—¿Y por qué ella está fuera de todo esto?
El apuesto suizo había vuelto, y se había puesto a hacer preguntas, sin que Sebastián se diera ni cuenta. Tan ocupado estaba construyendo los planos de su desgracia que, como siempre, se le escapaba casi todo. Tus redes agujereadas no atrapan peces de verdad, se dijo al darse cuenta de la presencia del suizo, y después se dijo a sí mismo, ¡imbécil!, en voz muy bajita.
El joven se había sentado a su lado como si tal cosa pero no habían pasado cinco minutos, sino cincuenta. ¿Cómo le reclama un hombre a otro una tardanza afectiva sin ser su padre o su hijo o su novio? Sebastián supo que no podía decir nada. Nada le obligaba a este buen muchacho a darse prisa, bastante es que había vuelto. Disimuló su rencor y su impaciencia lo mejor que pudo.
—¿Perdón? Ah, es usted…
Sebastián hizo como si apenas se acordase de su rostro, como si no llevara casi una hora esperándole. Christian no se dio ni cuenta de los juegos que Sebastián jugaba para salvar su autoestima.
—Se ha terminado todo… Tiene una vía en el casco del tamaño de un tiburón blanco.
—¿Me está hablando de un barco?
—No de un barco, de mi barco. Bueno, iba a ser mi barco, pero tiene una vía en el casco del tamaño de un tiburón blanco… Me acaban de llamar de Mallorca… Tiene una vía de agua del tamaño de un tiburón…
—Blanco —interrumpió Sebastián—. Eso ya lo he oído. ¿Qué barco es ése?
—El Infinito. Tres palos, veinte metros de eslora, una belleza, mi padre me lo iba a regalar y ahora mi padre se ha enfadado y ya no tengo barco.
—Es la desgracia más grande que he oído en mi vida.
—Bueno, es la mía, cada uno tiene las suyas. Día tras día, barco tras barco, todo se hunde, no me pueden castigar más, ¿pueden?
—Pueden.
—No me refiero a mis padres, ellos no tienen que ver en esto, tengo mis propios ingresos… Hablaba en un sentido más amplio.
—Yo también.
—¿De qué está hecho?
—¿El qué?
—Este snaps… todo esto… Dios mío, soy siempre tan feliz que no me doy cuenta de nada. Mi padre, por ejemplo, ¿sufre? Seguro, pero no me doy ni cuenta, no es mi sufrimiento… Yo no sufro en realidad. Yo soy un tipo feliz generalmente. ¿Es usted feliz generalmente? Claro que sí, generalmente todo el mundo es feliz… pero, de pronto, una vía de agua te dice algo…
—Que no te acerques a las rocas…
—No, no…, eso son metáforas…, una vía de agua es real. Sé que usted escribe y todo eso, pero yo no. Yo ando por ahí y agarro lo que puedo… Esa chica, Mónica, es realmente preciosa… Me pregunto si a usted le importaría…
—Me importaría.
—Todavía no he terminado… Me pregunto si a usted le importaría que yo la llamara.
—Pensé que ya me había adelantado…
—No, hombre, eso me lo he inventado, creí que se daba cuenta siendo escritor y todo eso.
—No hay todo eso, soy escritor y ahí termina todo eso.
Dónde va toda esta conversación, se preguntó Sebastián, no hay nada que hablar con este joven mentiroso.
—¿Por qué en estas fiestas contratan tan pocos camareros? Supongo que es para gastar menos botellas. Se habrá fijado que cuando cobran las copas, en un bar, cualquier bar, cuando las copas se pagan de verdad, siempre hay muchos camareros y cuando son gratis sólo hay uno. Ah, las copas gratis viajan siempre muy despacio. No sé, el caso es que estaba allí esperando mi snaps y he pensado que me caía usted muy bien y que no tendría que haberle contado nada y que podría usted haberse ofendido, porque a veces soy muy bocazas, y hablo y hablo y no digo nada, pero soy buena gente en general y después he vuelto aquí a buscarle…, no porque me diese pena, sino porque me cae usted muy bien, y porque para ser totalmente honesto, apenas he bailado un poco con ella y quería que lo supiera, porque no me gusta mentir, y no sé por qué he mentido antes, y luego otra vez, no sé, supongo que a usted lo mismo le da, porque en vez de estar con ella está aquí sentado, en fin, que tenía prisa por venir a decirle la verdad, porque a mí mentir no me gusta nada…, así que he venido lo antes que he podido, en cuanto me han dado por fin mis copas…, bueno, en realidad por el camino me he entretenido un poco con Filippo.
—¿Quién es Filippo?
—¿No conoce usted a Filippo?
—No.
—Filippo es suizo italiano, pero lleva años aquí, tiene una de esas empresas de relaciones públicas, yo he hecho muchas cosas para ellos, cosas que ni se imagina. Están por toda la ciudad, conocen a todo el mundo y a todas esas modelos tan delgaditas. Es buena gente Filippo, y no para de hacer dinero, este verano le he hecho un service en Ibiza.
—¿Un service?
—Con unos árabes. Chófer, guía, un poco de todo, que si quieren de esto se lo consigues y si quieren de lo otro también. Menudos eran los árabes. Llevaban tres barcos, uno para ellos, otro para invitados y uno lleno de putas. Unas tías tan elegantes que no parecían ni putas, pero que eran putas. Va a todo tren esta gente. No me puedo creer que no conozca a Filippo, tiene que conocer a Filippo, en esta ciudad todo lo que se cuece lo cuece Filippo.
—En realidad no conozco aquí a casi nadie.
—Ya veo, ¿y qué narices hace aquí, si no le molesta que le pregunte?
De pronto el suizo se levantó y miró al cielo. Y enseguida retomó el hilo.
—Dios, una vía de agua así, y en el barco de mi padre… Cómo he sido tan absolutamente retonto. Esas islitas son de lo más traicioneras, hay rocas cerca del espalmador del tamaño de una montaña, una montaña submarina, claro, y lo sabía porque llevo años navegando por allí, pero íbamos muy puestos, Dios, siempre voy muy puesto, bueno, ahora no, claro, pero a veces voy siempre muy puesto… No sé si tiene mucho sentido decirlo ahora pero preferiría que no hubiese pasado. No soy tan rematadamente tonto como para no darme cuenta y creo que me he quedado sin barco y me encantaba ese barco. Tendría que haber sido mío pero conociendo a mi padre ya puedo olvidarme de él. ¿Ha perdido alguna vez un barco?
—No, nunca, he perdido muchísimas cosas pero nunca un barco.
—Ya me imagino. Seguramente le estoy sonando muy estúpido hablándole de todo esto, y lo siento, pero era un barco precioso y casi era mío. En fin, no quiero aburrirle. En cuanto a Mónica, aún me gustaría llamarla, si no le importa, pero no tengo su numero.
—Pídaselo a ella.
—Creo que ya se ha marchado.
—No lo creo, me habría dicho algo…
—Lleva usted dos horas escondido detrás de este sauce, puede que lo haya intentado o que haya entendido a la primera que no quería usted que le encontraran. Se ve que es una chica muy lista. Lo que no acabo de entender es cómo está fuera de todo esto.
Sebastián no supo si aquello era una pregunta directa y se pensó un segundo si debía contestar, y a punto estaba de hacerlo cuando apareció un joven con aire de italiano, y Christian volvió a dar un salto.
—¡Filippo! Venga, que le voy a presentar…
—No hace falta —dijo Sebastián, abrumado por su repentina vida social. Pero no pudo hacer nada por evitarlo y al segundo le estaba estrechando la mano al tal Filippo con un afecto tan contundente que se le saltaban las lágrimas—. Me han hablado mucho de ti —dijo, y enseguida se dio cuenta de que no sabía lo que decía, de que el snaps y la tristeza le llevaban por caminos por los que no quería ir.
—Es un amigo mío, escritor, sabe muchas cosas, pero no las cuenta —dijo Christian, y Sebastián agradeció sinceramente el orgullo que delataban los ojos de su nuevo mejor amigo.
Filippo le dio un abrazo desmesurado, y se declaró enormemente feliz de conocerle.
—La escritura —dijo Filippo mirando a la luna, como si la luna tuviera algo escrito—, qué gran cosa es ésa… Yo no leo mucho, porque no tengo tiempo, pero la escritura es, creo, un don. Guárdalo muy bien, compañero.
Se dio cuenta sólo entonces de que Filippo le tuteaba, que es lo más normal, pero que llevaba ya largo rato hablando de usted con Christian, seguramente porque el joven suizo había utilizado ese trato desde el principio, y sintió una ternura enorme por el apuesto Christian, y la disimuló lo mejor que pudo.
Después Filippo ya sólo se dirigió a Christian, y dijo sí y no, y yo, y nosotros, y cogió el móvil dos veces, y habló con muchachas preciosas, o eso dijo cada una de las veces que colgó, y dijo el nombre de dos o tres bares del centro, con gran excitación, como si su vida fuese un calendario con todas las fechas y todas las horas marcadas de rojo festivo y lo dijo todo en voz muy alta, un volumen ensordecedor, pero cariñoso y amable, y en fin, un gran tipo Filippo pero Sebastián se alegró muchísimo cuando por fin encontró algo mejor que hacer y se excusó.
—No puedo quedarme más —dijo Filippo—, la vida sigue.
—La vida sigue, amigo mío, y más vale que sigamos detrás de ella —balbuceó Sebastián aun a sabiendas de que el tal Filippo ya no le escuchaba. Antes de irse le hizo un gesto a Christian señalando su reloj, como para dar a entender que no soportaría por mucho más tiempo la demora de su compañero de armas. Al fin y al cabo, la vida seguía.
Para su sorpresa, Christian no se fue detrás de su amigo, que parecía lo más recomendable, y se quedó a su lado, junto al sauce.
—Decía —insistió el suizo, volviendo a lo suyo, como si esta interrupción no hubiera sucedido nunca— que cómo es que está ella fuera de todo esto.
—¿Ella? —replicó Sebastián—. ¿Qué ella?
—… Es una mujer preciosa y usted la trajo al baile y pasan las horas y usted está aquí y yo estoy aquí, hablando con usted, y ¿dónde está ella?
—No lo sé… Si le digo la verdad, ella se me escapa, se me escapa casi todo últimamente.
—¿Y a quién no? Es todo tan raro y tan triste, y yo a veces me quiero morir.
Dicho esto el joven suizo rompió a llorar y Sebastián, que esperaba todo menos eso del alegre Christian, no supo qué decir, ni si debía decir nada. Se quedó mirando al joven pidiéndole a Dios que aquel llanto fuera una broma.
—Ya está —dijo Christian dejando de llorar, como quien cierra un grifo—. A veces hay cosas que me dan una pena tremenda, pero enseguida se me pasa. Este verano sin ir más lejos, en Ibiza, en el mismísimo Space como a las seis de la mañana, pinchando Dj Kein, que es como escuchar al dios de los del mundo, rodeado de las mujeres más guapas que se pueda imaginar, algo me dio una pena enorme y me puse a llorar.
—¿Qué le dio tanta pena?
—¿Sabe quién es Dj Kein?
—Ni idea. ¿Qué le dio tanta pena?
—No me puedo creer que no lo conozca, él solito inventó Manurnission… pero a veces la gente no se da cuenta…, no se da cuenta de la importancia de ciertos momentos que son tan importantes, al menos como otros… Digamos que hay un tipo en una cueva y tiene miedo y escucha la música de una tribu cercana… en fin, estamos hablando de Manumission, Londres, ya en los primeros noventa, qué narices…, es historia… No estoy hablando de ninguna tontería, se están construyendo muros más altos que los muros que cayeron, y no estoy hablando de bongos, y manifestaciones antisistema, ni de los pijos de Formentera que se tiran el folio con la magia telúrica… por favor… yo ni siquiera estoy hablando de amor, ni de energía, ni de todos esos cuentos para tontos, que mira que son tontos, y que bailan y viajan, y follan como tontos… Le estoy hablando de Dj Kein…, no del flautista de Hamelín…, y no lo digo por la gente, ni el Space, ni la madre que… La gente le mira como si fuera el mismísimo Jesucristo y no es eso…, no es eso… Dj Kein pincha una cosa que no es house, ni garage, ni progressive, ni funk, ni splash, una cosa que es Dj Kein y nada más. Ya está y ya está dicho y seguro que usted me entiende mejor de lo que yo me explico.
—No tengo la más remota idea de lo que está hablando, pero me gustaría sinceramente saber de dónde venía esa pena, qué le recuerda ahora a ésta.
—Ni idea, iba muy muy pasado. Ya sabe cómo es Ibiza. Pero debió de ser una cosa tremenda porque yo casi nunca lloro. Algo de amor, o tal vez mi madre lloró antes por alguna cosa, yo es que si veo a mi madre llorar, me pierdo. Soy bastante buena persona en general. No sé, iba muy muy muy pasado… Puede que atropellase un perro, hay perros en la carretera de San Antonio que se cruzan como locos, perros que se escapan o que la gente suelta porque hay gente que no cuida a sus perros como es debido. Puede que fuera eso. Pero si fue eso no me acuerdo, y si fue eso, le juro que lo siento con toda mi alma, porque a mí los perros me gustan más que los gatos, por ejemplo, aunque tampoco me gusta atropellar gatos, no me gusta atropellar nada en general. Pero si atropellé a ese maldito perro no fue culpa mía y lo siento, lo siento en lo más profundo del alma. Iba muy pasado. Aunque no es seguro, ni he dicho yo ni hay quien pueda acusarme de atropellar ese perro, ni de atropellar ningún otro, ni nada vivo, para el caso.
»El asunto es —añadió, recuperando su antiguo vigor— que no comprendo, no comprendo en absoluto por qué hablamos de mujeres que no están, en lugar de estar con las mujeres de las que hablamos.
Dicho esto, se levantó de nuevo de un salto. Sebastián no podía sino admirar la energía de este muchacho que lloraba, atropellaba, bebía, follaba y conversaba tan amigablemente con cualquiera.
—¡Más snaps! —dijo Christian, ya a la carrera, de vuelta hacia los salones—. ¡Estas fiestas suizas son la cosa más aburrida del mundo!
Sebastián se quedó mirando al triste a veces, a veces alegre, y siempre fornido y encantador suizo. Y por un instante se imaginó cómo sería pertenecer a esa raza de jinetes, deportistas, vividores, en el mejor sentido de la palabra, y lo pensó sin una sombra de envidia o rencor, simplemente con la enorme curiosidad con que se miran a veces dos seres de distintas especies, que no es muy diferente a la curiosidad con la que un mono mira su propio reflejo. No se le escapaba que este Christian, tan apuesto, tan rotundo, tan perdido a ratos, tan real, se parecía enormemente a su Ramón Alaya, y puede que incluso a él mismo. Y tal vez sólo por eso le había tomado un cariño inmediato. Para quien nunca ha jugado al polo ni tiene la posibilidad, ni la menor intención de hacerlo, todos los jugadores de polo son dioses, aunque no jueguen al polo, aunque sólo descacharren veleros en las limpias aguas de Formentera.
Esta vez, la ausencia de Christian fue más larga, o al menos esa sensación tuvo Sebastián, que ya no fijó un límite a su paciencia, y por tanto ni miró su reloj, tan seguro estaba ahora de que esperaría la vuelta del muchacho, sin importarle cuánto tardase el suizo en regresar. Sin importarle si regresaba.
Para hacer tiempo, y teniendo en cuenta que en esa fiesta no tenía más asuntos que el suizo y Mónica, decidió pensar en Mónica, aun a sabiendas de que todo lo que pudiera pensar de Mónica no le ayudaría lo más mínimo a levantarse y buscarla, ni siquiera conseguiría reunir el coraje suficiente para llamarla desde su teléfono móvil, o a tomar ninguna decisión con respecto a ella. A pesar de que se había jurado no convertir a Mónica en un personaje de ficción, lo cierto es que Mónica, antes de la sala de espejos, ya se había escindido en dos. Una de esas dos mujeres visitaba su corazón libremente, y la otra estaba confinada fuera. En ese lugar que los místicos llamaban, con alarmante arrogancia, la cárcel del mundo. Ese lugar en el que el joven y arrogante Kierkegaard dibujó el infierno de sus limitaciones, donde todos los que no son capaces de amar lo real imaginan la victoria, o peor aún, subliman la derrota. Si alguien puede imaginar la importancia de un puente es seguramente capaz de construirlo, si alguien es capaz de imaginar la inutilidad de un puente, ignorando la necesidad de lo real e imaginando a cambio la impotencia de lo real sobre lo ficticio, será capaz con toda certeza de ignorar, no ya el puente sino la necesidad del puente, y por ese estrecho camino, la necesidad última de cruzarlo. Sebastián, que se sabía su Kierkegaard de memoria, y lo admiraba y lo amaba y lo adoraba, más allá de lo que es conveniente adorar ninguna causa imaginaria, empezaba a estar un poco ya hasta las narices de Kierkegaard, y empezaba a estar ya más que harto de que un danés cobarde cubriera el suelo de su propia casa de excusas para no vivir. Porque lo cierto es que a Sebastián se le estaba acabando el tiempo y ni Kierkegaard ni la encantadora madre de Kierkegaard se lo iban a devolver.