En ausencia de Christian y fin

En ausencia de Christian, y asumiendo ya esta ausencia como definitiva, fue capaz de mirar alrededor deteniendo a su antojo la velocidad de las cosas. Así las hojas del sauce se movieron muy despacio contra la brisa, y las pocas nubes que cruzaban la luna llena se acomodaron al pulso de su mirada. Y los últimos invitados de la fiesta demoraron sus pasos hasta la verja, entre ellos el joven suizo y Filippo riendo sus propias ocurrencias, sin girarse a mirarle, y en la sala de baile, Mónica se detuvo un segundo junto a la ventana, para sonreír a un hombre que ya no era él, y hasta encendió un cigarrillo, e improvisó gestos encantadores que él ya conocía, y luego, después de mirar al jardín sin verle, o tal vez precisamente al verle, o simplemente intuyendo su presencia o a lo mejor sin pensar siquiera en él ni recordar ya su nombre, pues no todo giraba en torno a Sebastián, por más que a él le costase tanto trabajo aceptarlo, Mónica, que no era ni una maga, ni una adivina, ni una rosa, ni una musa, cerró por fin la ventana.

Y al cerrarse esa ventana, sintió que su vida se acababa, sin pedirle siquiera permiso. Y sintió, con enorme alivio, que ya no era responsable de lo que sucediera después. Pero tampoco se engañaba, sus camisas por bien planchadas que estuvieran, y nunca lo estaban, olían siempre a lo mismo. ¿Qué sentido tenía entonces seguir imaginándose distinto? ¿Para quién fingir? Todo lo que sentía ahora lo había sentido antes, al cerrarse otras ventanas, y no fue del todo cierto.

Y sin embargo quería regalarse, precisamente en la Embajada suiza, flores distintas. Si no esta noche, tal vez otra, y si no aquí, porque estaba ya acostumbrado a fracasar puntualmente, en otro sitio, pero tendría que encontrar, algún día, para su oficio de bufón, un rey mejor y más magnánimo, y otras noches y días de esa lluvia de antaño, y sueños que no se rieran de él.

¿No merecía una oportunidad más, un segundo al menos? Si no podía regalarse eso, ¿qué le quedaba? ¿Y por qué ayer, precisamente ayer, iba a empañar toda su vida?

El monstruo que imaginó que era poco a poco se estaba quedando dormido.

La sangre de sus manos se iba, después de todo, con el agua de un solo río.

Y cuanto más limpio se sentía más claramente recordaba.

Tal vez ayer, no ayer mismo, pero en ese ayer anterior, que le descuartizaba cada mañana desde entonces, había enredado sin saberlo su lícito dolor con una ilícita venganza, y por eso ahora, ya más sabio, decidía por fin refugiarse en un sentimiento nada peligroso, puede que el último sentimiento inocente que le restaba. Al ver a Mónica cerrar la ventana y apartarse de ella hasta desaparecer de su vista, sintió alivio. Sebastián repitió en su cabeza esa palabra, como si hubiese descubierto un medicamento milagroso para una enfermedad común, por no decir vulgar, y sin lugar a dudas devastadora.

Alivio era al fin y al cabo todo lo que buscaba desde un principio.

No quería, en realidad, jugar al polo en las antípodas de sí mismo, ni conquistar o reconquistar nada, no quería vencer ni ser vencido, sólo quería que algo o alguien, y al final nada, le aliviara del peso imposible de sus cosas. Aquí podrían haber sonado violines, que no sonaron, pero igualmente se arregló la chaqueta y se peinó un poco, tirando de su pelo hacia atrás como hacía cuando ella le miraba, y dueño de una atención que nadie le prestaba, se sintió por un instante, si no valiente, sí al menos dispuesto.

Las Alicias de uno y otro lado del espejo tendrían entonces que esperar, porque este momento era suyo, y no había reflejo que le devolviera lo perdido, ni pensaba ya buscarlo. No era más insensato que el resto de los profetas que juran lo que sólo intuyen y niegan lo que de verdad saben, ni mentía menos ni peor que el resto de las mujeres que le habían amado pero no lo suficiente. Por una vez en su vida, no pedía nada. Sólo se peinaba, tranquilamente y respiraba en el jardín con el mismo derecho que cualquiera.

También sabía, y lo sentía ya, que si algún día conseguía salir de aquí, si se alzaba por encima de esta derrota siquiera un palmo, no volvería a mirar atrás y sería inmisericorde con los caídos, y no reconocería a ninguno de sus compañeros de desgracia, pues tal era su cruel naturaleza, o tal vez la naturaleza misma de la supervivencia. Ahora que estaba ya a punto de dar el primer paso a donde fuera que fuese, y ya con la arrogancia de los que se sienten capaces de andar, por más que no anden todavía, repasó cuidadosamente su sombra, para descubrirse de cuerpo entero, por primera vez.

Y decidió que no importaba cuántas ventanas cerradas, por él o por otras manos, se encontrase en su camino, volvería sin duda a intentarlo.

No hoy, por supuesto. Tal vez mañana, con un poco más de fuerza, un poco más de coraje, tal vez ayudado por un buen desayuno. Unos huevos con bacon, un café bien cargado, un poco de ejercicio, tal vez después de una noche sin sueños envenenados por el amor perdido.

Decidió allí, junto al sauce, que tenía todo el derecho a volver a intentarlo, y que nada ni nadie le impediría amar de nuevo.

Y decidió que finalmente se pondría en pie, pero no justo ahora.

Y tal vez amparado en ese coraje futuro, que ya intuía, consiguió tener por su figura, por su chaqueta de Paul Smith mal planchada, por su pelo, sus ojos, sus manos, su sombra alargada a la luz de la luna del jardín de la Embajada suiza, algo de cariño, y no poca nostalgia. Volvería a querer, de eso no le quedaba ya ninguna duda, y tal vez (seguramente en realidad, para qué engañarse más), volvería a querer lo que ya había querido. Y hasta puede que se presentase la misma mujer, u otra muy parecida, con un vestido distinto, más largo, más corto, más alegre, más serio, más sensato, e incluso tratase de engañarle con un nuevo peinado, pero sería la misma. Una sola mujer y un solo vestido. Una verdad recordada, en lugar de una mentira repetida. Sólo ella, y nada extraño. Su cabello en la almohada abandonado como una fortuna dilapidada, y un Dios mejor para una vida distinta, las venas azules de sus pies, su olor, tan diferente al resto de los olores del mundo, la casa de empeño cerrada y nada más que dar, y mirarla para siempre mientras duerme. Su tiempo, detenido y entregado. Nada de lo que ella o él dijeron, pero todo lo que fue, y un segundo al lado de la mujer amada, que dura todavía.

Y por qué no morir, finalmente, amando.

¿Hay mejor ocupación? ¿Existe acaso una manera mejor de pasar el tiempo, de recorrer ciudades, de darle su sentido a cada plato de sopa?

¿Por qué no hablar de amor todo el tiempo y de nada más?

¿Con qué corazón iba a querer sino con el suyo? ¿Para qué enterrar a los muertos, si sus nombres permanecen firmes sobre la tierra del cementerio? De lo perdido que no se olvide nada. El hombre que muere no conserva derecho alguno sobre el hombre que ha vivido. Sebastián supo, y lo supo junto al sauce, que cualquier forma de amor le recordaría siempre y dolorosamente al amor que conocía. Pero no encontró en ello ningún mal, y se abrazó al amor que fue capaz de dar un día, como una madre se abraza a los soldados que no regresan de la batalla. Nadie puede negar que fueron, piensa la madre de todos los soldados caídos, y así piensa Sebastián, que nadie puede ni tiene por qué negarle la oportunidad de haber sido. De haber amado, de haber besado, de haber intentado ser muy distinto de lo que es ahora.

Algún día, y eso también lo supo entonces, ya demasiado tarde y junto al sauce, no sería tampoco y nunca más lo que es ahora, y deseó que hubiese sido posible pertenecer para siempre a esa especie de pequeños monstruos disecados que adornan los museos de ciencias naturales, no ser más, ni otra cosa, que un animal derrotado para siempre, pues no había, a su juicio, condición más heroica ni más noble, pero entendió que aquello no era posible, y ya nunca le dio más vueltas.

Algún día no le quedaría más remedio que ser un animal muy distinto.

Cuando quiso darse cuenta era el último invitado.

Es bien sabido que el último en abandonar la fiesta es siempre el intruso.