas. Sarah, no obstante, parecía sentirse como pez en el agua.
—Os hemos robado el código —soltó, con tanta serenidad que asustó un poco a Michael—. Ahora mismo envío las pruebas. —Cerró los ojos durante unos breves instantes mientras enviaba los pocos archivos que habían robado, y luego lanzó una desagradable mirada a los gorilas. El farol estaba en marcha.
El hombre de la izquierda se quedó paralizado y abrió los ojos como platos; su compañero retrocedió, como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.
—Acabaréis con los huesos en la cárcel por esto —les espetó—. Apuesto a que hay alguien derribando la puerta de vuestra casa mientras hablamos.
—Ese es nuestro problema —respondió Sarah—. Ahora voy a empezar la cuenta atrás. Cuando llegue a cinco, enviaré unos cuantos rumores muy interesantes, que hemos rescatado del vertedero que es vuestro banco de datos, a todas las personas de vuestras listas de contactos. Si llego hasta diez, empezaremos a borrar cosas que no querríais que se borrasen.
—¡Mientes! —replicó el hombre situado a la derecha—. Y seré yo el que cuente. Cuando llegue a dos, empezaré a repartir puñetazos como loco. O a lo mejor empiezo a hackearos.
—Uno —dijo Sarah en voz baja—. Dos.
El gorila de la izquierda estaba poniéndose cada vez más nervioso.
—No te atreverás. ¡No puedes acceder a nuestra información personal!
—Tres. Cuatro. —Se volvió hacia Michael, que permanecía callado. En realidad estaba disfrutando del espectáculo—. Prepara la lista de distribución.
—La tengo —dijo él, intentando no reírse a toda costa.
Una vez más, Sarah miró de frente a los gorilas.
—Cin…
—¡Espera! —gritó el hombre de la derecha—. ¡Para!
—Os dejaremos entrar —anunció su compañero—. ¡Me importa una mierda! Pero tenéis que parecer mayores o nos buscaréis un problema.
—Está bien —respondió Sarah—. Vamos, chicos.
—Tío —dijo Bryson a uno de los hombres cuando pasaban por delante de él—. Después de lo que acabo de ver en tus archivos, espero que nunca tengas hijos.
El club Negro y Azul era prácticamente como Michael lo había imaginado, solo que un poco más ruidoso y más caluroso, y con tanta belleza humana que sabía que jamás vería nada igual en el mundo real. La música reventaba los tímpanos, retumbaba y bramaba desde unos gigantescos altavoces colgados del techo, y las luces estroboscópicas emitían destellos que cegaban al personal. Un resplandor rojo envolvía el ambiente, se proyectaba sobre las personas que bailaban, daban vueltas y saltaban sobre el suelo. El calor corporal inundaba la atmósfera, cálida y sofocante. Mirase a donde mirase, Michael no veía más que perfección. Peinados perfectos, atuendos perfectos, musculaturas perfectas, piernas perfectas.
«No son mi tipo», pensó sonriendo. Él prefería a las chicas normalitas, despeinadas y con restos de patatas fritas en la blusa.
—Vamos a dar una vuelta, ¡a encontrar a esa mujer! —gritó a los otros dos. Se preguntó si la aplicación para la lectura de labios era algo que se descargaban con frecuencia los habituales del local; no podía oírse ni a sí mismo.
Bryson y Sarah se limitaron a asentir en silencio. Empezaron a abrirse paso entre las hordas de guapos clientes.
El palpitante ritmo del bajo martilleaba como el yunque de un herrero la cabeza de Michael: martillazo, tras martillazo, tras martillazo. No lograba recordar si ya tenía dolor de cabeza antes de colarse en las narices de los gorilas, pero sin duda en ese momento sí lo sentía. Resultaba imposible moverse entre la gente que botaba, con esos brazos sudorosos rozando los suyos. Se encontró bailando sin pretenderlo mientras avanzaba, y Sarah parecía mortificada ante su falta de talento.
Pese a que pronunció la frase: «Qué mono eres», entornó los ojos al hacerlo.
Una marea de personas. Un ruido atronador y constante. Luces que los desorientaban. Y ese ritmo imparable. Michael ya estaba harto. Pero tenían que encontrar a esa persona llamada Ronika, quien, supuestamente, lo sabía todo. ¿Cómo iban a localizar a alguien en un sitio así?
Michael echó un vistazo a su alrededor y se dio cuenta de que Bryson y Sarah ya no estaban a su lado. Presa de un pánico repentino, se volvió de golpe y giró sobre sí mismo para localizarlos, llamándolos por sus nombres sin resultado. Estaba nervioso —se habían colado de forma ilegal, y eso lo inquietaba—, y que sus amigos hubieran desaparecido tan pronto era algo malo. Se detuvo y alguien lo empujó por detrás; recibió un codazo en el cuello. A pesar de la música ensordecedora, oyó la risa de una mujer.
Entonces cayó a través del suelo.
No cayó a través de una trampilla. Y el suelo no se había hundido. Fue como si, a pesar de que todo cuanto lo rodeaba continuaba ahí, su cuerpo se hubiera tornado inmaterial y translúcido, y se hubiera hundido, mientras la gente que bailaba a su alrededor ascendía hasta el cielo. Michael miró a toda prisa hacia abajo y contempló cómo sus piernas y su torso atravesaban las relucientes baldosas negras, como si fuera un fantasma.
Cuando su cabeza atravesó el suelo, cerró los ojos de forma instintiva y, al abrirlos de nuevo, apareció en una habitación en penumbra elegantemente amueblada. Se vio rodeado de sofás de cuero con botones, paneles de madera de caoba y lámparas de cristal tallado, y sus pies aterrizaron con suavidad sobre una lujosa alfombra persa. Bryson y Sarah se encontraban cerca, mirando a Michael como si hubiera llegado tarde a una fiesta. Sin embargo no había nadie más en aquella habitación.
—Hummm… ¿Qué acaba de ocurrir? —preguntó Michael. Ver a sus amigos lo reconfortó, aunque acabara de atravesar el suelo.
—Lo que ha ocurrido es que algo nos ha arrastrado hasta aquí —respondió Bryson—. Y eso significa que, a lo mejor, no nos hemos colado en el club con tanto disimulo como creíamos.
—¿Hola? —dijo Sarah—. ¿Quién nos ha traído hasta aquí?
Una puerta se abrió de golpe al fondo y proyectó un haz de luz que se desplegó en abanico sobre el suelo. Entró una mujer, y la única palabra que se le ocurrió a Michael para describirla fue: «¡Guau!». Ni guapa ni sexy ni vieja ni joven ni nada parecido. Le resultaba imposible adivinar qué edad tenía o tan siquiera decir si era fea o guapa. Pero su elegante vestido negro, su pelo canoso, su rostro inteligente… toda ella rezumaba autoridad.
Michael rogó que Bryson no dijera ninguna estupidez.
—Sentaos —indicó la mujer mientras se acercaba a ellos—. Debo decir que estoy impresionada por el farol que os habéis marcado ahí fuera, aunque los dos idiotas que han picado ya han sido despedidos. —Se sentó en un sillón de cuero con botones y cruzó las piernas—. He dicho que os sentéis.
Michael se dio cuenta de que los tres se habían quedado mirándola con la boca ligeramente abierta. Avergonzado, avanzó a toda prisa hacia el sillón situado a la derecha de la mujer y se sentó en el preciso instante en que Bryson y Sarah se acomodaban en el de la izquierda.
—Supongo que ya sabéis quién soy —dijo la mujer.
Michael no sabía si estaba enfadada o molesta. Jamás había percibido tanta neutralidad en la voz de alguien.
—Ronika —respondió Sarah con un susurro reverente.
—Sí, me llamo Ronika. —Fue dirigiendo su fría mirada a cada uno de ellos, uno por uno, y Michael quedó fascinado—. Estáis sentados en esta sala solamente por un motivo: tengo curiosidad. Vuestra edad y vuestro pasado no me dan ninguna pista de por qué estáis aquí. A juzgar por el rato que habéis pasado dando tumbos por ahí arriba, no estáis aquí para bailar.
—¿Cómo ha…? —Michael se calló antes de hacer la pregunta más idiota de toda su vida.
Estaba claro que esa mujer tenía los medios para averiguarlo todo sobre ellos. Sus dotes de hacker eran, sin duda, diez veces mejores que las de Michael. Nadie llega a ser dueño de un club, ni mucho menos de uno como el Negro y Azul, sin talento y un montón de dinero.
La mujer se limitó a mirarlo con las cejas enarcadas, lo cual constituía respuesta suficiente. Prosiguió:
—Quiero dejar algo claro: la reputación del Negro y Azul en la Red Virtual no es casualidad. Las personas que han intentado hacer lo que habéis hecho hoy han acabado en hospitales e incluso en manicomios. Responded a mis preguntas. Sed sinceros y os irá bien. Pero, os lo advierto, detesto el sarcasmo.
Michael cruzó una mirada con Sarah. Ella había conseguido que entraran; Michael sabía que en ese momento le tocaba a él. Daba la sensación de que Bryson siempre se iba de rositas.
—¿Por qué estáis aquí? —preguntó Ronika.
Michael carraspeó y se juró que no iba a permitir que la mujer se percatara de lo mucho que lo intimidaba.
—Nos dijeron que viniéramos porque buscamos información.
—¿Quién os envía?
—Un viejo barbero de Ciudad Sombría.
—Cutter.
—Sí, el mismo. —Michael estuvo a punto de bromear sobre el mal aliento del viejo, pero se contuvo.
Ronika hizo una breve pausa.
—Creo que ya conocía la respuesta a esa pregunta, pero ¿qué es lo que buscáis?
—Estamos buscando a Kaine. El jugador. —Michael supuso que bastaría con eso, aunque prosiguió—: Cutter mencionó algo sobre la «senda».
Bryson se levantó de pronto, con las manos en las sienes, y los ojos cerrados con fuerza.
—¡Oh, mierda! ¡Oh, mierda!
A Michael le dio un vuelco el corazón. Aquello no podía ser bueno.
—¿Qué? —preguntó Sarah.
Bryson dejó caer los brazos y abrió los ojos. Miró a Ronika.
—Mi localizador acaba de encenderse. Kaine sabe que estamos aquí. Está cerca.
Ronika no se inmutó en absoluto.
—Claro que está cerca —afirmó.