El espejo estaba al fondo de la sala de baile y multiplicaba los bailarines. Ocupaba toda una pared y después se doblaba, hasta cerrar dos esquinas junto a la puerta que daba al jardín, de manera que en un punto no sólo multiplicaba los bailarines sino que los hacía infinitos como el recuerdo de los muchachos que se arrojaban por la borda en Ginebra. Tampoco es que le hubiera prestado mucha atención a ese efecto en un principio, pues también en el ascensor del último hotel en el que se refugió tras perder a la mujer que amaba se veía a sí mismo multiplicado infinitamente sin que eso le causase la más mínima sorpresa. Pero aquel ascensor le devolvía a él solo, mil veces, y estos espejos en la sala de baile se llenaban de parejas, y sólo una mujer parecía esperar aún una invitación y sólo un hombre, él, estaba inmóvil. Detenido, habría que decir, pues en lo inmóvil no se recuerda movimiento previo y él sí se recordaba a sí mismo en movimiento, para ser exactos casi no se recordaba de otra forma y se recreaba ahora en este instante en el que el mundo se movía pero él no. Como si se estuviera enfrentando a la deriva continental con una clara voluntad de resistencia. Una voluntad por así decirlo insignificante pero persistente. Sólo que él ignoraba tanto las razones del movimiento de lo ajeno como su propia inmovilidad y tampoco entendía por qué había llegado hasta aquí, ni cómo ni por qué tenía que detenerse justo en este punto y no en otro. Digamos que la música del baile no era la que pueda esperarse de un baile de embajada, es decir que era moderna e inútil, y que las parejas no bailaban vals sino salsa y canciones románticas latinas y que no había orquesta, ni banda, sino eso que ahora llaman dj y que antes llamaban pinchadiscos. Se estaba yendo la última luz de un día de verano, y se sintió morir una vez más mientras la miraba, pero esto tampoco le alarmó porque en los últimos meses se había sentido morir día a día, miles de veces.
Ahora bien, este sentirse morir no era ya el dulce morir que imaginaba cuando tensaba la cuerda de su ficticio suicidio, ese que no pensaba cometer. Este morir era violento y oscuro, una oleada de miedo, una ruidosa estampida que le sacaba por un segundo de su debilidad y le sacudía. Un buen susto, vamos. Como siempre que había sentido ese turbio alquitrán acercarse, al verlo llegar hasta aquí, hasta la sala de baile de la Embajada suiza, trató también de alejarlo con las manos, como quien aparta a las moscas. Y enseguida miró a Mónica. Que seguramente le había visto agitar los brazos y que seguramente se había avergonzado de haber llegado con él a la fiesta, pero que trató de simular no haber visto nada y continuó bailando con su apuesto suizo, harta ya de este extraño juego al que en realidad jugaba sólo Sebastián y al que ella asistía de cuando en cuando con creciente aburrimiento. Mónica le había ofrecido ya su ayuda, y hasta le había espoleado, insultándole cuando era preciso, para sacarle de su abulia. El mundo real que ella le ofrecía era sin duda el que él necesitaba, y sin embargo, en la siniestra imaginación de Sebastián, no había nada que él pudiera hacer, todavía, para acercarse a ella. Sabía que su corazón, ese músculo al que él había otorgado falsos poderes sobrenaturales, no era ya capaz de ningún esfuerzo. En resumen, no consideraba siquiera la posibilidad de ser salvado, ni redimido ni simplemente ayudado. Por la misma ley, había rechazado todos los consejos, todas las pautas de comportamiento saludables y cualquier ayuda profesional. En su única visita al psiquiatra, aquel pobre hombre que no era ni mejor ni peor que ningún otro y que hacía seguramente lo que podía con su vida y con las de los demás, le había dicho con gran firmeza que no debía negarse la felicidad. No te jode, pensó Sebastián al salir, ¡y encima tengo que pagar por esto! Ni que decir tiene que no había vuelto a poner un pie en la consulta. Tan orgulloso estaba él de su hundimiento, que no soportaba la idea de que viniera alguien, un completo desconocido, a ponerle a flote con una frase de buhonero. Un hombre rana no es un pirata por más que encuentre en el fondo del mar el botín de un barco hundido por glorias muy superiores a ésta. Esos cofres que descansan en las costas de Cádiz, de La Habana, de Puerto Príncipe, fueron robados por un coraje anterior y hundidos por unas iras mayores que la pericia y el encono de estos buzos de hoy. No dejaría en ningún caso que un fontanero del alma desatascase sus magníficas cañerías. Y eso que su hermana Clara, más dada a la ayuda profesional, y que Dios la bendiga por eso y por todo lo demás, le había advertido, con muy buen criterio, de que todas las cañerías son iguales, y le había suplicado que se dejase de una vez de pamplinas y regresase a la consulta. Pero él no podía aceptar su normalidad, por más que su hermana hubiese realizado sorprendentes avances aceptando, o tal vez reinventando la suya.
No pretendía empezar a caminar de inmediato en la dirección adecuada, aunque era fácil ver la dirección adecuada, y no era capaz porque sencillamente no tenía fuerzas suficientes para cruzar esa distancia. Su inmovilidad era la única propuesta aceptable, a pesar de que el aire a su alrededor se cubriera de amenazas, porque un hombre no puede simplemente detenerse sin que las cosas reales le alcancen y le atropellen. Lo cierto es que Sebastián deseaba, secretamente, ser atropellado. Apenas daba para más. Tenía a menudo esa fantasía que tienen los hombres vencidos, ese deseo impreciso por la catástrofe. Una catástrofe superior a la suya que le diera, por fin, un respiro. Cuántas veces en los últimos días había soñado con maremotos, terremotos, diluvios, ataques terroristas, cualquier cosa que le llevara por delante, que les hiciera a los demás olvidar las deudas que él mismo había contraído, que le liberase de toda culpa sobre su propia condición. Pero este ejercicio infantil, similar al del niño que reza para que una nevada le libre de la jornada escolar del día siguiente, a un hombre, al fin y al cabo, hecho y derecho como él, le daba risa.
Sebastián estaba al borde de la locura, pero desde luego no estaba loco. No tenía la gracia de los locos, ni la solemne elegancia de quien ya lo ha perdido todo. Al borde de la locura hay muchas cosas, un mundo entero que se extiende hasta el infinito. Un territorio enorme que no se puede cruzar a pie. Sebastián sólo podía entonces contemplarlo, inmóvil, sabiendo como sabía que la distancia que le separaba de la locura superaba también, y con mucho, sus fuerzas. Y allí, en esa vasta extensión de terreno, se ordenaba con meticulosa precisión toda su vida pasada y una acertada premonición de su futuro. Y es que él, al contrario de quienes coquetean con la idea, o por así decirlo, imaginan un confort romántico en la locura, conocía la locura real, y sabía que la locura carecía por completo de encanto. Vaya si la conocía, la había contemplado en respetuoso silencio, desde niño, en su propia familia, digamos que en la habitación de al lado, y a veces en la suya, y sabía que la locura real se defiende de la vida con uñas y dientes hasta que consigue alejar su barquita lo suficiente, y entonces la vida real no tiene influencia alguna en la locura, y la locura está a salvo. Es ya una isla conquistada. Y Sebastián, ya está dicho pero no está de más repetirlo, no es un conquistador. Jamás se despertaría siendo un monstruo muy diferente del que ya era. Y todas las sucesivas mejoras que planeaba meticulosamente para sí mismo no se producirían nunca. En fin, que no era más bicho que el bicho que era. Poco importaba que se dejase llevar a veces por vientos más fuertes que su resistencia, porque sus pies jamás se separaban del suelo, y su verdadera condición, porque existe una verdadera condición para cada cosa, no variaba. Y el efecto devastador que a menudo tenían sobre él las mujeres, y él sobre ellas, era precisamente la consecuencia lógica de su incapacidad para ser otra cosa de lo que era y su habilidad inicial para simularlo. Tampoco ayudaba el hecho de que todas las mujeres a las que había conocido se subieran, con tan buena disposición, a un pedestal que él les había construido con cariño y enternecedora torpeza para terminar por mirarle desde allí muy por encima del hombro. Claro que este sentimiento envenenado también podría ser parte de la cajita de agravios que Sebastián guardaba bajo su cama o en la despensa, o enterrada junto a los gatos muertos de la infancia, o en algún otro lugar no demasiado luminoso de su corazón.
Y todo esto por amor, se decía.
Para enseguida darse cuenta de que de amor, él, no sabía nada. ¿Acaso no había negado las verdaderas pruebas de amor, las pruebas reales que el amor le había puesto por delante, cuando sintió, como sintió el día que abandonó su vida, que se merecía, él, con toda su inmaculada arrogancia, una vida mejor, un amor mejor, un cuidado más exquisito? Merecerlo o no poco importaba en realidad, pues no hay más amor que el construido, el sujetado y alentado entre el tráfico de las condiciones reales. Y ese amor intangible que Sebastián perseguía no sólo no podía existir, sino que de haber existido, él no hubiese sido nunca capaz de lograrlo. Era consciente ahora, demasiado tarde, de que no había calibrado bien sus fuerzas y que arrojarse al vacío da lugar a pocas sorpresas. Su vida se había torcido más allá de los nombres de las cosas, y nada se ponía a tiro si es que trataba de buscar un culpable, ni siquiera él mismo se sentía culpable de nada en concreto. En su lado del espejo encontraba una razón para cada acontecimiento, pero al otro lado del espejo (en la sala de baile, donde Mónica se movía realmente, donde se movían sus hijas, su familia, los abogados, las deudas, el prestigio, el trabajo, la verdadera naturaleza de la historia) todas sus razones se desvanecían. De su lado del espejo desertaban todas las cosas reales. Hasta Dios, un Dios que para él nunca había sido más que otra de sus caprichosas intuiciones, había querido salir de allí para convertirse en real, al entender que carecía de todo poder en un mundo imaginado.
Aquí, en mi lado del espejo, pensaba Sebastián, estoy yo solo, rodeado de muñecos de madera y vampiros y zarzuelas y operetas y boleros y dramas ajenos repetidos ya mil veces, por los que caminar como un turista, mientras duren las fuerzas y el dinero.
El suizo, el joven y apuesto suizo, mientras tanto, bailaba cada vez más cerca de Mónica y Sebastián, aturdido por otra de las derrotas que él mismo, como siempre, había provocado, decidió salir por fin al jardín.
Allí habría querido desmayarse, como se desmayaban antes las señoritas, por amor o por cualquier otra causa, normalmente por inanición, pero enseguida se dio cuenta de que también era incapaz de eso. Se sentó debajo de un sauce y encendió un cigarrillo. Por un instante, y esto le sucedía con frecuencia, se sintió rematadamente bien, como se sentía cada vez que su incapacidad le regalaba una nueva ausencia. Sintió la libertad de destrozarlo todo a su paso, de dejar que las cosas se desvanecieran frente a sus ojos, la enorme tranquilidad de ser robado, una vez más y en un descuido. Se armó con la espada del triste orgullo, y se congratuló de haber bajado la guardia, de no poseer finalmente nada. Si tan sólo hubiese podido desmayarse como una de esas señoritas elegantes de las novelas. Pero aún era demasiado duro, rácano e intransigente como para dejarse caer sin más. No había acabado de matar al monstruo que le perseguía, ese ser ennegrecido por la ira y la soberbia que le incitaba siempre a merecer más y a odiar después todo lo que se le negaba. Ni había terminado de aceptar de buen grado el haber sido expulsado de los paraísos que tan delicadamente él mismo había inventado para calcinarlos después. Ese monstruo que al final es un obrero con un mazo rompiendo una pared en la casa de aliado, ese monstruo del que se había reído antes y del que ya no podía reírse, seguía durmiendo en su cama. Tal vez porque ya no había casa de aliado. Ahora todo sucedía demasiado cerca, o por así decirlo, dentro, y los mazazos, los diera un monstruo o un obrero rumano, le pegaban a él en las rodillas y le iban doblando, a pesar de que aún no tenía el consuelo de derrumbarse definitivamente.
¡Oh, no!, pensó, no puedo volver a reconciliarme con este tipo ligeramente más pusilánime que los demás que me resulta tan insoportable y que ignora su verdadero tamaño y se magnifica y se encoge, como si todo en este mundo fuera sólo decisión suya. Sácame a este mentiroso de dentro, añadió, y elevó una plegaria a los cielos, aun a sabiendas de que en los cielos no había nada, porque para que te vuele un Dios sobre la cabeza (y esto Sebastián no era tan tonto como para no saberlo), antes hay que ponerlo ahí.
En eso pasó el agregado por el jardín y le hizo un par de gestos desconcertantes. Primero se llevó un dedo a la sien y lo elevó en movimientos circulares. Sebastián pensó que le estaba llamando loco, pero según el simpático agregado movía su mano se dio cuenta de que en realidad venía a decirle que respetaba lo que fuese que es tuviera pensando. Luego, el dulcísimo agregado juntó las manos y tecleó sobre un teclado imaginario, después sonrió amablemente y se fue sin decir nada. Este hombre se cree que estoy pensando en algo que después voy a escribir, concluyó Sebastián. Pobrecito mío, si supiera que sólo estaba tratando de dejar de pensar y ya puestos a pedir, tratando de sentir algo inequívoco de una maldita vez.
No conseguía desmayarse, así que cerró los ojos. Y debió de caer dormido, al menos durante unos minutos, y cabe imaginar que en paz. Respirando, por una vez, el olor del jardín, que no veía ya pero que estaba allí y era real, respirando el olor de la hierba. Hasta él podía regalarse de cuando en cuando una visita al mundo. Si no hubiera mañana, pensó, hoy no sería un problema tan serio. Ahora mismo estoy bien, se dijo, y poco a poco perdió el hilo de sus propios pensamientos.
—Una chica estupenda.
Se despertó al oír esta frase, y al abrir los ojos se dio cuenta de que el apuesto suizo fumaba sentado a su lado.
—¿Qué?
—Su novia, una chica estupenda.
—No es mi novia —respondió Sebastián incorporándose un poco.
—Eso me ha dicho.
—Se lo ha dicho.
—Sí…, he querido preguntarle antes por usted, porque no me gusta entrometerme, ni molestar a nadie.
Sebastián no sabía si aquel joven decía la verdad o no. Tampoco estaba seguro de querer saberlo. Su mundo de mentira se veía amenazado por noticias de verdad constantemente, y él prefería ignorarlas.
—Me ha dicho que usted no era su novio, así que me he ofrecido.
—¿Se ha ofrecido?
—Efectivamente. Pero no le daré detalles. No es elegante. ¿Un cigarrillo?
Sebastián tomó el cigarrillo que le ofrecía el suizo. Aún un poco aturdido.
—¿Seguro que hablamos de la misma mujer?
—Claro —dijo el suizo—, Mónica. Me ha explicado que a usted no le gusta bailar y que además no es su novio. Me ha dicho que es usted un tío bastante raro.
—Llevo una mala racha.
—¡Y quién no! No me meto en lo que no me importa, pero sabrá usted que una chica tan guapa no baila mucho tiempo sola.
—Supongo que no…
—Todo el mundo tiene derecho a ser feliz, ¿no?
—Supongo que sí…
—Y usted, perdone que se lo diga, no parece una persona particularmente alegre.
—Pero lo he sido —dijo Sebastián, cayendo en la cuenta, al decirlo, de que ya estaba dando demasiadas explicaciones y que al fin y al cabo no tenía por qué justificarse con un extraño, y en cambio no pudo evitar continuar—… y también he sido capaz de hacer feliz a alguien brevemente…
—¿A una mujer?
—Sí, a una mujer también…
—Me alegro… ¿Y qué pasó?
—¿Qué pasó?… No lo sé, y en cualquier caso no es asunto suyo.
—Eso es tan cierto como que esta fiesta es un coñazo, o lo era hasta hace un rato. Esa Mónica suya es una chica estupenda.
—Ya…
Sebastián empezaba a sentirse incómodo, una cosa es que él tuviera sus propios problemas, imaginarios o no, y otra muy distinta que éstos sirvieran para entretener a este insolente y apuesto suizo.
—Verá usted —continuó el joven—, yo soy bastante alegre y bastante rico. Mi padre es español y mi madre suiza. Pero no soy uno de esos hijos de emigrante, mi padre es director de un banco en Ginebra, propiedad de mi abuelo materno, mucha mucha pasta, no sé si me entiende, y aun y así soy muy buena gente, aun pudiendo no serlo. No como esos que son buenos porque no tienen más remedio. Yo soy simpático por naturaleza, mi madre siempre me lo dice. Claroella es simpática también y dulce. Mi padre no, mi padre es un imbécil. Supongo que no consigue olvidarse de que está casado con una fortuna más grande que la suya. Pero en fin, no es cosa mía, a mi madre la trata bien y con eso me vale. Yo es que soy muy dado a ver lo mejor de los demás. Siempre he pensado que los guapos y los ricos somos más buena gente. Aunque no lo parezca tengo ya casi treinta años pero me mantengo muy en forma…
En ese punto el joven se levantó el polo y se golpeó dos veces en un estómago musculado que parecía de hierro. Sebastián sintió que su propio cuerpo se desmadejaba por momentos.
—… la gente no me echa más de veinticinco. Estoy muy bien construido y practico mucho deporte: natación, tenis, boxeo, vela, y los caballos…, me encantan los caballos… La verdad es que no está bien que yo lo diga pero a las mujeres les gusta mucho estar conmigo, y yo a cambio las trato bien, no se vaya a pensar… No soy ningún capullo.
Sebastián estaba tentado de pensar justo lo contrario, y por otro lado había algo inocente en su franqueza, como si en lugar de presumir, el apuesto suizo estuviera simplemente diciendo la verdad. Una verdad, por así decirlo, presumida, pero no por ello inventada, o exagerada.
El apuesto suizo se rio. Sebastián no se había reído en algún tiempo y se sintió intimidado.
—Yo es que soy muy feliz —dijo entonces el suizo, no sin cierta tristeza.
Sebastián le miró con atención. Desde luego era guapo y atlético y miraba las cosas que tenía delante. No parecía haber en él nada presuntuoso, pero era guapo y lo sabía, es más, sabía exactamente qué podía conseguir a cambio de su belleza y su natural simpatía, y no le importaba conseguirlo. A Sebastián le dolía reconocerlo pero aquel muchacho parecía, en una palabra, real.
—¿A qué se dedica? —dijo el suizo.
Sebastián encendió otro cigarrillo, esta vez uno de los suyos.
—Soy escritor.
—Qué bueno, menuda imaginación debe de tener. Yo me he leído un libro pero no creo que sea el suyo.
—No lo creo.
—Se llama El zen y arte de reparar motocicletas. Muy bueno, muy… profundo. Lo he leído unas cien veces. Me gustan mucho las motos. También me gustaría leer más, al menos otros dos libros más, pero no tengo mucho tiempo. Tal vez si me regala uno suyo…
—No llevo encima ninguno.
—Ya me imagino… Joder, escritor, qué bonito, eso que escriben es todo inventado, ¿no?
—Casi todo.
—Debe de ser la hostia, inventarse cosas, yo es que no tengo imaginación. Veo lo que tengo delante… ¿sabe cómo le digo? Lo que tengo delante me interesa y lo que no tengo delante ni lo veo. Eso dice mi madre. Hijo, es que lo que no tienes delante ni lo ves… Creo que es verdad. Por eso me va bien con las mujeres. Cuando las tengo delante es que no pienso en otra cosa y eso ellas lo agradecen.
—Lo entiendo…, es muy de agradecer.
—Y tanto… Hay muchas mujeres ahí fuera que sólo quieren que las vean, que las toquen, que las agarren de verdad. Yo cuando estoy, estoy, y cuando me voy, me voy. Y si estoy jugando al tenis estoy jugando al tenis, ¿sabe cómo le digo?
—Lo sé muy bien.
—Pues eso.
El joven hizo entonces una pausa muy larga, mirando al jardín. Tranquilo. Había algo en él que otorgaba confianza. La misma que otorga un caballo o un árbol o un diamante, o cualquier cosa que no duda de su condición. Sebastián poco a poco estaba dejando de sentirse intimidado por él y empezaba, en cambio, a estar cada vez más interesado por esa naturaleza tan diferente a la suya. Tan diferente que podría parecer un insulto pero que en lugar de serlo, tal vez por su condición tangible, se le aparecía de pronto como un conejo blanco del mundo de lo real. Un ciudadano de este lado del espejo. Ni que decir tiene que se parecía enormemente a su jugador de polo favorito. Y que reunía todas y cada una de las virtudes que Sebastián había imaginado para su Ramón Alaya. Era más guapo, más joven y más distraído que él, y tenía como tienen ciertas personas a cierta edad, si no se han visto sus vidas nubladas por las suficientes desgracias, todas sus capacidades intactas.
Sebastián, que no se entusiasmaba así como así, se atrevió, con un coraje que le era ajeno, fruto de su delirio, sin duda, a arriesgar una pregunta.
—¿Juega al polo?
—No —respondió el suizo—, un poco al rugby.
—Tampoco es mal deporte —dijo Sebastián, que tenía gran admiración por cualquier cosa que pudiera hacer cualquiera menos él. Por cualquier actividad que otros pudieran llevar a cabo con vigor y sin aparente esfuerzo pero que a él le resultase del todo imposible, y así la hípica, el esquí, el alpinismo, o cualquier disciplina que los otros pudieran desarrollar con atractiva naturalidad, pero para la que él se sintiera absolutamente incapacitado, ya fuera deportiva o no, le merecía el mayor de los respetos. También le impresionaba la facilidad con que la gente hacía amigos, o sonreía a la menor ocasión, y en realidad cualquier forma de disposición o de entusiasmo, tan extraños como le resultaban ambos sentimientos, le provocaba no ya simpatía, sino una absoluta reverencia.
Por un segundo no hubo más conversación. El joven suizo se quedó mirando a lo lejos, como un hombre que quiere sentir algo y no lo consigue, y Sebastián comprendió ese dolor pero lo ajustó enseguida a las verdaderas capacidades de su joven amigo. Hasta aquí te duele, pensó, a partir de aquí, creo que te estás quedando dormido.
—Estas fiestecitas son la leche —dijo el suizo de pronto, saliendo de su ensimismamiento—. Qué gente más aburrida. Y no porque sean suizos, que yo en Suiza lo he pasado muy pero que muy bien.
—Yo también lo pasé muy bien en Suiza, incluso una vez bailé un poco.
—Creía que no bailaba usted.
—Bueno, ya no… Bailé una vez en Ginebra, en una fiesta en el lago.
—Hay buenas fiestas en Suiza, la gente no lo sabe, pero hay unos fiestones de la hostia.
—Sí que es verdad.
—Me alegro de que coincida conmigo. Y en esa fiesta en el lago, ¿pilló?
—Sí, lo cierto es que pillé… Estaba con mi mujer.
—Seguro que es muy guapa.
—Sí que lo es… pero ya no estamos juntos.
—Ah, amigo, entonces ahora se la estará trabajando otro.
—Supongo que sí…
—Ah, es lo que tiene. Si las dejas irse las pilla otro. Aquí nada bonito pasa mucha hambre. Pero es lo que hay, no hay que darle muchas vueltas. Nadie es de nadie, ¿no?
—No. Nadie que consiga seguir adelante.
—Vamos, vamos… todo el mundo lo consigue. Esto del amor…, no sé…, es, por así decirlo…, reproducible.
—¿Reproducible?
—Las velas, las canciones, un buen polvo, el servicio de habitaciones en mitad de la noche, la playa, las risas… son momentos únicos y en cambio reproducibles, te los puedes montar una y mil veces.
Una y mil veces le parecían a Sebastián muchísimas veces, él que no era capaz de dar un paso hacia la pista de baile… Una y mil veces, ahí es nada… Ni siquiera sabía qué número era ése. Sus matemáticas de la destrucción no daban para tanto. Sebastián contaba para atrás, y este idiota no veía problema alguno en contar hacia delante. Si en algún momento de su vida se sintió verdaderamente muerto fue al tratar de imaginar esas una y mil veces que el arrogante suizo, ahora sí lo consideraba arrogante, era capaz de vislumbrar tan fácilmente. Enseguida retiró el término arrogante de su pensamiento porque era consciente de que esas una y mil veces que prometía el suizo eran más reales que todas sus dudas.
—Usted es buena gente —dijo entonces el suizo.
—No lo sé…
—Que sí, hombre, que sí…, si eso se ve…, y esa chica le tiene mucho cariño, a lo mejor le quiere y todo, pero…
—¿Pero…?
—Pero, chico, si no bailas, alguien baila por ti. Es la vida misma.
Sebastián no pudo evitar ver entonces, por un instante, la vida misma. Y a pesar de que su dolor se hacía de pronto más grande, precisamente ante la obligación inesperada de contemplar de frente la vida misma, sintió como si sus desgracias imaginarias se encogiesen un poco. A veces la vida nos regala un perro que muerde, y que nos impide seguir imaginando desgracias peores. Sebastián miró al muchacho y se dio cuenta de que era, en efecto, un perro que mordía.
—Y eso de escribir, ¿cómo es? Algún día me gustaría a mí escribir algo, pero no sé muy bien cómo se hace.
—Yo tampoco.
—Venga, hombre, si es escritor algo sabrá. Se lo inventa uno, o va contando las cosas que le pasan. Porque yo podría contar un montón de cosas. Pero no tengo tiempo. Yo es que cada día me lío haciendo mil cosas.
—Todo el mundo piensa que su vida podría ser una novela.
—¿Y no es verdad?
—No. Una novela es una novela. No tiene nada que ver con la vida.
Sebastián se dio cuenta de que había elevado el tono con cierto disgusto. Estaba harto, como todos los escritores de este mundo, de que cualquiera pensase que esto de escribir era sólo cuestión de no tener nada mejor que hacer. Que los que follaban y jugaban al tenis y hacían piruetas en sus estúpidas motos de agua tendrían algo que escribir si se pusieran a ello.
Él sabía que no era capaz de vivir, y no acababa de entender cómo del otro lado nadie sentía la misma impotencia. No llegaba a entender cómo un tipo que era tan inteligente como para vivir de veras no era consciente de que no tenía ninguna posibilidad de escribir.
—Usted no podría escribir nunca un libro.
—¿Y cómo es eso?
—Verá usted —dijo ya un poco indignado—, hay un libro precioso que se llama Veinte mil leguas de viaje submarino. Lo escribió Julio Verne y trata de un mundo debajo del mar. ¿Y sabe qué hay exactamente a veinte mil leguas debajo de la superficie del mar, en realidad?
—No…
—Nada. A esa profundidad no hay absolutamente nada, todo lo que había debajo del mar en ese libro lo puso Julio Verne. Hasta el último pez.
—Entonces es todo inventado.
—Exactamente. En un libro no hay nada que no esté escrito por gente como yo, que podrían hacer otra cosa pero que hacen esto, corrijo, que no podrían hacer otra cosa y que tal vez por eso hacen esto.
Sebastián se sintió enseguida ridículo. Su enfado le había llevado más lejos de lo que quería ir. Este adorable joven suizo que se quería tirar a su novia le obligaba a caminar más de lo que había caminado en meses, aun sin moverse del tronco del sauce, en mitad del jardín de la Embajada. Encendió otro cigarrillo y trató de calmarse.
—¿Sabe lo que es hacer un recto?
—¿Un qué?
—Un recto, yo es que he corrido un poco en moto. Un recto es cuando por una cosa o por otra te comes la curva y, en vez de trazar, te vas derecho hasta el otro lado.
—Y eso qué tiene que ver…
—¿Con lo que hablábamos? Nada… Es que a mí esto de la literatura me aburre un poco mortalmente, pero usted me cae muy bien. En esta fiesta hay mucho gilipollas y créame que los conozco a casi todos. Además, nunca había hablado con un escritor… y es más divertido que hablar con un banquero.
Sebastián no sabía mucho de motos pero se dio cuenta de que este chico le acababa de hacer un recto y se sorprendió por su elegancia al hacerlo. Se había salido de la curva y había encontrado por fuera el camino hasta la carretera. No podía decirse que fuera tonto, el suizo. Ni que él, con su Julio Verne y su irritación, fuera muy listo. Lo cierto es que este gato de Cheshire de lo tangible, pues había decidido ascenderle y ya no veía en él un conejo blanco, le intrigaba cada vez más.
—¿Sabe lo que se me da mal a mí?
—No —dijo Sebastián, tratando de no mostrar mucho interés sin conseguirlo, pues de verdad quería saber qué se le daba mal a este demonio.
—La chapa.
—¿La chapa?
—Sí, la chapa… Los mensajitos…, lo que hay que decir para volverlas locas… Lo bonito. Para mí lo bueno son las mujeres y antes y después tengo poco que decir. Si fuera mejor con la chapa follaría incluso más. Seguro que usted, siendo escritor y eso, es súper bueno con la chapa.
—Súper bueno —dijo Sebastián con una sonrisa—, de hecho soy el rey de la chapa.
—¿Y cómo se hace eso?
—Bueno, lo fundamental es creérselo.
—¿Creérselo?
—Eso es. Lo que usted llama la chapa es toda mi vida.
—Jo, qué tío, yo con la chapa soy fatal. Me imagino que usted y yo juntos…, usted con su chapa y yo con lo mío…, seríamos la hostia.
—Seríamos la hostia, sí, pero yo necesitaría una nariz más grande y además ya está escrito, y nos demandarían por plagio. También podrías ser un niño de madera y yo un grillo muy listo pero tampoco llegaríamos muy lejos.
—Como Pinocho.
—Como Pinocho.
—Ésa la he visto, es triste de cojones. No me gustó nada…
—A mí tampoco.
—Es que yo no soporto estar triste. No sirve de nada. Cuando era niño me ponía triste muchas veces, no podía evitarlo. Supongo que los niños no pueden evitarlo.
—Creo que no, que no pueden.
—Ya, el caso es que a mí lo de estar triste no me gustaba nada, ni los días tristes, ni las pelis tristes, ni las chicas tristes.
—A mí en cambio me encantan las chicas tristes.
—Claro, porque usted es triste. Nada más verle arriba pensé, qué tío más triste. Bueno, de hecho no me fijé en usted al principio, me fijé sólo en ella, y al verla a ella pensé, qué chica más guapa y luego pensé, qué tío más triste ese que la acompaña y enseguida vi sitio.
—¿Sitio?
—Sitio, para adelantar. A veces el tío que va delante te cierra las puertas pero a poco que no ande espabilado, ves sitio, y si ves sitio adelantas. Espero que no le joda mucho, pero si no cierras las puertas te adelantan…, y si no soy yo es otro…, y si va a ser otro prefiero ser yo.
—Tiene todo el sentido del mundo.
—Verá usted —siguió el muchacho, a pesar de que nadie le había pedido una explicación y Sebastián se daba por contento con lo que ya había aprendido—, nunca he entendido a la gente que se ríe en un entierro ni a la gente que llora en una fiesta. Cada cosa tiene su lugar y su momento, ¿no? Y estaba usted tan triste en la sala de baile, aliado de una chica tan preciosa, que pensé, este tío está tonto, y luego pensé, no se la merece, y al acercarme a ella me di cuenta de que tenía más razón que un santo.
Sebastián no respondió. A pesar de todo le quedaba su milímetro de orgullo, por más que ya no supiera qué hacer con él. Se puso aún más triste, como quien una vez que es atrapado por un crimen decide, con insolencia, confesar todos los demás crímenes cometidos.
—¿Y por qué está usted tan triste? ¡Si la vida es cojonuda! Claro que a lo mejor mi vida es cojonuda y la suya no…
Sebastián llevaba ya un rato pensando en por qué narices seguía hablando con el joven suizo, pero cada vez que estaba dispuesto a abandonar, la brutal sencillez del joven suizo le ganaba un segundo más de interés, tal vez un segundo más de vida. Por otro lado, Sebastián no era muy rápido escapando de nada, y no es de extrañar que en su cabeza permanecer inmóvil, una vez más, junto al sauce, en el jardín de la Embajada suiza, contándole la triste historia de su vida a un arrogante desconocido, le pareciera la mejor opción, aunque sólo fuera porque abandonar este encuentro le hubiera llevado de vuelta directamente a su mundo de fantasmas.
—Me llamo Christian, por cierto —dijo el joven alargando su mano, y Sebastián no tuvo más remedio que aceptar el gesto, aunque no fue capaz de pronunciar su propio nombre. El apuesto suizo sonrió y la verdad es que su sonrisa era dulce y ligeramente alegre, confortable, una sonrisa que parecía no esconder ningún peligro.
Christian estaba ligeramente moreno, como lo están al final del verano quienes han disfrutado de él, y era en suma la clase de muchacho que odian los hombres que nunca han sido esa clase de muchacho, pero que aquellos que no temen, ni envidian nada, aceptan de buen grado. Un joven encantador que tenía la extraña cualidad de no levantar sospechas. La clase de persona que en los grandes hoteles o en las mejores joyerías no es nunca molestada con preguntas insidiosas, que jamás parece un intruso en lo mejor que la vida pueda darnos.
—Deberíamos bebernos unos buenos snaps, es de lo poco bueno que hacemos en mi tierra. No se mueva, que voy por ellos —dijo Christian y después se levantó de un salto y cruzó el jardín de vuelta a los salones.
Sebastián empezó a pensar en aprovechar la ocasión para marcharse, aunque ni siquiera estaba seguro de que el joven tuviera la menor intención de volver. La idea de que Christian hubiese puesto una excusa cualquiera para librarse de él le pareció de pronto absurdamente desoladora. Se sintió un fantasma muy pequeño y decidió esperarle. Lo cierto es que en un principio pensaba esperarle sin más, pero enseguida, algo del orgullo que le quedaba le obligó a darle a la espera un plazo determinado. Cinco minutos, se dijo, no pienso darle ni uno más. Una vez tomada esta solemne decisión, se relajó un poco y distrajo su mirada por el jardín.
Pero en el jardín no había apenas nada. Unos centros de flores, una fuente, tres sauces llorones. Un grupito de invitados riendo a carcajadas. Un hombre turnando solo junto a la fuente. Nada. Enseguida regresó al rumor de sus propias preocupaciones. ¿Quién era este insolente y apuesto suizo, este Christian, para hacerle esperar a él? Malditos sean Christian y sus snaps. ¿Cómo se podía ser tan profundamente insensato? Malditos sean su bronceado y su musculoso y bien formado cuerpo, y su arrolladora simpatía y su hueca franqueza. ¿Por qué tenía él que compartir snaps, y charla, con un individuo como ése? ¿En qué clase de tipo siniestro se estaba convirtiendo? Ahora mismo me levanto, pensó Sebastián, ahora mismo me levanto y me voy y le dejo al Christian este sujetando sus snaps con un buen palmo de narices. Sebastián miró su reloj y se dio cuenta de que apenas habían pasado unos segundos. Qué descortesía, se dijo entonces, si este simpatiquísimo joven viene a ofrecerme el mejor licor de su tierra y yo ya me he largado. Me dije cinco minutos, y cinco minutos al menos debería otorgarle. Total, qué iba a hacer, si nadie le esperaba en ninguna parte y no podía volver ya a esa estúpida sala de baile, para encontrarse con Mónica que no era más, al fin y al cabo, que otro de los nombres y las caras de su derrota. Tampoco estaba muy convencido, a decir verdad, de que su desplante fuera a causar la más mínima impresión en el joven Christian. Más bien al contrario. Probablemente; el apuesto suizo se sentiría aliviado si al regresar no le encontraba allí. No pienso ponerle las cosas tan fáciles al alegre muchacho de los cabellos de oro, maquinó Sebastián. Que se fastidie y que hable conmigo, y me soporte hasta el fin de sus días si hace falta y si a mí me da la gana. Así que una vez más transformó su miseria en orgullo, que para esto y sólo para esto era un alquimista prodigioso, y se enrocó como quien marca una posición de defensa. Y allí, enrocado en sí mismo, se juró en voz alta, ¡se va a enterar el chaval este!
Y así estuvo un largo instante, altivo, enarbolado en la nada hasta que al poco empezó a dudar de nuevo.
Seré ingenuo, pensó entonces, este playboy internacional se ha inventado lo de los snaps para librarse de mí, no tiene la más mínima intención de volver.
Pero tampoco este lúcido razonamiento le sirvió para moverse, ya que si el joven realmente le estaba dando esquinazo, tal vez, en secreto, se alegrase de haber causado tal decepción en él, y tal vez, secretamente, se dijese, mira qué bien, ya se ha ido de la fiesta ese tipo tan tristón. Y él no estaba por la labor de regalarle un mira qué bien a nadie, y si era capaz de crear siquiera algo parecido a un mira qué bien se lo iba a regalar a sí mismo, que le hacía mucha más falta. Porque el bobo este de Christian, que tal vez estuvo triste de niño, aunque Sebastián se permitía dudarlo seriamente, ya había tenido una vida llena de mira qué bienes y él no pensaba regalarle uno más.
Te vas a enterar, volvió a repetirse, y después se dio cuenta de que se estaba enrocando otra vez y en una posición aún más absurda.
¿Y si vuelve?
Pues si vuelve, me tomo el dichoso snaps, que tampoco tengo nada mejor que hacer, y charlo un rato, si es que se tercia, y si no me voy, o me tiro por un puente, ¿qué más da?
¡Qué sentido tenía marcharse ahora, cuando su vida fantasmal estaba basada en no moverse, en no hacer nada, en aceptar mansamente el sitio que los demás que esos snaps eran los que levantan a un muerto! Y qué mejor bebida para él entonces. Y qué mejor compañía que la de un muchacho alegre, capaz, atlético, en una palabra vivo. Cuánto podrías aprender de un muchacho así, pensó Sebastián antes de darse cuenta de que en realidad no podría aprender nada, porque él también había sido franco y hermoso y alegre en otro tiempo y no podría volver allí, ni con una transfusión de la mismísima sangre de Christian, mucho menos con un ridículo vasito de aguardiente tirolés. Que le den a este suizo y a toda su ralea. No los necesito para nada. Pero ¿adónde ir entonces? ¿Qué hacer? ¿Dónde esconderse de esta nueva derrota? Sin darse ni cuenta empezó a recordar los acontecimientos que le habían llevado hasta allí, no todos, claro está, porque eso incluso a él le hubiese resultado aburridísimo, especialmente a él, y no sólo aburridísimo sino terriblemente doloroso. Porque Sebastián a pesar de todo se dolía, como se duele todo el mundo. No es que le doliera lo que otros le habían hecho, porque si algo había ya desterrado era el rencor, es que se dolía, como se duelen los motoristas después de rodar por el asfalto, sin poder culpar ni a la lluvia, ni a los neumáticos, ni del todo a su propia torpeza, o a su falta de pericia. Sebastián, que era un motorista, conocía muy bien el dolor de la caída, y sabía que en la caída no hay más que rodar contra el asfalto y no culpar a nadie. Y en ese dolor, que es el dolor de los animales, comprendía que bucear hasta el fondo de un mar que ya no existía no tenía más sentido que tratar de besar a una mujer que ya no estaba. Y así las cosas, su recuerdo, más prudente que él y menos arrogante, no estaba dispuesto a correr mucho ni muy deprisa. El pasado estaba, al menos por ahora, fuera de su alcance. Sólo ayer, se decía, y ni siquiera eso es seguro. Porque si no era capaz de caminar, ni de amar, ni de bailar, ni de levantarse de debajo de ese estúpido sauce llorón y dejar de una vez esa absurda fiesta suiza, mucho menos iba a conseguir viajar en el tiempo con su libretita de notas apuntando culpas y agravios.
Tampoco le había dado nadie derecho para indagar en su pasado, ni tenía nada que descubrir que no supiera ya. O tal vez sí, pero en cualquier caso era un viaje endemoniado que no estaba dispuesto a hacer. No puede uno viajar libremente en el tiempo y regresar a su pasado que también es el de los demás implicados y sacar cuentas a su manera, como si los otros y la percepción que los otros tienen de los más íntimos detalles comunes no existieran. ¿Qué pensaría su mujer, su verdadera mujer, sin ir más lejos, si a él se le ocurriera recordar y ordenar y suprimir y al fin y al cabo inventar el territorio de sus desgracias y alegrías comunes? ¿Con qué pies manchados con Dios sabe qué barro de ahora entrar en la que fue entonces su casa? Cómo mirarla ahora, a su ex mujer, a los ojos, aunque fuera en sus recuerdos, para tratar de descifrar el desastre que les separó definitivamente. Ni hablar, allí no podía volver como si fuera inocente, o como el estúpido fantasma de las Navidades pasadas. No podía ir tan lejos, porque tan lejos ya no existía, no desde luego visto desde aquí. Bendito Colón, y bendito Walt Whitman, que los dos supieron en el momento adecuado que siempre es más fácil seguir que volver. Se dio cuenta, y le costó mucho hacerlo, de que si volviese por un segundo a su pasado real, a su pasado compartido, no estrictamente suyo en ningún caso, no sería más que un intruso. Y no quería ser un intruso en su propia vida, ni tampoco un juez, ni un detective desesperado, no quería inventarse un crimen que no había sucedido sujetando un pelo teñido de sangre encontrado en la moqueta.
Se extienden sobre una gran manta las piezas del avión siniestrado para construir aviones más seguros y mejores, pero a nadie en esos deprimentes hangares donde se investiga la muerte de los inocentes se le escapa que con esas piezas no se puede volver a construir el avión que se precipitó sobre el mar. Nada ni nadie, ni con todo el esfuerzo, el coraje y la pericia del mundo, podría volver a sentar a las víctimas del accidente en sus asientos, ni regresar al segundo antes de que el aparato entrase en barrena. En un avión fantasma, destruido, deconstruido en piezas, ni la más simpática de las azafatas puede servir café con galletitas. Sebastián no tenía la menor intención de caminar sobre sus huellas en la nieve. Nada de lo que encontrase en su regreso sería exactamente lo que dejó al irse, y la que fue su vida no debía ser molestada ahora por el recuerdo. Tampoco puede contemplarse a una mujer que ha sido nuestra como si no se la hubiese amado.
Podía, eso sí, volver la vista atrás un poco, hasta ayer, que en cualquier caso le parecía ya una distancia desmesurada, y a lo mejor, sólo a lo mejor, su ayer arrojaría un poquito de luz sobre este hoy tan desconcertante. Antes de empezar el viaje, miró no obstante una vez más el reloj, para adoptar una decisión con firmeza. Te doy dos minutos más para aparecer aquí con esos malditos snaps, querido Christian, o ya te puedes ir olvidando de mí. Y enseguida trató de recordar los sucesos de la víspera.