¿DÓNDE ESTÁ LA PUERTA SECRETA?
A la mañana siguiente, Jack se asomó a la ventana para observar la torre del viejo caserón, y vio que el señor Boroni había cumplido su palabra: la ventana de los prisioneros estaba tapiada. De modo que no podría enviar mensajes a Mike y al príncipe, y tampoco a los cautivos les sería posible comunicarse con ellos.
Esto no le gustó a Jack. Se había hecho la ilusión de que el señor Boroni se olvidara de su amenaza. Cuando vio la ventana tapiada se le cayó el alma a los pies.
Durante el desayuno, los niños guardaron un sombrío silencio. Nora no pudo reprimir una lágrima al mirar la silla de Mike y verla vacía. Timy, en cambio, estaba muy animada y dio a la niña unas palmaditas en la espalda mientras le decía:
—No te preocupes. Tengo tanto interés como vosotros en rescatar a Mike y a Paul, y veréis como lo conseguimos.
Ni Jack ni las niñas comieron con apetito, a pesar de que Timy les había preparado unos huevos revueltos que otras veces habían acogido con entusiasmo. Nora estaba impaciente; quería rescatar a Paul y Mike en seguida. Apenas dejó a Timy recoger la mesa después del desayuno.
—Vamos ya a ver si descubrimos el pasadizo —la apremió—. Deja los platos y las tazas, Timy. Después los lavaremos.
Timy lo dejó todo como estaba y subió con los niños a la habitación de Jack. Apenas llegaron, empezaron a tantear las grandes losas en busca de la entrada del pasadizo.
Empezaron a dudar de que entre aquellas enormes losas hubiera una entrada secreta. Las golpearon y empujaron todas. Se subieron a una silla para tantear las más altas, y ninguna se movió, ninguna dejó al descubierto la entrada de un paso secreto.
A las once suspendieron la busca. Estaban rendidos. Al ver la cara pálida de Nora, Timy dijo:
—Voy por unos bizcochos y un jarro de limonada. Necesitamos descansar un rato.
Se fue escaleras abajo. Peggy la siguió para ayudarla. Nora se sentó en la cama de Jack. Estaba abatida.
—¡Anímate, Nora! —le dijo Jack.
—Estoy segura de que en esta habitación no está la entrada secreta al pasadizo —dijo Nora amargamente.
—Lo mismo creo yo —dijo Jack—. ¿Y si todo fuese una leyenda y no existiera ese pasadizo?
—¡Qué cosas dices, Jack! —exclamó Nora—. ¡Me quitas las pocas esperanzas que me quedan!
Jack se sentó y estuvo pensativo unos instantes. De pronto dijo:
—Me pregunto si Timy tendrá por casualidad algún mapa o alguna obra sobre las Cuevas de Spiggy en ese arcón lleno de libracos que hay abajo. Si lo tiene, quizá nos diera una pista para encontrar el pasadizo.
En este momento entró Timy en la habitación con una gran jarra de limonada. Peggy apareció tras ella con una bandeja de bizcochos de chocolate. Todos se animaron al ver la bandeja y la jarra.
—Oye, Timy: supongo que no tendrás ningún plano ni ningún libro sobre las Cuevas de Spiggy, ¿verdad? —preguntó Jack, mientras se llevaba a la boca un bizcocho.
—¡Claro que los tengo! —exclamó—. ¡Ahora comprendo que es lo primero en que debí pensar! Conservo tres o cuatro viejos libros de mi abuelo. Creo que tienen gran valor. Están en ese arcón que habréis visto en la planta baja.
Jack se tragó casi entero el bizcocho, tal fue su alegría.
—¡Vamos por ellos! —dijo, poniéndose en pie.
—Primero terminad con los bizcochos y la limonada —dijo Timy—. Después iremos por los libros.
En un abrir y cerrar de ojos, los niños se comieron los bizcochos y dieron fin a la limonada. Un minuto después estaban todos en el oscuro despacho de Timy, que abrió el viejo arcón de los libros, bajo las miradas atentas de Jack y de las dos niñas.
Timy sacó varios volúmenes de la parte de arriba, introdujo la mano y extrajo del fondo otros, ya viejos y protegidos por un forro de papel amarillento.
—¡Aquí están! —exclamó Timy—. Éste se titula Las Cuevas de Spiggy y es un relato de los antiguos contrabandistas. Este otro, titulado Leyendas de contrabandistas, menciona varias veces las Cuevas de Spiggy. Y hay dos más: un viejo libro de cocina y el diario de mi abuelo.
Los niños se precipitaron sobre los libros. Nora y Peggy hojearon rápidamente Las Cuevas de Spiggy, y Jack echó un vistazo a la obra Leyendas de contrabandistas.
—¡Mirad! ¡Mirad! —exclamó Peggy de pronto—. ¡Aquí hay un plano del pasadizo que ya conocemos!
Todos se agruparon en torno de ella y fijaron la vista en el libro. Peggy lo dejó sobre la mesa y señaló un grabado. Era un mapa en el que se veían «La Mirona», el caserón y el acantilado. También aparecía, perfectamente dibujado, el pasadizo que enlazaba la cueva con el viejo caserón, corriendo por debajo del acantilado y desembocando en la bodega.
—Pero no hay ningún pasadizo entre las dos casas —dijo Jack, desilusionado.
Así era. En el mapa no había más pasadizo secreto que el que ya conocían. Nora pasó rápidamente las páginas del libro en busca de otro mapa, pero no había ninguno más.
Los otros dos libros les causaron dos nuevas desilusiones. Peggy, que era una lectora excelente, hojeó los textos con rapidez y no encontró la menor alusión al supuesto pasadizo que unía las dos torres.
—Por lo visto, ese pasadizo no ha existido nunca —dijo Nora, cerrando el libro desalentada.
—Estoy segura de que existe —afirmó Timy, extrañada de no haberlo encontrado—. Mi abuelo me lo contó en secreto. Lo recuerdo perfectamente. Quizá diga algo en su diario. La tinta ha perdido el color y era tan difícil leerlo, que no pasé de las primeras páginas. En ellas hablaba de cuando era todavía un niño.
—Déjamelo, Timy —dijo Jack—. Me lo llevaré a mi habitación y trataré de leerlo. Creo que con ayuda de la lupa, lo conseguiré.
Timy entregó a Jack el diario, y el muchacho se fue con él a su habitación. Las dos niñas se quedaron mirando a Timy.
—¿Y nosotras qué hacemos? —preguntó Nora—. No estando Mike, ni siquiera para bañarme tengo humor.
—¿Sabéis lo que podéis hacer? Ayudarme a fregar los platos del desayuno, a hacer las camas y a preparar la comida —dijo Timy—. Trabajando os distraeréis.
—No lo creo —respondió Nora.
Pero Timy tenía razón. Las dos niñas se sintieron mucho mejor cuando llevaban un rato dedicadas a las tareas caseras.
Llegó la hora de comer. Peggy subió a la habitación de Jack y lo encontró sentado en un rincón, con la lupa en la mano y tratando de descifrar la diminuta y casi desvanecida escritura del abuelo de Timy.
—Es hora de comer —le dijo Peggy—. ¿Has encontrado algo interesante, Jack?
—No —respondió el muchacho—. Todo lo que he leído hasta ahora se refiere a la busca de nidos de pájaros, a la pesca, a las excursiones en bote y otras cosas parecidas. Debía de ser un chico muy alegre. Le encantaba gastar bromas. Cuenta que una vez le puso a su tía un sapo en la cama. La pobre despertó a toda la casa con sus gritos,
—¡Es el colmo! —exclamó Peggy—. ¡Y pobre sapo! Pudo morir aplastado. ¿Qué más dice?
—¡Oh, muchas cosas! Dile a Timy que bajaré a comer en seguida. Quiero terminar estas páginas.
Peggy bajó con el recado, y Timy y las dos niñas empezaron a comer sin esperar a Jack. Estaban a media comida, cuando oyeron un grito ensordecedor, al que siguió el ruido que producía Jack al bajar como un rayo la escalera. De pronto, la puerta de la cocina se abrió violentamente. Las niñas se llevaron un tremendo susto. Timy se puso en pie de un salto.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¡Ya lo he encontrado! ¡Ya lo he encontrado! —exclamó Jack bailando por toda la cocina como un payaso—. ¡Aquí está! ¡Este mapa es estupendo!
Las niñas empezaron a vociferar como locas. Timy volvió a sentarse. No sabía qué hacer. No estaba acostumbrada a las aventuras.
—¡Enséñanos ese mapa, Jack! —gritó Nora.
De un manotazo apartó su plato y su vaso, y Jack puso el cuaderno sobre la mesa.
—Escuchad —dijo—. Ved lo que escribió en su diario el abuelo de Timy el tres de junio de hace exactamente cien años. «Hoy ha sido el día más emocionante de mi vida. Al fin he encontrado el pasadizo secreto que va desde esta casa a la torre del viejo caserón. Una gaviota ha caído en la chimenea de mi habitación, y cuando he ido a sacarla para ponerla en libertad, he apretado sin querer una gran piedra. Ésta se ha corrido y ha dejado al descubierto la boca de un pasadizo que baja por el interior del muro de la torre…».
—¡Oh! —exclamó Nora—. ¡Ya sabemos dónde está!
—No interrumpas —dijo Peggy, pálida de emoción—. Continúa, Jack.
—El abuelo de Timy explica que entró en el pasadizo y, al recorrerlo, vio que bajaba por el interior del muro de la torre, atravesaba el suelo y entonces se convertía en paso subterráneo que avanzaba por debajo de la colina hasta llegar al viejo caserón. Allí se encontraba con el pasadizo que ya conocemos y luego subía por la gruesa pared de la torre para desembocar en la habitación más alta.
Jack estaba tan emocionado, que apenas podía hablar. No obstante, prosiguió:
—Aquí hay un plano, un simple esquema, que él mismo dibujó después de recorrer el pasadizo. Y en el diario dice que no habló de esto a nadie, por el temor de que su padre se enterase y mandara taparlo.
Todas se amontonaron alrededor de Jack para ver el plano. Los trazos eran tan débiles, que ni con la lupa se veía claramente el pasadizo, pero los niños miraban con tanta atención que pudieron seguir su recorrido sobre el papel.
—Estaba segura —dijo Timy—. Ya os dije que no me cabía duda de que existía ese pasadizo.
—¡Vamos a buscarlo ahora mismo! —dijo Nora—. ¡Vamos! ¡Daos prisa!
Todos subieron corriendo la escalera. ¡Había que encontrar a toda costa la piedra corrediza de la chimenea!