EL OTRO PASADIZO SECRETO
Irrumpieron en el cuarto de Jack, el más alto de la torre. Peggy iba delante, miró en torno de ella y exclamó:
—¡Qué tontos somos! Esta habitación no tiene chimenea.
—¡Pues es verdad! —dijo Jack, desalentado—. No comprendo cómo lo he podido olvidar. Sin embargo, en el plano se ve claramente que el pasadizo empieza en el interior de una chimenea.
—¡Nuestra habitación sí que tiene chimenea! —gritó Nora de pronto—. ¡Allí encontraremos el pasadizo!
Todos bajaron corriendo al dormitorio de las niñas, donde había una gran chimenea de piedra. Jack la examinó. Luego dijo:
—Dadme un taburete. Así podré buscar a más altura.
Mientras las niñas esperaban impacientes, Jack subió en el taburete y empezó a inspeccionar el interior de la chimenea. En uno de los lados de la campana había una estrecha escalerilla. Jack bajó del taburete, asomó la cara llena de tiznajos y comunicó a Timy su descubrimiento.
—No me extraña, Jack —respondió—. Tiempo atrás, la limpieza de las chimeneas la hacían niños pequeños, a los que se facilitaba la subida construyendo esos estrechos escalones. ¿Puedes subir tú, Jack?
Jack empezó a subir. Los diminutos peldaños conducían a una extraña abertura. Apenas la vio, Jack tuvo el convencimiento de que en ella estaba la entrada del pasadizo secreto.
En aquel punto las piedras alternaban con los ladrillos.
Jack los fue empujando uno por uno, con la esperanza de que diesen y dejasen al descubierto la puerta del pasadizo. Pero ninguno de los ladrillos se movió.
Sin embargo, al apoyarse en una piedra que sobresalía, ésta cedió, emitiendo un sonoro «clic». Jack la enfocó con su linterna y vio un agujero en la pared. Introdujo la mano y tocó una argolla de hierro.
—¡He encontrado la entrada! —gritó.
Tiró de la argolla con todas sus fuerzas, y la piedra a la que estaba sujeta se movió un poco. Jack tiró de nuevo, pero esta vez no consiguió que la piedra hiciera movimiento alguno.
Bajó los escalones y salió de la chimenea. Las niñas gritaron horrorizadas al ver su cara, sus manos y sus ropas cubiertas de hollín. Jack sonrió y sus dientes brillaron entre tanta negrura.
—Timy, hay que ir en busca de Jorge para que nos ayude —dijo Jack—. Hace muchos años que no se ha utilizado el pasadizo, y la piedra que lo cierra no cede. Esta piedra tiene una argolla, a la que se puede atar una cuerda. De todo esto se encargará Jorge, que es un hombre fuerte. Tirando de la cuerda, apartaremos la piedra y podremos entrar en el pasadizo.
—Jorge tenía que venir esta tarde a arreglar el jardín —dijo Timy, entusiasmada—. Nos será fácil traerlo. Pero tú no puedes ir a buscarlo con ese aspecto de carbonero.
Pero Jack ya se había marchado. Bajó corriendo la escalera y salió de la casa. Jorge estaba muy ocupado, con la azada en las manos, cogiendo las patatas. Jack corrió hacia él gritando:
—¡Jorge! ¡Jorge! ¡Ven! ¡De prisa!
Jorge miró atónito a la extraña criatura, negra y sonriente, que avanzaba hacia él. Tal fue su sorpresa, que se le cayó la azada de las manos. Tardó un buen rato en reconocer a Jack.
Gesticulando desaforadamente y hablando a toda velocidad, Jack explicó a Jorge todo lo ocurrido y se lo llevó a la torre.
—¿Ha traído la cuerda? —preguntó Nora a Jack.
Jorge siempre llevaba una cuerda alrededor de su cintura. Miró a las dos niñas y a Timy, y preguntó:
—¿Dónde está Mike?
—¿Es que no tienes oídos? —le preguntó Jack, molesto—. Te lo he dicho hace un momento.
—Bueno, no está de más que se lo explique yo —dijo Timy, viendo que Jorge empezaba a pensar que todos se habían vuelto locos.
Timy le refirió brevemente todo lo ocurrido. Jorge se mostró un tanto indiferente cuando Timy le contó las aventuras de los niños, pero sus ojos centellearon de alegría al oír que debía entrar en la chimenea y atar la cuerda a la argolla.
—¡Estoy deseando salvar a Mike! —exclamó.
Se quitó de la cintura la cuerda, que era muy larga y fuerte. Luego se introdujo en la chimenea con la linterna de Jack. Éste intentó subir tras él, pero lo hizo con tal apresuramiento, que su cabeza chocó con las botas de Jorge. Jack se cayó, y toda su cara, incluso los ojos, quedó cubierta de una máscara de hollín.
Jorge encontró la argolla en la pequeña abertura y ató a ella la cuerda. Luego bajó por los estrechos escalones y asió el otro extremo de la cuerda.
—¡Ahora, todos a tirar! —dijo alegremente.
Todos tiraron a la vez y la cuerda se aflojó. Evidentemente se había movido la piedra, dejando al descubierto la entrada del pasadizo. Jorge subió a comprobarlo y los que estaban abajo oyeron este grito:
—¡Aquí está el pasadizo secreto! ¡Subid todos!
Timy estaba horrorizada al pensar que se pondría como un carbonero si entraba en la chimenea, pues así se ponían todos; pero la curiosidad, el deseo de ver el pasadizo, fue más fuerte que el temor de mancharse, y entró.
Jorge había penetrado ya por la abertura que había dejado la piedra de la argolla al funcionar como una puerta.
Siguió adelante por un pasillo tan estrecho que tuvo que colocarse de lado para poder avanzar. De pronto sus pies llegaron al borde de una especie de pozo, donde vio que había una escalerilla de hierro, que descendía hasta desaparecer en la oscuridad. Jorge gritó a los niños:
—¡Aquí hay una escalera que va hacia abajo! La pared de la torre debe de ser doble en esta parte. Por eso está aquí el pasadizo. En las demás partes, el muro es macizo.
Todos fueron bajando por la escala de hierro. Tenían que llevar las linternas en la boca, pues necesitaban las manos para sujetarse. Timy no tenía linterna. Por eso decidió quedarse allí hasta que volviesen.
La escalera bajaba por el interior de la pared hasta el pie de la torre, donde había una pequeña cámara. En ella vieron los niños un barco en miniatura y varios libros viejos.
—Aquí debía de venir a jugar el abuelo de Timy cuando era niño —dijo Jack—. Esos juguetes lo demuestran.
Desde aquella cámara que olía a humedad arrancaba un estrecho pasadizo que penetraba en la colina.
—Este pasadizo no está a demasiada profundidad —dijo Jorge, que iba delante de todos—. Ese rayo de luz lo prueba.
En el techo había un orificio por el que penetraba la luz del día.
—Estoy seguro de que ese boquete lo ha hecho un conejo. ¡Qué susto se llevaría cuando vio que no podía seguir excavando y cayó al fondo de este pasadizo!
—El caso es que por ese agujero entra el aire —dijo Jorge—. De modo que gracias a ese conejo podemos respirar mejor.
Siguieron avanzando por el pasadizo. De pronto, Jorge se detuvo.
—¿Qué pasa, Jorge? —le preguntó Jack—. ¿Por qué te has parado?
—Ha habido un desprendimiento y el paso está obstruido —respondió Jorge—. Tenemos que volver en busca de picos y palas para quitar esta tierra. Sólo así podremos seguir adelante. El pasadizo debe de continuar hasta la torre del caserón. Veréis como allí encontramos otra escalera de hierro que sube hasta la torre.
Los niños y Jorge volvieron atrás, llegaron a la escalerilla de hierro y subieron por ella. Timy, lavada y peinada, los esperaba en la habitación de las niñas.
Le explicaron por qué habían vuelto, y Jack fue al cuarto de las herramientas, donde cogió picos y palas. Luego se dirigió a la cocina, donde se comió unos cuantos bizcochos.
—Pronto rescataremos a Mike y a Paul —dijo Peggy.
—Ahora despejaremos el pasadizo y esta noche iremos por los muchachos —dijo Jorge—. Yendo de noche correremos menos peligro de que nos oigan, y como estarán durmiendo, les sacaremos varias horas de ventaja.
—Es verdad, Jorge —dijo Timy, ya tan entusiasmada como los niños.
Jorge y Jack se fueron a sacar la tierra del pasadizo, a fin de que estuviera transitable aquella noche. Las niñas, después de lavarse, se entretuvieron echando una ojeada al emocionante diario donde habían encontrado la pista que buscaban.
Al cabo de una hora, volvieron Jack y Jorge. Exhaustos, sucios, cubiertos de tierra, sedientos… Timy los envió a tomar un baño y a cambiarse la ropa; Jorge hubo de ponerse unos pantalones y un jersey de Mike, con lo que su aspecto no podía ser más cómico. Después disfrutaron todos juntos de las delicias de una merienda bien ganada.
—Esto se pone cada vez más emocionante —dijo Peggy, untando el pan con la sabrosa mantequilla casera elaborada por Timy—. Estoy a punto de estallar de emoción. Si Mike supiese lo que estamos haciendo por él.
—Pronto lo sabrá —dijo Jack con la boca llena.
—Los extraños habitantes del viejo caserón se pondrán furiosos cuando vean que Mike y el príncipe han desaparecido —dijo Jorge gravemente—. Lo mejor será que os vayáis todos de aquí, llevándoos a Paul, mientras la señorita llama a la policía para explicarle lo que pasa.
—¿Que nos vayamos de aquí? —dijo Jack—. ¿Dónde podríamos estar a salvo?
Apenas terminó de hacer la pregunta, tanto a él como a las niñas se les ocurrió una idea magnífica.
—¡En nuestra isla secreta estaremos a salvo! —exclamó Jack—. No está lejos de aquí.
—¡Nuestra isla secreta! —exclamaron las niñas.
—¿Dónde está eso? —preguntó Jorge, sorprendido.
—En el lago Salvaje, a unos sesenta kilómetros de aquí —repuso Jack—. Pasamos una temporada en esa isla una vez que tuvimos que escondernos. Es un sitio estupendo para que viva el príncipe hasta que esté libre de sus enemigos.
—Me parece muy bien —dijo Jorge—. Os llevaré en mi barca hasta Longris, donde vive un hermano mío que tiene coche, y él se encargará de dejaros en el lago Salvaje.
—¡Qué contento se pondrá Mike! —exclamó Nora—. ¡Oh, qué feliz soy!
Y la niña empezó a bailar, dando vueltas por la habitación, y así estuvo hasta que Timy, mareada, le pidió que se detuviera.