La sala de baile IV

La Embajada suiza, plantada sobre un frondoso jardín, era en el fondo tan humilde como los hombres verdaderamente ricos. Sólo los hombres que aspiran a la riqueza se atreven a ser presuntuosos, los que ya la tienen, con frecuencia la esconden.

Así Sebastián entendía que de todo su amor, que él de pronto consideraba tan hermoso como un jardín suizo, nada tenía que contar a nadie. Pues tal vez al saberse la noticia de su amor, como cuando se extiende entre delincuentes la noticia de una riqueza, corría el peligro de serle arrebatado. No es que se negase a hablar de amor, pues ya está claro que no habla de otra cosa, sino que se niega, por prudencia, a hablar de su amor, a mencionar el nombre de su amada, a dejar pistas de su crimen. Todo amor es sin lugar a dudas el asalto a un tesoro que no nos pertenece, y de lo que uno se lleva a escondidas, como un cazador furtivo, es mejor no dar cuentas a nadie.

Con frecuencia hablaba de amor entre mujeres que se reían de él, y cuando las mujeres se ríen del amor es para preocuparse. Con otros hombres apenas sacaba el tema, a no ser que fueran desconocidos y además estuvieran borrachos, y aun así trataba de evitarlo, pues su amor era demasiado hermoso para según qué bares. De su amor hablaba él a solas, y hacía bien, porque tampoco era asunto que importase a todo el mundo, y si algo se le escapaba, y se le escapaba a menudo, se arrepentía profundamente después.

Y sin embargo a veces querría hablar de su amor con toda clase de detalles, pero con quién. Si pudiera hablar de amor, se decía, diría cosas como ésta… Pero entonces se callaba, y de lo que iba a decir nada se sabía.

Si pudiera hablar de amor, no en general, sino del amor que le quemaba, diría sin duda cosas interesantes. Diría por ejemplo que esperar a ser querido por una mujer que no te quiere es uno de los placeres más grandes que este mundo puede regalarnos. Y que vencer la lógica de todas y cada una de las cosas, por amor, no conoce reflejo en el resto de las miserables victorias de lo cotidiano. También es cierto, y conviene decirlo, por no exagerar sus encantos, que una persona que no consume azúcar necesita más amor de lo normal. Y Sebastián, que no probaba, Dios sabe por qué, ni galletas, ni caramelos, ni dulces, ni bollería de ninguna clase y que no le añadía ni una cucharada de azúcar a su negro café de las mañanas, y que despreciaba la fruta, los refrescos y cualquier variedad de postres o chocolates, estaba tan enfermo de amor, tan necesitado de amor, tan tercamente apartado del amor y sus sucedáneos, que es de suponer que su cerebro no regía ya con ninguna claridad y que todo su comportamiento se veía sin duda afectado por sus autoimpuestas carencias.

De su forma de morir no hay que opinar en cambio sino con mucho cuidado, pues no está demostrado aún que unas formas de morir sean mejores que otras, ni merecen, por tanto, menor respeto.

Pero ¡qué tonto que era! Si hasta creía en su petulante ir y venir entre la marea de las cosas que tenía mucho que decir sobre el asunto, sin darse cuenta de que su propia vida le había pasado ya por encima.

Sebastián creía que construía cuando en realidad era construido por las circunstancias, y creía que soñaba lo que en realidad ya vivía. Y empujando poco a poco esta frontera se encontró finalmente en un no lugar, sin poder dejar ya sus propias huellas sobre el suelo que pisaba. Y no es que no fuera capaz de ser feliz, claro que lo era, pero su felicidad se construía con los recuerdos de lo sucedido o imaginando aquello que iba a suceder, y nunca con aquello que precisamente estaba sucediendo. Y su tristeza guardaba con los acontecimientos idéntica distancia. Se diría que Sebastián no tenía manos. Que no era capaz de agarrar lo que tenía delante sino después de haberlo perdido, o antes siquiera de acercarse a las cosas que de verdad le importaban. Era, en suma, un muerto ejemplar y un enterrador perfecto. Nada en él sin embargo hacía sospechar tal cosa, pues tenía cierto dominio de sí mismo y su mirada soñadora prometía cosas, y su dulce ademán se hacía querer. De ahí su éxito con las mujeres, su éxito inicial, porque a la larga no había mujer que soportase sus ausencias, sus fugas constantes, su habilidad para no estar y no ser, en definitiva, uno más entre el mundo de los vivos.

Ahora, en la sala de baile de la Embajada suiza, mirándola bailar, sabiendo, como sabía, que ella muy bien podría haber sido la solución de sus problemas, al menos de sus problemas más urgentes, se daba cuenta de que no era un buen bailarín, y de que nunca lo sería. Se daba cuenta, es más, de que no conseguiría nunca lo que hasta ahora no había conseguido y de que siendo realista, cosa de la que también era incapaz, no quedaría más remedio que abandonar por fin toda esperanza. Una persona que todo lo ve, y que escucha en silencio todos y cada uno de los rumores del mundo y que tiene finalmente la capacidad de no encontrar en sí mismo la respuesta a sus plegarias, está siempre cercada por todos los desastres. Y lo que es peor, de estos desastres no conseguiría, esa persona, sacar siquiera su pequeña ración de lástima, su pan y agua, servidos en el plato de la compasión ajena por una pequeña rendija de la cárcel propia, pues sería evidente para cualquiera, como lo era para él, que las mareas que le ahogaban las había provocado él solo y nadie más que él, moviendo sus estúpidos piececitos, desde la piscina de la infancia hasta este maremoto que había terminado por arrasar su vida entera. La naturaleza de un alma incapaz es, sin lugar a dudas, más dañina que la fuerte sangre de un alma malvada, y está condenada a vivir entre el daño causado. Y Sebastián, incapaz entre los incapaces, no había sembrado sino enfermedades a su paso. Y si durante algún tiempo consiguió vivir con asombrosa eficacia en el disfraz, después de las últimas lluvias, era plenamente consciente de que su disfraz, mal cosido para empezar, se caía hecho jirones, y temía, o sabía, que dentro de poco, en realidad ya mismo, estaría del todo desnudo.

Si a Sebastián alguien le hubiese preguntado quién no quería ser, hubiese contestado sin dudarlo, Sebastián. Y sin embargo se adoraba. Como se adora todo lo que se imagina, pero no se posee. Por supuesto que en esos días particularmente oscuros en los que se encontraba inmerso, que es como decir hundido, en su desgracia, se había sorprendido más de una vez dispuesto a cambiarse por cualquiera. Y quién no ha jugado alguna vez a eso. Hasta Jesucristo deseó por un instante que su nombre sonase por delante del de Barrabás, pero quedó segundo en ese cruel concurso, y primero en la cruz. No hay nadie, con seguridad, caminando hoy sobre la faz de la Tierra que no haya pensado, al menos una vez, que todo el mundo, cualquiera, es feliz menos él. De eso, precisamente, están hechas las calles los días de lluvia. La luz en las ventanas de las casas ajenas nos habla siempre de una felicidad que existe sólo fuera de nosotros. O para ser más exactos, con nosotros fuera. Sebastián no era en esto, ni en nada en realidad, más que un individuo vulgar, aunque bien es cierto que le hubiera encantado no serlo. ¡Yo podría haber sido Dostoievski!, gritaba el triste tío Vania de Chejov en la cima de su desesperación, y lo más triste es que, sin duda alguna, Dostoievski pensó más de una vez lo mismo.

Para consolarse contaba sólo con su debilidad, que no estaba hecha de nada concreto, sino de años de esfuerzo impreciso. Una debilidad asombrosa, petulante, heroica, una debilidad, diría Sebastián, como Dios manda. Un castillo de naipes levantado con inagotable tesón para evitar la obligación de una construcción más sólida. Un ardid. Como aquellos tanques de cartón que desplegaron los aliados en las colinas de Inglaterra para engañar a los espías nazis. Una amenaza falsa, que al contrario que la gloriosa invasión de Normandía, no esconde ninguna potencia real. Por más que a él le resultase fascinante, su debilidad no era un señuelo tras el que esconder un león, o si acaso un conejo en la chistera, ni tenía la finalidad de observar los movimientos del enemigo, ni era un engaño destinado a distraer a portentosas defensas antiaéreas. Su debilidad no tenía peso ni forma, y carecía de finalidad alguna. No era liviana como un globo aerostático, no volaba sobre la ciudad, no mantenía ninguna posición de privilegio, y sin embargo no podía ser tomada a la ligera. Su debilidad era un búnker, y como tal estaba semienterrada pero aún a la vista de todos. Podía protegerle pero le incapacitaba para cualquier movimiento, para cualquier conquista, pues no se sabe de un búnker que haya conquistado nada, más allá de una posición de estéril resistencia, y no se conoce tampoco una fortaleza que no haya caído finalmente, por más que se vierta aceite hirviendo por las pequeñas ranuras abiertas entre sus piedras, o se dispare el cañón Berta desde dentro de la montaña. Ni siquiera los silos enterrados que guardan esas bombas atómicas que todos temen y nadie ha visto aseguran ninguna clase de conquista. Las conquistas, todas, dependen del paso marcial de la infantería, de los hombres de a pie. De aquellos que caminan y dejan huellas. De los que levantan las banderas. Pero una tropa necesita un arma y una canción y una carta de amor en el bolsillo y Sebastián no tenía nada de eso.

Digámoslo ya, Sebastián carecía de una estrategia para la victoria.

La debilidad le ayudaba a no dar ningún paso, le excusaba, amablemente, de toda acción. No era una debilidad heredada, pues carecía de herencia, era una debilidad construida con violentas paradojas, que es como se construye todo, con una ración de piedra y otra de argamasa, uniendo en fin lo que no desea unirse a nada y quebrando el margen de, libertad de cada cosa. La debilidad de un titán, o de un tirano. Si hasta había llegado a pensar, en su locura, que se trataba de la debilidad de un santo. Entusiasmado como estaba, o estuvo, con su progresiva abstinencia. Pero luego leía el periódico por la mañana y se encontraba con los casos de muchas quinceañeras que también, como él, se negaban a comer y no parecían estar muy cerca de la santidad, y claro está, se sentía un poco ridículo. Aunque luego, por las tardes, ya con un vasito de whisky en el cuerpo, volvía inevitablemente el orgullo por lo ya conseguido. Y a qué negar que se congratulaba por el avance de sus tropas invisibles sobre el valle imaginado. Y volvía a la batalla, con más fuerza si cabe, y su debilidad crecía en el espejo hasta adoptar el tamaño de un gigante. Un gigante amable y generoso que le sonreía. ¿Acaso no había tomado la decisión de abandonar el mundo? Tal vez «decisión» sea una palabra muy grande para sus capacidades. Mejor será decir que había aceptado la inercia de su declive. Que ya no sólo no se oponía a su propia y paulatina desaparición, sino que la aceptaba con gusto. ¿Acaso se dedicaba a otra cosa? Pues no, lo cierto es que no se dedicaba ya a nada más. Aun a sabiendas de que toda esta arrogancia que le llevaba a consumirse era estúpida, él seguía a lo suyo, construyendo su derrota con paciencia infinita. Tonto era, de eso no cabe ya duda alguna, pero y qué. Tampoco tenía ya a quién dar explicaciones. Todo el terreno que había conseguido vallar y destruir en silencio, y a su alrededor, era suyo. Un campo quemado hoja tras hoja, rama tras rama, brizna a brizna, por la mano de un solo hombre. Un incendio provocado por un idiota que aún guardaba la cerilla, un delito sin lugar para la suposición de inocencia.

Pero volvamos por un momento a la sala de baile. Ella, que tenía nombre, claro está, porque era una mujer real, no una heroína de folletín, bailaba. Y bailaba endemoniadamente bien. Se llamaba Mónica y era morena. Y tenía su vida, su novio, todas esas cosas que tiene la gente. Y no era, y esto Sebastián querría dejarlo muy claro, una musa, ni una maga, ni una bruja, ni un recuerdo, ni nada de esas cosas, con las que la literatura suprime a menudo a las mujeres. Era una mujer. Una mujer hermosa además, pero una mujer real. Como son reales todas las cosas a este lado del espejo. No era desde luego suya, pero tampoco le era del todo ajena, y sin embargo, y Sebastián querría insistir en ello, estaba libre de toda culpa y libre en general de la locura de Sebastián. Una locura que, por otro lado, y como ella bien sabía, no era cierta. Hay que reconocer, y si Sebastián quisiera ser honesto por un segundo tendría que ser el primero en hacerlo, que en algún momento, ahora por ejemplo en la sala de baile, había sucumbido a la tentación de convertir a esta preciosa mujer real en un personaje inventado. Algo que, ya puestos a reconocerlo casi todo, había intentado antes con otras mujeres, a las que coleccionaba como un asesino meticuloso en un lugar oscuro de su imaginación. Un altarcito que de cuando en cuando iluminaba con velas y arrullaba con suspiros de amor. Pero a Mónica, por alguna razón, tal vez porque Sebastián a pesar de todo estaba aprendiendo algo, la había dejado bailar en el mundo real, frente al espejo. Había decidido, sabiamente, habría que añadir, expulsar a esa mujer en particular del mundo invisible de su imaginación, con la secreta esperanza de que ella le arrastrara a él, a su vez, hacia fuera. Porque tampoco se puede negar, y en esto el propio Sebastián no podría estar más de acuerdo, que aspiraba a ser tan feliz como cualquiera. Qué caramba, si hace apenas nada estaba la mar de contento.

Hay que decir, también, que Mónica ya había hecho todo lo posible, en el mundo real, por arrancar a Sebastián de las garras del monstruo que se lo había zampado tan alegremente, pero, y con esto se excusaba Sebastián, no en el momento adecuado. Es más, ningún momento hubiese sido el adecuado, pues no había nadie capaz de salvar a San Jorge de las garras y las llamas del dragón. Nadie excepto San Jorge, claro está.

Se declaró en ese mismo instante, en el que ella ya bailaba, no inocente, aunque aún no del todo culpable. Le habían ofrecido un río, un jardín, la cima de una montaña, y después él mismo se lo había negado todo. ¿Había renunciado o lo había perdido?

¿Le había sido ofrecido realmente? Imposible saberlo ahora. Aunque en ocasiones, en la sala de baile, por ejemplo, todo lo perdido, hace ya tiempo e irremediablemente, le parecía de pronto inmediato y cercano. Había crecido entre los huérfanos, sin pudor, y entre los huérfanos había desarrollado el instinto, el hambre, la ambición de sobrevivir. Había imaginado una carretera, un abrazo, un beso, pero no con la confianza suficiente. No del todo. Y el sueño se había difuminado. Sebastián había sido feliz, y quién no, pero ¿para qué? Te veo muy bien, le decía la gente, pero no era cierto. ¡Levántese y recupere una postura digna!, se repetía. Pero ¿cómo conseguirlo? ¿Con qué manos sujetar este pez escurridizo, y en qué aguas? Dónde y cómo volver a poder y sobre todo dónde y cómo volver a querer.

No siempre había sido así.

Sí que tuvo, en su día, la mano de una mujer amada entre las suyas, lo recordaba claramente, cómo olvidarlo, pero no supo sujetarla con vigor. Y de esa mujer, a la que aún quería, no quedaba ya nada. Y sin embargo en su mezquino corazón, que él imaginaba inmenso, no encontraba Sebastián, cuando buscaba, más que la obligación insoslayable de seguir amándola. ¿No desean los niños dulces que les ignoran pero que no existen ni brillan sino para ser deseados por los niños? Así su amada brillaba aún para él y sólo para él, y todo lo demás era inconcebible. Sin ese faro Sebastián se quedaba a oscuras, pero el lánguido parpadeo de esa luz le llevaba sin remedio a una isla que no existía más que en su imaginación. ¡Menudo plan, amor mío!, le repetía a ella, como si ella le escuchara. ¡Qué cosa más fea es hablar solo y qué mal remedio tiene cuando se ha escogido la soledad! Y tiraba después, con fuerza, de un mocoso que también era él, tratando de apartar al niño de los dulces, pero no había manera. Sebastián no estaba dispuesto a dejar de amar, ni a pensar en nada más.

¡Baile usted con señoritas de verdad y olvídese de una vez de sus preciosas señoritas de mentira!, se decía con evidente mal humor al ver bailar a Mónica, cada vez más lejos de él y más cerca de un apuesto y fornido suizo, pero no lograba hacer otra cosa que desobedecerse una y otra vez, como el niño malcriado que era. Tan dispuesto estaba Sebastián a ser un fantasma enamorado, tan protegido se sentía en su pequeño cuarto de juegos, que los pies los sentía ya de hormigón, incapaces de seguir el ritmo de esta o cualquier otra música. ¡Qué extraño consuelo encontraba en su triste apariencia! Si parecía la figurita de un belén, una de esas que se colocan al margen de la acción principal y que están muy a lo suyo. ¡Qué casita tan acogedora se había construido! ¡Qué delicado paisaje de miniatura sobre el que reinar desde el desdén!

Y sin embargo, y esto también lo sabía, no estaba todo perdido. De esta energía infantil que perseguía lo que ya se ha perdido, o lo que no se podía conseguir en ningún caso, porque no existía, podría sacar fuerzas para acometer algo real. Si no el amor, tal vez otra cosa. Un buen trabajo, es decir un trabajo bien hecho, una traducción más acertada de sus versos de Blake, quién sabe si una página decente para una conferencia sobre Walser, aunque llegase demasiado tarde. Contra los fracasos y renuncias del presente no podía nada, pero ser capaz de imaginar al menos una acción positiva no era un logro que Sebastián, en su posición, pudiera despreciar.

Y a esas señales se agarraba para no morir.

Pero a qué tanto eufemismo, si la palabra es suicidio, digámosla bien alta y veremos cómo se aleja. Sebastián la decía a cada rato, sin que nadie le preguntara, durante esos días que rodearon el baile de Mónica en la Embajada suiza. Sebastián no querría nunca confesarlo, y hace bien, pero había llevado a cabo el estúpido ritual de los suicidas, colgar la cuerda de un gancho para las cortinas y comprobar su resistencia, arrojar monedas por la ventana y calcular el tiempo que tardaría su cuerpo en caer al patio (apenas cuatro segundos), buscar en el botiquín esas pastillas letales que matan dulcemente a las estrellas de cine. En fin, que por esas tonterías ya había pasado, con enorme vergüenza, es verdad, pero con la apropiada solemnidad. ¿Y quién no? Todo el mundo quiere morir en algún momento y hasta hay quien lo consigue. Pero a Sebastián todo este fastidioso asunto del suicidio le parecía una cursilería, además de una banalidad. Cada vez que se acercaba a la muerte, la muerte se reía de él. Y luego, sin poder evitarlo, él también se reía. No tenía ya edad para estas cosas. Regalarle a la Muerte un hombre viejo y cansado, y Sebastián se sentía un hombre viejo y cansado pese a no serlo, era como ofrecerle dinero a un magnate. La Muerte ya tiene muchos de ésos, y se los lleva ella sola, sin que nadie se los dé. No quería morir en realidad, sólo se distraía con la idea. Morir le parecía un sueño, un lugar en el que descansar, una almohada más fresca por el lado que la cabeza aún no ha tocado, un segundo de paz, un respiro, una mentira al fin y al cabo. Ignorado por la vida y rechazado por la muerte, incapaz de bailar frente al espejo, e incapaz de volver al otro lado del espejo, donde los conejos se imaginan fantásticas aventuras, no es de extrañar que Sebastián, por ahora, se estuviera tan quietecito.

También hay que decir que el pobre hombre venía con el corazón roto. Y esto que parece una expresión vulgar, una frase de canción romántica para quinceañeras, no deja de ser una verdad como un templo. Otra expresión estúpida, por cierto. ¿Y cómo se rompe un corazón? Pues de la manera más simple.

Ignorándolo un tiempo y dándole una importancia desmedida después. Desequilibrando el delicado balance natural de todas las cosas reales. Dotando a un músculo sencillo de capacidades mágicas, heroicas, épicas, grotescas, inútiles, ficticias. Ay, la ficción qué daño hace, y Sebastián debería haberlo sabido, viniendo de un país cuyo héroe más grande lleva un orinal en la cabeza. No leas tanto, le decían de niño, y no hizo caso, y así le ha ido. La ficción puede muy bien instalarse en el alma de un hombre hasta destruirla. Sebastián había visto y admirado, a lo largo de su vida, hombres capaces de hacer cosas en el mundo real e incapacitados para la ficción, pero nunca había admirado a quienes detienen en el oscuro territorio de la ficción el curso de todos los ríos. Y él, que se tenía por un hombre inteligente, había caído como un bobo en el mundo de Alicia (la de Carroll), y ahora que detestaba el mundo de Alicia, y quería salir de él, no podía.

No es de extrañar, entonces, que cuando el mismísimo agregado cultural de la Embajada suiza regresó a su lado para decirle algo al oído, a él, en su estado, le pareciera todo más propio de una conversación entre fantasmas que de una charla amigable entre hombres educados.

—¿Dónde están el entierro? —le dijo el siniestro agregado, sonriendo como sólo sonríen los suizos, que para eso tienen el oro de todas las muertes a buen recaudo—. Me consta que usted hará una hermosa loa de nuestro admirado Walser, me dicen que es usted gran escritor al que perdono no haber leído, y me dicen que admira a nuestro admirado Walser y me dicen que usted dice que dirá grandes cosas sobre la derrota, cuando lleguen a Berna, todos ustedes. Y me dicen, perdone que haya bebido un poco, que usted tiene cosas que decir: sobre Walser, gran admirado nuestro y de ustedes, y grandes cosas que decir sobre otras grandes cosas…

Y Sebastián, sin saber qué contestar, sólo había sido capaz de alejarse otra vez de él unos pasos, mientras miraba a Mónica bailar ya no tan sola. Porque estos suizos eran muy pesados, y el joven y apuesto muchacho que antes sólo se contoneaba en silencio charlaba ya con ella sin dejar de moverse, una habilidad portentosa que sin duda Sebastián no tenía. Y, si bien es cierto que esos dos pasos que le alejaban del alegre agregado cultural le acercaban a Mónica (de pronto el siniestro no era el agregado sino él), también hay que reconocer que no le acercaban lo suficiente, nunca lo suficiente, ni mucho menos. Nunca tan cerca como un joven suizo bailón y dispuesto.

Pese a lo incómodo de su situación, Sebastián tomó la decisión de no moverse. No podía avanzar, pues Mónica estaba ya enzarzada en una animadísima conversación con el joven suizo, llena de risotadas y aspavientos. Ni podía desde luego retroceder, pues no sabía ya qué decirle al alegre agregado.

Para empezar no pensaba asistir a la conferencia, lo cual convertía su presencia en este baile de verano en la Embajada en un fraude, ni tenía intención de acercarse a Mónica, lo cual convertía su merodeo alrededor de la hermosa mujer que bailaba siempre ajena a él, en otra de sus penosas charadas. ¡Ya está bien!, pensó Sebastián. Basta ya de mentir. Aceptemos de una vez todos los pasos que no hemos de dar, y dejemos de jugar al juego de las intenciones.

¡A nadie le interesa tu presencia aquí o en Berna o en lugar alguno! Para qué seguir amenazando con ser lo que nadie te ha pedido que seas.

Había decidido no bailar, con la misma determinación con la que había decidido no acudir más a ningún sitio, ni dar ya ninguna conferencia, ni volver a hablar de Robert Walser, ni visitar nunca más tumba alguna que no fuera la suya.

Y sin embargo, al recibir una invitación para el baile anual de la Embajada suiza, se había puesto casi de inmediato a planchar, mal, su mejor traje y había acudido puntual a la cita, y lo que es peor, había conseguido que Mónica le acompañase, por más que ahora él se negase a bailar con ella. Como se negaba a hablar con el agregado por considerarlo un hombre, sin duda alguna, demasiado importante como para atender a sus miserables razones, aquellas que en su cabeza ya se habían ordenado, como planetas enanos, para justificar su renuncia a ese viaje a Berna. Tal vez y sólo tal vez se atreviera a rechazar la invitación más adelante, cuando ya fuera tarde en realidad, y por teléfono, fingiendo una grave enfermedad y hablando con alguna secretaria, o cualquier enlace de la Embajada cuya importancia menor cesase de intimidarle.

Sebastián volvió a sonreír al embajador y agachó la cabeza en señal de profundo respeto. No le importaba lo más mínimo lo que ese hombre pudiera pensar de él, y sabía, por otro lado, que la posibilidad de que todo un agregado cultural recordase siquiera su presencia en esta fiesta o en Berna durante las conferencias a las que había decidido no asistir era tan remota como la posibilidad de que él se pusiera de pronto a mover sus tristes huesos al ritmo de esa música infame.

El asunto es que declinar una invitación tampoco era sencillo e implicaba un largo proceso para el que carecía de fuerzas. Tendría que llamar primero a su agente, pero como le debía dinero, no se atrevería a hacerlo, tendría después que sufrir la larga lista de preguntas insidiosas que sigue inevitablemente a cualquier renuncia. En fin, que había renunciado a esa invitación a Berna en su cabeza, pero aún no en el mundo. Y puede que nunca lo hiciera. Se odiaba por ello, pero su incapacidad para hacer algo concreto se juntaría una vez más e inexorablemente con su incapacidad para renunciar a ello.

El mundo no lo sabía, pero Sebastián ya no baila ni viaja, y sí que acumula en su alma el pequeño rencor de quien se siente ignorado en sus más dramáticas decisiones, por más que estas decisiones sean inútiles; es decir incapaces de cualquier acción afirmativa o negativa, y además, secretas, pues a nadie pensaba decir nunca nada de todo lo que con tanta audacia se negaba a sí mismo.

Como le sucedió tantas y tantas veces durante su matrimonio, y aun después, en su última y maravillosa historia de amor, el mundo no tenía la obligación de saber lo que él escondía en su cabeza. Por más que Sebastián fuera capaz en su demencia de guardarle rencor al mundo entero por ignorar todo lo que él no decía, todo lo que escondía de los demás con la secreta ambición de que los demás lo descubrieran, no podía seguir condenando a cualquiera que tratase de acercarse, por no conocer lo que no existía sino en él, y enterrado muy dentro de él. No iría a Suiza en cualquier caso, lo supieran o no, y su presencia en esta fiesta no estaba en absoluto justificada y para un hombre que ha decidido no hacer nada, tal acto gratuito resultaba poco menos que sorprendente. Pero eso a Sebastián no le importaba lo más mínimo, porque juzgaba y tal vez con razón, que no le ataba ningún compromiso a la causa suiza. Si es que los suizos tenían causa alguna, que tampoco le constaba. Hay que añadir, y esto habría que tenerlo en cuenta, que Sebastián se había sentido en su día ofendido cuando le llamaron a él, precisamente a él, para dar una conferencia sobre la derrota. Como si la derrota fuera sólo cosa suya.

Sebastián es escritor, claro está, y de nada vale no decirlo, pero no uno de esos hermosos escritores que no escriben, no, era uno de esos que eligen escribir hasta el agotamiento, sin saber muy bien por qué, ni para qué. Debería haber sido al contrario, pues su afición a la inactividad, su habilidad para cancelarlo todo, la tozudez con la que se empeñaba en sucumbir, tendrían que haber terminado también con el inútil hábito de la escritura, pero no era así. De manera que su enfermedad, que ya ocupaba sus días, ocupaba también sus noches, añadiendo a sus pesares una ración de dolores de espalda, pues, a pesar de llevar ya una vida escribiendo, nunca había conseguido hacerlo en una postura cuando menos correcta. Tal vez por esa incontrolable predisposición al martirio que le había convertido en un tipo chistoso. Un tipo chistoso que ya no se hacía a sí mismo ninguna gracia. Y si no era capaz de ir a Suiza, por tentadora que fuera la invitación, se temía que ya no sería capaz de ir tampoco a ninguna otra parte, que toda acción real le pillaría ya siempre a desmano, y que a pesar de su altanería (algo de eso le quedaba), y de su extraño valor para afrontar las peores circunstancias posibles con gran entereza, se había convertido y quién sabe si definitivamente en un caballero en pie frente a la desgracia, pero incapaz de vencerla. Y sin embargo, por las noches, y por las mañanas muy temprano, y siempre, y en lugar de las comidas, escribía. No está muy claro qué escribía, aparte de sus insensatas correcciones de Blake, que antes habían sido correcciones de Milton y de Cummings y hasta cien folios de notas sobre la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters y un pequeño bloc de apuntes sobre Beckett que a Beckett no le hacían ninguna falta. Aparte de esta actividad del todo inútil y en cambio frenética, de corrector invisible, escribía también teatro afectado e incompleto, a ratos. Un teatro más propio de titiriteros que de su admirado Noel Coward, y novelas, o al menos comienzos de novelas que no escribiría nunca, y cuentos que por breves que fueran se empeñaba en no terminar.

Tal vez si sus últimas acciones voluntarias, aquellas en las que había invertido un arrojo del todo antinatural en él, e impropio de su carácter, hubiesen resultado más acertadas… Pero lo cierto es que aún estaba pagando el suicidio de su ruptura con la vida amable, el momento exacto en el que sublimó sus propias capacidades y creyó disponer de un depósito de energía que no tenía. Y a resultas de ese agotamiento brutal, de esa acción, tal vez la última de todas las acciones de las que sería capaz, venía sin duda este profundo cansancio. Como un mono que invierte toda su destreza y su fuerza y su fe en salir de la jaula y se derrota después en el primer paso de su libertad, Sebastián se había hundido el primer día después de su divorcio. Justo en el instante posterior, en el segundo después de conseguir finalmente oponer sus escasas fuerzas imaginarias a las fuerzas reales de su vida. Y si bien fue muy capaz, y no sin asombrosa crueldad, de descuartizar su vida, en la puerta de la jaula no fue ya nunca capaz de disfrutar, de merecer siquiera, la libertad conseguida. Su mono, el mono de Sebastián, había pagado con creces su arrogancia, y estaba por así decirlo en tierra de nadie, a dos pasos de la jaula y muy lejos de la libertad, y tras él, y para esto Sebastián no era ni mucho menos insensible, ni tan simio como para no darse cuenta, no quedaba más que el insidioso olor de la tierra quemada, que es el mismo olor que emana el dolor no merecido, y delante de él no había nada.

En otro tiempo se hubiera reído de todo esto, como el día en el que escribiendo en su estudio, un ático soleado que por supuesto también había terminado por abandonar, o perder, había escuchado claramente los pasos de un monstruo subiendo por las escaleras. Pasos rotundos, de monstruo, de un monstruo inmenso y pesado que sin embargo, y pese a que le hicieron contener la respiración en absoluto silencio, no llegaban nunca hasta él. Un monstruo que subía y subía pero que nunca le alcanzaba. Cuando ya no pudo contener más la respiración salió a la terraza, para encontrar, en el edificio de al lado, a un rumano derrumbando un muro con un gran mazo. Golpe tras golpe, paso tras paso. Ahí tienes a tu monstruo, se dijo, y luego se rio. Pero claro, ésos eran otros tiempos, tiempos en los que, albergaba muy poco miedo y atesoraba en cambio mucha felicidad, tiempos en los que podía uno reírse de todo.

Ahora se había quitado el traje de boda y se había puesto, quién sabe si definitivamente, la ropa de entierro. Y casi todo lo que amaba estaba en un avión que ya partía y partía sin él. Y adiós amor mío y buen viaje y adiós que te vaya bien, no es precisamente el consuelo que necesita un hombre solo parado en una terminal infinita.

Y sin embargo nada puede separar a este hombre de las cosas que quiere, por más que a veces la voluntad, o su ausencia, construya una muralla alrededor de las verdaderas razones que sujetan el aspecto de las cosas. Todo este asunto del baile, de verla a ella bailar y ser incapaz de coger su mano y bailar con ella, que es de hecho todo lo que desea hacer en este mundo, no es sino el síntoma real de una larguísima enfermedad inventada. El apuesto joven suizo que poco a poco se acerca hasta Mónica para ocupar su lugar no es sino la enésima derrota que él desea regalarse. Las cosas son también su apariencia, se dice Sebastián, y se lo dice mil veces, pero aún no lo entiende del todo.

No se había levantado bien esa mañana, pero eso ya no era excusa, porque lo cierto es que llevaba tiempo levantándose mal, con esa desagradable sensación de que el día no depararía nada bueno. Gran parte de culpa la tenían sus noches. No vamos a contar aquí sus sueños, porque como todo el mundo sabe no hay nada más aburrido que escuchar los sueños ajenos, pero lo que había soñado justo antes de despertarse marcaba en gran medida su humor. Digamos, por ejemplo, que no le gustaba soñar con enanos. Y la verdad es que últimamente soñaba mucho con enanos que llevaban estrambóticos sombreros y que se le parecían muchísimo.

No sabe bailar y lo sabe o lo intuye, como se intuyen los fracasos del futuro, idénticos en forma y fondo a los fracasos del pasado. Es aquí, en la antesala del infierno de lo real, donde se levantan las apariencias. Sólo que no se levantan en un instante, ni se levantan ahora, ni se levantarán fácilmente por mucho tiempo. No crece nada, así como así, en esta zona devastada que, a pesar de invitar más a la esperanza que al rencor, aún se resiste a ver dibujado, sobre la tierra baldía, el proyecto de edificaciones futuras. El alma de todos los temores se adueña del espíritu, con la consistencia de una infección verdadera, y se ven, claramente, las causas que llevaron a un hombre desde la línea de meta hasta un punto impreciso de la carrera, como llevaban los vientos a los barcos que cruzaron los mares en un tiempo en el que los barcos cruzaban los mares sin más fe que el viento que agitaba sus velas, y los llevaban, y vaya si los llevaban, hasta otras tierras que se intuyeron mucho antes de ser descubiertas, pero que también se mostraron, frente a la imaginación de los marinos, imprecisas, lejanas, imposibles, antes de derramar la arena de sus playas bajo los gloriosos pies de los conquistadores. Bendito Colón que decía Walt Whitman. Y eso no ayudaba a Sebastián, que no tenía pies de conquistador ni imaginación de marinero y su cuaderno de bitácora, su plan para la pacificación de sí mismo, era tan torpe como las estrategias occidentales sobre las envenenadas arenas de Oriente Medio, donde no había manera de organizar a una pandilla de locos de distintas especies bajo el manto protector de nuestra propia locura. De igual manera había sublevado Sebastián a todas sus tribus y la imposición de un sistema racionalmente probado en tierras muy lejanas, imperfecto pero útil, no albergaba esperanzas de triunfar entre los rencores ancestrales de los que era causante y víctima. Si Lawrence de Arabia hubiese decidido articular una liberación de sí mismo, también habría fracasado. Pero eso, a estas alturas, era para Sebastián un triste consuelo.

No sabía bailar y lo sabía, pero tampoco podía ignorar las razones que le habían llevado hasta la sala de baile. Las razones verdaderas se repiten con insidiosa insistencia como si no quisieran ser ignoradas. De igual manera que las campanas marcan las horas en las iglesias cercanas, nada ni nadie escapa al sonido de las horas propias, aquellas que cercenan el pasado y empujan el tiempo que vendrá. Sebastián no lo sabía, era capaz de imaginarlo pero no lo sabía, y su incapacidad para ver las sombras negras de su propio futuro le impedía tomar, en el presente, las decisiones adecuadas. No había bailado nunca, o tal vez sí, en Ginebra y muy poco, un sí pero no que le había llevado a mover las piernas torpemente sobre la cubierta inmóvil de un yate anclado junto a un puerto en uno de esos lagos de Ginebra. Alguien saltó entonces por la borda, borracho seguramente, un chico joven, y una chica muy bonita saltó detrás semidesnuda, y de pronto le invadió la vergüenza, una enorme vergüenza habría que decir, la misma que le invadía cada vez que se le ofrecía, o se le presentaba, o representaba, pues todo es una sombra en la pared, cualquier clase de felicidad. Nada de lo que había conocido le preparaba para una vida feliz, ni siquiera sabía cómo gestionar un segundo de esa sopa inane que se le ofrecía con absoluta ingenuidad y tremenda arrogancia en todos los banquetes a los que asistía, porque seguía asistiendo a ellos con estúpida frecuencia.

No era un hombre elegante, pero podría haberlo sido. Los suizos, porque también estaban allí los suizos, en esa sala de baile a la que no debería haber venido pero a la que había acudido con un insensato entusiasmo muy propio de él por otro lado, pues si algo le distinguía de los demás, o eso quería creer, era su entusiasmo por lo insensato. Su absoluta dedicación a la catástrofe. Nosotros construimos este mundo, se decía, nosotros hicimos el fuego, con dos piedras, fue idea nuestra. Somos invencibles. A menudo pensaba cosas así, como si fuera un soldado en un ejército invisible y derrotado ya, un ejército tan antiguo como el cobijo de las cavernas. Pero no sabía bailar y a ella le encantaba bailar, y por la borda de ese barco de Ginebra seguían cayendo los muchachos y las chicas, hermosos como monedas de oro en el fondo de piedra de la fuente a la que inevitablemente tendría que volver. Tal vez por eso había aceptado la invitación de la Embajada suiza y tal vez por eso, y a pesar de ser incapaz de bailar, había llegado al borde justo de la sala de baile. Tampoco tiene sentido buscar la salvación muy lejos del cielo, y eso también se estaba convirtiendo muy poco a poco en una certeza. Sebastián se moría sin saber muy bien de qué, ni por qué. Se moría de amor, claro está, pero ¿qué amor era ése?

Se desmayaba, Sebastián, o al menos soñaba con desmayarse, y recordaba, en su desmayo, el jardín pisoteado de su madre, sólo que aquí no había culpables, no corrían los niños insensatos, entre otros él mismo, sobre las flores, persiguiendo un balón de fútbol, aquí no se golpeaban las paredes ni se amenazaban los cristales de las ventanas, aquí y ahora permanecía todo inmóvil, menos el miedo. El miedo crecía, a su velocidad acostumbrada, ni muy deprisa ni muy despacio, y se iba volviendo sólido y real, como no lo eran el resto de las cosas.

Ni los recuerdos, ni los besos, ni el baile.

Y ella bailaba muy bien y él no bailaba nada.

Y ella era preciosa y él no. Aunque parte de su belleza dependiera de Sebastián. El tamaño que ella tenía ahora, encantadora en el centro justo de la sala de baile, pegada ya a un insoportable y atractivo joven suizo, multiplicados ambos por los espejos, era el tamaño que él le había dado, y ella no tenía entonces más culpa que la Virgen de un paso que ignora la fe que la sostiene. A este lado del espejo, pensaba entonces Sebastián, está el mundo, al otro lado no hay nada.