CAPÍTULO XIX

HACIA LA ISLA SECRETA

Jorge remaba en el mar en calma, impulsando el bote hacia el pueblecito de pescadores donde vivía su hermano. Jack le ayudaba y los demás guardaban silencio, en espera de que Jorge les dijese que ya podían hablar sin temor a que los oyeran sus perseguidores.

—Nadie puede oírnos ya —dijo Jorge al fin—. Podéis hablar tranquilamente cuanto queráis.

Fue extraordinario el alboroto que se armó en seguida. Mike empezó a explicar todo lo que le había sucedido mientras estaba prisionero con Paul. Éste habló también por los codos. Refirió cómo lo habían capturado en el palacio mismo de su padre, y cómo lo habían transportado en buques, aviones y automóviles a las Cuevas de Spiggy. ¡Pobre Paul! Estaba encantado de verse de nuevo entre amigos. El señor Boroni y Luis no lo habían maltratado, pero lo habían tenido encerrado durante días y días.

Pronto salió la luna, y el mar se cubrió de un tapiz plateado. Los niños se veían perfectamente las caras mientras hablaban, y cada vez que los remos golpeaban la superficie, arrancaba, al agua mil fosforescencias.

—Ahí está Longris —dijo de pronto Jorge al doblar un saliente de la costa.

Todos miraron a tierra. Los niños ya habían estado una vez en Longris con Jorge, pero en aquel momento en que lo bañaba la luz de la luna, parecía completamente distinto. Las casas agrupadas en el acantilado parecían de plata.

—¡Oh, es un pueblecito encantado! —dijo Nora, como en sueños—. Y nuestra isla secreta también nos parecerá encantada esta noche cuando la veamos de cerca. ¡Qué emoción siento al pensar que de nuevo vamos a vivir en nuestra isla!

Empezaron a hablar de sus aventuras en la isla secreta. Explicaron al príncipe que había construido una casita de madera y descubierto unas cuevas para pasar el invierno. Paul los escuchaba atentamente y sentía un ávido deseo de conocer aquella maravillosa isla.

Desembarcaron en Longris. A través de sus desiertas calles, Jorge los condujo al garaje de su hermano, situado en la parte alta del pueblo. Allí los esperaba un hombre.

—¡Hola, Jim! —le dijo Jorge—. Éstos son tus pasajeros. No hables a nadie de este viaje. Ya te lo explicaré todo mañana, cuando vengas a verme. Hasta entonces, ni una sola palabra.

—De acuerdo —contestó Jim a su hermano, al que, por cierto, se parecía mucho.

—Adiós, Jorge, y gracias por tu ayuda —dijo Jack subiendo al coche, donde ya estaban sus compañeros, a los que preguntó—: ¿Habéis cargado las provisiones? ¡Ah, sí, ya las veo! ¡Estupendo!

—Adiós —dijo Jorge a sus amigos—. Vuelvo a «La Mirona» por si la señorita Timy necesita ayuda. No salgáis de vuestra isla secreta hasta que os avisemos. Allí estaréis seguros.

El coche arrancó. Jim lo condujo a la carretera. Los niños estuvieron diciendo adiós a Jorge con la mano hasta que llegaron a una curva y lo perdieron de vista. Ya estaban en camino del lago Salvaje, ya se dirigían a su isla.

Tenían aún cincuenta kilómetros de viaje. El coche corría alegremente a la luz de la luna. Paul tenía tanto sueño, que pronto se quedó dormido con la cabeza apoyada en el hombro de Peggy. Los demás estaban demasiado nerviosos para poder dormir.

Jack miraba por la ventanilla. Recorrieron diez, veinte, treinta kilómetros. Ya estaban muy cerca. Jim tenía que llevarlos a un lugar donde habían vivido unos tíos de Mike y sus hermanas. Una vez allí, les sería fácil encontrar el camino del lago, y, ya en la orilla, pronto hallarían el bote que siempre estaba preparado.

—Hemos llegado —dijo Jack un rato después.

El coche se detuvo y Jim bajó.

—Os ayudaré a llevar las provisiones a la barca —dijo.

Los seis se repartieron los paquetes y se dirigieron al lago. En la orilla había una caseta, y dentro estaba el bote, El capitán Arnold había hecho construir aquella caseta para que sus hijos pudiesen guardar el bote. Mike tenía la llave. La sacó del bolsillo y abrió. Allí estaba la barca. Jack la empujó hasta el agua.

Cargaron la comida en la pequeña embarcación y después se instalaron todos en ella. Jim les dijo adiós y desapareció camino de su coche. ¡Los cinco niños quedaron al fin solos!

Jack y Mike empuñaron los remos. Paul estaba ya despierto. Ansiaba conocer aquella maravillosa isla de la que tanto había oído hablar.

—Ya estamos cerca —dijo Nora, con los ojos relampagueantes de emoción.

Los remos golpeaban el agua acompasada y sonoramente y el bote se deslizaba con suave ligereza hacia la isla, ya muy próxima.

—¡Mira, Paul! Ésa es nuestra isla.

Paul miró hacia donde señalaba Peggy y vio una pequeña isla que parecía flotar en el lago iluminado por la luna. Estaba cubierta de árboles que llegaban hasta la misma orilla. En su centro se elevaba una colina de suaves laderas. Era un lugar delicioso.

—¡Nuestra isla secreta! —exclamó Nora.

Tan feliz se sentía, que sus ojos estaban llenos de lágrimas. ¡Tenía recuerdos tan gratos de aquella isla, donde había pasado días inolvidables con sus hermanos!

Los muchachos estuvieron un rato sin remar, contemplando la isla y recordando sus aventuras en ella. Luego volvieron a remar, deseosos de llegar cuanto antes.

—¡Mirad nuestra playa, con su fina arena resplandeciendo a la luz de la luna! —dijo Nora.

El bote se dirigió a la orilla y se detuvo al clavarse su quilla en la arena. Jack saltó a tierra y los demás lo siguieron.

—¡Bienvenido a nuestra isla, Paul! —dijo Peggy, rodeando con su brazo los hombros del príncipe—. Es nuestra. Papá nos la compró después de nuestra gran aventura. No pensábamos volver este verano. Estuvimos aquí en Navidad.

—Vamos a la colina, a nuestra cueva —dijo Jack—. Estamos todos rendidos y nos conviene dormir. Antes haremos algo para cenar. Podríamos sacar las mantas y dormir fuera, sobre la hierba. No hace nada de frío… ¿Qué os parece?

—¡Estupendo! —exclamó Mike—. Jack, ayúdame a llevar esta gran caja. Las niñas traerán lo demás. Paul las ayudará.

—Desde luego —dijo Paul, que creía estar soñando.

Con los paquetes de provisiones se dirigieron a la colina por un sendero bordeado de matorrales tan altos que les llegaban a la cabeza. La luna brillaba intensamente en el cielo, permitiéndoles ver casi como si fuera de día.

—Ahí está nuestra cueva —dijo Jack—. Hay tantos matojos ante ella, que apenas se la ve. Mike, ¿tienes tu linterna? La necesitamos para entrar en la cueva y recoger todo lo que nos hace falta.

Mike sacó su linterna del bolsillo y se la entregó a Jack.

—Gracias —dijo éste—. Peggy, ven conmigo a sacar las cosas de la cueva. Mike, tú y Nora podéis buscar un buen sitio para encender fuego y hacer un poco de cena. Estoy tan hambriento que incluso comería hierba.

—A sus órdenes, capitán —dijo Nora alegremente.

¡Qué suerte volver a estar en la isla secreta, encender fuego y dormir al aire libre!

Nora y Mike se dedicaron a buscar leña.

Peggy y Jack entraron en la cueva y de ella pasaron, por un estrecho corredor, a otra más pequeña y que utilizaban como almacén.

—Todo está como lo dejamos —dijo Peggy, entusiasmada, mientras Jack enfocaba su linterna en todas direcciones—. Aquí está la cazuela. Nos llevaremos también una sartén. Haré un poco de sopa esta noche, y mañana, huevos. Mira, ahí está la manta que nos hicimos nosotros mismos con pieles de conejo. Carga con ella, Jack, y también con estas sábanas.

Jack cogió las mantas y las sábanas, y Peggy los útiles de cocina. Luego salieron y se reunieron con el grupo. Mike había encendido un buen fuego y Paul se calentaba las manos con cara de satisfacción. Nunca había visto un fuego de campamento.

—Nora, saca la leche, el pan y el sobre de sopa —dijo Peggy—. Mike, ¿quieres ir a la fuente a buscar un poco de agua? He de ponerla a hervir para hacer la sopa.

Mike se fue con la cazuela a buscar agua a una fuente que manaba en la ladera de la colina. Llenó la cazuela y volvió al campamento.

—¿Qué tenemos para cenar? —preguntó sin poder disimular su apetito.

—Sopa y unas croquetas que ha preparado Timy —respondió Peggy.

Todos lanzaron exclamaciones de entusiasmo.

Mike abrió un bote de tomate, mientras se alegraba de que Timy se hubiera acordado de ponerles en los paquetes un abrelatas. Vació la lata en la sartén y puso ésta en el fuego.

—¿Enciendo otro fuego para la sopa? —preguntó.

—No, no hace falta —respondió Peggy—. Corta el pan si quieres.

Pronto estuvo hecha la sopa. Peggy envió a Jack a la cueva, en busca de platos y cubiertos. Distribuidos éstos, repartió la sopa en partes iguales y dio a cada uno un buen trozo de pan. El fuego chispeaba alegremente y el humo subía con lentitud hacia el cielo iluminado por la luna.

—¡Está estupenda! —dijo Mike mientras se llevaba a la boca una cucharada de sopa—. ¡Ojalá no se acabara nunca!

—¡Acabarías por no querer ver la sopa ni en pintura! —dijo Jack.

Todos se echaron a reír. Después de la sopa, saborearon las deliciosas croquetas preparadas por Timy, con salsa de tomate. Fue una cena alegre y suculenta. Nadie quería irse a dormir, pero pronto los venció el sueño.

—Me voy a quedar dormida aunque no me acueste —dijo Nora, bostezando—. ¡Qué cena tan estupenda! ¡Hala! ¡Vamos a hacer las camas! Mañana limpiaremos los cacharros.

Los cinco niños tendieron sus mantas en la blanda hierba y se echaron sobre ellas vestidos. Segundos después, todos dormían profundamente. Sus sueños giraron en torno a lo que podrían hacer cuando saliera el sol del nuevo día.