EL ENEMIGO ENCUENTRA LA ISLA
Paul se sentó en la cumbre del cerro que se alzaba en medio de la isla. Estaba seguro de que sus enemigos recurrirían a todo para dar con él y acabarían por presentarse en la isla secreta.
Estuvo sentado en la hierba dos o tres horas, vigilando las tranquilas aguas del lago. Bostezó. Era un aburrimiento estar solo, pero sus amigos no querían acompañarlo, porque, según ellos, no había nada que temer.
Paul vio a Mike y a Jack en la orilla. Estaban preparando el bote para salir de pesca. Las niñas llegaron corriendo y se reunieron con los chicos. Habían invitado a Paul a que fuese con el grupo, pero él no había aceptado. Le daba miedo el agua: a duras penas habían conseguido que se bañase.
Paul se puso en pie y los saludó. Jack y los tres hermanos respondieron a su saludo. Les sabía mal dejarlo solo, pero no querían pasar el día sentados en la cumbre de la colina, vigilando. Además, Peggy le había prometido que si pescaban algo, le prepararía un buen pescado para la cena.
—¡Volveremos pronto! —le gritó Mike—. ¡Vamos hacia el sur de la isla! ¡Es un buen sitio para pescar! ¡Si quieres algo, da una voz!
—¡De acuerdo! —gritó Paul.
El príncipe no comprendía la locura que aquellos niños tenían por el agua. Siempre estaban bañándose, chapoteando o paseando en el bote. Pero estaba encantado con ellos, sobre todo con Mike, que tanto le había ayudado cuando estaban encerrados en la torre.
Vio como la barca se alejaba de la orilla para dirigirse hacia el sur. Desde aquella altura parecía una barquita de juguete, y sus tripulantes, poco más que hormigas. Pero oía sus voces. Estaban preparando sus aparejos de pesca.
A Paul le habría gustado estar con ellos. ¡Parecía tan contentos!… Los siguió con la vista durante unos minutos y luego miró hacia la parte opuesta.
¡Otra barca! Sí, sus ojos no lo engañaban. Era una barca tripulada por dos hombres, y se acercaban a la isla. ¿Quiénes serían aquellos hombres? ¿Acaso el señor Boroni y Luis? Los odiaba y los temía al mismo tiempo. ¿Vendrían por él?
Se volvió hacia la otra parte del lago y gritó con todas sus fuerzas a los cuatro niños que seguían pescando en su bote:
—¡Jack! ¡Mike! ¡Una barca viene hacia aquí!
—¿Qué? —Preguntó Jack.
Paul gritó de nuevo, con toda la potencia de que era capaz:
—¡Que una barca viene hacia aquí!
Los cuatro niños se miraron, perplejos.
—Es imposible que el señor Boroni haya averiguado que estamos aquí —dijo Mike—. Aunque es lo bastante listo para imaginárselo si sabe que somos los niños que el año pasado nos ocultamos en una isla desierta.
—No tenemos tiempo para hacer muchas cosas —contestó Jack, preocupado—. Creo que no estaremos seguros si nos escondemos en la isla. Esos hombres lo registrarán todo. Lo mejor será que Paul venga al bote y nos vayamos todos a tierra firme. Nos ocultaremos entre los árboles.
—Buena idea, Jack —dijo Mike, poniéndose de pie en la barca y empezando a hacer señas a Paul. Después le gritó:
—¡Ven en seguida, Paul! ¡Huiremos en el bote! ¡Date prisa!
Paul agitó la mano y desapareció. Cuando llegó a orilla, todos vieron que llevaba algo en las manos. Era provisiones: una barra de pan, una caja de bizcochos y dos latas de fruta en conserva.
—¡Estupendo! ¡Eres un chico listo! —exclamó Jack—. ¡No se te podía haber ocurrido nada mejor!
Paul enrojeció de satisfacción. Se sentía orgulloso de pertenecer al grupo y estar a las órdenes del capitán Jack.
—He tenido el tiempo justo para esconder las cosas del campamento en un matorral —dijo Paul—. Luego he recogido estas provisiones, pensando que quizá tengamos que estar escondidos durante muchas horas.
—Bien hecho —aprobó Jack—. Vámonos. No hay tiempo que perder. Ahora, Paul, dinos algo de la barca que has visto. ¿Estaba muy lejos?
Mientras Jack y Mike remaban vigorosamente hacia tierra firme, Paul explicó todo lo que sabía de la barca, que no era mucho.
—No he visto bien a los dos hombres que van a bordo, pero me parece que son el señor Boroni y Luis. Jack, no quiero que se me lleven y me vuelvan a encerrar. ¡Lo paso tan bien con vosotros!…
—No te preocupes —le dijo Jack mientras remaba—. Te respondo que no te encontrarán, aunque tengamos que esconderte en una madriguera de conejo y tapar la entrada con hierbas.
Todos se echaron a reír, incluso Paul, al que tranquilizó la broma. Mike y Jack remaban con todas sus fuerzas hacia tierra firme. Querían llegar antes de que los ocupantes del otro bote los viesen. La isla se interponía entre los muchachos y sus enemigos, pero éstos podían aparecer de pronto por un costado y verlos.
Pronto llegaron a tierra firme. Jack condujo el bote a un lugar poblado de juncos y cubierto por las copas de un grupo de frondosos árboles cuyas ramas colgaban hasta casi tocar la superficie del lago. Allí no los podrían ver. Desembarcaron.
—Me subiré a un árbol —dijo Jack—, y así veré, como desde una atalaya, todo lo que suceda en la isla.
—Yo haré lo mismo —dijo Mike—, pues también quiero verlo todo. ¿Subes conmigo, Paul?
—No, gracias —respondió el príncipe, al que le gustaba tan poco subir a los árboles como bañarse.
—Bueno, quédate aquí al cuidado de las niñas —dijo Jack.
Y Paul obedeció, encantado, orgulloso de desempeñar una misión tan importante.
Pero las niñas no querían que las cuidasen. De buena gana habrían trepado por el tronco de un árbol. Pero se dedicaron a buscar un buen sitio para acampar.
El árbol elegido por Jack era un gigante. Desde su copa se veía perfectamente la isla. De pronto vio que el bote enemigo se acercaba a la playa de la isla y en el acto reconoció a sus dos ocupantes.
«Sí, son nuestro querido amigo el señor Boroni y su ayudante Luis —se dijo Jack mentalmente—. No encontraban la playa donde suponían que habíamos desembarcado y han tenido que dar la vuelta a la isla. Bueno, lo cierto es que tendremos que estar muy alerta».
Mike y Jack observaban atentamente al enemigo desde sus atalayas. Los dos hombres desembarcaron y subieron el bote a tierra. Luego se internaron en la isla en direcciones diferentes.
—Les va a costar trabajo encontrarnos —dijo Jack, en son de burla, a Mike, que estaba en un árbol vecino—. Si no descubren las cosas que trajimos y que Paul ha tenido el acierto de esconder, incluso pueden imaginarse que no hemos estado en la isla.
—Ha sido una buena idea venir a escondernos en tierra firme —dijo Mike—. Aquí estamos seguros. Y si fuera necesario, incluso podríamos trasladarnos al pueblo más próximo a través del bosque.
—¡Mira! Uno de esos hombres está en lo alto de la colina —dijo Jack.
Mike miró hacia la colina. La distancia no permitía distinguir si era el señor Boroni o Luis, pero a Mike no le cabía duda de que era uno de los dos. Con la mano en la frente, a modo de visera, para que el sol no le diera en los ojos, Luis o Boroni recorría con la mirada todo el lago.
—Menos mal que hemos escondido el bote —dijo Mike—. A ver cuándo se cansan de buscarnos por la isla. No me gustaría tener que pasar aquí toda la noche.
Mike y Jack estuvieron observando durante un par de horas. De pronto, empezaron a sentir apetito. Mike dejó a Jack de guardia y bajó del árbol para ir a reunirse con las niñas. Éstas habían hecho una buena cosecha de moras en sazón. Paul estaba con ellas y empezó a hacerle preguntas sobre el bote y sus ocupantes. Mike le explicó todo lo que acababa de ver.
—Pero lo que ahora me interesa —añadió— es que preparemos algo para comer. Yo limpiaré el pescado. Tú, Peggy, ve a buscar leña. Necesitamos fuego para asarlo.
Mike limpió el pescado y luego ayudó a Peggy a encender el fuego.
—No creo que esos hombres —dijo—, aunque vean el humo, sospechen que el fuego es nuestro.
Comieron el pescado asado, pan, bizcochos y moras. Luego, Mike volvió a su árbol, y Jack bajó a comer. Todo aquello les parecía un juego divertido. ¡Lástima que no hubiese más comida!
—Hay que guardar los botes de fruta, lo que queda de pan y el resto de los bizcochos para más tarde —dijo Peggy, escondiéndolo todo entre unos arbustos—. Menos mal que a Paul se le ocurrió traer comida. De lo contrario, nos habríamos tenido que conformar con el pescado.
Jack y Mike siguieron turnándose en la vigilancia durante el resto del día. No volvieron a ver a sus perseguidores, pero su bote seguía varado en la playa, lo que demostraba que estaban aún en la isla.
Cuando empezó a oscurecer y ya no les fue posible vigilar, Jack y Mike se reunieron con Paul y las niñas y se dedicaron a estudiar lo que debían hacer.
—Empecemos por comer algo —dijo Jack—. Me temo que tendremos que pasar aquí toda la noche.
—Podemos dormir en el bote —propuso Nora—. Siempre estaremos mejor que aquí. En este suelo no hay ni una sola hierba. En el bote tenemos dos mantas viejas. Peggy y yo hemos visto esparragueras. Con esas plantas y las mantas encima, tendremos una cama bastante blanda.
—¡Bien pensado! —exclamó Jack—. ¿Dónde habéis visto las esparragueras?… Nora, Mike, Paul y yo iremos por ellas. Tú, Peggy, encárgate de preparar la cena.
—Bien —contestó la niña.
Bajo los árboles, la oscuridad era casi absoluta, pero Peggy consiguió, aunque no sin esfuerzo, cumplir su misión. Abrió los botes de fruta en conserva —Paul no se había olvidado del abrelatas— y cortó el resto del pan en finas rebanadas. Puso dos bizcochos a cada uno y esperó a que volvieran Nora y los chicos. Iban a consumir sus últimas provisiones.
Los niños y Nora regresaron en seguida con grandes haces de esparraguera. Después de dejarlos en el bote, fueron a reunirse con Peggy. Jack llevaba su linterna en el bolsillo, lo que permitió a los niños ver lo que se llevaban a la boca. Se comieron la fruta, el pan y los bizcochos y se bebieron el zumo que quedó en los botes, pues estaban sedientos.
—¡Ahora, a la cama! —dijo Jack—. ¡Una cama en un bote! ¡Qué aventura tan extraña! Pero también, ¡qué divertida!