CAPÍTULO XVII

EL RESCATE DE LOS PRISIONEROS

Todos acordaron rescatar a Mike y a Paul aquella misma noche utilizando el pasadizo secreto. Confiaban en que la puerta secreta del pasadizo, que daba a la torre del caserón, no estaría atascada debido a los muchos años que llevaba sin funcionar.

—Jack y yo iremos por el pasadizo a la torre del caserón —dijo Jorge—. Allí debe de haber una escalera de hierro como la de esta torre, y supongo que llegará hasta la habitación más alta y desembocará en la chimenea.

—Tenemos que planearlo todo a la perfección —dijo Timy—. Mientras Jorge y Jack van a rescatar a los chicos y los traen, las niñas y yo prepararemos una buena cantidad de comida y la llevaremos al bote de Jorge. Luego esperaremos a que volváis.

—Desde luego, necesitaremos mucha comida en nuestra isla secreta —dijo Nora—. Hay algunos frutos silvestres, pero nada más. Claro que también podemos pescar y cazar algún conejo, como hicimos la vez anterior.

—Sólo tendréis que estar uno o dos días en la isla, hasta que averigüemos más cosas sobre el príncipe y encontremos alguien que se haga cargo de él durante el tiempo que haya de pasar fuera de su país —dijo Timy—. Yo me quedaré aquí y Jorge me hará compañía. Así podré enfrentarme con esos individuos del caserón. Sólo les diré que os habéis marchado.

—Vamos ya a preparar la comida que tenemos que llevarnos, Timy —dijo Peggy—. Sólo necesitamos comida; nada de sartenes, cazuelas ni cubiertos. Tenemos la mar de cacharros de cocina bien guardados en nuestra isla secreta. Los dejamos allí por si algún día queríamos volver.

Las niñas y Timy procedieron en seguida a reunir las provisiones. Sacaron de la despensa carne, huevos, latas de conservas de todas clases, fruta, patatas y dos cajas, una de bizcochos y otra de galletas. Pusieron también una botella de limonada y otra de gaseosa. Nora añadió la leche y Peggy la sal y el azúcar.

Lo metieron todo en un gran cajón, y Jorge lo llevó al bote. Jack transportó dos cajas más pequeñas, y Timy, varias mantas por si tenía frío.

—Creo que está todo —dijo Timy—. Poneos los abrigos por la noche, pues empiezan a ser frescas. ¡Dios mío, qué agitación! ¡Ya tengo bastantes años, y nunca me he visto en un caso como éste!

—Timy, nos encantaría que vinieses con nosotros a nuestra maravillosa isla secreta —dijo Peggy—. Estamos seguros de que te gustaría. Te sentirás muy sola sin nosotros, ¿verdad?

—Sí, muy sola —admitió Timy—. Pero me consuela pensar que volveréis pronto. En fin, lo importante es que vais a salvar a Mike. Me inquieta pensar que está encerrado en esa torre.

La noche no tardó en llegar. Habían acordado que Jorge y Jack iniciarían a las once y media la operación de rescatar a los prisioneros. Jorge ya había telefoneado a su hermano desde el pueblo para que tuviese preparado el coche. ¡Era un hombre que pensaba en todo!

—Bueno, ya es la hora —dijo Jorge, consultando su gran reloj de bolsillo—. Señorita, ya puede irse al bote con las niñas. Pronto estaremos de vuelta con los chicos. Llegaremos aquí por el pasadizo, en seguida bajaremos a la playa y partiremos inmediatamente.

—Buena suerte, Jorge y Jack —dijo Nora.

Timy y las chicas subieron a la torre con ellos y los vieron entrar en la chimenea. Durante unos momentos estuvieron oyendo voces que se alejaban cada vez más. Al fin, el silencio fue absoluto.

—Nos llevaremos el abrigo de Mike y otro para el príncipe Paul —dijo Timy—. Luego bajaremos a la playa y esperaremos en el bote a Jorge y a los chicos. Os voy a dar un vaso de café con leche y unas galletas. Estáis temblando.

—Los nervios. No es que tenga frío —dijo Nora. Pero se bebió muy a gusto un buen vaso de leche caliente.

—¿Qué harán en este momento Jorge y Jack? —preguntó Peggy—. Quizás hayan llegado ya a la torre.

Jorge y Jack seguían avanzando. Con las linternas en la boca habían bajado la escalera de hierro. Luego atravesaron la reducida cámara subterránea y, por el estrecho pasadizo, continuaron su camino hacia el viejo caserón.

Cuando llegaron al punto donde habían tenido que trabajar con pico y pala para despejar el camino, Jorge enfocó el techo con su linterna.

—Al parecer, habrá un nuevo desprendimiento de un momento a otro —dijo—. Dios quiera que ocurra cuando ya hayamos salido de aquí.

—Sí —dijo Jack—. Sería horrible que quedásemos atrapados en el pasadizo. Precisamente ahora están cayendo trocitos de roca sobre mi cabeza.

—Bueno, sea lo que Dios quiera —dijo Jorge—. ¡Adelante!

Reanudaron la marcha y llegaron a un punto donde el pasadizo se estrechaba y mostraba a un lado la boca de un nuevo túnel.

—Ese camino subterráneo conduce al pasadizo que une la cueva de la playa con el viejo caserón —dijo Jack—. Es una lástima que esté obstruido, Jorge. De lo contrario, lo habríamos utilizado después para ir directamente al bote.

Habían visto este túnel por la tarde, después de despejar el pasadizo, se habían internado en él y habían observado que estaba obstruido por unas rocas desprendidas del techo. No habían intentado despejarlo porque Jorge creyó que ganarían tiempo utilizando el pasadizo que enlazaba las dos torres, o sea volviendo a «La Mirona» y bajando después a la playa por el camino del acantilado.

Pronto llegaron a la escalerilla de hierro que subía por el interior de la pared de la torre. Tras una silenciosa ascensión, se encontraron en una reducida cámara situada detrás de la chimenea de la habitación de los cautivos y cuyas paredes eran de piedra.

—Busca una anilla de hierro —susurró Jorge—. Ya verás como la encuentras. Entonces pasaremos la cuerda por la anilla, tiraremos con todas nuestras fuerzas y no me cabe duda de que abriremos la salida del pasadizo, del mismo modo que abrimos la entrada.

Encendieron las linternas y buscaron la anilla. Jack la encontró. Ataron a ella la cuerda y empezaron a dar fuertes tirones. Al fin, la piedra de la que sobresalía la argolla produjo un chirrido y se abrió, dejando al descubierto el interior de la chimenea.

Desde la habitación llegó a ellos un rumor de voces. Jorge y Jack aguzaron el oído. Era Boroni el que hablaba.

—Mañana, al amanecer, saldrás de aquí conmigo, Paul —decía—. A Mike lo dejaremos en esta habitación unos cuantos días para que aprenda a no meter las narices donde no le importa. Ana vendrá la semana próxima a hacer la limpieza y entonces lo pondrá en libertad.

—¿Adónde se llevan a Paul? —preguntó Mike.

—¡Qué niño tan curioso! —dijo el señor Boroni con una sonrisa de burla.

—¡No hay derecho a que tenga prisionero a este niño, señor Boroni! ¡Recibirá usted el castigo que merece!

¡Como no te calles, serás tú el que recibirá su merecido! —le amenazó el señor Boroni—. ¡Ahora, los dos a la cama! Tú, Paul, no te desnudes. Así estarás preparado cuando vengamos a buscarte apenas amanezca.

Jorge y Jack oyeron perfectamente el ruido de una puerta al cerrarse, y después el de una llave que giraba en la cerradura y el que producían varios cerrojos al correrse. Finalmente percibieron el sonido de unos pasos que se alejaban, escaleras abajo.

—Espera un momento: puede ocurrírsele volver —susurró Jorge al ver que Jack se disponía a avanzar.

Esperaron unos minutos. Oyeron a Mike, que consolaba a Paul. Jack estaba indignado con el señor Boroni. ¡Cómo le gustaría que le diesen su merecido!

—Ahora —murmuró Jorge, de pronto.

Y los dos pasaron por la abertura y entraron en la chimenea. Con sumo cuidado, empezaron a bajar los estrechos escalones.

Mike y Paul oyeron el ruido que hacían y se miraron sorprendidos.

—¿Qué ruido es ése, Mike? —preguntó Paul.

—Debe de ser que un pájaro se ha metido en la chimenea.

—¡Oye, a mí no me llamas pájaro! —bromeó Jack desde el cañón de la chimenea.

Paul se llevó tal susto, que cayó sentado. Mike, no menos impresionado, corrió a la chimenea, miró hacia arriba y recibió en plena cara una lluvia de hollín.

—¡Jack! ¿Cómo diantre has llegado hasta aquí? —le preguntó Mike—. ¿Vienen las niñas contigo?

—No. Sólo me acompaña Jorge —dijo Jack, entrando en la habitación—. ¡Baja, Jorge!

Paul se levantó. Estaba pasmado al ver aquellas figuras de cara negra que se acercaban a él. Luego avanzó cortésmente hacia ellos y les estrechó la mano.

—Ya os lo contaremos todo después —dijo Jorge—. Ahora no perdamos tiempo. Dentro de unas horas amanecerá, y vendrá el señor Boroni para llevarse a Paul. Tenemos el tiempo justo para huir. Seguidnos. Este pasadizo secreto que hemos descubierto conduce directamente a «La Mirona».

—Las niñas y Timy nos esperan con una montaña de comida en el bote de Jorge —dijo Jack atropelladamente a Mike—. Nos ocultaremos en la isla secreta. ¿Verdad que es una idea magnífica?

Paul estaba enterado de que existía la isla secreta, porque Mike le había contado las aventuras que él y su grupo habían corrido en ella. Su pálido rostro estaba resplandeciente de alegría. Se apoderó de la mano de Mike y la estrechó con fuerza.

—¡Vamos! ¡De prisa! —dijo Jack.

Jorge guió al príncipe, y Mike siguió a Jack. Todos desaparecieron en el interior de la chimenea, en cuyo suelo dejaron una capa de hollín.

Bajaron por la escalera de hierro. Paul no podía disimular su inquietud: no estaba acostumbrado a las aventuras. Tomaron el pasadizo secreto y avanzaron en fila india.

Jorge, que iba delante, se detuvo de pronto. Los seguidores chocaron con él.

—¿Qué pasa, Jorge? —preguntó Jack.

—¡Lo que me temía! —gruñó Jorge—. El techo se ha desplomado, y esta vez no podemos quitar los escombros. Estamos atrapados.

Jack se acercó a Jorge y miró en silencio el montón de rocas y tierra. Sí, estaban atrapados. ¿Qué podían hacer?