CAPÍTULO X

LA ESCALA DE CUERDA

Jack leyó la respuesta del infortunado niño con los prismáticos mientras los demás esperaban conocerla, ansiosos de saber quién era el prisionero. Veían a éste hablar con las manos, pero, sin prismáticos, no podían distinguir las letras.

—¿Quién es, Jack? ¿Quién es? —preguntó Nora, impaciente.

—Según acaba de decirme —respondió Jack volviéndose hacia ellos—, es el príncipe Paul.

Los tres hermanos miraron a Jack boquiabiertos.

—¿El príncipe Paul? —exclamó Peggy—. ¡Un príncipe! ¿De qué país?

—No lo sé —respondió Jack—. Voy a preguntárselo. ¿Dónde están las letras?

Pero cuando encontraron la primera, el príncipe Paul desapareció repentinamente, como si alguien hubiese tirado de él. Jack se apartó también de la ventana, a la vez que empujaba a Peggy. Los dos estuvieron a punto de rodar por el suelo.

—¡Vaya un modo de…! —empezó a decir Peggy, furiosa.

Pero al advertir que Jack miraba fijamente hacia el caserón y seguir la dirección de su mirada, vio algo que la hizo enmudecer. El señor Boroni y Luis estaban asomados a la ventana del caserón y fijaban su vista en la habitación de los niños.

—¿Nos habrá visto, Jack? —preguntó Peggy en voz baja, como si temiera que el señor Boroni pudiese oírla.

—No —respondió Jack—. Nos hemos apartado a tiempo. Quizás hayan visto a su víctima hablando con las manos. Pero también puede ser que lo hayan apartado de la ventana sencillamente para asomarse ellos. Estoy seguro de que saben que esta habitación es la nuestra.

—Jack, ¿podremos rescatar a ese niño? —preguntó Nora—. ¿Crees que verdaderamente es un príncipe?

—No podemos rescatarlo por el pasadizo secreto —dijo Jack—. Sólo llega hasta la bodega. Además, el señor Boroni tiene cerrada con llave la habitación de Paul. Demasiadas dificultades.

—Hemos de procurar que el señor Boroni no nos vea asomados a la ventana —dijo Nora—. Quizás sospeche que sabemos que tiene prisionero a un niño.

—No, no puede sospecharlo —replicó Jack—. No nos ha visto cambiando mensajes con él.

—¡Oíd! ¡Tengo una idea! —dijo Mike—. Podríamos hacer una escala de cuerda y subir a rescatarlo durante la noche.

—¿Pero cómo colgaremos la escala de la ventana? —preguntó Nora.

—Se lo diremos al príncipe y él nos ayudará desde arriba —dijo Mike—. Os explicaré cómo se puede colgar una escala de cuerda en una ventana. Primero se ata una piedra o algún objeto pesado a un cordel. Luego se ata este cordel al extremo de una cuerda, y la cuerda a la escala. Después se tira la piedra a la ventana, y la persona que está arriba la recibe, recoge el cordel hasta alcanzar la cuerda y va tirando de la cuerda hasta que la escala llega a sus manos. Entonces la ata a algún sitio seguro, y ya puede bajar por ella.

—¡Magnífica idea!

—¡Manos a la obra! —exclamó Peggy.

—Primero hay que buscar el cordel, la cuerda y la escala —advirtió Nora.

—Jorge nos los prestará —dijo Mike.

—Vamos a pedírselo ahora mismo —dijo Jack.

Los cuatro corrieron escaleras abajo y salieron al jardín, donde Jorge estaba trabajando.

—Oye, Jorge: ¿puedes dejarnos un cordel y dos o tres cuerdas largas? —preguntó Jack.

—¿Para qué los queréis? —preguntó Jorge.

—Ahora no lo podemos decir —respondió Mike—. Ya te lo contaremos todo.

—Bien. Id a mi bote y buscad la caja de las herramientas. Dentro hay cuerdas y cordeles de todas clases.

—¡Gracias! —gritaron los niños, mientras salían disparados hacia el embarcadero.

El bote de Jorge estaba amarrado en el sitio de siempre. Los niños abrieron la caja de las herramientas y vieron un informe montón de cordeles y cuerdas enredados. Jorge los empleaba para reparar sus redes.

—¡Uf! Nos va a costar mucho desenredar todo esto —dijo Peggy.

—Ten en cuenta que somos cuatro —dijo Jack—. ¡Bueno, sentémonos en el bote, y a trabajar se ha dicho!

—¿Con qué haremos los peldaños de la escala? —preguntó Peggy.

—He visto unas tablillas bastante fuertes en el cuarto donde Timy guarda los utensilios de jardinería —repuso Jack—. Creo que nos servirán.

—¡Mirad! —exclamó de pronto Peggy.

Todos miraron hacia donde señalaba la niña y vieron a una mujer que avanzaba por la playa hacia ellos. Era la dama rubia a la que habían visto anteriormente con el señor Boroni y que habitaba con él en el viejo caserón.

—Debe de ser la esposa de Boroni —dijo Nora—. A lo mejor, quiere decirnos algo.

—Dejadme hablar a mí —dijo Jack—. Estoy seguro de que la han mandado para que averigüe si sabemos algo.

La dama rubia se acercó lentamente a ellos, protegiéndose del sol con una gran sombrilla.

—Veo que estáis muy ocupados —les dijo—. ¿Qué hacéis?

—Pasar el rato. Nos gusta estar en el bote de Jorge —respondió Jack.

—¿Venís muy a menudo a jugar a la playa? —preguntó la mujer, bajando la sombrilla.

—Sí, casi todos los días —repuso Jack—. Sólo faltamos cuando sube la marea. Entonces no se puede estar aquí.

—¿Habéis visto esas pintorescas cuevas? —siguió preguntando la dama, mientras señalaba las cuevas con su sombrilla—. ¿No se os ha ocurrido explorar ninguna?

—No nos gustan las cuevas —respondió Jack—. Son demasiado húmedas y oscuras.

—¿Es que tus compañeros no tienen lengua? —preguntó la dama con acento burlón.

—Son un poco tímidos —dijo Jack—. Además, como yo soy el capitán, debo hablar por todos.

—¡Claro, claro! ¿Y cuánto tiempo vais a estar en «La Mirona»?

—No mucho.

—Vuestras habitaciones están en la torre, ¿verdad? —preguntó la dama, mirando fijamente a Jack.

El niño sostuvo impasible esta mirada y contestó:

—Sí.

—¿Se ve el viejo caserón desde vuestra torre?

—No lo sé —respondió Jack—. Lo miraré esta noche cuando nos vayamos a la cama.

En este momento sonó la campanilla con que Timy anunciaba a los niños que ya estaba preparada la merienda, y los cuatro se apresuraron a marcharse, respirando al verse libres de la lluvia de preguntas de la curiosa dama. Mike había intentado llevarse el amasijo de cuerdas para desenredarlo en «La Mirona», pero Jack le había ordenado con un rápido gesto que lo dejase.

—Buenas tardes —dijeron los niños cortésmente. Y echaron a correr hacia casa.

—Jack, has contestado muy bien a las preguntas de esa señora —dijo Mike—. Yo me habría quedado sin saber qué contestar a la pregunta de si veíamos el viejo caserón desde la ventana de nuestro cuarto.

—¡Con qué tranquilidad le respondiste que ya lo mirarías esta noche! —exclamó Peggy, riendo—. ¿De veras lo miraremos, Jack?

—Creo que sospechan que sabemos lo del niño secuestrado —dijo Jack—. Si es así, no cesarán de vigilarnos, y convendría que no le hiciéramos demasiadas señales.

—¿Por qué no has querido que me trajese el montón de cuerdas? —le preguntó Mike—. Teniéndolo aquí, habríamos podido desenredarlo y empezar a montar la escala esta tarde, después de merendar.

—Sí, pero esa señora habría podido sospechar nuestras intenciones al vernos ir de un lado a otro con las cuerdas —dijo Jack—. Es preferible que vayamos a buscarlo después de merendar.

—Como siempre, tienes razón, capitán —dijo Mike.

De acuerdo con la idea de Jack, aquella tarde, después de la merienda, fueron al bote y volvieron a casa con el montón de cuerdas. La marea había subido y no podían estar en la playa. Hacer una escala era un entretenimiento.

—¿Qué hacéis encerrados en esta habitación? —preguntó Timy, apareciendo de pronto—. ¿Es que no pensáis salir?

—No, Timy. Estamos haciendo algo que no podemos decir a nadie —respondió Nora—. No te importa, ¿verdad?

—En absoluto.

Y, dicho esto, Timy volvió a su colada.

Los niños siguieron desenredando el confuso montón de cuerdas y cordeles. Pronto lograron sacar una cuerda larga y resistente. Entonces Mike fue al cuarto de las herramientas en busca de las tablillas que utilizarían como peldaños. Pronto volvió con las maderas y explicó a Jack y a las niñas cómo tenían que atar los extremos de las tablas a la cuerda, una vez dividida ésta en dos ramales. Todos pusieron manos a la obra y, antes de la cena, la escala estaba lista.

—Qué bonita es, ¿verdad? —dijo Peggy—. ¡Tengo ganas de usarla! ¿Por qué no la probamos esta noche, Jack?