CAPÍTULO XXIV

EL FINAL DE LA AVENTURA

—Vamos a la casa, papá —dijo Mike—. Allí te contaremos todo lo que ha ocurrido.

Todos entraron en la casa y se instalaron en el salón. Inmediatamente los niños contaron sus aventuras, interrumpiéndose sin cesar unos a otros. Lo único que sabían el capitán Arnold y su esposa era que Jack y sus hijos habían rescatado a alguien y lo habían llevado a su isla secreta. Timy les había enviado un largo telegrama, después de intentar inútilmente hablar con ellos por teléfono, pues los esposos Arnold viajaban continuamente.

También ellos llamaron por teléfono a Timy y, al ver que nadie les contestaba, tomaron su avioneta y volaron hacia las Cuevas de Spiggy, con objeto de averiguar lo que ocurría.

—¡Y aquí estamos! —dijo el capitán Arnold, poniendo fin a su relato—. Vamos a tomar un bocado, ¿no os parece? Tengo un apetito atroz. En la avioneta hay algunas provisiones. Id por ellas.

Los muchachos salieron corriendo hacia el avión, pero, apenas avanzaron unos metros, oyeron el ruido de un potente automóvil que se acercaba por la carretera. Los niños se detuvieron y observaron. La carretera conducía solamente a «La Mirona», o sea que aquel coche tenía forzosamente que dirigirse a ella. Pero ¿quiénes eran sus ocupantes?

En el auto iban por lo menos cinco hombres. Mike asió a Jack por el brazo y los dos echaron a correr.

—Sospecho que esa gente viene a llevarse a Paul —dijo Mike—. Corramos a la casa y cerremos la puerta con llave. Menos mal que están aquí papá y mamá.

Entraron en «La Mirona» y cerraron rápidamente la puerta. El magnífico automóvil se detuvo ante la verja del jardín con un fuerte chirrido de frenos, y de él bajaron cuatro hombres. Todos vestían de uniforme y tenían un aspecto imponente. Se dirigieron a la puerta y llamaron.

—¿Quién es? —preguntó el capitán Arnold, extrañado.

—No lo sabemos —respondió Mike—. Hemos cerrado la puerta con llave por si vienen a llevarse a Paul.

—No temas, hijo; nadie se llevará a Paul estando yo aquí —dijo el capitán Arnold—. Abre la puerta.

Pero no fue Jack quien la abrió. Paul, que estaba asomado a la ventana, lanzó de pronto un grito ensordecedor, dijo a grandes voces unas palabras en un idioma extraño y salió como un rayo hacia la puerta. Allí empezó a luchar con los cerrojos, tratando de descorrerlos, sin dejar de gritar.

—¡Se ha vuelto loco! —exclamó Jack—. En fin, ya que te veo tan decidido a abrir la puerta, te ayudaré.

La puerta se abrió. Paul salió como un cohete y se arrojó en los brazos de los pasajeros del gran automóvil, llorando de alegría. El desconocido lo estrechaba entre sus brazos y lo acariciaba ante el estupor de Jack y sus compañeros.

Después el caballero apartó a Paul, avanzó hacia el capitán Arnold y su esposa, y dijo afablemente:

—Soy el padre de Paul, el rey de Baronia.

—Creíamos que estaba usted enfermo…, muy grave —exclamó Mike, que estaba como el que ve visiones.

—He estado muy enfermo, pero ya estoy casi bien, por mal que les sepa a mis enemigos —dijo el rey, sonriendo—. Se llevaron a Paul cuando yo estaba enfermo y no sabíamos dónde lo tenían escondido. Al fin, la señorita Timy dio parte a la excelente policía de vuestro país de lo que aquí sucedía, y vuestras autoridades me comunicaron que habíais rescatado a Paul y lo teníais bajo vuestra protección en la isla secreta.

—¿Entonces, ese avión plateado y azul que hay en el prado es suyo? —preguntó Mike—. Paul, al verlo, dijo que le parecía que ese aparato era de su país.

—Sí, en él hemos venido mis cuatro amigos y yo —dijo el rey—. Hemos hablado con la señorita Timy y con vuestro amigo Jorge y ellos nos han contado todo lo ocurrido.

—¿Pero dónde está Timy? —preguntó Nora, a punto de echarse a llorar; tan ansiosa estaba de saber de ella.

—Viene en otro coche —dijo el rey—. Ella, Jorge y nosotros hemos tenido que ir a ver a la policía para informarla detalladamente del caso. No tardará mucho en llegar.

En este momento se detuvo ante la casa otro coche. De él bajaron Timy y Jorge. Timy estaba pálida y rendida de cansancio, pero era la misma de siempre. Su sorpresa fue enorme al ver a todos los niños en su casa.

—Creía que estabais en vuestra isla secreta —dijo—. ¿Por qué habéis vuelto?

—Es una larga historia, Timy —repuso Mike—. Ven, mira a quién tienes aquí.

—¡Vuestros padres! —exclamó Timy, sin dar crédito a sus ojos—. Entonces, ese otro avión es el suyo, ¿no? Me alegro mucho de verlo, capitán Arnold. No pude localizarlo en Irlanda. Nunca he visto tan honrada mi casa. ¡El padre de Paul y sus amigos, ustedes y los niños!

La sala era demasiado pequeña para que pudiesen instalarse todos cómodamente y salieron a hablar al jardín. Jorge sacó las sillas necesarias y los niños repitieron el relato de sus aventuras.

—¡Daría cualquier cosa por tener en mis manos a esos desalmados! —dijo el rey, cuando Paul le explicó con todo detalle su cautiverio.

—Puede usted capturarlos cuando lo desee —dijo Mike, sonriendo—. Los tenemos prisioneros. Ahora mismo, si quiere, puede ir por ellos.

—¿Dónde están? —preguntó Timy.

—En nuestra isla secreta. Y no tienen su barca —respondió Mike, lanzando una carcajada—. Allí estarán hasta que alguien vaya a liberarlos.

Todos se echaron a reír. Les hacía gracia pensar que aquellos malvados estaban atrapados como conejos.

—Mañana por la mañana iré por ellos con la policía —dijo el rey—. ¡Qué sorpresa se llevarán Boroni y Luis cuando me vean aparecer! Querían impedir que Paul ocupase el trono cuando yo muriese, y ahora que estoy vivo se arrepentirán de su conspiración.

—¿Se llevará a Paul? —Preguntó Mike, que no quería separarse de su nuevo amigo.

—Sí —respondió al rey—. Pero el curso que viene estudiará aquí. Lo admitirán en vuestra escuela, ¿verdad, Mike?

—¡Qué idea tan fantástica! —exclamó Jack—. ¡Lo cuidaremos bien!

—De eso estoy seguro —afirmó el rey—. Estos días lo habéis cuidado maravillosamente.

—¿Qué piensan hacer esta noche? —preguntó Timy—. Les diría que se quedasen aquí, pero esta casa es pequeña. Los señores Arnold ocuparían la habitación de los huéspedes, pero no hay ninguna otra libre.

—No se preocupe —dijo el rey—. Iremos al hotel más próximo. Paul nos acompañará: no quiero perderlo de vista. Mañana volveremos, señorita. Mil gracias por lo mucho que ha hecho por mi hijo.

El rey, el príncipe Paul y los cuatro personajes de uniforme se despidieron y se instalaron en el magnífico automóvil, que se alejó majestuosamente por la carretera.

—Nos hemos olvidado de la comida —dijo Jack, de pronto—. Vamos por ella, Mike. Estoy tan hambriento que sería capaz de comerme un zapato.

—Me gustaría verlo —bromeó Mike.

Echaron a correr hacia la avioneta, subieron a la cabina y sacaron la cesta. Sin pérdida de tiempo, volvieron con ella a la casa.

Comieron reunidos en el jardín, y pasaron un rato agradable hablando de sus aventuras y comentando los detalles entre risas y bromas.

—El señor Boroni, su esposa y Luis —dijo Timy— se presentaron aquí la noche en que os fuisteis. Eran verdaderas furias. Menos mal que Jorge había vuelto y pudimos echarlos. No les cabía duda de que el príncipe estaba con vosotros.

—Debieron de averiguar que estábamos en la isla y dieron con ella —dijo Mike—. Al fin y al cabo, nadie ignora ya que existe. ¡Cómo me gustaría ver la cara que ponen esos dos granujas cuando el rey y la policía se presenten en la isla!

Efectivamente, Boroni y Luis se quedaron de piedra cuando, al día siguiente, llegó a la isla una canoa ocupada por el rey, sus cuatro acompañantes y buen número de agentes de la policía. Boroni y su compañero estaban muy ocupados construyendo una balsa de troncos para trasladarse a tierra y no oyeron llegar a la canoa. Y cuando al fin levantaron la cabeza y vieron que el rey avanzaba hacia ellos seguido de su escolta, su sorpresa fue indescriptible.

Los niños se enteraron de todo al día siguiente.

—Se acabó el señor Boroni y se acabaron sus planes —dijo Jack—. ¡Qué suerte que se nos ocurriera pasar las vacaciones en las Cuevas de Spiggy!

Aquella tarde, Jorge llegó corriendo y gritando con voz agitada:

—¡Venid, chicos! ¡Venid y veréis!

Los niños y Timy salieron en seguida de la casa y vieron que llegaba por la carretera un gran remolque y, cargada en él, la canoa de motor más bonita que habían visto en su vida.

—¡Viene hacia aquí! —exclamó Jack.

Sí, iba hacia el lugar donde estaban los niños. Aquella canoa era un regalo que les hacía el rey de Baronia por haber rescatado a su hijo. Jack y los tres hermanos se resistían a creer lo que estaban viendo.

—¡Qué regalo tan estupendo! —exclamaron—. ¡Jorge, vamos a probarla ahora mismo!

Pero era imposible botar allí la canoa. Tendrían que llevarla a Longris. El hermano de Jorge los ayudaría. Una vez en Longris, bajaron la canoa al agua y se embarcaron todos, incluso Timy. Era tan fácil conducirla, que Jack y Mike pudieron encargarse de ello.

El motor empezó a funcionar suavemente y la canoa se alejó de la orilla. Mike la condujo mar adentro con un gesto de satisfacción y orgullo. ¡Una canoa para ellos solos! ¡Vaya suerte!

Van rumbo a «La Mirona». ¡Adiós, Mike! ¡Adiós, Jack! ¡Adiós, Nora y Peggy! Os merecéis la suerte que habéis tenido. Hemos pasado muy buenos ratos con vuestras aventuras. ¡Quizá volvamos a saber pronto de vosotros! ¡Adiós, adiós!

FIN