La sala de baile III

El agregado cultural de la Embajada suiza le dio entonces una palmada en la espalda, y sacudido por un instante fuera de sus elucubraciones, Sebastián se puso a buscar una de esas antiguas sonrisas de fiesta que tan bien le habían funcionado en el pasado. Se puede ignorar a una portera quisquillosa y ruin cada mañana, pero no se puede ignorar a un agregado cultural por muy ruin y quisquilloso que sea.

—Qué ilusión nos proporciona que viene a nuestro congreso en Berna —dijo el agregado sujetando a duras penas su vasito de ponche.

—Más ilusión nos proporciona a mí —respondió Sebastián, tratando de no desentonar con el atípico castellano del agregado.

—Me interesa a todos su posición sobre el pobre Walser.

—Nos consta que no le defraudan mis conclusiones.

—¿Algún adelantado?…

—Como adelantado puedo decirle que considero a Walser el más cabal de los hombres y el mejor de los jinetes.

—No sabía que montaban.

—Montaban mucho y bien, a caballo, y el viento le despeinaba las crines a él, y le volaba el sombrero a su caballo.

—Qué interesante no estar en la conferencia, mis obligaciones nos lo impiden.

—Qué interesante que no vengan todos ustedes —dijo Sebastián, para después extender su mano y alejarse discretamente. Girándose, eso sí, al menos tres veces para reiterar su agradecimiento con esas inclinaciones que tanto le gustaban desde que aprendió a hacerlas con verdadera propiedad en sus viajes a Tokio.

Mientras tanto Mónica bailaba. Y Sebastián soñaba con desmayarse como otros sueñan con un deportivo descapotable o una maleta llena de billetes. Hay que reconocer que él tenía una disposición romántica para el desmayo y que en el desmayo, encontraba siempre la excusa perfecta para pensar en la muerte. Llegó, en cualquier caso, hasta la sala de baile en muy mal estado, como quien vuelve de un país devastado por alguna catástrofe natural, y en su aspecto se podían leer claramente dos cosas: no era rico y no era feliz.

Y eso era parte de su encanto, o al menos del encanto que él pensaba que tenía. Qué duda cabe de que le hubiera gustado tener muchos encantos más, y no precisamente ésos, pero en su pequeña batalla le valía cualquier pequeña victoria.

La sala de baile de la Embajada suiza no era el lugar exacto en el que Sebastián querría estar, y desde luego no era el lugar en el que Sebastián hubiese querido morir, pero lo cierto es que allí estaba, y lo cierto es que se estaba muriendo.

A menudo, entrando en lugares así, salas de baile, fiestas mundanas, distintas actividades de esa sociedad que él frecuentaba y a la que en absoluto pertenecía, se imaginaba que esas mujeres que despertaban su interés también se animaban un segundo gracias al interés que él aún era capaz de despertar y demostrar.

Es especial, se imaginaba que decían ellas… Tiene cierta arrogancia herida, como un soldado que fue valiente en otra batalla y que casi lo paga con la vida.

Éstas eran las tonterías que le mantenían al tiempo en otro mundo y en éste, cosas todas imaginadas, aun cuando pudieran ser posibles. Sus heridas, si las tenía, estaban muy bien cosidas, y eran, casi todas, caprichosas, y sometidas a su capricho y a su voluntad de lucirlas como medallas, en definitiva heridas más propias de su arrogancia que de su mala suerte, más cercanas a su maldad que a la maldad de los demás, y sin embargo, él se complacía al verse a menudo a sí mismo como un tullido, no del todo responsable de su cojera, y en ocasiones, si era capaz de beber lo suficiente, como un mártir. Un héroe de una guerra anterior e indemostrable.

¿No había asientos reservados en los trenes para gente así?, por qué no habría la vida de dejarle un sitio. Sebastián conocía esos casos, que conocemos todos, en los que después de una catástrofe ferroviaria, un accidente aéreo, un atentado o un terremoto, pequeños suicidas cobardes se apuntan voluntariamente a la lista de muertos o desaparecidos, y podía entender perfectamente que alguien quisiera abandonar su vida, sin perderla del todo. Lo que no tenía era la disposición, el entusiasmo ni el coraje de construir una mentira. Si Sebastián hubiese tenido una máquina de falsificar moneda, hubiese sido incapaz, en cualquier caso, de cargar con los botes de tinta, de cortar el papel con la guillotina, de mirar al trasluz el resultado de su engaño. Carecía, por así decirlo, del valor y la energía de los mentirosos. Su delicada condición, pues él pensaba que a pesar de todo su enfermedad era real, le llegaba, y muy justitas las fuerzas, para sentarse en los asientos reservados para los tullidos, y poco más.

Y sin embargo, Sebastián estaba empezando a cansarse de estar sentado todo el día sin hacer nada, de mirar a las mujeres que podrían ser suyas bailar con otros, estaba cansado también de la fortaleza de sus renuncias, y de no tener nada que hacer, aparte de cuidar de una pena infinita como quien cuida de un cofre vacío.

Un par de veces había intentado moverse, ocupar una posición libre, efectiva o no, en un tablero imaginario, pero su férrea voluntad se lo impedía. Igual que hay héroes de acción, hay gente como Sebastián que ve en la inacción un destello de heroicidad. A pesar de lo cual consideraba, en su cabeza, una cabeza que ya no le servía ni para llevar sombrero, que todo lo que no hacía era inútil, y no despreciaba en absoluto la suma de empeños que le rodeaba y le desbordaba. No era Sebastián, y conviene decirlo, tan arrogante como para presumir de su posición, simplemente se negaba a abandonarla. Como quien defiende en una guerra una atalaya de cuya importancia estratégica lo ignora todo, Sebastián defendía su sitio, sin saber si ceder era perder o si por el contrario cualquier clase de derrota, una vez tenía claro que defendía una fortaleza insensata, no sería en realidad una forma de victoria.

Pero también se aburría con estas cosas, como es de imaginar, y aspiraba a saltar entre las flores, y a perseguir lo que sea que se persigue cuando se persigue algo. Si un conejo es capaz de sacar un reloj de su chaleco, ¿por qué no iba a tener Sebastián tanta prisa como cualquiera?

Si en los valles de Wessex crecían los lirios y con la llegada del otoño se animaban los paisanos alrededor de hogueras legendarias (verdaderos hijos de la tierra que hablaban siempre mal de los extranjeros mientras mantenían vivas las llamas de toda curiosidad, toda incertidumbre y todo deseo), y si vestían las muchachas vestidos de encaje rematados por el amor de sus madres y abuelas (que soñaban así, otra vez y con idéntico tesón, los sueños que ya habían soñado), si a las muchachas las animaba la ilusión de otras muchachas, y la ilusión aún no derrotada de sus madres y abuelas, ¿por qué no habría él de imaginarse como un perfecto caballero, capaz de acercarse al amor, de emborracharse con el vino, de soñar, al menos por un segundo, con las manos, las caricias, los besos, las lágrimas que se imponen a la derrota, precisamente porque la ignoran? ¿Por qué no habría él de imaginarse hasta en las peores circunstancias, capaz o merecedor de cualquier inquietud, fuera cual fuera su tamaño? De ahí seguramente nacía su interés por todas las formulaciones, literarias o no, por todos los comienzos, amorosos o no, por todas esas primeras páginas que leía en las librerías, para luego abandonar los libros en los estantes. Libros a los que inevitablemente volvería alguna vez para descubrir, a escondidas, sus finales. Era la trama, el volumen desmesurado de la trama, lo que superaba sus capacidades. Su don, si es que tenía alguno, y a Sebastián le gustaba pensar que lo tenía, eran los principios y los finales. Jamás consiguió interesarse seriamente por las páginas centrales. Y así, su vida se había ido llenando de epifanías y crucifixiones, sin sermones de la montaña, ni panes ni peces, ni lágrimas de esas que ahogan a una niña que es capaz de reducirse, sin reducir en cambio el tamaño de su llanto. ¡Bendita Alicia!

Y así vivió no poco tiempo, con enorme alegría, dicharachero, ingenioso, rápido, encantador, contundente, mientras su estupidez cegaba sus limitaciones. Y así fue, en ocasiones, muy feliz. Y hasta grande. No grande como algo realmente grande sino como algo pequeño que, en su ignorancia, sublima su verdadero tamaño. Pero a los ojos de los demás, y ésos son los únicos ojos que nos miran, el engaño funcionó, al menos por un tiempo, a las mil maravillas. Sin embargo de todos esos mares que juró cruzar, y que tal vez cruzó, ya no quedaba nada.

Cuando era grande, es decir, cuando se vio grande en el espejo, juró tantas cosas que no podía cumplir…

En los días en que su arrojo superaba con creces, por más que él lo ignorara, sus verdaderas capacidades, pensó honestamente que él había nacido para sujetar la ficción de lo que importa, por encima de las absurdas consignas de la realidad. Pensó que la belleza de las mujeres se sostenía en la belleza de sus nombres. Pensó, por más que ahora se tire de los pelos al recordarlo, que nombrar era tan importante como ser nombrado. No es una excusa, pero lo cierto es que creyó en el nombre de las cosas y puso el corazón en ello. Y mirando a sus hijas por las noches mientras dormían, pensó que si los niños llegasen a conocer la belleza de sus nombres serían más fuertes, y ya no haría ninguna falta protegerlos.

Pero todo lo que había imaginado no existía en realidad, y todas las cosas son reales, precisamente, en la ignorancia de su nombre. Y su labor, a la que se dedicaba con entrega absoluta, le resultaba ahora no sólo inútil sino insoportablemente presuntuosa.

Ahora ya dudaba, como dijimos, incluso de su buena fe. Y sin embargo, sujeto a las razones de los demás, que por fin coincidían con las suyas, pues no tenía sentido seguir tratando de negar las razones verdaderas de lo que era real sin necesidad de ser nombrado, no se sentía del todo despojado de razón. Simplemente había decidido dejar de remar, aun a sabiendas de que no se puede dejar de remar para siempre.

Al fin y al cabo, tampoco puede un hombre conformarse con ser un fantasma, ni siquiera los fantasmas se conforman con eso.

Esa misma tarde, antes del baile, mientras planchaba su último traje decente, un Paul Smith de seda gris, y trataba de evitar, sin éxito, que la ceniza del cigarrillo cayese una y otra vez entre la tela y la plancha de vapor, se había reconocido como un fantasma. Una presencia ajena a la realidad cuyo margen de influencia, y su capacidad para incordiar, sobre todo su capacidad para incordiar, no están del todo agotadas. Todos los fantasmas se han dejado algo pendiente, según cuentan los que creen en fantasmas, y él se había dejado pendiente eso que Pavese llamaba el oficio de vivir. Y sin embargo, pues Sebastián no escapaba del todo a la euforia de las cosas reales, planchar le ponía siempre de muy buen humor. Si hasta habló con su hermana, una vez tuvo a bien contestar uno de los diez mensajes que Clara, su hermanita pequeña del alma, le había dejado en los dos últimos días.

No se había vestido aún, porque a Sebastián cualquier tarea por insignificante que fuera le llevaba mucho pensar, cuando decidió tomarse un respiro, fumarse aún otro cigarrillo junto a la ventana y, por fin, llamar a su hermana, en un acto de infinita generosidad (él siempre se vio como un ser infinitamente generoso) que en cambio pensaba cobrar luego de alguna manera.

—Loados sean los dioses —dijo Clara como quien dice hola.

—Lo siento, he estado muy liado.

—¿Liado con el morir y el morirse y el estar triste y tristísimo?

—Te hace todo una gracia enorme, Clarita, y me alegro, pero yo no lo paso tan bien.

—Ya me lo imagino. ¿Cómo están las niñas?

—Bien, las tuve el fin de semana pasado y las llevé al carrusel y al cine y estuvieron adorables aunque Fátima tosía un poco.

—No les fumes en la cara.

—Nunca fumo delante de ellas, ya lo sabes. Cómo estás.

—Como si eso te importara, te he dejado doscientos mensajes.

—Diez.

—Veo que por lo menos los cuentas.

—No estoy para reproches, Clarita.

—Ya, tú nunca estás para nada. Por qué no te vienes al campo, cuidaríamos de ti.

—No, gracias, cada vez que voy a verte engordo.

—¿Y…?

—Quiero morir delgado.

—Eres tan mono, Sebastián, tan tan mono que doy volteretas, pero ya nadie te mira, así que eres tan mono para nada y para nadie.

—Siempre me anima un poco hablar contigo…

—Ya sabes mi opinión, ninguna de las dos eran buenas…

—No es verdad y lo sabes, eran dos chicas estupendas.

—Buenas en general y para otros, pero no para mi hermanito, y a mí sólo me preocupa mi hermanito. Tu problema, querido, es que te imaginas que las mujeres son lo que te imaginas que son y no ves lo que son.

—¿Y qué son?

—Tractores, mi vida, tractores, mira los surcos que dejan. Mientras tú lloras ellas ya le están haciendo llorar a otro. Y hacen bien, y tú tendrías que hacer lo mismo. Por cierto, mamá ha hecho empanada y sabes lo orgullosa que está de su empanada, y quiere que te mande un buen trozo.

—Lo último que necesito es un buen trozo de empanada.

—Pues te jodes, porque te la voy a mandar igual, y luego la tiras o lo que quieras. Mierda, me llora la enana, me vas a llamar, ¿verdad? Necesito que me llames de vez en cuando, no es por ti, es por mí, te echo de menos.

—Te llamo mañana.

—Eres un mentiroso, pero te quiero lo mismo, cuídate, y si al final te matas, haz poco ruido, triste tristísimo mío.

Clara colgó el teléfono y Sebastián se quedó pensando en cuánto quería a su hermana y en lo poco que le servía todo ese amor ahora mismo.

Todas las cosas que eran de verdad importantes para él tenían muy poca influencia en su estado. Y su estado, está claro, era un invento, pero le consumía a las mil maravillas como una peste verdadera. Corría Sebastián a toda prisa por la cubierta de madera, como un hombre que busca el chaleco salvavidas, sin darse cuenta de que el barco no se hunde en realidad, sino que es él quien desea por alguna razón arrojarse al mar.

Cuando estaba vivo tenía todas las necesidades de los vivos, se afeitaba, mantenía relaciones sexuales más o menos satisfactorias, acompañaba a sus amigos en los entierros, acariciaba a sus hijas y a sus perros, incluso a hijos y perros desconocidos, ganaba y gastaba dinero, envidiaba en cierta medida y perdonaba en cierta medida, dormía a pierna suelta cuando conseguía dormir, y hasta sentía por ciertos familiares cercanos y por ciertas obras de arte y hasta por algunas ciudades a las que había asociado sus recuerdos o sus ilusiones una simpatía imprecisa. Después los lobos, poco a poco, se habían ido callando. El proceso que lleva a un hombre a empezar a cavar su propia fosa tiene siempre un comienzo alegre y hasta suele venir acompañado de una canción. Sebastián podía recordar todavía, con asombrosa claridad, la euforia con la que comenzó en su día a separarse de todo aquello que le mantenía esclavizado al mundo de los demás (ésa es la absurda expresión que retumbaba en su cabeza en aquellos momentos de epifanía). Podía recordar, como recuerda un fiscal los elementos del crimen, las razones que le empujaron a partir. Sin dejar de ser consciente (mucho antes de que las ratas abandonaran el barco) de que aquella travesía estaba maldita desde el comienzo, y de que ese suntuoso transatlántico se hundiría sin remedio. Pero contando como contaba entonces con la arrogancia de los fuertes, se imaginó nadando valerosamente hasta la orilla a través de la más negra de las tormentas y muy muy lejos del peor de los naufragios. Tenía, a qué negarlo, tantos sueños como el de al lado, y no muy diferentes. Pero eran sueños imprecisos, sueños de importancia, sueños de una paz imposible de lograr que él solía imaginar con todo lujo de detalles, como quien decora una casa que nunca habitará. Lo real, o lo que él creía real en esos tiempos de arrogancia, se construía también en su imaginación, sin que sus manos llegasen a tocar nada, pero él no se daba cuenta. Incluso cuando caminaba ya por el territorio de sus sueños, y las cosas habían tomado forma, no dejaban de pertenecer al paisaje fantasmal de lo suyo. Con lo cual, pese a su buena disposición y a su natural simpatía, no fue capaz de compartir nunca nada. Encerrado como estaba el presente, en sus ensoñaciones pasadas, nada de lo que tenía le pertenecía y todo se evaporaba ante la insensata luz de todas y cada una de las mañanas.

Si no se había vuelto loco del todo era porque no tenía predisposición alguna para la locura, pero lo cierto es que el tamaño de sus errores de apreciación superaba con mucho su capacidad de enmienda. Y como una serpiente que empieza distraídamente a morderse la cola, sabía que al ritmo que se roía distraídamente los huesos, acabaría devorándose a sí mismo.

Y claro que seguía besando a las chicas alegremente, pero para qué. Si ya no era capaz de amar a nadie, y su vanidad, que era tan grande como la de todos los que besan por las calles, no le proporcionaba ya satisfacción alguna.

Una mentira perfecta es casi una verdad, y él, que jamás había mentido, lo intuía. Las medias verdades que justificaban toda la experiencia de quienes le acusaban ahora eran tan hermosas y tan perfectas que no había más remedio que sucumbir ante ellas, y pedir perdón. Pero estirarse las mangas con las manos y disimular el daño cometido no servía de nada. Y sin embargo pensaba, y en voz bien alta (o tal vez sólo soñaba con pensar y hablar en voz muy alta), que ese planchar sin planchar las arrugas de aquellos que le juzgaban tampoco llegaría a buen puerto y que la verdadera memoria de los hechos encontraría algún día su caminito.

Quede claro en cualquier caso, y ya se ha dicho, pero no está de más repetirlo, que no quería buscar en esta catástrofe que era su pequeña vida más culpable que él mismo. Y que conocía, al dedillo, cada uno de sus crímenes. Y si algo detestaba (al fin y con cierto júbilo era capaz de detestar), era precisamente la arrogancia de quienes presumen con facilidad su inocencia, o limitan su culpa al alcance de su propio conocimiento.