CAPÍTULO VIII

¿CÓMO ESCAPAR?

Jack estaba seguro de que Luis lo descubriría si introducía un poco más la cabeza en la habitación. Su corazón latía con tal violencia, que temía que Luis lo oyese. Pero, para sorpresa suya, Luis echó una mirada a la mesa, cerró la puerta y siguió su camino escaleras arriba.

—No me los he dejado aquí —oyó Jack que decía Luis a su acompañante.

A Jack le parecía imposible que no lo hubiera visto. Esperó hasta oír que abrían la puerta del piso superior, abrió rápidamente la de la habitación donde estaba, bajó corriendo la escalera, cruzó la despensa y llegó a la bodega, donde lo esperaban los tres hermanos. Pero, al llegar, resbaló en el último escalón y cayó a los pies de Mike.

—¡Jack! ¿Qué te ha ocurrido? —preguntó Mike—. ¡Cuánto has tardado!

—¡Casi me atrapan! —repuso Jack, jadeante—. En seguida os lo contaré todo. Salgamos de aquí: en la cámara subterránea hablaremos.

Bajaron los dieciocho escalones. Mike y sus hermanas ansiaban saber lo que le había sucedido a Jack.

—Sentémonos aquí un momento —dijo éste—. Os lo voy a contar todo… Veréis. A través de la despensa he llegado a la puerta que da a la torre y luego he subido por la escalera hasta la habitación más alta. Pero la puerta de esta habitación estaba cerrada con llave, y dentro había alguien llorando…

—¿Llorando? —exclamó Nora—. ¿Tendrán a alguien secuestrado, Jack?

—Quizá. Me pareció el llanto de un niño… o de una niña. ¿Verdad que todo esto es la mar de misterioso?

—Quizá no se dediquen al contrabando, sino a otra cosa peor —dijo Peggy con acento sombrío—. A lo mejor, fue ese prisionero que llora lo que trajeron anoche en la barca de motor.

—Creo que has acertado, Peggy —dijo Jack—. Hay que averiguar quién es el secuestrado.

—A mí me parece —dijo Nora— que un día u otro se asomará a la ventana. Podríamos pedir los prismáticos a Timy y vigilar. Así veríamos al prisionero y sabríamos cómo es.

—¡Buena idea, Nora! —exclamó Mike—. Nos turnaremos en la vigilancia.

—Siento el cosquilleo del hambre —dijo Peggy—. Debe de ser la hora de comer. ¡Nos ha llevado tanto tiempo esta investigación!

Emprendieron la vuelta por el pasadizo secreto. El camino les parecía ahora más fácil. Agachando la cabeza de cuando en cuando iban recorriendo el pasadizo. Las pilas de la linterna de Nora se agotaron y la niña tuvo que unirse a Jack para guiarse por la luz de su linterna.

Al fin llegaron a la cueva desde la que se bajaba a otra por una cuerda. Allí estaba la cuerda que facilitaba el descenso. Asido a ella, Jack empezó a bajar. De pronto, lanzó un grito de contrariedad.

—¡Qué desastre! ¿Sabéis lo que ha pasado?

—¿Qué? —preguntaron los tres hermanos.

—Pues que mientras investigábamos, la marea ha subido y la cueva está llena de agua. Llega casi hasta el techo. No podemos salir de aquí.

Jack volvió al lado de sus compañeros. Los cuatro cruzaron miradas de desaliento. No sabían qué hacer.

—¡Qué idiotas hemos sido! —dijo Mike—. No hemos pensado en la marea. Habría bastado acordarse de que las aguas bajan y suben para comprender que podíamos quedar atrapados en esta cueva. Lo peor es que la marea tardará mucho en bajar.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Nora—. ¡Tengo un apetito…! ¿Por qué no comemos?

—Aquí hace frío y hay mucha humedad —dijo Jack, temblando—. Si nos sentamos aquí nos helaremos. Estaremos mejor en la cámara subterránea. Para tener luz, encenderemos las velas. Así no gastaremos las pilas de las linternas.

Volvieron sobre sus pasos por el pasadizo secreto, llegaron a la cámara subterránea, y allí donde los antiguos contrabandistas tanto habían cantado, bebido y fumado, los cuatro niños abrieron las mochilas y saborearon los exquisitos bocadillos que les había preparado Timy.

Nunca les había sabido tan bien la tortilla de patatas. Y en cuanto al pollo, habrían comido el doble de lo que comieron. Después dieron buena cuenta de la fruta y cuando ya no quedaba el menor resto de comida, se bebieron la limonada.

—Ahora me siento mejor —dijo Jack, mirando a sus compañeros con cara risueña—. Tenía un hambre atroz.

Mike consultó su reloj.

—Son ya las cuatro —dijo—. No creo que esta caverna quede libre de agua antes de las cinco y media. Y aún entonces, las olas serán tan altas, que entrarán en la cueva y nos arrastrarán si intentamos salir. Es desesperante.

—Me muero de ganas de observar la torre del viejo caserón desde la nuestra —dijo Nora—. Estoy deseando saber cómo es el prisionero. Sería estupendo que consiguiéramos rescatarlo.

—Oye, Jack ¿por qué no intentamos huir atravesando la casa? —preguntó Peggy—. Si volvemos a la bodega, podremos llegar por la despensa a la puerta que da al jardín. Así, dentro de diez minutos estaríamos en nuestra casa, lo que es mucho mejor que esperar durante horas a que baje la marea.

—Conforme. Pero tendremos que llevar mucho cuidado —dijo Jack, que tampoco quería esperar hasta que bajase la marea—. Yo iré delante y exploraré el terreno para ver si hay peligro.

Todos subieron los dieciocho escalones que conducían a la bodega. Una vez allí, Jack pasó solo a la despensa, donde vio que no había nadie. Oyó un rumor de voces que llegaba de la cocina, pero no vio en ello ningún peligro: se dijo que serían los sirvientes, que estaban merendando.

Por lo demás, la tranquilidad era absoluta. Jack lanzó un ligero silbido, y los tres hermanos se reunieron con él en silencio. Sigilosamente se asomaron a la puerta que daba al jardín. Junto a ella había una serie de botellas vacías, esperando la llegada del lechero.

De pronto, vieron algo que los inquietó profundamente: dos perros enormes paseaban por el jardín.

—¡Lo que faltaba! —murmuró Jack—. No podremos pasar. Me había olvidado de los perros guardianes.

Nora estuvo a punto de echarse a llorar. Primero les cortaba el paso la marea; ahora, los perros.

—¿Crees que nos atacarán si cruzamos el jardín? —preguntó Peggy.

—No —respondió Jack—, pero empezarán a ladrar y sus dueños nos descubrirán en seguida. Dejadme pensar; a ver si se me ocurre algo.

Mike y las niñas esperaron en silencio. A Jack se le ocurrían soluciones estupendas cuando había de salir de un apuro.

—Ya está —dijo Jack al fin—. Nos deslizaremos hasta la caseta de los lavaderos, la que está junto a aquel montón de sacos, y allí nos esconderemos. Seguro que tendrán que atar los perros cuando lleguen el lechero o el panadero. Y cuando los aten, saldremos, primero de la caseta y después del jardín, sin que nos vean. Si logramos subir a aquel árbol que veis allí podremos pasar de una rama a otra y saltar a la parte exterior del muro.

—Buena idea —dijo Mike.

Acto seguido, todos se dirigieron a la caseta de los lavaderos, donde se refugiaron. Luego tuvieron la precaución de cerrar la puerta, con objeto de que los perros no pudiesen entrar.

Esperaron. Jack asomaba la cabeza por la ventana de cuando en cuando, pero nadie llegaba. De pronto, oyeron el tintinear de las botellas del lechero junto al jardín. Jack sonrió a sus compañeros de aventura.

—Preparaos —les dijo en voz baja.

El lechero bajó de su camioneta y tocó el timbre. Inmediatamente los dos perros empezaron a ladrar con todas sus fuerzas. Luis apareció en la puerta de la casa y los llamó. Los ató a un árbol y gritó al lechero:

—¡Entre! ¡Ya están atados los perros!

El lechero se dirigió a la casa, cargado de botellas de leche y botes de mantequilla. Lo llamaron desde la cocina y desapareció por la puerta de la despensa.

—¡Ahora es el momento! —susurró Jack—. Los perros están atados y Luis se ha ido. ¡Corred!

Los cuatro salieron de la caseta y corrieron a toda la velocidad que sus piernas les permitían hacia el árbol que Jack les había señalado. Los perros los vieron y empezaron a ladrar furiosamente, tirando de sus ligaduras como si quisieran romperlas.

—¡Callaos de una vez! —les gritó alguien, indignado, desde la casa.

Los perros siguieron ladrando, pero los niños ya estaban en el árbol, escondidos entre las ramas. Como los perros no cesaban de ladrar, Luis apareció y les gritó:

—¡Os he dicho que os calléis! ¡Es el lechero!

Pero los perros sabían que no sólo el lechero había entrado en el jardín, y seguían ladrando. Los niños esperaron a que Luis volviera a desaparecer en la casa, se deslizaron por una larga rama hasta el muro y saltaron al exterior del jardín.

Estaban contentísimos. Volvieron a «La Mirona» cantando y saltando. La aventura había sido verdaderamente emocionante.

Mike exclamó:

—¡Cuevas misteriosas, pasadizos secretos, una persona secuestrada, la huida de milagro! ¡Todo fantástico hasta lo increíble!

—Ahora hay que descubrir quién es ese infeliz prisionero —dijo Nora—. Tengo unas ganas tremendas de averiguarlo.

Timy los estaba esperando en la sala.

—¡Hola! ¿Cómo ha ido la excursión? —les preguntó—. Qué día tan hermoso ha hecho, ¿verdad?

—¿Hermoso? —dijeron los niños, tratando de recordar. Pero lo único que recordaban era la oscuridad de la cueva y del pasadizo secreto. Y añadieron—: No nos hemos fijado en si el día ha sido malo o bueno.

—¡Siempre bromeando! —exclamó Timy—. Bueno, id a arreglaros para merendar. Os he hecho una cosa que os vais a chupar los dedos.

Todos echaron a correr hacia la escalera para subir a sus habitaciones. Antes de asearse, Mike observó la torre del viejo caserón. ¿Cuándo verían a alguien asomado a la ventana?