Ninguna acción que ignora por completo el territorio de la bondad es una acción inteligente, pues inteligencia y bondad son una y la misma cosa. Si la bondad es la comprensión de lo otro, también la inteligencia es la comprensión de lo otro. La condena de Sebastián partía de haber ignorado esta máxima. Siempre habrá quien nos saque del armario de la historia a un nazi ilustrado y enamorado de Mozart o Goethe, pero eso no prueba nada. Por toda su pericia e ingenio y todo su ruidoso esplendor, los nazis sólo consiguieron destruir Alemania y, lo que es peor, condenar a su pueblo ad eternum, mientras condenaban y destruían a seis millones de judíos y cercenaban buena parte del futuro de la humanidad. ¡Ahí es nada! Sebastián no se sentía en absoluto responsable del Holocausto, pero sí de todas y cada una de las desgracias de su vida. Si sólo hubiese sido más bueno. Pero ya era tarde. La mención al Holocausto es por supuesto gratuita pero muy acorde con la manera en que Sebastián magnifica sus propias miserias. No le basta al hombre con ser un miserable, no, quiere ser el más miserable, el más triste, el más enamorado. ¿Tiene derecho a ello? Seguramente no, pero un hombre que celebra solo su cumpleaños se regala lo que quiere.
Esta historia, la de Sebastián, sucede sólo en un momento, en el momento preciso en el que Sebastián se siente incapaz de bailar con una mujer preciosa, Mónica, en la sala de baile de la Embajada suiza. Si tales historias no son del interés general, está por verse, pero quien así piense encontrará aquí un buen momento para dejar de leer.
Sebastián pasó un invierno en Vancouver junto a un amigo que presumía de que todo en su casa estaba construido a prueba de osos. Las ventanas, la nevera, cada una de las puertas, hasta las alfombras, mostraban una resistencia exagerada. A Sebastián, a pesar del aprecio que sentía por su amigo, le pareció cosa de locos. Hasta que una mañana vio a su primer oso… Hay quien piensa que el miedo es siempre más grande que el monstruo, pero un oso visto de cerca es una cosa muy grande y da mucho miedo.
Estaba a punto de bailar con Mónica, pero no era un buen bailarín, y lo sabía, o al menos lo recordaba, con la claridad con la que recordaba el resto de las cosas que no era. No estaba entre los bailarines, de eso estaba seguro, lo cual era tanto como no estar entre los vivos, como ser ya, en ese mismo instante, un fantasma.
Cuando miraba a Mónica le pasaban por la cabeza toda clase de ideas encantadoras, pero no muy distintas a otras que ya había tenido antes y para nada. Su dolor, porque se puede dudar de todo menos de su dolor, era tan agudo que a veces deseaba no haber amado nunca. Todo el que haya amado conoce ese dolor y no vale la pena extenderse en él.
En otro tiempo hubiera esperado mucho más de sí mismo. En los días de París, por recordar algo cercano y suyo, en esa enorme bañera, en ese pequeño hotel de Châtelet, en esos días de una lluvia distinta y mejor, se imaginó capaz de cualquier cosa. Y había sido capaz de algunas pequeñas hazañas, nada memorables, logros menores de esos que adornan la vida en la cuenta final y que, en estos tiempos en los que las sombras se extendían a su alrededor, debería ser capaz de recordar. Pero las hazañas del pasado en nada despeinan siquiera el presente, es más, la luz de las cosas que fueron oscurece ahora, por contraste, estos días. ¿No se dice una buena mañana te quiero y la mañana siguiente ya no te quiero? Él mismo lo había dicho. Y así se divide el mundo en dos. Es el precio a pagar por la libertad de Caín y del resto de su estirpe de asesinos.
¡Pero hay que seguir, amigo mío!
¡No se me paren en la puerta que me obstruyen el local!
Eso se lo había oído decir Sebastián al portero de un club nocturno, y le sonó como los diez mandamientos condensados en uno.
Su chaqueta está vieja, y de su fino olfato para la política, de su ingenio, de su alegría, que parecía innata pero conllevaba no poco esfuerzo, apenas queda nada, y de la ilusión que supo ponerle antaño a cualquier asunto, por intrascendente que fuera, no queda más que una burla. Porque él es tan capaz como cualquiera de reírse de sí mismo, pero no sin cierta amargura. En fin, que intuir es muy bonito pero saber es peligroso, y él no era un bailarín y lo sabía.
Por eso al ver a Mónica bailar, a pesar de él, y en cambio muy cerca de él, en los salones de la Embajada suiza, dio su vida por terminada.
Si un hombre no es capaz de bailar con la mujer que ama, con la mujer que, al menos, intuye que ama, o a la que quiere y debe amar en cualquier caso, por más que no pueda amarla, es que sus días carecen ya de sentido y no hay por qué pedir más pruebas, una vez se confirma que la muerte que se imaginó en la infancia, lejana e imposible, se aproxima galopando.
¿Y no son, con frecuencia, los primeros días del verano, los que cuelgan más promesas en el aire? Qué crueles pueden ser a veces los vientos más cálidos y las noches más claras.
Tampoco estaba ya dispuesto a hacerse ilusiones sobre el futuro. Sabía, pues no le faltaba experiencia, que las cosas más apetecidas se cogen a veces de la manera más torpe, pero con manos más ágiles.
No tenía, para empezar, grandes ambiciones mundanas, y había estado ya, aunque fuera de visita, en esos lugares que se suponen el vértice de la pirámide social, y si bien es cierto que no es lo mismo ser el dueño de un castillo que el visitante, su posición de huésped le había permitido ver con claridad que no era precisamente en un castillo ni en un palacio donde encontraría el brillo que ahora le faltaba a su vida, con lo cual, su arribismo, que siempre lo tuvo, pues en cada luchador hay al fin y al cabo un arribista, se había desvanecido ante el escaso placer que le habían sugerido ciertas condiciones de vida aparentemente mejores que las habituales. No había pues en Sebastián una aspiración clara por el dinero o el poder, ni siquiera por la fama, que la había conocido (y quién no en estos tiempos), ni por el éxito, que era una palabra tan engañosa que cuando la había tenido en su mano, la había devuelto sin dudar un instante y sin pedir nada a cambio. Todo eso en realidad le era ajeno, y él perseguía, cuando perseguía, (cuando conseguía finalmente perseguir), si no algo más grande, al menos algo distinto. Quede claro que no existe ni ha existido nunca en la enloquecida cabeza de Sebastián una idea clara de superioridad, más bien al contrario, su afecto infinito por todas las formas de vida diferentes a la suya es precisamente la caja de los clavos que ahora le sujetan a la cruz.
No es casualidad que sólo las mujeres se diesen cuenta del daño que otras mujeres le hacían, pues él ignoraba que nadie, excepto él, pudiese hacer daño, hasta esos límites llegaba a veces su arrogancia, y si para él no encontraba nunca excusa, para los otros, y especialmente para todas las mujeres a las que regalaba su corazón como si nada, era capaz de inventar las historias más disparatadas con tal de perdonar, mejor aún, de ignorar, el daño recibido.
Hubiese hecho cualquier cosa con tal de no volver a entrar siquiera en esa sala en la que unos juzgan tan severamente el comportamiento de los otros.
El afecto que Sebastián sentía por los demás era enorme, aunque puede que el amor que estaba dispuesto a dar fuera muy poco, y seguramente su interés, por este o por cualquier otro asunto, era mínimo. Y en ese agujero y con esa tierra se enterraban todos sus sueños de santidad.
No se le escapaba que él mismo, en el pasado, había juzgado y condenado, si bien sólo sentimentalmente, pero con absoluta crueldad, a aquellos a quienes más había querido. Y de sus siniestras ecuaciones había sacado la fortaleza para avanzar dos pasos y caer. No es que estuviera dispuesto a negar la fiabilidad de sus cálculos, es que ya no sabía de dónde los había sacado exactamente, ni sabía con qué datos, ni con qué ofensas, había construido su caso, pero se negaba a dejar de estar orgulloso de esos dos pasos, que eran los únicos que había conseguido dar por sí solo en mucho tiempo.
La sala de baile de la Embajada suiza no es, en cualquier caso, el lugar en el que Sebastián quisiera estar en este momento. La vida en sociedad, que había ejercido sobre él una fascinación considerable, y a la que él mismo había otorgado poderes mágicos para arrepentirse después, estaba construida a base de prestigios indemostrables, de encantos efímeros, como son por otro lado todos los encantos, y de construcciones de felicidad que ignoraban, y tampoco puede ser de otra manera, las verdaderas leyes del mundo. Aquellas que nos obligan a arrodillarnos una y otra vez frente a una aburridísima certeza, la que nos confirma, dolorosamente, que no hay nada fuera de lo común y que sólo puede otorgarse a lo común un carácter extraordinario ignorando, precisamente, esa certeza. Y a pesar de que Sebastián no tenía ningún juicio crítico sobre nada en particular, ni se consideraba, como tienden a considerarse todas las personas normales, merecedor de mayores glorias, sus pocas ganas de bailar se enfrentaban cada vez peor a las salas de baile y a las canciones.
La vida en sociedad, no la vida insignificante de la calle, donde uno se mezcla con cualquiera sin que se establezcan lazos visibles, sino esta vida en sociedad que está siempre llena de nombres propios, de referencias cruzadas, de posiciones de relieve, de nacimientos ilustres y parejas sospechosas, de islas prodigiosas y de descubrimientos artísticos, había dejado de tener sobre él ese efecto curativo de antaño, para convertirse en una noria mareante en la que, a cada vuelta, no cabe más que preguntarse cuántas vueltas restan aún antes de volver a poner los pies en el suelo.
La otra vida, la de la calle, la del pueblo, tampoco despertaba en Sebastián el más mínimo interés, al fin y al cabo no era marxista y no imaginaba en la miseria, ni en el territorio de lo común, ni en lo que se da en llamar gente corriente y honesta (estirando más allá de lo recomendable una leyenda cristiana), ninguna virtud que no pudiese ser encontrada, más limpia, más pulida y más perfecta, en la riqueza, el desprecio y el elitista territorio de la separación voluntaria. Cuando viajaba en avión, y lo hacía muy a menudo, agradecía enormemente esa cortinita que separaba la clase económica de la primera clase, y si bien prefería siempre viajar en primera, cuando no lo conseguía apreciaba que alguien tuviera la decencia de esconder los privilegios de los unos, con el loable fin de no aumentar más aún, las incomodidades de los otros. En su juventud seguramente había soñado con la abolición de toda diferencia entre los seres humanos, pero ya con la edad, y viendo que la cosa no terminaba de prosperar, se conformaba con estar del lado amable de dichas diferencias.
Ahora prefería con mucho estar mejor que ser igual.
Esto se lo escuchó decir una vez a un viejo comunista: aquel que se preocupa por los problemas de los demás, o no tiene problemas propios o ha decidido ignorarlos. Sebastián ya no se hacía ilusiones con respecto al tamaño de su corazón, era endiabladamente pequeño y no tenía sentido seguir negándolo. El sufrimiento ajeno le causaba mucha ternura y muy poca desdicha, y el sufrimiento propio le producía exactamente el efecto contrario.
Si Sebastián volviera a nacer con un voto en la mano, un voto que tuviese poder real para decidir su propia condición, elegiría sin duda ser un jugador de polo en el hemisferio contrario. Un hombre leal, fuerte, atractivo e ignorante de todo ese absurdo territorio de ficción que consuela a los pobres en su derrota. Si además podía vivir boca abajo, en las antípodas de sí mismo y encima de un caballo, mejor que mejor. Incluso había imaginado concienzudamente a este álter ego enorme y argentino y hasta le había puesto un nombre, Ramón Alaya. El apellido provenía, aunque ligeramente alterado, por precauciones legales, del abogado que le descuartizó en su divorcio sin dejar de sonreír en ningún momento. Un tipo petulante y encantador. A su jugador de polo le había otorgado una fuerza, una fiereza y un carisma terrenal que asustaban. No era, como suelen ser todos los jugadores de polo, hijo de los privilegios, sino hijo de su propia firmeza y su inequívoco talento. Este Ramón de las antípodas era por lo demás un tipo luminoso, dicharachero, honesto, compañero fiel y amante perfecto. No había mujer desde Punta del Este a los Hamptons que no suspirara por él, y él en cambio, pudiendo sacar pecho, porque tenía un pecho impresionante y unos abdominales de plata bruñida, se mostraba, al contrario, cariñoso y dulce con todas las criaturas pequeñas. Desde que había decidido ser, en otra vida, este magnífico ejemplar de jugador de polo, la vida de Sebastián se había vuelto aún, si cabe, más miserable, pero siendo como era Ramón Alaya un producto de su imaginación, confiaba terriblemente en él y hasta se habían hecho buenos amigos.
Y sin embargo, no encontraba en él, ni en sus espectaculares galopadas, el menor consuelo. Al fin y al cabo, Sebastián no iba a volver a nacer y lo sabía, y aunque naciera mil veces, en nada conseguiría desviar ni un centímetro su propia naturaleza. Sebastián, por más que tratase de eludirlo, se sentía tan condenado como cualquiera a no ser más de lo que era.
De su alma hay poco que decir, más allá de la evidencia de que está, a día de hoy, apagada. Y sin embargo no del todo discapacitada para la arrogancia, pues cada mañana, tal vez cada hora del día, Sebastián es capaz de imaginar alguna clase de victoria, por más que sea incapaz de consumarla. Nada en él se ha acomodado a su precaria situación, y lo que para otros puede ser perfectamente una vida, para Sebastián no representa sino un exilio. En su cabeza caminan ejércitos, y aún puede imaginar a sus enemigos asustados. Como ese último segundo de todos los tiranos en el que no queda más remedio que matar a los mensajeros que insisten en traer noticias de la derrota, Sebastián se mantiene firme en su escondite sujetando en una mano las cápsulas de cianuro y en la otra los mapas de la victoria final. Siente, y lo siente en los huesos, que pertenece a ese otro lado de la cortina, que su alma no es del color del alma de los fracasados. Sus pies, por las mañanas, se niegan aún a tocar el suelo del lunes de los muertos. De ahí que a menudo no salude a su portera. Y sin embargo su vida en sociedad, con la que tan resueltamente se había manejado en otro tiempo, se resentía ahora profundamente de una total falta de interés por los asuntos de los demás y, por qué no decirlo, también por los propios.
Si no quería estar en la sala de baile de la Embajada suiza, no era porque considerase su tiempo importante y el de los demás, por así decirlo, intrascendente, sino porque consideraba cualquier forma de vida, desde las amebas hasta los pianistas de hotel, pasando por un buen montón de ministros de Cultura, embajadores, terroristas, pordioseros y estrellas de cine, rigurosamente inútil. La suya también, qué duda cabe. Y no es que Sebastián no fuese tan capaz de vivir como cualquiera, es que esperaba de su vida tales disparates, glorias tan altas, que en la vida de los demás sólo podía manejarse con una tristísima falta de entusiasmo, y en esa diferencia de intensidad encontraba razones suficientes para la derrota y se derrumbaba con sólo pensarlo. No es que se considerase incapaz de levantar una torre vulgar, es que no comprendía el sentido último de tal construcción. No le importaba en absoluto que se le llenasen los planos de lágrimas, si con eso se ahorraba el esfuerzo de levantar más torres innecesarias.
El pasado, con el que pretendía convivir a su manera, había construido, mientras tanto y poco a poco, sus propios muros, su innegable presencia, y de su libertad ya no quedaba nada. Envejecer debe de ser esto, pensaba Sebastián, vivir ya para siempre contra las construcciones del pasado. Y llegados hasta aquí, poco da que sea la Embajada suiza o las cárceles de Guantánamo, porque no hay ya lugar para la intuición, ni tiene sentido suponer lo que ya se sabe. Digamos que Alicia, la de Carroll, no su ex mujer, que también es una mala coincidencia, vuelve por segunda vez al otro lado del espejo, y todas sus sorpresas se convierten en rutina, y todo lo que era acción se convierte de pronto en recuerdo. ¿Quién no querría bajarse de esa noria?
Tampoco se puede decir que Sebastián fuera excepcional, si es que tal cosa existe, pero en la presunción de que existiera, desde luego él no se consideraba uno de los elegidos. Es más, su presencia podría muy bien pasar, como mucho, por elegantemente insignificante. El hecho de que él considerase su elegante insignificancia un triunfo elegante no hace sino confirmar la fe con la que había levantado Sebastián cada una de sus incapacidades. Al fin y al cabo un hombre que desprecia el mundo, así en general, sin darse cuenta de que en ese desprecio también se entierra a sí mismo, no merece mayor compasión. Hay que decir, en defensa de Sebastián, que él era muy consciente de la posición que había adoptado, y que desde esa posición no rogaba, ni mucho menos exigía, compasión alguna.
La verdad se le escapaba. Se le escapaba por completo. Y no dejaba de asombrarle la capacidad que tenían algunas personas para sujetar la verdad por el cuello. Su contable, sin ir más lejos, tenía la verdad cogida por el mango y no le resultaba difícil darles vueltas a las tortillas reales de las cosas con pasmosa habilidad. Para cada momento de incertidumbre tenía a mano un dato preciso, una cifra, una fecha y una cantidad exacta de certezas. Asombroso, teniendo en cuenta que él apenas era capaz de recordar dónde había nacido. Nunca debería un hombre traicionar a su contable, porque a pesar de la pasión que el contable crea tener por otras causas más nobles, lo que afilará sin duda, el contable, si es que se le enfrenta al dolor y a la ruina, será su capacidad para exigir en tiempo real balances exactos del pasado, y una vez restados todos los besos y los martinis, y esas miradas eternas después traicionadas, y una vez llegados hasta aquí, una vez roto el corazón de las causas hermosas, no tendrá uno nunca más enfrentamientos poéticos con su contable, sino una eterna confrontación de cifras y medidas, y milímetros de felicidad robada que sin duda se han de pagar. Y cómo escapar, si todo lo que fue, en su día y sin dudarlo, hermoso, se destruyó después, negando así no sólo el futuro sino también el pasado. Todo hombre inteligente, y Sebastián lo era a pesar de todo, es a su vez su propio contable, y la traición entre estos dos sujetos se vuelve un asunto insoportable.
Claro que él no amaba en realidad a su contable, sino a Mónica.
Y ahora vuelve a hablar de amor, como si no tuviera problemas más urgentes. Los tenía. Toda su vida se derrumbaba. No cuidaba a sus hijas lo suficiente, pero mejor no mencionar este asunto, porque le duele tanto que no quiere hablar de ello. De sus hijas no soltará prenda. No puede hacer nada bien, no acierta en nada. ¡Si algunos días ni se levanta de la cama! Es un decir, porque levantarse se levanta todos los días muy temprano, pero no se sabe muy bien para qué. Su aspecto empeora. No queda ni rastro de lo que fue y tampoco fue gran cosa para empezar. Pero es tan agradable, piensan las muchachas cuando se anima a salir de conquista. Muchas quieren cuidar de él. Se ha convertido en esa clase de hombre. ¡No puede soportarlo! La gente se reía a sus espaldas, con razón. Sebastián lo sabía y callaba y bajaba la cabeza y se refugiaba en bares vulgares, donde, estaba seguro, nadie podría encontrarle. Hablaba con desconocidos. Se sentía bien sin ser exigido. Enseguida hizo amigos. La gente le contaba sus problemas, y él, entre desconocidos, callaba los suyos. Sólo a sus más íntimos amigos se atrevía a amargarles con sus penas. Entre desconocidos no le costaba parecer mejor de lo que era. Escuchaba con atención, se apesadumbraba, fingía preocuparse de veras por esas miserables desgracias que en nada eran comparables a la suya. Se le tenía por un hombre compasivo y delicado. Menuda broma. En cuanto tenía la más mínima oportunidad se largaba con cualquier excusa para no escuchar más. Y volvía con lo suyo.
¿Y qué es lo suyo? Nada digno de mención. Un hombre enamorado y alegre, o por tal se tenía; que de pronto se convierte en un hombre enamorado y triste. ¡Menudo drama! Y sin embargo no hay para Sebastián drama más grande.
No es capaz de encontrar el momento exacto, pero lo cierto es que todo lo que dibujó con exquisito cuidado se emborronó de pronto, y ahora, por más que se prometa dulces sueños cada noche, duerme siempre mal, y se levanta de la cama muy temprano y de muy mal humor, convertido ya en el soldado de un ejército enemigo. Y jura otra bandera, y al sonido de esa otra corneta, el pasado se convierte en un futuro en llamas.
No puede negar Sebastián, y será el último en hacerlo, que la derrota final es cosa suya, y sólo suya, y esa culpa le crece en la piel como una sarna devastadora, y, asumiendo la necesidad y hasta la lógica de tal y tan molesta enfermedad, no pide perdón, ni clemencia, y se agota, sin más, ante la violencia de sus actos. Igual que Satán, que hasta ese día había mostrado gran confianza en sus armas, se derrumbó frente a la progenie luminosa de Serafín y, confundido ante el poder de la espada de Miguel, entregó sus tropas de una vez, Sebastián, en su pequeña batalla, también había caído. Sin acusar a nadie ni olvidar nada. Y si guarda todavía y tan cautelosamente sus rencores, es para poder morder, de cuando en cuando, a sus miedos. Lo cual ya no es ni excusa ni razón, ni sirve de nada.
Afortunadamente, en esta vida, en esa vida, de uno y otro lado del espejo, a la que Sebastián ya no pertenecía, quien tiene una razón no tiene una excusa, y viceversa. Así que él dejaba que le comieran las ratas como quien sabe ya que no es dueño de la cueva, y que todo le ha sido arrebatado, o para no buscar culpables, que ha renunciado, en realidad, a casi todo.
Sebastián no era gran cosa, ya se ha dicho, aunque, eso sí, era bilingüe y a veces se entretenía corrigiendo traducciones ajenas. Traducciones de poesía que no le parecían acertadas y que le irritaban. Ahora estaba con Blake, después de haber dejado a Milton por imposible, y a su manera de entender, estaba haciendo un buen trabajo.
Por más que no hiciera nada con ellas, estas correcciones ocupaban con frecuencia la mayor parte de su tiempo. No pretendía enmendarle la plana a nadie, y sabía que no hay oficio más exigente y peor pagado que el de traductor, pero no podía dejar pasar una mejora si descubría la causa del problema. Corregía sin cesar lo que otros hacían, pero no presentaba el resultado de su esfuerzo, ni tenía interés en demostrar que su pericia era mayor que la de nadie, le bastaba con saber que algo escondía una solución mejor, y que él, precisamente él, la había encontrado. No era su orgullo, en cualquier caso, el que buscaba levantar, sino el orgullo del poema. Tampoco le sobraba paciencia para soportar la torpeza y, en general, podía ser tan cruel como cualquiera, y éste era un descubrimiento reciente que le asustaba, pues siempre había supuesto en él una bondad que seguramente no tenía. Era capaz, y lo había demostrado, de ser cruel sin necesidad, o al menos muy por encima de lo exigido por una necesidad real. De hecho no se le conocían necesidades reales, pues todas sus necesidades eran imaginarias y tal vez de ahí su permanente insatisfacción y sus exigencias imposibles, y tal vez, el motivo último de su crueldad.
Había sido guapo en otro tiempo, pero nunca supo muy bien qué hacer con eso, y del daño causado se sentía sólo en parte responsable, pero del todo culpable.
Estaba tan roto por la vida como cualquiera que hubiese tenido, al menos por un instante, el coraje de vivir. Había amado, como todos, y había hecho tanto mal no merecido como todos, había prometido cosas que no podía cumplir, pero había prometido, y esto debería ser tenido en cuenta, cosas que quería cumplir y que hubiese deseado haber cumplido. Si no era más de lo que era, no era del todo culpa suya. A pesar de tener una inteligencia capacitada para el cinismo, y ser el dueño de unos pies ligeros y muy adecuados para ese claqué encantador, ese ruido diminuto que genera la elegante ausencia de verdades, Sebastián casi nunca mentía y, despreciando sus propios intereses, había decidido perseverar no en sus virtudes, pues ésas las daba para siempre por muertas, sino en sus defectos. De su tenacidad no se podía dudar, de su crueldad, ya está dicho, tampoco, y de su buena fe, pues al fin y al cabo la tenía, nadie dudaba más que él mismo. ¡Dónde está el dios de los que dudan, cuando los que dudan lo necesitan!
Sebastián subía y bajaba su corazón según la marea de las cosas sólo para que su corazón no se ahogase. No era ni mejor ni peor que ninguno, pues todos tienen derecho a poner su corazón sobre las rocas más altas cuando se ve venir la tormenta. Su maldición no era exactamente la maldad, su maldición era el compromiso. Ya no juzgaba a nadie y sólo se reconocía a sí mismo, y después de la derrota de los días, apenas le quedaba una esperanza, era un hombre incapaz de casi cualquier cosa, pero dispuesto a seguir enamorado, aunque seguramente no a enamorarse de nuevo.
¿Qué clase de tipo era este Sebastián entonces? Difícil de decir. Pues llamaba siempre la atención un poco y se diluía al mismo tiempo con la pedantería del mercurio, que está siempre a punto de desaparecer pero no desaparece nunca del todo.
Supongamos que lo encontramos en cualquier sitio, supongamos, por ejemplo, que nos damos de bruces con Sebastián en la sala de baile de la Embajada suiza. Supongamos, por un momento, que no nos impresiona en absoluto, que no es más que un hombre pequeño, con una personalidad extraña, y que a pesar de no interesar a nadie lo más mínimo, resulta, en la distancia y con el tiempo, fascinante, pero no fascinante de una manera irrenunciable, sino fascinante a falta de una ocupación mejor. Supongamos también que el tiempo que le damos, que le regalamos en realidad, a este individuo, a este hombre atribulado y coqueto y rencoroso pero hombre al fin y al cabo, no es muy largo. Aun y así, le demos mucho o poco tiempo, tampoco depende este hombre, ni cualquiera, de nuestra generosidad, ni de nuestra capacidad de observación, ni debe ser más ni menos porque nos entretengamos más o menos en él, o nos distraigamos con cosas más importantes. También Alicia crecía y encogía, al capricho de un mundo inconstante y absurdo, y sobre todo al capricho de sus propios caprichos. Pero el tamaño de Alicia no acaba de determinar el tamaño del mundo, de la misma manera que el tamaño de Gulliver no decidía el tamaño de los gigantes o los enanos.
Y si no se han dado cuenta esos impacientes observadores teóricos de que ni Carroll ni Swift hablaban de otra cosa que de las brutales contorsiones del ego, no es culpa desde luego de Sebastián. Sebastián, como cualquiera, no puede vivir sólo de nuestro interés, ni puede ajustarse al tamaño que le otorgamos, y sin embargo a su manera no reclama otra cosa, pues intuye que es en el interés ajeno donde se vive. Nada era más hermoso a los ojos de Sebastián que el mundo de los demás. Un mundo que le excluía pero al que él deseaba pertenecer con todas sus pocas fuerzas. De ahí que se mostrase tan atento con la vida de los otros y tan estúpidamente coqueto como el resto de los gatos.
Así las cosas, habría que decidir qué le damos a Sebastián. Si la muchísima atención que reclama, o la poquísima atención que merece.
Y cuidado con la decisión que tomemos porque puede ser una trampa.
Supongamos que a Sebastián no le damos más que un segundo. Pues en ese segundo, Sebastián llegará sin duda al máximo de sus escasas capacidades. Precisamente de ese tiempo hará Sebastián su reino, de la misma manera que el conejo blanco se hacía en un segundo de distracción con el camino de Alicia.
Alicia la de Carroll, no su ex mujer, se entiende.
Tampoco se tarda mucho más en caer de un trampolín, y quien haya asistido con un mínimo de entusiasmo a los campeonatos mundiales de natación sabrá que en esos segundos que separan el salto del agua se juega también, y por qué no, la vida entera.
Sebastián está, por así decirlo, en el aire, y de la elegancia de su zambullida, de esa última postura, dependerá en gran medida su futuro. Con este segundo en la sala de baile construirá Sebastián su pequeña historia. Y después, cabe imaginar que su historia se habrá terminado. Pero no conviene olvidar que fuera de la ficción también hay conejos, y que estos conejos son crueles, y tienen prisa.
De vuelta a la sala de baile de la Embajada suiza lo primero que sorprende, o tal vez tan sólo inquieta, es ver a este hombre tan incómodamente desplazado. Bien es cierto que su asistencia a esta fiesta respondía para empezar a una Impostura.
Se supone que Sebastián tiene toda la intención de asistir en Berna a un congreso alrededor de la figura de Robert Walser que, bajo el título genérico de Derrota y Literatura, reúne a algunos distinguidos escritores entresacados de la crema literaria internacional (o al menos así se lo vendieron, con esa cursilísima expresión), y se supone que Sebastián leerá allí una falsamente humilde conferencia sobre el desastre como tema capital de la literatura centroeuropea. Pero lo cierto, y es una ironía tan evidente que resulta vulgar, es que no ha conseguido escribir ni una línea, a pesar de haber tomado cientos de notas estériles, y que, secretamente, ya ha renunciado a esa conferencia, a ese congreso y a ese viaje.
Está claro que no asistir es la mejor muestra de derrota que podría presentar, un ridículo triunfo que apuntarse, pero no está seguro de que a la buena gente que ha corrido ya con los gastos del traslado y la reserva de hoteles, y la edición del programa, le haga gracia la broma. Y lo cierto es que no hay broma ninguna, porque Sebastián es, en verdad, un hombre derrotado, y su reflejo, que en otro tiempo, y basta ya de negarlo, le produjo una extraña fascinación, aunque no como para llegar a besarlo en ningún caso, ahora también le excluye.
No hay lugar para mí, piensa Sebastián, pero no con la altivez de los desterrados, sino con la tristeza de quien comprende que no es en realidad merecedor de un lugar propio. También es consciente, porque no es tonto del todo, de que la superioridad insensata que mostró en otro tiempo a la hora de despreciar el lugar de los demás le está pasando factura. Cuando por fin se ha dado cuenta de que el lugar de los demás era también el suyo, los demás ya se han ido, si no en la realidad, sí al menos en el territorio de sus sueños. Su incapacidad para conseguir ahora ingresar de nuevo en el agitado magma de las cosas reales, tiene mucho que ver con su incapacidad para merecerlo o desearlo. No es que Sebastián se niegue nada, es que ha conseguido ignorarlo todo. Ni es inocente ni logra, como logran otros y a la ligera, reinventar su inocencia, pues carece por completo de la energía o la fe suficientes para poblar ese bosque de culpables que nos salva del fuego.
A Sebastián se le escapa eso que en los juicios de las películas llaman una duda razonable, y se niega por tanto no ya el perdón, sino la propia defensa.
Y lo peor del asunto es que negándose siquiera la posibilidad de alzar un poquito al menos la voz a su favor, se está haciendo un traje de pino con el que ser enterrado, y lejos de tener por sí mismo la más humilde de las penas, sonríe de oreja a oreja a la menor ocasión, por más que esa sonrisa se convierta enseguida en una mueca y luego en un tajo que le atraviesa de lado a lado el corazón. Su derrota, en suma, es tan arrogante como fue en su día su victoria, y él lo sabe, y al saberlo, qué duda cabe, se multiplica su condena.
Tampoco son todo malas noticias, y no conviene ignorar la destreza de Sebastián, ni su innegable capacidad para manejarse en las peores circunstancias con insensato optimismo. Apartando todo aquello que le vence para encontrar aquello que le consuela.
Le queda sólo un buen traje, pero aún puede engañar a alguna muchacha, y como es más listo que el hambre y está más delgado que nunca y conserva casi todo su pelo, se siente a veces capaz de salir a la calle a fingir que se apasiona, y que convence, y que luce y que crece y que tiene y que da, y que galopa por la pampa. Aunque sabe y lo sabe porque le duele, y más cada vez, que tendrá después que correr a esconderse, como se esconden los fantasmas cuando la luz del día los expulsa por fin, y con toda justicia, del miedo de los niños.
La sala de baile de la Embajada suiza es su última morada, y es, como no podría ser de otra forma, una morada que le es extraña, a la que no pertenece por decisión propia, y por más que ahora quiera ser de una vez el hombre que baila, condenado como está a ser el hombre que mira, no encuentra ya ningún consuelo. También es cierto que se dejó encandilar, como tantos otros, por la engañosa armonía de la derrota, por el encanto y el olor de esas flores que se marchitan hermosas en la imaginación pero que se pudren siniestras en las manos.