«Se ha vuelto loco», dijo su portera al verle salir, cabizbajo y ensimismado, con la apariencia esquiva y el caminar acelerado de un hombre que ha contraído deudas imposibles de pagar. «Está siempre solo», añadió con enorme disgusto la dichosa portera, para después forzar una pausa que presagiaba un juicio definitivo, «… y sin embargo, a veces se le ve estúpidamente contento, y además, ya sólo habla de amor».
La vecina, siempre hay alguna vecina, asintió con la cabeza, aunque no tenía el menor interés en el asunto.
A él, por otro lado, no podía preocuparle menos la opinión de su portera, estaba ya pensando en comprarse un traje nuevo. Un traje elegante y oscuro. Estaba muerto por fuera y por dentro pero su vanidad seguía casi intacta. ¿No caen así los soldados? Llevaba demasiados años condenado a los mismos cuatro trajes y si su aspecto no era mejor, la culpa la tenía sin duda su tristísimo ropero. Esa misma tarde pensaba llevar a una mujer muy hermosa a una fiesta muy alegre en la Embajada suiza, y sus trajes no estaban a la altura de las circunstancias. Todas las mujeres a las que alguna vez había querido vestían, en cambio, de maravilla y daba gusto verlas.
Sebastián no es muy feliz, hay un poema de Blake que le inquieta, pero a veces, al mediodía, se siente extrañamente alegre y sonríe sin motivo, como si no tuviera muchas preocupaciones, y es cierto que sólo habla de amor, pero no se ha vuelto loco. ¡De qué otra cosa podría hablar!
Tiene en estos días, o eso quiere pensar, la remota elegancia de los mendigos. No es un mendigo porque no pide nada a nadie, pero está a punto de abandonar la causa general, el correo electrónico, las efemérides, la vida social, el mundo y sus porteras. Se atusa el pelo con las manos, y enseguida se pone a pensar en, cosas importantes. ¿Importantes para quién? Importantes para él, faltaría más. Si está desconsolado es cosa suya, si quiere amar a quien ya no se deja amar, a nadie debería importarle. Si su amor es o no sincero, o lo fue en el pasado, ¿quién puede decirlo? Desde luego no las porteras o las vecinas de su barrio. Si se ríen de él, que se rían. A veces mira a las mujeres con un amor verdadero que aparentemente no dura nada. Y luego se esconde, y a escondidas, las ama en silencio y para siempre.
En las calles no hay más que una mujer para él, pero se guardará muy mucho de decir su nombre, tal vez porque ya le mandó rosas, sin suerte, así que se dedica a mirar con devoción a perfectas extrañas. No hay nada mejor que pasear entre las cosas de las mujeres para respirar siquiera por un instante las pocas promesas que ofrecen los días. Se dedica a observar a las mujeres y carece de cualquier otra fe. Así se le pasan más ligeras las tardes. No hay detalle que se le escape, y reconoce los zapatos de todas las muchachas porque está iniciado en los misterios de la moda. No es que se dedique a eso, es tan sólo un pasatiempo. Conoce bien sus Jimmy Choo, sus Marc Jacobs, no hay H&M que se la dé, ni Prada que no identifique. Es un halcón para las buenas hechuras, los ritmos exactos y los cortes sinceros. En su demencia ha encontrado cierta paz para su alma en las tiendas de vintage, en los vestidos que han llevado dos mujeres distintas por idénticas razones. Saint Laurent, Lanvin, Courrèges… Quisiera darles las gracias a todos por arropar con tanto respeto y audacia los sueños de las damas. No es Coco Chanel, pero no le falta gusto. Tampoco está pez en patronaje, lo que le llena de orgullo porque sabe que no hay muchos hombres que puedan presumir de tales conocimientos. No es raro verle merodeando en las secciones de complementos, cosméticos y perfumes de los grandes almacenes. Le importa saber a qué huelen las mujeres y por qué. Las preocupaciones de las mujeres, por nimias que sean, son también las suyas. Dries van Noten, Martin Margiela y el resto de los magos belgas de la moda no tienen secretos para él. ¡Si se pasa el día delante de los escaparates hasta que las elegantes vendedoras le azuzan a los guardias de seguridad! Cuando camina por la calle sólo se fija en las mujeres, con delicada atención, y todo lo demás le importa un bledo.
Leyó la Torah en su día y se sabe la Biblia de memoria, pero nada despierta más su interés que la ropa que eligen las mujeres para ofrecerse como hermosas.
La portera le da siempre los buenos días, y él no siempre responde. Sus mañanas son terroríficas, le asaltan miedos imposibles de descifrar. Se despierta en una habitación sin cortinas, amenazado por las horas siguientes y por desgracias que imagina inevitables, y sólo al mediodía consigue sonreír, porque se da cuenta de que todo lo que temía no ha sucedido. Hay ángeles que le protegen, sin duda, y pasa la tarde dándoles las gracias con exquisita educación. Nada le atrae menos que las pastelerías. ¡No soporta los dulces!
Aun en sus peores días, no deja pasar un café americano, ni la lectura de los principales periódicos, le gusta estar informado. Las noches se le hacen eternas, llenas de pesadillas grotescas e infantiles. Por primera vez en su vida vigila el pasillo por la mirilla, salta con cualquier ruido, escucha crujir la madera, se sofoca, y se repite en silencio palabras tranquilizadoras. Y eso que presumió de no tenerle miedo a nada, y es cierto que en esos días no lo tenía, pero ahora se derrumba con el rumor de los insectos, y con sólo imaginar una enfermedad, ya enferma el pobrecito. De cuando en cuando se da unos ánimos que avergonzarían a cualquier persona cabal, pero los necesita.
Está tratando de tenerse cariño de nuevo, como quien intenta ganarse la simpatía de un perro. Es en esencia un hombre bien educado, aunque es cierto que su torpeza y su desinterés reman como muchachotes fuertes hacia el desaliño. Algunas mujeres le reprenden, sus maneras a veces dejan mucho que desear. Un buen día se despertará contento y se reirá de todo esto, y a carcajadas si hace falta, pero no ahora.
Un lunes supo que se convertiría en un monstruo. Habían pasado ya dos años desde entonces, pero nada había cambiado.
A veces, bajo la lluvia, se creía capaz de llorar, pero no dejaba rodar una lágrima, pues sabía que no tenía derecho a componer una figura encantadoramente triste. De hecho ya no se permitía ser encantador en ninguna circunstancia. Y sin embargo, se guardaba una pequeña reserva de encanto por si algún día le hiciera falta.
Apenas hace un segundo, a las puertas de la Embajada suiza, había imaginado una velada perfecta. Tal era su loco optimismo. A pesar de su traje (que no era el que pensaba comprarse, pues sus empeños casi nunca llegaban a nada, sino el menos viejo de entre sus trajes viejos), no tenía mal aspecto y Mónica, la muy hermosa mujer que le acompañaba, estaba radiante. Sólo una mujer puede convertir, con su mera presencia, un segundo cualquiera en una promesa.
En el dobladillo de una falda cabe más alegría de la que él pudiera necesitar en el transcurso de diez vidas. ¡Qué bonito es cruzar una verja importante y traspasar un jardín junto a una mujer hermosa! Qué poco más habría que pedirle a la vida.
Se sabe muerto por ahora, pero no muerto para siempre. El olor de algunas flores le recuerda que un buen día estará vivo de nuevo y será capaz. Lo estaría ya si no tuviera un enemigo tan dedicado y tan molesto; un enemigo que lleva su nombre como quien lleva un absurdo capirote y se hace merecedor de todas las humillaciones.
Está abusando desde hace algún tiempo de la paciencia de las mujeres y de la buena fe de sus amigos, que tienen también sus propios problemas en los que pensar, por eso a veces pasa semanas sin hablar con nadie, para no molestar, pero después se siente ridículo, porque tampoco es tan importante como para ser tenido en cuenta, o para ser siquiera añorado, y entonces se presenta una vez más, en el salón de cualquiera, a incomodar con el diario de sus penas.
Qué aburrido se ha vuelto; y pensar que le querían precisamente por su contagioso entusiasmo.
Le escuchan, sus amigos y algunas mujeres, con infinita paciencia, pero él sabe que no es éste el regalo que esperaban de alguien que, en otros tiempos, había sido la alegría de la huerta. Está del todo convencido de que este perseguir los oídos ajenos, y abusar de los oídos ajenos para la justificación de las propias desgracias, no puede traer nada bueno. ¡Qué sopor!
¡Bebe más vino, duerme tranquilo, ánimo compañero! Ya se sabía de memoria lo que se le dice a un tipo tan pesado como él. ¿Acaso se interesa él por las vidas de sus amigos, por sus hijos, sus causas, sus negocios, sus deudas, sus amores si los tienen? No, con su desgracia le sobra al muy memo. Apenas es capaz de encontrar otro tema. Si acaso los deportes o la publicación reciente de alguna crítica especialmente insidiosa sobre el libro de un colega vivo o muerto, de la que secretamente se congratula. Su tía Flor se olvidó un paraguas en su casa y fue incapaz de devolvérselo.
¡Y ni siquiera vivía tan lejos de su tía!
Le gustaría muchísimo volver a querer como había querido antes, y volver a comportarse de nuevo con divertida ligereza y corrección, y volver a ser tan apreciado como entonces, y tan sensato y entretenido, y aún mejor, pues la gente a la que quiere se merece sin duda su lado bueno, o al menos la devolución puntual de sus paraguas, pero no puede. Cualquier forma de amor, incluso la más diminuta, le recuerda dolorosamente el amor perdido. Incluso esa forma minúscula de amor que viene a llamarse, con frecuencia y a falta de un nombre más adecuado, amor propio. Caminar tres calles para devolver un paraguas le destroza el corazón. Tan pequeño ha llegado a ser. La canción más tonta le detiene, y le obliga a regresar a la cama para taparse la cabeza con las mantas.
No es capaz de amar, pero tampoco está dispuesto a olvidar o a ser olvidado. Se agarra de manera grotesca al último beso, como si fuera el último segundo del último día del fin del mundo. ¡Es tan exagerado en su dolor que causa risa!
Déjalo ir, se dice a menudo, pero no es capaz.
¿No se apresura la gente hacia las barcas de salvamento a poco que se incline la nave? Por qué habría que exigirle a él más entereza.
Si algo le irrita, y así se lo confiesa a sus amistades pensando insensatamente que les interesa, es la naturaleza simbólica de todas las cosas. De acuerdo que el Mississippi de Twain es simbólico pero los niños meten los pies en el agua y lo bendicen. Kafka en cambio es un idiota y preferiría no haberlo leído. Para un escritor no hay nada más pernicioso que leer a Kafka. Cuando estuvo sobre la tumba de Kafka, y era la única tumba que había visitado, pues no había escritor que admirara más (o tal vez sí lo había pero no dio con su tumba), el guardián del cementerio le echó los perros encima. Lo cierto es que el cementerio estaba cerrado y que tras un desesperado intento de soborno, al que el guardián del cementerio respondió con desdén, no tuvo más remedio que saltar la valla y buscar la tumba por sí solo. Y una vez allí, el celoso guardián le soltó los perros, que eran muchos y fieros, y no le quedó otra que correr hasta la valla y saltar al otro lado.
De todo este absurdo episodio en Praga, no sacó más que la certeza de que Kafka era un escritor maligno. Un genio estéril, que empezaba y acababa en sí mismo. Un escritor simbólico. Y él había acumulado tanto rencor contra todas las causas simbólicas…, y con razón. Al fin y al cabo, habían confundido su vida hasta convertirla en un perfecto desastre.
Y claro está que adoraba a Kafka, y quién no, y por eso mismo ya no quería saber nada de él. Alguna vez, en su demencia, se había imaginado a Kafka sobre su tumba, también los grandes escritores deberían visitar a los pequeños, para variar, y había soñado con echarle encima los perros. ¡A ver qué tal le sientan a él estos desplantes!
Pero todo esto, Praga, Kafka, su poquito de ingenio al contar sus intrascendentes correrías y sus nada sublimes percepciones literarias, todo lo que Sebastián había sido en realidad, sucedió hace muchísimo tiempo, y ahora, como bien dice su portera, se ha vuelto loco del todo y ya sólo habla de amor.
Y sus amigos, lo nota porque presta mucha atención a los gestos más pequeños, se agotan con su interminable perorata, y él se siente un charlatán. Un charlatán enamorado, pero un charlatán al fin y al cabo.
Tenía razones para todo y ninguna excusa, y leía mucho pero eso no le hacía más listo. Si bien no era exquisito, sí se consideraba, hasta en los peores días, amable. Pero la amabilidad es una virtud tan limitada.
De ella, de esa mujer en concreto, no dirá nada, porque no existe, porque ella misma le rogó no existir, y él, sumiso como siempre, había aceptado. ¿Cómo contar su historia entonces?
Hablaría de otra mujer, no le quedaba más remedio.
¿Qué derechos acumula alguien sobre su propia vida?
Ninguno al parecer.
Igual da, la historia de Sebastián no tiene enemigos, el juicio ya se celebró, sin su presencia, y su condena no admite apelación. Y en realidad le importa poco, porque está siempre enamorado, y todo lo que se desmorona a su alrededor no va con él y en cambio no puede negar que no es más que un hombre sepultado bajo una pila de escombros. Se maneja a menudo con cierta alegría, eso lo puede corroborar cualquiera. ¿Y esos temores de dónde vienen, entonces?
¿A cuento de qué sus muchos temblores y fiebres?
Quienes pensaban que no tenía corazón se equivocaban. ¡Si se enamora a diario de cualquier camarera! Quienes le consideraban divertido preferirían que no volviese a aparecer hasta estar en condiciones de divertirles de nuevo, y él lo entiende y no les guarda rencor.
Vergonzosos terrores nocturnos le sacuden como a un niño en cuanto sale la luna, pero él piensa que sus terrores son sólo asunto suyo y se niega a dar más explicaciones. Pero a poco que le pregunten las dará, pues no se cansa de contar sus desgracias, ni tiene ya el orgullo necesario para esconderlas. No está en cambio dispuesto a entregar su pena así como así, su pena es suya y no la da.
En realidad el espectáculo de un hombre derruido es una cosa asombrosa, y no del todo insignificante. Tiene su gracia, se mire por donde se mire. A veces, solo en su buhardilla, se dedica con tesón a corregir el nudo de su corbata, como si tuviese algún sitio adonde ir o le quedase algún rastro de importancia. Qué gracioso se le ve frente al espejo, intentando recuperar algo del territorio perdido. Aún cree que puede pasearse con la cabeza bien alta en ciertas fiestas, pero no puede, y no le pregunten su opinión sobre algún asunto de actualidad porque, a pesar de la lectura puntual de todos los diarios, no la tiene. Esa película no la ha visto y ese libro no lo ha leído. Bastante tiene con ducharse cada mañana.
Su situación económica no es buena, de nada vale engañarse. Todo el mundo encuentra excusas para no pagarle y él repite esas mismas excusas mientras aumentan sus deudas, pero ése no es, y él lo sabe, el motivo de sus desvelos. No puede querer más porque aún está enamorado, y se detiene delante de cada puerta abierta sujetando una Biblia que no está dispuesto a vender. No es que no haya perfectas candidatas para su amor, es que su amor ya está entregado, y a pesar de sus esfuerzos, y a pesar de que es un consumado liante, le fallan las fuerzas cada vez que intenta amar a quien en realidad no ama. Tampoco le hace gracia estar arruinado, qué duda cabe, aunque no está de más repetir que ésa no es una desgracia que le abrume, sino una angustia puntual como la que le producen las enfermedades no terminales, las nevadas y otros cataclismos pasajeros. Bien es cierto, y sería injusto no mencionarlo, que no tiene alma de moroso, y que de tanto andar de puntillas por delante de la puerta de su casera ha crecido un palmo en altura y ha encogido dos en dignidad. Todos los lunes se pone al teléfono para dar cuenta de su insolvencia, pues no quiere ser uno de esos cobardes que presumen de sus deudas como si fueran regalos. Lleva las cuentas al día, por más que las cuentas le coman.
Este retrato, en el que Sebastián puede salir excesivamente favorecido, no tiene como finalidad despertar compasión alguna, que no la merece, sino mendigar si acaso un poquito de paciencia. Si algo tiene derecho a exigir Sebastián, (y puede que sea el último de sus derechos), es paciencia, pues él también la ha tenido y la tiene y mucha. Y cualquiera que se acercase por azar a Sebastián y aun sin mucho interés, no tendría más remedio que reconocer que de paciencia, precisamente, anda muy bien servido.
Se ató los cordones de los zapatos y rezó un padrenuestro y al salir a la calle, miró fijamente a una mujer que reclamaba su atención y enseguida desvió la mirada porque tenía otras cosas en que pensar. No le hubiese importado en absoluto amar a una maestra, a una trapecista, a una dentista encantadora, con tal de que le cuidaran un poco. Y sin embargo no se dejaba cuidar, de ahí su estado, ni se sentaba a la mesa de los demás, ni aceptaba comer lo que cariñosamente se le ofrecía. Y en resumen, sólo resultaba encantador si no se le conocía demasiado.
Tenía una cita con una mujer muy hermosa, y había decidido asistir, dando muestras de su inmensa insensatez, al baile de verano de la Embajada suiza, a pesar de que ni era suizo ni bailaba, pero hasta un monstruo merece de cuando en cuando un paseíto fuera de la jaula.