CAPÍTULO XX

PAZ EN LA ISLA

Durante toda la noche, los niños durmieron plácidamente sobre sus mantas. Los tres chicos se habían acostado al pie de un árbol; las niñas se habían refugiado en un gran matorral. La hierba era espesa y blanda: no había lecho mejor.

Salió el sol y el cielo cobró un matiz dorado. Los pájaros comenzaron a cantar y los conejos, que habían estado toda la noche correteando alrededor de los niños, desaparecieron en sus madrigueras. Un puercoespín se acercó a Mike, lo olfateó y siguió su camino.

Jack fue el primero en despertarse. Estaba echado boca arriba y recibió una gran sorpresa cuando abrió los ojos y vio el cielo azul. Esperaba ver el techo de su habitación de la torre y ante sus ojos aparecía un cielo límpido, bajo el que flotaba alguna blanca nubecilla.

Al fin pudo recordar. ¡Estaban en su isla secreta! Permaneció tendido un buen rato, mirando al cielo y esperando a que los demás se despertaran. Luego se sentó. Ante él se extendían las tranquilas aguas del lago. El día era espléndido. Jack consultó su reloj y vio que eran las nueve y media.

—¡Las nueve y media! —exclamó, sorprendido—. ¡Qué modo de dormir! A ver si los demás se despiertan pronto. ¡Tengo un apetito…!

Se levantó sin hacer ruido, se desnudó y corrió a bañarse en el lago. El agua estaba deliciosa. Se secó al sol y se vistió. Luego encendió fuego.

Pronto se despertó Mike, y poco después Nora y Peggy. Paul seguía durmiendo. Las niñas, rebosantes de gozo al verse de nuevo en su isla, corrieron a bañarse en compañía de Mike. Cuando Paul se despertó le preguntaron si quería también darse un baño.

—No sé nadar —respondió—, y no me atrevo a meterme en el lago. Prefiero quedarme aquí con Jack.

Tomaron el desayuno. Luego, Nora se fue con los cacharros a la orilla del lago y los fregó. Jack se encargó de buscar leña para el fuego, que seguía ardiendo, y Peggy se dedicó a cortar grandes rebanadas de pan para untarlas de mantequilla y puso unos huevos a hervir.

—Dos huevos por cabeza —dijo—, aunque ya sé que sois capaces de comeros una docena cada uno… Nora, ¿quieres darme la sal?

—Nos comeremos unos cuantos bizcochos —dijo Mike, abriendo la caja—. Con este calor, pronto se echarán a perder… ¿Dónde están las galletas, Peggy? —preguntó acto seguido—. No creo que las termináramos anoche.

—¡Claro que no! —repuso Peggy, metiendo la mano en una espesa mata y sacando la caja de las galletas—. Las escondí anoche porque sé que si las hubiera dejado a la vista, os las habríais comido todas.

Se sentaron alrededor del fuego y se comieron los huevos duros, las tostadas, las galletas y los bizcochos, todo ello acompañado de limonada.

—No sé por qué, pero aquí todas las comidas nos parecen deliciosas —dijo Mike—, nos saben mejor que en cualquier otro sitio.

—¿Quieres otro huevo, Paul? —le preguntó Peggy al ver que sólo se había comido uno.

—No, gracias. No estoy acostumbrado a vuestros desayunos —repuso el príncipe—. En mi país sólo nos desayunamos con pan y café con leche. Pero, si os parece, me comeré el otro huevo más tarde, al mediodía. Me han gustado mucho. Nunca los había probado.

Y Paul empezó a hablar de su país. Era un chico muy simpático y tenía unos modales tan exquisitos, que a veces sorprendían a sus nuevos amigos. Hacía reverencias a Nora y a Peggy cada vez que se dirigía a ellas. Su aya le había enseñado el idioma de sus cuatro compañeros y lo hablaba correctamente.

Luego se refirió a sus padres. Cuando nombró a su madre se echó a llorar: no sabía dónde estaba. Peggy y Nora se compadecieron de él y, para consolarlo, le dijeron que pronto se solucionarían sus problemas.

—Es una suerte para vosotros no ser príncipes —les dijo—. Podéis divertiros y hacer lo que queráis; yo no. A vosotros no os raptarán ni os tendrán encerrados. Yo ya he pasado por eso y quizás vuelva a pasar. Son muchos los que no quieren que yo sea rey cuando muera mi padre.

—¿Tú quieres serlo? —le preguntó Jack.

—No —respondió Paul—. Me gustaría mucho más vivir como vosotros, ser un niño como todos los demás. Pero tengo la desgracia de haber nacido príncipe y he de cumplir con mi deber.

—Bueno, no pienses más en cosas desagradables —le dijo Peggy—. Diviértete cuanto puedas durante los días que estemos aquí. Verás lo bien que lo vas a pasar. Jack te enseñará a nadar y Mike a encender un buen fuego de campamento. El día menos pensado pueden serte útiles estas cosas.

A todos los dominaba la pereza, como un resto de las fatigas de la noche anterior. Peggy y Nora fregaron los cacharros del desayuno y luego Peggy empezó a hacer planes para el almuerzo. Ya se habían comido los bizcochos y las galletas. Al fin decidió hacer unas patatas con judías y calentar una lata de carne.

—¿Por qué no vamos a buscar moras como el año pasado? —propuso Nora—. ¿Os acordáis de los grandes zarzales que hay en el otro extremo de la isla? Daban unas moras que eran una delicia.

—¡Eso, vamos a coger moras! —dijo Peggy—. Pero antes vayamos a ver si está todavía en pie la Casita Vegetal.

Los niños habían construido una casita con troncos y ramas que les había sido de gran utilidad en las noches frías como en las calurosas. El grupo infantil bajó por la suave pendiente de la colina, camino del bosque, preguntándose si seguiría en pie su casita.

Se internaron en la arboleda y llegaron al lugar donde habían construido el albergue de mimbre. Sí, allí estaba, con su color verde, invitándoles a entrar.

—¡Fijaos! —exclamó Peggy—. Todas las ramas han echado hojas. Es una casa viva.

Era verdad. Al cubrirse de hojas los mimbres, la casa parecía tener vida.

—¡Qué bien lo pasamos cuando la construimos! —exclamó Peggy—. ¿Os acordáis de cuando íbamos a cortar las ramas? ¿Y de cuando pusimos una capa de hierba en el techo para que no pasara la lluvia?

Todos se acordaban perfectamente. Le explicaron a Paul cómo habían construido la casita y el príncipe contestó que le gustaría hacer con ellos otra igual.

—No, ahora no la necesitamos —dijo Jack—. Podemos dormir al aire libre, y si llueve, nos refugiaremos en la cueva.

Paul no cesaba de entrar en la pintoresca casita y volver a salir. Le pareció el lugar más hermoso del mundo.

—¡Cuánto me gustaría tener una casa como ésta! —exclamó—. Mike, Jack, ¿queréis venir a mi país para enseñarme a hacer una igual?

Los niños se echaron a reír.

—Vamos a buscar moras —dijo Mike—. Estoy seguro de que te gustarán.

El grupo se dirigió a la parte de la isla donde crecían los zarzales. Estaban repletos de jugosas moras. Peggy y Nora empezaron a llenar sus cestos. Poco después todos tenían los labios morados. Por cada mora que echaban en las cestas se comían dos.

—¡Ya es la una! —exclamó Mike, después de consultar su reloj—. ¡Caramba, qué de prisa ha pasado la mañana!

—Regresemos. Hay que hacer la comida —dijo Peggy.

Volvieron al campamento. A ninguno de los cinco les había quitado el apetito el atracón de moras. La comida fue superior. Mike hizo el primer viaje a la fuente en busca de agua, un agua fresa, deliciosa. Cuando se acabó, Paul hizo un nuevo viaje al manantial. Le encantaba ayudar a sus amigos. Le había cogido el sol y su cara pálida tenía un ligero matiz moreno.

—¿Qué pensáis hacer esta tarde? —preguntó Paul.

—Yo tengo sueño —dijo Peggy, bostezando—. Podríamos dormir una buena siesta sobre la hierba, luego ir a bañarnos, y después merendar.

Fue una jornada tranquila, sobre todo comparada con los días anteriores, tan llenos de aventuras. Jack empezó a enseñar a nadar a Paul, que no demostró ser muy buen alumno, a pesar de que ponía todo su empeño en aprender.

Merendaron y después se fueron a dar un paseo en bote por el lago.

—Mañana saldremos a pescar —dijo Jack—. Será divertido freír el pescado con fuego de leña, como hacíamos el año pasado.

—¿De veras creéis que estamos a salvo aquí? —preguntó Paul, dirigiendo una mirada recelosa a la orilla del lago.

—Claro que sí —afirmó Jack—. No te preocupes, Paul. Aquí nadie vendrá a molestarte.

—Si el señor Boroni averigua dónde está vuestra isla secreta, seguro que vendrá a buscarme. Yo creo que deberíamos montar un servicio de vigilancia.

—No, Paul —replicó Jack—, no hay necesidad de estar al acecho. Estando aquí, nadie nos encontrará.

—¿Desde dónde vigilabais la otra vez que estuvisteis aquí, cuando temíais que alguien viniese a buscaros? —preguntó Paul.

—En lo alto de la colina hay un peñasco rodeado de hierba —contestó Jack—. desde donde se domina todo el lago. Subíamos allí, nos sentábamos en la hierba y vigilábamos.

—Pues eso haré yo mañana: subiré a la colina, me sentaré junto al peñasco y vigilaré —dijo Paul—. No conocéis al señor Boroni. Yo sí que le conozco, y sé muy bien que es lo bastante astuto para descubrir nuestro paradero, venir y volver a capturarme. Supongo que si lo viéramos llegar en una barca tendríamos tiempo de escondernos en las cuevas.

—Desde luego —dijo Jack—. Pero no tendremos que escondernos, porque no vendrá. Nadie puede sospechar que estás aquí con nosotros.

Pero Paul no se tranquilizó y a la mañana siguiente, después del desayuno, desapareció del campamento.

—¿Adónde habrá ido? —preguntó Jack.

Nora contestó, echándose a reír:

—Ha subido al peñasco para vigilar, por si llegan sus enemigos. Pero estoy segura de que no verá nada.

Pero el príncipe vio algo…, algo aterrador.