CAPÍTULO XXII

MIKE TIENE UNA IDEA GENIAL

Los niños se dirigieron al lugar donde habían escondido el bote. El fondo de éste estaba cubierto de ramas de esparraguera. Jack había quitado los asientos y transformado la pequeña embarcación en una gran cama. Los cinco niños se tendieron en ella como pudieron. Soplaba una ligera brisa, pero esto no les pareció un inconveniente. Se envolvieron en las viejas mantas y empezaron a charlar.

El agua golpeaba suavemente los costados del bote, produciendo un ruido agradable. Una lechuza ululó en un árbol cercano.

—¡Oooouuuu! ¡Ooooouuuu!

—¿Qué es eso? —preguntó Paul, incorporándose asustado.

—Es un pájaro, una lechuza —contestó Mike—. Pero no des esos tirones de la manta, que nos destapas a todos.

Paul se volvió a echar y se apretujó contra los dos muchachos. Al saber que aquel extraño aullido procedía de un pájaro, se había tranquilizado.

Pronto salió la luna y extendió su luz plateada sobre los árboles y la lisa superficie del lago. El ruido que producía el agua al golpear los costados del bote era adormecedor. Nora se durmió en seguida. Peggy estaba boca arriba, contemplando, a través de las ramas de los árboles, una estrella que brillaba en el cielo. Paul no tardó en dormirse y Jack y Mike siguieron hablando.

Ignoraban los planes del señor Boroni y Luis. Si se quedaban en la isla, el grupo no podría volver, y esto era grave, pues ya no les quedaba comida. Por otra parte, si intentaban atravesar el bosque, podían perderse.

—Si pudiésemos encerrar al señor Boroni y a Luis como ellos encerraron a Paul, todo quedaría solucionado —dijo Jack—. Entonces podríamos hacer lo que se nos antojara.

Mike permaneció unos momentos silencioso y pensativo. Luego lanzó un ronquido tan raro, que Jack se asustó.

—¿Qué te pasa, Mike? —preguntó alarmado—. ¿Te sientes mal?

—No —respondió Mike con visible agitación—. Es que se me acaba de ocurrir una idea tan formidable, que me han dado ganas de gritar y no he podido contenerme a tiempo. He ahogado el grito cuando ya me estaba saliendo de la garganta, y el resultado ha sido ese extraño ronquido que te ha llamado la atención. Y todo, Jack, porque he tenido una idea colosal.

—¿Qué idea?

—Verás —explicó Mike—. Cuando has dicho que te gustaría poder encerrar al señor Boroni y a Luis, se me ha ocurrido el modo de librarnos de ellos. Si les quitamos la barca, no podrán salir de la isla, y esto será como tenerlos prisioneros.

—¡Oh Mike! ¡Qué idea tan genial! —exclamó Jack—. Eso solucionaría todos nuestros problemas. ¡Eres un tío! Cuando los tengamos prisioneros en la isla, podremos ir al pueblo de la otra parte del lago, alquilar allí un coche y regresar a «La Mirona».

—¡Eso es! —exclamó Mike—. ¿Vamos?

—Espera un momento —dijo Jack—. Ahora caigo en que si el señor Boroni y Luis saben nadar, podrían venir a tierra firme.

—¡No saben nadar! —exclamó Mike alegremente—. Oí que Luis se lo dijo a Boroni, y éste le contestó que él tampoco sabía. Cuando estábamos encerrados en la torre, solían venir a nuestra habitación y se ponían a charlar. De modo que, como no saben nadar, no podrán salir de la isla.

Jack se puso tan contento, que le entraron ganas de cantar y bailar. Procurando no hacer ruido para no despertar a Paul, se levantó.

—No tenemos por qué despertar a las niñas ni a Paul —dijo—. Nos desnudaremos y nos dejaremos caer en el agua sin hacer ruido. ¿Podrás ir a nado a la isla?

—Claro que podré —respondió Mike—. Cuando lleguemos, desataremos el bote y volveremos con él. ¡Oh Jack! ¡Qué aventura tan emocionante! No es fácil que nos vean, ¿verdad?

—No, es muy difícil —repuso Jack—. Estarán durmiendo en nuestra cueva.

Los dos niños se desnudaron sigilosamente para no despertar a las niñas. Se introdujeron poco a poco en el agua, descolgándose del bote, y empezaron a nadar hacia la isla. Sus cabezas fueron muy pronto sólo dos puntitos negros sobre la plateada superficie del lago.

La isla estaba más lejos de lo que suponían. Mike llegó exhausto al lugar donde sus dos enemigos habían amarrado el bote. En cambio, Jack, que era un gran nadador, no acusaba el menor cansancio. Cuando hizo pie, prestó ayuda a Mike y los dos subieron a tierra. Una vez fuera del agua, desató la amarra del bote.

Embarcaron y colocaron los remos. Al chocar éstos con la superficie produjeron un fuerte ruido. Fue como una sonora bofetada. Apenas se alejó de la orilla la barca tripulada por los niños, éstos oyeron grandes voces procedentes de la playa. Era Luis, al que había despertado el fuerte chasquido de los remos y que había acudido corriendo a la orilla del mar.

—¡Eh! —gritó—. ¡Ese bote es nuestro! ¡Traedlo en seguida!

—Ya se lo devolveremos. Tenga paciencia —respondió Jack con sorna. Se estaba divirtiendo como nunca.

—¡Traedlo aquí en seguida! —vociferó Luis, dándose cuenta de pronto de que no podrían salir de la isla sin el bote—. ¡Malditos críos!

—Adiós, queridos amigos —gritó Jack, viendo aparecer al señor Boroni.

Éste estaba durmiendo en la cueva cuando los gritos le habían despertado. Luis y Boroni estaban desarmados. No sabían nadar y no tenían el bote. Lo único que podían hacer era gritar de rabia. Los niños se reían y agitaban los brazos, diciéndoles adiós.

Cuando llegaron al lugar donde estaba su propio bote, temblando de frío pues no llevaban nada encima, encontraron a Paul y las niñas despiertos y asustados. Peggy les dio sus ropas y empezó a hacerles preguntas. Quería saber qué significaban aquellos gritos que habían proferido y de dónde habían sacado aquel otro bote.

—¿No lo adivinas? —dijo Nora—. Han quitado el bote a nuestros enemigos, de modo que éstos ya no pueden salir de la isla. ¡Oh Jack! ¡Qué idea tan estupenda habéis tenido! Nos hemos asustado al despertarnos y ver que os habíais marchado. Debimos suponer que estabais haciendo lo que habéis hecho o algo parecido.

—La idea ha sido de Mike —dijo Jack, vistiéndose a toda prisa—. ¡Una de las mejores ideas que ha tenido en su vida! Y todo ha salido la mar de bien. El señor Boroni y Luis están furiosos, pero no pueden hacer nada. En cuanto se haga de día, iremos a ese pueblo que está al otro lado del lago, alquilaremos un coche y nos trasladaremos a «La Mirona» para ver qué han hecho Jorge y Timy. Mientras, el señor Boroni y Luis disfrutarán de unas magníficas vacaciones en la isla.

Todos se echaron a reír. Estaban seguros de que ya no podrían dormir, pues no dejarían de pensar en lo sucedido, pero no tardaron mucho en formar un coro de bostezos, y antes de que la luna desapareciera del cielo, otra vez estaban todos dormidos, teniendo el bote del señor Boroni amarrado junto al suyo.

Se despertaron al amanecer. El lago estaba en calma y era de un bellísimo color azul. En el cielo no había ni una sola nube.

—¡Qué apetito tengo! —dijo Peggy—. ¡Y no tenemos nada de comida!

Mike sonrió, se llevó la mano al bolsillo y sacó una gran pastilla de chocolate.

—La guardaba porque sabía que llegaría un momento en que nos haría mucha falta —dijo—. Ahora nos la repartiremos y, una vez en el pueblo, tomaremos un buen desayuno.

A todos les pareció bien. El chocolate era estupendo. Tenía nueces. Sentados al sol de la mañana se lo comieron poco a poco, saboreándolo, mientras hablaban y se reían cada vez que se acordaban del señor Boroni y de Luis.

—Allí estarán, intentando vernos —dijo Peggy—. Y nos verán, pero cuando nos vayamos. ¿Qué hacemos con su bote, Jack?

—Lo dejaremos amarrado aquí —respondió Jack—. Aquí estará seguro.

Dejaron, pues, el bote del enemigo amarrado, se instalaron todos en el suyo y se alejaron de la orilla remando. El señor Boroni y Luis los vieron desde la isla y empezaron a gritarles. Pero los niños, sin hacerles caso, siguieron remando hacia el pueblo.

Cuando llegaron a la orilla, desembarcaron y dejaron el bote varado en la arena. Pronto encontraron una panadería, donde compraron varios panes calentitos, pues estaban recién hechos. Después fueron a una lechería de donde salieron con mantequilla, leche y chocolate. Compraron también una botella de limonada y, al fin, se sentaron junto a la carretera para dar buena cuenta de tan suculento desayuno.

Jack y Mike cortaron el pan con sus navajas y cubrieron las rebanadas de mantequilla. Como estaban hambrientos, todo les sabía a gloria. Reservaron para el final el chocolate y la limonada. Después del desayuno se sintieron mucho mejor y Jack fue en busca de un garaje.

No encontró ninguno. Pero, apenas volvió al lado del grupo, llegó un autobús y se detuvo cerca de ellos. Preguntaron al conductor cómo podrían trasladarse a las Cuevas de Spiggy, y éste les contestó:

—Yo salgo dentro de diez minutos para Rocasbajas. Allí podréis tomar otro autobús que os llevará a las Cuevas de Spiggy.

Los niños, contentísimos al oír esto, subieron al autobús, decididos a esperar en él la hora de la salida. Transcurridos los diez minutos, el vehículo arrancó e inició su viaje por una carretera bordeada de campos de cultivo. Una hora después llegaron a Rocasbajas, y se dirigieron a la parada del autobús que los conduciría a las Cuevas de Spiggy. Éste tardaría media hora en salir, tiempo que los niños aprovecharon para comprar otra botella de limonada. El día era caluroso y estaban sedientos.

Llegaron a las Cuevas de Spiggy a las doce y media. El autobús los dejó a unos dos kilómetros de «La Mirona», distancia que recorrieron dando un agradable paseo.

—Debemos estar alerta —dijo Jack—. Puede haber alguien más que busque a Paul.

Fueron acercándose a la casa. Avanzaban cautelosamente, escondiéndose detrás de los árboles. ¡Qué sorpresa recibieron cuando llegaron al terreno vecino a «La Mirona»! ¡En medio del prado había una avioneta! Estaba pintada de un azul claro, y sus alas plateadas relucían al sol.

Todos se detuvieron sorprendidos. No había nadie junto al aparato. No se atrevían a acercarse a la casa. ¿Y si la avioneta pertenecía al enemigo? Pero también podía pertenecer a personas amigas.

Se hallaban ante un apasionante misterio.