El fin del fin del mundo

Debió decir sí, desde el primer momento, pero no lo dijo. Debió haber metido el pie en el quicio de su puerta entreabierta y haberla besado y lo demás hubiera llegado solo, pero se detuvo. Miró desde la calle cómo la puerta se cerraba, y a través de los cristales del portal la vio entrar en el ascensor. ¿Se giró para mirarle? Lo hizo, y él pensó que ese gesto era una pequeña victoria. Estaba enamorado. Locamente enamorado. Otra vez y como siempre.

Por la mañana se despertó con náuseas, seguramente con un grito, aunque no supo si había gritado en voz alta, dentro del mundo real, o sólo en sueños. Pensó que iba a vomitar, pero su nombre se lo impidió. Sin saber bien por qué dijo su nombre, el nombre de la mujer a la que amaba, esta vez sí en voz alta, e inmediatamente se calmó. Se preguntó por qué el amor, el amor imaginado, tenía ese efecto en su estado de ánimo. Tengo que estar siempre enamorado, se dijo, no hay más remedio.

Aquella tarde visitó a su galerista favorita, tomó café con ella y hasta cogió su mano, con profundo cariño. Desde que era un hombre desesperado, el cariño le interesaba más que antes, pero no demasiado. También le aterraba. Todo le aterraba en realidad. En la galería, contempló la obra de un artista coreano. Fotos de niñas mirando vastos paisajes, urbanos, industriales, campestres, y pensó inmediatamente en la necesidad de ser otro. Después de despedirse de Lola, pensó en matarse, pero enseguida descartó la idea. Tenía dos hijas.

Le obsesionaba la dichosa traducción de Blake en la que, a su juicio, el traductor había ignorado por completo la cadencia de los versos originales. Estaba muy preocupado por eso, y por el futuro de Bobby Fischer, y por la idea recurrente pero no sincera de acabar con su vida.

La gente pensará que estoy loco, imaginó, si por un segundo dejase de ser para siempre esa persona entretenida, amable y sonriente, ligera, que tanto les gustaba, para amargar de pronto el mediodía de sus días con la grave noticia de un vulgar suicidio. No odiaba a nadie lo bastante. Lo cierto es que a pesar del tiempo vivido, y de no haber sido especialmente generoso con nadie, contaba con un nutrido grupo de amigos y su encanto con las mujeres, y sus sucesivos fracasos, habían dejado un buen saldo de amigas cariñosas. No odiaba a nadie en concreto, ni tenía claro que nadie le odiase a él.

El mismo respeto que mostraba ocultando el nombre del traductor que tanto le irritaba (al que se refería siempre como un traductor de Blake cuyo nombre, en agradecimiento a su esfuerzo, no revelaré) lo había mostrado con todas y cada una de sus amistades y amantes. Sencillamente no le gustaba hablar mal de los demás. Tenía un millón de defectos, pero ése no.

¿Cómo sucedió todo esto? Cómo llegó siquiera a pensar en la muerte.

Sí había sido un hombre de éxito, de cierto éxito al menos, en reducidos círculos académicos, y apuesto, relativamente apuesto al menos. Su teléfono aún sonaba, y casi siempre eran mujeres las que llamaban, pero no encontraba ya en ello consuelo alguno. Sus trajes envejecían, y no tenía espíritu, ni dinero, para sustituirlos por otros. Había perdido todo interés por la moda masculina. ¿Ése era el fin? Un hombre pierde todo interés por la moda y muere. Imaginó el epitafio y no le gustó nada. Al dejar la galería, en la calle Libertad, caminó hasta un quiosco de la Gran Vía y compró L’Uomo Vogue. Si tenía que recuperar el pulso de su vanidad para salvar la vida, lo haría, estaba más que dispuesto a hacer cosas aún peores. A Mónica le gustará que vista bien, pensó, y además lo merece. Se había descuidado en exceso desde su última separación, en realidad se había descuidado mucho inmediatamente después de su divorcio, antes aun, cuando la idea de otra vida se instaló en su cabeza como una tormenta posada sobre una playa. La arena le había entrado entonces en los ojos, y nublaba ya la visión de todas y cada una de las cosas.

Mónica era una mujer hermosa, como lo habían sido el resto de las mujeres de su vida. Pero no se enamora uno sólo de la belleza. ¿O sí? Él no lo sabía. No podía opinar al respecto. Pero tenía que estar enamorado, de eso estaba seguro, tenía que estar enamorado para poder poner un pie detrás de otro y de nada valía ya estar enamorado de manera imprecisa, o estar enamorado del recuerdo de las mujeres que él mismo había traicionado, y en su cabeza las había traicionado a todas de una manera u otra, no siendo infiel precisamente, porque la infidelidad no era algo que pudiera permitirse, sino dejando de ser, en ocasiones, y no siendo en otras, el hombre que ellas esperaban que fuese. Y aun así corría hacia el amor, porque no conocía otra manera de salvarse. O puede que no fuera más que un hábito, el enamorarse, una deriva, como la que mueve a los continentes a acercarse y separarse caprichosamente. Fuera como fuera, no quería pensar en ello. Había llegado a la conclusión de que la vida se le hacía insoportable sin una mujer en la cabeza. Claro que no valía cualquiera. Ni servía para vivir cualquier clase de amor. Sobre todo ahora que su mundo se había derrumbado y la ventisca se lo llevaba todo por delante. Ahora tenía que andarse con mucho cuidado. Ahora, pensaba, otro paso en falso, tan sólo uno, le destruiría por completo. Tenía que estar enamorado de Mónica y de nadie más. Tenía que regalarle a ella sus días y sus noches, su esfuerzo, sus preocupaciones, sus miedos y también todos sus reproches, y finalmente, si se daba el caso, su destrucción y la de todo su mundo, o por el contrario la construcción de su mundo y alguna clase de alegría.

Por la tarde cogió un avión, pero algo, un buitre al parecer, se estrelló contra la cabina durante la maniobra de despegue y el avión dio la vuelta y volvió a aterrizar en Madrid. Lo tomó como una señal, y un aviso, y pensó seriamente en no volver a volar jamás. Canceló todos sus viajes. Su agente amenazó con dejarle. Tenía doce conferencias firmadas para ese verano pero no daría ninguna.

No se atrevió a cancelar la conferencia de Berna.

Pensó que Robert Walser merecía un trato diferente.

De vuelta a casa, dejó su maleta sobre la cama y se tragó cuatro de esas absurdas pastillas para adelgazar que andaba tomando todo el día. Ni siquiera estaba gordo, pero no se gustaba. No es cierto, sentía una extraña admiración por alguien que podía ser él, que estaba muy cerca de ser él, pero que desde luego no era él. Sólo en los hoteles de lujo, mirándose en el espejo a cierta distancia, desde la puerta del baño, se encontraba atractivo, pero el tiempo de los hoteles de lujo ya se había pasado. Su contable le avisó de que no podía permitírselo. Sus cuentas de minibar eran fiscalmente injustificables. Su alma estaba rota y él lo sabía. Seguramente porque la había roto él. Le obsesionaba Bobby Fischer, pero apenas sabía jugar al ajedrez. Qué tontuna, se decía, qué tontuna la mía.

Apartó la maleta y se echó en la cama. Durmió una larga siesta. Se levantó de un salto y comenzó a corregir su personal traducción de Blake. Estaba convencido de que el traductor, a pesar de su esfuerzo, había preferido la sobreexplicación de los versos, es decir, dotar a los versos de más apoyos de los que en verdad requerían o solicitaban (domesticando así gran parte de su arrogancia), en lugar de respetar el ritmo orgánico y la secuencia primigenia, que era también, en su violento desarrollo de la percusión, la verdadera naturaleza del poema. Se sentía defraudado, abatido por ese error de apreciación, y se propuso seriamente corregir, al menos eso. Pensó en Mónica, su amor inventado, y pensó que a ella le agradaría. Aunque ella no había leído a Blake ni falta que le hacía. Ella caminaba sola, erguida, era valiente y capaz, y preciosa. La quiero, se dijo. Y siguió con lo suyo. Recordó de pronto las vacaciones del año anterior y dejó su tarea.

Recordó un chiringuito de playa en el que le pareció que su vida entera se había convertido en un desastre. Recordó el vértigo. Decidió no mentir más. Apartó los papeles garabateados y decidió también no volver a tratar de traducir nunca nada.

Ni siquiera era un buen traductor. Para qué engañarse.

No son locos esa gente que se divierte, que disfruta, que viaja, que folla… Recordó esas líneas de Pavese. Abandonó a Blake, definitivamente, se olvidó de Bobby Fischer por un instante y decidió enamorarse de Mónica; más aún, todo lo que le fuera posible. Decidió no pensar en otra cosa.

Por la noche llamó Mónica, pero se negó a verla.

Se despertó de buen humor y se preparó un café bien cargado, hizo mil planes para el día, salió a la terraza, miró los tejados de los edificios de la Gran Vía, habitados por toda clase de gigantes de bronce, el reloj de la Telefónica marcaba las ocho, eran los primeros días de julio y una brisa fresca le daba a la mañana un no sé qué prometedor. Se sirvió un vaso grande de whisky, lo bebió deprisa y se quedó dormido.

Despertó a mediodía, pensó en ir al banco, pero no lo hizo. Esta vida aburre a un muerto, pensó, y enseguida empezó a maquinar algo. Hay que tener una tarea, se dijo, pero no una tarea cercada por los márgenes de un juego, sino una tarea real. Una huerta, por ejemplo. Pero no era hombre de campo y lo sabía, así que decidió desistir. Había observado en otros hombres los beneficios de la actividad, Ramón Alaya, sin ir más lejos, además de polo, practicaba un sinfín de juegos y deportes, pero no se consideraba capaz de rivalizar con el maldito polista argentino. Allá ellos con su huerta, se dijo, con esa arrogancia que le había llevado hasta el borde de esta absurda piscina vacía que era su vida.

Porque era arrogante, sin motivo, pero arrogante. En una ocasión, se empeñó en demostrarse a sí mismo, y en silencio, el alcance de su inteligencia, se sometió a un test profesional y se congratuló del resultado. Su inteligencia era superior a la media, pero enseguida se decepcionó, porque no era tan superior como él hubiera imaginado. Pasó el test seis veces en seis gabinetes distintos y el resultado fue idéntico. Era un superdotado en todas partes pero no era un genio en ningún sitio. Sintió una profunda vergüenza al recordarlo. Por aquel entonces vivía en una ciudad extranjera y tenía una familia y era lo que se dice un hombre entero, pero seguramente ya estaba desquiciado. Decidió olvidar el episodio de los test de inteligencia, o al menos perdonárselo. Pensó entonces en desarrollar músculos, e incluso hizo treinta flexiones, pero ni una más. Salió a la calle y compró el periódico, fue reconocido por dos adolescentes muy monas junto al quiosco y recordó de pronto que era un personaje conocido, o al menos lo había sido. Le hizo una ilusión tremenda y al segundo se avergonzó también de eso.

Quería tanto a Mónica que le costaba andar. Pensó que el amor una vez más le haría andar ligero, pero no fue así. Le extrañó profundamente. Compró entradas para el circo. Odiaba el circo pero supuso que a sus hijas les gustaría. Llevaba dos años divorciado y aún no había probado el circo. Había ido mucho al zoo. De hecho estaba del zoo hasta el gorro. Al volver a casa se sentó a leer a Kierkegaard. No pensó en traducirlo mejor porque no sabía danés.

No me permite mi sensibilidad hablar sin humanidad de la grandeza… Leyó esas líneas con enorme entusiasmo y asintió con la cabeza y se congratuló como si las hubiera escrito él. Si algún día Mónica aceptara ser mi mujer y yo fuera capaz de ser su esposo, mi vida mejoraría enormemente. Encerró esa idea en un puño y se la tragó. A partir de entonces apenas creyó en otra cosa. Y al fin y al cabo, cuál era su problema. ¿Había querido demasiado? Él pensaba que sí, pero ¿era cierto? De niño en clase de música se había visto obligado a cantar una cancioncilla popular que marcó su vida, que probablemente, visto ahora con la distancia que dan los años, la destruyó. La canción era más o menos así:

He subido a Begoña

y he preguntado

si es que ha habido algún hombre

que muera amando

y han respondido

y han respondido

mujeres a millares

hombres no ha habido.

Aquella canción le molestó entonces, cuando apenas tenía doce años, y le producía una profunda indignación ahora. ¡Cómo que no ha habido un hombre que muera amando!, se dijo entonces el Sebastián niño. Yo mismo podría morir amando. Cuando sea un hombre no me dedicaré a nada más.

Y para eso había escogido a Mónica entre todas las mujeres, para morir amando, y por eso era incapaz de verla, de entrar en su portal, de besarla, de acostarse con ella, de llevarla a una fiesta cogida de la mano, porque lo contrario no es morir amando, lo contrario es amar como ama todo el mundo, entrar, besar, follar, mentir. ¡Ni siquiera lo llaman amor!, pensó en voz alta. ¡Lo llaman relaciones! ¡Pues bien, que se relacionen entre ellos y me dejen a mí en paz!

Estaba más que harto de este mundo y de todas sus absurdas simplificaciones, y harto del zoo y de cada una de sus jaulas.

Para él, el mundo tenía que acabarse de una vez, o empezar de una vez por todas.

¡Qué le importaba a él si el mundo se calentaba o se enfriaba o se acababa dentro de doscientos años, o la semana que viene! A él le preocupaba el estado de su alma. A su alma le tenía gran amor y gran respeto, lo demás apenas le interesaba. Le importaba Mónica, claro está, pero es que Mónica era ya el centro de su vida, y en su vida no había más que Mónica. Ya sólo hablaré de amor, se decía entre copa y copa, y mientras tanto su vida se derrumbaba, las deudas crecían, las demandas se amontonaban, sus agentes (tenía más de uno) le amenazaban no sin cierta dulzura, mientras su carrera se detenía y el dinero no llegaba.

Pero a él qué más le daba si estaba dispuesto a darlo todo por amor, a morir amando, literalmente, para callarle la boca a esa estúpida canción que le había torturado desde la infancia.

Tampoco es que, siendo honesto, pudiera aspirar a mucho más en ese preciso momento de su vida. Apenas comía, y la tristeza le sujetaba por el cuello con la fuerza de un gorila, y de sus días de bravura apenas le quedaba un impreciso recuerdo.

Hasta tal punto había llegado su debilidad que ni siquiera era capaz de seguir besando mujeres por los bares, él que las había besado a todas, sin exigir nada a cambio.

En fin, que para cuando le alcanzó el rumor de que su carrera estaba acabada, él llevaba ya varios metros de ventaja. Y además, qué podía importarle, si él sólo pensaba en amar, y ya está. Y no se planteaba otra actividad, otra dedicación, otro empeño que querer, hasta la muerte. Digan lo que digan en Begoña.

Por la noche bajó a cenar a un restaurante peruano, pero se arrepintió en cuanto llegó la comida y apenas desordenó el plato, tratando de ocultar la máxima cantidad de arroz posible bajo la cuchara como hacía cuando niño, cuando trataba de engañar a su madre, simulando comer lo que en realidad no había comido.

Al salir del restaurante llamó Mónica, pero no cogió el teléfono. Esperó a que dejara de sonar y después mandó un mensaje.

TE QUIERO

Se preguntó cuántos mensajes idénticos se mandarían alrededor del mundo cada día, cada segundo, decidió que el mundo era un lugar muy hermoso.

La gente que se divierte, que disfruta, que viaja, que folla… Las palabras de Pavese le daban vueltas en la cabeza. ¿Cómo ser esa gente? ¿Acaso no lo había intentado él mismo, acaso no se había dejado la piel tratando de que su vida no fuera más que eso? Pero apenas había conseguido simular con cierta eficacia pertenecer a esa gente que hace cosas, que cuida jardines, que desarrolla músculos, esa raza superior que vive mientras otros sueñan que sueñan que viven. Todo muy bonito, pero el caso es que Mónica estaba llamando otra vez y algo había que decirle. Dejó una vez más que el teléfono se callara para poder pensar con claridad. Podía decirle que había decidido amarla hasta la muerte y que precisamente por eso no podía verla ni hablar con ella, pero eso, que suena muy bien en un cuento de Chejov en el que un amante cabalga millas a través del bosque para sollozar frente a la verja de su amada sin decir ni mu, y volver a cabalgar después de vuelta a casa, sin que nadie, ni su amada, se percate, eso que en ruso suena tan bien, iba a sonar muy raro en castellano parado en la esquina de la calle Valverde con la Gran Vía, a tan sólo diez metros de la casa de Mónica, que él había visitado, y hasta limpiado, aunque a ella le pareció en su día que limpiaba con desgana, y tal vez no le faltara razón, porque él era incapaz, en ese momento preciso de su vida, de hacer nada bien. ¿Por qué limpió entonces su casa, aun con desgana? Porque ella estaba enferma y porque él la quería. ¿Cómo decirle ahora que estaba más dispuesto a cabalgar y sollozar y cabalgar de nuevo de vuelta a casa en la oscuridad que a quererla como es debido? No podía. Así que no dijo nada.

Por la mañana al mirarse se encontró un poco más delgado y eso le hizo sentir bien, se tomó un par de pastillas adelgazantes para celebrarlo. A sus cuarenta años era una adolescente anoréxica, menudo plan. Y por qué no, se dijo, antes se mataban zulúes, se bebían martinis en el África colonial, se disparaba a bocajarro sobre elefantes indefensos, antes se llevaba un salakov y se torturaba al mundo, ahora tal vez haya que dejar al mundo en paz y someterse a la tortura de un castigo ridículo, íntimo e infinito.

Ahora bien, ¿por qué prescindir de Mónica, si Mónica era ahora toda su vida? Porque tenía mucho que cabalgar y mucho que sollozar en solitario antes de poder limpiar la casa de su amada con mediana eficacia, porque estaba cansado de buscar en las mujeres un consuelo para su enfermedad y cansado de odiarlas después por la ineficacia de sus tratamientos de cura. Porque no podía seguir intentando que las mujeres le devolvieran un reflejo de sí mismo muy superior a lo que él pensaba que era. Porque ya estaba bien de mujeres, para empezar, y porque las pobrecitas, al final, no tenían culpa de nada. La próxima vez, se prometió, no llegaré herido a la playa de nadie, llegaré en pie y enarbolando mi propia bandera, y mi amor será tan bueno como el de cualquiera y será uno de esos amores que hacen cosas, que joden alegremente, que disfrutan, que se divierten, que viven, y hasta haré una huerta si es que de una huerta se trata.

Éste era el amor que él había planeado, y hasta que este plan suyo tuviera el más mínimo atisbo de poder cumplirse, no tendría más contacto con Mónica, porque si en algo no podía ya equivocarse era en esto, porque si a alguien quería a estas alturas de su vida era a Mónica, aunque no la quisiera en absoluto. Y no porque ella no lo mereciera, que lo merecía, sino porque él estaba ya enamorado y hasta la muerte de otra mujer. En fin, que este asunto del querer se le estaba complicando a ojos vistas y ya no sabía dónde había dejado los guantes ni qué hacer con las manos.

Y ahora miremos a Mónica. Porque es real y está a lo suyo, como debe ser.

Mónica es preciosa, ya está dicho, y no camina sin su propio daño, pero de alguna manera su coraje navega más deprisa que su mala suerte, cosa que a él le admira, y en sus enormes ojos negros existe la promesa de cosas mejores, cosas que ella misma se promete y promete a quien quiera escucharla, y es dueña de una fiereza que primero ofende y asusta pero que, intuye él, también consuela y arropa, y es mujer de hacer cosas, sin por ello dejar de sentirlas, y tiene ahora, en este territorio de lo imaginado en el que él todavía se mueve, la capacidad de sobrevivir y de contar con lo mejor de sí misma como aliado, cuando él a día de hoy, ha contado casi siempre con lo mejor de él mismo como enemigo, de ahí que no sea tan extraño que la quiera, ni sea casualidad, ni capricho que la quiera tanto.

Ya decía Pavese que no están locos los que hacen, y probablemente no lo estén tampoco los que quieren.

Y en cuanto al fin del mundo, no será esta semana. Ni mientras Mónica no quiera.

Se levantó muy temprano, y volvió a los versos de Blake que creyó haber abandonado. El ritmo, que al fin y al cabo es el gesto del poema, le pareció de nuevo visceralmente traicionado, así que se enfadó, y se puso a la tarea de enmendarlo. Sabía inglés suficiente, si hasta soñaba en inglés, algunas veces, no siempre, y además pensaba que el asunto no era en absoluto irrelevante. La precisión en la captura del ritmo exacto de estos versos en cuestión, que no se mencionarán nunca por respeto a su traductor, le pareció entonces la medida exacta de su amor por Mónica y al mismo tiempo una manera tan buena y efectiva como cualquier otra de detener el fin del mundo.

En esos versos, o en su reedificación, se sujetaba entonces su poca cordura, no había más que hacer, ni tarea más importante. En esos versos se hundía su vida, y de su empeño por enmendar esos versos dependía que fuera capaz de rescatarse del naufragio.

¿Y qué hacía Mónica mientras tanto? Su vida, claro está. Pues el amor de él, sabiéndose ciego y loco y manco y torpe, no exigía de ella demasiado. Así que Mónica, mientras tanto, un día se fue al fútbol, dos noches a bailar, una semana a Cancún, y cabe imaginar qué más cosas. ¿Estaba él celoso? Esta vez no. Porque no tenía territorio que defender, ni podía soñar con más paisaje que un lugar propio de su imaginación que vallaba con esmero en su locura, y en ese jardín soñaba con ella y con renacer antes de que ella le alcanzase, y antes de enfrentarse a ella. Soñaba con edificar al hombre que hace y quiere de verdad, al hombre que tiene una huerta bien llenita de tomates. Al hombre que caza, si es que hay algo que cazar. Él ya había sido un hombre muy distinto del que era, pero siempre por una mujer, y por una mujer estaba dispuesto a ser distinto de nuevo. En realidad por una mujer, y a qué negarlo ya, estaba dispuesto a lo que fuera. Las mujeres, (que por otro lado son más torpes que los bueyes), saben muy bien cuándo alguien las quiere por encima de otra cosa, y a ese amor por muchas vueltas que le den las pobres es muy difícil renunciar. También los hombres son más torpes que los bueyes pero los hombres, los pocos hombres que de verdad quieren, cuando quieren no están pensando en nada más. Para los pocos hombres que todavía se enamoran, el amor es un fin no un medio, y no lo van a canjear por nada. Y cuando les prohíben seguir queriendo se detienen, porque ya no saben hacer otra cosa.

Por la tarde acudió a la inauguración en la galería de Lola. Saludó a viejos conocidos con enorme desparpajo, alejando las dudas de preocupación de aquellos que le querían bien y ya le daban por muerto. A lo lejos vio a su ex mujer, preciosa como siempre, y esta vez se atrevió a saludarla. Apenas intercambiaron dos palabras y dos besos en la mejilla. Muy extraño. Pero así son las cosas después del final. Trató de no beber demasiado. Nunca bebía demasiado delante de los demás. Los demás le daban miedo.

Salió pronto de la galería. Puso una excusa para no asistir al after party. Se abrió camino a besos y apretones de manos hasta la puerta y no respiró hasta estar por fin en la calle. Sintió náuseas, de nuevo, pero el nombre de su amada le devolvió la calma. Bastaba con pensar en su nombre para conjurar todos sus miedos. Una palabra tuya bastará para sanarme…

Se alejó de la zona para no coincidir con ningún conocido y buscó refugio en un bar, bebió dos cervezas y se fue a dormir. Por un momento pensó que alguien le seguía, se giró dos o tres veces antes de entrar en el portal. Frente a su casa había una pareja de adolescentes semidesnudos, tocándose sin ningún pudor. Le resultaron encantadores pero no quiso mirar demasiado.

Por un instante se sintió bien, no había muchos momentos buenos en un día, así que mientras subía en el ascensor, trató de disfrutarlo. Se dio cuenta de que antes, cuando su vida no era el desastre que era ahora, tampoco había tantos momentos en los que se sintiera verdaderamente bien, decidió enfrentar su desgracia actual a su supuesta felicidad pasada y su desgracia, su desgracia de ahora, de hoy, de ese preciso instante, no salió tan mal parada como había imaginado, ni salió ilesa la felicidad que había dejado atrás.

Recientemente, y muy al norte, en una casa que no era la suya, vislumbró una felicidad posible. No es que la relacionase con él mismo, no era un billete de lotería en su mano, ni siquiera se trataba de un juego de azar, era una construcción edificada a pulso por una mujer valiente, y no imaginaba que hubiera lugar para él en esa vida que no era la suya, de hecho era consciente de que su error había sido siempre invadir vidas ajenas, filtrarse en la vida de mujeres que tarde o temprano terminarían por excluirle, por la sencilla razón de que el tamaño de su aportación resultaría siempre insuficiente, por más que él lo considerase siempre exagerado, casi desproporcionado. Se tenía en demasiada estima y al mismo tiempo en ninguna, y de esa cepa nacía luego su rencor, retorcido e intrincado, que se iba extendiendo con la única promesa de un vino muy agrio. Pero en esos montes, cubiertos de un verde generoso, amenazados siempre por una lluvia amable y refrescante, había sido capaz de intuir una felicidad que le excluía, pero que era un ejemplo de felicidad. Y constatar la existencia de una felicidad que provenía de la acción y la voluntad y el deseo sobre el mundo de lo real le produjo no pocas contradicciones. Por un lado, sabía a estas alturas que su vida de fantasma tenía ya poco futuro, por otro, consideraba una derrota profunda alterar su naturaleza incluso ante la promesa de una felicidad más que factible. De esa encrucijada no sabía salir sino reclamando una pausa, un margen para la reconstrucción, pero reclamándolo dónde o a quién. El tiempo una vez más se le echaba encima y seguramente ya había abusado de su suerte, siendo capaz de llevar esta vida demorada hasta el límite de lo imposible. No podía reclamarle al adorable y cruel mundo real una comprensión que él mismo se había negado, ni podía pedirle a sus preciosas hijas que crecieran más despacio, ni estaba convencido de ser capaz de pedirse a sí mismo crecer más aprisa. Su propia vanidad le había acorralado y era a su vanidad a quien tenía que exigirle ahora que le sacase de ésta. Ahora bien, no se engañaba. ¿Cuánto se le puede pedir a un fantasma? Sólo un esfuerzo más, se dijo, y se puso a la tarea.

Esa misma tarde le escribió una carta a su querido Bobby Fischer. Por supuesto, no conocía personalmente al enloquecido campeón de ajedrez que se escondía en su exilio islandés, y del que nadie sabía apenas nada desde hacía décadas, más allá de su absurdo conflicto con el Departamento de Estado norteamericano y su evidente deseo de desaparecer del mundo y seguramente del espectro de sí mismo.

Querido señor Fischer:

Enfrentado como estoy a un problema irresoluble, a varios problemas irresolubles, habría que decir, de los cuales y no el menor, es esta insensata preocupación por corregir traducciones ajenas, y aquí, si no se ha enfrentado a esta tarea y si no ha leído a Blake, debería añadir que no es en absoluto una tarea menor, y confiando en su destreza para imaginar soluciones dentro de conflictos marcados visceralmente por la naturaleza de las piezas en juego y la imposibilidad de alterar dicha naturaleza, que es la causa misma de las posiciones que dichas piezas ocupan dentro del conflicto, y en fin profundamente desolado por su situación y por la mía, me permito escribirle estas líneas, que seguramente no le harán a usted ningún bien, ni a mí tampoco.

Ni que decir tiene que esta carta no espera respuesta y tal vez ni siquiera espera, ni precisa, ser leída, ni es tampoco un mensaje en la botella, ni un grito de auxilio, ni el resultado de mi frustración. Puede que sea, es más, es con toda certeza, una acción, y podría decirse que una acción positiva, tanto en cuanto no requiere de usted más que su presencia imaginaria y de mí; un marco adecuado para la reflexión. Dicho lo cual, y por si acaso, le deseo lo mejor en esas tierras islandesas, extrañas pero seguramente hermosas.

De los juegos que sobreviven dentro de los límites de madera sabe usted más que yo, evidentemente, de los juegos que desbordan dichos límites, me atrevo a imaginar que desconocemos ambos casi todo, y sin embargo no deberían ser tan distintos. ¿O sí? Al fin y al cabo, fuera de ese marco no hay más que piezas que responden a su propia naturaleza en la dirección de todos y cada uno de sus movimientos y que no pueden soñar más que con posiciones previamente marcadas. Siendo más claro, verá usted, señor Fischer, mi vida se ha puesto muy cuesta arriba, y sé que no es culpa suya, de la vida, ni suya de usted, ni siquiera mía, porque se mueve cada uno en la dirección natural de las posiciones marcadas, y en la íntima exigencia de su propia naturaleza. Y de nada sirve gritarle a la torre, ¡no me vengas tan de cara!, o acusar al alfil de ladino, ni reírse de la ridícula arrogancia del caballo, que va como de lado sin ir de lado del todo, como ve usted mis conocimientos del juego que usted practica son casi nulos, de nada sirve, permítame continuar que ya acabo, imaginar un juego distinto ni la claudicación de una sola de las inercias naturales del conflicto, tampoco estoy dispuesto a regalarle ni a usted ni a nadie ninguna de las piezas que me quedan por más que no tenga la menor idea de qué demonios hacer con ellas. Y entenderá usted, supongo, siendo un campeón de ajedrez, el campeón de ajedrez más grande del mundo, por lo que yo soy capaz de descifrar del alcance de sus habilidades, que mi rey es tan bueno como el suyo, y entenderá también que no le ceda ni a usted ni a nadie ni uno solo de mis peones. Así que no queda más que vislumbrar no ya una solución, sino un modelo de resistencia que sea factible, y que como tal no ignore ninguna de las posiciones ya tomadas, ni ninguna de las posiciones posibles. He aquí que me enfrento ante lo que he dado en llamar el problema legendario de mi propia existencia, que depende tanto de la teoría hegeliana, somos historia más memoria, como de las ensoñaciones whitmanianas, somos libertad y espíritu, porque, sea como sea, las posiciones de la memoria, y las del espíritu, son las posiciones posibles, y cabría decir prefijadas, y no existe más que el límite del juego y el juego mismo. Y la fe, querido Bobby, y permítame la arrogancia de llamarle así, señor Fischer, mueve montañas, pero son las montañas que están y se mueven entre los límites de la posibilidad, incluidas claro las posibilidades de la fe, y nunca fuera de ellos.

Y en un par de meses, y con esto le dejo, se termina el verano, y vuelven mis hijas, y vence la hipoteca, y para qué le voy a contar más. Si acaso añadir que quería mucho a una mujer que ya no me quiere, y que era bastante guapa, y la verdad, Bobby, sepa uno o no de ajedrez, eso duele. Y además me temo que la quiero aún con toda el alma y no sé, honestamente, si podré amar de nuevo. Aunque a menudo me invento un amor colosal que no es sino la mudanza de los muebles del amor ya perdido.

Cada uno será grande en relación con aquello con lo que batalló, decía Kierkegaard, vea usted que admiro, por tanto, mucho más su grandeza que la mía, pero no me niegue usted mi parcela de grandeza, que sigo hablando de amor cuando ya nadie me escucha.

Guardó la carta en un sobre y la dejó junto a la puerta como si de veras tuviera intención de mandarla. Se alejó dos pasos y regresó a por ella, sacó la carta del sobre, se sentó y siguió escribiendo.

Y ahora bien, ¿de qué se me acusa, al fin y al cabo? ¿Acaso no amé con la naturaleza que me fue dada, y puede que incluso por encima de mis posibilidades, tensando cada vez el arco de mis propios intereses? ¿Acaso no desprecié siempre la tierra conquistada para adentrarme una y otra vez en el bosque de mi derrota? Donde sabía, porque lo sabía, porque hasta me lo había avisado mi madre, que me iban a dar, pero bien. Que así lo decía ella, ni más ni menos, mi madre, que es muy salada. Me decía, tú sigue así, hijo, que te van a dar, pero bien. Y vaya si me han dado, señor Fischer, y perdóneme el haberle llamado Bobby hace un segundo, que tiene usted toda la razón al pensar que tales confianzas no vienen al caso. Pero permítame que le exija, tal vez exigir no es la palabra más adecuada, pero se lo exijo igualmente, que no me interrumpa justo ahora, que ya termino. De qué me arrepiento, señor Fischer, y qué se me exige, y por qué este sufrir, así, tanto y para nada. Y qué derecho tiene usted a juzgarme, usted precisamente que ha sido tan injustamente juzgado.

Después arrugó la carta en un último arrebato de ira y la guardó en el bolsillo.

Buscó en los cajones desordenados, llenos de facturas y clavos y pilas gastadas, hasta que dio con los post-it. Despegó uno y escribió:

Señor Fischer, ocúpese usted de su vida que yo me ocupo de la mía. Por lo demás, le deseo lo mejor.

Esa misma noche quedó a cenar con unos amigos. Se había condenado a esta vida de castigo en la que apenas si veía a nadie, avergonzado como estaba de su condición, por más que no supiera cuál era su condición exactamente.

Al calor del vino y una buena cena y la conversación ligera y achispada de sus viejos camaradas, la vida le pareció de pronto insoportable.

El aire le faltaba, la comida le produjo náuseas, y no fue hasta que improvisó suficientes excusas y se vio por fin en la calle, y pronunció el nombre de su amada ya perdida, que comenzó a sentirse de nuevo en tierra firme.

Cabalgar y sollozar, se dijo, y nada más, ése era el trato.

Y en este punto cerró Sebastián el recuerdo de la víspera, para volver a la Embajada suiza. A su aquí y ahora.