La propuesta
Michael sabía que la mayoría de las personas, cuando tenían la sensación de que incluso la Tierra había dejado de quererlas, cuando se sentían en el fondo de un agujero, acudían a su madre o a su padre. Puede que a algún hermano, quizá, o a una hermana. Y quienes no contaran con esos familiares podrían verse llamando a la puerta de alguna tía o un tío bisabuelo tercero.
Sin embargo, no era el caso de Michael. Él acudía a Bryson y a Sarah, los dos mejores amigos que uno podría tener. Lo conocían como nadie, y les daba igual lo que dijera, hiciera, llevara puesto o comiera. Y él les devolvía el favor siempre que lo necesitaban. Aunque su amistad tenía algo muy curioso.
Michael nunca los había visto en persona.
No literalmente, en cualquier caso. Aún no. Con todo, eran amigos en la Red Virtual, de los buenos. Los había conocido en los niveles iniciales de Sangre Vital, y habían ido intimando cada vez más, a medida que los superaban. Los tres habían sumado sus fuerzas casi desde el día en que se conocieron para ir avanzando en el juego de juegos. Eran el Trío Terrible, el Triplete de la Muerte, la Trilogía del Asedio. Los nicks que se habían puesto no les granjeaban muchas amistades —algunos los calificaban de engreídos; otros, de idiotas—, pero ellos se divertían y les daba igual.
El suelo del baño era duro, y Michael no podía quedarse ahí tirado para siempre, así que reunió fuerzas y se dirigió a su asiento favorito en todo el mundo.
El sillón.
Se trataba de un mueble normal y corriente, pero era el sitio más cómodo donde se había sentado jamás, era como hundirse en una mullida nube de fabricación humana. Debía dedicar un tiempo a pensar y necesitaba concertar un encuentro con sus mejores amigos. Se dejó caer con despreocupación sobre el asiento y miró por la ventana la lúgubre fachada gris del bloque de pisos de la calle de enfrente. Tenía aspecto de deprimente cortina de lluvia congelada.
Lo único que complementaba la desolación era un enorme cartel que anunciaba Sangre vital profunda de letras rojo sangre sobre fondo negro, nada más. Como si los diseñadores del juego fueran muy conscientes de que esas palabras eran lo único que necesitaban. Todo el mundo las conocía, y todos querían pasar a la acción, querían ganar el derecho a llegar allí algún día. Michael era como cualquier otro jugador, solo uno más del rebaño.
Estaba pensando en Gunner Skale, el jugador más importante jamás conocido en la Red Virtual. Pero el hombre había desaparecido de la parrilla hacía poco. Se rumoreaba que se lo había tragado la mismísima Profunda, que se había perdido en el juego que tanto amaba. Skale era una leyenda, y un jugador tras otro había ido en su búsqueda hasta los rincones más oscuros del Sueño, sin ningún resultado, por cierto. Al menos hasta ese momento. Lo único que deseaba Michael era alcanzar ese mismo nivel, convertirse en el nuevo Gunner Skale del mundo. Tenía que conseguirlo antes que ese nuevo tío que había aparecido en escena. Ese tal… Kaine.
Michael presionó el audiopad que llevaba en la oreja —el pequeño dispositivo metálico pinzado en el lóbulo—, y la pantalla de red y el teclado aparecieron con un destello ante él, suspendidos en el aire. El Boletín le mostró que Bryson ya estaba conectado y que Sarah había dicho que volvería a conectarse enseguida.
Los dedos de Michael empezaron a bailotear por las luminosas teclas rojas.
Mikethespike: Qué pasa, Bryson, déjate ya de espiar en los nidos de Gorgozon y hazme caso. Hoy he visto algo bastante chungo.
La respuesta de sus amigos fue casi inmediata; Bryson pasaba incluso más tiempo que Michael conectado o en el ataúd, y tecleaba a la velocidad de una secretaria con tres tazas de café en el cuerpo.
Brystones: Conque chungo, ¿eh? ¿Es que un poli de Sangre vital ha vuelto a perseguirte por las dunas? Recuerda ¡solo aparecen cada trece minutos!
Mikethespike: Ya te conté qué estaba haciendo. Tenía que evitar que esa tía saltara de un puente. Lo he hecho de pena.
Brystones: ¿Por qué? ¿Se tiró de cabeza?
Mikethespike: No quiero hablarlo aquí. Tenemos que encontrarnos en el Sueño.
Brystones: Tío, sí que tiene que haber sido chungo. Estábamos allí hace solo un par de horas. ¿Podemos vernos mañana?
Mikethespike: Nos reencontramos en el Deli. Dentro de una hora. Que Sarah también vaya. Tengo que ducharme, huelo a sobaco.
Brystones: Menos mal que no nos encontramos en la vida real. No soy muy fan del olor a tigre.
Mikethespike: Ya que lo dices, hay que hacerlo. Lo de vernos en la vida real. No vives tan lejos.
Brystones: Pero el Despertar es un rollazo. ¿Para qué vernos?
Mikethespike: Porque es lo que hacen los humanos. Se conocen y se estrechan la mano real.
Brystones: Prefiero darte un abrazo en Marte.
Mikethespike: Nada de abrazos. Nos vemos dentro de una hora. ¡Trae a Sarah!
Brystones: Nos vemos. Ve a frotarte esos sobacos apestosos.
Mikethespike: He dicho que olía a sobaco, no que me olieran… Da igual. Nos vemos.
Brystones: Desconecto.
Michael volvió a presionar el audiopad y vio cómo desaparecían la pantalla de red y el teclado, como si los hubiera borrado de un soplo de viento. Luego, tras un último vistazo al anuncio de Sangre vital profunda —sintiendo sus letras rojas sobre negro como una burla y obsesionado con los nombres de Gunner Skale y Kaine—, se fue directo a la ducha.
La Red Virtual era un entorno curioso. Su realismo era tal que a veces Michael deseaba que su tecnología no fuera tan avanzada. Como en las ocasiones que se sentía acalorado y sudaba, o cuando tropezaba y se doblaba un dedo del pie, o cuando alguna chica le daba un bofetón en la cara. El ataúd conseguía que experimentase hasta la más mínima sensación; la única alternativa era activar la opción de menos información sensorial, pero ¿para qué molestarse en jugar si no lo hacía en serio?
Sin embargo, el mismo realismo que generaba dolor y malestar en el Sueño, en ocasiones, también ofrecía un aspecto positivo. La comida. Sobre todo cuando a uno se le daba tan bien la manipulación del código que podía conseguir lo que quisiera con algo de calderilla. Se cerraban los ojos para acceder al código fuente, se manipulaban unas cuantas líneas de programación y voilà: un festín por la cara.
Michael estaba sentado con Bryson y Sarah en su mesa de costumbre, en la terraza del Dan the Man Deli. Engullían una bandeja enorme de nachos Groucho, mientras, en el mundo real, el ataúd estaba alimentándolos con nutrientes auténticos y saludables por vía intravenosa. Nadie podía sobrevivir recurriendo únicamente a la función nutricional del ataúd —no era algo diseñado para alimentar una vida humana durante meses—, pero, sin duda, resultaba muy agradable en las sesiones largas. Y la mejor parte era que solo engordabas durante el Sueño si te habías programado para que ocurriera, sin importar cuánto comieras.
A pesar de la deliciosa comida, la conversación enseguida adquirió un tono deprimente.
—Lo he leído en el InfoBlog en cuanto me lo ha contado Bryson —dijo Sarah. Su apariencia en la Red Virtual era favorecedora: una cara bonita, una larga melena castaña, la piel morena y casi sin maquillaje—. En la última semana, más o menos, se han producido un par de recodificaciones de núcleo. Me pone los pelos de punta. Se rumorea que el tal Kaine está atrapando a la gente en el Sueño, no se sabe cómo, y que no los deja Despertar. Algunos se han suicidado. ¿Podéis creerlo? Es un ciberterrorista.
Bryson estaba asintiendo en silencio. Parecía un jugador de fútbol americano que se hubiera quedado tonto: corpulento, ancho de espaldas y siempre haciendo comentarios fuera de tono. Decía que iba tan salido en el mundo real que necesitaba huir de las mujeres mientras estaba en la Red Virtual.
—¿Que se te ponen los pelos de punta? —repitió el chico—. Nuestro buen amigo, aquí presente, ha visto a una tía meterse los dedos en la sesera y arrancarse el núcleo, tirarlo por ahí y luego saltar desde un puente. Lo de los pelos de punta se queda corto.
—Está bien, supongo que necesito una expresión más fuerte —respondió Sarah—. La cosa es que está ocurriendo algo, y que hay un jugador al que culpan de ello. ¿Cuándo se ha oído eso de que la gente hackee su propio sistema para suicidarse? La Seguridad de la Red Virtual nunca había tenido ese problema.
—A menos que la SRV haya estado ocultándolo —añadió Bryson.
—¿Quién haría algo como lo que hizo esa chica? —masculló Michael, más para sí mismo que para los demás. Conocía bien el entorno del juego, y los suicidios en el Sueño nunca habían sido frecuentes. Los suicidios reales, en cualquier caso—. Hay gente a la que le gusta sentir el subidón de eliminarse en el sueño sin las consecuencias reales, pero esto no lo había visto nunca. La habilidad y el conocimiento necesarios para arrancarse el núcleo… creo que yo no podría hacerlo. ¿Y ahora resulta que son varios a la semana?
—¿Y qué hay de ese jugador, el tal Kaine? —preguntó Bryson—. He oído que es muy bueno, pero ¿cómo es posible que alguien retenga a otra persona en el Sueño? Debe de ser una trola.
La gente de las mesas de alrededor se había quedado en silencio, y ese nombre parecía retumbar en la atmósfera de la sala. Todos miraban a Bryson, y Michael entendía el porqué. Kaine estaba volviéndose muy impopular y la mención de su nombre hacía palidecer a quien lo escuchaba. En los pasados meses, había estado infiltrándose en todas partes, en los juegos y hasta en chats privados, aterrorizando a sus víctimas con visiones y atacándolas físicamente. Michael no se había enterado de que retenía a la gente hasta lo ocurrido con Tanya. Sin embargo, el nombre de Kaine invadía el mundo virtual, como si estuviera acechando, sin que uno pudiera verlo, fuera a donde fuera. Bryson se las daba de valiente, pero no era más que un bocas.
Michael se encogió de hombros mirando a los demás clientes de la cafetería y se centró en sus amigos.
—Tanya no paraba de decir que era culpa de Kaine. Que él la tenía atrapada y que ella no podía aguantar más. Dijo algo sobre el robo de cuerpos. Y sobre algo llamado KillSims. Os lo juro, incluso antes de que la tomara con el núcleo, vi en su mirada que hablaba muy en serio. Seguro que se había topado con Kaine en algún sitio.
—No sabemos mucho sobre el tío que está detrás de Kaine —comentó Sarah—. He leído todo lo que han escrito acerca de él, pero eso es lo único que hay: historias. Nadie tiene ni una sola exclusiva sobre el jugador. Ni una sola foto, ni un archivo de audio, ni de vídeo, nada. Es como si no fuera real.
—Es la Red Virtual —apostilló Bryson con ironía—. Las cosas no tienen que ser reales para existir en la realidad. En eso consiste todo.
—No. —Sarah negó con la cabeza—. Es un jugador. Una persona. Está tumbado en un ataúd. Con toda la publicidad que se le ha dado deberíamos saber más cosas sobre él. Los medios deberían estar hablando todo el rato sobre ese tío. Como mínimo la SRV debería ser capaz de localizarlo.
A Michael le parecía que no estaban llegando a ninguna parte.
—Oye, volved a hacerme caso, tíos. Se supone que estoy traumatizado y se supone que vosotros tenéis que conseguir que me sienta mejor. Hasta ahora, estáis haciéndolo de pena.
Bryson puso cara de sincera preocupación.
—Eso es verdad, tío. Lo siento, pero me alegro de que te haya pasado a ti y no a mí. Sé que eso de la negociación para que alguien no se suicide es parte de la experiencia de Sangre vital, pero ¿quién iba a pensar que la tuya sería real? Apuesto a que estaría sin dormir una semana después de ver algo así.
—Sigues haciéndolo de pena —respondió Michael con una risa desganada. En realidad ya empezaba a sentirse un tanto mejor por el simple hecho de estar con sus amigos, aunque había algo en su interior que intentaba abrirse paso para salir. Algo oscuro, con enormes fauces, que no quería que Michael lo ignorase.
Sarah se inclinó en su dirección y le dio un apretón en el brazo.
—Ninguno de nosotros puede imaginar cómo habrá sido —le dijo con dulzura—. Y seríamos idiotas si fingiéramos saberlo. Pero siento que haya ocurrido.
Michael se ruborizó y se quedó mirando al suelo. Afortunadamente Bryson los devolvió a la realidad.
—Tengo que ir al baño —anunció, y se levantó. Había que hacer ese tipo de cosas incluso dentro del Sueño, mientras el cuerpo real se ocupaba del asuntillo en el ataúd. Todo estaba pensado para experimentarlo de forma realista. Todo.
—Encantador —comentó Sarah suspirando mientras dejaba de apretar el brazo de Michael y volvía a acomodarse en su silla—. Sencillamente encantador.
Hablaron durante una hora más, aproximadamente, para terminar prometiendo, como siempre, que pronto se reunirían en el mundo real. Bryson les dijo que, si no se habían visto a finales de mes, empezaría a cortar un dedo, a diario, hasta que lo hicieran. Un dedo de Michael, no suyo. El comentario provocó una carcajada muy necesaria para todos.
Los tres se despidieron en un portal. Michael se elevó de regreso al Despertar y pasó por el proceso habitual en el interior del ataúd hasta que pudo salir. Mientras iba hacia el sillón, dirigió la mirada de forma inconsciente hacia el enorme anuncio de Sangre vital que se veía por la ventana. Después pasó por ese instante, ya habitual, de fugaz anhelo y babeo figurado. Estuvo a punto de sentarse, pero cambió de opinión, pues sabía que, con lo agotado y dolorido que estaba, no volvería a levantarse. Y odiaba quedarse dormido en el sillón; siempre se despertaba con agujetas en partes imposibles del cuerpo.
Suspiró e, intentando no pensar en esa chica llamada Tanya que se había suicidado delante de sus narices, consiguió llegar hasta la cama. Luego durmió toda la noche sin soñar.
Salir de la cama a la mañana siguiente fue como romper una crisálida. Pasaron veinte minutos antes de que la parte inteligente de su cerebro convenciera a la parte estúpida de que fingir que estaba enfermo para no ir al colegio no era una buena idea. Ya había faltado a clase siete veces ese semestre. Una o dos veces más, y empezarían a tener mano dura con él.
Durante la noche, el dolor por la caída en picado con Tanya a la bahía no había hecho más que aumentar, y la extraña sensación interior todavía le revolvía el estómago. Sin embargo, logró llegar, como pudo, a la mesa del desayuno, donde su niñera, Helga, acababa de servir un plato de huevos con beicon. Una niñera, el maravilloso equipo para acceder a la Red Virtual, un bonito piso… Tenía mucho que agradecer a sus adinerados padres. Viajaban con frecuencia, y, en ese momento, Michael era incapaz de recordar cuándo se habían marchado o cuándo iban a volver. Pero se lo compensaban con el montón de regalos que le hacían. Entre el colegio, la Red Virtual y Helga, apenas tenía tiempo de echarlos de menos.
—Buenos días, Michael —dijo Helga con acento alemán, muy leve aunque todavía perceptible—. Espero que hayas dormido bien, ¿sí?
Él emitió un gruñido, y ella sonrió. Por eso le encantaba Helga. Ni se enfurruñaba ni se ofendía si lo único que te apetecía era gruñir como un animal que despertaba de la hibernación. Ella no se escandalizaba.
Además, su comida era deliciosa. Casi tan buena como la de la Red Virtual. Michael engulló hasta la última miga del desayuno, luego salió a coger el tren.
Las calles estaban abarrotadas: trajes, faldas y tazas de café hasta donde alcanzaba la vista. Había tantas personas que Michael habría jurado que estaban multiplicándose como células reproductoras ante sus propios ojos. Todas tenían la mirada habitual, perdida, aburrida, que el chico conocía tan bien. Como él, habían sufrido durante sus deprimentes jornadas de trabajo o estudio hasta que podían regresar a casa y volver a entrar en la Red Virtual.
Michael se incorporó al flujo de transeúntes, esquivando a los pasajeros de los trenes de cercanías a izquierda y derecha, y llegó hasta la avenida principal, luego giró a la derecha por su atajo de siempre: un callejón de sentido único lleno de cubos de basura y montañas de desperdicios. No lograba entender por qué esos residuos nunca llegaban al interior de los grandes contenedores metálicos. Sin embargo, en una mañana como aquella, la perspectiva de compartir la calle con bolsas de patatas vacías y pieles de plátano tiradas en el suelo hacía que la masa en movimiento quisiera salir de allí pitando.
Había recorrido el callejón hasta la mitad cuando el chirrido provocado por el frenazo de unos neumáticos lo hizo parar en seco. El rugido de un motor retumbó desde el final de la calle, y Michael se volvió de golpe. En cuanto vio el coche que se aproximaba —de opaca carrocería gris, como una tormenta agonizante—, lo supo. Supo que ese vehículo estaba allí por él y que aquello no iba a tener un final feliz.
Dio media vuelta y echó a correr, convencido de que, sin importar quién se hubiera propuesto seguirlo, había planeado acorralarlo en aquel callejón. El final parecía a kilómetros de distancia; jamás lograría llegar hasta allí. El rugido del motor aumentaba de volumen a medida que iba acercándosele y, pese a las experiencias tan peculiares y aterradoras que Michael había tenido en el sueño, el terror afloró en su pecho. Un terror real. «Vaya manera de acabar: aplastado como un bicho en un callejón plagado de basura», pensó.
No se atrevió a mirar hacia atrás, pero podía sentir cómo se aproximaba el coche. Estaba cerca, y él no tenía forma de escapar. Dejó de intentar huir y se agazapó detrás del siguiente montón de basura. El vehículo frenó en seco mientras él rodaba por el suelo y se levantaba de un salto, listo para salir corriendo en dirección contraria. La puerta trasera del sedán se abrió de golpe, y salió un hombre elegantemente vestido, con el rostro cubierto por un pasamontañas de color negro y los ojos clavados en Michael, mirando por los agujeros del tejido. El chico se quedó paralizado, tan solo un instante, aunque fue suficiente. El hombre lo derribó y su cuerpo impactó contra el suelo.
Michael abrió la boca para gritar, pero una fría mano le tapó la cara y lo silenció. El pánico le atravesó el cuerpo, como una espada candente, y la adrenalina fluyó por su organismo mientras se retorcía y empujaba a su atacante. Sin embargo, el hombre era demasiado fuerte y puso a Michael boca abajo, reteniéndolo con los brazos a la espalda.
—Deja de luchar —ordenó el desconocido—. Nadie va a hacerte daño, pero no tenemos tiempo para tonterías. Necesito que subas al coche.
Michael tenía la cara pegada al asfalto.
—¿De veras? ¿Estaré seguro? Es justo lo que estaba pensando.
—Cierra ese piquito de oro, mocoso. No podemos permitir que nadie descubra nuestra identidad. Ahora sube al coche.
El hombre se incorporó y levantó a Michael consigo.
—Tu culo —espetó el desconocido e hizo una pausa dramática—. Mételo en el coche.
Michael realizó un último y penoso intento de zafarse, pero fue inútil. El hombre lo agarraba con una fuerza descomunal. Michael no tuvo más opción que hacer lo que le ordenaban. La lucha lo había dejado sin fuerzas, y permitió que el hombre lo colocara en el asiento trasero del coche, donde se apretujó junto a otro individuo con pasamontañas. La puerta se cerró de golpe, y el vehículo salió pitando, con el chirrido de las ruedas reverberando contra las paredes del desfiladero de cemento.
Cuando el coche salió a toda pastilla del callejón para incorporarse a la calle principal, Michael empezó a pensar a toda prisa: ¿quiénes eran esas personas y adónde lo llevaban? Una nueva oleada de pánico volvió a invadirlo, y reaccionó. Le clavó el codo en la entrepierna al tío que tenía a la izquierda, luego se lanzó hacia la puerta mientras el hombre se retorcía de dolor y soltaba unos tacos que habrían ruborizado incluso a Bryson. Michael acababa de poner los dedos sobre la manija de la puerta cuando el primer matón lo echó hacia atrás de un tirón, rodeándolo por el cuello con un brazo. El hombre apretó con fuerza hasta que Michael empezó a jadear, intentando respirar.
—Déjalo ya, chico —le dijo con demasiada calma.
Por algún motivo, esas eran las últimas palabras que Michael deseaba escuchar. Empezó a sentir como se le hinchaba el pecho de rabia y luchó por zafarse de su captor.
—¡Déjalo ya! —gritó esta vez el desconocido—. Deja de comportarte como un crío y tranquilízate. Ya te he dicho que no vamos a hacerte daño.
—Pues ahora está haciéndome daño —espetó Michael entre toses.
El hombre lo soltó.
—Compórtate y esto será lo peor que te ocurra. ¿Aceptas el trato, chico?
—Está bien —respondió Michael a regañadientes, porque ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Pedir que le dieran un tiempo para pensarlo?
El hombre pareció relajarse con la respuesta.
—De acuerdo. Ahora, siéntate bien y cierra el pico —le ordenó—. Espera, no, antes, discúlpate con mi amigo, lo que has hecho ha sido del todo innecesario.
Michael miró al tipo que tenía a su izquierda y se encogió de hombros.
—Lo siento. Espero que todavía puedas tener hijos.
El hombre no respondió, pero la mirada que le lanzó a través del pasamontañas fue implacable. Apocado por la ira del hombre, Michael miró hacia otro lado. La adrenalina ya no fluía, se le habían acabado las fuerzas, y estaban llevándolo por la ciudad cuatro hombres con pasamontañas negros.
La situación no pintaba muy bien.
Realizaron el resto del trayecto en completo silencio. Sin embargo, a Michael seguía latiéndole el corazón al ritmo de la batería de un grupo de heavy metal. Pensó que ya había pasado miedo antes. Se había visto en incontables situaciones horrorosas en la Red Virtual que parecían del todo reales. Pero es que esa era real. Y sentía más miedo del que hubiera experimentado jamás. Se preguntó si podría morir de un infarto a la tierna edad de dieciséis años.
Como si fuera una broma de mal gusto, cada vez que miraba por la ventanilla, veía los carteles de Sangre vital profunda. Aunque la diminuta parte optimista de su cerebro no paraba de decirle que, de alguna forma, saldría de aquella vivo, él sabía que ser secuestrado por hombres encapuchados no era algo que acabara bien en la mayoría de los casos. Los anuncios no hacían más que recordarle que su sueño de llegar a la Profunda seguramente no se haría realidad.
Al final llegaron a las afueras de la ciudad y entraron en el gigantesco aparcamiento del estadio en el que jugaban los Falcons. Estaba desierto, el conductor se dirigió a la primera fila, paró el coche y puso el freno de mano; la imponente estructura se alzaba frente a ellos. Había una señal en esa plaza de aparcamiento que indicaba: RESERVADO. SE AVISA GRÚA.
Se oyó un pitido procedente de algún lugar del coche, seguido por un crujido en el exterior y el traqueteo de algún mecanismo. De inmediato el vehículo empezó a hundirse en el suelo, y a Michael le dio un vuelco el corazón. Mientras descendían, la luminosidad del día no tardó en fundirse con la iluminación de los fluorescentes del interior.
Al final el coche se detuvo con un ligero sobresalto. Michael miró a su alrededor y vio que estaban en un enorme aparcamiento subterráneo con al menos una docena de coches estacionados a lo largo de una pared. El conductor retiró el freno de mano, ocupó una plaza libre y apagó el motor.
—Ya hemos llegado —anunció.
Michael pensó que era un comentario innecesario.
Dieron dos opciones a Michael: podían llevarlo a rastras tirando de él por los pies, para que viera el asfalto de cerca, o podía acompañarlos caminando por sus propios medios sin intentar ninguna tontería. Escogió la segunda opción. Mientras avanzaban a su lado, el corazón le latía con tanta fuerza que creía que iba a salírsele del pecho.
Los cuatro hombres lo hicieron cruzar una puerta, recorrer un pasillo y lo llevaron por otra puerta hasta una gran sala de reuniones. O al menos eso le pareció la habitación a Michael, a juzgar por la alargada mesa de madera de cerezo, los acolchados sillones de cuero y la tarima iluminada del rincón. Le sorprendió ver que solo los esperaba una persona: una mujer. Era alta y de larga melena negra, ojos grandes y almendrados. Era preciosa y aterradora al mismo tiempo.
—Dejádmelo a mí —dijo. Tres palabras pronunciadas con dulzura que, no obstante, provocaron que los hombres salieran prácticamente espantados por la puerta y la cerraran detrás de sí, como si la temieran más que a cualquier otra cosa en el mundo.
Esos impactantes ojos se clavaron en el rostro de Michael.
—Me llamo Diane Weber, pero tú te dirigirás a mí llamándome agente Weber. Por favor, toma asiento. —Hizo un gesto para señalar la silla más próxima al chico, y él tuvo que armarse de valor para esperar antes de sentarse. Se obligó a contar hasta cinco, a observarla, a intentar no desviar la mirada. Luego hizo lo que ella le había pedido.
Ella se acercó y se sentó a su lado, luego cruzó sus largas y hermosas piernas.
—Siento todo el follón que se ha montado para traerte hasta aquí. Lo que estamos a punto de hablar es de una urgencia y confidencialidad extremas, y no quería perder ni un minuto… preguntando.
—Estoy faltando a clase. Preguntar no hubiera estado mal. —En cierta forma, ella lo había tranquilizado, y eso le molestó. Estaba claro que era una manipuladora, que utilizaba su belleza para ablandar el corazón de los hombres—. En cualquier caso, ¿para qué me necesitan?
Al sonreír, ella dejó a la vista una dentadura perfecta.
—Eres un jugador, Michael. Con excelentes habilidades para la codificación.
—¿Es una pregunta?
—No, es una afirmación. Estoy contándote por qué estás aquí, porque tú me lo has preguntado. Sé más de ti de lo que tú sabes. ¿Lo entiendes?
Michael tosió. ¿Al final iba a tener que pagar por todas sus tretas como hacker?
—¿Estoy aquí porque soy un jugador? —preguntó, esforzándose por hablar con firmeza—. ¿Porque me gusta pasar el rato haciendo el tonto en el Sueño y manipular un poco el código? ¿He hecho algo que la haya dejado fuera del primer puesto en algún lugar? ¿He robado en su restaurante virtual?
—Estás aquí porque te necesitamos.
Esas palabras supusieron una pequeña inyección de valentía para Michael.
—Mire, no creo que mi madre aprobase que saliera con una mujer mayor. ¿Ha probado a ir a los barrios donde están los picaderos? Estoy seguro de que una mujer atractiva como usted encontraría…
Una mirada de rabia afloró en el rostro de la mujer de forma tan súbita y repentina que Michael cerró el pico, luego se disculpó antes de arrepentirse.
—Trabajo para la SRV —aclaró ella—. Tenemos un grave problema en la Red Virtual y necesitamos ayuda. También conocemos muy bien tus dotes de hacker, así como las de tus amigos. Pero si crees que no vas a poder dejar de comportante como un crío de diez años, recurriré al siguiente de la lista.
Con solo tres frases había conseguido que Michael se sintiera como un completo idiota. Y en ese momento lo único que deseaba era saber de qué demonios estaba hablando esa mujer.
—Vale, lo siento. Los secuestros lo desestabilizan a uno. A partir de ahora seré bueno.
—Eso está mejor. —Ella hizo una pausa, descruzó las piernas y las volvió a cruzar—. Estoy a punto de decirte cinco palabras, si repites alguna vez estas cinco palabras a otro ser humano sin que haya sido una orden explícita nuestra, la consecuencia más leve será una condena de cadena perpetua en una cárcel que, para la población en general, no existe.
La curiosidad reconcomía a Michael, pero las palabras que había pronunciado la mujer lo hicieron esperar.
—Entonces ¿no van a matarme?
—Hay cosas peores que la muerte, Michael —respondió ella frunciendo el ceño.
El chico se quedó mirándola, deseando en parte rogarle que lo dejara marchar sin decir ni una palabra más. Sin embargo le pudo la curiosidad.
—Está bien. Nada de repetir… Dispare.
El labio inferior de la mujer tembló ligeramente cuando pronunció las palabras, como si lo dicho removiera algo que tenía muy adentro:
—La Doctrina de la Mortalidad.
La sala se sumió en el silencio —total y absoluto—, y la agente Weber se quedó mirándolo.
¿Qué significarían aquellas cinco palabras que podían costarle la libertad?
—¿Estoy perdiéndome algo? —preguntó—. ¿La Doctrina de la Mortalidad? ¿Qué es eso?
La agente Weber se inclinó hacia delante, con una mirada incluso más intensa que antes.
—Al escuchar estas palabras, te has comprometido a unirte a nosotros.
Michael se encogió de hombros, era la única reacción que le parecía segura.
—Pero necesito oír cómo las pronuncias —añadió—. Necesito que verbalices tu compromiso. Necesitamos tus habilidades en la Red Virtual.
Ese pequeño espaldarazo al orgullo de Michael hizo que volviera a ser él mismo un instante.
—Quiero saber de qué se trata.
—Eso está mejor. —La mujer volvió a recostarse en su asiento, y la tensión en el ambiente se aligeró un poco—. La Doctrina de la Mortalidad. En este momento sabemos muy poco sobre ella. Es algo oculto en la Red Virtual, en algún lugar externo al entorno conocido. Alguna clase de archivo o programa que podría provocar un daño grave no solo a la Red Virtual, sino también al mundo real.
—Suena interesante —murmuró Michael, aunque se arrepintió de inmediato.
Por suerte, ella pasó el comentario por alto. La verdad era que él ya imaginaba que existía una parte secreta en la Red Virtual. Y quería saber dónde se encontraba.
—Esa… doctrina podría acabar con la humanidad y con el mundo tal como lo conocemos. Dime, Michael, ¿has oído hablar de un jugador que se hace llamar Kaine?
El nombre dio un vuelco al corazón del chico. Esa chica, Tanya… Volvió a recordar su rostro, así como sus palabras. La forma en que Kaine estaba atormentándola. Michael se agarró a los brazos de su asiento, porque de pronto sintió que volvía a caer desde el puente. ¿Qué relación tenían todas esas cosas?
—He oído hablar de Kaine —afirmó—. Vi cómo se suicidaba una chica… Ella lo mencionó.
—Sí, lo sabemos —admitió la agente Weber—. Esa solo es una parte del motivo por el que estás aquí. Eres testigo de lo mal que están poniéndose las cosas. Hemos logrado vincular a Kaine con la Doctrina de la Mortalidad, y está todo relacionado con casos similares a lo que presenciaste. Hay personas retenidas en la Red Virtual y que se ven abocadas a decodificar sus propios núcleos. Es el peor ciberterrorismo con el que nos hemos topado.
—¿Por qué estoy aquí? —le preguntó Michael con la voz rota, al tiempo que sentía una embarazosa falta de confianza—. ¿Cómo puedo ayudar?
La mujer permaneció callada un instante.
—Hemos encontrado a personas comatosas dentro de sus ataúdes. Los tacs han demostrado que existe lesión cerebral, como si hubieran sido víctimas de algún experimento enfermizo. Están en estado vegetativo. —Volvió a callarse—. Tenemos pruebas que demuestran la implicación de Kaine. Y, en cierta forma, está todo relacionado con ese programa de la Doctrina de la Mortalidad, oculto en alguna parte de la Red Virtual. Necesitamos localizar tanto al hombre como la Doctrina de la Mortalidad. ¿Nos ayudarás?
Lo preguntó con demasiada despreocupación, como si estuviera pidiéndole que fuera a la tienda, en un momento, a comprar leche y pan. Michael quería salir corriendo. En realidad, en ese instante, quería muchas cosas —un viaje en el tiempo hubiera estado genial—, pero, siendo realista, lo que de verdad deseaba era estar en su habitación y en su cama, en su ataúd, evadirse con algún estúpido juego de deportes, en el nivel para principiantes, ir al Dan the Man Deli, comer patatas azules, quedar con Bryson y con Sarah, ver una peli, leer un libro, ver a sus padres regresando de viaje, y no volver a oír hablar jamás de todo aquello.
No obstante, le salió una palabra de la boca, y no fue consciente de su seguridad hasta que se oyó pronunciándola.
—Sí.