CAPÍTULO XI

JACK VISITA EL CASERÓN

—No, esta noche no podríamos rescatar al príncipe —dijo Jack—. Los perros tienen mal genio y no nos dejarían entrar en el jardín. Despertarían a todo el mundo.

—¡Es verdad! ¡Ya me había olvidado de los perros! —exclamó Nora, desilusionada—. ¿Se te ocurre algo?

—La única solución es hacer amistad con los perros —repuso Jack.

Mike y las niñas lo miraron sin decir palabra. Nadie quería hacer amistad con aquellos temibles perrazos.

—No tengáis miedo —dijo Jack—. Yo seré el primero en intentarlo. Todos los animales me quieren. Antes de conoceros vivía en una granja y sé muchas cosas de los animales y sus costumbres.

—¡Oh Jack! ¡Eres admirable! —exclamó Nora—. Hace falta mucho valor para intentar atraerse a esos feroces perrazos.

—Es lo único que podemos hacer —dijo Jack—. Y tengo que empezar esta noche. Cuando consiga su amistad entraré en la torre y subiré a rescatar al príncipe.

—¿Qué piensas hacer para que te miren como a un amigo? —preguntó Mike.

—Les llevaré bocadillos y bizcochos preparados por Timy.

—Cuando se los pidas creerá que eres un tragón —dijo Mike, sonriendo.

Timy se quedó boquiabierta cuando Jack le pidió que le preparase unos bocadillos de jamón y bizcochos para aquella noche. Acababa de dar a los niños una espléndida cena y Jack había repetido dos veces. Era increíble que encima le pidiera bocadillos de jamón y bizcochos.

—¡Ah! Ya sé lo que planeáis —exclamó Timy—. Queréis celebrar una fiesta en vuestra habitación. Bueno, por una noche os prepararé lo que me habéis pedido.

—Sí, es para una fiesta de medianoche —dijo Jack en voz baja a sus compañeros—. Pero no la celebraremos aquí.

Timy no pudo oírlo, porque ya se había ido a la cocina. Preparó unos bocadillos de jamón y otros de salchichas. Añadió a esto una caja de bizcochos y se lo entregó todo a Jack.

—Gracias —dijo el niño—. Eres muy amable, Timy.

—Bueno, si tenéis un empacho, allá vosotros —dijo Timy entre risas.

Cuando oscureció, Jack puso los bocadillos y los bizcochos en una bolsa y se despidió de sus tres amigos. Éstos querían acompañarlo, pero Jack se opuso.

—No puede ser —les dijo—. Si los perros os oyen o sólo os olfatean empezarán a ladrar. Tengo que ir solo. Volveré dentro de un par de horas.

Se deslizó por la escalera y salió al jardín sin que Timy lo viese. Sigilosamente, se dirigió al viejo caserón cuya sombría silueta se alzaba sobre la colina. Distinguió la torre y vio que en la ventana del prisionero había luz.

«El príncipe debe de estar leyendo —pensó Jack, compadeciendo al pobre niño—. ¡Cómo me gustaría rescatarlo ahora mismo!».

Pronto llegó al muro. Se preguntó cómo se las compondría para entrar en el jardín sin que los perros le ladrasen. Durante la noche estaban siempre sueltos, y apenas lo viesen se dirigirían hacia él.

En esto sucedió algo providencial. Por el camino se acercó una de las muchachas de servicio y se dirigió a la puerta trasera, junto a la que estaba escondido Jack. Inmediatamente, los perros empezaron a ladrar como locos.

Pero la mujer estaba ya acostumbrada a sus ladridos y les gritó:

—¡Don! ¡Tinker! ¡A callar! ¿Es que no me conocéis?

Pronto se oyó una voz procedente de la casa.

—¿Es usted, Ana?

«Es la voz del señor Boroni —se dijo Jack—. Ahora es la ocasión. Si entro en el jardín y los perros me ladran, el señor Boroni creerá que siguen ladrando a Ana. Y tal vez consiga yo hacerlos callar muy pronto».

Se deslizó por la puerta como una sombra. Los perros lo oyeron, lo olfatearon y empezaron a ladrarle furiosamente.

—¡Silencio! —les gritó el señor Boroni—. ¡Callaos de una vez!

Los perros enmudecieron. El señor Boroni sólo los hacía callar cuando el visitante era amigo suyo. Aquel momento de silencio fue suficiente para Jack.

—¡Don! ¡Tinker! —murmuró.

Y se sentó tras unas tupidas matas. Los perros, al oír sus nombres, irguieron las orejas. Don contestó con un fuerte ladrido. Tinker se dispuso a lanzarse sobre Jack. Pero no lo hizo: aquel niño que estaba sentado tranquilamente ante él como si fueran amigos lo desconcertaba.

Jack no hizo el menor movimiento. Tras su larga permanencia en una granja sabía muy bien que a todos los animales, aunque especialmente a los pájaros, los asustan los movimientos repentinos, sin excluir los de las personas amigas. Su corazón latía con violencia. Cualquiera de los dos perros podía arrojarse de improvisto sobre él.

Don ladró de nuevo. Tinker se acercó a Jack y lo husmeó. Jack permaneció tan inmóvil como una estatua. El perro olfateó los bocadillos y los bizcochos e intentó introducir el hocico en la bolsa. Tanto Tinker como Don estaban hambrientos. El señor Boroni creía que haciéndoles pasar hambre estarían más alerta y dormirían menos que si estuviesen bien alimentados.

—¡Qué perro tan hermoso y tan simpático! —le dijo Jack en voz muy baja.

Tinker olfateaba ávidamente la bolsa. Jack la abrió poco a poco. Don permanecía a distancia, receloso y sin dejar de gruñir.

«Gruñe todo lo que quieras —pensó Jack—. pero no empieces a ladrar otra vez. No quiero que el señor Boroni vuelva a asomarse».

Tinker tomó un bocadillo de jamón de las manos de Jack. Se lo comió de un bocado y volvió a olfatear la bolsa como pidiendo más. Jack apoyó suavemente la mano en la cabeza del perro y la acarició. Tinker no estaba acostumbrado a que lo tratasen cariñosamente, y las caricias del niño lo sorprendieron. Al fin, empezó a lamer la mano de Jack. El cual pensó: «Esto va bien».

Dio a Tinker otro bocadillo y el hambriento animal se lo tragó también casi entero. Don olfateaba el jamón desde lejos. Sin duda se decía que si su compañero se acercaba amistosamente a aquel niño tan extraño, también él podía hacerlo. ¡Debía de estar tan sabroso aquel jamón!

Sin dejar de gruñir, se fue acercando. A Jack no le impresionaron aquellos gruñidos, pues sabía que Don sólo pretendía atemorizarlo. Le dio dos bocadillos; uno después de otro. El perro se los comió en un abrir y cerrar de ojos. Sólo le quedaban ya dos bocadillos. Jack los repartió: uno para cada uno.

El niño se levantó poco a poco y se dirigió a la torre, cosa que a los perros no pareció importarles lo más mínimo. Lo único que les interesaba eran los bizcochos que llevaba Jack consigo, y que olfateaban, manteniéndose pegados a él. Tinker se portaba como un verdadero amigo. Incluso lamía la mano a Jack cada vez que la veía al alcance de su lengua. Don no llegaba a tanto, pero había dejado de gruñir.

Jack llegó al pie de la torre y miró hacia arriba. Después de dar un bizcocho a cada perro se preguntó si la puerta de la torre estaría abierta. Y, si lo estaba, ¿lograría subir la escalera y hablar con el prisionero sin que lo viesen?… ¿Podría incluso abrir la puerta de la habitación y liberar al príncipe?… No, esto último no era posible. Los perros no conocían al prisionero y le ladrarían.

Empujó la puerta… ¡y se abrió! Jack estuvo escuchando unos segundos. No oyó nada. Los perros se acercaron a él. Sin duda, querían otro bizcocho. Les volvió a dar uno a cada uno y se deslizó por la puerta entreabierta, dejando a Tinker y Don en el jardín.

Los perros se comieron los bizcochos y se echaron delante de la puerta para esperar a que su nuevo amigo volviese. Parecían decirse: «¡Ojalá le queden bizcochos!».

Jack se detuvo al pie de la escalera y aguzó el oído. La oscuridad era completa. No oyó nada anormal. Sacó la linterna del bolsillo y la encendió. Después, el valiente muchacho empezó a subir la escalera silenciosamente y dirigiendo al suelo el haz luminoso de su linterna, pues lo que menos deseaba era caerse y hacer ruido.

No había luz en las habitaciones. Sólo cuando llegó a la del prisionero vio que por debajo la puerta salía un débil resplandor. Se detuvo y una vez más aguzó el oído. Alguien lloraba en el interior del cuarto. Jack buscó a tientas el ojo de la cerradura y miró por él.

Vio a un niño sentado a una mesa y con la cabeza entre las manos. Procuraba ahogar sus sollozos, y sus lágrimas caían sobre un libro que tenía delante. Al parecer, no había en la habitación ninguna otra persona.

Jack dio unos golpecitos en la puerta. El niño levantó la cabeza.

—¿Quién es? —preguntó.

—Me llamo Jack —respondió éste en voz baja—. Soy uno de los niños que te hacen señas desde la otra torre. He hecho amistad con los perros y he subido a hablar contigo.

—¡Oh! —exclamó Paul, loco de alegría—. ¿Me puedes sacar de aquí? Aunque esté cerrada la puerta, pueden haberse dejado la llave.

Jack intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave y tenía echados los cerrojos. Aunque le fue fácil descorrer los cerrojos, Jack no pudo abrir la puerta, pues no encontró la llave.

—No puedo sacarte de aquí esta noche —dijo Jack—. Pero escucha. Hemos hecho una escala de cuerda lo bastante larga para que llegue desde tu ventana al suelo. Si alguna noche cae una piedra en tu habitación, recógela en seguida. Estará atada a un cordel. Tira del cordel y verás que llega a tus manos el extremo de una cuerda. Entonces tira de la cuerda y recibirás la escala. Sólo tendrás ya que atar ésta a un sitio seguro y bajar.

—¡Oh gracias! —exclamó Paul. Estaba junto a la puerta y se le oía suspirar—. ¡Es horrible estar encerrado!

—¿Por qué te tienen prisionero? —preguntó Jack.

—Es muy largo de contar —respondió el cautivo—. Mi padre es el rey de Baronia y está muy enfermo. Si muere, debo ser yo el rey. Pero mi tío no quiere que lo sea y pagó a unos hombres para que me raptasen y me sacaran del país. Si mi padre muere y yo no estoy en mi reino, mi tío se apoderará del trono, haciéndose proclamar rey antes de que me encuentren.

—¡Ya veo que verdaderamente eres un príncipe! —exclamó Jack—. Nos resistíamos a creerlo. ¡Qué malvados! ¿Quieres que avise a la policía?

—¡Oh, no! —respondió Paul inmediatamente—. Si el señor Boroni y Luis sospechasen que la policía sabe algo, ¡pobre de mí! Seguramente me sacarían de aquí por el pasadizo secreto y vosotros no volveríais a saber de mí. ¡Por favor, salvadme vosotros solos! ¿Cómo has dicho que te llamas?

—Jack —contestó éste—. Oye, Paul: debes estar muy alerta y prestar mucha atención a los mensajes que te enviemos desde nuestra torre. Cuando decidamos venir a rescatarte, ya te avisaremos.

—¡Qué buenos sois! —exclamó el príncipe—. Si supieseis la alegría que me llevé cuando os vi y leí vuestros mensajes.

—Me voy —dijo Jack—. Acabo de oír ruido y no quiero que me sorprendan. ¡Adiós!

Bajó la escalera en silencio. Pero al intentar abrir la puerta de la torre, ¡la encontró cerrada! El señor Boroni había pasado por allí y, al verla abierta, la había cerrado, sin saber que Jack estaba dentro.

Jack se quedó junto a la puerta. Su corazón latía con violencia. ¿Cómo podría salir de allí?… Quizá por la cocina… Pero tendría que procurar no hacer el menor ruido.

Se dirigió a la puerta que comunicaba la torre con la despensa. Estuvo unos momentos escuchando. No oyó nada. Abrió la puerta cautelosamente. Con gran sigilo cruzó la despensa. Su propósito era llegar a la puerta trasera y salir por ella al jardín. Pero…

¡Pobre Jack! Tropezó con un cubo y rodó por el suelo. El estrépito fue ensordecedor.