UN PLAN PARA RESCATAR A PAUL
Jack empezó a contar a Mike y sus hermanas la aventura de que había sido protagonista aquella noche. Los tres lo escuchaban en silencio. Y cuando llegó al momento en que hubo de detenerse en la cueva y vio que no podía salir porque la marea había subido, Nora le apretó la mano con fuerza.
—Nunca volverás a ir solo a ninguna parte —le dijo—. Imagínate que te hubieran atrapado. No habríamos sabido adónde ir a buscarte. De ahora en adelante iremos siempre todos, sea a donde sea.
—Bueno, ya veremos —dijo Jack—. A veces no conviene ir en grupo. Uno solo es más difícil de descubrir que cuatro juntos.
—Pues yo opino como Nora —dijo Mike—. Creo que debemos ir por lo menos de dos en dos. Desde luego, lo has pasado muy mal. Bueno, ¿qué hacemos?
—¡Irnos a la cama! —respondió Jack en el acto—. Tengo tanto sueño, que apenas puedo abrir los ojos. Mañana decidiremos lo que podemos hacer.
Las niñas bajaron a su habitación. Jack y Mike se echaron en sus camas y pronto se quedaron dormidos. Al día siguiente, Timy tuvo que despertarlos. No era la primera vez que lo hacía.
—¡Sois unos perezosos! —exclamó—. ¡Se os va a enfriar el desayuno!
Los niños se vistieron y bajaron a toda prisa al comedor. Hacía un día espléndido y deseaban ir cuanto antes a la playa para bañarse.
—No os metáis en el agua hasta dentro de dos horas —les dijo Timy—. Ya sabéis que es malo bañarse después de las comidas. Jack, en ti confío para que nadie se bañe antes de tiempo.
—Jack es nuestro capitán, Timy —dijo Nora—. Siempre hacemos lo que él dice.
Bajaron los cuatro a la playa con una gran bolsa de melocotones. Se sentaron en una soleada roca y empezaron a conversar en espera de que llegara la hora del baño.
—Hemos elegido un buen sitio, pues es importante que nadie nos oiga —dijo Jack, mirando en todas direcciones—. Ahora que el señor Boroni sabe que uno de nosotros está enterado de que tienen prisionero al príncipe y de que existe el pasadizo secreto, tendremos que llevar mucho cuidado. Creo que Nora tiene razón: debemos estar siempre juntos. Para el señor Boroni y su amigo Luis sería una satisfacción atrapar a cualquiera de nosotros y encerrarlo.
—Bueno, hablemos del rescate del príncipe —dijo Nora, que deseaba ponerlo en libertad cuanto antes—. Yo creo que podríamos llevarle la escala esta noche, Jack. Siendo amigo de los perros como eres, no habría ninguna dificultad.
—Es que no sé si los perros verán también en ti a una amiga —dijo Jack, en un tono de duda—. En fin, podemos probarlo… No, se me ocurre algo mejor. Mike vendrá conmigo, y vosotras nos esperaréis en casa. Antes enviaremos un aviso a Paul por el sistema de las grandes letras. Así podrá prepararse para esta noche.
Para las dos niñas fue una decepción tener que quedarse en casa mientras Jack y Mike gozaban de las emociones de la aventura; pero no protestaron, pues reconocían que si entraban los cuatro en el jardín del caserón, los perros armarían tal alboroto, que pronto los descubriría el señor Boroni. Sí, era preferible que fuesen solos los chicos.
—Nos procuraremos un buen hueso —dijo Mike—. Tú entras primero y calmas a los perros. Luego los traes adonde esté yo y les haces comprender que también soy amigo de ellos.
Todo decidido. Aquella misma noche se rescataría a Paul. ¡Qué emocionante! Los cuatro niños estaban tan entusiasmados, que no podían pensar en otra cosa. Se bañaron, se comieron los melocotones y construyeron un gran castillo de arena.
Luego volvieron a casa, pues el mar estaba subiendo y las olas eran muy fuertes. Además, tenían que transmitir el mensaje de aviso al príncipe Paul. Apenas llegaron, empezaron la transmisión.
El príncipe estaba asomado a su ventana y no apartaba la vista de la torre de «La Mirona». Cuando los vio aparecer agitó los brazos en un arranque de alegría. Y entonces fue cuando Jack empezó a mostrarle las letras. Después de cada palabra, Paul les decía por señas que la había leído.
«Esta noche te llevaremos la escala y te ayudaremos a huir», decía el mensaje.
El príncipe formó cuatro letras con las manos: «Bien». Jack miraba con los prismáticos, y pudo captar la respuesta. Y para que no hubiera duda, el prisionero movía afirmativamente la cabeza.
«¡Ánimo!», le dijo Jack, letra por letra.
Paul movió de nuevo los brazos y, de pronto, desapareció de la ventana. Jack hizo lo mismo, a la vez que apartaba a sus compañeros.
—Alguien debe de haber entrado en la habitación del príncipe —dijo Jack—. Se ha retirado repentinamente de la ventana. No cabe duda, pues acaba de asomarse el señor Boroni. No, señor Boroni, no nos verá; somos más listos que usted.
Mike y las niñas se echaron a reír. Timy los llamó. Era la hora de comer. Los cuatro niños bajaron corriendo la escalera. Pero en seguida la tuvieron que volver a subir: tanta era su emoción, que se habían olvidado de lavarse las manos.
—Perdónanos, Timy —dijeron después—. Estábamos haciendo algo tan divertido, que se nos ha ido el santo al cielo.
—¿Divertido? ¿Qué era? —preguntó Timy llenándoles de sopa los platos hasta los bordes.
—Es un secreto —repuso Jack—, un gran secreto. Te gustaría que te lo contáramos todo, ¿verdad?
—Sí, me gustaría mucho —dijo Timy—. Menos mal que no tardaréis en contármelo.
Los niños se echaron a reír. Efectivamente, muy pronto tendrían que revelarle a Timy su gran secreto.
Pasaron el resto del día paseando y pescando en el bote de Jorge. Consiguieron pescar unos cuantos peces y Timy les dijo que los prepararía para la cena.
—Eres una cocinera estupenda, Timy —dijo Mike, dándole un abrazo—. Oye: ¿tienes algún hueso? Necesitamos dos para esta noche.
—¿Dos huesos para esta noche? ¿Qué misterio es ése? —preguntó Timy, muy sorprendida—. ¿Tenéis algún perro hambriento encerrado en vuestra habitación?
—No —respondió Jack, riendo a carcajadas—. Los huesos forman parte de nuestro secreto, Timy. No te puedo decir más.
—Comprendo —dijo Timy—: queréis guardar vuestro secreto. No tengo ningún interés en sonsacaros. En la despensa hay huesos. Podéis ir por ellos cuando queráis.
Antes de acostarse, ya tenía Mike los huesos bien guardados en una bolsa. Jack dijo que se encargaría de la escala de cuerda.
—Creo que lo mejor será que nos acostemos y tratemos de dormir un rato —dijo Jack, bostezando—. Tengo un sueño espantoso. No en balde estuvimos toda la noche pasada en vela. Podemos poner el despertador a la hora que nos parezca.
—Lo pondré a la una y media —dijo Mike—. Habrá luna. Así veremos por dónde vamos.
Mike puso el despertador a la una y media como había dicho, y los cuatro niños se fueron a dormir. El timbre sonó a la hora prevista, y Jack y Mike se levantaron. Las niñas oyeron también el timbre desde su habitación, y se levantaron para decir adiós a los chicos.
Todos bajaron la escalera en silencio. Jack llevaba la escala y Mike un par de huesos. Las niñas, tras despedirse de ellos en voz baja, subieron a la habitación de los chicos.
—Sentémonos junto a la ventana —dijo Nora—. Con los prismáticos, y gracias a la luna llena, podremos verlo todo perfectamente. Me encantará ver al príncipe Paul bajar por la escala construida por nosotros.
Nora y Peggy se echaron encima una manta, se sentaron junto a la ventana y empezaron a observar con los prismáticos la torre del caserón.
Entre tanto, Mike y Jack subían en silencio por la ladera de la colina. Cuando llegaron al viejo caserón, Jack dijo en voz baja a Mike que le esperase junto a la puerta trasera, pues él tenía que ir a ver si los perros lo reconocían.
Se introdujo sigilosamente en el jardín. Don y Tinker estaban sueltos. Desde lejos lo olfatearon. Don empezó a gruñir. Tinker, en cambio, se acercó a él y le lamió la mano.
—¡Hola, amigo! —le dijo Jack en voz baja, acariciándolo.
Luego se acercó a Don. Éste comenzó a olerlo y dejó de gruñir: había reconocido al muchacho que le había obsequiado la noche anterior con bocadillos de jamón y bizcochos.
Jack cogió a los perros por el collar y los condujo a la puerta trasera, donde le esperaba Mike. Don y Tinker gruñeron al verlo. Pero Mike los apaciguó en el acto, ofreciéndoles los huesos.
Los hambrientos animales se apresuraron a aceptarlos. Mike los acarició. Los perros comprendieron que aquel niño era amigo de Jack y no le ladraron. Se echaron en el suelo y empezaron a roer los huesos.
—Vamos —susurró Jack.
Mike y Jack llegaron al pie de la torre. En la ventana se percibía una luz muy débil. Mike arrojó una piedra redonda y pequeña a la habitación de Paul para que éste supiera que estaba allí. La piedra debía penetrar por el hueco de la abierta ventana sin tropezar en los cristales, pues si rompía alguno despertaría a todos los habitantes del caserón. Afortunadamente, fue un buen tiro: la piedra entró limpiamente por la ventana y cayó en medio de la habitación del prisionero.
El príncipe Paul apareció inmediatamente en la ventana.
—¡Hola! —dijo en voz baja—. Ya estoy preparado.
Jack asió la piedra atada al extremo del cordel y apuntó a la ventana. La piedra salió disparada, arrastrando el cordel, tropezó en la pared del torreón y cayó cerca de ellos. La recogió, apuntó de nuevo, la volvió a lanzar y esta vez entró por la ventana, rozando a Paul, y cayó en medio de la habitación.
Paul la recogió y fue tirando del cordel hasta que apareció la cuerda. Entonces tiró de ésta y la escala empezó a desenrollarse en las manos de Jack, mientras reptaba silenciosamente por la pared de la torre.
—La escala ha llegado arriba —murmuró Jack—. Ya la tiene Paul. Ahora sólo le falta atarla a algún sitio para poder bajar.
Mike tiró de ella y comprobó que no cedía.
—Ya la ha atado —susurró—. Está bien sujeta. ¡Qué ganas tengo de que Paul baje!
Pero Paul no bajó. Los niños esperaron y no vieron bajar a nadie por la escala. ¿Qué había sucedido?