La sala de baile II

Las paredes cubiertas de espejos, que se doblan y se enfrentan y le multiplican y lo multiplican todo hasta alcanzar una cifra imposible, le habían obligado a arrinconarse en la única esquinita de la sala de baile que no ofrecía más que un solo reflejo. Y ése también le sobraba. Y es que Sebastián, desde niño, estuviera donde estuviera se imaginaba siempre en un lugar distinto, que no mejor. Su madre se lo decía a menudo, no estás a lo que estás; pero él silbaba y se hacía el listo, y ahora ya era tarde.

Sería complicado resumir, en cualquier caso, las causas de su desastre y por eso, con frecuencia, Sebastián prefiere dejar que Ramón Alaya, su hermoso álter ego, galope por él, aunque sea boca abajo, en un lugar muy remoto de su imaginación. Lo que más le gusta de su formidable jugador de polo argentino e inventado es que le cae rematadamente bien, y no le provoca la más mínima envidia. Después de todo, es el hombre que él quisiera ser y cuenta por lo tanto con sus bendiciones, y estaría muy feliz de ver a todas sus mujeres compartiendo martinis con él, y noches de amor junto a los sauces, porque este Ramón, que es generoso y hermoso, que tiene cuerpo y mandíbula, que no está más que a lo que está, y que no deja que la cabeza le pare los pies, es en el fondo un tipo más que recomendable. Alegre cuando hay que estarlo y triste si es que hace falta. En fin, un muchacho cabal, y buen jinete, muy adecuado para actividades de campo, y todo eso que se hace outdoors, para lo que el propio Sebastián se siente tan incapaz. No es un poeta, el tal Ramón, qué duda cabe, pero tampoco se puede tener todo. Ni falta que hace.

Sebastián se sentía protegido, a su manera, por Ramón, porque eran grandes amigos, y hablaban de todo y de nada en realidad. Pero se tenían un sincero cariño, y de lo que Ramón dudaba, Sebastián sabía y viceversa.

El único pero es que Ramón Alaya, jugador de polo argentino, celebridad en las páginas de Sociedad, perfecto compañero de viaje, fuera cual fuera el destino, tan amable con los niños como sólido con las mujeres, no existía en realidad, y por eso, con frecuencia, Sebastián estaba solo.

Tampoco es que pudiera culpar a nadie de su soledad, porque todos sus fracasos estaban firmados de su puño y letra. Lo cual venía a decir que la soledad de Sebastián era sólo culpa suya. Por más que él viese el abandono con el que castigó, pateó, en sentido figurado, y casi destruyó su vida (y si no la destruyó no fue por falta de ganas), consecuencia directa del abandono al que la realidad le sometió a él con anterioridad, no encontraba en ello el menor consuelo. Todos los papeles que pensaba presentar en su defensa se le caían ya de las manos y no tenía mucho sentido agacharse a recogerlos. Y nadie, y esto también hay que decirlo, veía las cosas a su manera, con lo cual había llegado a la conclusión de que las cosas, tal y como él las veía, no existían. Su investigación sobre el crimen cometido se había limitado al alcance de sus fuerzas sentimentales, que, como se demostró, eran muy pocas, y de sus matemáticas de la emoción, y así las había llamado en su día, aunque ahora se sonrojase por ello, ya no quedaba nada, pues uno cuenta los números hasta que se le cierran los ojos, y después el cansancio hace inútil cualquier consideración. Sebastián ya no podía perseguir una victoria en una guerra ya del todo terminada y tampoco tenía la indecencia de proponer ni prolongar más su modelo y había decidido aceptar que tal vez todos, quienesquiera que fuesen, tenían razón, y todos, en su cálculo exacto de las consecuencias y en su absoluta ignorancia de las condiciones previas, podían establecer sin ninguna duda un juicio muy razonable sobre el naufragio, aunque no estuviesen por la labor de auxiliar a los náufragos, de la misma manera que un forense puede certificar la muerte, por más que sea incapaz de justificar la vida.

Del dolor de los demás era al fin y al cabo culpable, y en su dolor no era del todo inocente, o peor aún, o así se le había dicho, en absoluto inocente, y llegados a este punto, Sebastián se había derrumbado, y abrazando su derrota, construida por él mismo y al parecer sólo por él mismo, había vislumbrado un atisbo de vida. Y curiosamente había conseguido, también, dormir un poquito mejor desde entonces.

Ya no ignoraba su delito, ni ignoraba el hecho de que su delito no era otro que el de no haber sido capaz de amar lo suficiente. Para ello había encontrado, y quién no, un millón de excusas, pero nadie, y menos que nadie el propio Sebastián, se atrevería a levantarlas frente a un jurado, ni mucho menos a elevarlas a la categoría de pruebas. Aquel que no es capaz de amar lo suficiente es siempre el único culpable.

Las razones de Sebastián, y qué duda cabe de que las tenía, eran todas, al final, de naturaleza simbólica, es decir ficticia, y en absoluto podían pasearse orgullosas ante la naturaleza real y obligatoria de los hechos. Y si él había exagerado la carga simbólica de sus motivos, éstos se habían visto posteriormente reducidos, ridiculizados si cabe, ante el peso definitivo de enormes razones morales, contractuales, de argumentos útiles y objetivos para los que las arbitrarias causas de los sentimientos no eran nada. Y así su ejército, que fue grande y devastador en su día, había sido diezmado por el cuerpo a cuerpo musculoso de las cosas, como esos insensatos polacos que enfrentaron sus lanzas y sus caballos contra los tanques alemanes.

Sebastián había aprendido algo de todo esto, algo que le sería de gran utilidad el día de mañana, si es que ese día llegaba; la vida real se impone siempre sobre todas y cada una de las malvadas y hermosas ensoñaciones. Y la maldad, justificada o no, argumentada o no, siempre se pierde en la ciénaga de su propia fealdad. Y toda justicia injustificable es al fin y al cabo una forma de maldad, por más que los pájaros del corazón canten justo lo contrario.

Qué feliz había sido al descubrir este pequeño secreto, cuánta paz le había dado, por un segundo al menos. Tan capaz como era de sentir alegrías y se estaba condenando sin motivo a un millón de tristezas. Seguramente no era malvado del todo, como sólo los malvados del todo pueden serlo, pero al pensar esto mismo descubría la punta del iceberg de su maldad, y se asustaba de lo que pudiera haber debajo, y así, día tras día, se iba recluyendo en una cárcel muy pequeña en la que su maldad ya no le hiciera daño a nadie.

Suponer la bondad es también una forma de arrogancia inaceptable y Sebastián no se atrevía ya a someterse a más castigos. Prefería pagar sus culpas en una celda a aventurarse a que su bestia se comiese más ovejas, porque toda la inocencia que le rodeaba le señalaba como culpable y si no podía, o no quería discutir el veredicto, más le valía aceptar la condena. Cualquier tratado de paz, aunque se llame derrota, es preferible a una guerra que ya no se puede ganar.

Sebastián quería que, a pesar de los arranques de rencor, a los que pensaba que aún tenía derecho, nada en su envenenado corazón fuese jamás considerado como un último argumento, porque ya no tenía nada que decir, inmerso en esta ciénaga, ni pelea alguna que librar, y aun y así, si su corazón quería decir, aquí estoy y existo o al menos existía y estuve allí, él no era quién para negárselo, pues todos los condenados tienen derecho a una última voluntad, que por insignificante que sea no debe ser ignorada. No estoy pidiendo clemencia, se decía, pues aún no estoy convencido de los cargos, a pesar de que éstos ya se hayan probado, estoy pidiendo la dignidad de rogar, en silencio, un segundo de paz para mí, sin que esto ofenda ya a ninguno de los que sujetan las varas de medir. Sin molestar a quienes construyen y reconstruyen las razones primitivas de las cosas y sus últimas consecuencias.

Sólo pretendo, soñaba Sebastián que decía, porque en realidad no decía nada, que todas las opciones, todos los daños, todas las ofensas, se eleven y digan su nombre y que no se queden solas mis miserias, en esa cuenta final de las miserias. Porque no todo tiene una solución exacta, ni todo es venganza o justicia, y algunas heridas merecen también su nombre. Sea quien sea el que las oculte bajo Dios sabe qué armaduras. Una cosa estaba clara, en su lucha contra la tiranía de la realidad (y eso incluía el amor real, el saldo real de todas las cuentas, los concesionarios de automóviles, las sombrillas y el resto de las cosas que había despreciado sin comprenderlas), Sebastián había sido derrotado. Y su excusa de que todas esas cosas reales y comunes precisaban de la luz de lo extraordinario para ser siquiera vislumbradas no se sostenía por más tiempo. Una vez demostrada su larga lista de agravios, y despreciados sus argumentos no sin motivo, no le quedaba más que recoger su portafolio y retirarse para siempre del juzgado. Su papel como abogado del diablo había terminado, y de su ineptitud se burlaría sin duda cualquier joven letrado de pueblo, y de su incapacidad para amar como es debido ya se burlaría él mismo, en los brazos de la próxima mujer que se burlase de él.